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Prolegómenos

Print version ISSN 0121-182XOn-line version ISSN 1909-7727

Prolegómenos vol.23 no.45 Bogotá Jan./June 2020

https://doi.org/10.18359/prole.4032 

Artículo de revisión

La discusión sobre el baldío y la propiedad privada en Colombia*

The Debate on Wasteland and Private Property in Colombia

A discussão sobre o baldio e a propriedade privada na Colômbia

Juan Fernando Gabriel Mora Gamboaa  , Abogado

a Abogado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Especialista en Instituciones Jurídico Procesales de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster En Derecho del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Correo electrónico: juanf.mora@urosario.edu.co


Resumen

El artículo pretende conceptualizar el bien baldío, a fin de determinar qué bienes pueden considerarse como tal y cuáles de propiedad privada. El método usado es el documental. La definición se podrá usar en todos los escenarios en los que se alude al concepto de bien baldío, tales como: 1) la restitución de tierras a las víctimas del conflicto armado, 2) el proceso de recuperación de bienes baldíos de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) y 3) el proceso de declaración de pertenencia de bienes presuntamente baldíos, entre otros. Se resalta la importancia del concepto mencionado en el contexto colombiano. Acto seguido, se demuestra que, al día de hoy, no existe claridad en el término jurídico de bien baldío, con el propósito de intentar algunas definiciones desde las normas vigentes. Finalmente, se presenta una proposición normativa que evite la indefinición y la falta de seguridad jurídica existentes en la materia.

Palabras clave: bien baldío; propiedad privada; reforma agraria; debido proceso; acceso a la justicia; acceso progresivo a la propiedad de la tierra

Abstract

This article intends to conceptualize wasteland to determine which properties can be considered as such and which as private property. The method used is a desk research. The definition may be used in all cases in which the concept of wasteland is referred to, such as 1) land restitution to victims of the armed conflict, 2) the process of recovering wasteland by the National Land Agency (ANT), and 3) the process of declaring the ownership of alleged wasteland. The importance of this concept in the Colombian context is emphasized. Then, it is shown that the legal term of wasteland is still unclear and some tentative definitions from the current regulations are provided. Finally, a regulatory proposal is put forward to avoid the existing absence of definition and legal security on the subject.

Keywords: Wasteland; private property; land reform; due process; access to justice; progressive access to land ownership

Resumo

Este artigo pretende conceituar o bem baldio, a fim de determinar quais bens podem ser considerados como tal e quais de propriedade privada. O método usado é o documental. A definição poderá ser usada em todos os cenários nos quais se faz referência ao conceito de “bem baldio”, tais como: 1) restituição de terras às vítimas do conflito armado; 2) processo de recuperação de bens baldios da Agência Nacional de Terras e 3) processo de declaração de pertencimento de bens supostamente baldios, entre outros. Ressalta-se a importância do conceito mencionado no contexto colombiano. Em seguida, demonstra-se que, hoje, não existe clareza na expressão jurídica de bem baldio, com o objetivo de tentar algumas definições com base em normas vigentes. Por último, apresenta-se uma proposição normativa que evita a indefinição e a falta de segurança jurídica existentes na matéria.

Palavras-chave: bem baldio; propriedade privada; reforma agrária; devido processo; acesso à justiça; acesso progressivo à propriedade da terra.

Introducción

Aún hoy no se ha solucionado el problema de la propiedad de la tierra en Colombia. Grandes extensiones en manos de pocos, y muchos sin tierra. La alta concentración en la propiedad de la tierra trae como consecuencia la esparcida pobreza en el campesinado, que se ve obligado a celebrar contratos, cuasi vitalicios, de aparcería o arrendamiento con prestaciones irrisorias. A fin de erradicar la inequidad del acceso a la tierra, y de paso la pobreza, se proponen, desde hace mucho tiempo, reformas agrarias. Ejemplo de esto han sido las leyes 200 de 1936, “Sobre régimen de tierras”, así como la 135 de 1965, por la cual se buscó remediar los efectos contraproducentes de la norma anterior y prevenir la inequitativa concentración de la propiedad rural, al tiempo que desarrollar la explotación de tierras incultas. Aunado a esto, en el reciente Acuerdo para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, realizado entre el gobierno de Juan Manuel Santos Calderón y el grupo insurgente Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), quedó consignada la realización de una reforma rural integral (rri) con el objetivo de garantizar el acceso democrático a la propiedad rural.

En este contexto, el bien baldío adquiere particular importancia porque permite materializar los postulados de una reforma agraria. No en vano, el Decreto Ley 902 de 2017, “por el cual se implementa la [rri] contenida en el Acuerdo Final”, dispuso la creación de un Fondo de Tierras -conformado, entre otros bienes, por terrenos baldíos- para la promoción equitativa del acceso a la tierra de la población rural. Junto con esto, el concepto de lo baldío juega un papel importante en los procedimientos de restitución de tierras de los que trata la Ley 1448 de 2011. Además de ser una herramienta jurídica de reforma agraria, definir un bien como baldío implica que este no puede ser objeto de prescripción adquisitiva por parte de los particulares, y solo su dominio puede hacerse mediante la adjudicación que haga el Estado.

A pesar de la importancia del concepto aún no existe claridad jurídica, ni mucho menos un criterio unificado sobre el baldío. Bien sabemos, conforme al estatuto civil, que los baldíos son aquellas tierras de la nación que, situadas dentro del territorio, carecen de otro dueño (Código Civil, artículo 675). La pregunta que surge es: ¿cuáles son las tierras con dueño distinto al Estado?, o mejor, ¿cómo se prueba la propiedad privada y no estatal sobre determinado inmueble? Acertará quien diga que la propiedad privada inmueble se prueba con la escritura pública (título) debidamente inscrita en la oficina de registro e instrumentos públicos del lugar (modo). También acertará quien diga que podrá llegar a adquirirse un inmueble por prescripción cuando haya sido poseído por el tiempo determinado en la ley, si se entiende la posesión como aquella que se ejerce sobre predios con antecedentes registrales de propiedad privada. Sin embargo, en derecho agrario estas determinaciones no aparecen claras. Lo anterior al tener en cuenta que, primero, no existe consenso sobre el origen de la propiedad privada en Colombia, es decir, no se puede precisar si, históricamente, la propiedad se debió a la posesión que alguien ejerciera, o por el contrario a la adjudicación que realizara el Estado de un inmueble. Segundo, la legislación vigente es contradictoria: mientras el artículo 2º de la Ley 4ª de 1973 finca el origen de la propiedad rural en la explotación económica del bien (posesión), la Ley 160 de 1994 la sitúa en la adjudicación que hace el Estado a favor de un particular. Consecuencia de lo anterior son los encontrados pronunciamientos jurisprudenciales de nuestras altas corporaciones. Así, la Corte Constitucional considera que todo terreno que carezca de antecedente registral de propiedad privada es un terreno baldío y, en consecuencia, imprescriptible y susceptible de recuperación según la Sentencia T-546 de 2016. Otra corriente, gestada en la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema, indica que la no existencia de antecedente registral de propiedad privada no deriva, indefectiblemente, en la consideración del bien como baldío, pues además del precario sistema registral de nuestro país existen presunciones en la ley “de propiedad privada” que no requieren de tales antecedentes registrales.

El autor intentará interpretar las normas vigentes en un deseo de aportar seguridad jurídica al sistema. Para esto acude a los métodos tradicionales de interpretación (histórico, teleológico y sistemático), así como a los de la cuasi novísima principlística constitucional. Sin embargo, tales esfuerzos solo servirán para demostrar al lector que cada método tradicional arroja una conclusión distinta, y que la interpretación constitucional nos lleva a un choque insalvable de principios de igual dimensión jurídica que, a fin de resolverlos, solo cabría acudir a la discrecional voluntad del intérprete, lo que en la realidad se traduce en altísima inseguridad jurídica.

Así las cosas, el artículo pretende conceptualizar el bien baldío de manera general, lo que permita determinar qué bienes pueden considerarse como tal y cuáles, por el contrario, de propiedad privada. Esta definición será susceptible de usarse en todos los escenarios en los que se hace alusión al concepto baldío, tales como: 1) restitución de tierras a las víctimas del conflicto armado, 2) el proceso de recuperación de bienes baldíos de la ANT, 3) el proceso de declaración de pertenencia de bienes presuntamente baldíos, y 4) la realización de la rri, entre otros. Con tal propósito se resalta, primero, la importancia del concepto de bien baldío en el contexto colombiano. Acto seguido, se demuestra que, al día de hoy, no existe claridad sobre el término jurídico de bien baldío, para luego intentar algunas definiciones a partir de las normas vigentes. Finalmente, se concluye con una proposición normativa que evite la indefinición y la falta de seguridad jurídica que existe en la materia.

A. La importancia del concepto del bien baldío en el contexto colombiano

Basta hacer un paneo a la situación actual del campo colombiano para evidenciar los problemas que impiden su desarrollo. El principal de ellos ha sido el conflicto armado. Para el 2016, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) registraba alrededor de 6,9 millones de casos de desplazamientos forzados como consecuencia del conflicto en nuestro país. Tales desplazamientos no solo causaron migraciones hacia las ciudades, sino también entre zonas rurales, e incluso migraciones trasnacionales (Villar Borda, 2015). Si se suman el desplazamiento forzado y el abandono de tierras por causa del conflicto, se observa que han sido diez millones de hectáreas de tierra las afectadas por tales fenómenos (González Posso, 2013).

Otro factor que refleja el atraso de las tierras rurales en Colombia es el alto nivel de concentración de esta; es decir, muy pocas personas son propietarias de grandes extensiones de tierra y muchas otras (campesinos o trabajadores rurales) no tienen ningún tipo de propiedad rural (Rodríguez y Cepeda Cuervo, 2011). Para el 2009, el índice Gini de concentración de la tierra en Colombia se situaba en 0,88. En el 2014, el mismo índice había subido a 0,89. Téngase en cuenta que los números más próximos a 0 implican menor concentración de la tierra y los más cercanos a 1 representan el mayor índice de concentración.

También debe admitirse, con vergüenza, que han sido las corruptelas y la laxitud de la administración las que han agravado el problema de la tierra. Se asignaron bienes baldíos del Estado por parte del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) a personas que no son sujetos de reforma agraria y los han convertido en fincas de recreo. Estos baldíos también han entrado a formar parte de grandes empresas (Gutiérrez Sanín, 2010), lo que la ley prohíbe, pues su finalidad es garantizar la equidad en el acceso a la tierra a quienes más lo necesitan.

Otro aspecto crucial es el precario desarrollo del campo debido a su baja productividad. En el más reciente Censo Nacional Agropecuario (2014) se estableció que de los 111,5 millones de hectáreas rurales, 63,2 millones corresponden a bosques naturales y 43 millones de hectáreas corresponden a usos agropecuarios. Sin embargo, de estas 43 millones de hectáreas, 34,4 millones se usan en pastos y rastrojos, y tan solo 8,5 millones se utilizan en producción agrícola. Así, entonces, se evidencia una subutilización del campo, toda vez que la productividad agrícola es mínima. Esto se traduce en una reducción cada vez mayor del pib agropecuario con respecto al pib total: al día de hoy el pib agropecuario corresponde “a una cuarta parte de lo que era a fines de los años 1970” (dane, 2014). Comparado con otros países de América Latina, el crecimiento del sector agrícola colombiano es inferior. En efecto, no se superó siquiera el porcentaje de crecimiento promedio de Latinoamérica que para el periodo 1990-2013 se situó en 2,6 %, y en nuestro caso apenas llegó al 2,3 % (dnP, 2015).

Gracias a las fuentes oficiales citadas es demostrable que la cuestión agraria no se ha solucionado; han sido infructuosos los esfuerzos por permitir a los pequeños y medianos productores campesinos el acceso a la tierra y su explotación. Se reconoce esa situación en el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (Gobierno Nacional de Colombia y FARC-EP, 2016), y, por tanto, el primer capítulo se dedica al desarrollo de una rri.

I. Como instrumento jurídico de reforma agraria

A fin de solucionar los problemas descritos, la rri plantea, entre otras propuestas, la creación del Fondo de Tierras de distribución gratuita. Esto con el fin de promover el acceso democrático a la propiedad de la tierra. Una de las formas en las que se nutrirá este Fondo de Tierras será a través del “Plan Nacional de Clarificación y Recuperación de Tierras Rurales” que adelanta la ant.

Ahora bien, independientemente de si las tierras se distribuyan de forma gratuita, o si la política pública cambie hacia una entrega subsidiada de estas, lo cierto es que los baldíos se constituyen en un instrumento importante de reforma agraria. Por tanto, el artículo 48 de la Ley 160 de 1994 ordena al Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora, hoy ant) lo siguiente: 1) clarificar la situación de las tierras desde el punto de vista de la propiedad, con el fin de determinar si han salido o no del dominio del Estado; 2) delimitar las tierras de propiedad de la nación de las de los particulares; y 3) determinar cuándo hay indebida ocupación de baldíos. En este último caso, deberán recuperarse los bienes baldíos a favor de la nación conforme con el procedimiento único del que trata el artículo 58 del Decreto Ley 902 de 2017. En virtud de este procedimiento, se pretenden recuperar alrededor de 1 202 336 hectáreas de tierras baldías que presuntamente han sido sustraídas de la nación; es decir, un número equivalente al 14,1 % de las tierras destinadas a la producción agrícola en nuestro país.

Con respecto al carácter instrumental para la reforma agraria que tienen los baldíos la Corte Constitucional indicó:

es claro que el dominio estatal sobre los predios baldíos, y por tanto la disposición institucional de los mismos para gestionar la respectiva adjudicación, está enmarcado por el mandato superior de función social de la propiedad, sustentado en la necesidad de evitar la concentración de la tierra en Colombia […]. Solo de esta forma es posible entender que los bienes baldíos son la alternativa más valiosa para la realización del principio de democratización de la propiedad (Sentencia SU-429 de 2016).

II. En razón a las consecuencias jurídicas que de él se derivan

Comprender qué debe considerarse como un bien baldío también es importante, en la medida en que de esto se derivan ciertas consecuencias jurídicas con independencia de la función instrumental que tienen los baldíos en una reforma agraria. Así, pues, además de ser importantes en el diseño de políticas públicas, en concreto, a nivel jurídico los baldíos tienen el carácter de fiscales y de adjudicables. Esto significa, por una parte, que están destinados a ser adjudicados a aquellas personas que cumplan los requisitos exigidos en los artículos 4º y 5º del Decreto Ley 902 de 2017, y, por otra, que no pueden llegar a ser objeto de prescripción adquisitiva del dominio. Por este motivo, los dos primeros incisos del artículo 65 de la Ley 164 de 1994 establecen:

La propiedad de los terrenos baldíos adjudicables, solo puede adquirirse mediante título traslaticio de dominio otorgado por el Estado a través del [Incora], o por las entidades públicas en las que delegue esta facultad.

Los ocupantes de tierras baldías, por ese solo hecho, no tienen la calidad de poseedores conforme al Código Civil, y frente a la adjudicación por el Estado solo existe una mera expectativa.

En el mismo sentido, el numeral 4 del artículo 375 de la Ley 1564 de 2012 dispone:

La declaración de pertenencia no procede respecto de bienes imprescriptibles o de propiedad de las entidades de derecho público.

El juez rechazará de plano la demanda o declarará la terminación anticipada del proceso, cuando advierta que la pretensión de declaración de pertenencia recae sobre bienes de uso público, bienes fiscales, bienes fiscales adjudicables o baldíos, cualquier otro tipo de bien imprescriptible o de propiedad de alguna entidad de derecho público. Las providencias a que se refiere este inciso deberán estar debidamente motivadas y contra ellas procede el recurso de apelación.

Corolario de lo anterior, comprender qué es un bien baldío permite: 1) potencializar el desarrollo de políticas públicas en función de la reforma agraria, 2) adjudicar con certeza tales bienes a los sujetos de reforma agraria y 3) evitar que por medio de la prescripción adquisitiva se sustraigan los bienes de la nación. No obstante, aun cuando este tipo de bienes reviste amplia importancia, hasta el día de hoy no es claro qué bienes se consideran baldíos.

B. No existe certeza sobre el concepto del baldío

Bien sabemos que, de acuerdo con el artículo 675 del Código Civil, “son bienes de la Unión (o baldíos) todas las tierras que estando situadas dentro de los límites territoriales carecen de otro dueño”. La pregunta, quizá, deba formularse desde otra perspectiva: ¿cuáles son las tierras que tienen un dueño distinto al Estado?, ¿cómo sabemos que determinada persona es dueña de un predio? Si bien esta pregunta puede ser sencilla en determinados casos, no lo ha sido a lo largo de la historia, y aun hoy encontramos que la legislación vigente es dispersa y a veces contradictora, así como los son los pronunciamientos judiciales de las altas cortes (2.3).

I. No hay claridad sobre el origen de la propiedad privada

Hasta hace diez mil años, los humanos que poblaban la tierra eran cazadores-recolectores; es decir, su estilo de vida consistía en recolectar plantas y cazar animales en los lugares por los que deambulaban (nómadas). Esto significa que para entonces no existía propiedad privada sobre la tierra: era de todos y de nadie. Como lo expone Fals Borda (1975), “los bosques y ríos también eran de todos y se dedicaban a la caza y la pesca necesarias para la subsistencia colectiva”. Fue a partir del 9500 al 8500 a. C. que comenzó a desarrollarse la agricultura en diversas partes del mundo de manera simultánea.

Noah Harari (2015) señala la Revolución Agrícola (el descubrimiento de la agricultura) como el mayor fraude de la historia. Aduce que, si bien la agricultura amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, esto no se tradujo en una dieta mejor, ni en más ratos de ocio, sino en una explosión demográfica y el surgimiento de élites consentidas. Ciertamente, en el mundo de la agricultura, con el propósito de satisfacer la necesidad de alimento, surgió la propiedad privada sobre la tierra, que es también sinónimo de poder.

Con respecto a la propiedad, las cosas fueron dadas en común a todos los hombres; empero, “el aumento de la población, la dispersión de la humanidad en naciones distintas y la ambición por conservar o adquirir recursos escasos exigieron que los hombres acordaran repartir las cosas comunes en propiedades individuales” (Rengifo Gardeazábal, 2011, p. 71).

Ahora bien, hay quienes fundamentan el origen de la propiedad privada con diversos matices, en la posesión (ocupación) que ejerza una persona sobre un determinado predio. Por el contrario, para Locke no es suficiente la mera posesión, se requiere, además, cierto tipo de trabajo sobre el predio a fin de legitimar la propiedad en cabeza de determinada persona. Céspedes Báez lo interpreta así: “When Locke referred to land, his understanding of labor is not that of occupation or enclosure, but something that is beyond that and that entails real effort and industry” (Céspedes Báez, 2015, p. 19). Adviértase que tal concepto sobre el origen de la propiedad legitimó la conquista de América por parte de Europa, pues, ¡eran los europeos más laboriosos que las gentes nativas americanas! En palabras de Locke (2014, pp. 67-68):

no puede haber demostración más clara de esto que digo, que lo que vemos en varias naciones de América, las cuales son ricas en tierra y pobres en lo que se refiere a todas las comodidades de la vida; naciones a las que la naturaleza ha otorgado, tan generosamente como a otros pueblos, todos los materiales necesarios para la abundancia: suelo fértil, apto para producir en grandes cantidades todo lo que pueda servir de alimento, vestido y bienestar; sin embargo, por falta de mejorar esas tierras mediante el trabajo, esas naciones ni siquiera disfrutan de una centésima parte de las comodidades que nosotros disfrutamos, y hasta un rey en esos vastos y fructíferos territorios, se alimenta, se alija y se viste peor que un jornalero de Inglaterra [Cursivas añadidas].

Con la llegada de los españoles a América y al actual territorio colombiano se confrontaron dos culturas diferentes, y con esto dos conceptos de propiedad completamente distintos. La cosmovisión de las comunidades indígenas era, y es aún, la de la de la propiedad colectiva o común de la tierra. Los españoles aportaron el concepto de propiedad individual que predomina hasta el día de hoy, el cual desconoció los derechos de las comunidades nativas sobre el territorio. Asimismo, tal como lo refiere Fals Borda (1975):

durante la conquista y la Colonia, la Corona Española realizó múltiples concesiones de tierras. De allí surgieron grandes haciendas. Y como no existía claridad sobre los bienes de la Corona, o los bienes públicos, las haciendas adquirieron enormes dimensiones. Ello se tradujo en la creación de grandes latifundios, en la sabana de Bogotá y ciudades principales de aquel entonces.

No obstante, la concesión por parte de la Corona no fue la única forma de hacerse a la propiedad; otros, simplemente, entraban a poseer las tierras y celebraban contratos de aparcería para cultivarla (LeGrand, 1988, p. 21). De acuerdo con la Cédula Real de San Idelfonso, las tierras realengas (baldíos) serían concedidas a quienes demostraren haber desmontado el terreno y tenerlo cultivado con pasto o siembra, salvo el tiempo necesario para su descanso, so pena de serles adjudicados a otros.

Sin embargo, es tan vasto el territorio colombiano que, a principios del siglo xix, el geógrafo Codazzi concluyó que el 75 % de este era baldío. Sucede que el Estado nunca supo con exactitud cuáles terrenos eran de su propiedad, pues como señala LeGrand, los límites solían establecerse con base en fenómenos no permanentes tales como árboles, piedras, cauces, etc. Esto, junto con las políticas colonizadoras, llevó a que amplísimas extensiones de terreno pasaren a manos privadas. En este sentido, la Ley 61 de 1874 dispuso que quien cultivara terrenos incultos de la nación y estableciera su habitación en ellos, adquiriría el derecho de dominio e incluso una porción adyacente y equivalente a la cultivada, cualquiera fuese su extensión. Esto debía entenderse concordado con lo establecido en el artículo 762 del Código Civil (Ley 84 de 1873), en virtud del cual el poseedor de determinado predio se reputa dueño.

Posteriormente, el Código Fiscal (Ley 110 de 1912) estableció, en su artículo 65, que “la propiedad de los baldíos se adquiere por su cultivo o su ocupación con ganados, de acuerdo con lo dispuesto en este Código”. Una vez más, la norma se inclinaba por aceptar que el cultivo y el trabajo de un predio eran constitutivos de la propiedad privada sobre este. Sin embargo, el artículo 44 de ese estatuto daba a entender una cosa distinta: “Son baldíos, y en tal concepto pertenecen al Estado, los terrenos situados dentro de los límites del territorio nacional que carecen de otro dueño, y los que habiendo sido adjudicados con ese carácter, deban volver al dominio del Estado, de acuerdo con lo que dispone el artículo 56”. Parte de la jurisprudencia interpretó que este artículo únicamente permitía la adjudicación, como forma de adquirir el dominio sobre baldíos, y que a fin de ser adjudicatario se requería el cultivo u ocupación con ganado, tal como lo disponía el artículo 65 ut supra. Así, en la Sentencia del 26 de mayo de 1934, la Corte Suprema de Justicia determinó que existe una presunción en virtud de la cual las tierras situadas en el territorio nacional son baldías. A fin de demostrar lo contrario era necesario aducir al proceso el título originario que evidenciaba la transferencia del bien de manos del Estado a particulares. Se consideró esta exigencia como una prueba diabólica (Corte Suprema de Justicia de Colombia, 26 de mayo de 1934).

Para solucionar este problema de prueba creado por la Corte Suprema se expidió la Ley 200 de 1936, por la cual se estableció una presunción de propiedad privada de todos los fundos “poseídos por particulares, entendiéndose que dicha posesión consiste en la explotación económica del suelo por medio de hechos positivos propios de dueño, como, por ejemplo, las plantaciones o sementeras, la ocupación con ganados y otros de igual significación económica” .El lema con el que se difundió esta Ley fue el de “la tierra es de quien la trabaja” (Corte Constitucional, Sentencia C-644 de 2012).

Sin embargo, la jurisprudencia no decantó una línea de interpretación y, en algunas ocasiones, consideró que la posesión y el cultivo de un bien daban origen a declarar la propiedad privada sobre este; otras veces consideró que era necesaria la adjudicación por parte del Estado con el propósito de constituir la propiedad privada sobre un inmueble. Sin embargo, aun cuando los inmuebles fueran adjudicados por el Estado no había garantía de traslado de propiedad, pues siempre se advertía que era responsabilidad de los solicitantes verificar que los predios entregados fueran de dominio público y no de propiedad particular, tal como lo disponía el artículo 47 del Código Fiscal. Así, entonces, podían confluir en un terreno el derecho que tenían los poseedores que trabajaban la tierra y los derechos de quienes eran concesionarios de tierras por parte del Estado. Téngase en cuenta que durante mucho tiempo los que se creían terrenos baldíos fueron asignados a militares en compensación por su trabajo, a inmigrantes extranjeros para fomentar su llegada, o a quienes construían obras públicas tales como caminos y ferrocarriles, entre otros.

Décadas de jurisprudencia y doctrina no lograron desatar la coyuntura del problema, que consistía, y aún hoy consiste, en determinar si el origen de la propiedad privada en Colombia se encuentra en la posesión y cultivo de determinado predio, o en la concesión que hiciera el Estado.

II. La legislación vigente es dispersa y a veces contradictoria

La Ley 160 de 1994 vino a ser la que intentara solucionar el problema descrito con relación a la propiedad de la tierra rural en Colombia. Con carácter determinante dispuso la norma que la propiedad de los terrenos baldíos adjudicables solo puede adquirirse mediante título traslaticio de dominio otorgado por el Estado a través del Incora, hoy ant (art. 65). En consecuencia, no hay duda de que el cultivo de los bienes baldíos del Estado no genera derechos para el ocupante, sino una mera expectativa, y que el factor constitutivo de la propiedad es la adjudicación.

Debería exaltarse la claridad del legislador al abandonar la política colonizadora y encaminarse hacia los postulados de reforma agraria, si no fuera porque echó de menos definir cómo debía entenderse el concepto de bien baldío adjudicable.

El artículo 2º de la Ley 4 de 1973 modificó el artículo 1º de la Ley 200 de 1936 y dispuso que se presumen de propiedad privada aquellos predios poseídos por particulares, entendiéndose la posesión como la explotación económica del suelo. Ahora bien, el artículo 178 de la Ley 1152 de 2007, “por la cual se dicta el Estatuto de Desarrollo Rural, se reforma el [Incoder], y se dictan otras disposiciones”, derogó las disposiciones de la Ley 4 de 1973. Sin embargo, la Corte Constitucional, en la Sentencia C-175 de 2009, decidió declarar inexequible la Ley 1152 de 2007. Por ese motivo, las disposiciones de la Ley 4 de 1973 recobraron su vigencia. En palabas de la Corte Suprema de Justicia:

los preceptos transcritos de la Ley 200 de 1936 [modificados por la Ley 4 de 1973] están vigentes y son aplicables, pese a haber sido derogados por la Ley 1152 de 2007; pero por virtud a la declaratoria de inexequibilidad de esta última normativa mediante sentencia C-175 de 2009, recobraron todo su vigor (Sentencia STC-9823 de 2015).

Así las cosas, al día de hoy, si bien los baldíos solo pueden adquirirse por la adjudicación que haga el Estado, todos los fundos poseídos y explotados económicamente se presumen de propiedad privada (art. 2, Ley 4 de 1973) y, por ende, pueden llegar a prescribirse por los particulares mediante la denominada “prescripción rural especial” de cinco años (art. 4, Ley 4 de 1973). Esto hace pensar que en realidad el trabajo y la explotación de un predio es lo que hace presumir su propiedad privada y el origen de la propiedad privada en Colombia.

III. No hay claridad en las sentencias que profieren las altas cortes

No ha sido uniforme la jurisprudencia de las altas cortes a la hora de interpretar las leyes 200 de 1936, 164 de 1994 y el Código Civil, lo que sin duda genera falta de certeza e inseguridad jurídica. Conoció la Corte Suprema de Justicia en segunda instancia acciones de tutela contra providencias judiciales proferidas por diversos juzgados, y promovidas por el entonces Incoder para la protección de sus derechos al debido proceso y legalidad, entre otros. Las solicitudes se fundamentan en que los jueces accionados no verificaron la naturaleza jurídica de un terreno que declararon prescrito a favor de un particular. Según el Incoder, dado que los predios no tenían antecedentes registrales, debió haberse percibido su carácter de baldío y, en consecuencia, citar al Incoder, cosa que no sucedió en los procesos iníciales.

La corte negó la procedibilidad de la acción de tutela, toda vez que no se había agotado la vía extraordinaria de la revisión, y además por cuanto consideró: 1) el artículo 762 del Código Civil consagra una presunción, en virtud de la cual el poseedor de determinado bien se tiene como dueño de este; 2) la ausencia de derechos reales registrados en el certificado inmobiliario no es motivo suficiente para considerar un bien como baldío, ni tampoco para que se obligue al poseedor a acreditar las condiciones de los artículos 3 y 4 de la Ley 200 de 1936; 3) es al Incoder a quien corresponde probatoriamente contrariar la presunción de propiedad privada que se cierne sobre el inmueble según el artículo 1º de la Ley 200 de 1936, pues la forma de desvirtuar la presunción consiste, según la Corte, en demostrar que el bien en cuestión no ha sido explotado económicamente y, por tanto, conserva la condición de bien baldío en los términos del artículo 2 de esta ley; 4) sobre los bienes baldíos no existe gravamen por concepto de impuesto predial, ni hay clasificación catastral de construcciones como sucede en algunos casos estudiados por la corte; y 5) normas análogas, que consagran la prescripción adquisitiva del dominio de vivienda de interés social, eximen al poseedor prescribiente de presentar el certificado del registrador en el que consten inscripciones de particulares. En palabras de la corte:

Suponer la calidad de baldío solamente por la ausencia de registro o por la carencia de titulares de derechos reales inscritos en el mismo, implica desconocer la existencia de fundos privados históricamente poseídos, carentes de formalización legal, postura conculcadora de las prerrogativas de quienes detentan de hecho la propiedad de un determinado bien (Corte Suprema de Justicia, Sentencia STC-9823 de 2015).

En sustento de esta tesis, también se encuentran las sentencias de la Corte Suprema de Justicia del 27 de mayo de 2015 (SC-6504), del 16 de febrero de 2016 (STC-177), y del 27 de abril de 2016 (STC5201), entre otras.

Sin perjuicio de lo anterior, la Corte Constitucional ha proferido sentencias en sentido contrario, e incluso, la misma Corte Suprema no ha sido unívoca en sus consideraciones. En la Sentencia T-488 de 2014, la Corte Constitucional consideró que cuando sobre determinado inmueble no existe registro inmobiliario, ni dueños reconocidos en este, existen indicios suficientes para considerar que se trata de un bien baldío. En tal caso, un juez que conoce de un proceso de pertenencia sobre el dicho inmueble no podrá declarar la prescripción adquisitiva, ni aun evidenciando su explotación económica (lo que lleva a presumir que se trata de propiedad privada), pues lo procedente será solicitar concepto al Incoder, hoy ant, sobre la calidad del predio que se pretende, “presupuesto sine qua non para dar inicio al proceso de pertenencia” (Corte Constitucional, Sentencia T-488 de 2014).

En sustento de esta segunda tesis se encuentran también las sentencias de la Corte Constitucional T-293 de 2016 y T-549 de 2016, y las sentencias de la Corte Suprema de Justicia del 23 de junio de 2017 (STC9108) y del 10 de julio de 2017 (STC-9845), entre otras.

C. ¿Cuál es el concepto jurídico de lo baldío?

De acuerdo con los elementos presentados, se propone una definición de bien baldío al interpretar el artículo primero de la Ley 200 de 1936, modificado por el artículo 2º de la Ley 4ª de 1973. Con tal propósito, se acude, primero, a una interpretación histórica y teleológica de la norma, para luego interpretarla de manera sistemática desde la perspectiva del derecho constitucional.

I. Interpretación histórica y teleológica del artículo primero de la Ley 200 de 1936

El contexto en el que fue expedida la Ley 200 de 1936 puede verse desde dos perspectivas: una jurídica, y otra de política pública. En el ámbito jurídico, la presunción de propiedad privada que establece el artículo primero de la ley en mención, sobre aquellos fundos que se exploten económicamente en ese momento, vino a solucionar un problema probatorio creado por la Corte Suprema de Justicia, tal como se explicó en un acápite precedente. Así, se dispensaba al particular la carga de aportar al juicio el título por el cual el bien salió del patrimonio del Estado y entró a manos particulares. Mantener la regla sentada por la corte habría terminado, en la mayoría de los casos, en exigir una prueba imposible o muy difícil de conseguir (un título originario que podría remontarse incluso hasta la época de la Colonia). El propósito de la norma consistió entonces en garantizar el acceso a la administración de justicia y el derecho al debido proceso.

Por otra parte, desde la perspectiva de la política pública, la presunción de propiedad privada de la Ley 200 de 1936, y su contrario, la presunción de baldíos de aquellos predios que se exploten económicamente en ese momento, tuvo génesis en un tiempo en el que sobre la mayoría de los fundos rurales no se reclamaba propiedad privada y que la principal actividad económica del país era la agricultura (LeGrand, 1988, p. 30). La finalidad de la norma fue fomentar la colonización del territorio nacional. En la práctica, esta norma generó la adquisición de tierras por parte de latifundistas que empezaban a explotar económicamente la tierra, muchas veces subutilizándola para actividades como, por ejemplo, la cría de ganado.

En palabras de Machado (1988), “la ley 200 constituía una operación gigantesca de adjudicación de las tierras baldías, con el agravante de que no se dejaban a salvo explícitamente los derechos de los pequeños cultivadores” (p. 125).

Al día de hoy, el contexto de la adquisición de tierras no ha sido solucionado, por cuanto - como se explicó- no existe criterio para definir el origen de la propiedad privada en Colombia. Por contera, los artículos 1 y 2 de la Ley 200 de 1936, modificados por la Ley 4 de 1973, deben seguirse interpretando como una forma de relevar de la prueba de dominio a quien pretende prescribir el dominio de un inmueble rural. No se necesitará entonces mostrar el título originario para demostrar propiedad privada, sino tan solo la explotación económica del predio.

No obstante, el número de hectáreas de tierras baldías ha disminuido de forma drástica. Al día de hoy, aproximadamente se tienen como baldías 304 281 ha, según respuesta a un derecho de petición remitido a la ant, es decir, apenas el 0,266 % del área territorial colombiana según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), si bien a principios del siglo xix se calculó que la extensión de baldíos ascendía al 75 % del territorio colombiano (LeGrand, 1988, p. 21). Además, una gran cantidad de hectáreas que eran baldías han sido indebidamente sustraídas de la nación (aprox. 1 202 336 ha). A esto se suma el lento e ineficiente proceso de recuperación de terrenos baldíos por parte de la ant. Obsérvese bien que en los últimos diez años tan solo han sido recuperadas 26 629 hectáreas por parte de la ant (antes Incora). ¿Por qué en diez años solo ha sido recuperado el 2,1 % de las tierras que se pretenden sustraídas de la nación? Lo más preocupante de esto es que la recuperación se ha centrado en muy pocos predios, tal como puede apreciarse en la Tabla 1.

Tabla 1 Bienes baldíos recuperados por la ant 

Predio recuperado por la Ant Cabida Área ambiental
Finca Santa Elena 20 hectáreas 7460 m2 Parque Nacional Natural Tayrona
Las Brisas hoy Casa Sierra 17 hectáreas 2896 m2
Paraíso 1 hectárea 5000 m2
Bukarú 1 hectárea 3000 m2
Cienaga El Vichal 263 hectáreas 5000 m2 Extinta Ciénaga
Laguna de Fúquene 3 hectáreas Laguna
El Porvenir 26 322,66 hectátereas Morichales
Total 26 629 hectátereas 3422m2

Fuente: tabla elaborada por la ant (28 de agosto de 2018). Radicación número 20184300722191

De igual forma, debe tenerse en cuenta la fragilidad de nuestros ecosistemas, la creciente escases de los recursos naturales, la dificultad de expandir la frontera agrícola y el altísimo índice de concentración de la tierra. Todo lo anterior lleva a concluir que una parte del contexto en el que fue expedida la Ley 200 de 1936 ha desaparecido, de modo que tampoco puede seguir siendo la finalidad de la norma la “colonización” del territorio colombiano. La pregunta necesaria es: ¿cuál era la verdadera teleología de la norma?, ¿solucionar un problema de prueba?, ¿fomentar la colonización del campo?, ¿o tal vez ambas? Sin duda, la interpretación histórica y teleológica de la norma resulta contradictoria hoy. Por tanto, tendremos que analizar la disposición de manera sistemática con las demás normas vigentes, siempre desde la perspectiva constitucional, pues no se olvide que nuestra Carta política es norma de normas.

II. Interpretación sistemática y constitucional de las normas sobre baldíos

El artículo 64 de la Constitución establece que es un deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, de forma individual o asociativa. Uno de los de las más importantes es la Ley 160 de 1994, por la que se crea el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino. Por tanto, uno de sus objetivos consiste en “reformar la estructura social agraria por medio de procedimientos enderezados a eliminar y prevenir la inequitativa concentración de la propiedad rústica o su fraccionamiento antieconómico” (art. 1). Según la Corte Constitucional, la adjudicación de baldíos a las personas que cumplan los requisitos establecidos en la ley constituye un deber progresivo del Estado tendiente a consolidar la reforma agraria en el país. Por consiguiente, es un deber constitucional del Estado implementar la reforma agraria en el país, la cual parte del reconocimiento del constituyente de la precaria situación rural. Pero, ¿qué es la reforma agraria?, y ¿cómo interpretar con ello el origen de la propiedad rural en Colombia? Tal como lo expone Machado (1998, p. 125), comprender la reforma agraria implica saber: 1) qué se reforma (objeto), 2) cómo se reforma (forma) y 3) para qué se reforma (objetivo).

En cuanto al objeto, la reforma agraria pretende cambiar la forma en la que se distribuye la tierra entre las personas. Con acierto, Machado incluye también la forma en la que se distribuyen las aguas, elemento indispensable para el aprovechamiento de la tierra. La pregunta es cómo ha de hacerse tal redistribución. Dependiendo de la ideología, el cambio puede ser tímido con metodologías tradicionales, o drástico. Finalmente, el objetivo de la reforma agraria es el mejoramiento de la calidad de vida de la población campesina a través del acceso productivo a la tierra y, en consecuencia, el aumento de la productividad a nivel macro (país), lo que trae de suyo la introducción de tecnologías y metodologías eficientes en el agro. Así, las reformas agrarias se han clasificado en reformas regresivas o contrarreformas, convencionales, marginales y progresistas.

Una reforma agraria regresiva es aquella que no cumple con el objetivo de la reforma, aunque sí lo haga parcialmente con su objeto. De esta manera, se parcelarán tierras a favor de campesinos que antes no tenían y, seguramente, en lugares periféricos. Esto ciertamente calma los ánimos en la masa, pero no aumenta su productividad. La contrarreforma agraria, peor aún, no cumple no con el objeto, ni la forma ni el objetivo antedichos. Preserva las estructuras de tenencia y propiedad de las tierras tradicionales, fomenta la colonización de los bienes baldíos y, eventualmente, readecúa o introduce elementos tecnológicos en la tierra.

La reforma agraria convencional es aquella que se hace entre clases sociales antagónicas, pero a través del sistema institucional y preservándolo. La reforma marginal es aquella que nace y se desarrolla en el seno de la clase política tradicional, sin intervención de los trabajadores agrarios. Finalmente, la reforma agraria progresista es aquella que: 1) cambia la forma de distribución de la tierra, 2) lo hace a través de un proceso rápido de intervención, y 3) aumenta la productividad de la tierra y vincula a los campesinos al beneficio de las ganancias que se producen como titulares de dominio (Machado, 1988). Vale aclarar que en una reforma agraria pueden confluir varias características de las enunciadas.

No cabe duda de que el tipo de reforma agraria compatible con nuestra constitución es aquella de carácter progresista, ya sea con rasgos convencionales o no. Esto, por cuanto la Corte Constitucional ha identificado que el derecho de acceso progresivo a la tierra incluye: 1) el acceso a la tierra a través de la titulación individual o colectiva de tierras, 2) el acceso a recursos y servicios que permitan realizar los proyectos de vida de los campesinos y 3) seguridad jurídica en la tenencia de la tierra (Sentencia T-549 de 2016).

Así las cosas, si al día de hoy la reforma agraria progresista es un deber constitucional del Estado, no puede concebirse que existan normas en virtud de las cuales la posesión de la tierra y su posterior declaración de prescripción adquisitiva del dominio pueda considerarse como el origen de la propiedad privada. De ser así, se dejaría de lado el objetivo de evitar la inequitativa concentración de la tierra. Quien tuviera los recursos para explotar económicamente un predio lo haría y podría luego hacerse al dominio del lote explotado a través de una declaración de pertenencia.

Esta es una empresa que sin duda requiere de capacidad económica, condición que la más de las veces no cumplen los verdaderos sujetos de reforma agraria. Por el contrario, se estaría dando la propiedad de la tierra a personas que probablemente poseyeran otras, y que podrían especular con estas de manera que afecten con esto el mercado de tierras. Además, mantener la presunción de propiedad privada haría nugatorios los objetivos de la Ley 160 de 1994 que pretende, entre otros propósitos: 1) evitar el acaparamiento de tierras, 2) evitar la proliferación de minifundios que impiden un adecuado desarrollo económico rural y 3) favorecer a aquellos trabajadores rurales que no tienen bienes, entre otros.

No obstante lo expuesto hasta aquí, existe otro derecho fundamental y constitucional: el debido proceso. Con relación a este derecho, Agudelo Ramírez (2005) refiere:

el juez tiene el deber de no conducir el procedimiento contradictoriamente, derivando perjuicios de errores u omisiones propias para las partes -está obligado a tener consideración frente a los partícipes del procedimiento y su concreta situación- no supeditación a un formalismo excesivo; justa aplicación del derecho de prueba de la distribución de la carga de la prueba y la prohibición de exigencias irrazonables en la dirección de la prueba; igualdad de oportunidades, que se le de en general oportunidad a las partes de expresarse (el derecho a ser oído legalmente por el juez) (Agudelo Ramírez, 2005, [Cursivas añadidas]).

Tenemos, entonces, que el derecho al debido proceso enmarca el respeto a las normas procesales, cuyo fin es garantizar los derechos reconocidos por la ley sustancial. En este sentido, se trata de normas de orden público y, por ende, de estricto cumplimiento (art. 13, Ley 1564 de 2012 o Código General del Proceso [cgp]). Con base en esto consideramos que la presunción de propiedad privada que establece el artículo 1º de la Ley 200 de 1936, modificado por la Ley 4 de 1973, es la materialización del derecho al debido proceso del que gozan las partes en el trámite judicial. Lo anterior, en razón a los argumentos que se exponen a continuación.

De una parte, de acuerdo con el artículo 166 del cgp, “las presunciones establecidas por la ley serán procedentes siempre que los hechos en que se funden estén debidamente probados. El hecho legalmente presumido se tendrá por cierto, pero admitirá prueba en contrario cuando la ley lo autorice”. Esto significa que una vez probado el hecho base de la presunción, debe el juez presumir probado el hecho consecuente. En el caso que nos ocupa, una vez probada la explotación económica del predio en los términos de la ley, se presume la propiedad privada que se cierne sobre el predio. No podría el juez aducir argumentos de carácter constitucional, como los enunciados en el acápite precedente, a fin de desconocer esta presunción, so pena de vulnerar flagrantemente el derecho al debido proceso de las partes por derogar de manera unilateral una presunción legal.

Por otra parte, desconocer la presunción de la Ley 200 de 1936 no solo conculcaría el derecho al debido proceso, sino que afectaría la igualdad de las partes a lo largo de la litis. Si bien la existencia de la presunción no deriva en la inversión de la carga de la prueba, si es claro que existe un cambio en el objeto de la prueba. Por tanto, recae en quien afirma la carga de probar un hecho base (explotación económica de un bien), distinto del que se quiere probar, que una vez probado hará presumir también como cierto el hecho consecuente (la existencia de propiedad privada) (Parra Quijano, 2005). La razón de ser del cambio en el objeto de la prueba no es otro que evitar imponer a una parte cargas excesivas que puedan ser de difícil o imposible cumplimiento. Sobre el cambio en el objeto de la prueba indicó la Corte Constitucional que se debe a “circunstancias prácticas que hacen más fácil para una de las partes demostrar la verdad o falsedad de ciertos hechos”, en las que el traslado de las cargas probatorias “obedece a factores razonables, bien por tratarse de una necesidad lógica o por expresa voluntad del legislador, para agilizar o hacer más efectivo el trámite de los procesos o la protección de los derechos subjetivos de la persona” (Sentencia T-086 de 2016).

Así las cosas, desconocer la presunción de propiedad privada tornaría en una labor imposible la de evidenciar la propiedad privada del bien. Esto, por cuanto -como lo ha reconocido la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia- el sistema de catastro en la nación ha sido precario; de ahí que sea posible decir que existen predios históricamente considerados como propiedad privada, pero nunca han sido registrados ni se les ha abierto folio de matrícula inmobiliaria. Por tanto, si la propiedad privada inmueble se prueba con el registro que existe de este en la Oficina de Registro e Instrumentos Públicos, ¿de qué otra manera el poseedor podría probar la propiedad privada del bien, sino es a través de la presunción de propiedad de la Ley 200 de 1936 (modificada por la Ley 4 de 1973)?; ¿debe exigírsele que demuestre su posesión prescribiente con títulos inscritos desde antes de la entrada en vigencia de la Ley 160 de 1994?, o ¿debería exigírsele el título originario expedido por el Estado, cuya data puede ser remota? Desconocer la presunción de propiedad privada de la Ley 4 de 1973 tampoco parece ser una decisión constitucionalmente acertada.

Lo anterior no quiere decir que probada la explotación económica del bien este se presuma de derecho como de propiedad privada, pues bien puede la ant, a lo largo del proceso, probar en contrario a fin de mostrar que no se trata de un bien privado y se desvirtúe el hecho base.

Conclusión

De lo expuesto en este breve opúsculo fuerza concluir que no es claro al día de hoy el marco jurídico que regula el origen de la propiedad privada en Colombia. Esto hace que nuestro ordenamiento carezca de seguridad jurídica a causa de la confusión normativa y jurisprudencial que existe.

Con base en esto propongo, desde el seno académico, una solución que espero trascienda el escenario democrático. Según vimos, la presunción de propiedad privada de la Ley 200 de 1936, modificada por la Ley 4 de 1973, es necesaria en nuestro ordenamiento desde el punto de vista del derecho al debido proceso, pero contradictoria desde el punto de vista del derecho de acceso equitativo a la tierra y de la reforma agraria. ¿Qué hacer entonces? Propongo que el legislador derogue dicha norma que consagra la presunción de propiedad privada, a fin de que, a partir de entonces, no se presuma como bien de propiedad privada el predio que se explota económicamente, y solo pueda probarse el dominio privado con el registro que tuviere el inmueble en la oficina de registro e instrumentos públicos.

Sin embargo, con el propósito de no crear traumatismos ni ir en contravía del derecho al debido proceso y de acceso a la justicia, esta derogatoria debe ir acompañada de un régimen de transición. En este sentido, quienes al momento de expedición de la norma derogatoria fueren poseedores prescribientes en los términos de la Ley 4 de 1973 tendrían derecho a que la presunción de propiedad privada se tenga en cuenta en el proceso judicial y, en consecuencia, se les pueda declarar la prescripción adquisitiva. Por el contrario, quienes para el momento de entrada en vigencia de la norma no acrediten los requisitos de la prescripción rural especial (art. 4, Ley 4 de 1973), no podrán aducir luego en juicio la presunción de propiedad privada del bien, sino que solo podrán hacerse al dominio de este si prueban que puede ser adquirido mediante prescripción, valiéndose de su matrícula inmobiliaria.

No obstante, sea cual fuere la solución jurídica que se dé al problema, no debe perderse nunca de vista, por una parte, el derecho de acceso equitativo a la tierra y la imperiosa necesidad de una reforma agraria en nuestro país; por otra, la garantía fundamental al debido proceso y el acceso a la administración de justicia. Estos elementos son florilegio indispensable para la mejora del país.

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*El presente artículo es el resultado de una investigación llevada a cabo en la facultad de jusriprudencia de la universidad del Rosario maestría en derecho con enfasis en derecho privado, liderada por la profesora Luisa Fernanda García López

Cómo citar: Mora Gamboa, J. F. G. (2020). La discusión sobre el baldío y la propiedad privada en Colombia. Prolegómenos, 23(45). https://doi.org/10.18359/prole.4032

Recibido: 04 de Abril de 2019; Aprobado: 29 de Agosto de 2019

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