¿Qué diremos ¡oh dolor! de la obra satánica llevada a cabo por los hombres del Terror […] ¿Qué diremos, ¡justo Cielo! del polizonte felino ARISTIDES FERNÁNDEZ, Ministro de la Carnicería?1
1.Los muertos como mensajeros políticos
Se hablaba de golpes, machetazos y terror. El hallazgo de unos cuerpos sin identificar había conllevado a la publicación de noticias sobre recientes hechos de sangre. Los rastros de violencia en las espaldas de los cadáveres se describían como “fajas verdosas y amoratadas”, por los golpes propinados con la parte plana del machete, aunque su filo también había dejado trazas “en la nuca, la garganta, en la cara, en el frontal y el occipital”. Era 12 de marzo de 1902, y la Plaza de Bolívar, en la ciudad de Bogotá, se había convertido en anfiteatro de la guerra, con la cruda exposición de cuerpos mutilados. La Guerra de los Mil Días (1899-1902) llegaba una vez más con esta particular forma a la capital, donde la ciudadanía observaba con perplejidad el despliegue de la muerte, mientras los cuerpos, descritos por los medios como “mustios” y “silenciosos”, enrarecían el ambiente con “dolor y espanto”2.
El periodista que reconstruyó la teatralización de tal exceso indagó la identidad de los fenecidos. Desconocía sus nombres, pero afirmó saber que habían sido víctimas de la ferocidad y la “perversidad” revolucionaria. Los hombres asesinados, comentó, eran “tres enfermos, inhábiles para la lucha, que venían al hospital”, pero que, a pesar de su baja en las filas conservadoras, habían sido sorprendidos en el páramo por una cuadrilla restauradora (liberal) y sometidos al “furor salvaje” de la guadaña. Para este reportero de El Colombiano3, el espectáculo de la muerte legitimaba la “sujeción de esas fieras” liberales a través de un proceso de pacificación. El acto de retaliación debía estar compuesto por “medidas de represión” para poder contrarrestar los ecos de la comuna de París en Colombia, el crimen y el terror4.
En el pasado colonial, los castigos públicos y la exposición de cadáveres habían sido estrategias de aviso, intimidación y pedagogía del miedo. Y este seguiría siendo el caso de Colombia a finales del siglo XIX e inicios del XX, pues la exposición de cadáveres aún era parte integral de la representación y teatralización punitiva. Según el Código Penal de 1890, por ejemplo, “el cadáver del ajusticiado” debía permanecer “expuesto al público por dos horas”5. Su propósito, desde tiempo atrás, no solo era castigar, sino también escenificar el destino de los pecadores o delincuentes y, así, atemorizar a los transgresores en potencia. De este modo, se representaban y restauraban la autoridad ultrajada, el poder y el orden como vencedores sobre aquellos que pretendían cuestionar y revertir el statu quo6.
Ese 12 de marzo de 1902, sin embargo, las cosas eran diferentes. Los cadáveres expuestos no eran de transgresores, sino de representantes del Gobierno, soldados conservadores asesinados por liberales alzados en armas. De esta manera, el Gobierno se presentaba como víctima, no con el ánimo -imposible- de evidenciar su poder punitivo, ni de visibilizar su vulnerabilidad en los diferentes frentes de guerra, sino, tal como planteaba el periodista, de justificar futuros actos de represión. Atribuirle el rol de victimario al enemigo permitía legitimar futuras acciones de muerte sobre el opositor. Por ello, los cuerpos expuestos en la Plaza de Bolívar eran más que muertos, eran portadores de un mensaje emocional cifrado7: eran mensajeros políticos8. Los muertos habían sido transformados en víctimas sacrificiales9, su sufrimiento debía ser vengado por el Estado para restaurar el orden ultrajado10.
Así, los muertos como mensajeros políticos permiten analizar diferentes formas simbólicas, tanto escriturales como visuales, en todo caso, sensoriales y emocionales, con las cuales se negoció constantemente el rol de víctima y el de victimario durante la guerra para justificar decisiones, normas, políticas e, incluso, más muertos. La política, más aún durante la guerra, era un asunto emocional11. La dimensión sensorial intervino aquí como parte de una estrategia de guerra para movilizar diferentes adhesiones y oposiciones.
Con estos planteamientos de fondo, el objetivo de este artículo es estudiar una amenaza de fusilamiento de presos políticos puesta a circular mediante panfletos y artículos de prensa en la ciudad de Bogotá, a inicios de 1902, bajo el título de prevención. Esta amenaza -la prevención- estuvo ambientada por la exhibición de cadáveres descrita al inicio y permitirá dimensionar el siguiente razonamiento: la fracasada búsqueda de la paz durante el conflicto armado de fin de siglo estuvo atravesada por una lógica oscilante “entre estado de excepción y luto público”12, en la cual se normalizaron las arbitrariedades, “la subversión de las reglas morales, el levantamiento de las prohibiciones, el desplazamiento de los límites”13, y, así, pudo emerger la venganza como principio de la acción estatal.
Y es allí, en esta matriz de emociones y valores subvertidos, “alterados”, donde cobran sentido algunas fórmulas empleadas por el Gobierno para hacerle frente a la revolución liberal: demandas de paz a partir de decretos de muerte, la insistencia en una “pacificación” violenta, la amenaza como vehículo de negociación o el uso de una retórica “talionaria” para justificar la muerte del enemigo. Como veremos en las siguientes páginas, la prevención pone en evidencia cómo el estado alterado de la guerra engendró múltiples negociaciones para pactar una “técnica de gobierno”14 dentro de las instituciones encargadas de regular la muerte.
La abstracción de este planteamiento implica estudiar la regulación de la muerte en un lugar que pareciera obvio: la guerra civil y el estado de sitio. La obviedad, sin embargo, es una zona de confort intelectual, porque, como veremos, su análisis nos permitirá remover “el velo que cubre esta zona incierta”15 para discutir, en términos históricos, la compleja tensión emocional entre dos elementos: 1) el deseo de la venganza, la muerte y la violencia; y 2) las distintas formas en que el universo afectivo se codifica dentro del aparato estatal y la interpretación jurídica.
A la luz de la amplia historiografía sobre la Guerra de los Mil Días16 y el estado de excepción17, nos encontramos frente a un episodio conocido, pero poco analizado18. Por lo tanto, se plantea que historizar la exhibición de cadáveres, así como su relación con la amenaza de muerte y las órdenes de fusilamientos, resulta útil epistemológicamente. Lo anterior, si se tiene en cuenta que estos hechos, aunque conocidos, no han sido estudiados para evidenciar en profundidad los engranajes de los círculos viciosos de la violencia engendrados desde Bogotá, a donde la guerra nunca llegó con la intensidad de otras regiones, sino a través de ecos como el ambiente político, la exposición de cadáveres y las emociones.
2.La prevención: amenaza de muerte como actor político
Los muertos expuestos el 12 de marzo de 1902 en el centro de Bogotá tenían una razón de ser. Su aparición era el resultado de un cálculo político, pero también parte de un entramado mucho más amplio. Solo trece días atrás, Aristides Fernández, otrora director de la Policía y para ese entonces ministro de Guerra, había puesto a circular un aviso en las calles de Bogotá, dado a conocer con el término la prevención. En estos carteles, fechados el 28 de febrero de 1902, se advertía y se prevenía que los señores Emilio Ángel, Juan de la R. Barrios, Víctor Julio Zea y Celso Román, presos políticos en el Panóptico de Bogotá, serían ejecutados si en el plazo de veinte días, contados desde el 1° de marzo, no se dejaba en libertad a los prisioneros de guerra conservadores. Se trataba especialmente del general Pantaleón Camacho, de los coroneles Juan M. García, de Moreno y de Padilla, capturados en combate y llevados por los liberales a la cárcel de Pore, en el oriente colombiano. El aviso letal tuvo como destinatario a Juan MacAllister, responsable de los recién nombrados presos de guerra. Pero lo más llamativo no es que persiguiera el objetivo militar de poner en jaque al enemigo liberal en los diferentes frentes de guerra, sino que fuera formulado como una clara amenaza de muerte de aquellos que estaban presos. Por eso, la exposición de cadáveres únicamente se entiende a la luz de dicha conminación.
La exhibición de cadáveres permitió al Gobierno escenificarse como víctima del salvajismo liberal. Su objetivo era ambientar y justificar posibles fusilamientos de presos políticos como el que se anunciaba en la prevención, y por ello recurrió a la deshumanización del enemigo. Era una forma efectiva de despertar sentimientos de indignación e injusticia19 entre la población y, en esa medida, de justificar emocionalmente la retaliación bajo el manto de la justicia. Así, las emociones ayudaron al Gobierno a dar legitimidad a una política de venganza, según la cual, la sangre debía cobrarse con más sangre. Se trata, en últimas, del poder simbólico de la muerte, y particularmente de su amenaza, la cual, como veremos más adelante, se convirtió en actor político durante el desarrollo del conflicto armado en el país. ¿Qué clase de hombres se atreverían a ultrajar de esa manera a tres soldados enfermos e indefensos? Solo los peores. Solo aquellos que merecían la muerte.
Para ese entonces, vale la pena recordar, Colombia atravesaba uno de los enfrentamientos más álgidos del siglo XIX, la Guerra de los Mil Días (1899-1902). El conflicto se había cultivado desde inicios de la década de 1890, cuando, en el marco de una política de partidos (Liberal y Conservador), uno de los sectores más drásticos del conservadurismo alcanzó el poder e intentó asegurar el control exclusivo del Gobierno para “regenerar” al país de la influencia nociva del radicalismo liberal, bajo los principios del orden, la moral y la autoridad20. Por años, representantes de ambos partidos hicieron lo posible por cerrar las brechas ideológicas en materia institucional, fiscal, religiosa y educativa, pero el Gobierno se mostró reacio a ceder ante las peticiones formales de reforma de sus opositores. Antes bien, propició abusos de autoridad y generó un sentimiento de profunda indignación y arbitrariedad. Tal vez lo más preocupante fueron las facultades extraordinarias otorgadas al presidente, con los artículos transitorios de la Constitución de 1886 (B, C, D, K y L) y la ley 61 de 1888 o Ley de los Caballos, según la cual, se podían prevenir y reprimir los “delitos y culpas” contra el Estado. Según el caso, era viable imponer “penas de confinamiento, expulsión del territorio, prisión ó pérdida de derechos políticos por el tiempo que crea necesario”; incluso se confería el “derecho de inspección y vigilancia sobre las asociaciones científicas é institutos docentes”. La situación exacerbó la sensación de injusticia a tal punto que la facción más beligerante de los liberales decidió tomar el camino de las armas. La conflagración empezaría oficialmente en octubre de 1899, con lo que el Gobierno declaró turbado el orden civil en todo el país como capítulo final de un belicoso siglo XIX21.
Cuando la prevención apareció por las calles de Bogotá, Aristides Fernández había optado por una estrategia de fuerza y “pacificación”22 -poderoso eufemismo de la sangre- para combatir a insurrectos como el general MacAllister, quien se hallaba al mando del Gran Ejército de Oriente23. Las tropas organizadas por MacAllister al suroriente de la capital desempeñaban un papel importante en los nuevos planes de la revolución liberal. Rafael Uribe Uribe, notable dirigente guerrerista24, poniendo fin a su exilio forzoso, había salido de Táchira al mando de un contingente de hombres en diciembre de 1901, y esperaba poder tomar la capital desde el oriente e inclinar con ello la balanza de la guerra a su favor. Su victoria, sin embargo, dependía de una ofensiva coordinada con los jefes locales25.
Entre tanto, la prensa, cooptada por el oficialismo, lanzaba voces de optimismo, aunque era claro que el ambiente oscilante entre la incertidumbre, la inseguridad y el miedo de ser sitiados se sentía como una realidad urbana26. Para el Gobierno, el secuestro de los soldados conservadores y las derrotas en los frentes de guerra evidentemente agudizaron las alertas en Bogotá. La proximidad del enemigo y sus posibles triunfos a futuro desataron cierto grado de nerviosismo. Tal vez por eso, la derrota de las fuerzas de MacAllister -estimadas en 2 000 efectivos-, al intentar tomarse Soacha el 23 de febrero de 1902, generó alivio y esperanza en los sectores que desconfiaban de los liberales alzados en armas27. El general, aunque vivo, había sufrido un fracaso legendario. Y en esta situación, estratégica para el Gobierno, lo mejor era incrementar la presión contra el enemigo, por un lado, solicitando ese 28 de febrero de 1902 la libertad de los presos de guerra, so pena de exterminio de los presos políticos liberales, y, por otro, exponiendo ese 12 de marzo los cuerpos conservadores en la Plaza de Bolívar para evidenciar el salvajismo liberal.
La prevención era un eco de la guerra. Se trataba de un mecanismo de presión estratégico para proteger a los presos del Gobierno capturados en diferentes lugares y momentos. La poca prensa existente en la época era proclive a informar sobre los triunfos y avances de los ejércitos oficiales, y, en cambio, poco sobre sus derrotas y soldados hechos prisioneros28. A pesar de ello, se conserva un relato de un prisionero de guerra, Juan María García, quien describió su cautiverio y el del general Pantaleón Camacho. El relato no hizo énfasis en la derrota de las tropas del Gobierno, sino en su capacidad de contrarrestar el cautiverio, gracias a la presión generada por la amenaza de ejecución de los presos políticos. Tal vez por ello, sí fue publicado.
García narró que en La Unión, el 30 de enero de 1902, a las 5:30 de la mañana, un grupo de soldados, todavía somnolientos, sufrió una emboscada a manos del enemigo. A tiros, él y sus compañeros fueron sacados de sus camas, capturados y entregados a Juan MacAllister, quien se encargó del cautiverio. Su relato, rico en detalles, tenía dos misivas principales. Por un lado, deseaba resaltar los constantes vejámenes y amenazas sufridos en cautiverio, tan crueles como aquellos cometidos por Rafael Uribe Uribe en su fuga hacia oriente, quien había dejado las vías infestadas con “mas de 200 cadáveres de bueyes y mulas y hasta de seres humanos insepultos”29. Y, por otro lado, quería expresarle a Aristides Fernández el profundo agradecimiento por la prevención.
En otra batalla, no cubierta por la prensa, se presentó una situación similar. El 13 de enero de 1902, varios policías que hacían de soldados fueron abatidos en el sitio conocido como Casa de Latas, mientras que otros, como el agente Agustín Moreno, terminaron en manos de captores liberales. La correspondencia interna de la Policía estableció un saldo impreciso de entre 6, 11 y 28 policías muertos30, y por algún tiempo dio por muerto a Moreno, hasta que tiempo después este apareció vivo -gracias a su fuga-31 para reclamar el salario que se le había negado durante el cautiverio32. Los acontecimientos de Casa de Latas se sumaron, así, a la lista de choques en los cuales el Gobierno tuvo que enfrentar la captura de sus efectivos.
La nefasta derrota en Casa de Latas y la emboscada en La Unión, sumadas a varios descalabros, ponían en duda el heroísmo militar de las tropas del Gobierno, que se basaba en la hombría construida a través del imaginario de la fuerza y el coraje33. Además, cuestionaba la obra del ministro de Guerra34, manifiesta en la militarización de la Policía durante la guerra. Esta tendencia era tangible no solo en proyectos explícitos35, sino en la incontrolable fluidez entre el Ministerio de Gobierno y el Ministerio de Guerra, que terminaba propiciando una combinación letal para las libertades y, en caso extremo, también para la vida.
Para restablecer la honra militar ultrajada, la prevención se utilizó como una estrategia bélica, una forma de poner en jaque al enemigo a través del sufrimiento que evocaba la muerte36. Según la lógica de Fernández, la situación de los presos de guerra justificaba la intimación y el potencial fusilamiento de los presos políticos. Era posible que su objetivo fuese conservar la vida de los presos conservadores -soldados y policías-, pero al hacerlo, asumía también la muerte de presos políticos que no estaban involucrados en esos hechos. Aquí, la lógica de Fernández, según la cual los actos enemigos debían cobrarse directamente con muertos, demuestra cómo el estado de sitio de la guerra hizo de la anomia una regla, cuyo objetivo -la conservación del statu quo bajo la retórica de justicia- terminó por darle rienda suelta al ajedrez de la muerte. ¿Cómo era posible que unos hombres pagaran con sus vidas los delitos de otros? La prevención era una forma codificada de la venganza estatal.
Ante toda esta situación y las diferentes estrategias de generar opinión pública, no sorprende el apoyo que obtuvo Fernández, conocido para la época como el ministro de la carnicería, incluso con ecos nacionales37. Políticos, militares e, incluso, los estudiantes del Colegio San Bartolomé no titubearon en expresar su entusiasmo por tal medida38. Para algunos, la prevención fue motivo de “felicitación” y “voto de aplauso”. Para otros, un reflejo de “entereza”. Otros tantos la describieron como “enérgica resolución” y como “alma y nota de virilidad”39. En medio de este entusiasmo, que hacía de la ejecución un acto de masculinidad, optimismo y entusiasmo militar, pocos se preguntaron por quiénes, independientemente de sus filiaciones partidistas, no compartían la ejecución.
La aceptación generalizada de las medidas revanchistas adoptadas por Fernández indica una clara victoria de las estrategias emotivas del Gobierno para darle legitimidad popular a un deseo de sangre. Podría decirse que Fernández gozaba ya de la prerrogativa de administrar la muerte, en tanto hacía parte, de forma notable, del monopolio de la fuerza como ministro de Guerra e, incluso, contaba con el respaldo de algunos sectores de la población. El odio engendrado contra el enemigo, las pasiones politizadas, la cooptación de la prensa y el poder de interpretar el derecho, indudablemente, estaban al lado de la fuerza del Gobierno. Esta victoria, sin embargo, no fue completa. Una vez se hizo pública la amenaza, distintos sectores de la sociedad manifestaron su inconformidad. La política de la muerte sería sometida entonces a escrutinio público.
3.Las reacciones críticas a la contrarreloj de la venganza
Debido a la represión y a la censura, las detracciones contra la prevención no fueron publicadas en la prensa. Muchas de ellas solamente fueron rescatadas en publicaciones posteriores, una vez acabado el conflicto. Aun así, circularon en la sociedad y expresaron la profunda preocupación de algunos ante la cuenta regresiva que había iniciado el ministro de Guerra. En este sentido, los presos políticos en el Panóptico, preocupados por sus vidas, tomaron la palabra; y la Iglesia, en aras de la caridad, también reaccionó, así como lo hicieron fracciones conservadoras críticas del Gobierno que optaron por entintar sus plumas. La disputa generó intensas reflexiones sobre la amenaza, la guerra a muerte y la sin salida que representaba la intransigencia para transitar a una sociedad en paz. Insistir en la venganza de la muerte significaba enterrar la paz a corto y a largo plazo, en un ambiente nacional que desde los barrotes del encierro se describía como erupción pasional, como “volcán de odios y venganzas” que no cesaban de proliferar40. Como veremos, el dolor, que siempre fue útil para coaccionar la confesión, en este caso, se transformó en la ansiedad de los presos con el peso del tiempo de aquella contrarreloj de la muerte vengativa. Pero el debate público también evidenciará algo inesperado. El dolor de los presos se transfirió41 a los que reaccionaron de manera crítica.
3.1 La voz del Partido Conservador: 19 días antes de la ejecución
Para sorpresa de algunos, varios miembros del Partido Conservador fueron los primeros en reaccionar a la prevención. El 1° de marzo, un grupo de distinguidos políticos42 dirigió una solicitud no al vicepresidente, mucho menos al ministro de Guerra, pero sí al general Ramón González Valencia. En ella, estimaban la prevención como insólita, inaudita y contraria a las leyes naturales de la humanidad, motivo por el cual, como cristianos y civilizados, se debía solicitar su nulidad. Con cautela diplomática, aclaraban no querer ser parte de los actos del Gobierno, y, por ello, no se dirigían al Poder Ejecutivo, sino al general, por su “grande autoridad”. En esta medida, advertían “las funestas consecuencias que tendría para nuestro desgraciado país la resolución del Ministro de Guerra en caso de que llegara la insensatez á darle estricto cumplimiento”. Los conservadores preguntaban de manera crítica desde cuándo un miembro del Gobierno podía gritar “yo mato, yo fusilo, me responde usted con su cabeza” y reclamaban el empleo del consejo de guerra y de los procedimientos civiles. La muerte no podía quedar sujeta a caprichos individuales, sino al imperio de la ley, pilar de las naciones civilizadas. Todo esto socavaba “los sentimientos de humanidad que existen aun entre pueblos semisalvajes”43.
La carta de este grupo de conservadores ponía de relieve las contradicciones con que Fernández decidió regular la muerte en el país. ¿Qué había pasado con el Código Militar y el Código Penal? ¿Con las leyes? ¿Qué culpa tenían estos hombres, ahora en la capilla de los condenados, de las “atrocidades” de MacAllister en Pore? El ministro de Guerra estaba al borde de “erigir oficialmente el crimen como sistema” y la venganza como doctrina de un Estado que se pretendía cristiano. La misiva era una crítica concisa de la prevención y se convirtió en el preludio de una oposición que diluyó parcialmente las oposiciones políticas entre liberales y conservadores. Para varios miembros de ambos partidos, lo que estaba en juego no solo era la vida de los presos políticos, sino la propia legitimidad de las instituciones del país. Pareciera que la pedagogía del miedo -la administración del tiempo como tortura- había afectado en cierto grado la sensibilidad, incluso en bandos opositores. Pero, ¿se trataba realmente de una “política de la compasión”44?
3.2 La voz de los presos políticos: 13 días antes de la ejecución
En el Panóptico de Bogotá, ser criminal era un privilegio, si se comparaba con la situación de los presos políticos. Esta, por lo menos, era la opinión de Adolfo León Gómez, quien años después de su reclusión publicaría sus experiencias de vida en el afamado libro Secretos del Panóptico (1905). En palabras del otrora cautivo, los asesinos y los ladrones “constituían la clase alta y privilegiada, la aristocracia del presidio”, mientras que los presos políticos, como él, “la canalla”45. A la privación de la libertad en la cárcel de Bogotá se sumaban “los tormentos del hambre, las enfermedades y el abandono absoluto”. Los reclusos debían vivir hacinados en medio de la humedad, pero también del tifo, la viruela, la disentería y demás miasmas de la muerte46. Reinaba entre ellos la desconfianza, engendrada por las delaciones y el constante sapeo por aquellos que bajo el manto de la amistad cumplían sus funciones como polizontes infiltrados47. Maltrato y torturas ambientaban también el volcán de odios y venganzas entre los reclusos, pero, sobre todo, contra el Gobierno, que no parecía estar en manos del vicepresidente José Manuel Marroquín, sino en las de Aristides Fernández.
En esta situación se encontraban, entre muchos presos políticos, Emilio Ángel, Juan de la R. Barrios, Víctor Julio Zea y Celso Román, convertidos en dianas cuando se dio a conocer la prevención. Cuenta Aurelio Mazuera y Mazuera que estos jefes revolucionarios, “al pasar al panóptico, entraron desde el primer instante en la capilla de los condenados a muerte”, y que “todas las noches se les leía la trágica sentencia y se les daba el anuncio del fusilamiento para el día siguiente”48. El pavor que debieron haber sentido los presos podría ser comparado con esa “pasión glacial”49 que paraliza, pero, una vez superado el anquilosamiento, surgieron sentimientos de indignación que desataron la crítica, en aras de la defensa. Con la carga de la amenaza, la incertidumbre del futuro y un sentimiento de injusticia, los presos encontraron una forma de resistencia: el pronunciamiento colectivo a favor de sus compañeros de presidio. La carta, que cuestionaba la prevención, fue dirigida a Marroquín el 7 de marzo de 1902, liderada por Luis González V., D. Patrocinio Cuéllar, Ambrosio Robayo, L. Eduardo MacAllister, César Moros, Leopoldo Carrillo, Pompino Beltrán, Eleázar Beltrán Acosta, y suscrita por doscientas firmas adicionales de presos políticos.
En la misiva se solicitaba la derogación de la prevención por inhumana y contraria a la paz. Matar presos políticos simplemente iba en contra del agente civilizador conformado por la clemencia. Se argüía que en los países en donde se aplicaba la pena capital, esta solo era destinada en contra de los más “depravados”, y que hoy en día, un pueblo avanzado como el colombiano no podía auspiciar tales castigos por delitos políticos50. En vez de pasar por las armas a los presos políticos, se debían auspiciar actos conciliadores como la liberación de los presos, los cuales podían dar un paso en la búsqueda de la paz. Conducir al patíbulo a cuatro actores de la lucha armada sin previo juicio, y por responsabilidades políticas, era simplemente un acto de monstruosidad. Si se tratase de castigo, el Gobierno no podía olvidar que estas personas ya se encontraban hacía seis meses en una prisión infecta y horrible, y no podían responsabilizarse por faltas ajenas. Debido a la guerra, era inviable descartar prisioneros políticos a futuro, hecho que haría de la amenaza de muerte una situación indefinida y que podría desembocar en un eterno círculo vicioso. El régimen de terror que se quería implantar era, en palabras de los presos, la venganza política como alimento de la muerte51. “Ojo por ojo y diente dicen los preconizadores del talión cuando hacen gala del rigor de sus doctrinas penales; pero en este caso Sr. Vicepresidente, el sistema penal de S. E. sería mas cruel aún que el de los talionarios […]”52.
Por último, se solicitaba humanizar y dignificar la guerra a través del trato ejemplar e hidalgo de los prisioneros. Lo contrario implicaría la ejecución de los presos, que desautorizaría de manera “trágica y bochornosa” al Gobierno. La carta terminaba responsabilizando a las pasiones políticas constituidas por la voluntad del espectáculo de la barbarie porque “convertiría el suelo de la patria en un lago de sangre”53. Ante esta situación, incluso los artífices de la Regeneración se pronunciaron, y, de repente, los presos políticos y parte de la cúpula conservadora en oposición al Gobierno pasaron a tener más en común que los propios conservadores con Marroquín y Fernández.
3.3 El memorial: 11 días antes de la ejecución
Destacados políticos, entre ellos un presidente del pasado y uno del futuro, un ministro de Justicia, otro de Gobierno, uno de Instrucción Pública, uno de Relaciones Exteriores, así como científicos, diplomáticos y economistas54, enfilaron sus argumentos y presentaron una profunda crítica fundada en derecho y filosofía, el 9 de marzo de 190255. ¿Qué decía su memorial para que fuese censurado en la prensa, cuando la cúpula del conservadurismo nacionalista, ciertamente en confrontación con el Gobierno, manifestaba su opinión56?
La prevención había tenido apoyo en los sectores más reaccionarios de la sociedad. Sin embargo, parecía que la angustia de los presos había detonado también cierto grado de empatía con los condenados, en la medida que los sentimientos de injusticia, dado el abuso de poder, se sometieron a una racionalización con la interpretación del derecho.
Los autores interpretaban la prevención como un acto que hacía de las personas “instrumentos de venganza y exterminio”, algo sin antecedentes en la historia de Colombia. Los presos no habían sido escuchados ante ninguna autoridad política o judicial. Tal descripción implicaba a “personas respetables que por motivos políticos” habían terminado en la cárcel. En esa medida, ser criminal no era equiparable con el estatus de preso político. La carta recogía en varios argumentos nociones de cristiandad, civilización e, incluso, honorabilidad en la guerra, que se pueden puntualizar, en el marco de la preocupación planteada, con los siguientes ejes: 1) sustento jurídico, pena de muerte; y 2) derecho y estado de excepción.
Sustento jurídico y pena de muerte. Los suscritos indagaban: ¿Cuál era la ley de la República que puede “excusar o paliar” el acto del ministro de Guerra? Los presos políticos solo podían ser juzgados según las leyes del país. Si bien en 1888 había existido una ley -la Ley de los Caballos- que concedía al Poder Ejecutivo la facultad extraordinaria de confinar y desterrar a los perturbadores del orden público, esta ley había sido reputada como tiránica. De hecho, el partido investido para ese momento con el poder había contribuido en 1898 a su abrogación. A la luz de las leyes actuales, nadie podía ser penado por parte del Poder Ejecutivo, sin la autorización legal derivada de un juicio y un tribunal.
Hecha esta claridad, era importante abordar el Código Penal de 1890. En este, se definían los delitos contra la paz interior estipulando penas correspondientes. Según la Constitución de 1886, ninguno de los poderes públicos podía privar de la vida por delitos políticos. En el pasado (1828, 1833 y 1840), varios conspiradores y revolucionarios habían sido juzgados por los tribunales y sentenciados a muerte porque los delitos de conspiración y rebelión eran castigados con la pena capital. En 1863 se declaró la abolición absoluta de esa pena y en 1886 se restableció para delitos atroces, pero aboliendo la pena para delitos políticos.
La pena de muerte, sin embargo, era una realidad de la época, así que, conscientes de ello, los conservadores aclararon su sentido, a fin de que no se prestara para abusos. Por eso, recordaban el artículo 29, según el cual, en caso de comprobarse jurídicamente los siguientes delitos, la persona se hacía merecedora de la pena de muerte: “traición a la Patria en guerra extranjera, parricidio, asesinatos, incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería y ciertos delitos militares definidos por las leyes del ejército”. Por fuera de estos casos, quedaba expresamente prohibido aplicarla. Incluso, en el artículo 30 se señalaba: “no habrá pena de muerte por delitos políticos. La ley los definirá”. El panorama jurídico hacía de cualquier fusilamiento, tal como lo pretendía la prevención, un acto violatorio. Asimismo, el Código Penal condicionaba la “no responsabilidad de un individuo por actos ó hechos” en los cuales no había participado.
Derecho y estado de excepción. La justificación del abuso oficial se respaldaba en lo que los firmantes tildaban de “fórmula lacónica”: “Se dice que en tiempos de guerra los derechos individuales y el imperio de la ley quedan suspendidos, y autorizado el Gobierno para hacer cuanto le plazca por medio de Decretos Legislativos”. Tal fórmula era imprudente, por absurda, y alarmante, por bárbara. Ante ello, los artífices de la queja aclaraban que era pertinente convocar un “estado de sitio”, según lo establecido en el artículo 121 de la Constitución de 1886:
“En los casos de guerra exterior, o de conmoción interior, podrá el Presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella. / Mediante tal declaración quedará el Presidente investido de las facultades que le confieran las leyes, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de gentes, para defender los derechos de la Nación o reprimir el alzamiento. Las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional legislativo que, dentro de dichos límites, dicte el Presidente, serán obligatorios siempre que lleven la firma de todos los Ministros”57.
El estado de sitio, sin embargo, no justificaba el abandono de las leyes, aun de las más elementales. Incluso, cuando las sesiones del Congreso se vieran afectadas por el orden público, el presidente estaba obligado a ejercer las facultades conferidas por la ley. Es decir, no podía disponer libremente del tesoro nacional, “ni de las vidas é intereses de los ciudadanos”; el “fratricidio erigido en sistema” constituía un “crimen inexpiable, crimen aeternum” que atentaba contra lo humano.
En ningún caso, los decretos mencionados podían salirse de los límites del artículo constitucional, y aun cuando se apelara al derecho de gentes, debía hacerse con el ánimo de resolver el conflicto. Era bien sabido que, en tiempos de guerra, los gobiernos restringían las libertades -la publicación, la reunión, la locomoción-, de las cuales abusaba para hostilizar. Sin embargo, solo “el fin legítimo de la guerra” daba derecho
“á los medios extrictamente necesarios y moralmente lícitos para obtenerlos, siendo contrario á la ley natural lo que pase de este límite […] No se diga pues que el Gobierno esta legalmente autorizado para suspender los derechos individuales; no se invoque la ley para negar el derecho, de que sólo puede ser la expresión ó la sanción”58.
Además, el Código Militar, específicamente el artículo 1080, señalaba:
“Ningún beligerante puede eximirse de cumplir las leyes de la guerra, so pretexto de que sus adversarios violan algunas de sus prescripciones. Por el contrario, es por la observancia escrupulosa de sus propios deberes como puede llegar á mantener al enemigo ó hacerlo entrar en las reglas de una lucha leal”59.
En conclusión, para obtener la libertad de los cuatro prisioneros de guerra, la medida no era matar a otros prisioneros políticos. Lo correcto, como habían propuesto los jefes de la revolución, era un canje. Con esta propuesta cerraba la misiva, una negociación política que atendía las solicitudes de los presos políticos del bando opuesto. Al evitar la muerte como imperativo de la represalia, se impedía también la cólera y se frenaban los atroces amagos de violencia. Una ganancia para todos, sin duda, pues darle rienda suelta a la venganza, a futuro, impediría cualquier reconciliación. La gran preocupación de los firmantes era la amenaza de exterminio proferida por un régimen de terror que sembraba odios inextinguibles y causaba males irremediables. Su mensaje era evidente: guerra a muerte, no; negociación con el fin de culminar la guerra, sí.
Era claro que la sensación de arbitrariedad había generado cierto grado de compasión con los presos políticos. Tal sensibilidad fue lo que impulsó la lectura jurídica presentada en contradicción con la política estatal del desquite. Sin embargo, tal compunción política no podía estar libre de intereses. No ser críticos ante la amenaza del fusilamiento de los presos políticos, cuyo carácter vindicativo era patente, tarde o temprano desautorizaría en términos políticos, religiosos y morales al Estado. Tanto moralidad como religión habían sido fundamentos retóricos de la época de Regeneración. Desproteger el respaldo ético del Estado dejaría sin sentido el proyecto político conservador, minaría a futuro su posible participación en el liderazgo del país, cuya proyección, en aras de la convivencia, debía ser pacífica. La empatía con los presos generó una evidente crítica al Gobierno, pero también velaba por los intereses políticos a futuro.
3.4 La voz de la Iglesia: 9 y 5 días antes de la ejecución
Los argumentos del memorial y de la carta de los presos calaron en la sociedad. Tan así que el arzobispo de Bogotá se pronunció ante el ultimátum de muerte. Bernardo Herrera Restrepo, encargado de la Arquidiócesis de Bogotá entre 1891 y 1928, ejerció sus funciones durante buena parte de la Regeneración y la Hegemonía Conservadora, y aunque siempre se mostró como un férreo defensor de los pilares cristianos y conservadores del Gobierno, no dudó en manifestarse a favor de los presos políticos amenazados. En una breve carta del 11 de marzo de 1902, manifestó su apoyo y aseguró movilizar todo aquello que estuviese a su alcance para evitar el fusilamiento60.
En efecto, su mediación fue exitosa, dado que la Delegación Apostólica en Colombia se dirigió, en asocio con el arzobispo de Bogotá, directamente a Aristides Fernández. En una epístola del 15 de marzo, Antonio Vico, el delegado apostólico desde 1898 y enviado extraordinario de León XIII, y Bernardo Herrera solicitaron que se suspendieran “los efectos de su prevención”. Esta petición se elevaba interpretando los sentimientos del papa, quien, según insinuaba la carta, también estaría informado de la situación61. En otras palabras, la interacción entre Bernardo Herrera y Antonio Vico logró mediar en el asunto, señalando de manera muy sutil la larga colaboración de las órdenes religiosas, el Concordato y las misiones en grandes partes del país. Aunque no se nombraban las órdenes, las funciones que desempeñaban los capuchinos, los agustinos recoletos, los jesuitas, los monfortianos, los claretianos, los carmelitas descalzos y los lazaristas, entre otros, eran para la época de vital importancia. Con todo, la carta era directa y sutil a la vez. A la hora de solicitar la suspensión, era contundente. Al instante de recordar la importancia de la Iglesia en Colombia, fue digna de la diplomacia eclesiástica.
Vale la pena recordar que León XIII (1878-1903) intentó demostrar la compatibilidad entre civilización, progreso y evangelización62. Si a esto se le suma el espíritu de la Constitución de 1886 en Colombia, según la cual, la religión católica era una suerte de esencia de la nación y base del orden moral, el mensaje político era claro: civilización. A su vez, en 1887, según el Concordato, se había ratificado el papel de la Iglesia de liderar y vigilar la educación y administrar los territorios habitados por poblaciones indígenas, a través de las misiones. El Estado colombiano no solo indemnizaba a la Iglesia por expropiaciones impuestas durante la época liberal de mediados del siglo XIX. Además, se comprometía a asignar a perpetuidad la suma anual de 100.000 pesos (cifra sujeta al incremento del tesoro nacional) para el auxilio de su acción civilizadora. Es decir, el Estado colombiano generaba un profundo vínculo político al delegarle la función de evangelizar y civilizar grandes partes del país63.
Ignorar todo lo anterior, a través de la voluntad del ministro de Guerra, con el silencio cómplice del vicepresidente, no se compadecía con el profundo vínculo administrativo, ideológico y económico que existía entre el Vaticano y el Estado colombiano. La Iglesia tenía incidencia, y evidentemente sabía aprovechar la política para sus fines. Más allá de los principios del amor al prójimo y la moralidad cristiana, darle la espalda al poder eclesiástico no era un asunto menor, dado su rol administrativo y geopolítico en el país.
Si bien la Iglesia estaba lejos de compartir los ideales revolucionarios, la administración de la muerte hecha amenaza requería un rechazo absoluto porque cuestionaba la piedad y la clemencia cristianas. Aceptar la prevención implicaba cuestionar el vínculo político con la Iglesia, un engranaje de poder que permitía la confluencia de la religión con lo político. Y al no estar naturalizado tal ensamblaje, debía ser protegido, y, en este caso, justificaba la desautorización del ministro de la carnicería.
4.Respuesta de Aristides Fernández: 2 días antes de la ejecución
De todas las cartas de protesta, la única dirigida personalmente a Aristides Fernández fue la del delegado apostólico. Tal vez los otros opositores eran conscientes de las dificultades de un diálogo argumentado, debido a su carácter intransigente, que tomaba cuerpo de despotismo. Tal vez por eso, solo la delegación apostólica en Colombia, revestida de suficiente autoridad, se dirigió en nombre de León XIII directamente a Fernández.
A dos días de que se cumpliese el ultimátum, el 18 de marzo, el ministro de Guerra contestó la carta. Ante la solicitud de suspensión, Fernández informó haber recibido un documento oficial, según el cual, “los prisioneros del Gobierno, cuyo sacrificio quise evitar, se hallan en salvo, cumpliéndose el objeto esencial y único de mi prevención”. El ministro de Guerra luego se encomendó al papa, solicitó se le considerara un “humilde soldado” y aclaró que en caso contrario, él solo hubiese “cedido sino ante el nombre y la palabra del augusto jefe de la Iglesia, omnipotente ante el Gobierno Colombiano, y particularmente ante mi”64.
Solo hasta el día que se cumplió el ultimátum “aparecieron en las esquinas de la capital publicadas las notas cruzadas entre el Delegado Apostólico, Monseñor Vico, y el Ministro de Guerra”. En estos carteles, visibles en las calles, los habitantes de Bogotá pudieron notar cómo la Iglesia intercedía por los presos y cómo Fernández manifestaba “profundo respeto”, al concederle “lo que no habían logrado las súplicas de nadie”. El alivio y la esperanza en el Panóptico con seguridad fueron trascendentales. El juego de la vida o la muerte parecía quedar resuelto. La cuenta regresiva de la muerte, dos días antes de la posible ejecución, se había detenido, ¿o no?
Desde la cárcel se discutía el trasfondo de la decisión. Los reclusos liberales señalaban un intríngulis político del Gobierno ocasionado por la inconsulta medida. La prevención no había tenido en cuenta la opinión del gabinete de gobierno, es decir, del consejo ministerial, y tampoco la del clero. En el intento por aprobar la letal advertencia a posteriori, ya no como aviso o acto público, sino como decreto, el gabinete de ministros no dio su aprobación. Si le damos crédito a León, el ministro de Guerra solo obtuvo el apoyo de José Joaquín Casas, ministro de Instrucción Pública, y de Agustín Uribe, ministro del Tesoro. En otras palabras, el ultimátum no obtuvo la aprobación necesaria, debido a la negativa del ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Paúl, enemigo del golpe del 31 de julio de 1900, y del señor Lago y Mendoza. Así las cosas, la prevención no se pudo transformar, en medio del estado de sitio, en norma gracias a los “que se negaban á poner firma en un decreto de muerte”65.
Con la mediación de la Iglesia, tal vez calculada, se intentó “salvar la situación de una manera decorosa para el Ministro”, evitando tanto una crisis ministerial como el nefasto desenlace del fusilamiento. Según León Gómez, “así fue, pues, como se ahorró a Colombia, en la época de sus grandes infortunios, esa mancha negra, tan negra que jamás se hubiera podido borrar de su historia”66.
5.Día 0: revocar la prevención y regular la muerte
Para la fecha del vencimiento de la prevención, el 20 de marzo de 1902, el ministro de Guerra había revocado ya su decisión. De hecho, parece que la conminación se dejó de ejecutar no porque los presos de guerra estuviesen realmente a salvo, tal como lo afirmaba Fernández. Según el relato de un prisionero de guerra, el grupo de soldados del Gobierno seguía en cautiverio ese día. Tal vez a Fernández no lo desvelaba tanto la vida de los presos de guerra, sino más bien la necesidad de tener un instrumento jurídico que permitiera hacer de la prevención una práctica generalizada contra el enemigo político, una necesidad impuesta al solo concebir la paz, no como resultado de una negociación política, sino de la liquidación del enemigo, eso sí, en nombre de la paz. Lo anterior era una forma de racionalizar el odio y de proteger el poder.
De hecho, pocos días antes, Fernández se había dirigido a la ciudad con un mensaje incendiario que invocaba la represión inexorable. Compartía un anhelo de paz, como el resto, pero su idea para alcanzarla distaba de la conciliación. Su deseo de pacificar suponía, más bien, el ejercicio de la fuerza y la violencia, incluso fuera de los campos de batalla. Con sus palabras conminaba a “aplastar la revolución y conseguir la paz definitiva”, dado que “el mal supremo reclama remedios supremos”: “la represión inexorable, el cauterio pronto, la fe ardiente, la voluntad resuelta, la firmeza incontrastable. Así, y sólo así, vendrá la paz”67.
En lo ideológico, la prevención había sido para Fernández parte de su cruzada por defender los valores de la civilización, puestos en peligro por un liberalismo construido como nefando, germen de barbarie y salvajismo, y estigmatizado como una enfermedad endémica que “paraliza las fuerzas vivas de la nación”. En oposición, su motivación era “la causa de Dios, de la civilización y del engrandecimiento de la Patria”68, una defensa contra la revolución, o “estado morboso que corroe y envenena las entrañas del cuerpo social”. Esta forma maniquea de administrar el estigma permitía no solo simplificar la polarización política, sino también la complejidad de la guerra, pero, aún más, justificaba la aplicación de ciertas normas, una vez construido el enemigo como inhumano.
Lo que pocos percibían es que, entretanto, Fernández, con seguridad asesorado, maquinaba la resurrección de aquella prevención. Por supuesto, no hubo manera de justificar jurídicamente el fusilamiento de los presos políticos por los actos de MacAllister, pero sí se logró sistematizar la normatividad existente para regular la muerte del enemigo, no necesariamente en combate, sino a través de expeditos consejos de guerra verbales. La estrategia jurídica fue evitar que el conflicto se interpretara como un asunto político y, así, entender los actos de guerra como levantamientos de cuadrillas de malhechores para justificar la pena de muerte. Lo sorprendente es que la legislación de la época lo avalaba, y el estado de sitio lo hacía una realidad. Miremos de cerca aquel acto de resucitar el espíritu de la amenaza de muerte, cuando se suponía que la contrarreloj de la muerte había cesado.
Aristides Fernández emitió el mismo día en que terminaba la prevención, a través del despacho de guerra, la resolución número 25, “que ordena el juzgamiento de rebeldes”. En ella se advertía que los perturbadores del orden, tratados incluso con clemencia, habían recrudecido la rebelión. Ante tal situación, era necesario tratar a los rebeldes con toda la severidad necesaria, por lo que se instaba al “inmediato juzgamiento en Consejo de Guerra, de los rebeldes actualmente presos y de los que se capturen en adelante”. El artículo 178 del Código Penal, como parte del capítulo tercero -Delitos contra la paz interior, el Gobierno existente y la Constitución-, estipulaba que, en caso de actos de ferocidad o barbarie contra prisioneros, hostilidad contra mujeres inermes, niños, ancianos u otras personas, los sindicados debían ser castigados por hacer parte de “cuadrillas de malhechores”, es decir, con la pena de muerte.
Estos castigos, según el artículo 179 del Código Penal, también eran aplicables a los jefes, directores o promotores de rebelión, sin que hubiesen sido necesariamente los autores de tales acciones. Se recordaba la pena capital como una forma de castigo para el incendio voluntario, el uso de explosivos, el espionaje y la traición militar en guerra civil, aludiendo al decreto legislativo número 484 de 20 de octubre 1898 (artículos 7 y 9). Por último, se instaba a aplicar consejos de guerra verbales en caso de espionaje, traición militar, incendio, asalto, homicidio, robo, castración, mutilación, rapto y maltrato a niños y mujeres. En estos consejos de guerra verbales no existía recurso alguno, y las sanciones se debían aplicar de manera inmediata, a menos que se tratara de la pena capital, que en un plazo de 48 horas debía ser consultada por el Jefe Civil y Militar del Departamento69.
De modo que una cosa era haber revocado la amenaza de muerte de los presos políticos, y otra, la actuación de Fernández con este respaldo jurídico poco antes del desenlace de la guerra. La persistente disposición del ministro a cobrar con vidas la insubordinación mostraba, una vez más, la victoria de las lógicas de la violencia auspiciadas por su forma de significar el campo semántico y político-religioso del principio cristiano o de civilización. De hecho, el Gobierno se mostraba más que satisfecho con su “clemente ofrecimiento” de garantías y salvoconductos, mientras maquinaba terribles consecuencias, en caso de que sus condiciones no fueran aceptadas70. Todo esto era un síntoma, entre otros, de que el derecho dependía de quien gozaba del poder de su interpretación y del poder decisorio ante su aplicabilidad y procedencia. Incluso, la aplicabilidad e interpretación normativa surgían de un deseo de exterminio del enemigo, y tal deseo se apoyaba y justificaba moralmente en la imagen del criminal desnaturalizado. El asunto político de la guerra civil se silenciaba para reducir a los grupos liberales alzados en armas únicamente como homicidas, ladrones, castradores, infanticidas y violadores de mujeres. ¿Cómo comprobar antes del fusilamiento la diferencia entre estigmatización y crimen? Es muy probable que, en el marco de los consejos verbales, debido al afán de la venganza, nunca haya existido el interés por averiguarlo. Es posible que la normatividad, en algunos casos, indujera al prejuzgamiento y con ello a la muerte.
La actuación de Fernández pone en evidencia cómo en el país, aun cuando existía agotamiento por las atrocidades de la guerra, algunas fracciones políticas siguieron insistiendo en el exterminio71. No había pasado un mes después del episodio de la prevención, cuando, en abril de 1902, dieciocho presos políticos fueron ejecutados en el Guamo72. En un telegrama dirigido al gobernador de Honda, con fecha 6 de junio de 1902, Fernández felicitaba al gobernador por los triunfos en el Líbano y en el Tolima, e instaba a que se persiguiese a “la guerrilla de Echeverri hasta exterminarla”73. El 25 de agosto de 1902, un grupo de conservadores se dirigió a Marroquín con el ánimo de eliminar los consejos de guerra para evitar los fusilamientos, pero de poco sirvió74. Al día siguiente, Fernández escribió con urgencia a un coronel en Fusagasugá: “Si Mazuera y Morales, resístense a entregar las mil seiscientas (1.600) armas que tienen, no los indulten, fusílenlos”75. El 29 de noviembre de 1902, el ministro de Guerra le escribió una vez más al gobernador de Honda: “Todas las disposiciones que existen sobre la cuadrilla de malhechores prisioneros de guerra están vigentes de manera que todo el que sea cogido en armas debe ser juzgado en Consejo de Guerra verbal y ejecutarse inmediatamente”76. El adalid de la guerra se puso en contacto el 27 de noviembre con el prefecto de La Mesa para advertir que si “individuos sumariados por delitos comunes, o que por los mismos hayan sido condenados, o que se hallen todavía en armas, no quedan comprendidos en el indulto”77.
Cierre
El potencial de la violencia se había incubado durante los años de paz78, pero, una vez desatada la guerra y en manos de grupos radicalizados en torno a Aristides Fernández, el potencial letal se vivenció en todo el país. La sangre y la pasión regularon, así, los intereses políticos. En esta medida, se hizo de la inteligencia militar un espejismo de un mundo sensorial detonando maquinaciones políticas: según esta, siempre era mejor exterminar al enemigo que conciliar y hacer de él un opositor político deliberante. Era más fácil regular la muerte que debatir argumentos. Era más sencillo hacer del sentimiento de la venganza la guía por excelencia para satisfacer un sentir de justicia, que perdonar.
Durante la Guerra de los Mil Días, asistimos, así, al surgimiento de levas forzosas, contribuciones obligadas y toques de queda; a la emisión de salvoconductos y la redacción de amnistías; a un Panóptico convertido en centro de arbitrariedades; a espacios urbanos transformados por paradas militares, honras fúnebres, desfiles de condenados79; y, como hemos intentado mostrar, exhibiciones de cadáveres, circulares amenazantes y órdenes de fusilamientos.
Este intento de regular tanto la muerte como la amenaza refleja su necesidad y utilidad, en el marco del monopolio de la fuerza del Estado. Su regulación, sin embargo, hizo evidente la impotencia de quebrantar el círculo vicioso de las muertes en cadena. Las injusticias del otro justificaban las acciones propias, motivo por el cual, en medio de esta lógica circular, el conflicto adquirió su dinámica incontrolable. Tan fuerte resultó esta forma de asimilar la guerra que, aun en 1902, cuando ya desde ambos bandos se clamaba por un desenlace, en los discursos de paz persistía el tufo de la muerte. Para Fernández y aquellos encargados de regularla, no se alcanzaría la paz mediante la clemencia o la conciliación, sino a través de la “pacificación”, idea que encriptaba violencia, represión inexorable, y el aplastamiento definitivo del adversario.
Las leyes no fueron capaces de contener los excesos viscerales del círculo vicioso de violencia. Todo lo contrario, bajo el manto de la excepción, permitieron propulsar y engranar sentimientos de retaliación con anhelos de justicia, cooptar la opinión pública a través de la censura, monopolizar la interpretación del derecho, regular la muerte, fusilar y ejecutar al enemigo. Podría decirse, entonces, que las acciones del Ministerio de la carnicería no fueron ajenas al imperio de la ley, y, en esa medida, confirman la solidaridad entre la anomia y el derecho durante este periodo. De igual modo, evidencian que el estado de sitio -en teoría, necesario para la conservación del statu quo- no se invocó solamente para la preservación del Estado, sino para garantizar una forma específica de sentir y de gobernar80. Con ello, terminaron por anidar la reproducción y prolongación de la violencia como técnica de gobierno, en vez de la resolución del conflicto. Si se quiere, la alianza entre anomia y derecho, posible gracias al estado de sitio, sirvió para racionalizar la emotividad y la demanda pasional de venganza hecha política de Estado.
Algunos dirán que la paz llegaría pronto, el 21 de noviembre de 1902, pero el futuro se mostraría más problemático, especialmente a la luz de todo lo que estaba por suceder durante el siglo XX e inicios del XXI, desde una perspectiva de larga duración. Solo desde esta dialéctica, oscilante entre el detalle y la estructura, se explican la lógica de la arbitrariedad a la hora de cobrar sangre con más sangre y el empleo de la estrategia de los “talionarios” para dar rienda suelta a la retaliación como política estatal. El estado de sitio, al diluir el límite entre legalidad e ilegalidad, hacía de su supuesta antonimia no solo un engranaje, hacía también de la cultura antijurídica81 un prototipo de poder, en pro de un autoritarismo que minaría la convivencia en el siglo XX, en detrimento de la paz como un valor político. En definitiva, era una forma de codificar un mundo sensorial -odio, ansias de poder y miedo- bajo la retórica del derecho y la justicia.