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Prolegómenos

Print version ISSN 0121-182X

Prolegómenos vol.20 no.39 Bogotá Jan./June 2017

https://doi.org/10.18359/prole.2722 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN
DOI: http://dx.doi.org/10.18359/prole.2722

ANÁLISIS DE LAS FALACIAS EN TORNO A LA TEORÍA DE LA SOBERANÍA NACIONAL (O POPULAR)*

ANALYSIS OF THE FALLACIES AROUND THE THEORY OF THE NATIONAL (OR POPULAR) SOVEREIGNTY

ANÁLISE DAS FALÁCIAS AO REDOR DA TEORIA DA SOBERANIA NACIONAL

Luis-Tomás Zapater Espí**

* El presente artículo es el resultado de la investigación realizada por el autor sobre la teoría del estado dentro de la asignatura de introducción a la ciencia política que impartió en la Universidad Politécnica de Valencia entre los años 2008 y 2014, y la de teoría del Estado que ha impartido en la Universidad Autónoma de Baja California (Tijuana, México), entre el 2015 y 2016.
** Doctor en Derecho Constitucional y Ciencia Política por la Universidad de Valencia (Valencia, España) y MBA in European Management por la London South Bank University (Londres, Inglaterra). Actualmente es profesor de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Baja California (Tijuana, México). Correo electrónico: luis.zapater@uabc.edu.mx.

Forma de citación: Zapater, L. (2017). Análisis de las falacias en torno a la teoría de la soberanía nacional (o popular). Revista Prolegómenos Derechos y Valores, 20, 39, 39-54. DOI: http://dx.doi.org/10.18359/prole.2722


Fecha de recepción: 26 de febrero de 2016
Fecha de evaluación: 17 de agosto de 2016
Fecha de aprobación: 24 de noviembre de 2016

Resumen

El presente artículo trata de aportar una crítica lógica a la teoría de la soberanía nacional (o popular). Mediante los métodos histórico y filosófico se analizan las falacias, cuestionando una teoría política nacida de la Revolución francesa y que aceptan sin reparo políticos, profesionales de los medios de comunicación y académicos, y que ha sido admitida por las Constituciones del mundo occidental como una de las bases principales del sistema político.

Palabras clave:

Soberanía, Estado, nacional, popular, falacia.


Summary

This article tries to provide a logical critique to the theory of the national (or popular) sovereignty. The fallacies are analyzed through the historical and philosophical methods, questioning a political theory arisen from the French Revolution and that is accepted without any objections by politicians, professionals of the media and scholars, and that has been admitted by the Constitutions of the western world as one of the main bases of the political system.

Keywords:

Sovereignty, State, national, popular, fallacy.


Resumo

O presente artigo tenta oferecer uma crítica lógica à teoria da soberania nacional (ou popular). Mediante os métodos histórico e filosófico são analisadas as falácias, questionando uma teoria política nascida da Revolução Francesa e que é aceita sem restrições por políticos, profissionais dos meios de comunicação e acadêmicos, e que foi admitida pelas Constituições do mundo ocidental como uma das bases principais do sistema político.

Palavras-chave:

Soberania, Estado, nacional, popular, falácia.


Introducción

La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno (Constitución Política mexicana de 1917).

"La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado" (Constitución Política española de 1978).

"La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece" (Constitución Política colombiana de 1991).

Tanto en la praxis política de los Estados occidentales como en el ejercicio de la libertad de expresión, bien sea de los medios de comunicación o bien de los ciudadanos en su forma coloquial de comunicarse, se asume sin discusión, como dogma político e institucional incuestionable la realidad del principio de soberanía nacional o popular, una de las columnas de sustentación del edificio de la parte dogmática de las Constituciones del Estado constitucional liberal.

Sin embargo, el autor de este artículo realizó aquí un examen pormenorizado de dicho principio con el fin de llegar a unas conclusiones sobre su realidad efectiva en la vida política de los Estados que han aceptado los principios constitucionales del liberalismo, esto para determinar si es verdadero el principio de soberanía popular y su proyección real y efectiva en nuestra sociedad.

La metodología que se empleó se basa en el estudio desde un punto de vista histórico de los principios liberales de soberanía nacional y de soberanía popular, exponiendo a la luz de la historia si tales principios realmente son operativos y efectivos en la praxis de los Estados democráticos contemporáneos. Se usa así mismo el método filosófico de la argumentación frente a las falacias más comunes relacionadas con tales principios, con el propósito de exponer la falta de coherencia y veracidad de las mismas.

Por último, se expone una serie de conclusiones relativas a la teoría de la soberanía proponiendo un nuevo modelo de legitimación del Estado de derecho que no esté basado en la teoría de la soberanía popular; y se plantea al lector la necesidad de una alternativa al sistema político vigente en el mundo occidental que se apoye en una verdadera democracia.

A. La gestación de la teoría de la soberanía popular (o nacional)

Para analizar la proyección real del principio en los llamados Estados de derecho es preciso partir de la evolución histórica que lleva a la enunciación de dicho principio como arma revolucionaria por el filósofo de la Ilustración Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y posteriormente a su proclamación legal, en un primer momento de manera limitada y entendida como soberanía nacional (Constitución Política francesa de 1791), y después de forma plena a partir de la toma del poder por la facción revolucionaria jacobina, con la Constitución de 1793, que establecía que "la soberanía reside en el Pueblo".

Cuatro siglos antes de la Revolución francesa, con la aparición de los primeros Estados modernos (España y Francia a fines del siglo XV), las monarquías autoritarias vieron reforzado y aumentado su poder con la eclosión de una nueva criatura política que nace con la modernidad que denomina Nicolás Maquiavelo "El Estado".

La justificación o legitimación del Estado moderno que surge con la consolidación de las monarquías autoritarias se basaba en la idea del origen divino del poder del monarca, que no solo era considerado titular del Estado, sino que fue confundido con el mismo en el momento histórico (siglo XVII) en el que los monarcas centralizan todo el poder estatal en sus manos, tras vencer las últimas resistencias nobiliarias y de los representantes burgueses de las ciudades, quienes defendían la autonomía municipal. Así, Luis XIV de Francia, paradigma de monarca absoluto, llegó a decir L'Etat c'est Moi (el Estado soy yo).

Los primeros teóricos del Estado moderno (como Thomas Hobbes) identificaron al mismo con el monarca, justificando su tendencia hacia el poder total y absoluto, y a partir de su obra filosófica se creó la teoría objetiva de la naturaleza del Estado que identificaba a este con el titular de su jefatura (el Estado es el rey).

Sin embargo, la historia demostraría la falacia de dicha teoría desde el momento en que la Revolución francesa (por obra de Robespierre) ejecutaba al rey Luis XVI sin que el hecho de la decapitación del monarca supusiera la desaparición del Estado francés, pues este continuó subsistiendo -más dirigido por los revolucionarios-, sustituyendo una administración cada vez más dependiente de las riendas del monarca por otra fuertemente centralizada y dependiente de la Asamblea Nacional.

El problema que plantearon los revolucionarios en su proceso de construcción de la República fue el de la legitimidad de su proyecto revolucionario de cara a recibir el sometimiento, apoyo y fidelidad de la población francesa. Entre el momento en el que se produce el "juramento del juego de la pelota" que supone la rebelión del Tercer Estado frente a los otros dos y frente al rey al rechazar las "reglas de juego político" establecidas en el Antiguo Régimen, y el preciso instante en el que rodaba por el suelo de París la cabeza de Luis XVI recién seccionada, se produjo lo que denomino un "vacío de legitimidad" del nuevo Estado revolucionario al haber "roto la baraja" del juego político establecido, es decir, al haber rechazado y destruido por la fuerza el orden jurídico entonces existente.

Era necesaria pues, una teoría política que justificara la toma del poder sangrienta ante la población francesa y ante las demás naciones del mundo, y de ahí el surgimiento de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, cuya andadura ya comenzó en cierta contradicción tanto formal como material por el hecho de que una asamblea nacional de un Estado se autoerige en portavoz del resto de una humanidad que aún no comparte sus valores, a la vez que aparecen los derechos humanos escritos sobre la piel de los nobles decapitados.

B. La teoría de la soberanía nacional (o popular) en la teoría del Estado

Una de las manifestaciones científicas de la teoría del Estado es la relativa al análisis de la naturaleza jurídica del mismo. Existen varias tipologías de teorías sobre la naturaleza del Estado, que mayoritariamente la doctrina política divide en tres grupos: objetivas, subjetivas e integrales. Las teorías objetivas identifican al Estado con uno o varios de sus elementos constitutivos, en general con el pueblo o nación, o con el poder político que lo dirige.

Las teorías subjetivas entienden que el Estado es, o bien una persona moral, o bien un ente suprapersonal (manifestación del espíritu absoluto, diría Hegel) (Ávalos, s. f.) o bien lo unifican con el derecho (Kelsen) (Porrúa, 2014). Por último, para las teorías integrales el Estado es un fenómeno complejo que no puede ser entendido solo a partir de teorías objetivas o subjetivas, por lo que definen al Estado como ser causal (Santo Tomás) (Porrúa, 2014) o bien un ser cultural (Treves, s. f.).

En el presente artículo el análisis se concentra en una teoría objetiva, la de la soberanía nacional o popular. La objetividad de dicha teoría, según la teoría general del Estado, descansa en el hecho de que el pueblo o nación de un Estado es una realidad física, cuantificable y perceptible por los sentidos. El conjunto de los ciudadanos de un país, denominado pueblo o nación según la teoría del Estado, es una masa humana cuyo número de componentes puede constatarse a partir del censo de un país, pero el hecho de que la teoría de la soberanía nacional repose en un elemento objetivo no significa que sea por sí exacta, pues existen -como se verá a continuación- otros elementos constitutivos del Estado de carácter objetivo además de su población.

C. Argumentos críticos contra la teoría de la soberanía nacional (o popular)

La teoría de la soberanía nacional identifica al Estado con el pueblo o nación, que es uno de los elementos constitutivos del mismo. Desde el punto de vista de la estricta teoría jurídica del Estado esta tesis es incompleta y falaz porque:

  1. Omite que también forma parte del Estado el poder político y el territorio (no solo el pueblo o nación). En efecto, tanto el poder político como el territorio son elementos constitutivos del Estado.
  2. No especifica qué es el pueblo o nación. El pueblo, la nación, no es un concepto jurídicamente operativo, sino discutido desde la historia o la política. Hay varias teorías que no se ponen de acuerdo para determinar qué condiciones necesita un grupo humano para ser considerado una nación. Para la teoría liberal (Rousseau), el pueblo es "voluntad general soberana" (Rousseau, 2000), para la teoría romántica alemana (Fichte, 1988), es un espíritu o genio particular y nacional encarnado en un colectivo determinado de la humanidad que evoluciona por obra y gracia del espíritu absoluto, superior a todos los espíritus nacionales que dirige la historia (tesis de Hegel).
    Para la teoría racista (Hitler, 1995), el pueblo o nación es la raza determinada en el proceso de selección de las especies, en tanto que para la teoría de la nación religiosa -propia del sionismo nacionalista (Herzl, 2004)-, el pueblo es el conjunto de personas con un mismo origen e identidad religiosa con continuidad histórica en un cierto lugar de la tierra elegida. Para Renan (2007) la nación es "plebiscito cotidiano", y para Bauer es "unidad de destino en unidad de carácter" (Pannekoek, 1912). Por eso al derecho no le interesa ni puede regular al pueblo o nación, solo puede legislar sobre el Estado en su conjunto.
  3. Omite el elemento teleológico, el fin del Estado que también es uno de sus elementos constitutivos, pues no es pensable un Estado sin una finalidad política a la que se dirija su Constitución.
  4. Omite que la soberanía real está en el poder político que controla al Estado, no en el pueblo: como se refirió en la introducción histórica de este artículo y afirma el catedrático de Derecho Constitucional García Trevijano (2010), el origen de la teoría de la soberanía popular está en la legitimación que los revolucionarios franceses hicieron de su nuevo régimen tras cortarle la cabeza al rey Luis XVI de Francia. Con la ejecución del rey habían acabado con el orden jurídico anterior y carecían de legitimidad para gobernar, pues en aquellos tiempos el soberano tenía el mando supremo estando legitimado por la teoría del origen divino del poder que decía que el derecho a gobernar viene de Dios y se deposita en el Rey.

Dicho autor sostiene que la soberanía popular es una ficción útil, necesaria, conveniente en el actual Estado de partidos, y concluye diciendo que: "Sin conocer a fondo la Revolución Francesa no es posible comprender la naturaleza de los actuales Estados de partidos, ni la de su vinculación genética con el capital financiero o especulativo" (García, 2010).

Como los revolucionarios habían destruido por la fuerza el ordenamiento vigente precisaban legitimarse de cara al pueblo al que habían arrastrado contra su propio rey, y por ello primero afirmaron que su legitimidad se basaba en la teoría de la soberanía nacional: el pueblo, la nación en armas, había otorgado el poder a unos representantes, los revolucionarios liberales, que habían conquistado el Estado y derrocado al rey.

Pero esto supuso marginar a la inmensa mayoría de la población de la toma de decisiones políticas, pues en virtud de la teoría de la soberanía nacional solo una proporción de los ciudadanos (entre el 2 % y el 10 % a lo sumo, en la generalidad de los Estados constitucionales) podían votar y ser elegidos, porque los liberales burgueses se autoerigieron en representantes de los demás ciudadanos, con el argumento de que a todos los representaban.

En efecto, según el pensamiento liberal clásico el pueblo o nación no comprendía la totalidad de la ciudadanía, sino solo el conjunto de ciudadanos sujetos a la misma legislatura según Sieyés con derecho al voto y a ser elegidos, y solo los franceses con un determinado nivel de renta podían ser electores y elegidos.

Pero como el pueblo -al que se había manipulado o arrastrado a la revolución- vio que no era el directamente beneficiario de la misma, porque se le excluía de la toma de decisiones políticas en virtud de la teoría de la soberanía nacional, hubo una serie de revueltas democráticas a lo largo del siglo XIX pidiendo la generalización del derecho al voto. Fue entonces cuando se pasó de justificar o legitimar al poder del Estado constitucional liberal en la teoría de la soberanía nacional a la legitimación del mismo a partir de la teoría de la soberanía popular de Jean Jacques Rousseau, que afirma que la ley es "expresión de la voluntad general", y que fue puesta en práctica por los revolucionarios jacobinos desde 1793, cuando optaron por la generalización del derecho de sufragio.

Pero el problema que plantea esta teoría es: si la voluntad popular o general es la que tiene el poder en el Estado, ¿cuándo manda la ciudadanía en el Estado? ¿Qué hacemos con los ciudadanos que no votan, o que votan a partidos que no tienen representación parlamentaria? ¿Dónde queda su soberanía? ¿Ejercen su soberanía los ciudadanos solo cada cuatro o seis años (depende del país) cuando votan, esa es toda la soberanía que tienen? Respecto a esta última pregunta hay que recordar que Rousseau, el creador de la teoría de la voluntad popular, decía que

(...) los ingleses se creen libres, pero se equivocan porque solo lo son durante las elecciones de los miembros del Parlamento, desde que estas terminan vuelven a ser esclavos, no son nadie. Y en el corto tiempo de su libertad el uso que de ella hacen bien merece que la pierdan.

El artículo 67.2 de la Constitución española establece: "Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo". En términos similares se expresa el artículo 27 de la Constitución francesa de 1958 y el artículo 67 de la Constitución italiana de 1947.

Dicho con otras palabras, este artículo supone que el diputado o senador, una vez elegido, no tiene ninguna obligación para con sus electores. Como es lógico tampoco se encuentra obligado por las directrices del partido, es decir, a la hora de votar y expresarse cuenta con total libertad, sin perjuicio de que sea sancionado de conformidad con las normas internas del partido al que pertenezca, lo cual, por otra parte, no suele suceder.

La mayoría de votantes apenas conoce a los diputados y senadores que elige en su circunscripción y ni mucho menos, su labor parlamentaria. Así, la principal forma de convertirse en representante de la nación (y lo mismo ocurre en el ámbito europeo, autonómico y local) es la inclusión en los primeros puestos de una lista electoral de un partido político. Los méritos, la honradez y la capacidad de gestión tienen una incidencia real nula.

Las listas las elaboran las oligarquías de los partidos, y por tanto resulta esencial tener el beneplácito de estas para convertirse en diputado o senador. Se trata de un sistema que, salvo algunas excepciones, es ciertamente obscuro y propicia de manera exagerada el nepotismo y el amiguismo interno de los partidos. La consecuencia es que los diputados y senadores son, en general, meros burócratas al servicio de la camarilla del partido, representantes del pueblo pero sin ninguna función práctica más que expresar las opiniones y votar las leyes de la forma que les marca el partido.

¿Puede la ciudadanía votar la aprobación o eliminación de una ley del ordenamiento por votación pública y plebiscitaria? ¿Puede la población de un Estado, región o municipio decidir por votación que no se produzca una carga policial contra los que protestan por la entrada en vigor de una ley que entienden perjudica sus derechos? La respuesta es no; por tanto, en la mayoría de los países la teoría de la soberanía popular es una falacia porque realmente la soberanía es poder que no reconoce a otro como superior, de modo que solo el que controla el aparato del Estado ostenta realmente la soberanía.

5. Otorgar a la soberanía popular o nacional el carácter de principio rector del Estado entraña el riesgo de su autodisolución. En otras palabras, si la nación es voluntad general soberana (como afirma Rousseau), entonces es legítima la desaparición de la nación por decisión de dicha voluntad general. O lo que es lo mismo, el suicidio de la nación es plenamente legítimo, es un derecho que la nación se autootorga, lo que evidencia las perniciosas consecuencias que puede tener el endiosamiento de la idea de la soberanía popular.

Aleksandr Herzen, rebatiendo las ideas de la Ilustración sostenía: "Explicadme, ¿por qué es ridículo creer en Dios y no en el hombre? ¿Por qué es ridículo tener fe en el reino de los cielos mientras que creer en las utopías terrenales es signo de inteligencia?" (1994, citado en Zapater, 2005).

En aras de la verdad, y aunque sean las siguientes líneas políticamente incorrectas, no voy a dejar de mentar aquí a un político español del primer tercio del siglo XX por su mala fama debida a sus coqueteos con el totalitarismo, pues su crítica a la teoría de la voluntad general de Rousseau es a mi juicio plenamente acertada. No recurriré, como hacen los autores partidarios del orden político vigente (como Hugh Thomas, Paul Preston y Julio Aróstegui), a la descalificación ad hominem por ser falacia puesta en cuestión en líneas siguientes. Me refiero a José Antonio Primo de Rivera, que en su discurso de la fundación de Falange Española en el Teatro de la Comedia de Madrid, 29 de octubre de 1933, afirmaba:

Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, solo se expresa por medio del sufragio -conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior-, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal solo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes del Estado mismo a defenderlo.

Curiosamente, las palabras de Primo de Rivera han sido constatadas por la historia social y política europea, en la medida en que el liberalismo defensor de la teoría de la voluntad general de Rousseau, fue derrotado en los procesos revolucionarios de 1917 (cuando la revolución bolchevique devoró y destruyó a la precedente revolución liberal de Kérenski), 1923 (cuando Mussolini llegó al poder por medio de la Marcha sobre Roma) o en 1933 (cuando Adolf Hitler tomó el poder en Alemania por las urnas de manera democrática).

En los tres casos los defensores del Estado liberal nada pudieron hacer para retener el control de sus respectivos Estados, pues sus apelaciones a la idea de soberanía popular de nada sirvieron, y el permitir el libre juego político a los enemigos del Estado liberal dentro de las reglas formales que establecieron para la competición política les garantizó el fracaso frente a unos movimientos totalitarios que desde el primer día de su constitución entendieron que, independientemente de sus apelaciones al populismo, la soberanía reside en el Estado, y por ello orientaron su actividad revolucionaria a la conquista del Estado.

D. Argumentos contra la crítica o rechazo del principio de la soberanía nacional (o popular)

Los defensores del principio de la soberanía nacional (o popular) son de tres sectores sociales principalmente: dirigentes de partidos políticos del establishment, trabajadores de los medios de comunicación de masas y académicos que simplemente no se plantean la veracidad del principio, bien porque lo han asumido como dogma de fe porque les ha venido enseñado como principio indiscutible desde que se forman en las universidades como profesionales del derecho, la historia, la filosofía o la sociología, o bien porque creen en el sistema político vigente en el mundo occidental. A la hora de defender el principio sometido a análisis en este artículo suelen recurrir (sobre todo los políticos profesionales y los responsables de los medios de comunicación) a las falacias argumentales siguientes:

I. Descalificación ad hominem

Así, se dice que la crítica o descalificación del principio de soberanía nacional (o popular) es propia de los Estados autoritarios, totalitarios o de papas anticuados y antiprogresistas.

1. La soberanía popular, fuente de legitimidad de los totalitarios

Al contrario del argumento expuesto, el principio de soberanía popular ha sido esgrimido por los defensores del primer Estado totalitario del siglo XX, la Unión Soviética, cuando reclamaban que todo el poder del Estado debía ir a parar a los soviets, entendidos estos como asambleas de ciudadanos. Esta idea fue recogida por la Constitución de la URSS de 1936 (la Constitución Estalinista), que en su artículo 3 decía: "Todo el poder pertenece en la URSS a los trabajadores de la ciudad y del campo, representados por los sovietsde diputados de los trabajadores".

La reivindicación del poder para los soviets fue uno de los primeros eslóganes revolucionarios que pusieron en práctica los bolcheviques. Cuando los mencheviques y Kérenski tomaron el poder y asumieron el gobierno provisional revolucionario triunfante de la revolución de febrero de 1917 -la que derrocó al zar Nicolás-, los bolcheviques dirigidos por Lenin, agitaron la consigna de "Todo el poder a los soviets" para que el pueblo ruso no reconociera al gobierno de Kérenski y no se consolidara la Asamblea Nacional Constituyente que habían establecido los liberales, con el fin de trasladar de manera revolucionaria el poder a los bolcheviques por medio de la organización de soldados y campesinos armados en soviets, lo que le permitió a Lenin dar un golpe de Estado contra la Asamblea Constituyente liberal y pasar por las armas a sus componentes, instaurando por la fuerza su Estado totalitario.

Luego, aunque no proclamado directamente, la revolución soviética, que instituyó el régimen totalitario más terrible de la historia (Paczkowski, Bartosek, Laar, Werth y Courtois, 1997), basó su legitimidad en la teoría de la soberanía popular.

2. La soberanía popular, negada por la doctrina política tradicional de la Iglesia

Respecto al ataque liberal contra la teoría del origen del poder divino del gobernante que afirmaron los papas antes del Concilio Vaticano II, pone sobre el debate de la cuestión si dicha teoría teológica es rechazable por la autoría de sus creadores (argumento de descalificación ad hominem que es inaceptable por las reglas de la lógica), o si la podemos rechazar por su irracionalidad, lo que a continuación se examina a partir de los textos de los papas y de los autores católicos:

Las bases de la teoría del origen divino del poder se hallan en la Biblia, en particular en las siguientes afirmaciones dispersas en distintos libros de la misma: "Escuchad vosotros, los que imperáis sobre las naciones (...); porque el poder os fue dado por Dios y la soberanía por el Altísimo" (Sabiduría, 6, 3-4). "No tendrías poder alguno sobre Mí si no te fuera dado de lo alto" (palabras de Jesucristo a Pilatos, Juan, 19, 11).

Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay potestad que no provenga de Dios y Dios es el que ha establecido las que hay. Por lo cual, quien desobedece a las potestades, a la ordenación de Dios desobedece. De consiguiente, los que desobedecen, ellos mismos se acarrean la condenación (Epístola a los Romanos, 13, 1-2).

Dicha teoría teológica fue justificada filosóficamente por autores cristianos tales como los santos padres de la Iglesia católica y los papas, que aseveraron: "Confesamos que el poder les viene del cielo a los emperadores y reyes"(San Gregorio Magno, Epístola, 11, 61). "Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios" (León XIII, Encíclica Diuturnum Illud).

Por el contrario, las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a esta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan la soberanía asentada sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con daño de la República se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones (León XIII, Encíclica Diuturnum Illud).
La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios, como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquellas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y eficacia substantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad (León XIII, Encíclica Immortale Dei).

Si prescindimos de las continuas referencias a Dios de esta teoría (el motor inmóvil del universo para los filósofos antiguos, concepto indeterminado, discutido o rebatido por los modernos) por no poder ser incluido en el debate jurídico de la lógica contemporánea (todavía una minoría de científicos sostiene a día de hoy que se puede demostrar la existencia de Dios)1, lo cierto es que las frases de León XIII contienen la afirmación verificable de que el principio de soberanía popular no es fundamento para garantizar el orden social y la seguridad pública, habida cuenta de la experiencia histórica, desde el momento en que en virtud de dicho principio se han justificado las mayores negaciones al valor de la seguridad jurídica y a las libertades, anticipando la toma del poder por parte de los jacobinos en 1793 con el subsiguiente "Terror Revolucionario", los experimentos ideológicos del siglo XX productores de genocidios que se justificaron en la legitimidad de unas mayorías que aplastaron los derechos fundamentales de las minorías.

Ninguna tiranía moderna se privó del hecho de justificarse con el argumento de "obrar en nombre del pueblo", de manera que la teoría de la soberanía popular no constituye ningún freno ante las tendencias políticas que amenacen las libertades ciudadanas fundamentales.

En segundo lugar, la teoría política de León XIII tiene el mérito de constatar filosóficamente que el relativismo liberal es la causa directa de los desórdenes, anarquías y tiranías que se produzcan en el orden político, pues al permitir el Estado liberal basado en la teoría de la voluntad general que todas las ideas sean respetables siempre que se amolden a los requisitos formales de expresión que establece para su manifestación, permite su libre difusión y con ello la extensión de ideologías que nieguen los derechos fundamentales de las personas, como ha ocurrido recientemente en Europa con el peligro del aumento del terrorismo yihadista, amparado en la libertad de expresión y religiosa enmarcada en los límites difusos del relativismo, lo que no es una novedad en los Estados liberales, habida cuenta de las experiencias trágicas en que acabaron algunas sectas destructivas en Estados Unidos.

Por último, podría introducirse en el debate el problema del origen del poder civil por las tesis enfrentadas del liberalismo respecto del pensamiento tradicional cristiano. El problema del contrato social justificado por Locke o por Rousseau es que precisa del sometimiento voluntario de toda la población al mismo, es decir, se apoya en un mero voluntarismo que no ha sido comprobado históricamente en ninguna sociedad humana, hasta el punto de que el filósofo Locke llega a aventurar que tal contrato aparece en un momento desconocido de la historia cuando las sociedades políticas surgen de la nada, pues dice:"se trata de considerar a los hombres como si ahora mismo acabaran de surgir de la tierra y de repente, como setas, (sic) llegaran a la plena madurez sin ningún vínculo entre sí"(Locke, 2003).

Además de su falta de veracidad histórica, el contrato social plantea el problema de qué hacemos con aquellos que no quieran someterse al mismo. Rousseau lo resuelve estableciendo la pena de muerte para aquel que no se sujete a la voluntad general, ya que al ponerse en contra de dicha voluntad el ciudadano rebelde pierde automáticamente todos sus derechos, incluyendo el de la vida, pues no puede disfrutar de estos al haberse escindido voluntariamente de la comunidad política y se convierte en

(...) rebelde y traidor a la Patria, cesa de ser miembro de ella al violar sus leyes, e incluso le hace la guerra, y la conservación del Estado es incompatible con la suya, por lo que es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable es menos como ciudadano que como enemigo (Rousseau, 2000, pp. 58-59).

Locke no se propone ni siquiera esta cuestión, pero dada la afirmación del relativismo como valor fundamental del liberalismo, lógicamente la inmensa mayoría de los liberales no apuesta por la drástica solución roussoniana frente a la rebeldía ciudadana contra el poder civil. Y a partir de ahí se plantea el problema de en virtud de qué principio se debe obedecer a la autoridad legalmente constituida, pues si es lícito no someterse a la voluntad del gobernante, ¿por qué debe serlo cumplir las resoluciones judiciales, por ejemplo?

Por eso los autores cristianos defensores de la tradición política de la Iglesia decían que "Negando a Dios" -escribe Francisco Suárez-, "fuente y origen de toda autoridad, la más elemental lógica exige una negación igual de radical de cualquier autoridad" (Suárez, 1964). Es decir, sin "obediencia de la fe" son vanas -por imposibles- las apelaciones a "principios éticos compartidos", pura ilusión trasnochada del racionalismo típicamente ilustrado.

Expuesta la contrastación entre la teoría liberal y la cristiana tradicional en lo atinente al fundamento del poder soberano, creo que la teoría del origen divino del poder debería merecer en los círculos académicos de la ciencia política cuanto menos el mismo trato que la utopía humana y mundana de la soberanía popular, pues, recuperando el argumento de Herzen, no es muestra de inteligencia creer en las utopías humanistas que son contradichas por los hechos a la vez que pretender argumentar que la creencia en un orden político de origen divino es prueba de ignorancia.

II. Falacia de autoridad

Como la inmensa mayoría de los académicos del derecho y de las ciencias políticas del mundo occidental no cuestiona el principio aquí expuesto a la crítica, los más altos dignatarios de los países occidentales proclaman a menudo el principio de soberanía popular, repitiendo en las elecciones la conocida frase de que "el pueblo es soberano", con lo cual los defensores de la teoría de la soberanía popular recurren a la falacia de autoridad, que consiste en dar validez como hecho a una opinión basada en el prestigio o autoridad del que la hace, que como todo ser humano se puede equivocar o incluso mentir.

Este argumento descansa en tres presunciones muy arriesgadas: primera, que los estudiosos de lo político han realizado un análisis crítico de todas las afirmaciones que hacen; segunda, que los gobernantes siempre son conocedores de las reglas de la lógica y de la filosofía política, y tercera, que los gobernantes creen realmente en el hecho de que los gobernados en verdad poseen la soberanía.

III. Argumento ad consequentiam

Recordando un debate que el autor de este artículo tuvo con un doctor en derecho constitucional de la Universidad de Valencia, se puso de manifiesto por este último que aunque los argumentos expuestos sobre la falacia de la teoría de la soberanía popular son válidos, dicha teoría, pese a su falsedad o irrealidad, era necesaria porque según aquel doctor, la teoría de la soberanía popular en su día sirvió para legitimar el orden liberal, es decir, "en su momento fue necesaria...". Cabe preguntarse: ¿necesaria para quién? ¿Benefició a los millones de ciudadanos excluidos no solo de la posibilidad de acceder a cargos públicos sino incluso del simple derecho al voto porque carecían de altos niveles de renta o cultura o simplemente porque eran mujeres?

El argumento dado por el aludido doctor es el denominado en la lista de falacias argumento ad consequentiam: si no se hubiera creado tal principio, hubiera continuado rigiendo la vida política de Francia la monarquía absoluta. Pero tal valoración es una presunción de que la historia habría seguido un camino que no debería haber seguido necesariamente, pues de la misma forma podría haber triunfado en Francia, en lugar de una República, una monarquía constitucional, o un retorno a la monarquía autoritaria que abandonara el carácter absoluto del poder del rey; es decir, no puede basarse un argumento en la lógica de lo que habría pasado presuntamente, porque no hay una prueba al 100 % de que los hechos habrían tenido lugar tal y como se anuncia con el argumento ad consequentiam.

De igual modo y a partir del argumento ad consequentiam, se asevera que si no hubiera una fundamentación de las Constituciones en el principio de soberanía popular, los países estarían expuestos a mayor inestabilidad (golpes de Estado o revoluciones), pero nada de eso se ha probado; al contrario, la experiencia europea de la segunda mitad del siglo XX muestra al menos un ejemplo de un régimen apoyado en la legitimidad de origen divino del gobernante (la España del general Franco, en la que el general gobernaba "por la gracia de Dios") que gozó de estabilidad política durante 38 años y que convirtió a un país destrozado por una guerra y subdesarrollado en la novena potencia económica del planeta, estableciendo unas bases socioeconómicas idóneas para que fuera asentada una democracia parlamentaria de manera relativamente pacífica con la muerte de aquel jefe del Estado.

Miles de años atrás, el Imperio egipcio concentró todo el poder del Estado en manos de un faraón legitimado teológicamente que ostentó un poder absoluto durante miles de años, estableciendo el sistema político más duradero de toda la historia de la humanidad (Dodson, 2004).

Estos hechos históricos no significan que siempre que se legitime un sistema político a partir del principio de origen divino del gobernante sea necesariamente justo y estable, pero al menos prueban dos cosas: primera, que ha habido sistemas políticos estables que no han nacido del principio de la soberanía popular, incluyendo, nada menos, el más estable de toda la historia humana; y segunda, que no todo sistema político estable ha sido fundamentado en dicho principio, de suerte que a partir de tales datos no puede inferirse que el principio de soberanía popular sea el más idóneo para garantizar la estabilidad de un país.

IV. Generalización apresurada y vulneración del principio de contradicción

Justificando el principio de soberanía popular, Víctor Alarcón Olguín dice:

En este sentido, la transferencia de la responsabilidad sobre el ejercicio y alcance de la soberanía hace que el poder ya no resida en un monarca o persona física, cuya libertad sea irrestricta y no igualada por ningún otro individuo. A partir de ese momento, la aportación sustancial de los contractualistas no es asumir la construcción de un pacto social y político de la ciudadanía en torno a una persona, sino que se genera la presencia de un contrato suscrito primero entre la propia ciudadanía, que deposita en uno o varios representantes suyos las funciones institucionales convenidas que dicha soberanía colectiva desea proteger y desarrollar, entre ellas el gobierno, la seguridad y el bienestar común, que alejen los riesgos de la guerra. Dichas atribuciones son retornables al pueblo en todo momento.
Esto es, la libertad política moderna también permite construir un concepto de soberanía que se asociará con dos figuras específicas que sintetizan ahora el interés colectivo: la nación y el Estado. En la medida en que se extiende el radio de influencia en el cual se puede convenir la suscripción de alianzas y pactos entre diversas comunidades, el paso hacia la llamada democracia representativa hace que las asambleas decisorias se trasladen a la construcción de modernos parlamentos, en donde, justamente, las decisiones y responsabilidades sean producto de la elección regular de los propios ciudadanos para hacer cumplir dicha soberanía de alcance popular. La soberanía popular es, ciertamente, ese Leviatán que se erige como el producto inteligente de una sociedad política.
El movimiento contractual y la soberanía confieren a los Estados y naciones una libertad que les impide estar formalmente atados a dominio individual o grupal alguno, así como les asigna una condición de seguridad y protección en contra de todo uso arbitrario de la propia autoridad, gracias a las decisiones que han establecido los individuos mediante la creación de constituciones orales o escritas; En esta dirección, la condición unitaria de la soberanía popular se protege mediante la división funcional de sus atribuciones en las distintas tareas de gobierno (s. f.).

No puede haber más contradicción en el texto del Sr. Alarcón (s. f.), pues justifica el principio de soberanía popular en el hecho de que, a diferencia del Gobierno del monarca absoluto, gracias a tal principio habrá límite al poder del gobernante, al tiempo que denomina a dicha soberanía popularmente ejercida "Leviatán", lo que demuestra que tal vez no conoce la teoría del Estado de Thomas Hobbes, para quien el Estado debía ser un poder absoluto al que en virtud del pacto social al que el citado autor refiere, todos los individuos le entregarían de manera voluntaria su libertad. El monstruo Leviatán llamado Estado, gobernado por un rey absoluto, tendría poder pleno para hacer con ellos cuanto quisiera en orientación del bien común.

Quizá el autor en cita fue traicionado por el subconsciente al interpretar de modo totalitario la teoría de la soberanía popular como la entendía Rousseau, pues el pensador francés consideraba que la voluntad general era el resultado de la suma de las voluntades particulares de todos los individuos de la sociedad que a ella libremente se sometían como formando parte de un todo, pues sostiene: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo" (Rousseau, 2000, p. 39).

En este sentido, Rousseau es tan totalitario como Hobbes: uno defiende que el individuo cede su libertad al monarca absoluto, en tanto que otro dice que la entrega a una voluntad general absoluta, que por muy democrática que sea no deja de ser totalitaria, porque el todo social decide democráticamente sobre la vida de cada uno.

De ahí se entiende la gran contradicción de Alarcón (s. f.) cuando afirma que desde el momento en que los individuos de la sociedad aceptan la teoría de la soberanía popular evitan estar "formalmente atados a dominio individual o grupal alguno, así como se les asigna una condición de seguridad y protección en contra de todo uso arbitrario de la propia autoridad", pues ¿cabe concebir mayor sometimiento que el de un individuo que ha entregado toda su libertad a un Leviatán formado por el todo social?

Eso es precisamente la justificación del totalitarismo. Y la historia demuestra que la primera vez que se puso en práctica la teoría de la voluntad general de Rousseau por los revolucionarios jacobinos (Marat, Danton y Robespierre) se estableció un estado de "Terror", donde la arbitrariedad y la inseguridad jurídica llevaron a cientos de miles de franceses a la guillotina por meras sospechas de "conspiración contra la República" a partir de acusaciones lanzadas sin pruebas por los simpatizantes del Comité de Salvación Pública y Vigilancia General en 17932.

Por otro lado, Alarcón (s. f.) entra en la "falacia de sesgo de selección", pues solo recoge hechos sociales positivos que presupone proceden de la aplicación del principio de la soberanía popular, sin valorar los hechos históricos que hablan por sí solos contra tal principio, recogidos aquí líneas atrás.

V. Recurso a la imagen tópica de la sociedad política

Los partidarios de las teorías de la soberanía popular o nacional argumentan que en los Estados modernos la única democracia posible es la democracia indirecta, siendo los dirigentes políticos de los partidos elegidos por la ciudadanía en unas elecciones sus legítimos representantes. Rechazan pues, la idea clásica griega de la democracia directa que permite una identificación absoluta y directa entre elector y elegido, con los prejuicios de que en el mundo actual no es factible la democracia directa porque esta solo era posible en Estados pequeños, con escasa población, etc. Así, en la página web del Instituto Federal Electoral de México se puede leer sobre los principios y valores de la democracia:

Siendo este el demos, el pueblo soberano de la democracia, se entiende que su gobierno solo puede realizarse indirectamente, a través de una serie de mediaciones y procedimientos que traducen en términos prácticos el principio de la soberanía popular. En efecto, la democracia directa, o lo que es lo mismo, el autogobierno estricto del pueblo por el pueblo, solo es posible o bien en sociedades sumamente pequeñas y no diferenciadas, o bien reduciendo a una muy estrecha minoría los derechos ciudadanos, esto es, restringiendo el demos a un sector muy limitado de la población. Ambas condiciones se daban en algunas sociedades premodernas, como la antigua Atenas, o en ciertas Repúblicas italianas del Renacimiento, pero la evolución moderna las ha vuelto inviables e indeseables. Las sociedades modernas no solo son demasiado grandes y complejas, también son sociedades de masas, en las que la categoría de pueblo soberano, del demos, abarca de hecho a millones de personas.

Estos párrafos incurren en la falacia de generalización apresurada al partir de una idea tópica de la democracia, pues si bien es cierto que en las democracias antiguas en las que el pueblo participaba activamente en la vida política, eran ciudades-Estado con escasa población y homogeneidad cultural, no lo es menos que en el mundo actual existe un pueblo, que ha constituido la única democracia real (el pueblo suizo) donde se puede participar en política de manera directa por las instituciones de la democracia directa sin necesidad del recurso a la representación política como único medio de expresión de voluntad política. Luego no es cierto que solo pueda ejercitarse la democracia mediante la representación en el mundo actual, justificada por la teoría de la soberanía nacional o popular.

Conclusiones

Este artículo arroja las siguientes conclusiones:

  1. Que el principio de soberanía popular ni es popular (porque lo inventó un filósofo llamado Rousseau, de modo que no procede de la voluntad popular) ni supone que el pueblo sea soberano, pues simplemente sirvió para justificar la toma del poder por la fuerza por los revolucionarios liberales, que utilizaron al pueblo como carne de cañón para tomar la Bastilla y asaltar el Palacio de las Tullerías, no teniendo el pueblo francés capacidad de actuación alguna en las decisiones políticas de la revolución, las cuales eran tomadas por una minoría que obraba en su nombre a partir precisamente del principio aquí cuestionado.
  2. No se ha demostrado que la creencia en el origen divino del poder suponga unas consecuencias sociopolíticas más negativas que la creencia en el principio de soberanía popular. Baste recordar algunas de las experiencias totalitarias que en este documento se citan y que esgrimían como justificación la soberanía popular.
  3. Que la teoría objetiva de la nación que hace descansar la naturaleza del Estado en el pueblo o nación está errada por limitar la esencia del mismo a uno de sus elementos constitutivos prescindiendo de los demás.
  4. Que la teoría de la soberanía nacional (o popular) es uno de los principales argumentos propagandísticos para legitimar una democracia meramente formal, o lo que es lo mismo, la pseudodemocracia de los partidos políticos.
  5. Que en contra de lo que dice la teoría de la soberanía nacional o popular el poder no reside en el pueblo, sino que el poder es propiedad de aquella persona o grupo de personas que controlan el aparato del Estado.

Por lo anterior, considero que los Estados del llamado "mundo democrático" no deberían buscar su legitimación en la teoría de la legitimidad de origen, sino en la de la legitimidad de ejercicio, esto es, en el cumplimiento de los fines sociopolíticos propios del Estado en el contexto de la compleja civilización posmoderna: la preservación de los derechos y libertades fundamentales y la creación de un marco de convivencia y prosperidad para garantizar la armonía social, que se traducen en el cumplimiento de los deberes de los titulares de los poderes del Estado, reales poseedores de la soberanía, respecto de los ciudadanos.

Pero el sacralizar el pretendido origen popular del poder conlleva que los titulares de los tres poderes del Estado puedan desatender las obligaciones propias de sus cargos respectivos, e incluso actuar contra derecho realizando acciones corruptas o traidoras a la nación amparando sus actitudes contrarias a la moral y al derecho en la presunta ratificación de sus actos políticos por parte de los gobernados, excusándose en el supuesto origen popular de su poder.

Curiosamente, la ideología liberal que sustenta las Constituciones del mundo occidental se basa en la teoría del pacto social que ha sido criticada aquí, pero que al menos posee el elemento positivo de que no solo implica deberes y responsabilidades para el gobernado, sino también para el gobernante, mas no aparece consagrada dicha teoría, por regla general, en las Constituciones.

No debe concluirse este artículo sin hacer unas reflexiones axiológicas un tanto utópicas pero necesarias en el momento histórico presente. Sería preferible frente a la actual y mayoritaria democracia partidocrática una democracia directa por las vías tradicionales que se han establecido para manifestar la decisión popular, pero sin la educación integral de la población por la que aquí se aboga, no sería en tal caso fácil evitar que la voluntad ciudadana fuera desnaturalizada y llevada a caminos equivocados para el bienestar material y moral del pueblo. Por ello se invita al lector a que lea la posición del autor de este artículo relativa a la democracia directa expresada en el libro Regenerar la política (Colomer, Bartolomé, Mejías y Zapater, 2008) en el ensayo "Democracia directa: ¿necesidad o utopía?", donde se sugieren diversas soluciones legislativas para alcanzar la verdadera democracia participativa.

Sé que se podría criticar este texto al exponer los problemas político-sociales del sistema democrático de partidos por no haber hecho referencia a la labor efectuada por los Parlamentos y tribunales constitucionales, pero el estudio de la labor de estas instituciones en lo que respecta al control de calidad democrática del sistema sería propio de un ensayo ulterior.

En cualquier caso, no debería perderse de vista al respecto que parlamentarismo no es lo mismo que sistema democrático de partidos, pues los primeros Parlamentos que establecieron los pilares del Estado de derecho fueron las cortes de León de 1188 (declaradas patrimonio de la humanidad) y el Parlamento inglés que impulsó la redacción de la Carta Magna de 12153.

En cuanto a la labor de los tribunales constitucionales, hay que decir, sin ánimo de generalizar, que su mera existencia no garantiza el pleno respeto de los derechos y libertades fundamentales, y se podría poner como ejemplo el caso español, en el que la politización de dicho tribunal por el sistema de nombramientos de los magistrados dependientes de los poderes ejecutivo y legislativo y del archipolitizado Consejo General del Poder Judicial ha llevado a la confirmación de leyes verdaderamente anticonstitucionales por la razón de dependencia de la suprema corte constitucional española respecto a los detentadores reales de la soberanía, lo que igualmente podría ser objeto de otro artículo4.

Solo la verdad nos hará libres. La verdadera democracia, entendida como poder del pueblo por el pueblo y para el pueblo, solo puede surgir cuando el pueblo sea en verdad dueño de su destino, y para ello necesita como condición previa e indispensable el conocimiento de la Verdad. Mientras esto no suceda el pueblo seguirá dormido por el conformismo o manipulado por los eslóganes populacheros y facilones de los políticos profesionales que han transformado la idea de democracia en la forma degenerada de la demagogia, como advirtieron Aristóteles y Platón.

De ahí que en todos los países del sistema partidocrático no exista interés alguno por parte de los líderes de los grandes partidos en el fomento de la educación integral ni en la instauración de una justicia independiente, prefiriendo arrojar al pueblo un poco de pan (cada vez más escaso, por medio de subsidios a sus clientelas políticas y dependientes) y mucho circo fomentando todo tipo de espectáculos y entretenimientos hasta reducir la política al espectáculo desde unos medios de deshumanización social.


NOTAS

1 Entre estos destacan Johann Bartholomeus Adam Beringer, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Wurzburgo; Francis S. Collins MD y Ph.D., director del Proyecto Genoma Humano; Kurt Friedrich Gödel, Dr. Steven Laureys, neurólogo belga que dirige el Coma Science Group en el hospital universitario de la ciudad de Lieja (Bélgica), Christoph Benzmüller de la Universidad Libre de Berlín y su colega, Bruno Woltzenlogel Paleo de la Universidad Técnica de Viena, quienes formalizaron un teorema sobre la existencia de Dios, que fue escrito por el matemático austríaco Kurt Gödel. Volver

2 El número de muertos que produjo el Terror es también muy variable según las fuentes; desde las treinta y cinco mil a cuarenta mil muertes hasta las más conservadoras que estiman que la cifra oscila entre las once mil y las catorce mil (https://es.wikipedia.org/wiki/El_Terror). A esta cifras cabría añadir las de los asesinados en la guerra de la Vendée, el primer genocidio de la era contemporánea (véanse los libros La Vendée-Vengé de Reynald Secher y La guerra de La Vendée de Alberto Bárcena Pérez). Volver

3 En la sociedad medieval en la que se establecieron tales Parlamentos no existía la diferenciación política ciudadana basada en los partidos, y se pudo llegar a cierto equilibrio de poderes hasta el punto de que en la Castilla medieval se erigió una sociedad de hombres libres a partir de las libertades forales que fijaron los reyes castellanos para aquellos de sus súbditos que se aventuraran a repoblar las tierras ocupadas por el islam; unas libertades otorgadas por los monarcas castellanos que abarcaban desde la plena libertad de expresión (llamada entonces privilegio de franqueza) hasta el establecimiento de un sistema tributario simbólico para garantizar plenamente la prosperidad ciudadana. Un estudio serio de los Parlamentos medievales llevaría a replantear la tesis generalista y en ocasiones poco fundada de la llamada "tenebrosa Edad Media". Volver

4 El Tribunal Constitucional español se compone de doce miembros, con el título de magistrados del Tribunal Constitucional, nombrados por el rey. De ellos, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, elegidos entre los candidatos presentados por las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, por mayoría de tres quintos de sus miembros; dos a propuesta del Gobierno; y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, por mayoría de tres quintos de sus miembros (art. 159 Constitución española de 1978). Volver


Referencias

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