Introducción
En muchos sitios, en los últimos tiempos, se han hecho propuestas de mediación entre las historiografías que han dominado los últimos cuarenta años, una historiografía de lo micro, con la que cada tanto intentamos una historiografía de las relaciones a pequeña escala o de lo cotidiano, y un estudio de la macrohistoria, con la que intentamos una historiografía a escala planetaria o subplanetaria: se propuso entonces una “global microhistory” (“microhistoria global”) o una “historia translocal”, con una invitación un poco rápida a unir ámbitos que, tras un vistazo mínimamente atento, se revelan en realidad lejanos y, si no inconciliables, por lo menos heterogéneos1.
En 1995, en la introducción a uno de los cinco volúmenes conmemorativos del quincuagésimo aniversario de la Association of Social Anthropology, Richard Fardon insistía en que estábamos asistiendo a un “conceptual shift” (“cambio conceptual”) en el modo de entender el universo de las relaciones humanas: a partir de una pareja de conceptos consolidados -sociedad, por un lado, y cultura, por el otro- que había dominado las ciencias humanas en el siglo XX se estaba pasando a un nueva pareja -global, por un lado, y local, por el otro-. Parejas intrínsecamente diferentes -proseguía-, pero igualmente vagas y problemáticas. Sus simpatías se inclinaban por la segunda pareja, porque parecía conceder mayor espacio a la fluidez (transgresora) con el concepto global, y encontraba en los confines locales su límite lógico2. En otras palabras, permitía (en un modo provocador desde el punto de vista etnográfico) hablar de una unidad global de cultura (muy lejos del proverbial “mosaico de culturas” imaginado por la historia y por la etnografía colonialista y nacionalista) y, al contrario, de sociedades discretas, separadas, distintas.
Este es el contexto en relación con el cual propongo considerar las relaciones entre micro, macro, local y global. Es habitual, de hecho, que se vea en la polaridad de local y global algo análogo de lo micro y lo macro, con una ecuación implícita según la cual lo local sería lo micro y lo global sería lo macro3. En esta configuración resultan inapropiadas tanto la ecuación (micro = local) como la contraposición (pequeño vs. grande). Ambas olvidan que no se trata de objetos, sino de escala: lo local y lo micro no son “pequeños”, “se ven de cerca”, así como lo global y lo macro “se ven de lejos”4. Por supuesto, no tienen un espacio intrínseco, sino el que se define según la perspectiva de observación.
Lo que sigue es intentar entender si las historiografías que se remiten respectivamente a lo “micro” y a lo “macro” han utilizado, y de qué modo, categorías vinculadas al espacio. No será difícil verificar cómo ambas tradiciones metodológicas son indiferentes a la categoría espacio, así como las hipótesis de mediación entre las dos escalas de análisis que han avanzado en los últimos años. O mejor: las referencias espaciales de micro y macro son de tipo formal, de orden “lógico”.
Al contrario, para entender “local” o “global” es necesario introducir una dimensión espacial. Los espacios a los que cada uno de ellos hace referencia no son de hecho comparables y, como veremos, tienen características inconmensurables. Para simplificar, podemos decir que lo global no es la suma de los infinitos locales de los que se compone espacialmente, sino algo más complejo, con capacidad de plasmar cada uno de ellos. De la misma manera, lo local no es lo global reducido al mínimo, sino que tiene su propio punto de vista insustituible. Para entender esta segunda pareja -local y global- es necesario, según mi opinión, introducir en la discusión un acercamiento historiográfico, al que se suele llamar “spatial turn” (“giro espacial”). A través de su genealogía es de hecho posible notar cómo las categorías espaciales han connotado la reactivación de la que llamamos “World History” (“Historia Mundial”) o el nacimiento de la denominada “Global History” (“Historia Global”) (los dos términos no son, de hecho, equivalentes). De modo similar, orígenes espaciales han caracterizado los estudios de lo “local”, pero lo han hecho de un modo radicalmente distinto. Debemos por esto preguntarnos cómo se puede reconfigurar, en esta perspectiva, la historia “local”, y qué mediaciones pueden existir entre esta dimensión y lo “global”.
1.Lo micro, lo macro y el espacio
Al finalizar los años ochenta, la historia social dejó de ser el paradigma de la investigación histórica5. Nuevas perspectivas de investigación surgen en esta coyuntura, la microhistoria, la macrohistoria, la historia cultural. Todas critican la historia social: la primera, por no tener suficientemente en cuenta a todos los actores sociales; la segunda, por no considerar las estructuras (mundiales) del poder, y la tercera, por ignorar la influencia ejercida por los modelos culturales sobre las prácticas sociales6. No obstante la referencia a elementos espaciales, todas estas perspectivas son indiferentes al espacio en cuanto tal. El espacio de las microhistorias podrá ser el de una comunidad (Levi) o el de una ciudad (Cerutti), el de un valle (Ramella y Merzario), el de una familia (Modica), el de un pueblo (Gribaudi), el de una institución (Cavallo, Guarnieri), pero se trata sobre todo de un ámbito de relaciones, ojalá localizado con precisión7. Se lo puede explicar en términos de redes, de árboles, de clases (Thompson), de movilidad social, pero no se trata tanto de un espacio físico como de la extensión de una modalidad8: es una “construcción lógica”9. De la misma manera, el mundo del que se ocupan los historiógrafos de lo macro es una dimensión elaborada no a partir de la geografía sino de la sociología de los sistemas o de la ciencia económica10 y hace referencia, una vez más, a modalidades de relación, como por ejemplo, el estudio de la asimetría entre el centro y la periferia11, o las instituciones económicas como propiedad, costos de transacciones, etcétera. La referencia a las ciencias sociales es quizás la característica que imprime a este tipo de estudios una gran vitalidad y relaciones perdurables con la economía o con el derecho12. En el caso de la historia cultural, no obstante sus contornos estén muy indefinidos, los modelos culturales y las prácticas que los activan son sensibles a las dimensiones de la circulación13 y en realidad hoy tienen un papel relevante en las discusiones en torno a la historia global.
Es claro que la total indiferencia hacia el espacio permite una comunicación entre los dos polos de la microhistoria y la macrohistoria. Mientras tanto, los modelos de microhistoria que se han consolidado en el plano internacional han propuesto un uso sistemático de la biografía (Levi), al punto que la identificación entre microhistoria y biografía ha sido subrayada por varias partes14. Ha sido a través del modelo de indagación biográfica que se ha intentado llevar adelante investigaciones en escalas incluso macroscópicas. Por este motivo, de hecho, se ha podido desarrollar un filón de biografías interculturales15, que están dedicadas a historiadoras como Natalie Zemon Davis, Linda Colley, Mercedes García Arenal, etc., y a historiadores como Tonio Andrade, en un género historiográfico nuevo, las Global Lives16: estas han estudiado galaxias relacionales supralocales (o transnacionales) de ámbito popular, imperial, etcétera. Los macroespacios se han definido a través de la dimensión biográfica.
Una segunda vía para hipotetizar las relaciones entre la “parte” y el “todo” las ha conceptualizado como una relación entre escalas, pero ha entendido la escala no tanto como una mirada, sino sobre todo como un “distinto valor heurístico”17: la escala, entonces, está hecha de objetos con dimensiones precisas (ciudades, provincias, estados, áreas transregionales, etcétera). En palabras de Christian De Vito: “Esto lleva a sobreponer indebidamente el nivel de análisis (micro/macro) con la extensión espacial de la búsqueda (local/global) y a postular la subdivisión de las tareas entre un nivel macroanalítico, capaz de comprender las estructuras, y un nivel microanalítico, dirigido a comprender la agency. La verticalidad de los ‘juegos de escala’ acaba así también por impedir la exploración de las relaciones entre sitios en el espacio accidentado de la historia”18.
2. ¿Espacio o lugar?
Estas historiografías del último cuarto de siglo pasado, aunque metodológicamente temerarias, han prestado una escasa atención a la dimensión espacial. En parte, esto constituyó una reacción a tendencias precedentes: durante el siglo XX, muchos historiadores, de hecho, han tenido una perspectiva geográfica, y en todas las principales culturas historiográficas se han realizado investigaciones geográfico-históricas de inspiración positivista19. Sin embargo, esta indiferencia era, parcialmente, el reflejo del relativo menosprecio de tal dimensión por parte de las ciencias sociales. Al contrario, con cada vez mayor insistencia, a partir de los años ochenta del siglo pasado se han levantado voces y se han llevado a cabo investigaciones caracterizadas por una sensibilidad distinta a la dimensión espacial. A partir de algunas intuiciones fundamentales de Georg Simmel, Michel de Certeau, Michel Foucault, entre muchos otros, se han multiplicado las investigaciones orientadas al espacio: la ecología histórica, el espacio público, el espacio sagrado, el paisaje, la ciudad, la cartografía histórica, una nueva historiografía de los viajes y de las exploraciones geográficas, y una historiografía de las infraestructuras son testimonio de esto20.
Estas voces y estas investigaciones suelen denominarse con el término “spatial turn”, una etiqueta conveniente que esconde un universo desigual y heterogéneo de ámbitos de investigación21. Ante todo, valga decir que muchos de los devotos y defensores del espacio y espacializaciones no comprenden la simple localización de los fenómenos. En el lenguaje de la historiografía “espacialista”, un lugar no es un punto en el espacio, sino un nodo de valores, prácticas, identificaciones, etcétera22. Del mismo modo, las historias orientadas al espacio no tienen mucho en común con los procedimientos de la geografía histórica de la segunda mitad del siglo pasado ni tampoco con las tradiciones historiográficas que, como en Alemania, han mantenido constantemente una relación con la dimensión espacial (urbana, pero sobre todo regional)23.
Las tentativas de darle un contenido a este “nueva” sensibilidad historiográfica no han faltado. Por supuesto, no son de hecho unívocas, aunque comparten una tendencia a comprender el espacio como una dimensión simbólica, más que como una dimensión concreta24. Digamos que, aunque convengamos en que nos encontramos ante un “momento crucial”, se pueden apreciar dos posiciones contrapuestas: por un lado, está quien busca perpetuar la continuidad y genealogía con los métodos consolidados de análisis espacial. Así, una geógrafa histórica como Jo Guldi ha sostenido que el “spatial turn” sería un movimiento general de convergencia de las ciencias humanas en torno a la perspectiva espacial que involucraría la antropología, la historia del arte, la psicología y la arquitectura, la religión y la literatura, además de la historia25. Pero el movimiento se podría reconducir a una “reflexión general sobre la naturaleza humana situada en el espacio”, una tendencia que iría de Henry Sumner Maine a Mircea Eliade, desde 1880 hasta 1960. Esta tendencia general de las ciencias humanas (recordaba mucho, si no demasiado, esquemáticamente, Guldi) habría encontrado un nuevo vigor con el interés por el espacio abstracto simbólico y por la localidad por parte del pensamiento teórico francés (Foucault, Lefebvre, De Certeau y Virilio) del último tercio del siglo XX. En esta convergencia, la invención de las técnicas de georreferenciación (GIS) desarrolladas en los años sesenta gracias al “Canada Land Inventory”, y progresivamente adaptadas a las disciplinas humanísticas, habría suministrado instrumentos prácticamente universales y dado un nuevo impulso, al cual estamos asistiendo en estos últimos años26.
Si Guldi no atribuye contenidos particulares a las investigaciones de orientación “espacial”27, Beat Kumin, Cornelie Hubson y Gerd Schwerhoff, que intentaron hace algunos años un perfil del “Spatial Turn in History”, han insistido en el hecho de que el interés actual de los historiadores es por el carácter relacional del espacio: según una aproximación que se remontaría a Leibniz, no es el espacio absoluto, cartesiano, el que atrae a los investigadores, sino el espacio relacional y el constructo mental del que es producto28. Para estos historiadores el espacio es una construcción social, una “síntesis mental”29. La invitación es a estudiar las interrelaciones en determinados ámbitos (por ejemplo, el ámbito doméstico, las hosterías, etcétera)30. Los aspectos privilegiados parecen del todo compatibles con los “cultural studies” (estudios culturales)31: una aproximación constructivista al espacio y la predilección por el análisis simbólico. Pero una vez más, el espacio es entendido no tanto como una dimensión objetiva, absoluta, sino como “the common medium for the construction of meaning”32. El espacio es una dimensión comunicativa y se resiste a cualquier intento de clasificación rigurosa (público/privado): son las acciones y las prácticas las que lo llenan de connotaciones y lo hacen existir.
Hay, sin embargo, quien ha ido más allá y ha visto en el giro espacial una transformación más profunda, de orden epistemológico. Una nueva dimensión, esta del lugar, parece constituir el desafío más exigente: si hay una palabra clave en el surgimiento del “spatial turn” es “place” (lugar), que explica en cualquier nivel semántico la importancia de la dimensión local. Es justamente considerando este aspecto de la discusión que nos damos cuenta de cómo localidad no tiene ninguna analogía con la “localización”: “place” (lugar) tiene, de hecho, una relación problemática con el “espacio”33.
Fue un politólogo, John Agnew, quien reivindicó, ya en 1987, la posibilidad de un análisis geográfico de la política estadounidense y escocesa, a partir del cual sostenía que el comportamiento político no encontraba explicaciones en grupos sociales ni étnicos, como tampoco en “localidades”, nodos de relaciones y construcciones de visiones del mundo y los valores34; el mismo Agnew denunció dos años después la “devaluation of place” (la devaluación del lugar) en las ciencias sociales, lamentando el hecho de que desde hacía décadas la localidad no constituía una categoría interpretativa de la sociología política y electoral35. Una tesis diversamente criticada, pero convincente, al indicar un “renacimiento del lugar” en el centro de los estudios geográficos y políticos36. Para reforzar estos argumentos de Agnew había aparecido, en un campo del todo distinto, el filósofo Edward J. Casey37, que había contrapuesto, desde un punto de vista fenomenológico, una dimensión local subjetiva a una dimensión espacial absoluta, cartesiana, de lo cual había extraído un hilo rojo que recorrería toda la historia de la filosofía occidental38.
En este mismo sentido, uno de los protagonistas del momento crucial “espacial”, Denis Cosgrove, señalaba en 2004 la aparición de un “trabajo más atento a los matices culturales y geográficos, sensible a la diferencia y a la especificidad y, por lo tanto, a las contingencias del evento y la locación”39. Proponía por lo tanto reconsiderar formas de pensamiento y representación geográficos entonces devaluadas, como la corografía, es decir, una dimensión de representación del espacio desde el punto de vista “ego-centrado”, y consideraba que la categoría paisaje permitía analizar la realidad geográfica incorporando los puntos de vista subjetivos. Cosgrove sostenía entonces que esta nueva sensibilidad, referida indistintamente a un giro “espacial” o “cultural”40, proponía una nueva relación entre ciencias sociales y los tradicionales campos hermenéuticos de los estudios humanísticos. Este momento crucial privilegiaba cuestiones de interpretación, en lugar de teorías derivadas de la economía, la biología, la psicología o la politología. Ponía entonces en el centro de esta transformación la geografía, que luego de frecuentes crisis de identidad había emergido como un “key point of reference within this disciplinary convergence”41. Se trataba en realidad, como se ha hecho notar, de un “espacio” simbólico, metafórico, que justifica el paralelo entre “espacial” y “cultural” sugerido por el geógrafo inglés42. Este espacio simbólico ha inspirado numerosas investigaciones de geografía cultural: desde el estudio de las asociaciones en el valle del Loira por parte de Alan Baker hasta las ya numerosísimas indagaciones sobre el paisaje como forma cultural43.
Como prueba del carácter interdisciplinar de esta perspectiva analítica centrada sobre el “place” (lugar) se deben tener en cuenta las consideraciones de antropólogos como Arjun Appadurai, que parten de la fragilidad constitutiva del espacio local -el hecho de que en cada momento las viviendas, los vecindarios, se puedan contraponer recíprocamente o dividir en su interior- para hipotetizar la constante necesidad de técnicas de control. A través de un proceso que ha sido definido como “producción de localidad” es posible producir figuras sociales reconocibles, dotadas por lo tanto de competencias localmente compartidas: se construyen, así, figuras de “nativos”, de ciudadanos del lugar, que encarnan su cultura, sus prácticas, los modos compartidos de pensar y actuar44. Se trata de un proceso basilar, al que se ha dedicado hasta ahora escasa atención, y que puede explicar aspectos cruciales de las sociedades locales y de sus conexiones más amplias45.
Existe entonces una tensión entre lo “local” y lo “espacial” que impide pensarlos como polos de un único continuum: esta no conlleva problemas de escala, sino de mirada, de puntos de observación. Debemos preguntarnos qué tensión está destinada a influenciar determinadas investigaciones.
3.Global
Este intento de “espacializar la narración histórica”, como había invocado uno de sus profetas, el geógrafo estadounidense Edward Soja, ha sido de hecho repropuesto como metodología de la investigación histórica, pero el campo de estudios en que lo encontramos mayormente aplicado es la historiografía de la globalidad46.
A partir de 1992 el término parece hacer su ingreso en la literatura histórica y sobre todo sociológica con el sentido comúnmente atribuido hoy47. Luego el campo de estudios que usa este término se ha ampliado de tal manera, que ha hecho imposible fijar una definición. En un intento puntual de reconstrucción histórica, Dominic Sachsenmaier insiste en la inexistencia de un consenso entre los globalistas sobre aspectos cruciales como la escala y la cronología, y se limita a caracterizar los “many facts” de la historia global (HG)48: esta viene cada tanto entendida como un área de indagación geográfica, como un periodo específico (por ejemplo, el periodo early modern), o se le atribuyen significados teleológicos (globales = modernos)49. La HG se ha debido diferenciar de la World History, que tenía tradiciones más consolidadas. Ambas se ocupan de fenómenos transregionales (con los que se entienden ámbitos más amplios que el de los Estados nacionales).
El interés de la “World History” en la circulación de las personas y de las cosas, pero sobre todo en un fuerte rechazo en relación con la dimensión nacional, hace hablar de una dimensión “transnacional”: esta etiqueta, muy difusa en las ciencias sociales desde los años ochenta, se ha extendido a los estudios históricos sólo al final de los años noventa50. HG se volvió así un “intelectual trend” que pretende llamar la atención sobre algunas tradiciones metodológicas rivales: sobre todo la historia comparada, que es acusada de “ignorar las mutuas influencias” entre los objetos que se confrontan, por considerarlos “apriorísticamente aislados” para fines metodológicos: a la comparación se opone el “border-crossing”51. Un indicio de esta pretensión de incorporación puede ser revisada en la creación en 1999 por parte de la American Historical Review de la categoría “Global and comparative” en la sección de reseñas52. Por esto, cuando en 2006, al presentar la nueva revista Journal of Global History, Patrick O’Brien sostenía que “comparisons and connections are the dominant styles of Global History”, en realidad explicaba quizás la voluntad de anexar un sector entero de estudios de la nueva disciplina53.
Es cierto que el segundo aspecto -el de las conexiones- caracteriza más específicamente la tendencia “globalista”. Esto podría quizás explicar el rápido abandono de aproximaciones dualistas (centro-periferia54, pero sobre todo bajo-alto55), que habían señalado las tradiciones intelectuales y las discusiones metodológicas en los periodos precedentes. Esta conversión va acompañada significativamente del favorecimiento concedido a los enfoques, que revalúan fenómenos de hibridación e influencias recíprocas56. A estos aspectos se añade la crítica al eurocentrismo por parte de los “area studies”, que han trabajado las influencias extraeuropeas en la historia europea misma57.
Una de las contribuciones más unánimemente reconocidas de la nueva etiqueta historiográfica, en cualquier caso, es la creación de “more complex notions of historical space”58. La investigación de nuevas categorías espaciales de interpretación puso en primer lugar la historia económica, una de las protagonistas en la carrera hacia la HG: el ejemplo más clamoroso, y eficaz, es el análisis sobre la escala continental realizado por Kenneth Pomeranz combinándola con estudios locales (regionales), más que con los Estados protonacionales o nacionales59. Junto con las divergencias transcontinentales, se han estudiado las redes mercantiles, el comercio transregional (y en general los “flujos” de personas y cosas) y las organizaciones translocales60. Desde este punto de vista, la HG ha arrojado luz sobre “macroscopic transfers no longer through nations or Western-centered biases”61. Pero también la historia social, como muestran el estudio de migraciones y el descubrimiento de las dimensiones “diaspóricas” de la historia humana. Todos estos factores han subrayado la existencia de dimensiones espaciales nunca antes tenidas en cuenta. De estas nuevas dimensiones espaciales, la HG ha creado “new approaches to political formations”62: la atención a las élites transnacionales, o de hecho, a órdenes jurídico-institucionales internacionales, a la difusión global de cada institución, ha hecho revisitar profunda y críticamente la dimensión nacional -en paralelo con la World History- y descubrir las dimensiones supranacionales de muchos fenómenos culturales63. Nacieron además las “global frames”, que se revelan como fenómenos a la larga vinculados a la peculiaridad europea (libertad, derechos) que surgieron de un “complex Atlantic nexus”; o cómo caracteres que se presumían nacionales (por ejemplo, la “Britishness”) pueden ser considerados el producto de fenómenos transcontinentales; en fin, la HG hace ver naciones y el “imperial order” coevolucionando como parte de un mismo proceso64.
Nuevos espacios entonces atraen la mirada de los historiadores y estimulan el surgimiento de una inédita consciencia de la necesidad de interrogarse sobre ellos. Sin embargo no es claro cómo estos estudios, que reivindican su “novedad” a partir de ese nuevo interés por el espacio, tratan en efecto este nuevo objeto. Sebastian Conrad, en una importante puntualización, se pregunta con cuáles instrumentos la HG afrontó el análisis del espacio65. Lo que resulta interesante para el historiador alemán no es tanto el uso de categorías espaciales “planetarias”, como océano, mares, etc., imperios, comercio a larga distancia o ambiente66. Tales categorías, de hecho, no impiden afrontar el estudio sobre escalas “desproporcionadas” como las nacionales (por ejemplo, un fenómeno global como la esclavitud no debería ser estudiado a una escala nacional). Si es legítimo decir que “no todo aquel que no es nacional es global”, es el espacio global el que debe ser repensado. Para este fin, Conrad identifica al menos cuatro estrategias de investigación: la construcción de regiones transnacionales, la definición de determinados paradigmas de investigación, el pensar sobre los networks, la construcción de microhistorias de lo global. Cada uno de estos aspectos merece un comentario particular.
La construcción de regiones transnacionales depende de la definición de unidades que median entre condiciones locales y grandes constelaciones: desde la región atlántica -uno de los puntos fundamentales de la dimensión transnacional y global- en la Edad Moderna y en la Edad Contemporánea hasta la tradición eurasiática. En fin, el debilitamiento de la “narrativa eurocéntrica” para las áreas periféricas del planeta67 ha creado categorías como Zombia, la transregión asiática teorizada por Alfred Michaud y objeto de un importante libro de Jim Scott68. Los paradigmas específicos de investigación a los que Conrad se refiere consisten en un procedimiento que llama “following” y que él mismo reivindica directamente derivado de la nueva antropología cultural de los años ochenta: estudiar siguiendo en el espacio a las personas, las cosas, las palabras y las metáforas era el programa lanzado en la célebre intervención de George M. Marcus, uno de los protagonistas de ese momento69. Para Marcus se trata del proyecto de una nueva etnografía “multicentrada” que amplía el método de la observación participante, particularidad de la observación antropológica, de situaciones “cerradas” a una multiplicidad de sitios en conexión recíproca. Invita, por esto, a considerar flujos y movimientos también en grandes distancias, en vez de ámbitos sociales y culturales circunscritos, ciudades, barrios o lugares de socialización70. En este sentido el “multi-sited analysis” tiene una relación directa con una noción abierta de espacialidad, construida sobre los networks. De esta estrategia analítica interesa sobre todo la posibilidad de seguir a los actores: una de las banderas metodológicas de la microhistoria italiana es así reconducida a las intuiciones de Bruno Latour71, y se reconecta así estrechamente con la metodología del “seguir”. Seguir personas, cosas y símbolos y crear las redes entre los sitios de sus interconexiones hacen posible la cuarta estrategia, que ya encontramos al inicio de este carrusel: la reconstrucción de microhistorias globales. Este terreno ha producido una gran cantidad de trabajos, incluso de gran nivel, que he señalado al principio72, y que han efectivamente mostrado la viabilidad de estas nuevas dimensiones de la investigación, cuya conexión con el espacio, como ya he sugerido, es bastante problemática.
De estas cuatro estrategias, me parece fundamental sobre todo la segunda, el método de “seguir”: esta me parece capaz de explicar la insistencia de muchos “global historians” sobre el carácter “intrínsecamente relacional” de su práctica historiográfica: en palabras de Conrad, las unidades históricas (las naciones, como las familias) no se desarrollan aisladamente, pero pueden ser entendidas a través de la interacción con las demás73. La relacionalidad del pasado afecta las narraciones etnocéntricas que caben en el género “Rise of the West” y subraya el papel fundamental de la interacción entre regiones, o entre Europa y el resto del mundo. En pocas palabras, la transformación histórica no se explica “from within”74.
Sería interesante preguntarse de dónde proviene esta convicción, si es un resultado completamente empírico o si depende de algún asunto teórico. Una pista obvia viene de la semántica, donde la polémica que ha opuesto “internalistas” -no existe nada más allá del lenguaje y sus reglas- y “externalistas” -el lenguaje se explica por la relación entre palabra y mundo- ha definido la historia de la disciplina75. Pero también hay otras direcciones por explorar, y pienso sobre todo en las críticas deconstruccionistas y en las geografías de la literatura, que han hecho de las interacciones y los flujos de información y modelos una importante clave interpretativa76. Menos comprometidos me parecen los economistas y los historiadores de la economía: hablan, a propósito de lo global, de “market integration”, de “convergence”, más que de “connection”77. Aunque sean deseables ulteriores profundizaciones, la conexión parece ser un paradigma de naturaleza antropológico-cultural.
Todos estas ideas, en cualquier caso, creo que apuntan a una dirección precisa, y es la influencia cada vez más determinante de la “cultural history” -sobre todo en sus componentes vinculados al análisis del espacio- en los paradigmas explicativos de la historia global78. Me parece, además, que este reconocimiento permite entender algunas de las características de este género historiográfico: al mismo tiempo, sin embargo, creo que provocan una ruptura sobre algunos de los aspectos que mayormente parecen limitar la profundidad analítica de la HG. Mientras es costumbre que los críticos de la HG se concentren en el alejamiento de los historiadores de la globalidad de las fuentes de archivo, si no es su indiferencia hacia la información de primera mano que caracteriza este género de trabajos, quisiera aquí subrayar sobre todo el hecho de que estos tienden en realidad a limitarse a constatar la globalidad de las relaciones y de los intercambios, es decir, a verificar las conexiones, más que a explicarlas. Difícilmente se va más allá de esta dimensión: así, limitar el trabajo a una dimensión constatable tiene como efecto excluir del análisis los funcionamientos de la sociedad (o de la cultura) y sobre todo los significados que -en la nueva infraestructura conceptual- los actores mismos daban o podían dar a las prácticas, tanto locales como translocales.
Para mayor claridad, quisiera ilustrar este aspecto con el examen de un trabajo importante, el artículo de Emma Rotschild sobre Angulema en los siglos XVII y XVIII. De esta ciudad de Charente, a menudo elevada a símbolo de una “Francia profunda”, la autora muestra, en contraste con las monografías regionales de la historiografía económico-social francesa, las no esporádicas conexiones con una economía “global”79: “A history of economic life in the French provinces in the eighteenth century can question the assumption that outside events were unimportant to real or interior or national histories”80.
El “outside” no está representado por el Estado, como presuponía la tradición de las monografías regionales, sino por Martinica y por las Antillas Francesas. Resultado de este análisis, llevado a cabo gracias a las fuentes demográficas y notariales, es la reconstrucción de retos que unen sistemáticamente -estructuralmente, estaríamos tentados a decir- habitantes de la ciudad con parientes y conocidos emigrantes más allá del océano. Esta constatación cambia ciertamente nuestro cuadro de la sociedad local, en la cual los vínculos con las localidades transoceánicas generan prácticas y documentos extraordinarios. El análisis de Rotschild se concentra, en particular, en las redes de relaciones locales y en los vínculos que estas muestran con las Antillas. Este análisis muestra de modo clarísimo su inesperada apertura atlántica y nos convence plenamente de la necesidad de liberarnos de la idea de que esa sociedad pueda ser estudiada con un análisis endógeno (“from within”). Sin embargo, al mismo tiempo, no nos dice nada de esa misma sociedad. El problema no reside tanto en la indiferencia hacia el significado que las prácticas halladas podían tener para sus protagonistas, y para nosotros después de ellos. Más bien, la comprensión más plena de una práctica social generada por las relaciones globales, pero que se explica en la escala local -sus motivos, su frecuencia, sus objetivos-, aclararía no sólo la historia de la sociedad local, sino sobre todo los caracteres intrínsecos de esta globalidad.
Una indagación de las prácticas sociales a las que una elección similar se conecta, desde luego haría avanzar nuestro conocimiento, no sólo de Angulema, sino sobre todo del sentido atribuido localmente a las relaciones entre Angulema y Martinica. En suma, constatar la necesidad de una reafirmación de vínculos locales entre personas y grupos ligados a localidades más allá del Atlántico cualificaría estos mismos vínculos.
4.Local
El llamado a la necesidad de una historia local puntúa la literatura sobre la HG, y son habituales los intentos de relacionar las dos dimensiones. No sin ambigüedad, porque, justo como ha sucedido a propósito de la dimensión global, así como a propósito de la local, las definiciones son imposibles: en la literatura globalista la dimensión “local” puede ir de la regional (supranacional) a la nacional, y solamente en algún caso alcanza la dimensión de las unidades sociales de base como el pueblo.
Desde los años noventa, y sobre todo por parte de los científicos sociales teóricos de la globalización, se ha insistido en el hecho de que lo local y lo global son dimensiones complementarias, que se reafirman la una a la otra. Se ha sostenido que la dimensión global de los fenómenos es verificable esencialmente a nivel local, y que de hecho es la dimensión local la que permite apreciar la sustancia de la dimensión global. Términos como “glocalidad” se han propuesto para describir el supuesto triunfo de las fuerzas homogeneizantes81. Pero, en estas aproximaciones, por “local” se comprende la simple localización de fenómenos generales o, para limitarme a la terminología usada en este trabajo, se adopta una selección de lecturas sobre el “espacio”, más que sobre la localidad.
Recientemente se han adelantado hipótesis (más precisas) de lectura de las culturas como expresiones de las conexiones globales de un lugar. La investigación de Anne Gerritsen, sobre la producción de la localidad en la provincia china de Jiangxi, muestra con abundantes detalles el caso de una élite administrativa interesada en el estudio de los templos locales y en la producción literaria de la localidad en el cuadro imperial82. Luego la misma Gerritsen ha intentado comparar esta situación con localidades incluso vecinas, pero dedicadas a la producción industrial de cerámica, y ha mostrado cómo justamente los vínculos con el mercado global construyen y refuerzan la identidad local también en ausencia de una élite intelectual activa83.
No se puede ignorar el esfuerzo analítico de entrar en el tejido de las sociedades locales, de capturar sus especificidades culturales y productivas. Pero también en este caso el único punto de observación, de referencia, permanece global. En palabras de la misma Gerritsen, lo local establece una “perspective” (limitada en el espacio), desde la que se observa el “global development and increasing connectedness”84: el objeto verdadero permanece superpuesto a la realidad observada. Por supuesto, un comportamiento similar nace de la desconfianza con respecto a las anteriores tradiciones de estudio de la historia local: en el intento de demostrar el liderazgo de las conexiones globales, por ejemplo, Gerritsen se enzarza en una fuerte discusión con la English Local History: desde la perspectiva de los historiadores locales, “each local community was a ‘distinct and separate entity’ […] and […] a ‘cultural whole’”85. Ella reivindica una carga detonante de la perspectiva “global” con respecto a la tradición, o a las tradiciones, de historia local en auge hasta la segunda mitad del siglo XX86.
Esta polémica se explica sin duda con los orígenes de la historia local: esta siempre ha sido un sector de estudios con fuerte contenidos prácticos, de reivindicaciones de derechos o de prerrogativas, adelantadas entre los siglos XVI y XVIII por la ciencia jurídica y por la erudición87. Por los mismos motivos, la profesionalización de la historiografía en el siglo siguiente la puso en relación -a veces tensa- con los grandes procesos de formación y transformación institucional88. Sin embargo en el siglo XX los historiadores de la sociedad local, especialmente en Inglaterra, han intentado indagar con métodos propios las sociedades locales y han elaborado un método de análisis “topográfico” de la realidad histórica de los campos ingleses, que ha transformado de modo sustancial los métodos de análisis histórico, por ejemplo, renovando la interpretación social de la historia política inglesa89.
La historia local preconizada por la HG trastorna este asunto, lo vuelca a las explicaciones “from within”, y hace de la localidad el resultado de un proceso de construcción social y cultural directamente ligado a las conexiones globales90. Los perfiles de este análisis de lo local, en todo caso, me parecen enteramente definidos por esta polémica y por el uso metafórico del espacio que deriva del spatial turn. Como en el caso del artículo de Rotschild arriba citado, el proceso de producción de la localidad no ha sido genuinamente afrontado. Es necesario preguntarse por qué, incluso aquí, nos detenemos en este punto del análisis. Creo poder identificar al menos dos razones: por un lado, el espacio es considerado como una dimensión abstracta, una cáscara vacía, cartesiana, no se pueden condicionar (ejercer influencia sobre) prácticas, visiones del mundo, acciones. Su realidad está en otra parte, precisamente en las conexiones. Por otro lado, la renuncia al análisis concreto del espacio, que estos trabajos hacen patente, impide apreciar la naturaleza de las relaciones entre localidad y globalidad.
El spatial turn, como hemos visto, privilegia un espacio abstracto, figurado, metafórico, visual, y pierde de vista el espacio concreto, vivido y denso de prácticas que es objeto de estudio en las tradiciones precedentes. Si se piensa el espacio en términos metafóricos es posible limitarse a imaginar que la interacción con el exterior “produce” el lugar, mientras que en el caso de un espacio concreto el procedimiento requiere fatigantes recorridos analíticos entre las fuentes de archivo -jurisdiccionales, notariales, cartográficas, fuentes observacionales-, y sobre todo exige una aproximación interdisciplinar a la localidad, por las múltiples competencias necesarias para comprender todas las dinámicas presentes en un lugar91. Pero lo más importante -y que es ignorado por la perspectiva globalista- es que la perspectiva local cambia nuestro modo de leer los documentos. Mientras que una historia institucional (económica, jurídica o política, etc.) privilegia una lectura tipológica de las fuentes, la historia local exige una perspectiva topográfica, o, para decirlo mejor, la hace posible. La lectura topográfica de las fuentes permite restituir a la espacialidad el pragmatismo que otras perspectivas le restan, en el sentido de que subraya la copresencia en el espacio de fenómenos tipológicamente distintos: un templo, un horno y una oveja pueden ocupar el mismo espacio, y poner en relación esferas sociales y culturales que desde el exterior tendemos a considerar del todo separadas. Los resultados que se pueden obtener con un análisis concreto de un espacio específico son de gran interés: episodios que, aunque sean mínimos en las dinámicas de activación de los recursos vegetales de un lugar, tienen consecuencias de gran relevancia, cambian el paisaje rural92.
Desde otro punto de vista, la historia local producida por la HG, por lo tanto, al hacer una lectura de la localidad en los términos de un proceso de construcción social y cultural directamente vinculado a las conexiones globales93, alcanza el reconocimiento -de derivación fenomenológica94- del hecho de que las localidades son producidas subjetivamente. No son construidas a través de acciones concretas, sino a través de sentimientos: constituyen “‘a structure of feeling’ rather than an existing social form”95. El problema es que, con la concesión del espacio que preside a estos análisis de las conexiones, no se cumple el indispensable paso siguiente, que consiste en reconocer que lo local no es una dimensión subjetiva, sino “émica”96, es decir, es construida con prácticas y con categorías que pertenecen a quien las usa. Esta consideración es esencial: lo global, que indudablemente concurre en la producción de las sociedades locales, es interpretado y representado a través de categorías que son específicas de la localidad y de sus protagonistas. Detrás del eslogan de las conexiones se aniquila la pluralidad.
Al contrario, conectar espacios concretos con las categorías específicas de análisis de los actores, que podemos observar en la documentación histórica, permite alcanzar resultados impensables con otras perspectivas. Tomemos como ejemplo uno de los topoi de la HG, las redes comerciales. Casi siempre nos limitamos a la constatación de su existencia, y si nos interrogamos sobre su funcionamiento es más que todo sobre las características de la red misma, su forma, su cohesión, los fundamentos -la confianza y similares- que permiten sus existencia. Se la puede leer como si fuese una empresa. Si se extiende al contrario el análisis y se estudia un flujo comercial, nos damos cuenta de que los problemas que la circulación debe afrontar son bastante complejos y están profundamente vinculados a condiciones locales y a la producción de localidad. El tránsito de mercancías debe, de hecho, por necesidad, atravesar territorios variados, poner en relación las reglas y las prácticas que caracterizan un paisaje institucional. Si intentamos tomar en consideración un espacio local como esos feudos imperiales de Las Langhe, que hicieron parte hasta el fin del Antiguo Régimen del espacio global del Sacro Imperio Romano y del comercio internacional97, nos damos cuenta de que es insuficiente analizar las redes de los comerciantes por aparte. Es solamente con el reconocimiento de aquello que acompaña a las actividades mercantiles y de transporte -y por esto se estudia la coexistencia de objetos- que nos damos cuenta de cómo las actividades comerciales tienen un estrecho y necesario vínculo con la naturaleza y la forma de las relaciones locales; este reconocimiento, sin embargo, exige un enfoque metodológico “émico”. Sabemos de hecho que las sociedades locales son frágiles, se encuentran en constante riesgo de ruptura y discontinuidad98: sus distintos segmentos (parentescos, parte, etc.) se pueden separar en cualquier momento por conflicto de intereses (bienes comunes, gestión de recursos orgánicos, distribución de recursos políticos)99.
El reconocimiento de esta fragmentación potencial permite leer las fuentes producto de los distintos segmentos y de las diversas instituciones locales como modo de afirmación, de búsqueda de legitimidad o de reconocimiento, cuando no verdaderas y propias estrategias de conquista y de gestión del poder100. La existencia de los conflictos -en bastantes casos, casi su plena omnipresencia- es un elemento que comunica las sociedades locales con distintos poderes jurisdiccionales101. Por ejemplo, los feudos imperiales de Las Langhe entre los siglos XVII y XVIII son el teatro y los protagonistas de importantes flujos comerciales, que desde Génova y el litoral ligur llegan a Europa, al norte y al occidente de los Alpes102. En esta área se entrelazan los privilegios jurídicos que caracterizan un asentamiento fragmentado -granjas administradas por parientes y protegidas con inmunidad-, el poder señorial -feudatarios del Sacro Imperio Romano, de Milán, de Génova y de Turín-, poderes territoriales -Saboya, España, imperiales, Monferrato-, la religiosidad -multiplicidad de poderes episcopales, confraternidades, conventos de estatuto supralocal-, las actividades productivas -el viñedo y los comerciantes de las ciudades italianas, el transporte de la sal y de los nuevos objetos de consumo “global”, sobre todo el tabaco-. Pero la dimensión cultural clave, mediante la cual todos estos aspectos se traducen por los protagonistas de cada hecho particular, es la de la jurisdicción que define la naturaleza de las personas, de las tierras y de las mercancías103. Es a través de la jurisdicción que se entiende, y se entendía, en qué condiciones las mercancías podían pasar por un pueblo, una colina o un bosque, los conductores quedarse en una granja, en un convento o en una hostería. Se era “franco” en un lugar y no en otro, según la jurisdicción a la que se pertenecía. Un camino podía estar libre para alguno, y ser peligroso para otros, etcétera104.
Es en términos de jurisdicción que los actores sociales se definen y son definidos, y la imbricación entre las distintas jurisdicciones es el aspecto clave que sólo el análisis topográfico logra destacar. ¿Qué significa para un comerciante genovés, suizo o alemán atravesar Las Langhe en los siglos XVII y XVIII? Significa entrar en contacto con estas redes de relaciones, mediar los propios comportamientos -y los propios privilegios- con los distintos modos de producción de localidad: caminos principales llenos de cargas fiscales, recorridos alternativos que deben contar con estatutos jurídicos de hombres y cosas. Además, sus desplazamientos no son aislados, sino que se incrustan en las prácticas locales, y seguramente también translocales, de tránsito mercantil difuso, en el que parece participar una gran parte de la población105, y que implican una multiplicidad de instituciones: desde caravanas de los Apeninos hasta las hosterías rurales situadas en las haciendas, y desde los almacenes construidos en las capillas de estas mismas haciendas hasta los pequeños conventos rurales106. Se incrustan también en las formas locales y supralocales del conflicto, como la enemistad107. Completas sociedades locales parecen modelarse según estos flujos: los transportadores más acomodados se convierten en recaudadores de impuestos, constituyen “partidos” vinculados a diversos centros de poder territorial (Saboya) e imperial (Sacro Imperio Romano y/o España) más o menos favorables a la protección fiscal y aduanera de los lugares de tránsito108.
Con respecto a los datos suministrados por situaciones apenas un poco profundamente sondeadas, análogas por lo demás a imágenes más relevantes109, es verdaderamente difícil distinguir qué es lo “local” y qué es lo “global”. Quizás tendría más sentido observar, confrontar diversas modalidades, buscar comparaciones fundamentadas en las prácticas y las acciones110, más que tipologías abstractas. En este sentido, la acción (local) parece capaz de volver explícitos y comprensibles muchos aspectos de las sociedades globales, y sobre todo la constante reproducción de sus específicas diferencias. En otros términos, la producción de cultura no es solamente circulación y contaminación, sino sobre todo -y de un modo innegable- selección.