Introducción
En abril de 1983, apenas seis meses después de que el Partido Socialista Obrero Español (psoe) ganara las elecciones generales por una amplia mayoría absoluta, tuvo lugar el primer encuentro oficial entre los representantes del nuevo gobierno, el primero nominalmente de izquierdas desde los tiempos de la Segunda República (1931-1939), y los representantes de la Conferencia Episcopal Española (cee). Se trataba en aquellos momentos de concretar la ordenación práctica de los acuerdos firmados entre la Santa Sede y el Estado español en enero de 19791. A la conclusión de este, el vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, señaló: “La conversación mantenida esta mañana con los representantes de la jerarquía de la Iglesia católica ha sido muy distendida y amable, y creo que en lo fundamental se han superado los viejos tiempos de enfrentamientos”2.
Más de tres décadas después de aquel encuentro, puede afirmarse que las previsiones de Alfonso Guerra fueron erróneas. La Iglesia católica es hoy en día un agente capaz de definir la agenda pública debido, por una parte, a su capacidad movilizadora y, por otra, relacionada con la anterior, a su función suministradora de imaginarios culturales que, en circunstancias concretas, son potenciados por la mediación de determinados sectores políticos y mediáticos. De esta forma, la Iglesia no ha renunciado a ejercer presión política, reivindicando su posición de privilegio en ámbitos como, por ejemplo, el educativo3, o en lo relativo a la legislación sobre el aborto4.
Con la Constitución de 1978 se inauguró un nuevo tiempo político en España. Homologable a grandes rasgos al resto de regímenes políticos europeos, los diferentes grupos políticos tuvieron que reestructurarse para adecuar su acción a las coordenadas que el nuevo modelo exigía. La Iglesia católica española se vio sometida, en este sentido, a un proceso de reorganización interna y externa que cambió por completo una imagen pública que venía lastrada por su colaboración desde el primer momento con el régimen franquista5. De la misma forma, a los cambios en el escenario político español tenemos que sumar las transformaciones que se vivían en el Vaticano: 1978 es también el año de ascenso al papado de Juan Pablo II, un papado que alteró los modos con los que desde la Santa Sede se dirigía el rumbo de la institución eclesial.
Los dos acontecimientos señalados repercutieron en la reconfiguración de la Iglesia católica en una España en la que comenzaba a consolidarse la democracia. En aquel contexto, la institución eclesial empezó a ensayar una forma de ejercer presión política, como intento mostrar en este artículo, que combinaba dos elementos: uno, la capacidad de movilización de sus bases; y otro, la promoción de un determinado discurso ideológico suministrado a sus fieles y recibido como propio por ciertos sectores mediáticos y políticos.
Y es que la religión es, hoy en día, uno de los más potentes instrumentos desde el que se vehiculan aspiraciones políticas. Difícilmente puede ponerse en duda que las previsiones de los clásicos paradigmas de la secularización no se cumplieron: la religión no ha quedado reducida al espacio de lo privado y, ni mucho menos, ha desalojado el espacio público6. Las formas en las que en la actualidad lo religioso se hace presente en este espacio son numerosas y dispares: van desde la simple celebración de rituales específicos, intraeclesiales (catequesis públicas u homilías, por parte del catolicismo, en las calles de cualquier ciudad), a la reivindicación política traducida e interpretada desde un lenguaje pretendidamente moral y religioso (manifestaciones provida o contra la aprobación de determinadas leyes). Se reproducen multitud de manifestaciones y se multiplican, a la vez, el número de instituciones religiosas, ampliándose así el mercado de lo religioso7.
Lo anterior ha favorecido que se ensanche el espacio de reflexión sobre las relaciones entre lo religioso y lo político, por un lado, y sobre los procesos de secularización, por otro. No es el objetivo de este artículo ocuparse exclusivamente de este problema teórico, pero es necesario apuntar algunas referencias. En la historia de la religión se asumía normalmente, desde que la disciplina comenzó a desarrollarse en el siglo xix, que lo religioso constituye una capacidad esencial al ser humano. Según aquella interpretación, lo religioso constituiría una experiencia común a todos los seres humanos, más allá de los condicionantes históricos o culturales8. Más recientemente, sin embargo, se ha señalado cierto anacronismo en la anterior perspectiva, en tanto no en todas las sociedades es posible encontrar una esfera nítidamente separada del resto a la que podamos atribuirle las características tradicionalmente asignadas al fenómeno religioso. Lo que se produce, más bien, es la proyección de una categoría específicamente moderna (religión) hacia el pasado:
“La religión tiene, de hecho, una historia: no es una categoría propia de las culturas antiguas. La idea de la religión como una esfera de la vida separada de la política, de la economía y de la ciencia es un desarrollo reciente en la historia europea, proyectada hacia afuera en el espacio y hacia atrás en el tiempo con el resultado de que la religión aparece ahora como parte natural y necesaria de nuestro mundo”9.
En definitiva, lo que los últimos trabajos relativos al tema ponen al descubierto es que ha sido precisamente la modernidad la que ha contribuido a definir lo religioso, y lo ha hecho a través de una especialización lograda mediante la diferenciación entre la esfera de la política y la religión. Así, y aunque pudiera parecer paradójico, ha sido la propia modernidad la que ha permitido, o ha puesto las condiciones para que así se diera, la aparición de un campo específicamente religioso10.
De la misma forma, la reflexión en torno al proceso de secularización ha puesto de relieve las limitaciones de las propuestas interpretativas clásicas. No es que la religión no haya retrocedido o desaparecido, es que, en ese ocupar lo público, la religión se ha convertido en un elemento imprescindible para comprender el mundo actual11. En este sentido, señala Talal Asad, aquella occidental manera de separar las esferas de lo político y lo religioso nunca dejó de ser algo artificial12. La religión excede necesariamente lo privado, ocupa lo público de una forma casi natural para ordenarlo. Y es que, como apunta Olivier Roy, la religión, más que retornar, porque nunca se fue, habría mutado. Las tradicionales formas religiosas, indica este autor, siguen en decadencia. Lo que vemos es una reconfiguración de lo religioso que viene favorecida, aunque parezca contradictorio, por un proceso de secularización que ha permitido que la religión se nos presente sin las excrecencias del Estado. Mutación y reformulación de lo religioso que, aprovechando precisamente esa separación institucional entre la Iglesia y el Estado, ha encontrado vía libre para exhibirse con libertad13.
El proceso, en realidad, viene de lejos y son diferentes las historiografías que en las últimas décadas así lo han constatado. Para el caso europeo, Christopher Clark ha advertido sobre el proceso de reconfiguración moderna en el nuevo catolicismo europeo de finales del siglo xix14. Este nuevo catolicismo se enfrentó al resto de ideologías dominantes y en desarrollo (liberalismo o socialismo), configurándose como un artefacto de modernidad al igual que los anteriores constructos ideológicos modernos15. Ese mismo proceso habría tenido lugar en contextos en los que la Iglesia católica habría dispuesto de una mayor capacidad de influencia, como en España y determinados países de América Latina16.
Con este artículo pretendo analizar la conformación en España de la Iglesia católica como un agente político en un periodo, el de los primeros años de la consolidación democrática española, en el que aquella reconfiguración eclesial ha sido muy poco estudiada17. Y lo haré analizando dos de los aspectos que han caracterizado la reconfiguración cultural y política de la Iglesia católica en la contemporaneidad: la movilización católica y su propuesta ideológica; dos aspectos que fueron escenificados de manera privilegiada en octubre y noviembre de 1982 con motivo de la llegada a España del papa Juan Pablo II. A los pocos días de la victoria electoral del psoe, la visita papal sirvió para ensayar una forma de ejercer presión política que fue aprovechada por una oposición en aquel momento desarticulada tras su contundente derrota en las urnas. La democracia en España estaba en vías de consolidarse, y la visita del Jefe del Estado Vaticano muestra cómo alrededor de la Iglesia católica se fue conformando un entramado político, cultural y mediático que perdura hasta el día de hoy. En lo que sigue, apuntaré algo en relación con los cambios que, con la llegada de Juan Pablo II al papado, tuvieron lugar en el Vaticano; en el segundo apartado del artículo, analizaré el viaje del papa a España, que inserto en el contexto social y político del momento; para, en la tercera sección, estudiar cómo se canalizaron las reivindicaciones católicas en las instituciones políticas españolas; en la cuarta parte, mostraré cómo, desde la perspectiva eclesiástica, lo religioso se confunde con lo político; para concluir, finalmente, que lo anterior, la capacidad de movilización religiosa y política ejemplificada en los viajes pontificios, se ha constituido en una forma específica de actuación de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo xx.
El papado de Wojtyla
El 16 de octubre de 1978, Karol Wojtyla, hasta aquel momento arzobispo de Cracovia, fue proclamado papa. Un papa no italiano, el primero desde el siglo xvi, lo que hacía prever que su papado no sería igual que el de sus predecesores. Y, efectivamente, no lo fue; de hecho, fue de clara oposición en determinados aspectos. El Concilio Vaticano II (1962-1965), su cierre y recepción, abrió en el mundo católico una crisis marcada por la interpretación y lectura del Concilio entre distintos sectores eclesiales18. Pero no solamente en lo relativo a la orientación teológica, pastoral y política fue distinto el gobierno del papa polaco, sino también, y sobre todo, en lo concerniente a su exposición pública: frente a la fría y gris imagen que tradicionalmente habían ofrecido los papas (a excepción, quizá, de Juan XXIII), a Juan Pablo II se le reconoció rápidamente un carisma especial que hacía de él un papa más cercano y popular.
Ese carisma encontró rápidamente en los viajes pontificios una ocasión ideal en la que hacerse efectivo. De hecho, si por algo se definió el papado de Juan Pablo II desde el comienzo fue por su actividad viajera: el 31 de octubre de 1982, momento en que llegó por primera vez a España, el papa había visitado, entre otros lugares, Polonia (con la carga política que implicaba un viaje a un país perteneciente a la órbita soviética), México, Francia, Estados Unidos, Portugal, Argentina y Kenia. Su primer viaje fuera de las fronteras italianas tuvo lugar el 1º de febrero de 1979, a la República Dominicana y México. Menos de cuatro meses habían bastado desde su nombramiento como papa (este había tenido lugar el 16 de octubre de 1978) para que Juan Pablo II se lanzara a recorrer el mundo. Juan Arias, corresponsal del periódico español El País, escribió en relación con aquel primer viaje:
“Recuerdo su primer viaje a México […] una de las veces en las que Juan Pablo II había desaparecido como tragado por una multitud desbordada que corría tras él con la cara desencajada por la emoción y la alegría y que lo aclamaba como a alguien llegado de otros mundos, la enviada especial del diario Il Manifesto, de Roma, Grazia Gaspari, no creyente, exclamó impresionada: ‘Desde luego, no tiene que ser demasiado difícil sentirse un dios ante un espectáculo semejante de adoración’. […] Hay que reconocer que esta especie de magnetismo que desprende el papa Wojtyla se advierte, aunque con distinta medida, en todos los lugares de la Tierra; […] Pero en todas partes, aun en los lugares donde ha podido ser contestado por algunas minorías más agresivas, Juan Pablo II ha despertado siempre fuertes emociones”19.
Los viajes papales cumplían dos objetivos: como jefe de Estado, el papa era recibido por los altos mandatarios de los países que visitaba; sus viajes, en este sentido, eran viajes oficiales, como los que podía realizar cualquier otro mandatario. Sin embargo, los viajes de Wojtyla cumplían además la función de movilizar a los creyentes católicos, de sacarlos a las calles, convirtiendo esas marchas en auténticas movilizaciones en las que se reivindicaba el lugar del catolicismo en el espacio público.
Esta fue una de las más destacadas características del impulso que con la llegada de Juan Pablo II a su gobierno se impuso la Iglesia católica: reivindicar nuevamente el carácter público de la fe, su potencial político, su capacidad de definir el debate público en lo concerniente a aquellos asuntos que desde la institución católica consideraban de su competencia. Había que reintegrar a Dios en el centro de lo social, exigiendo incluso una posición de privilegio; la religión era, desde las coordenadas culturales eclesiásticas, la garante de un orden moral que evitaría, precisamente, los peligros a los que el relativismo moral condenaba a la sociedad:
“El drama de la historia de la salvación desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado. Determinaciones de este tipo se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich”20.
En definitiva, si la modernidad había expulsado a la religión del espacio público, desde el Vaticano se impusieron la tarea contraria: reintegrar lo religioso en el debate público, cristianizar o catolizar la modernidad. Con las multitudinarias manifestaciones que sus viajes propiciaban, Wojtyla llamaba a reivindicar la unidad de acción de los cristianos, porque ese era su proyecto: volver a unir el resquebrajado tejido cristiano de la historia, sacralizar el mundo, y para cumplir esto era fundamental la movilización y concienciación de las masas católicas.
El papado de Juan Pablo II representa de forma privilegiada esa relación paradójica entre modernidad y catolicismo, que, en este caso, venía representada por el afán de modernizar las estrategias mediáticas de la Iglesia, por el empeño en modernizar incluso las técnicas de movilización política de los católicos, con el objetivo de instaurar un nuevo régimen de cristiandad. La celebración y posterior recepción del Concilio Vaticano II (1962-1965) se entendió en un primer momento como la definitiva adecuación de la Iglesia católica a la modernidad. Desde la institución católica se abandonó el tradicional tono condenatorio hacia esta y se asumió el diálogo y la aceptación de sus valores: libertad religiosa, autonomía de lo político, diálogo con el resto de credos religiosos… El papado de Juan XXIII (1958-1963), primero, y el de Pablo VI (1963-1978), después, se entendieron como continuadores del “espíritu” que el Concilio había introducido21.
A partir de 1978, no obstante, con la llegada al obispado de Roma de Karol Wojtyla tras el fugaz papado de Juan Pablo I, se produjo un cambio en la forma de comprender aquel Concilio. Para el papa polaco, los anteriores gobiernos habían sido demasiado condescendientes con ‘el mundo’, se habían dejado contaminar con doctrinas erróneas y perjudiciales. Desde la nueva perspectiva vaticana, había que “restaurar”22 el orden católico, mostrando en público el potencial ordenador del imaginario eclesial.
Evidentemente, este giro en la orientación teológica y política de la Iglesia católica durante el papado de Juan Pablo II y, en continuidad con este, el de Benedicto XVI, tuvo sus detractores dentro del mundo católico. Hans Küng, uno de los teólogos que dejaron su impronta en los textos conciliares, manifestaba que, con Wojtyla, la Iglesia es “un barco que se hunde”, “un desastre” o “una auténtica crisis de esperanza”23. Igualmente, en España fue conflictiva la transición al papado de Wojtyla y no sería hasta 1987, con la llegada a la presidencia de la cee de Ángel Suquía, cuando institucionalmente esta se adaptó a las nuevas orientaciones vaticanas. En aquel año de 1982, en la Iglesia española aún resistía el “taranconismo”24 a través de la presidencia de Gabino Díaz Merchán, más cercano junto a Tarancón a las lecturas conciliares de los papados de Juan XXIII y Pablo VI25. Y es que, como en cualquier otra institución política, en el seno de la Iglesia se reproducen disputas entre diferentes grupos con el objetivo de hegemonizarla.
En 1982, sin embargo, la curia vaticana dirigida por Wojtyla intentaba imponer su criterio y los viajes pontificios, junto con las multitudinarias marchas católicas que los acompañaban, sirvieron para extender y asentar su doctrina. España fue escenario en octubre y noviembre de 1982 de lo anterior.
La oportunidad política del viaje papal a España
“Porque no pueden los cristianos dejar a un lado su fe a la hora de colaborar en la construcción de la ciudad temporal. Han de hacer sentir su voz, coherente con los valores en los que creen y respetuosa con las convicciones ajenas. Basta pensar en la defensa y protección de la vida desde su concepción, en la estabilidad del matrimonio y de la familia, en la libertad de enseñanza y en el derecho a recibir instrucción religiosa en las escuelas, en la promoción de los valores que moralizan la vida pública, en la implantación de la justicia en las relaciones laborales”26.
Las anteriores palabras fueron pronunciadas por Juan Pablo II en España, ante la Asamblea Plenaria de la cee celebrada, precisamente, con motivo de su visita a este país. En ellas se encuentra resumida la tarea encomendada a los obispos españoles: promover la intervención de los católicos en los asuntos públicos, y hacerlo siempre en referencia a aquellos valores que los definían y que delineaban los ámbitos que tradicionalmente, desde la institución eclesial, se habían entendido como de su jurisdicción, los conocidos en España como ‘asuntos mixtos’: la enseñanza, la familia y, en este caso, la defensa de la vida desde su concepción, o, lo que es lo mismo, la oposición al aborto.
La visita e inauguración de la nueva sede de la cee formaba parte de las primeras paradas del viaje de Wojtyla; un viaje que, desde el 31 de octubre y hasta el 9 de noviembre de 1982, llevó al papa a visitar varias ciudades españolas: Madrid, Ávila, Salamanca, Santiago de Compostela, Toledo, Segovia, Sevilla, Granada, Zaragoza y Barcelona, entre otras.
Era la primera vez que un papa viajaba a España, y no sería la última27. Los viajes ofrecían la posibilidad de escenificar la vitalidad del catolicismo. Las masas que lo recibían en las ciudades a las que acudía, periodistas de todo el mundo que dejaban constancia de las reacciones del pueblo ante su presencia, discursos en el espacio público, homilías leídas en estadios de fútbol, como las llevadas a cabo en el Santiago Bernabéu de Madrid o en el Camp Nou de Barcelona, al estilo de cualquier grupo musical que estuviera de moda, la televisión pública retransmitiendo durante los días de su viaje prácticamente cualquiera de sus movimientos… Y es que, si Wojtyla era tradicionalista y conservador en lo doctrinal y en lo moral, no lo era en cuanto al uso de las estrategias mediáticas que la modernidad había puesto a su alcance28.
De los cinco viajes realizados a España durante su papado, el efectuado en noviembre de 1982 fue sin duda el más importante. Y no solo porque fuera el de más larga duración. El viaje de 1982 significó la escenificación por primera vez en España de una nueva forma de ejercer el papado. No obstante, si por algo hay que destacar el viaje de Juan Pablo II a España en 1982 es por el momento político que encontraba para hacerlo: el 28 de octubre de aquel año, tres días antes de su llegada a España, el psoe había ganado las elecciones generales. Por primera vez, y desde que lo hiciera durante la Segunda República, un partido nominalmente de izquierdas gobernaría en España, y lo haría, además, tras haber obtenido una aplastante mayoría absoluta.
En aquel contexto, evitar que el viaje papal tuviera connotaciones políticas era complicado en tanto, más allá de la evidente carga política que cualquier viaje del papa tenía (por más que el lenguaje usado en sus declaraciones estuviera tamizado por el lenguaje religioso y moral), en este caso la coyuntura política nacional lo potenciaba. Si, además, el partido político que más votos había recibido en las recientes elecciones había sido uno que transgredía claramente en su programa electoral aquellos puntos con los que la jerarquía eclesiástica orientaba a los votantes católicos, la situación podía volverse conflictiva. Unas semanas antes de las elecciones generales, la cee emitió una nota con la que pretendía guiar el voto de los creyentes católicos:
“Por tanto, la emisión del voto es un acto moral que presupone la formación de la conciencia cristiana sobre los puntos fundamentales de la vida personal y colectiva: -los derechos humanos, comenzando por el de la vida incluso para los no nacidos […] protección eficaz del matrimonio y de la familia […] el acceso a la educación y a la cultura en libertad e igualdad de oportunidades, respetando el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que reciban sus hijos. […] Por su parte, un elector cristiano no puede prescindir de la iluminación de la fe, de las enseñanzas de la Iglesia ni de los imperativos morales que de ellas dimanan”29.
Como en el discurso de Wojtyla, la familia (una determinada manera de entenderla), el aborto y la educación constituían el núcleo discursivo de los representantes eclesiásticos en España. Desde la jerarquía eclesiástica, sin embargo, se hicieron esfuerzos para desligar el viaje de Wojtyla de cualquier interpretación política. Programado en un primer momento para el 15 de octubre, el viaje se había retrasado precisamente para evitar que coincidiera con la campaña electoral. Aun así, el sacerdote José Luis Martín Descalzo, desde las páginas del abc (periódico en torno al cual se aglutinaría en un primer momento la oposición política al psoe30), se vio obligado a puntualizar las razones del viaje del papa: “Pero el gran tema fue el de la concordia. El Rey y el Papa, como de acuerdo, se esforzaron en espantar fantasmas. Ahora está bien claro que este viaje nada tiene que ver con la política. Que es una visita que no va contra nadie, sino a favor de todos, que no separa nada, sino que unirá mucho”31.
Desde la institución católica se empeñaban en evitar una lectura política de la visita del papa. Y, no obstante, en el viaje de Juan Pablo II, las masas de católicos en la calle podrían perfectamente ser instrumentalizadas políticamente contra un psoe que había obtenido más de diez millones de votos en las últimas elecciones, rozando la mitad del censo electoral; los católicos en la calle aclamando al papa podrían servir de advertencia a un psoe eufórico por el triunfo obtenido pocos días atrás; el potencial movilizador eclesial podía muy bien convertirse en un contrapunto a la victoria socialista. En adelante, desde el psoe debían tener en cuenta que no estaban solos, y no tardaron en hacérselo ver.
El primer día del viaje a España de Wojtyla, y posiblemente animado por el éxito de este, el que había sido embajador de España en Estados Unidos (1962-1964), embajador de España ante la Santa Sede (1964-1972) y ministro de Justicia (1975-1976), Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, hizo distribuir una nota a los medios en la que podía leerse: “El Papa llega a una España que está ya gobernada moralmente y quizá pronto lo estará materialmente por los socialistas”, y añadía, advirtiendo a los socialistas de que tendrían que sacar algunas conclusiones:
“[…] esto quiere decir que la política socialista en España tiene que contar con el alma española, aunque en una España secularizada y laica, está empapada en gran medida por el espíritu cristiano […] [la Iglesia española] es algo con lo que hay que contar y con la que hay que convivir en paz y en colaboración en la promoción de los derechos humanos y en defensa de la libertad y de la dignidad del hombre”32.
No era esta, sin embargo, la primera vez que la Iglesia o las asociaciones ‘inspiradas’ por ella pretendían hacer oposición política. Un año antes, y con motivo de la aprobación de la Ley del Divorcio, en julio de 1981, la Iglesia se había alzado como uno de los más visibles opositores a la aprobación de esa ley33. A la altura de 1982 se habían hecho habituales las críticas lanzadas desde determinados sectores vinculados al catolicismo hacia las políticas que se pretendían desarrollar desde el Estado. Es el caso, por ejemplo, de la oposición de la Confederación Española de Centros de Enseñanza (cece), dirigida por el sacerdote Ángel Martínez Fuertes, frente al modelo de escuela propuesto por los socialistas34. Estos, durante la campaña electoral a las elecciones generales unas semanas atrás, se habían comprometido a no acabar con las subvenciones a la escuela privada. De la misma forma, habían mantenido su propuesta sobre el aborto en un segundo plano, en un intento de suavizar las tensas relaciones con la Iglesia católica35. Las presiones ejercidas desde los distintos ámbitos del catolicismo daban resultado36.
No obstante, en esta ocasión, en 1982 y durante el viaje papal, la Iglesia actuó de forma diferente. Su posición no se redujo en este caso a unas cuantas notas pastorales más o menos contundentes contra el gobierno de turno o contra un proyecto de ley determinado. En esta ocasión, quien sirvió para hacer visible a la Iglesia en el espacio público fue el propio papa y, acompañando a este, el pueblo de Dios, el laicado católico, el cuerpo de los fieles que siguiendo al papa potenciaba su voz. Una muestra del músculo movilizador católico.
De las calles al Congreso
El viaje papal sirvió para lanzar el programa doctrinal e ideológico de la Iglesia católica, más allá de que determinados partidos políticos, al estilo en el que lo había hecho Antonio Garrigues Díaz-Cañabete, quisieran apropiarse del éxito eclesial y rentabilizarlo en su oposición al gobierno. Un programa ideológico, el de la Iglesia católica, que se enfrentaba al que el psoe pretendía aplicar desde el gobierno.
No tardó en hacerse evidente lo anterior. El 2 de noviembre, tercer día de su viaje a España, en Madrid, en pleno Paseo de la Castellana, Juan Pablo II ofició una misa dirigida a las familias cristianas. En esa misa, y tras proclamar la indisolubilidad del matrimonio, en clara oposición al divorcio recientemente regulado37, el papa afirmó lo siguiente:
“Pero hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad”38.
El mensaje reproducía el que se había convertido en núcleo discursivo de la oposición eclesial al gobierno socialista. Legalizando el aborto, en cualquiera de sus formas, se atacaba la dignidad del hombre, se transgredía el orden moral y se minaba el fundamento de la sociedad. Esas palabras, aun dirigidas a sus fieles, fueron pronunciadas en el espacio público, en plena calle, al modo en que unas semanas atrás podrían haber sido pronunciadas en cualquier mitin político. En este caso, sin embargo, habían sido pronunciadas en una ‘misa’. La “defensa de la vida”, tal como la había planteado Juan Pablo II en el Paseo de la Castellana, se convirtió unos meses después en el núcleo del debate en torno a la reforma del Código Penal que propuso el psoe para despenalizar el aborto en determinados supuestos.
La voz del papa resonó en el Paseo de la Castellana y el mismo argumentario pudo escucharse meses después, traducido por los diputados de la oposición, en el Congreso de los Diputados. En el debate sobre la ley que regularía el derecho al aborto, el representante de Alianza Popular, José María Ruiz Gallardón, en la defensa de la enmienda presentada por su grupo a la propuesta del psoe, hizo suyos los argumentos eclesiásticos, expresándose así:
“[…] para nosotros sí existe esa unanimidad Científica: lo que allí hay, en el seno de la madre, es vida y es vida humana. También se ha dicho desde esta tribuna que aunque lo que hubiera todavía no fuera vida en el sentido de otorgar a esa vida el concepto de personalidad, eso que tiene una spes, una esperanza, de transformarse en un ser humano digno, responsable, ciudadano del futuro, debe de ser protegido y, si no se protege, se infringe la Constitución. (Rumores)”39.
El recurso al programa ideológico católico no se quedó ahí. Divorcio y aborto constituían dos de los ejes temáticos que patrimonializó discursivamente la Iglesia católica. Lo venía haciendo desde bastante tiempo atrás y lo seguiría haciendo en adelante. Faltaba, no obstante, la referencia a la educación católica, una falta que fue salvada en la misma homilía:
“Pero vuestro servicio a la vida no se limita a su transmisión física. Vosotros sois los primeros educadores de vuestros hijos.
[…] La autoridad pública tiene en este campo un papel subsidiario y no abdica sus derechos cuando se considera al servicio de los padres […] Por esto vuestra Constitución establece que ‘los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que está en conformidad con sus propias convicciones’”40.
Lo anterior era toda una propuesta sobre el modelo educativo dirigida no tanto a los asistentes a aquella misa, sino a quienes se encargarían a partir de aquel momento de diseñar el sistema educativo español. El Estado, para la Iglesia católica, debía cumplir un papel subsidiario en materia educativa, esto es, debería limitarse a financiar las escuelas católicas, sin intervenir en la organización y dirección de estas escuelas. De nuevo, la Iglesia reproducía de esta forma un ideario que los partidos opositores al psoe aprovecharon en el futuro. Así ocurrió, de hecho, con motivo de la aprobación de la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación, el 15 de marzo de 1984, y en cuyo debate en el Congreso de los Diputados, el grupo de Alianza Popular, por boca del diputado Óscar Alzaga, anunció un recurso de inconstitucionalidad a esta precisamente porque, a su entender, la ley atentaba contra la libre elección de la dirección de los centros privados concertados, pertenecientes estos a la Iglesia católica casi en su totalidad41.
Los medios de comunicación se hicieron eco al día siguiente del mensaje ‘pastoral’ de Wojtyla. Desde las páginas de El País, periódico muy cercano al nuevo gobierno, y en su editorial, comentaron la homilía del papa en un intento de evitar la polémica. El papa no había hecho más que exponer su opinión, una opinión, argumentaban, como cualquier otra:
“Por lo demás, sería ridículo por nuestra parte entrar ahora en polémicas con los criterios del Papa sobre las cuestiones del derecho de familia, organización de la enseñanza y libertad sexual, criterios que es sabido no compartimos y que sitúan el pensamiento del Pontífice notablemente lejos de las opciones que han votado casi diez millones de españoles otorgando su sufragio al psoe. La interpretación de los textos constitucionales que el Papa hizo anoche en las materias de aborto y escuela, pudiendo ser correcta, no deja de ser una opinión que para nada ha de influir en la aplicación de un programa tan abrumadoramente avalado por el sufragio público”42.
Desde el abc, sin embargo, el programa ideológico expuesto por Wojtyla fue llevado directamente a la portada. El titular, sobre una fotografía de las masivas marchas que recibían al papa, pretendía dar legitimidad al discurso eclesiástico: “Dos millones de personas aclaman al Papa. La mayor concentración humana que se recuerda en Madrid”. En la parte izquierda de la portada se enumeraban lo que llamaban “Las diez verdades del Papa”; ‘diez verdades’ que, al estilo de unos nuevos mandamientos, se convertirían en un arsenal discursivo en manos de la oposición política: aborto, educación y familia; o, lo que es lo mismo: oposición política a las leyes socialistas reguladoras del aborto, la defensa de los centros educativos de propiedad eclesial frente a la extensión del sistema educativo público y el rechazo a la legalización del divorcio43.
Estos tres elementos (familia, aborto y educación) constituyeron en los años siguientes tres ejes a partir de los cuales se fue definiendo una dura oposición al psoe. En aquellos meses finales de 1982, la apabullante victoria de estos en las elecciones generales había dejado una oposición desarticulada. A la descomposición de la Unión de Centro Democrático44, partido que había ocupado el gobierno desde las primeras elecciones libres hasta la victoria del psoe, se unía la incapacidad de Manuel Fraga de hacer de Alianza Popular el partido aglutinador de toda la derecha nacional. En aquel contexto, el viaje de Wojtyla venía a ofrecer una especie de ‘reserva’ opositora frente al psoe que, con los años, sería capitalizada, con el consentimiento más o menos tácito de la jerarquía católica, por la oposición política.
¿Religión o política?
Que las referencias de Wojtyla a asuntos que definían la agenda política del momento en España fueran entendidas como posicionamientos referidos meramente a la pastoral católica, a cuestiones de fe, se comprende únicamente si aceptamos como válida la noción teológica que animaba el actuar del propio Wojtyla. Porque es verdad que, desde las coordenadas de sus parámetros culturales, las declaraciones de Wojtyla sobre el aborto, el divorcio o la educación no transgredían el campo de lo meramente religioso. Juan Pablo II no fue a España a hacer política, tal como podría entenderse desde la perspectiva de aquellos que, pocos días antes, se habían sometido al escrutinio de las urnas. Efectivamente, Wojtyla no hacía política ‘partidista’.
No obstante, si no aceptamos como propias las categorías que ordenaban la visión del mundo de Wojtyla, tenemos que concluir que, efectivamente, el viaje del papa a España fue un viaje político y no meramente religioso o pastoral. Y no solo porque, como representante de un Estado soberano como el Vaticano, Juan Pablo II se reuniera con sus homólogos españoles, reuniones en las que podrían tratarse asuntos oficiales, como se podría hacer con otro representante de cualquier otro Estado; cuando en el Paseo de la Castellana, en Madrid, se dirigía a los fieles católicos, cuando en Salamanca lo hacía a los teólogos de la Universidad Pontificia, cuando en Ávila o en Alba de Tormes clausuraba los actos en homenaje a santa Teresa de Jesús, o cuando en el Santiago Bernabéu se dirigía a los jóvenes católicos, Wojtyla estaba también haciendo política. El objetivo de su papado, su misión, no era otra que ‘resacralizar’ el mundo, introducir de nuevo lo religioso en el centro de la historia. En este sentido, no es que Juan Pablo II hubiera ido a España como pastor y no como político, ocurría, más bien, que a su noción de pastoral católica le era inherente lo político.
Las apelaciones constantes a los fieles católicos a actuar sin miedo y haciendo visibles los símbolos de su fe iban en esa dirección. La religión podía constituirse en un proyecto político porque la religión no era ajena a aquellas tareas que la modernidad, esa modernidad a la que con tanto ahínco se enfrentaba, había emancipado de lo religioso. En este sentido, el viaje de Wojtyla a España fue paradigmático: había delineado asuntos concretos en los que el católico debía hacer valer su fe (familia, aborto, educación) y había señalado a quiénes correspondía con preeminencia ejercer esa labor. La Misa para los laicos celebrada en Toledo el 4 de noviembre ejemplifica lo anterior. En ella, Juan Pablo II, apeló a los laicos a actuar en el mundo:
“El Concilio Vaticano II subrayó justamente que la tarea primordial de los seglares católicos es la de impregnar y transformar todo el tejido de la convivencia humana con los valores del Evangelio (véase Lumen gentium, 36), con el anuncio de una antropología cristiana que de estos valores deriva. […] Veo también abierto al laico católico el campo de la política, en el que con frecuencia se toman las decisiones más delicadas que afectan a los problemas de la vida, de la educación, de la economía”45.
Oficializaba así el propio papa lo que fue una característica también preeminente de su gobierno: la apelación a los laicos a hacer política. Era labor de los laicos “impregnar” con su fe cualquier ámbito social en el que se desenvolvieran. Hacía extensiva de esta forma Wojtyla aquella noción de pueblo de Dios que el Concilio Vaticano II había puesto en circulación46, otorgando al laico católico la labor de evangelizar, de recatolizar, en este caso, España.
Evidentemente, para ejecutar esa función también existían preferencias y Wojtyla ya había mostrado las suyas, por ejemplo, para los miembros del Opus Dei. Su viaje a España así mismo sirvió para mostrar el acercamiento del papa polaco a los grupos de laicos que en su actuar político dejaban muestras claras de no estar señalados con la marca del marxismo. Por el contrario, aquellos grupos que se habían caracterizado por ofrecer una visión del catolicismo partiendo de referencias que pudieran emparentarlos con los restos de la teología de la liberación fueron marginados y no pudieron comunicarse con él47. Se daba luz verde de esta forma a la proliferación de grupos de laicos católicos que, en los años siguientes, se encargarían de trasladar a todos los ámbitos de la sociedad el programa político católico48.
El papa cerró su viaje a España el 9 de noviembre en Santiago de Compostela. La imagen del evangelizador apóstol Santiago se prestaba a la perfección para ejemplificar la tarea que Juan Pablo II se había impuesto: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”49.
El proyecto recristianizador no se aplicaba solamente a España. Ya en su primer viaje a Polonia, a las pocas semanas de acceder al papado, se había evidenciado su empeño por resituar las coordenadas geopolíticas de la Iglesia católica50. Igualmente, guiaría este objetivo la multitud de viajes que emprendió en el futuro. La llamada se dirigía, en este caso, a los dirigentes europeos. Europa debía encontrar en el catolicismo el nexo que fundamentara verdaderamente la unión de sus distintos pueblos.
Conclusiones
Se cerró así una visita que había durado nueve días y durante la cual Wojtyla pudo estar en las principales ciudades del país, pronunció 18 homilías, leyó 27 discursos, se entrevistó con las más altas autoridades del Estado español, con profesores universitarios, teólogos, con la jerarquía católica del país, llenó calles y estadios de fútbol, ocupó las portadas de los principales periódicos, la televisión pública (la única existente en España en aquel momento) cubrió su viaje a diario…51. El primer viaje de un papa a España había servido para escenificar lo que a partir de aquel momento se repetiría en multitud de ocasiones: los católicos abandonaban los templos, salían de las iglesias y tomaban las calles. Al final de su viaje, la televisión pública ofreció los datos de audiencia según los cuales alrededor de 20 millones de españoles habían seguido diariamente el viaje por televisión52. La movilización en las calles de los creyentes, el uso de los medios de comunicación y la presencia del ideario católico en las instituciones representativas del Estado, gracias a la asunción de este por parte de determinados grupos políticos, ha sido, desde aquel momento, una constante en la vida política del país.
En España, en aquel año 1982, el régimen democrático contaba con apenas cuatro años de existencia. En diciembre de 1978 se había aprobado la Constitución que ordenó en adelante la vida institucional y política del país. Quedaban atrás los años del régimen franquista, un régimen en el que la Iglesia católica había tenido un papel legitimador fundamental, y del que se había ido separando paulatinamente al final de este. En 1982, por tanto, y con el triunfo del psoe en las elecciones generales, comenzaba uno de los momentos clave en la consolidación de la democracia en España. De la misma forma, la visita de Juan Pablo II al país vino a ensayar la que sería una forma de ejercer presión política por parte de la Iglesia católica que perdura en la actualidad.
La lógica del viaje de Juan Pablo II a España era la misma allá donde viajaba: se reproducía la movilización católica y esta se traducía en la mayoría de los casos en el avance en la imposición del discurso religioso y político que el grupo eclesial de Karol Wojtyla representaba. Aquel viaje a España venía a ejemplificar, en este sentido, y en relación con el catolicismo, lo que Gilles Kepel llamó “la revancha de Dios”: la actualización o la reconfiguración del elemento religioso como un elemento con una potente virtualidad política53. La tarea evangelizadora emprendida por la Iglesia católica desde el Vaticano, una tarea que, aun siendo previa a la llegada de Karol Wojtyla al papado, con él se acentuó, es un buen ejemplo de lo anterior. La modernidad y su traducción ilustrada no solo no habían apartado lo religioso de la esfera pública, sino que, al contrario, habían suministrado a la institución católica los instrumentos para hacer llegar más lejos y con más fuerza su mensaje: movilización social, utilización de los medios de comunicación de masas, asociacionismo católico y centralización y jerarquización burocrática, lo que facilitaba la imposición desde Roma de la doctrina vaticana. Con Juan Pablo II en el papado la Iglesia católica daba así un nuevo impulso a un proceso de adecuación a las condiciones que las sociedades seculares habían venido imponiendo con fuerza desde el siglo xix54. En definitiva: la Iglesia católica ha sabido implementar los medios que la modernidad (esa modernidad que, sin embargo, desde diferentes espacios del catolicismo, combatían -y combaten- con su discurso) ha puesto a su alcance para constituirse en nuestros días en un agente político transnacional de gran importancia.