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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.52 Bogotá jan./apr. 2014

 

Spotts, Frederic. Hitler y el poder de la estética. Traducido por Javier y Patrick Alfaya McShane. Madrid: Antonio Machado Libros/Fundación Scherzo, 2011, 537 pp.

Anel Hernández Sotelo

Maestra y doctora en Humanidades por la Universidad Carlos ni (España). Actualmente se encuentra realizando una estancia posdoctoral en el Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán (México). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel 1) del CONACYT (México). lunadearado@hotmail.com

DOI: dx.doi.org/10.7440/histcrit52.2014.13


Recién comenzado el siglo XXI, el diplomático e historiador Frederic Spotts abrió nuevas perspectivas de investigación alrededor de la figura del Führer y del III Reich. Publicada originalmente en inglés bajo el título Hitler and the Power of Aesthetics en 2002 y reeditada siete años más tarde, la obra de Spotts generó desde suspicacia hasta emotivas muestras de apreciación, convirtiéndose en un libro referencial para los estudiosos de la historia contemporánea europea. Gracias a la apuesta de Machado Libros y de la Fundación Scherzo, Javier y Patrick Alfaya McShane ofrecen en este segundo decenio del siglo la traducción de la obra al español.

El interés por la estética del poder y/o el poder de la estética ha ocupado la atención de diferentes intelectuales a lo largo de la historia, dando paso a la especialización académica (y muchas veces academicista) por lo menos desde el siglo XVII. Pero quizá la amalgama generada entre estética y poder ha sido evidenciada con mayor fuerza por los estudiosos de la historia europea del siglo XX, época en que fue posible masificar los postulados estéticos gracias a las nuevas tecnologías, herederas éstas de las industrializaciones de los siglos anteriores. El siglo XX, siglo de multitudes en busca de identidades y espacios propios -espacios nacionalistas-, democratizó pues la política, pero domesticó su mensaje y su recepción mediante la estética. Surgió entonces lo que algunos suelen llamar arte totalitario.

Podría decirse que se está sugiriendo la lectura de un libro más (de los muchos que ya existen) que se ocupa de ese arte promovido por absolutistas, dictadores, tiranos, o como quiera calificársele al Leviatán bíblico y hobbesiano. Nada más alejado del propósito de esta reseña, pues la peculiaridad de Hitler y el poder de la estética rebasa el mero estudio por la materialidad de lo sublime que hipnotiza a las masas, imponiendo colosales estructuras ideológicas amparadas en "la (ciencia) filosófica del arte y de lo bello"1.

Frederic Spotts desmenuza la imagen del Hitler histórico arrebatado por la euforia ambientada en eslóganes y banderas nacionalsocialistas, para descubrir al bohemio, al acuarelista, al filósofo de la cultura, al artista, al político, al crítico musical, al coleccionista, al mecenas, al escenógrafo, al arquitecto y al enemigo del modernismo. ¿Es la obra de Spotts una apología al Führer y, en definitiva, al totalitarismo? De ninguna manera. ¿Se trata entonces de una biografía? Tampoco. El autor, ya en el prefacio, apunta que "el Hitler de este libro es un hombre para quien la cultura no fue sólo un fin al que debe aspirar el poder, también es el medio para conseguirlo y conservarlo" (p. 12), pues la peculiar sensibilidad artística de Hitler, que vaciló entre lo indescifrable, la reserva y el hermetismo, fue la base fundamental en las decisiones de su vida íntima y política. Pero, ¿cómo es posible reconciliar al esteta con el "maníaco asesino"? En realidad, no era necesaria la reconciliación pues no existía conflicto, ya que "el interés de Hitler por las artes era tan intenso como su racismo; descuidar lo uno es una tergiversación tan importante como olvidar lo otro" (p. 15), afirma el autor.

Y es que como "guardián de la cultura occidental", es decir, como celador de la estética grecorromana y de las producciones artísticas decimonónicas, el Führer consideraba que el sentido del poder no era la dominación política per se sino, mediante ésta, atesorar para el III Reich los portentos artísticos occidentales y promover la cultura propiamente alemana (cuya base debía restringirse a lo que Hitler consideraba como cultura occidental) a partir de la purificación, la misma que implicó la desvinculación (forzosa) del artista con las corrientes estéticas venidas, según el Führer, de la comunidad judía y del extranjero. Así, una de sus primeras decisiones de gobierno fue la creación, en 1933, de la Cámara de Cultura del Reich, cuyos objetivos principales eran velar por el fortalecimiento de la cultura aria, mediante el atesoramiento de objetos artísticos por diferentes medios -compras estatales, confiscación, donaciones e, incluso, adquisición mediante capital privado de Hitler-, promover la cultura inmaterial (óperas y orquestas) gracias a la proyección de verdaderas ciudades culturales a lo ancho del Reich y vigilar que el arte del reino fuere constantemente higienizado, es decir, que no adoleciera de las máculas judaizantes, comunistas, extranjerizantes y modernistas.

Pero este expurgo cultural constante no se debe explicar, de acuerdo con el autor, con la repetida premisa del gusto hitleriano por la exterminación del (lo) otro. Hitler "pensaba que el mérito fundamental de una sociedad y de una época era ser juzgada por sus logros culturales [...] Pensaba que la historia juzgaría por sus logros en las artes. Era esa la lección del mundo antiguo" (p. 56). En este sentido, la misión trascendental del Führer, a contracorriente de sus homólogos totalitarios, no era la victoria bélico-política sino la artística. Con ella, además de que el III Reich sería alabado e imitado por generaciones venideras, se lograría rebajar el estatus de las naciones vecinas que históricamente habían sido magnificadas por sus ambrosías culturales.

Con la comprensión de este sentido teleológico basado en una misión histórica, Spotts muestra a los lectores la otra cara del Führer, pues si bien el nacionalsocialismo cimentó sus bases políticas en el despojo, el genocidio y el desprecio por la condición humana, en el ámbito artístico el líder político, militar e incluso espiritual del partido resultó ser más condescendiente de lo que podría imaginarse. En aras de ponderar la cultura alemana sobre la política y la beligerancia, el Führer hizo notables excepciones a judíos o descendientes de éstos, a no afiliados al nacionalsocialismo y a extranjeros que, según su óptica, ofrecerían más servicio al pueblo alemán dentro de su universo creativo -esculpiendo, pintando, interpretando, componiendo- que en el exilio o en un campo de concentración. Y es que en nombre del arte, como ente supremo y trascendental, ninguna prerrogativa era suficiente.

La obra de arte total, en términos wagnerianos, fue la meta perseguida por Hitler. El control estético y globalizador era la constatación de la victoria, aun cuando ésta estuviera malográndose en el terreno bélico después de 1941. Así se comprende que, por órdenes del Führer, las salas de conciertos y de cine, los teatros y los museos no fueran clausurados y continuaran con la planeación de programación cultural, incluso cuando los bombardeos en Alemania se intensificaban. Un dato revelador: en 1944 Hitler sólo accedió a detener la publicación de revistas de arte "cuando no llegaba suministro de papel desde Finlandia" (p. 69).

¿Fue el Führer un fanático del arte? El término fanatismo, entendido como un "estado de exaltación del que se cree penetrado por Dios, y por tanto, inmune al error y al mal", es utilizado para "indicar la certeza de quien habla en nombre de un principio absoluto"2. En este sentido, la respuesta positiva parece irrefutable. Sin embargo, comprender el "principio absoluto" de donde partía el estado de exaltación de Hitler es quizá más relevante que el adjetivo mismo. Si bien Spotts apunta que el arte fue una válvula de escape para la sociedad alemana frente a la derrota a partir de 1941, también evidencia que, en el proyecto hitleriano, esta función no fue nunca su función trascendental y absoluta.

El arte, según la óptica del Führer, no era una creación individual, sino una creación colectiva. Si bien en el artista reside el poder de la creatividad, es en el espíritu del pueblo donde se consuma la creatividad del artista. El artista no crea para sí, sino para el pueblo, para el espíritu civilizador y trascendental de la cultura germana. De ahí que, desde la década de los treinta, se crearan diferentes organizaciones para domesticar al pueblo alemán en el gusto estético propio de una sociedad virtuosa, por medio de visitas colectivas a espacios culturales, entradas gratuitas a conciertos y obras teatrales, e incluso exposiciones artísticas e interpretaciones de orquestas dentro de fábricas armamentísticas. Así, cancelar la vida cultural alemana en tiempos de derrota implicaba para el Führer el sometimiento al olvido, la anulación del principio absoluto y la pérdida del sentido de la existencia.

Esta filosofía de la cultura no fue compartida ni por la mayoría de los afiliados al nacionalsocialismo ni, mucho menos, por sujetos políticamente más cercanos al Führer. Las grandes inversiones que se hicieron en torno al proyecto estético del III Reich pronto fueron desaprobadas, aunque no públicamente. El Hitler esteta, el político por contingencia, no dejó de ser un artista (¿frustrado?) que construyó un ideal de trascendencia incomprensible para su círculo incondicional.


Comentarios

1 Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía (actualizado y aumentado por Giovanni Fornero) (México: FCE, 2004), 410 [Voz: "Estética"].

2 Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía, 472 Voz: ["Fanatismo"].