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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.54 Bogotá set./dez. 2014

 

Un pedazo de la vida: los senderos de un medievalista europeo para el siglo XXI

José Enrique Ruiz-Domènec**

** Catedrático de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona(España), especialista en Edad Media, cultura europea y herencia mediterránea. Miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y de la Real Academia de Doctores de Cataluña. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Génova(Italia) y en la la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales(Francia). Entre sus obras más reconocidas se encuentran El Mediterráneo: historia y cultura (Barcelona: Península, 2004), El Gran Capitán (Barcelona: Península, 2007) y su reciente libro Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea(Barcelona: RBA Libros, 2012). joseenrique.ruiz.domenec@uab.cat


RESUMEN:

Este artículo es un análisis de la experiencia de un medievalista europeo a lo largo de cuarenta años de docencia, investigación y gestión cultural en clave biográfica, pero también un boceto de un futuro tratado de teoría y metodología de la historia necesaria en el siglo XXI. También es una reflexión de las ideas políticas y culturales que en Francia, Italia y Alemania han transformado el sentido de la historia y que el autor ha tratado de introducir en España, su país natal y donde ejerce la mayor parte de su docencia, ante el recelo de una sociedad académica educada en una versión pragmática del marxismo o en un conservadurismo positivista.

PALABRAS CLAVE:

Experiencias de historiador, teoría y metodología de la historia, Edad Media, historia cultural, biografía, era global.


A Piece of Life: the Paths of a European Medievalist for the 21st century

ABSTRACT:

This article is an analysis of the experience of a European medievalist over a period of forty years of teaching, research, and cultural management in biographical code, but also an outline of a future treatise on the theory and methodology of history needed in the 21st century. It is also a reflection on the political and cultural ideas that have transformed the meaning of history in France, Italy and Germany. The author has tried to introduce these same ideas into Spain, his native country, where he has done most of his teaching, despite the mistrust of an academic society educated in a pragmatic version of Marxism or in a positivistic form of conservatism.

KEYWORDS:

Experiences of a historian, theory and methodology of history, Middle Ages, cultural history, biography, global era.


Um pedaço da vida: as sendas de um medievalista europeu para o século XXI

RESUMO:

Este artigo é uma análise da experiência de um medievalista europeu ao longo de quarenta anos de docência, pesquisa e gestão cultural do ponto de vista biográfico, mas também um esboço de um futuro tratado de teoria e metodologia da história necessária no século XXI. Também é uma reflexão das ideias políticas e culturais que na França, Itália e Alemanha têm transformado o sentido da história e que o autor tentado introduzir na Espanha, seu país natal e onde exerce a maior parte de sua docência, ante o receio de uma sociedade acadêmica educada numa versão pragmática do marxismo ou num conservadorismo positivista.

PALAVRAS-CHAVE:

Experiências de historiador, teoria e metodologia da história, Idade Média, história cultural, biografia, era global.

Artículo recibido: 06 de noviembre de 2013 Aprobado: 05 de mayo de 2014 Modificado: 02 de julio de 2014

DOI: dx.doi.org/10.7440/histcrit54.2014.07


En esta primavera de 2014, cuando reflexiono sobre lo que tengo la intención de hacer en los próximos años, percibo en retrospectiva como un pedazo de la vida los senderos recorridos desde que, en el otoño de 1969, me orienté al estudio de la historia, en particular de la historia medieval. Han sido cuarenta y cinco años de trabajo donde la experiencia y la vivencia de una época irrepetible perfilaron la manera de entender un oficio, en el que, como le dijera Marc Bloch a su hijo Étienne en una carta del 5 de septiembre de 1939, "uno no puede aburrirse, porque por profesión se interesa en el espectáculo del mundo"1.

Recuerdo el instante en que tomé la decisión. El azar me había conducido a la ciudad de Barcelona, en concreto a la recién fundada Universidad Autónoma, donde me ofrecieron -y acepté- un puesto docente. Muy pronto, me percaté del riesgo de un paso así. En pocas semanas descubrí el pacto fáustico que firmé con un mal sitio para hacer historia, incluso para vivir. Lo hice, es verdad, con la condición de que podría proponer mis propias ideas sobre lo que debía ser un programa de enseñanza y de apoyarme en los autores apropiados para ello. En ese universo conceptual no se incluían los valores dominantes en la universidad que me había contratado, en donde se apostó por un materialismo histórico de baja intensidad forjado en la lucha política. Desde el primer momento, me mantuve distante respecto a ese canon y defendí mi propio programa. Quería ser un observador cosmopolita y no el teórico de una agenda de carácter nacionalista. Al cabo de un primer curso, sin embargo, se cansaron de aquel paso continuo de citas de autores y de elencos bibliográficos con los que el mandarín del momento no estaba familiarizado; particularmente llamativa fue la reprimenda por aconsejar a los alumnos los trabajos de Hans Blumenberg. No se quería aceptar que Die Legitimität der Neuzeit, publicado en 1966, era un libro clave en la lectura del mundo moderno2. Una reacción parecida tuvo mi propuesta de utilizar a Reinhart Koselleck o Hayden White como referentes en el campo de la metodología3. Indicios evidentes de que mi camino debía conseguir una emancipación personal si aspiraba a superar los miasmas de ese mal sitio, llegando a la conclusión de que la vida intelectual estaba en otra parte.

Este sentimiento es habitual entre los historiadores de mi generación. No hace mucho leí el libro After 1945 de Hans Ulrich Gumbrecht y me quedé sorprendido de las coincidencias con respecto a la formación con la que comenzamos a hacer historia(él también nació en 1948)4. En los años setenta, nos interesamos por la hermenéutica y la teoría de la recepción. ¡Qué distinto era aquel mundo del de ahora! Era importante la elección de un lugar capaz de enseñarme a reaccionar ante las líneas de fuerza que contraían mi mundo vital. Me sugirieron Constanza(Alemania), donde Arno Borst proponía una lectura de los textos medievales que cristalizó años después en su magnífico libro Lebensformen im Mittelalter5; y aunque recibí una invitación para ir allí opté sin embargo por París. Esta decisión significaba en esos años introducirse en el centro de una profunda transformación en las formas de hacer historia sostenida por un constante debate sobre los temas y los métodos de investigación.

El contacto con el ambiente de París entre 1973 y 1989 fue esencial en mi formación. El primer hallazgo fue entender que lejos de mi venal universidad se trabajaba bien, con eficacia. Así que devoré los libros que en mi departamento se ignoraban demasiado a menudo. Quise aprender de ellos, aun a riesgo de renunciar a una cómoda carrera universitaria que me habría conducido a repetir ideas erradas o simplemente obsoletas. Por tanto, asumí que la "nueva" forma de faire l'histoire resultaba provechosa cuando se hacía bien. La aceptación de sus temas y métodos(fomentada por Georges Duby, que me acogió en su seminario del Collège de France) orientó mi investigación. Encontré la suficiente motivación como para adentrarme en el estudio de la familia y el parentesco, de la sexualidad, de la memoria de la aristocracia europea del siglo XII, del mundo de la caballería y del papel de las mujeres en la sociedad cortesana. Fueron investigaciones que apostaron por los modos de renovación propios del París de los años setenta y ochenta, investigaciones basadas en una excelente y abundante bibliografía que aparecía puntualmente año tras año confiriendo a sus autores el privilegio de la celebridad. Su importancia moraba en la capacidad de expresar la vulnerabilidad de la especie humana, así como su fuerza, de construir una mirada sobre el pasado llena de rigor sin necesidad de recurrir al positivismo. Mis propios libros de esos años respondieron a esa manera de hacer historia.

Durante muchos años había mantenido silencio, sobrecargado de trabajo y de clases; ciertamente escribí artículos sobre historia social y económica, expresando con sordina mis ideas acerca de la metodología por emplear. Pero en el curso 1979-1980 me arriesgué por fin a dar el salto a escribir un libro con una teoría propia. El resultado fue la publicación de un seminario dedicado a la sexualidad del siglo XII con el título El juego del amor como re-presentación del mundo en Andrés el Capellán6. Fue un gesto arriesgado: el libro fue recibido con hostilidad en mi universidad al tiempo que obtuvo un honroso reconocimiento en el Choix des Annales de enero-febrero de 1981, allí se escribió de él: "Le texte d'un brillant sèminaire, un commentaire de pointe sur une oeuvre célèbre du Moyen Age"7. Le siguió poco después un libro sobre la aristocracia del siglo XII, La memoria de los feudales8, publicado en 1984, donde me propuse demostrar, siguiendo la fenomenología de Eugen Fink, la idea de que el "yo" de la aristocracia feudal del siglo XII era algo más profundo que el advertido por el psicoanálisis9. Propuse allí una lectura de carácter antropológico sobre el efecto de una realidad familiar en la construcción de imágenes mentales como el camino más adecuado para pensar la sociedad feudal del siglo XII.

Resulta algo más que irónico que concibiera ese texto en un ambiente donde los feudales eran poco más que agentes de la represión campesina; aun así ofrecí un análisis "neutro" de su papel en la historia europea. Como historiador interesado en el sistema de valores del pasado, reivindiqué su mundo vital sin prejuicios acerca de su comportamiento y temperamento; situar a los condes de Anjou o los señores de Amboise en el interior de una narración histórica alejada de los artificios de la naturaleza humana surgidos en la Ilustración. Pienso en este momento en el esfuerzo de Wace, uno de los cronistas que optaron por ser historiadores de la corte Plantagenet. En Wace trabajando con ahínco, devorando la tradición céltica, pero también la clásica, escribiendo versos que alumbraron uno de los mitos más perennes de la cultura europea, el mito del rey Arturo y los nobles caballeros de la Tabla Redonda10. Sobre la originalidad de mi libro no tuvo duda Luigi Mascilli-Migliorini, que ayudó a publicar la versión italiana en una excelente colección de la editorial Guida de Nápoles. A menudo me comenta el interés que despertó en él este libro y la necesidad de reeditarlo.

La perspectiva abierta por la memoria de los feudales me llevó a proponer una interpretación del roman courtois. El objetivo era encontrar la autenticidad de una forma de vida ante un mundo inauténtico, el de las cruzadas. La caballería o la imagen cortesana del mundo responde al reto de comprender a Chrétien de Troyes11; cuyas novelas describen las costumbres de la aristocracia feudal tras experimentar el abismo en el que se abatió la sociedad europea en el último tercio del siglo XII y proponer una nueva ética política. Lo hizo con el recurso al juego para definir la aventura como una hechura vital. Chrétien llevó a cabo una lectura universal sobre la búsqueda del hombre en la vida, porque no se amilanó ante los problemas de una época donde la Iglesia se concibió a sí misma como una plaza asediada. Se había educado en el ambiente de la corte de Champagne, en contacto con la condesa María, hija de Leonor de Aquitania y Luis VII, rey de Francia; una experiencia que contribuyó a convertirlo en uno de los principales escritores sobre el resurgimiento de la teoría de los tres órdenes y la creación del Estado dinástico. En la edad adulta, lejos de la Champagne, en la corte de Felipe de Flandes, ideó el cuento del Grial, que vinculó a la experiencia de un joven inexperto, Perceval. Todo ese universo aparece descrito de forma minuciosa en más de seiscientas páginas en mi libro; ése quizás fue el motivo por el que le interesó tanto a Arno Borst cuando presentó un informe sobre la caballería en su libro Barbaren, Ketzer und Artisten12, en donde analizó trece aportaciones sobre el tema, una de las cuales era precisamente este libro13.

Aun así, después de todo esto, todavía quedaba algo por decir, y el papel de las mujeres en el proyecto de la cultura cortés fue lo que llamó mi atención. En la década de 1980, escribir sobre las mujeres era tanto como adentrarse en una "otra Edad Media", en la que lo maravilloso constituía el armazón del imaginario social. En mi libro La mujer que mira planteé la idea de que la aventura de los caballeros andantes constituye la creación de un nuevo sistema de valores en relación con el "segundo sexo"; un sistema de valores que fija posibilidades futuras, esperanzas de realización personal, experiencias y lenguajes14. Un mundo compartido con mujeres no es el mismo mundo de las mesnadas feudales. En esos dos mundos diferenciados(el feudal y el caballeresco) no se piensa igual, no se desea igual, no se sociabiliza igual. Al leer una serie de testimonios literarios sobre las mujeres y comprobar su efecto en determinados círculos sociales no tuve más remedio que rechazar la idea de una Edad Media mâle, dominada por la Iglesia, y al tiempo subrayar el carácter moralmente distinto de la cultura cortés. Obviamente, sus críticos argumentaban que eran simples fantasías masculinas hacia las mujeres, literatura ajena a la realidad social. El debate sobre el valor de estos testimonios se convirtió en polémicas por el recurso a la teoría del género en este tipo de estudios. Dejemos a un lado ahora la postura de unos y de otros; en retrospectiva, lo que me parece más interesante es preguntarse por qué tuvo tanto éxito esta literatura y por qué se convirtió en tema de una corriente artística que definió intencionadamente un estilo, el estilo cortés.

En el otoño-invierno de 1986-1987 se produjo un brusco cambio en la historia de Europa que sin duda afectó mi manera de investigar el pasado. Por de pronto, la publicación de La mujer que mira me costó perder una cátedra en la universidad. En España las osadías se pagaban(y se siguen pagando) caras. Cuando Duby tuvo conocimiento de lo ocurrido me invitó a París para consolarme en la vieja tradición de Boecio con una frase memorable: "siempre quedará el libro como la huella de la herida". Pero tanto él como yo sabíamos que el daño estaba hecho; no sólo a mí como historiador, sino a la causa de la nueva historia en España, algo que hubiera sido necesario para afrontar lo que el mundo iba a contemplar estupefacto en los años siguientes: la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del Imperio soviético. Hechos claves entre 1989-1993, trufados por guerras culturales en las universidades de Europa y América, y que en España supusieron un giro hacia el abismo que se revelaría en 2004. Ese momento vital afectó de lleno mi estado de ánimo. En el mal sitio donde trabajaba comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Triunfó al fin la venalidad tanto tiempo amagada. Durante esos años me puse a la búsqueda de un alumbramiento de la conciencia propia y el conocimiento de mí mismo, introspección y, en última instancia, recuperación.

El interés por abandonar la especialización en boga entonces, por encontrar una línea de trabajo a la altura de las circunstancias, me llevó a profundizar en una intuición de la que aún me faltaba reunir los materiales para darle forma. Trate de situar en su realidad histórica los relatos de caballería. Hablar abiertamente sobre la yuxtaposición de estampas e imágenes con las que la cultura europea se ha pensado a sí misma sin necesidad de recurrir al concepto de mimesis como hizo Erich Auerbach15; abrir todas las posibilidades de estimular el valor de la narración en la construcción de un orden mental. El resultado fue mi libro de 1993 La novela o el espíritu de la caballería16. En él actué como un historiador de la cultura y no como un crítico literario. Me desagradaba la idea de no contextualizar las novelas que se solían leer o comentar, no porque esa tarea no tuviese valor -que lo tiene-sino porque le faltaría el análisis de su motivación. Lo que me esforcé por conseguir en este libro fue una manera de desmontar las categorías de la clásica periodización; de reafirmar, pero sin excesos, otras líneas de investigación que me llevaron a seguir el argumento del espíritu de la caballería desde el siglo XII hasta el siglo XX. Puedo decir con el corazón que tras este libro cambió para siempre mi concepción del oficio de historiador.

Me dispuse a hacerlo. La aceptación del nuevo desafío añadió algunos matices a mi oficio. Entretanto busqué las maneras de realizar una narrativa del pasado sin caer en la jerga abierta a un público amplio y a la vez rigurosa; una narrativa capaz de abordar los temas de la nueva historia con elocuencia. Por ello me interesé en situar el papel de las mujeres en la historia como efecto de un despertar de la conciencia, reflexioné acerca del mundo vital del Mediterráneo, profundicé en el hecho biográfico con un libro sobre el Gran Capitán que con todo no es una biografía militar aunque el protagonista sea un soldado, y, por esos senderos, el reto de pensar el sentido de un territorio como España o la unidad cultural de Europa. En todos esos trabajos que aparecieron en forma de voluminosos libros incorporé a la escritura de la historia la cultura y las artes en toda su extensión, incluida la música, tantas veces ausente de los libros de historia; también el cine o las novelas de evasión. Todo eso hizo de mis trabajos, como ha dicho más de un crítico, algo diferente y distintivo; un sello de marca.

Sin embargo, es verdad que mi conversión en un historiador de la cultura vino acompañada de una reflexión historiográfica sobre las corrientes que podían marcar el siglo XXI. Una tarea que afronté en mi libro Rostros de la historia, donde planteé la necesidad de reflexionar sobre los grandes autores que han marcado las grandes metas, metodológicas o interpretativas17. Era osado elegir veintiún historiadores como testigos de un futuro que se aproximaba a toda prisa en la década de los noventa. Éste es el bagaje; ahora en lo que estoy y quiero hacer en los próximos años. Sobre este punto una observación inicial: hacer historia en el siglo XXI es aspirar a la creación de una disciplina narrativa, comprometida con la sociedad. Es lo que he tratado de hacer en los tres últimos libros, que considero un punto de inflexión en mi trabajo, lo que conduce de mi pasado a mi futuro. Una decisión totalmente personal, que entiendo como la respuesta a la pregunta: ¿qué hacer con el saber acumulado?

Los aspectos de mi libro Europa. Las claves de su historia18 que exploran de una manera profunda la historia como disciplina narrativa son los que permiten que en la edición francesa se titule Le Grand Roman de notre histoire19. Ciertamente dediqué tiempo y esfuerzo a pensar en el planteamiento del libro: una historia de Europa que respondiera a los retos del siglo XXI como creo que hizo Pirenne con la suya en 1919 para responder a los retos de una Europa dañada por la Gran Guerra20. Se me podría decir que Pirenne la escribió en cautiverio; y es verdad como también lo es que existen otros cautiverios que no son siempre la privación de libertad; también están los que te privan de realizar la vida como merece vivirse: cautiverios del alma secuestrada por una ambiente de miseria espiritual y de opresión. Ése fue sin duda el ambiente de mi trabajo mientras escribí el libro sobre Europa.

Lo que me esforcé en demostrar en este libro es la necesidad que aún tenemos de proponer un relato completo de una realidad cultural que se gestó en una geografía concreta; de refirmar con pruebas el espíritu de una civilización construida entre guerras y pasiones; de ocuparme de aspectos escasamente visibles para el ojo común que sin embargo constituyen los fundamentos del actual proyecto de unión política, que se cristaliza precisamente en la Unión Europea; de utilizar testimonios distintos a los habituales para demostrar que existe Europa, a pesar de los que se muestran escépticos de ello.

El paso siguiente lo di en mi libro Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea21. Yo pensaba que, como viejo aficionado a la música clásica, era difícil explicar la historia a través de ella, hasta que leí un libro de Vernon Lee, en realidad Violet Paget, y entonces ese gran acontecimiento de la vida cultural europea que es su música adquirió un peso y un sentido nuevo para mí. Pero ¿qué significa escuchar el pasado? Mi propuesta es la siguiente: situar la creación musical como el lenguaje que sintetiza la visión del mundo de una época determinada. La alta creatividad en el ámbito cultural le añade varios matices a esta propuesta. Primer matiz: escuchar el pasado es un sentimiento de grandeza convertido en algo hermoso y renovador, y -en su punto extremo- sublimador de la existencia. Es una alquimia de los sentidos y las emociones. Con Monteverdi, Purcell, Haendel, Bach, Mozart, Beethoven o Schönberg, cuando la orquesta interpreta sus obras, vemos un ejemplo perfecto de viajar al pasado a través de esa música que se escucha. No sabemos el motivo, pero lo sentimos dentro del alma. Mi tarea fue orientar a los lectores en esa dirección.

Otro matiz: escuchar el pasado es seguir la historia en consonancia con un universo sonoro, ir a donde él te lleva y no olvidarlo como la expresión más acabada del espíritu humano. Cuando la joven Dido se pregunta en la ópera de Purcell por el sentido de una decisión de mujer, vemos un ejemplo perfecto de lo que significa escuchar el pasado; esa pregunta de la protagonista es la misma que se hizo la reina Mary, mientras tenía que optar entre su padre o su marido como reyes de Inglaterra en medio de la Revolución Gloriosa de 1688. Un último matiz: escuchar el pasado tiene sus raíces en un gusto estético. El valor de la belleza sazona el mundo vital europeo, lo cubre de una necesidad que atraviesa sus fronteras geográficas; hoy vemos interpretar esa música a jóvenes de culturas lejanas, con precisión y admiración.

Esta conclusión me ha llevado a plantear el propio esqueleto de la historia, su cronología. La cuestión es encontrar el entramado que evite la conversión de la historia en un análisis retrospectivo de la situación actual, unas ciencias sociales para una época de cambio e incertidumbre. Con esta idea afronté mi último libro, La trama del pasado22. El hecho de que en este libro me propuse destacar diecisiete momentos decisivos que revelan el valor del entramado que forjó las sociedades desde la Grecia clásica hasta la Guerra Fría constituye un intencionado y sentido homenaje a una célebre obra de Stefan Zweig, donde buscó catorce momentos estelares para encontrar un motivo para seguir viviendo23. Y es que en mi caso tenía el objetivo de definir el principal propósito de la historia, que es interpretar el pasado. Al hacerlo me enfrenté a esa acumulación lenta, particular y excepcional de hábitos y circunstancias que definen el mundo vital de millones de individuos complejos a lo largo de los siglos en varios continentes, lenguas y religiones.

Lo que marca la diferencia de mi interpretación con la de Zweig, me parece, es lo siguiente: yo busco la trama de una historia que tiene lugar a ritmo acelerado en lo que califico de momentos decisivos, entre quince y treinta años, no la revelación de un acontecimiento singular. Al ser un libro de historia, me preocupo por la plausibilidad del relato, por encajar hechos concretos, reales, sin distorsiones, con la absoluta convicción de que la estrategia del historiador del siglo XXI para reposicionar su actualmente diluida función social consiste en desarrollar las habilidades de argumentación y comunicación escrita. Un libro de historia que suena a falso y está mal escrito es sin duda un mal libro de historia.

Así son las cosas para mí en la primavera de 2014, cuando redacto este escrito de mi situación actual ante el oficio de historiador. Los objetivos en los próximos años tienen un gran valor. Gran parte de la emoción que siento al escribir historia está en la respuesta que se pueda dar a las circunstancias que nos toca vivir continuamente. La conciencia de estar viviendo unos Fractured Times, como los calificó Eric Hobsbawm, es el punto de partida que considero para pasar de donde estaba a donde quiero llegar24.

Hace unos meses me topé con una posición ejemplar. La dejé aparcada mientras terminaba mi último libro, ahora vuelvo sobre ella para obtener ese punto de complicidad generacional que siempre he intentado darme cuando afronto una nueva etapa. Es el atractivo ensayo de David Rieff Against Remembrance, revelador y valiente25. En él se habla de "la ignorancia indiferente de muchos ciudadanos respecto al pasado". Lo cual significa que el fer rouge de la memoria basada en la identificación y la proximidad psicológica busca sustituir la precisión y la hondura política del análisis histórico. De momento los nuevos combates por la historia son la única vía para paliar el esfuerzo del poder, para hacer que cada época reconstruya el pasado deformándolo de acuerdo con sus objetivos. Dentro de unos años, cuando acabe otro de los libros que tengo previsto hacer, se percibirá la situación actual como una encrucijada. ¡Qué distinto va a ser el oficio dentro de unos años! Creo que muchos historiadores piensan lo mismo; por citar a uno solo: es lo que vislumbro tras las reflexiones de François Hartog en Croire en l´Histoire26.

Para mí, posturas como ésta son esenciales de cara al futuro. Como antes, no creo que en los años venideros recele de las influencias de otros historiadores. Quiero aprender de ellos, aun a riesgo de que sus puntos de vista inunden el mío. Nunca abandonaré la sensación de formar parte de una república de las letras. El término modelo está cuestionado, pero la verdad es que para afrontar una investigación hay que tener un modelo. Pienso en las Memoirs of My Life de Edward Gibbon, en especial cuando escribió: "El amanecer de un espíritu filosófico ilumina los comentarios generales sobre el estudio de la historia y del hombre"27; y si la frase resulta demasiado dieciochesca para el gusto actual, preguntémonos cómo tenemos que hacerlo para darles primacía a los hechos, no a las interpretaciones.

Sin embargo, el futuro parece asentarse cada vez más en una sociedad del espectáculo, donde todo el pasado se convierte en una representación, naturalmente travestida de multiculturalidad. Su objetivo es que el historiador sea un especialista en detalles, incapaz de tener un relato propio sobre el pasado. Porque, ¿cómo vamos a ofrecer una visión de la historia en el siglo XXI, mientras se promociona desde las instituciones la necesidad de investigar aspectos cada vez más restrictivos? Según esta manera de ver las cosas, la soberanía de la ficción es crucial y debe protegerse a toda costa, aun cuando obligue a contratar a documentalistas para ilustrar tal aspecto o tal otro.

Cuando pienso en nuestra época dominada por la ficción de las novelas históricas o de las películas de época, llegó a la conclusión de que creer en la historia es un acto de lealtad con el pasado. La defensa de la facticidad de los hechos es una responsabilidad moral. Por desgracia, la pérdida de la fe en la verdad de la historia es uno de los efectos que hoy soportamos, debido al relativismo radical que invade el estudio de la sociedad. La revisión del pasado a favor de una causa política es la tierra baldía donde muere el sueño del oficio del historiador y se impone la cruda realidad de una época a la que no le interesa saber lo que ocurrió en el pasado, en qué orden y con qué resultado. De modo que mi compromiso con la historia para los próximos años lo sostendré sobre tres territorios a los que dedicaré mis investigaciones venideras.

El primer territorio me parece todavía hoy capital para definir el oficio de historiador en el siglo XXI: ¿cómo enseñar a la sociedad surgida de la revolución digital las lecciones de la historia? Una vez, hace mucho tiempo, con Hegel, Ranke y Burckhardt, las lecciones de la historia eran universales. Parecían indiscutibles la secuencia de los hechos y su legado; había incluso guerras justas y un horizonte de progreso basado en los ideales de las tres grandes revoluciones del mundo moderno: la inglesa de 1688, la americana de 1776 y la francesa de 1789. Eso conducía a fijar ciertas analogías del pasado con el presente: se educaba a los ciudadanos en una verdad de obligado cumplimiento. En los últimos años, sin embargo, hemos comprobado que la historia, demasiadas veces, toma una dirección distinta de la que indican sus lecciones: no obedece al sistema que ha sido creado para orientarla. Eso exige un replanteamiento de ciertas evidencias que quizás no lo sean. Ése es el primer territorio al que quiero dedicar mi atención en los próximos años. Profundizaré en algunos temas que no han sido afrontados mediante la conversión de la historia en una disciplina narrativa sólida; por ejemplo, trataré de encontrar una respuesta a la pregunta ¿qué sabemos realmente del amor cortés, aparte de que es, como he dicho en diversas ocasiones, el más literario de los amores? ¿Qué relaciones tiene con una teoría de la sexualidad? Cuando regrese a este tema, deberé volver a Michel Foucault, a su polémico legado.

Al analizar las prácticas de los placeres, Foucault se enfrentó al difícil reto del último tercio del siglo XX: cuanto mayor es el alcance de la sexualidad en el mundo, más extenso es el desconocimiento de las emociones que la canalizan. A partir de esta idea es necesario insistir en las relaciones entre el mundo de los sentimientos y las acciones políticas. Para hacerlo no hay otro camino que promover una lectura densa de la literatura y, a través de ella, captar el significado del amor cortés en la construcción de un imaginario social; al mismo tiempo que analizar los hechos que lo certifican y los valores que lo sostienen. Según esta manera de investigar una emoción en la historia, la soberanía de lo individual es crucial y debe destacarse a toda costa, aun cuando signifique precisar cuándo los individuos en masse se comportan de acuerdo con una pauta y cuándo no lo hacen. El hecho social se realiza en un mundo complicado, bajo el peso de numerosas influencias, para decir que sólo se realiza conforme a una pauta, realización personal, deseo inconsciente, conflicto de clases. He llegado a la conclusión de que para afrontar con garantías este tema debo presentar y analizar todas las pruebas; no elegir unas en detrimento de otras.

Eso me lleva al segundo territorio de la historia al que quiero dedicarme en los próximos años; tiene que ver con el efecto de la experiencia del historiador ante la invitación de hacer una historia mundial a la altura de los desafíos del siglo XXI. Esto debo tenerlo en cuenta al formular mi propia "gran idea organizativa" del ritmo de los acontecimientos, porque la historia trata, al fin y al cabo, de hechos que se encadenan unos con otros, y de generar efectos que presuntamente tienen que ver con el modo de relacionarse esos hechos. Pero la delgada línea que separa la trama de la historia de la intriga política es muy fácil de cruzar, y el precio de hacerlo, con el tiempo, acaba pagándose con un descrédito del oficio de historiador. ¿Por qué se llega a una situación imposible de resolver? Yo vivo en un país que ha recorrido en los últimos años un camino que no conduce a ninguna parte, y la sociedad se recrea constantemente en el deseo de seguirlo hasta sus últimas consecuencias. Se reclama la presencia de los historiadores en el debate, pero no se reclama su autoridad: ¡ése es el síntoma del espíritu de los tiempos! Con todo, este tipo de preguntas pueden abordarse si cambiamos la escala de lo local que nos proponía la antropología interpretativa de la década de 1970 por una escala mundial. Pienso en Marc Bloch como referente cuando se dispuso a escribir La extraña derrota, una obra de insuperable rigor donde explica cómo Francia había llegado a junio de 194028.

Escribir sobre sucesos que están sucediendo pondrá a prueba entonces el oficio del historiador. Demostrará a la sociedad que sigue siendo necesario y que no puede suplantarse por un sistema dado o por una mecánica repetición de teorías de otro tiempo. Hacer esta historia exige atender la experiencia vital, en la línea trazada ya desde antiguo por Tucídides, Polibio, Maquiavelo o Gibbon. En consecuencia, me he propuesto asumir mi propia experiencia personal como punto de partida de una investigación sobre un proceso histórico coetáneo, sin olvidar que por razones de oficio el análisis, por ejemplo, del actual conflicto entre Rusia y Ucrania tiene que hacerse como si se tratase de un estudio sobre la Guerra de los Cien Años que enfrentó a Francia e Inglaterra en el siglo XIV.

Lo que quiero decir es que la mirada del historiador exige desmontar las categorías de lo que Krzysztof Pomian llama l'ordre du temps29; reafirmar, sin énfasis teórico, otras líneas divisionarias entre pasado, presente y futuro; ocuparse de lo inmediato sin que suponga someterse a la mera descripción; utilizar la metodología de la investigación histórica para demostrar el curso de acontecimientos que están en proceso, pero sin que parezca que se está tratando de enmendar la plana a los analistas del presente. Se trata de cambiar el prisma, conseguir que los lectores aprendan a apreciar los hechos que suceden a su alrededor desde el bagaje que permite la cultura histórica. De esta manera, espero contribuir a pensar el mundo actual como parte de una única trama de la historia, si bien dentro de una subtrama diferente y complicada que es preciso desvelar.

Y el tercer territorio que me propongo afrontar en los próximos años es continuar analizando las investigaciones de otros historiadores, lo que el establishment académico califica de historiografía. No concibo el oficio de forma aislada; necesito atender a todos los miembros de esta compleja república de letras que forman los historiadores profesionales. Tengo mi escritorio lleno de sus últimos libros. Los leo para precisar cierto punto, para profundizar en una nota concreta, para fomentar el rigor cuando me pongo demasiado melancólico al saber que vivo en una provincia extrema donde se fomenta desde el poder una historia de mala calidad; pero también recurro a ellos para tomar aire cuando me siento intelectualmente opaco. La lectura crítica de los otros la concibo en términos de dieta equilibrada; hay momentos en los que devoro los pesos pesados, libros voluminosos, ricos en grasas, es decir, en materiales producidos por una sólida investigación; en otros acudo a trabajos ricos en fibra, de tono reflexivo, propuestas de lectura. Por tanto, me intereso por igual en la sustancia y en el estilo. Por fortuna, hay excelentes libros en todas las direcciones. Basta con leerlos; lo que no suele suceder en determinados ambientes que afirman que leer lo que se escribe no es sano; que las influencias de los otros corrompen la voz propia y que, además, la lectura de la historiografía internacional genera una sensación de agobio.

Por el contrario, estoy cada vez más convencido de que el estudio de los otros resulta clave en la construcción de una propia y personal mirada. Lo diré recurriendo a un recuerdo de mi adolescencia. Debía tener 14 años cuando leí por primera vez La educación de Henry Adams de Henry Adams y en mi mente creé un vínculo con él, vínculo basado en las afinidades electivas de las que hablaba Goethe, que hoy suena en muchos ambientes como arcaico30. Adams no era precisamente de mi clase social, ni de formación católica: era un aristócrata de Boston, cuya familia había dado presidentes de Estados Unidos. Pero en la descripción de su itinerario encontré las razones para cultivar mi conocimiento de la historia en la Edad Media. Pues ese libro me llevó a otro suyo, Mont-Saint-Michel and Chartres, y a la para mí insólita decisión de que un hombre como él se ofreciese para dar clases sobre la Edad Media en Harvard31. Porque Adams se plantea la vida como un aprendizaje para entender lo más alejado de uno mismo; realizó un ritual de paso desde el paisaje de su memoria personal hasta el espíritu de una época sintetizado en la catedral de Chartres, y lo hizo como un esfuerzo personal, sin recurrir a las ventajas que en su caso le daba su privilegiada posición social.

Yo me enfundé de esa ambición, consciente de la dificultad que un chico de clase media, de barrio, un poco alejado del mundo literario, se creara su propio mundo con los libros de su biblioteca, que, por lo demás, debería construirse, ya que nunca la heredaría. Aprendí a perder el miedo a las influencias; al contrario, me abrí a ellas con entusiasmo. Quise aprender de lo que leía, aun a riesgo de que sus ideas y teorías inundaran las mías; este itinerario me ha resultado muy útil y por eso deseo trabajarlo de forma profesional como uno de mis objetivos; enseñar esta tarea se me antoja crucial en el futuro. Más en mi caso, que me siento como uno de esos náufragos del siglo XVIII en una isla desierta que mete una carta en una botella con la ilusión de que llegue a algún lugar y así puedan rescatarlo. Pienso a menudo en Adams cuando me preocupo por mi necesidad de seguir perfilando el oficio de historiador, y releo una y otra vez su magnífico colofón.

El mundo, en general, queda siempre tan rezagado respecto a una inteligencia activa que se convierte en una suave almohada de inercia sobre la que reposar, como lo fue para Henry Adams; pero la educación tendría que intentar reducir los obstáculos, disminuir la fricción, fortalecer la energía, y debería enseñar a la inteligencia a reaccionar, no al azar sino por elección, ante las líneas de fuerza que contraen el mundo. Lo que se sabe de joven es de poca importancia; sabe lo suficiente quien sabe cómo aprender. A lo largo de la historia humana, el desperdicio de inteligencia ha sido abrumador, y, como esta narración trata de mostrar, la sociedad ha conspirado para promoverlo. Sin duda, el maestro es el peor criminal, pero el mundo sigue detrás de él y aparta al estudiante de su trayectoria. La moraleja es palmaria: sólo los más enérgicos, los más aptos y favorecidos han vencido la fricción o la viscosidad de la inercia, pero se han visto obligados a malgastar tres cuartas partes de su energía en hacerlo.

Estas palabras me conducen una y otra vez a trabajar con ahínco para conocer lo que dicen los otros, a devorar sus libros, a asumir sus ideas cuando las creo buenas y a rechazarlas cuando las percibo torpes o simplemente mal construidas, a apreciar el esfuerzo de todos aquellos que entienden que la buena historia tiene que estar bien escrita, a sentir orgullo por formar parte de una círculo que permite este tipo de individuos y compartir con ellos reuniones o las páginas de algún libro colectivo.

Para terminar. Ser un historiador de mi generación tiene la gran ventaja de pertenecer a una época en la que se decidió que el profesor universitario fuese un intelectual y, por tanto, adquiriese un compromiso moral con la sociedad. Sólo hay un camino en la vida y éste es el mío, forjado en mis circunstancias. Seguiré perfilándolo en las líneas antes señaladas, convencido de que aún hay mucho que aprender y que decir. Según creo, en los próximos años el historiador está llamado a definir la situación mundial, y me preparo para ello adaptando el oficio a las nuevas condiciones de vida, una actitud que casi puedo afirmarlo comparto, por extraño que sea, con otros individuos como yo interesados en que la historia siga siendo el fundamento de la formación de los ciudadanos.


Comentarios

1 François Bédarida y Denis Peschanski, "Marc Bloch à Étienne Bloch. Lettres de la 'drôle de guerre'", Cahiers de l'Institut d'histoire du temps présent 19(1991): 10.

2 Hans Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit(Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1966) [En español: Hans Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna(Valencia: Pre-Textos, 2008)].

3 Puede consultarse: Reinhart Koselleck, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten(Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1979) [En español: Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos(Barcelona: Paidós, 1993)]. Hayden White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe(Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1973) [En español: Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (México: FCE, 1992)]; Hayden White, Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism(Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1978) [En español: El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica(Barcelona: Paidós, 1992)].

4 Hans Ulrich Gumbrecht, After 1945. Latency as Origin of the Present(Stanford: Stanford University Press, 2013).

5 Arno Borst, Lebensformen in Mittelalter(Fráncfort del Meno: Propyläen, 1973).

6 José Enrique Ruiz-Domènec, El juego del amor como re-presentación del mundo en Andrés el Capellán(Barcelona: Universidad Autónoma de Barcelona, 1980).

7 "Choix des Annales", Annales. Économies, Sociétés, Civilisations 36: 1(1981): 4.         [ Links ]

8 José Enrique Ruiz-Domènec, La memoria de los feudales(Barcelona: Argot, 1984).

9 Eugen Fink, Studien zur Phänomenologie(1030-1939)(La Haya: Martinus Nijhoff, 1966).

10 Wace, Le Roman de Brut, ed. Ivor Arnold(París: Société des Anciens Textes Français, 1940).

11 José Enrique Ruiz-Domènec, La caballería o la imagen cortesana del mundo(Génova: Istituto di Medievistica, 1984).

12 Arno Borst, Barbaren, Ketzer und Artisten(Múnich: Piper, 1988), 312-333.

13 Arno Borst, Barbaren, Ketzer und Artisten, 628-629.

14 José Enrique Ruiz-Domènec, La mujer que mira(Crónicas de la cultura cortés)(Barcelona: Biblioteca Filológica/Quaderns Crema, 1986).

15 Erich Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der Abendländischen Literatur(Berna: Francke Verlag, 1942) [En español: Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental(México: FCE, 1950)].

16 José Enrique Ruiz-Domènec, La novela o el espíritu de la caballería(Barcelona: Mondadori, 1993).

17 José Enrique Ruiz-Domènec, Rostros de la historia. Veintiún historiadores para el siglo XXI (Barcelona: Península, 2000).

18 José Enrique Ruiz-Domènec, Europa. Las claves de su historia(Barcelona: RBA Libros, 2010).

19 José Enrique Ruiz-Domènec, Le Grand Roman de notre histoire(París: Saint-Simon, 2013).

20 Henri Pirenne, Histoire de l'Europe(París: Alcan, 1931 [1919]).

21 José Enrique Ruiz-Domènec, Escuchar el pasado. Ocho siglos de música europea(Barcelona: RBA Libros, 2012).

22 José Enrique Ruiz-Domènec, La trama del pasado: diecisiete momentos que cambiaron la historia del mundo(Barcelona: Libros de Vanguardia, 2014).

23 Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad: catorce miniaturas históricas (Barcelona: El Acantilado, 2012 [1927]).

24 Consultar: Eric Hobsbawm, Fractured Times: Culture and Society in the Twentieth Century(Londres: Little Brown Books Group, 2013).

25 David Rieff, Against Remembrance(Victoria: Melbourne University Press, 2011).

26 François Hartog, Croire en l'Histoire (París: Flammarion, 2013).

27 Edward Gibbon, Memoirs of My Life, ed. Georges Alfred Bonnard(Londres: T. Nelson & Sons, 1966 [1794]) [En español: Memorias de mi vida(Barcelona: Alba, 2003)].

28 Marc Bloch, La extraña derrota(Barcelona: Crítica, 2002).

29 Krzysztof Pomian, L'ordre du temps(París: Gallimard, 1984).

30 Henry Adams, La educación de Henry Adams(Barcelona: Alba, 2001).

31 Henry Adams, Mont-Saint-Michel and Chartres (Princeton: Princeton University Press, 1913).


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