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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.44 Bogotá maio/ago. 2011

 

LAWRENCE LEVINE. HIGHBROW/LOWBROW: THE EMERGENCE OF CULTURAL HIERARCHY IN AMERICA. CAMBRIDGE: HARVARD UNIVERSITY PRESS, 1988, 306 PP.

LAWRENCE LEVINE. CULTURE D'EN HAUT, CULTURE D'EN BAS. L'EMERGENCE DES HIERARCHIES CULTURELLES AUX ÉTATS. PARIS: ÉDITIONS LA DECOUVERTE, 2010, 317PP.

Renán Silva
Sociólogo e historiador, Doctor en Historia Moderna de la Universidad de París I, Pantheón-Sorbonne (París, Francia). Profesor del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Realiza investigaciones sobre historia política y cultural de los siglos XVIII y el XX. rj.silva33@uniandes.edu.co


Distancias, fronteras e intercambios culturales1

La reciente publicación en francés -más de veinte años después de su edición inglesa original- de una de las obras mayores del gran historiador norteamericano Lawrence Levine, Highbrow/Lowbrow, puede ser una buena oportunidad de llamar la atención sobre el trabajo de este autor, poco leído en Colombia, aunque desde muchos puntos de vista sus agudas reflexiones en el campo de la historia cultural tienen que ver con temas que hace bastante tiempo son objeto de discusión en nuestro país -en realidad se trata de temas que han llegado a ser tópicos historiográficos internacionales-, sin que se pueda estar siempre seguro de que la manera como entre nosotros han sido abordados estos problemas haya sido la más promisoria.

Lawrence Levine (1933-2006) fue profesor por muchos años en la Universidad de California y es considerado uno de los pioneros de la "nueva historia cultural" en los Estados Unidos, mucho tiempo antes que esta etiqueta se convirtiera en una moda, que ya hacia finales del siglo xx parecía haber agotado la mayor parte de sus recursos retóricos -el anuncio de su propia novedad y la crítica de los enfoques que se agotaban en la "economía"-, recursos que habían terminado por convertirse en un énfasis más acentuado que sus propios resultados investigativos.

Presentemos el trabajo que reseñamos describiendo brevemente el contenido de cada uno de sus capítulos y epílogo, antes de esbozar alguna crítica hacia el final. El primer capítulo, "William Shakespeare en los Estados Unidos", es un estudio detallado y ricamente documentado de las formas de circulación de la obra de Shakespeare en el siglo xix en la América del Norte, un tema de indagación que nos recuerda que si la percepción habitual del "arte" y el peso de sus clasificaciones no ahogara literalmente nuestra visión -aplastada por los usos presentes de William Shakespeare, el representante número uno de lo que se puede llamar los clásicos del teatro-, no habría mucho de qué sorprenderse, ante el objeto del capítulo. Es claro para el lector de los análisis de Levine -pero sólo después de conocer tales análisis-, que W. Shakespeare constituía una tradición de las comunidades locales, no sólo por la lengua del dramaturgo y por su propia popularidad en Inglaterra -popularidad que se mantuvo en las colonias-, sino también porque gentes de las más diversas condiciones sociales introducían "restos" del texto shakespereano de manera muy visible en el ámbito de su vida cotidiana, y en las funciones de teatro eran capaces de reconocer su presencia y de parodiar tales textos, para construir con ellos bromas y críticas frente a diversos aspectos de la vida diaria. Además, el ambiente de libertad de los primeros tiempos de la posindependencia, se sumaba a viejas tradiciones igualitarias, lo que resultaba en un ambiente de crítica despreocupada y extendida en el primer siglo republicano en los Estados Unidos.

Shakespeare era en los Estados Unidos un autor inmensamente popular, entendiendo aquí por popular su alto grado de difusión entre grupos de posición social diversa y el conocimiento que las gentes corrientes tenían del autor, cuya presencia no era sólo una realidad cotidiana a través de su lectura y de formas variadas de representación de sus obras, sino además una presencia permanente en la literatura más popular de los Estados Unidos en el siglo xix -Levine muestra su presencia por ejemplo en autores como Mark Twain y recuerda que en Huckleberry Finn, sus dos personajes principales, Huck y Jim conocen el Ricardo III.

Lawrence Levine avanza mucho más allá del plano de la circulación y muestra de una manera muy documentada los usos precisos que de Shakespeare se hacían, la aparición de trozos fragmentados de su obra en un dispositivo cultural mayor que incluía música, payasadas, bromas, obras de otros autores, en un espectáculo que podía llevar varias horas y ser objeto de atención de públicos diversos por su edad y condición social. Resaltemos por ahora, a partir de este capítulo, la actitud distendida y de poca solemnidad con la que las gentes se enfrentaban a ese clásico que hoy asusta hasta a sus grandes conocedores, y la necesaria pregunta que el texto de Levine sabiamente logra imponer: ¿a partir de cuándo y bajo qué condiciones nuestro venerado Shakespeare llegó a ser ese autor extraño y aterrador del que luego a partir del siglo xx sólo podrán usufructuar en un gran ambiente de solemnidad, en el teatro de butacas caras, públicos "distinguidos" que aparecerán ahora, contra toda evidencia histórica, como los "verdaderos" destinatarios del maestro de la lengua inglesa?

El segundo capítulo, "La sacralización de la cultura", que a su manera, aunque con otra documentación y una suma de nuevos hechos y argumentos, repite el expediente anterior, tiene que ver con los procesos culturales que llevaron a que la ópera -género popular en sus comienzos, si lo hay, como lo había hecho notar Antonio Gramsci- se transformara también en una esfera de distinción y en un producto destinado al consumo de los más ricos, autodeclara-dos como los más sofisticados. Aquí hay que saber distinguir entre esferas públicas, privadas y domésticas de circulación, y otras formas de circulación popular, como por ejemplo el disco, y formas de circulación socialmente elevadas como las que reproduce el teatro de butacas caras.

Es claro que la comunidad italiana siguió cantando en su casa, en el baño y desde la ventana de su hogar fragmentos y arias completas de la ópera italiana, lo que igualmente debería ocurrir en las escuelas en las que había una fuerte presencia de alumnos y de maestros con ese origen territorial. Pero es un hecho que poco a poco, a partir de algún momento del final del siglo xix, la ópera comenzó a independizarse de sus anteriores condiciones de circulación, y otros escenarios y otros usos -los usos distinguidos del gran teatro, ya muy cerca del start system-, se fueron imponiendo.

En los renglones iniciales, como lo había hecho con Mark Twain, Levine hace comparecer en la escena de su demostración a una voz literaria mayor: en este caso la de Walt Whitman, quien al final de su vida se refería a su educación juvenil, diciendo que "sin ninguna duda..." había sido "educado a la manera italiana", una forma de educación que no resultaba ser puramente individual ni excepcional, sino una extendida condición de muchos de los contemporáneos de Whitman en esos años y en los posteriores.

La demostración de Levine en este punto es de una inteligencia y sensibilidad mayores. Lo que ha alejado a las gentes corrientes de la ópera en cierto momento en los Estados Unidos no es sencillamente el precio de las entradas a la función, sino el ambiente general con el que se iba cargando el espectáculo en su nuevo "formato", un cambio de escenario y de público que, como señala el autor, transformaba, al igual que en el caso de Shakespeare, al mismo tiempo las modalidades de representación (los trajes, las voces, los movimientos del cuerpo de los actores... el conjunto del dispositivo). Finalmente, a pesar de su arraigo en una comunidad migrante determinada -los italianos- que la sigue cultivando, la ópera adquirirá un nuevo disfraz, profundamente extraño a su anterior ámbito de representación y de disfrute, y nuevas fronteras y distancias culturales se establecerán a partir de una "forma culta" de circulación de la ópera, que nuevas generaciones ya difícilmente reconocerán lo que antes había sido este género musical: una tradición compartida por públicos mucho más amplios que aquellos que la habían llevado cuando llegaron como migrantes y a los que muchas pequeñas y grandes compañías italianas visitaban en una tarea de difusión comercial, que era al mismo tiempo una de enriquecimiento de la memoria de sus orígenes familiares y nacionales. Aquí de nuevo, como a lo largo de todo el libro, Levine impone al lector, por la fuerza de sus demostraciones previas, las preguntas que dan el tono crítico a su obra: ¿cómo y cuándo y a través de qué mecanismos precisos se ha producido ese proceso de expropiación, que es al mismo tiempo proceso de distinción y de separación social -en el sentido de Pierre Bourdieu-?

"Orden Jerarquía y cultura", el capítulo final del libro, reproduce una de las mejores tradiciones de la historia social y de la historia "a secas": abordar la discusión de perspectiva más teórica, solamente cuando se han considerado casos particulares y se han ofrecido multiplicadas pruebas documentales de una cierta evolución social. Aquí el examen del problema -que nunca abandona la perspectiva histórica y documental- se hace mucho más general y se conecta de manera directa con las perspectivas de la sociología, sin perder nunca su carácter concreto.

Se trata de examinar los mecanismos generales puestos en marcha en la transformación de lo que Levine designa como una "cultura pública compartida", vigorosa aun en la mitad del siglo xix en los Estados Unidos, en dirección de una cultura elitista y excluyente, que ha dejado por fuera del disfrute de bienes culturales enriquecedores a una gran parte de la población. Las demostraciones presentes en los dos capítulos anteriores adquieren aquí toda su fuerza: se trata de un proceso, posible de reconstruir a través del análisis histórico, que a principios del siglo xx ya había logrado producir sus efectos inevitables de naturalización, es decir, ya había logrado que las gentes lo vieran como una situación natural, inmutable y eterna.

Al mismo tiempo que avanzaba el proceso de naturalización de eso que Levine llama "bifurcación cultural", avanzaba el proceso de "sacralización de la cultura", es decir el proceso por el cual se llevaba al campo de las artes y la literatura una actitud presentada como "seria y profunda" que, como alguna vez lo hizo notar Walter Benjamin, es simplemente el traslado de actitudes religiosas al campo de la cultura, rechazando al "exterior" de ella todo lo que tuviera que ver con la risa y el festejo popular, un proceso que finalmente se vería concretado en máximas del tipo "en los museos no se habla, se guarda absoluto silencio", máximas con las cuales se ve a la civilidad necesaria para compartir en común, copadas por una actitud cultural de clase en la que se agazapa, bajo ciertas formas de la urbanidad, no sólo una actitud contemplativa que reduce el propio placer del arte, sino la exigencia de un comportamiento social que previamente había sido incorporado por modelos educativos presentados como universales, imponiendo una actitud ritual y ceremoniosa, que huye del festejo y que excluye a quien simplemente quiere expresar su admiración y su satisfacción ante esos logros humanos que constituyen las diversas clases de creación artística.

Lawrence Levine lleva a fondo el examen de lo que se puede designar de la manera más precisa como las categorías de percepción estética, mostrando su carácter social e histórico. Lo que Levine muestra, como otros autores lo han hecho también -y es imposible no mencionar aquí antecedentes mayores en el campo del análisis cultural que van desde Richard Hoggart a Pierre Bourdieu-, es que las formas de percepción son ante todo modalidades de clasificación social, según una pista de trabajo con la que Durkheim había inaugurado el proyecto de una moderna sociología. Antes de él, Marx había establecido las bases de una crítica histórica de la economía política, al recordar en su crítica de Prudhom que los economistas expresaban las relaciones de producción como "categorías fijas, inmutables y eternas" o, en otras palabras, que los economistas "nos explican 'cómo se produce en el marco de unas relaciones dadas, pero lo que no nos explican es cómo se producen esas relaciones, es decir el movimiento histórico que las hace nacer'"2.

Levine insiste una y muchas veces en el carácter histórico de las categorías del análisis cultural -aunque lo hace mucho menos en su carácter de estructuras objetivas que se imponen como formas de percepción con aire de naturaleza sin historia-; indica incluso su utilidad como modalidades de comprensión, "con la condición de que tengamos siempre en la cabeza cuánto son de humanas y frágiles [tales categorías], cómo son de recientes, cuánto fueron y son porosas", haciendo notar enseguida la torpeza y anacronismo que se ponen de presente cuando oposiciones como "culto" y "popular", se trasladan a un pasado en el que no existían, produciendo "malentendidos no solo sobre nuestra historia", sino sobre "el mundo en cual vivimos nosotros mismos".

Este análisis posiblemente resulte, en el plano de la sociología general, el que mayores enseñanzas puede ofrecer a los historiadores. No hay ninguna duda que oposiciones del tipo alto/bajo, culto/popular han recibido en el análisis histórico un tratamiento doblemente problemático. Por un lado, buena parte de los historiadores de la cultura ha tomado el camino de favorecer uno de los dos extremos de la oposición, luego de que Peter Burke tomara ese atajo, olvidando que el papel del análisis no es el de privilegiar uno de tales extremos, sino el de disolver lo que constituye una falsa oposición. Por otra parte, no se ha hecho el menor esfuerzo por mostrar el proceso histórico de formación de esas polaridades y las condiciones históricas a partir de las cuales tales oposiciones se han convertido, en silencio y sin crítica, en categorías del análisis social sobre cuyos orígenes y funciones muy poco se dice, como si, presos del fetichismo de las palabras y sometidos a la lógica de la percepción inmediata de lo que la "realidad" ofrece a nuestra contemplación, los historiadores olvidaran que oposiciones del tipo culto/popular son creaciones académicas e historiográficas y no formas esencialistas ni modos de auto/referencialidad de los propios grupos sociales que con ellas son designados3.

Finalmente, la adscripción sin crítica alguna a ese tipo de oposiciones, casi siempre sobre la base de una actitud militante y al tiempo orgullosa de descubrir alteridades que los orígenes en la clase media de la mayor parte de los académicos les impedían por lo menos haber imaginado, ha impuesto la idea de fronteras culturales libres de todas porosidad y ajenas a formas constantes de intercambio y redefinición, lo que ha hecho posible pensar en conjuntos culturales cerrados, posibles de definir de manera autónoma y rebosantes siempre de buena salud y de vigor cultural (aunque en el fondo esta idea de una "cultura popular" autónoma, espontánea y eternamente creativa, choque con la tesis opuesta y sostenida al mismo tiempo de una "cultura dominante" capaz de imponerse y devorar de manera resuelta aquella de las clases sometidas al yugo inflexible de la dominación, un "descuido lógico" que no plantea la menor inquietud a los analistas que toman ese camino)4.

Levine es, por el contrario, un historiador de mestizajes y de lo compartido, y sabía bien que la cultura de una sociedad es ante todo "diálogo cultural", incluso en las condiciones de la explotación y de la desigualdad, y que no hay cultura que no se haga de préstamos y de intercambios y que no se construya como síntesis de elementos convergentes, sobre la base de experiencias históricas que siempre se viven en universos sociales que son relacionales y que no pueden ser comprendidos más que cuando se abandonan las ideas de "pureza" y de fabricaciones culturales "étnicas" siempre idénticas a sí mismas, intocadas por fronteras sociales móviles que produce y modifica la historia.

El libro de Lawrence Levine se cierra con un apretado epílogo volcado de manera directa sobre el presente cultural de los Estados Unidos y en donde el comentario y las opiniones personales del autor parecen ganar terreno sobre los análisis históricos, como acontece a menudo con el periodismo y la llamada "historia del tiempo presente" de tono periodístico, regularmente vapuleada por posteriores sucesos que vuelven a poner de presente todos los peligros de una sociología que se deja someter a la lógica de lo inmediato y lo visible. Es por eso que tal vez el epílogo está dotado de tanta ambigüedad sobre el presente y el futuro cultural de los Estados Unidos -y en general de las sociedades modernas-, en la medida en que Levine observaba a finales de los años ochenta un universo cultural en apertura constante, tanto desde el punto de vista de la forma como del contenido, aunque su centro de referencia lo fue la universidad, un universo sensiblemente cerrado a los grupos mayoritarios de la sociedad, y que fácilmente oculta las tensiones que en la vida social continúan mostrando su carácter de estructuras duras y resistentes al cambio, sobre todo en la dirección de la democracia social y cultural.

La opinión nuestra, y nos arriesgamos a presentarla, es que en el epílogo se resaltan algunas dificultades de este gran libro de historia cultural: por una parte, la ausencia de una consideración mayor sobre la "sociedad", una perspectiva algo menos encerrada en el plano de la "cultura" de lo que parece por momentos este trabajo, o para decirlo en términos menos equívocos, una consideración mayor de las formas estructurales básicas de las sociedades capitalistas; y por otra parte, un examen más detallado de la forma como operan en tal sociedad los mecanismos de reproducción de las diferencias culturales, en tanto diferencias sociales, un problema que no ha encontrado una solución estrictamente democrática ni en el marco de lo que Benjamin llamó "la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" y que la actual revolución de las comunicaciones ha llevado a un punto extremo, ni en el marco de la universalización de la escuela. La dinámica entre extensión y distinción, entre avance colectivo y exclusión, parece seguir siendo la forma rectora de la vida cultural y el principio mismo que organiza las diferencias en el campo de la producción y apropiación simbólicas, como diferencias sociales y de clase.

Ni las latas de sopa de Andy Warhol, invocadas por Levine, ni los nuevos currículos posmodernos repletos de asignaturas sobre los "otros" y la "diferencia", ni la ópera de los grandes teatros retrasmitidas, incluso de manera simultánea, en salas de cine con entradas a mitad de precio, ni los conciertos masivos en Central Park, pueden terminar por sí solos con las barreras a la democratización y al acceso libre a la cultura, aunque sí pueden mantener la esperanza de que tal meta algún día se haga realidad. Tales avances sobre la exclusión cultural desde luego que deben continuar y perdurar, pero los mecanismos más insidiosos de la frontera y diferencia culturales seguirán ahí, porque el dispositivo de base que los organiza y reproduce continúa esperando transformaciones mayores, que son tanto del orden social como del orden individual.

Roger Chartier ha titulado su Prefacio a la edición francesa de Highbrow/Lowbrow: "Bifurcación cultural y sacralización estética", un título que hace justicia a dos de las principales "tesis" sobre las que construye Levine su perspectiva en esta obra. Chartier ha querido precisar además el contenido más exacto de la tesis de la "bifurcación cultural" (de cómo el espacio público compartido de la primera mitad del siglo xix en los Estados Unidos se transforma en dirección de un mundo jerarquizado y excluyente en el siglo xx) y ha matizado de esta manera las propias críticas que había expresado sobre esa formulación, lo que no evita que la tesis pueda seguir despertando controversias, incluso más allá de su acompañante, es decir, de la idea de la sacralización de la cultura, que parece una realidad mucho mejor establecida y ha alabado además el espíritu cívico y comprometido del análisis histórico tal como era practicado y enseñado por Levine, advirtiendo desde luego que ese compromiso nunca dejó de estar relacionado con una práctica historiográfica que jamás dejó de buscar la objetividad, el análisis ponderado y atento a los matices, y no se escudó nunca en la militancia ni en sus preferencias políticas para intentar hacer valer una idea como correcta y argumentada.

En el prólogo de su libro, Lawrence Levine habla del oficio de historiador y acude para hacerlo, a una de sus referencias mayores, al Métier d'historien de Marc Bloch, una de las fuentes más seguras a las que se puede acudir cuando se trata de pensar en los fundamentos del oficio. Allí cita las palabras con las que Bloch invita al practicante del análisis histórico a no esconder al lector los momentos vacilantes del comienzo de una investigación -e incluso la permanencia de esas vacilaciones-, y el origen muchas veces humilde y convencional de sus trabajos (por ejemplo en este caso la consabida y repetida oposición entre "alto" y "bajo"), para señalar a continuación cuánto hay en el trabajo del historiador de exigencia de autoanálisis y de cambio de concepciones personales largamente arraigadas en la propia "vida ordinaria", e indica cuál es uno de los grandes remedios para enfrentar ese terreno tan difícil que es el análisis cultural, terreno que, más que las series estadísticas de la economía o el estudio geológico de los suelos, nos pone en tela de juicio a nosotros mismos. Entonces, Levine escribe, refiriéndose a su propio trabajo:

    "Para evitar este trampa cultural [la que viene de nosotros mismos, de la percepción propia del problema que queremos investigar], había que hacer eso que los historiadores deberían hacer siempre: desembarazarse lo suficiente de su propia identidad cultural, para ser capaces de percibir a Shakespeare como los americanos [del Norte] del siglo xix lo habían percibido, a través del prisma cultural del siglo xix".

En buena medida se trata del gesto propio que funda e identifica el trabajo de los historiadores, aunque modas recientes nos inviten a volvernos hoy más que nunca "seres identitarios", bien sea a partir de nuestras tradicionales identidades, o a través de la asunción forzada de la identidad de otros grupos. Esta actitud tan sólo nos condenará a que el pasado siga siendo para nosotros "un país extraño", imposible de reconocer, por la distorsión misma a la que desde el principio sometemos nuestro propio esfuerzo de conocimiento, hoy en día casi siempre por consideraciones militantes de "historiadores piadosos", consideraciones impuestas desde fuera al problema que tratamos de examinar5.


Comentarios

1. A propósito de Lawrence Levine, Cuitare d'en haut, culture d'en bas. L'émergence des hiérarchies culturelles aux États (Paris: Éditions La découverte, 2010), 317pp -Unis -Préface de Roger Chartier-. Versión original en inglés Highbrow/lowbrow: The Emergence of Cultural Hierarchy in America (Cambridge: Harvard University Press 1988), 306pp. En la edición en francés del libro de Levine se echa de menos las magníficas veintiún ilustraciones que trae la edición en inglés. Lawrence Levine es el autor, por fuera de otras obras y artículos, de la reflexión pionera sintetizada en Black Culture and Black Consciousness: Afro-American Folk Thought from Slavery to Freedom (New York: Oxford University Press, 1977) -reedición de 2007, con un nuevo prefacio.

2. Para el análisis de Emile Durkheím, véase por ejemplo "De quelques formes primitives de classification", en Essais de sociologie, ed. Marcel Mauss (París: Editions de Minuit, 1968), 162-230; las palabras citadas corresponden al análisis de Karl Marx, Misère de la philosophie (París: Alfred Costes Editeur, 1950), 121.

3. Una notable excepción, entre las poco numerosas excepciones que hay sobre este punto, es la de Roger Chartier, "'Cultura popular': retorno a un concepto historiográfico", en Sociedad y escritura en la Edad Moderna (México: instituto Mora, 1995), 121-138, en cuyo primer párrafo leemos: "La cultura popular es una categoría académica. ¿Por qué enunciar al comienzo de este ensayo una proposición tan abrupta? Con ella solo quiero recordar que los debates que han surgido alrededor de la definición misma de la cultura popular lo han hecho (y lo hacen) a propósito de un concepto que se propone delimitar, caracterizar, nombrar prácticas que sus autores nunca designan como pertenecientes a la 'cultura popular'". Es bajo esa orientación que he tratado -sin mucho eco- de plantear algunos de los orígenes históricos de la noción de cultura popular en Colombia en el siglo xx en República popular, intelectuales y cultura popular (Medellín: La Carreta Editores, 2005), 303 pp., y en Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural (Medellín: La Carreta Editores, 2006), 257 pp.

4. La definición de culturas populares autónomas, hoy en día pensadas por lo demás en términos de grupos étnicos, ha ido de la mano con el abandono de la fecunda idea de mestizaje, una noción que no ha hecho sino aumentar sus potencialidades explicativas en la medida en que se ha reunido con concepciones complejas de la causalidad, como las que se derivan de las teorías del caos. Posiblemente sea la obra de Serge Gruzinski la que hasta el presente de manera más radical y fundamentada ha sostenido la idea de mestizaje en el análisis cultural -y no sólo en América latina-. Véase por ejemplo su afirmativo análisis del mestizaje en El pensamiento mestizo (Barcelona: Paidós, [1999] 2000), 364 pp., que tiene como epígrafe de su primer capítulo el verso de Mário de Andrade, "Soy un tupí que tañe un laud", un tipo de análisis presente también en obras como El Águila y la Sibila. Frescos indígenas de México (Barcelona: Moleiro Editor, [1994] 1994), y que ha tenido desarrollos extensos en obras como el tomo n: Los mestizajes, 1550-1640, en Historia del Nuevo Mundo, eds. Carmen Bernand y Serge Gruzinski (México: Fondo de Cultura Económica, 1993).

5. La expresión "historiadores piadosos" pertenece al historiador Germán Colmenares, quien la utilizó en varias oportunidades para referirse a los estudiosos que proyectaban sobre la vida de las clases subalternas de sociedades del pasado sus propios intereses "de clase", ante la dificultad de poder documentar la presencia de tal tipo de intereses en los grupos que querían estudiar y de los que, con más o menos ruido, se sentían ideólogos y conductores.

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