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Cuadernos de Geografía: Revista Colombiana de Geografía

versión impresa ISSN 0121-215Xversión On-line ISSN 2256-5442

Cuad. Geogr. Rev. Colomb. Geogr. vol.24 no.1 Bogotá ene./jun. 2015

https://doi.org/10.15446/rcdg.v24n1.41971 

DOI: http://dx.doi.org/10.15446/rcdg.v24n1.41971

Conflictos socioambientales y pobreza: el caso de la zona metropolitana de la Ciudad de México

Conflitos socioambientais e pobreza: o caso da região metropolitana da Cidade do México

Socio-environmental Conflicts and Poverty: The Case of the Metropolitan Area of Mexico City

Rolando Espinosa Hernández*
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México, D. F. – México

*Economista y Maestro en Geografía. Egresado de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Realizó sus estudios de posgrado en Geografía en la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma casa de estudios. Ha sido profesor de Economía Política en la Facultad de Economía de la UNAM y ha colaborado en diversos proyectos de investigación en instituciones universitarias, enfocados al tema de acumulación de capital y recursos estratégicos en el capitalismo contemporáneo. Es autor de diversos ensayos sobre mercado mundial del petróleo y sobre economía política de los minerales. Actualmente es coordinador ejecutivo del programa de investigación Observatorio Socioambiental, impulsado por la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad y por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología dentro del Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM. Dirección postal: Bosques de los Continentes 147, Col. Bosques de Aragón, CP. 57170, Nezahualcóyotl, Estado de México, México. Correo electrónico: rolando_eh@comunidad.unam.mx

Artículo de reflexión que presenta algunos resultados de la investigación realizada por el Observatorio Socioambiental (OSA) de la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS) y del Centro de Ciencias de la Complejidad de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Parte del trabajo de campo se realizó con el soporte del Programa de Apoyo a los Estudios de Posgrado de la UNAM.

Recibido: 10 de febrero de 2014. Aceptado: 3 de junio de 2014.


Resumen

Este artículo aborda la relación entre los procesos de precarización social y ambiental y la emergencia de conflictos socioambientales en espacios urbanos. A partir del problema clásico de la escala geográfica, se discute la presunta disyuntiva entre antiecologismo y ecologismo de los pobres. La argumentación concluye con la ilustración del caso de la ciudad de México, con el propósito de formular la pertinencia de la categoría de conflicto socioambiental para el desarrollo de una geografía crítica del conflicto.

Palabras clave: ciudad de México, conflicto socioambiental, degradación ambiental, ecologismo de los pobres, pobreza.


Resumo

Este artigo aborda a relação entre os processos de precarização social e ambiental e a emergência de conflitos socioambientais em espaços urbanos. A partir do problema clássico da escala geográfica, discute-se a suposta disjuntiva entre antiecologismo e ecologismo dos pobres. A argumentação conclui com a ilustração do caso da Cidade do México, com o propósito de formular a pertinência da categoria de conflito socioambiental para o desenvolvimento de uma geografia crítica do conflito.

Palavras-chave: Cidade do México, conflito socioambiental, degradação ambiental, ecologismo dos pobres, pobreza.


Abstract

This paper discusses the link between social and environmental precarization processes and the emergence of socio-environmental conflicts in urban areas. On the basis of the classic geographical scale problem, it debates the alleged dilemma between anti-environmentalism and environmentalism of the poor. The argument concludes with an example, the case of Mexico City, in order to formulate the relevance of the concept of socio-environmental conflict for the development of a critical geography of conflict.

Keywords: Mexico City, socioenvironmental conflict, environmental degradation, environmentalism of the poor, poverty.


Introducción

Tal y como ocurre con otras formas desarrolladas de urbanización capitalista en el mundo, la zona metropolitana de la Ciudad de México -en adelante, ZMCM- presenta cada vez más condiciones preocupantes de deterioro ambiental, de las que se derivan una gran cantidad de conflictos y formas crecientes de precarización y polarización sociales1. Esto ha perfilado una fuerte crisis urbana que -de seguir profundizándose- podría encaminar a la ciudad hacia un lamentable colapso (Barreda 2008; Belil, Borja y Corti 2012; Castells 1978, 1981; Diamond 2005; Soja [2000] 2008).

Los problemas ambientales de la expansión y densificación de la ZMCM impactan y se retroalimentan en sus cambiantes entornos periurbanos y en los centros urbanos de su corona regional (Barreda 2014; Delgado y Ramírez 1999).

Los habitantes de la ZMCM, por enunciar solo un ejemplo, padecen cada vez mayores dificultades por la merma en la recarga de los acuíferos que los abastecen, así como por numerosos problemas en la distribución del líquido, especialmente en las áreas conurbadas y periurbanas. Esto sucede al mismo tiempo en que se sufren las peores tormentas e inundaciones de las últimas décadas por toda la ciudad.

En este inquietante escenario, las movilizaciones y disputas entre grupos sociales por problemas ambientales metropolitanos, especialmente por agua, han venido creciendo considerablemente. De suerte que existe un problema mayúsculo: el hecho de vivir y padecer la crisis de la ZMCM y de su sistema central de ciudades no solo constituye un desafío teórico, sino además un denuedo existencial; pero también es una oportunidad única para desplegar la mejor tradición del ejercicio de capacidades críticas y posibilidades heurísticas para hacer frente al desafío (Barreda 2014).

Introducción al problema

Durante las últimas décadas se ha dado un fuerte proceso de urbanización de la pobreza en todas las regiones del mundo, especialmente en América Latina. Aunque la proporción de pobreza en las ciudades latinoamericanas es baja, en comparación con la que afecta en las zonas rurales, cabe destacar que la cantidad absoluta de población en esta condición es realmente elevada en las urbes del subcontinente. Esto es así porque casi tres cuartas partes de la población latinoamericana vive en ciudades: la pobreza se ha urbanizado porque también la sociedad lo ha hecho2.

La sociedad urbana mundializada no solo ha ampliado y vuelto más compleja a la pobreza, sino que ha expandido el campo urbanizado a costa de una ruralidad desposeída y degradada (Lefebvre [1968] 1969). Pobreza y degradación ambiental son dos grandes problemas que, a lo largo de la historia, se han ido entretejiendo con el fenómeno urbano. Pero, ¿cuál es la relación entre estos dos fenómenos, particularmente en las urbes, donde se presentan de la forma más aguda? En los debates sobre la definición y criterios de medición de la pobreza poco a poco se han ido bordeando estos problemas, pero no existe un consenso sobre la inclusión de aspectos ambientales como parte del proceso de precarización social3.

La definición convencional de pobreza remite a la carencia o privación directa de satisfactores o a la inadecuación de los objetos de consumo para garantizar una reproducción digna. Sin embargo, es necesario considerar además la insuficiencia, carencia o privación de los medios para producir o gozar de esos satisfactores, los cuales constituirían las fuentes del florecimiento o bienestar social (Boltvinik 2003).

La pobreza expresa la condición de la población que, por distintos motivos, dispone de medios de subsistencia insuficientes o inadecuados para satisfacer sus necesidades materiales. La pobreza indica el grado en que no están siendo satisfechas materialmente las necesidades. En la sociedad contemporánea, la carencia de satisfacción política, psicoemocional, cultural, social, etc. no puede ser considerada estrictamente como pobreza; únicamente la falta o inadecuación de las condiciones materiales -así sean ambientales- que posibilitan la reproducción social en términos normales (Boltvinik 2001).

Cada definición de pobreza implica una concepción diferente de la realidad, la adopción de distintos criterios e indicadores para medirla y, con ello, la identificación de diferentes grupos sociales en esa condición (Ruggeri, Saith y Stewart 2003).

Las causas de la pobreza, la naturaleza de la precariedad y el modo de enfrentar estos problemas se vuelven más complejos en los espacios urbanos. En la ciudad capitalista, la economía de mercado es avasallante: para sobrevivir, buena parte de la población urbana -al no disponer de medios de autosubsistencia tan elementales como la tenencia y el usufructo de la tierra- debe asalariarse o autoemplearse como pequeño propietario precarizado o en la informalidad (Fay y Ruggeri 2005).

El tipo de precariedad urbana es distinta a la rural, pues en las ciudades se concentra un conjunto de adversidades inherentes al modo de producir ciudad en el capitalismo, que son difíciles de conmensurar: costos del congestionamiento urbano, efectos perniciosos masivos y múltiples de la contaminación, riesgos y efectos derivados de todo tipo de inseguridades, entre otros (Fay y Ruggeri 2005). Comúnmente, la planificación urbana moderna lleva adelante una privatización de las bondades del gregarismo y de la aglomeración urbana (externalidades positivas) y una socialización de las adversidades (externalidades negativas) coligadas al proceso de urbanización (Sabatini 1997b).

Los múltiples conflictos socioambientales que han emergido en las ciudades -sea por disponibilidad de agua, por uso del suelo, por planeamiento urbanístico, por movilidad, por disposición de desechos, por contaminación…- son resultado del alcance que han tenido los procesos de precarización social, ambiental y de la relación de las comunidades con su entorno. Si la base material de la nueva conflictividad urbana que ha emergido en los últimos años, particularmente, en la ZMCM, es la precarización socioambiental, ¿es esta conflictividad un fenómeno estrictamente característico de los pobres?

Degradación ambiental y pobreza

Comúnmente se ha asociado el problema de la pobreza con los fenómenos de degradación ambiental y contaminación. Incluso, se ha pensado que la pobreza es condición de ambos. Pero, ¿son los pobres responsables de la contaminación o la degradación ambiental?

Durante las últimas décadas, se ha avivado la polémica sobre los vínculos causales, la influencia mutua y la retroalimentación entre pobreza y degradación ambiental4. Pese a que se reconoce que su relación es compleja y no hay consenso en torno a su causalidad, hay una tendencia a responsabilizar del problema a la pobreza. Esta idea comenzó a arraigar luego de la publicación del Informe Brundtland, en 1987, en donde se asevera:

    Con frecuencia se ha considerado que la contaminación ha sido el resultado de una demanda cada vez mayor sobre escasos recursos y que la contaminación se debía a los niveles de vida cada vez más altos de los relativamente opulentos. Pero la misma pobreza contamina el medio ambiente, creando tensiones de manera diferente. Los pobres, los hambrientos, con frecuencia destruyen su medio ambiente inmediato a fin de poder sobrevivir: talan los bosques; su ganado pasta con exceso las praderas; explotan demasiado las tierras marginales y en número creciente se apiñan en las ciudades congestionadas. El efecto acumulativo de estos cambios está tan extendido que han convertido a la misma pobreza en una importante calamidad global. (Naciones Unidas 1987, 40-41)

Este diagnóstico de las Naciones Unidas considera a la pobreza como la primera de las causas y síntomas de "nuestro futuro amenazado", y la asocia, inquietantemente, con los fenómenos de alta densidad demográfica y deterioro ambiental. Para enfrentar este último problema había que combatir la pobreza y para ello la clave era, supuestamente, el crecimiento económico. A partir de entonces, el desarrollo sustentable -esto es, el crecimiento económico basado en el uso sostenible de los recursos naturales- se postuló como el eje rector de la política ambiental y de la política de desarrollo en la mayor parte de países.

Los saldos de la política económica y social ejercida al menos durante los últimos treinta años demuestran la unilateralidad de esas afirmaciones. La crisis social y ambiental que se yergue sobre todo el planeta vuelve urgente la reconsideración y crítica de ese tipo de certezas.

La pobreza no es un factor de vulnerabilidad entre otros, sino la condición determinante para que esta exista. La pobreza produce las mayores condiciones de vulnerabilidad social que pueden concebirse (Calderón 2001). La degradación ambiental profundiza y vuelve más complejos la precarización y el deterioro físico y social de la población que ha sido socialmente vulnerada. Debido al círculo vicioso entre vulnerabilidad y pobreza, es muy común que el deterioro ambiental se reproduzca en los sitios en que estos fenómenos coinciden espacialmente. Empero, hay dos aspectos decisivos antes de definir o generalizar el tipo de relación que existe entre pobreza y deterioro ambiental: la escala desde la que se observa el fenómeno5 y la considerable diferencia entre presión de la población y presión de la producción sobre los recursos naturales (Blaikie y Brookfield 1987).

La orientación extractiva o exportadora y el uso intensivo del suelo y otros recursos naturales en ciertos territorios puede ser la causa fundamental de la degradación del suelo y del deterioro ambiental. El proceso de desarrollo urbano-industrial ha ejercido históricamente una enorme presión productiva sobre su entorno inmediato y sobre la ruralidad adyacente. Cuando las conurbaciones se transforman en grandes zonas o regiones metropolitanas por la expansión urbana (urban sprawl), se incrementa notablemente el flujo de energía y materiales con fines productivos o para la reproducción social densificada. A la vuelta de los años, el núcleo central urbano mejora su calidad ambiental mediante la exportación o externalización de parte de sus contaminantes y desechos hacia los entornos rurales o hacia las periferias empobrecidas (Martínez 2004).

La población -empobrecida o no- puede provocar degradación ambiental solamente cuando su medida rebasa la capacidad de sustentación del territorio en que se asienta, considerando el tipo y grado de desarrollo tecnológico utilizado, el nivel de producción requerido y la capacidad de regeneración natural del ambiente (Martínez 1992).

En los entornos de pobreza no necesariamente se generan mayores desechos que en el resto de lugares, sino que normalmente disponen de menores condiciones y recursos para mitigar sus impactos ambientales, para proteger el entorno o simplemente para verter y distribuir sus residuos y efectos adversos a espacios urbanos o rurales distantes.

La tesis del Informe Brundtland oculta el grave problema de fondo: lo que contamina crecientemente es el modo en que se produce y reproduce la riqueza y la sociedad en el mundo capitalista.

Así, pues, cuando se habla de degradación o contaminación del ambiente, hay que distinguir entre producir y distribuir este problema; reproducir sus impactos en menor o mayor escala, o vivir y sufrir cotidianamente en condiciones socioambientales vulnerables o deterioradas. La población empobrecida comúnmente se limita a habitar y sobrevivir a la degradación ambiental o simplemente a reproducir el problema cuando su densidad es grande o ha vivido un tiempo considerable habitando en precarización.

Las condiciones de pobreza pueden propiciar degradación ambiental sin que existan condiciones de presión demográfica. En esas situaciones, la población empobrecida reproduce en el ambiente la degradación social en la que está condicionada a vivir. La insuficiente disponibilidad de recursos naturales vitales como el agua o de servicios de sanidad empobrece a los pobres, degrada sus condiciones de vida -especialmente su salud- y puede repercutir en el deterioro del entorno ambiental en que residen. Normalmente, en los espacios de pobreza existe mayor dificultad para depositar o eliminar desechos sólidos y para verter aguas residuales. Con el tiempo, en estos sitios se acumulan desechos con baja biodegradabilidad y alta toxicidad, los que junto con la inadecuada disposición de residuos domésticos y desechos humanos producen riesgos sanitarios considerables para los propios residentes. La población empobrecida, que normalmente se asienta en las periferias urbanas, sufre un deterioro notable en los factores que condicionan la salud, e incluso llega a desarrollar perfiles epidemiológicos típicos de la pobreza. Las condiciones de precariedad determinan esta forma particular de espacialización de las enfermedades (López 2011).

En países como México no existe autoridad alguna que obligue a las empresas a responsabilizarse de los millones de toneladas de productos no biodegradables que producen y lanzan a los circuitos de distribución y comercialización. El consumo de medios de subsistencia para la reproducción cotidiana se ha vuelto sumamente problemático por su creciente cualidad degradante de la physis humana o natural. El proceso de construcción de la civilización material no solo ha requerido de sembrar el petróleo sino de consumir el petróleo. Esto ha generado nuevas formas de acumulación de basura cada vez más tóxicas y persistentes dentro de las ciudades y pueblos, así como en las periferias urbanas (Hernández 2011).

Los pobres regularmente se asientan en zonas de bajo precio del suelo, en condiciones degradadas o de vulnerabilidad. La pobreza, en ese caso, no ha sido la causa del deterioro, sino el proceso de crecimiento e intensificación urbano-industrial6.

La degradación ambiental produce condiciones de vulnerabilidad que acentúan la pobreza. La deforestación y consecuente erosión de tierras, la desecación de acuíferos, el envenenamiento de tierras por pesticidas, el abatimiento de la biodiversidad, el uso de territorios como sumideros de basura, los efectos microclimáticos del calentamiento global, etc., producen una escasez o precariedad que facilita la reproducción de la pobreza (Pascual 2006). Asimismo, la privatización de los recursos naturales o de espacios ambientalmente conservados puede aumentar la intensidad de las privaciones y vulnerar más a la población de menores ingresos. De esta manera, la privatización y la degradación ambientales se han constituido en mecanismos de marginación ecológica en función de intereses económicos de diferente escala; proceso que se expresa en la segmentación socioespacial de la población, especialmente de los sectores populares (Goebel 2010).

Todo este panorama implica un desafío de dimensiones sin precedentes: transformar la forma y los contenidos de la urbanidad capitalista mundializada, restituyendo la sustentabilidad ambiental y social del proceso de urbanización, en condiciones alarmantes y crecientes de precarización social (Aguilar y Santos 2011; Barreda 2008).


Ecologismo y pobreza

Han existido incontables luchas históricas contra los efectos negativos que la agricultura y la ganadería capitalistas han tenido sobre las condiciones de vida campesina y sobre la calidad del suelo productivo. Del mismo modo, existe una larga tradición de luchas populares por el derecho a la ciudad, esto es, por el derecho a la vida urbana o a la vida digna en las nuevas centralidades (Lefebvre [1968] 1969).

La mayor parte de estos movimientos, especialmente aquellos constituidos por poblaciones empobrecidas, son luchas por la supervivencia. Debido a esta conexión esencial que mantienen con el sustento y la preservación de la vida, estos procesos sociales han sido interpretados como movimientos ecologistas, pues su propósito central es atender las necesidades fundamentales para el sostenimiento inmediato de la vida: energía para iluminar, calentar y accionar (incluyendo las calorías de los alimentos); agua y aire limpios para mantener la salud; espacio para cultivar y albergarse, entre otros (Martínez 2004). En numerosas ocasiones, la lucha por la supervivencia también lleva a los pobres a defender el derecho a disponer y usar sustentablemente los recursos naturales o a pelear contra la contaminación, pues el ambiente constituye su condición material de vida más general.

El vertiginoso crecimiento urbano, desatado a partir de la segunda mitad del siglo XX, ha significado una enorme presión a los espacios rurales. El enorme consumo exosomático de energía y materiales del proceso urbano-industrial capitalista ha requerido de la creciente apertura de las fronteras urbana: hidráulica, minerapetrolera, agropecuaria-forestal. Esto ha mermado la capacidad de regeneración ecosistémica, al desplazar o distribuir los efectos ambientales negativos de la tecnología capitalista -como la contaminación de circuitos metabólicos- a una escala espacial más amplia y a una escala temporal más larga (Martínez 1992, 2004).

La expropiación, el saqueo o la dilapidación de recursos naturales y bienes comunes o la conversión de territorios en enormes sumideros de residuos han generado toda una gama de movimientos sociales identificados con múltiples nombres: ecologismo del sustento, ecologismo de los pobres, agrarismo ecologista, ecologismo social, ecologismo popular o movimientos por la justicia ambiental7 (Guha y Martínez 1997; Martínez 2004).

Este nuevo tipo de ecologismo normalmente no se centra en el conservacionismo ni origina su acción en los principios teóricos y éticos del ecologismo convencional. De hecho, es la situación de precarización ambiental la que los fuerza a ser y actuar como ecologistas, aunque no se identifiquen como tales. No es el impacto a las futuras generaciones o a alguna otra especie la que motiva su indignación, sino la precarización ambiental que afecta a la vida actual de las comunidades, especialmente de las más empobrecidas. En cierto sentido, esta situación de mera reacción frente a los impactos inmediatos constituye un importante límite para sus alcances en la construcción de alternativas y estrategias autogestivas.

Se trata, pues, de un ecologismo de supervivencia, que no sustituye a ese otro ecologismo de la abundancia o de sociedades prósperas. Este último se centra unívocamente en el culto a lo silvestre o en la ecoeficiencia económico- tecnológica (Martínez 2004), perspectivas que tocan aspectos importantes de la crisis socioambiental capitalista, pero que resultan claramente insuficientes ante la gravedad de los daños sociales producidos por la devastación ambiental.

El ecologismo de los pobres es una suerte de Fuenteovejuna ambiental que recuerda a los motines de subsistencia de los siglos XVIII y XIX en Europa. Su objetivo no es hacerse del gobierno ni cambiar el sistema, sino simplemente reparar los agravios y hacerse justicia (Hernández 2011). Su fuerza y rebeldía nace de la indignación colectiva frente a la injusticia ambiental.

Los motines de subsistencia de antaño eran levantamientos por el pan, por el encarecimiento o acaparamiento de los alimentos, un medio de subsistencia particular e imprescindible. Durante el siglo XVIII, en Inglaterra, estos amotinamientos apelaban a una economía moral basada en un derecho consuetudinario que no se constreñía a lo mercantil, pero que tampoco se planteaba derrocar el poder instituido. La nueva economía política significaba una desligazón entre justicia y economía, entre economía y moral, de modo que el simple consenso popular en torno a lo justo y lo normal avivaba y masificaba la protesta (Thompson [1971] 1991).

Los motines de subsistencia expresan cómo la norma o prescripción social de lo digno, lo justo o lo aceptable en términos sociales -y que, como es sabido, subyace a la definición de todo umbral de pobreza- tiene una existencia objetiva, reconocible -aunque en constante proceso de transformación- y efectivamente verificable individual o socialmente (Boltvinik 2001).

La ética de subsistencia o de supervivencia (Scott 1976) del ecologismo de los pobres recurre a formas de rebeldía que apelan a la justicia para disponer de un medio de subsistencia general y determinante: el ambiente.

Si bien es cierto que los pobres no son ecologistas en todo momento ni en todo lugar, en muchas ocasiones la población empobrecida involucrada en este tipo de movimientos actúa en pos de la conservación de los recursos naturales y de mantener una buena calidad ambiental -aunque no tenga pretensiones o se identifique como ecologista- (Martínez 2004).

El carácter ecológico de estos movimientos sociales se expresa de manera múltiple: exigiendo una compensación económica por daños a la salud o al ambiente, apelando a un comportamiento ético-moral que garantice la conservación ambiental o la remediación de ambientes deteriorados o demandando justicia ambiental a instituciones sociales de diferente tipo o nivel (Martínez 2004). Pero, sin duda, una demanda que distingue al ecologismo de los pobres de los motines de subsistencia e incluso de otro tipo de movimientos sociales es su exigencia de preservar los recursos naturales en su condición de bien común, es decir, fuera de los dispositivos de privatización, mercantilización y enajenación. Los conflictos por el derecho al agua y en contra de su privatización, por la defensa de los bosques y contra su devastación, por la defensa de la tierra y el ejido, por el derecho a vivir dignamente en la ciudad y por el derecho al lugar en el que se habita tienen muchos antecedentes en México.

De tal suerte, el ecologismo de los pobres ha tratado de mantener vigente un espacio social de economía moral (Scott 1976; Thompson [1971] 1991) dentro de la sociedad capitalista contemporánea. Esta lucha ha transcurrido por lo menos durante los últimos treinta años, a contracorriente y fuertemente obstaculizada por la política neoliberal.

A pesar del amplio horizonte abierto por el ecologismo de los pobres para conceptualizar la emergencia de nuevas formas de conflictividad social en el campo y la ciudad, su enfoque tiene varias limitaciones que han sido criticadas por tres razones principales:

1. No se trata de un fenómeno estrictamente de pobres ni se presenta necesariamente como una forma polarizada de conflicto entre opresores y oprimidos, entre ricos y pobres o entre depredadores y ecologistas (Folchi 2001).

Por un lado, la situación de pobreza no es condición necesaria ni suficiente para defender el ambiente o para escenificar movimientos sociales de este tipo. Los efectos sociales de la degradación ambiental no impactan exclusivamente a los pobres ni solo la población empobrecida puede sensibilizarse de ellos. Los pobres, sin duda, resultan más vulnerables frente a este problema, sin embargo, en numerosas ocasiones estos movimientos ocurren en entornos no empobrecidos e incluso privilegiados.

Por otro lado, si bien en la mayor parte de los casos el fondo de la cuestión es la contradicción entre intereses de clases dominantes y clases subalternas (pequeños propietarios, pequeños comerciantes, comuneros, campesinos, proletarios, etc.), existen conflictos por problemas ambientales entre grupos sociales de clases subalternas -caso de algunos conflictos intercomunitarios-.

2. No en todos los casos la población empobrecida actúa de manera ecologista al defender sus medios de vida -que en su forma más general son elementos o procesos ambientales- frente a la degradación ambiental. Si bien el punto de partida de este tipo de movimientos sociales es siempre el conflicto, no siempre la premisa, el desarrollo o desenlace de estos es el ecologismo. Antes de la existencia del conflicto puede haber existido una relación de subsistencia socialmente estable con el medio ambiente, pero ecológicamente degradante (Folchi 2001); incluso la corriente del ecologismo de los pobres llega a percatarse de ello.

Cuando los pobres, los que no son pobres e incluso los ricos protestan por motivaciones ambientales, no siempre lo que está en juego es la preservación del equilibrio ambiental. En varios casos se presentan situaciones en las que el conflicto surge por una disputa o pugna por el usufructo o explotación de un recurso ambiental, lo que no necesariamente se hace de manera ecológica o sustentable. En muchos lugares, existen casos históricos de conflictos por el derecho de extracción de madera o por la cuota de pesca en escalas intensivas8.

3. No emergen, exclusivamente, como efecto o respuesta a la degradación ambiental o explotación intensiva de recursos naturales, sino que se gestan también frente a una acción o transformación sobre el ambiente sin consentimiento libre, previo e informado por parte de quienes habitan o trabajan en sus inmediaciones. Incluso esa transformación puede tener efectos positivos además de los impactos sociales adversos: la mejora del sistema de transporte o la contención del deterioro ambiental, por ejemplo. Sin embargo, por tratarse de una acción no consensuada puede convertirse en un conflicto social (Folchi 2001).

Existen además otras fuentes de conflicto por exclusión, despojo, privatización, mercantilización o tarifación de espacios o recursos naturales que vulneran, tensan, violentan o precarizan la relación de las comunidades con el entorno. Esto evidencia que, en el fondo, este tipo de conflictos se generan por formas problemáticas de relación entre la sociedad y la naturaleza (Folchi 2001): en ello estriba su carácter socioambiental9.

Los conflictos socioambientales

En México, al igual que en otros lugares del mundo, la conflictividad socioambiental no es un fenómeno nuevo, y tampoco ha sido un producto exclusivo de la política neoliberal. Sin embargo, nunca como ahora se habían desatado de manera simultánea tantos problemas de este tipo, con tramas causales tan diversas y con efectos tan destructivos. Lo que distingue a los actuales conflictos socioambientales es que una parte cada vez mayor de ellos se origina en la creciente degradación del ambiente en tanto valor de uso global. Su base es, en la mayoría de casos, el impacto consumado o la inminencia del riesgo de deterioro o degradación de por lo menos alguna de las dimensiones de la funcionalidad ecológica territorial: física, química, biológica o energética. En muchas ocasiones, las cualidades de estos territorios constituyen la base identitaria de la comunidad que ahí se ha asentado.

Durante las últimas décadas, el gobierno mexicano ha jugado un papel protagónico en la conflictividad socioambiental, aunque, inquietantemente, también los órganos legislativos de distintas competencias e incluso las diferentes instancias del poder judicial10. De ser la instancia apelativa y de interpelación dentro del desarrollo de los conflictos, cada vez más se puede observar al gobierno mexicano como agente productor de conflictividad por motu proprio o como entidad que potencia o complica la conflictividad, la afectación o el riesgo al participar como institución de mediación, conciliación, regulación o sanción.

No se trata de un problema de percepción social -sea del riesgo o del impacto ambiental-, sino de una degradación real, acumulada y constatable en incontables espacios urbanos y rurales del país. La reproducción social en esos entornos ha quedado marcada por el estrés de vivir constreñidamente o de resistir la producción social de riesgos y desastres ambientales11.

De este modo, los conflictos socioambientales se presentan como un conjunto de relaciones de pugna y confrontación, en el que interactúan comunidades, grupos sociales, instituciones, empresas e individuos, motivados por el despliegue de formas problemáticas de apropiación de recursos y espacios territorializados. Son el resultado de la toma de decisiones o la ejecución de acciones que afectan o amenazan con afectar negativamente las condiciones más generales de reproductividad o los intereses de grupos sociales en un territorio; es decir, son disputas o conflictos mediados por el ambiente.

De acuerdo con la teoría de la producción social del espacio (Harvey 1994; Lefebvre [1974] 2013; Santos 1996), las relaciones sociales de producción no solamente metabolizan a la naturaleza para generar la totalidad de la riqueza social, sino también el espacio y el tiempo sociales en el que esta se elabora, distribuye y disfruta. Las relaciones sociales de producción capitalistas son capaces de generar múltiples formas sociales de vulneración, riesgo y vulnerabilidad. Son las condiciones económicas, políticas y culturales de la sociedad las que producen espacios sociales vulnerados, riesgosos o vulnerables (Calderón 2001).

De esta manera, se puede hablar de un proceso de producción y reproducción social del daño (vulneración), del riesgo y de la vulnerabilidad. Esto no significa que no existan riesgos de origen natural, es decir, fenómenos naturales que arriesgan a la sociedad pero que no han sido socialmente producidos o que su impacto no ha sido escalado por las actividades humanas. Empero, en gran cantidad de casos, esos fenómenos naturales actualizan las condiciones sociales de vulnerabilidad y riesgo y sacan a la luz la historia de desigualdad que priva dentro de la sociedad (Blaikie et ál. 1996; Calderón 2011). Así pues, el riesgo social constituye un proceso de construcción histórica de condiciones de vulnerabilidad socioeconómica e institucional frente a condiciones socionaturales adversas (Blaikie et ál. 1994; Hewitt 1983). Desde esa perspectiva, la condición necesaria de existencia de la conflictividad socioambiental sería la efectivización (impacto), la relevancia (gravedad) o la inminencia (potencial) del riesgo social.

Sin embargo, no todo espacio degradado ambientalmente se constituye como lugar de conflictividad social. Para ello se requiere que el riesgo o el impacto de una actividad o decisión consigan vulnerar, por lo menos, alguna de las dimensiones del ambiente con la que los habitantes de un sitio mantienen un vínculo común que funda su identidad o reproductividad sociales (Blaikie et ál. 1996). Esta es la condición suficiente para que emerja esta forma peculiar de conflictividad12.

Conflictos socioambientales y pobreza en la ZMCM

Consideraciones preliminares sobre la recopilación de datos

Para obtener los resultados presentados a continuación, se sistematizaron los conflictos sociales que trascendieron a la opinión pública, a través de periódicos nacionales, o que fueron denunciados ante la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales, a través de sus numerosos talleres, seminarios, foros y eventos locales y nacionales. Estos conflictos fueron motivados por escasez, disponibilidad limitada, privación en la disposición, mala distribución, dispendio o contaminación de recursos naturales.

La compilación de casos de conflictos socioambientales en fuentes indirectas se realizó por medio de la programación de un motor de búsqueda, aplicado a los portales de internet de periódicos nacionales y sitios electrónicos seleccionados, que utilizó la combinación de palabras clave y los nombres de cada una de las delegaciones y municipios que integran la ZMCM.

Una vez concluido el proceso de búsqueda, discriminación y registro, se seleccionaron aquellos casos que se encontraban activos o latentes en el 2010. Ulteriormente, se corroboró la información en campo a través de sesiones con grupos focales (algunos vinculados al movimiento urbano), guías de observación, entrevistas a afectados y fichas de sistematización. Con toda esta información se compiló una base de datos compuesta por diferentes variables de interés.

Para el presente ensayo se definió como unidad de análisis los centroides de las colonias o trazas de la ZMCM donde radica la principal base social impugnante y, en el caso del índice de marginación urbana, las áreas geoestadísticas básicas -en adelante, AGEB- de las que se sustrajeron las categorías de grado de marginación.

Los conflictos se tipificaron de acuerdo al impacto ambiental motivante o a la principal reivindicación manifiesta y, posteriormente, se georreferenciaron con el apoyo de actores en el conflicto o con base en testimonios orales y escritos.

Para concluir, se proyectaron las AGEB de la ZMCM según el grado de marginación calculado por el Consejo Nacional de Población -en adelante, Conapo- para el 2010 y, finalmente, se ejecutó la unión espacial de los atributos de las AGEB que contenían a los sitios en los que se escenificaron los conflictos.

Sobre la estimación de la pobreza urbana

Debido a las restricciones en la disponibilidad de información para la estimación de la pobreza en el nivel de agregación trabajado, se operacionalizó esta variable con base en el índice de marginación urbana calculado por el Conapo, lo cual es una aproximación suficiente para los propósitos de este ensayo.

El índice de marginación urbana es una medida-resumen que permite diferenciar AGEB urbanas del país, según el impacto global de las carencias que padece la población como resultado de la falta de acceso a la educación, a los servicios de salud, la residencia en viviendas inadecuadas y la carencia de bienes. Para calcular este índice en 2010, el Conapo consideró diez indicadores socioeconómicos que estiman la satisfacción o privación en cuatro dimensiones básicas de la vida social: vivienda, salud, disponibilidad de bienes elementales y educación13. Con este índice, el Conapo pretende medir el grado en que grupos de población tienen limitaciones para cubrir necesidades básicas por no tener medios para disponer de una vivienda digna, de servicios médicos, de bienes electrodomésticos básicos y de servicios educativos.

Un problema importante en el cálculo de este índice es que, debido a las deliberadas omisiones en el cuestionario básico aplicado en el censo 2010 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), no se incluye el nivel de ingreso de la población ocupada; esto es, el indicador decisivo para estimar la pobreza en la sociedad actual, pues se trata del principal medio de disposición de bienes o servicios para satisfacer necesidades. El Conapo trata de compensar esta limitación en la disponibilidad de información por AGEB considerando la posesión de bienes de consumo duradero -particularmente, el refrigerador- como indicador de la capacidad de ingreso de los hogares. Quizá la única ventaja que tiene esta limitación en el cálculo del índice es que evita los problemas de colinealidad entre las variables explicativas utilizadas y el nivel de ingreso. Empero, es una omisión que impide conocer con mayor detalle la desigualdad social que existe en México.

La periferización de la pobreza

La ZMCM se ha convertido en una de las mayores ciudades- región del planeta. Su reproducción se apuntala en un enorme metabolismo -social, material y energético- que involucra un copioso abasto desde entornos inmediatos y distantes: alimentos, agua, minerales metálicos, materiales de construcción, electricidad, hidrocarburos, entre otros; y un desbordante vertido de desechos hacia los intersticios urbanos y el entorno periurbano: aguas residuales y basura.

El proceso de desarrollo de esta gigantesca urbe ha profundizado, paradójicamente, la polarización social, la producción de riesgos y daños socioambientales, la violación sistemática de derechos individuales y colectivos y la precarización de la vida de miles de ciudadanos (Barreda 2008)14. Ante la insuficiencia de políticas de producción y distribución del espacio social, a medida que la ZMCM se expande y densifica emergen nuevos conflictos o se profundizan los ya existentes (Iracheta y Medina 2008). Así, la Ciudad de México se encuentra ante el reescalamiento de todo tipo de conflictos urbanos y socioambientales.

La capital del país ha contado con una planeación urbana ineficaz, contradictoria e insuficiente respecto de la creación y regulación de reservas territoriales aptas para la expansión de su zona metropolitana. Por esta razón, el suelo de conservación y, más recientemente, el suelo de propiedad social han constituido históricamente los principales espacios para el crecimiento urbano (Aguilar y Santos 2011; Iracheta y Medina 2008).

La población empobrecida de la ciudad difícilmente puede obtener una vivienda con servicios adecuados en los espacios urbanos consolidados. De modo que la ocupación del suelo de conservación en las áreas periféricas de la ciudad -a través del fraccionamiento y construcción ilegal o legalizada para nuevos desarrollos inmobiliarios- se ha convertido en un descollante mercado de vivienda, especialmente para la población de bajos ingresos. Se estima que prácticamente dos terceras partes del territorio circundante a los polígonos urbanos son terrenos de propiedad social. Hecho que pone en evidencia que la ciudad informal ha alcanzado una superficie superior a la de la ciudad regularizada o formal (Iracheta y Medina 2008).

De esta manera, se ha construido una ciudad dual, cuya espacialidad, caracterizada por una creciente fragmentación y segregación residencial, refleja la estructura socioeconómica que subyace a la sociedad capitalista. La población urbana ocupa los espacios de la ciudad de acuerdo al nivel de ingresos, lo cual produce una serie de conflictos por la distribución del espacio social y urbano y por la disposición de los servicios que garantizan una reproducción social adecuada (Iracheta y Medina 2008).

La estructura de la ZMCM sigue presentando rasgos del modelo tradicional de segregación espacial, particularmente la persistencia de élites en espacios definidos; además de un patrón de distribución espacial caracterizado por una notable dispersión de los estratos proletarios y de clase media y por el emplazamiento periférico de los grupos empobrecidos hasta la franja donde comienza la ruralidad (Aguilar y Mateos 2011). De tal suerte, se puede observar un proceso franco de periferización de la pobreza, caracterizado por la creciente presencia de asentamientos de población con bajos ingresos, que habita en condiciones precarias de vivienda, sin servicios urbanos básicos como agua y drenaje y localizada en la periferia inmediata o distante de la ciudad (Aguilar 2008). En los límites de los polígonos urbanos se puede notar la permanencia de la precariedad urbana, combinada con desarrollos urbanísticos de vivienda masiva y diversas formas de irregularidad de los asentamientos a costa del suelo de conservación15.

El Conapo estima que, para el 2020, la población de la ZMCM ascenderá a más de 21 millones de habitantes16. Según investigaciones recientes, de acuerdo a los posibles escenarios de densidad demográfica futura, esta expansión urbana puede significar entre 38 mil y 56 mil ha de nuevo suelo urbano (Suárez y Delgado 2007). Si, como se sabe, esta expansión solo dispone de suelo de conservación para efectivizarse, es previsible que ello signifique una mayor incidencia o intensificación de conflictos urbanos y socioambientales. Es de tener en cuenta que, según estimaciones de especialistas, con cada 100 ha de suelo de conservación urbanizado se pierde la capacidad de abastecer de agua a alrededor de 2.400 viviendas (Aguilar y Santos 2011), lo que significa un enorme conflicto latente tan solo en lo que respecta al problema hídrico urbano.

Rasgos generales de la distribución espacial de los conflictos socioambientales

De acuerdo con la investigación realizada por el Observatorio Socioambiental -en adelante, OSA-, en el 2010 existían al menos 78 conflictos socioambientales en la ZMCM (tabla 1 y figura 1).

Como puede observarse en la tabla 1, la gama de motivaciones y reivindicaciones ambientales de estos conflictos es amplia, si bien es muy evidente la preponderancia que han tenido dos fenómenos en su conjunto. Por un lado, los conflictos motivados por los efectos de la extensión o densificación urbanística: expansión de infraestructuras inmobiliarias, viarias, comerciales, etc. Y, por otro lado, y a menudo de manera concomitante, los omnímodos conflictos de naturaleza hidrológica, especialmente aquellos ligados a problemas de suministro o extracción intensiva de agua; aunque es de destacar que estos últimos han sido menos frecuentes en los entornos de menor marginación.

La mayor parte de toda esta conflictividad se ha escenificado en espacios urbanos con grados de marginación medio y muy bajo (casi el 62% de los casos identificados). Es posible afirmar que este proceso ha involucrado efectivamente a sectores empobrecidos o que sufren de marginación. Sin embargo, los conflictos no se han desenvuelto fundamentalmente en los entornos urbanos de mayor nivel de privaciones y marginación (solamente cuatro casos del total registrado).

Aunque es notable que en estos ámbitos las motivaciones están muy vinculadas a problemas derivados del vertido o la disposición de basura y residuos tóxicos.

Los conflictos localizados en los ámbitos urbanos de alto y muy alto grado de marginación representaron poco menos de la cuarta parte del total de casos. Es de notar que, como habría de suponerse, este conjunto de conflictos se ha emplazado en la periferia del área urbanizada. Esto es, de acuerdo al patrón de periferización de la pobreza que ya antes se ha referido (figura 2).

Quizá lo más sorprendente es que más del 40% de los conflictos socioambientales en la ZMCM han sucedido en zonas urbanas de baja o muy baja marginación. En buena medida esto se debe a que en esos espacios el equipamiento y el entorno urbanos todavía conservan cierta integridad y relativa calidad en algunas dimensiones ambientales: áreas verdes, abasto de agua de calidad aceptable, entre otros; los cuales están siendo fuertemente presionados por los procesos de especulación inmobiliaria y densificación urbana (véase tabla 2).

Tabla 2

Es posible constatar que el ecologismo de los pobres ha emergido y es vigente, sin duda, en la ZMCM. Sin embargo, este fenómeno es solo una parte del complejo mosaico que compone a este tipo de conflictividad, que se ha desarrollado durante los últimos años en esta megalópolis y en numerosos espacios urbanos y rurales del país.

A reserva de hacer -en un futuro ensayo- una descripción pormenorizada de los conflictos de la ZMCM o de analizar su tipología, sus motivaciones, el perfil de sus actores y los patrones espaciales del fenómeno en su conjunto, es importante destacar rasgos muy generales de su disposición territorial.

Como pudo observarse en el mapa de la figura 1, la mayor parte de los conflictos socioambientales se han concentrado en las porción sur-suroriente y, en menor medida, en la región poniente de la ZMCM. Al analizar la tabla 2, vale acotar -considerando el trabajo de campo realizado por el OSA- que en el sur-suroriente de la ciudad se han escenificado sobre todo conflictos sociales por efecto de procesos de extensión urbanística y por problemas de suministro o extracción intensiva de agua. Entre estos cabe mencionar los casos de Santa María Huexoculco, La Candelaria Tlapala, Amecameca, San Martín Cuautlalpan, San Miguel Teotongo, San Gregorio Cuatzingo, San Antonio Tecómitl, San Lucas Xochimanca, Ixtapaluca, Tlalmanalco de Velázquez, Santiago Tepalcatlalpan, San Andrés Tomatlán, Unidad Habitacional Cuatro Vientos, San Francisco Tlaltenco y Santa Cruz Meyehualco.

Mientras que en el poniente-surponiente de la ciudad, en zonas donde frecuentemente los entornos urbanos son más adecuados o menos precarizados, se han condensado los conflictos desatados por procesos de densificación urbanística -inmobiliaria, viaria y comercial-, en perjuicio de áreas verdes, parques públicos y suelo de conservación. A este respecto, destacan los casos de Molino del Rey, Lomas Verdes, Los Encinos, Polanco, Lomas de Tecamachalco, Jardines de San Mateo, Lomas de Chapultepec, Lomas del Chamizal, Reforma Social, San Nicolás Totolapan y La Malinche.

Los conflictos sociales por vertido y disposición de residuos sólidos y aguas residuales, en muchas ocasiones de alta toxicidad, se han desenvuelto principalmente en el norte de la ZMCM. Se identifican, entre otros, los casos de San Juan Teacalco, Sierra de Guadalupe, San Luis Ayucan, Santa María Ajoloapan, Prados de San Juan, Nexquipayac, Apaxco de Ocampo, Santa Clara, Lechería, San Luis Huexotla, Impulsora, La Providencia, Lomas de San Francisco Tepojaco, Calpulli del Valle y Las Américas.

Antes de concluir, es importante advertir que, al haberse limitado este ensayo a presentar los conflictos que se desenvuelven en las áreas urbanas de la ZMCM, se ha soslayado un conjunto de casos que se circunscriben a los entornos periurbanos y áreas interurbanas de la corona regional de ciudades del altiplano central. Como resultado de esta limitación, no aparecen los conflictos sociales que se desarrollan en espacios periurbanos, al norte y oriente de la ZMCM, que están sujetos a procesos de urbanización incipiente, pero que no son todavía áreas urbanas consolidadas17. Normalmente se trata de terrenos de propiedad social, pueblos y asentamientos que están siendo fuertemente presionados por dinámicas de especulación inmobiliaria, ligadas a la urbanización extensiva, es decir, al proceso de producción de nueva ciudad, especialmente en la forma de concentraciones inconexas de pequeña vivienda precarizada y masificada.

A manera de colofón

El proceso de urbanización de la sociedad contemporánea ha ido aparejado de dos preocupantes fenómenos: la urbanización de la pobreza y la degradación ambiental de lo rural y lo urbano. Estos dos problemas mantienen una relación compleja entre sí y con el proceso de urbanización. Sin embargo, en el desarrollo del estado del arte de la cuestión han surgido y reaparecido -desde muy diferentes perspectivas y con propósitos contrapuestos- dos planteamientos que esbozan una antinomia que es muy importante resolver: la pobreza es una condición que tiende a ser antiecológica o la pobreza es una condición que tiende a ser ecológica.

El problema de tal tendencia o disposición depende, por una parte, de la forma social específica de la pobreza y de los contenidos materiales concretos que posibilitan a los desposeídos relacionarse con la naturaleza en un sentido o en otro. Por otra parte, el problema depende de la diferente escala desde la que se observa el fenómeno. Así, la antinomia se puede resolver si se aborda en términos históricos y geográficos.

La relación entre procesos de precarización socioambiental -pobreza y degradación ambiental, particularmente en la forma exacerbada que presentan en la ciudad- y ecologismo ha permitido plantear los criterios básicos para la construcción del concepto de conflicto socioambiental, en vista de afianzar el desarrollo de una perspectiva crítica dentro de la geografía del conflicto. El concepto de ecologismo de los pobres ofrece una serie de posibilidades y límites que se han vuelto patentes al observar el problema de la relación entre conflictividad socioambiental y pobreza -observada como marginación- en la ZMCM.

Evidentemente, los grados de marginación del entorno urbano no permiten adscribir a sus habitantes a una clase social en particular. Sin embargo, posibilitan una aproximación sobre la base de un promedio de privaciones sociales del hábitat y del equipamiento urbano. Así, los conflictos socioambientales no solo involucran a sectores sociales empobrecidos, sino a grupos sociales de clases subalternas (pequeños propietarios, pequeños comerciantes, proletarios, etc.) que habitan en condiciones menos precarizadas. Asimismo, en muchos de ellos es posible encontrar estratos sociales con mejores condiciones de vida y personas o grupos sociales de clases acomodadas.

Este fenómeno se debe a que el ambiente rebasa a los dispositivos de clasificación social, pues se trata de un medio de vida generalizado. Hasta cierto punto, la degradación ambiental puede clasificarse socialmente, por ejemplo, mediante la planificación urbanística o el cambio de uso de suelo, temas clásicos observados por la geografía crítica; pero, en cuanto tal, este problema impacta a la sociedad civil en su conjunto. Por esta característica del valor de uso ambiental -medio de vida y medio de producción generalizado-, su privatización o degradación puede desatar, además de complejos procesos de proletarización o desclasamiento, diversos tipos de conflicto entre y al interior de las clases sociales.

Lo que ha emergido en las grandes urbes, como la ZMCM, es una forma de ecologismo popular, en el sentido amplio de la palabra, pues tiende a involucrar a todo tipo de estratos y clases sociales, que se movilizan porque ven precarizadas sus condiciones de vida y su relación con su entorno ambiental. La pobreza y la conflictividad urbanas se han acentuado y vuelto más complejas y, precisamente por ello, siguen vigentes y con mayor pertinencia las demandas sociales por el derecho a la ciudad y a la vida urbana, por el derecho a la naturaleza y a su disfrute y por el derecho al campo y a la vida en la naturaleza como tal (Lefebvre [1968] 1969).

Si el derecho a vivir dignamente en la ciudad no es simplemente el derecho a disponer de lo que ya existe en ella, sino a cambiarlo a partir de los anhelos más profundos, entonces, "el derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad" (Harvey 2009). Lo periférico se sitúa, a veces, en el centro, y puede ser la clave para llegar a él (Hernández 2011): ese es el caso de los movimientos por la justicia ambiental y la lucha por dignificar el lugar en que se vive.

Estos eventos se configuraron de acuerdo a un patrón de crecimiento discontinuo, organizado en torno a ejes radiales (figura 1). Dentro del mapa metropolitano, los diferentes sectores comenzaban a organizarse a partir de una lógica de estratificación territorial doble: por una parte, era posible reconocer en los tres brazos principales de la urbanización (norte, oeste y sur) una gradación descendente de Norte a Sur en la capacidad económica; por otra parte, era factible comprobar que en cada una de las líneas de la expansión -que hasta los años treinta se extendían hasta una distancia promedio de 20 km por fuera de la capital- existía un núcleo principal, en torno a los cuales se desarrollaban anillos subperiféricos, en los que iba disminuyendo la capacidad socioeconómica a medida que aumentaba la distancia a cada subcentro. En medio de este panorama, aún permanecían como tierras de cultivo, pequeñas granjas o áreas destinadas al uso industrial las tierras más alejadas de los núcleos poblados.


Notas:

1Entre los procesos que potencian la vulnerabilidad de amplios sectores sociales se incluyen la concesión de infraestructuras y equipamientos urbanos, la privatización de servicios otrora garantes de condiciones mínimas de reproductividad social o los francos procesos de gentrificación (Smith 1996).

2A mitad de la primera década del nuevo siglo, se consideraba que al menos cerca del 60% de la población latinoamericana considerada en pobreza y el 50% de extremadamente pobres habitaban en ciudades (Fay y Ruggeri 2005).

3Es consabido el debate secular, a veces muy intensificado, en torno a cómo concebir la pobreza en general, la forma específicamente capitalista del fenómeno o los modos en que esta se ha concretado históricamente, por ejemplo, como pobreza urbana -lo que de suyo implica, adicionalmente, discutir cómo definimos lo urbano hoy en día-. Cada una de estas concepciones y el debate entre sus múltiples interpretaciones subyace a todos aquellos intentos de medir este decisivo problema social en constante transformación (Santos [1978] 2009).
Sobre este último punto, es posible sostener que, hasta ahora, las aproximaciones más desarrolladas y complejas para la medición de la pobreza en la sociedad contemporánea son el método mejorado de medición integrada de la pobreza -en adelante, MMIP-, desarrollado por Julio Boltvinik, y el índice de progreso social o de privación vital, propuesto por Meghnad Desai. El MMIP permite evaluar la incidencia y la intensidad de la pobreza, a través de indicadores de valor (especialmente el ingreso) y de un conjunto muy amplio de indicadores de valor de uso: dimensiones productivas, consuntivas, vitales (en términos de duración o de calidad), políticas, culturales, de heredad, de sociabilidad y afinidad, de tiempo libre, etcétera (Boltvinik 2001).

4Para tener un buen panorama sobre este debate, véase Blaikie y Brookfield 1987; García, García y Álvarez-Buylla 1991; Gray y Moseley 2005; Grepperud 1997; Nkonya et ál. 2008.

5La mayor parte de los estudios que sugieren que la pobreza deteriora el ambiente se circunscriben a la escala nacional y no barrial o doméstica; según la escala geográfica y la pertinente unidad de análisis empleadas, se obtienen resultandos muy distintos (Gray y Moseley 2005). A esto se le conoce en geografía como el problema de la unidad de área modificable y su soslayo puede llevar a sostener juicios de falacia ecológica, como el del Informe Brundtland. A contrario sensu, recientemente el Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos de Francia realizó una investigación sobre las emisiones de dióxido de carbono de la economía nacional. De acuerdo con sus resultados, el 20% de los hogares más ricos emiten casi tres veces más dióxido de carbono que el 20% de los hogares más pobres (Lenglart, Lesieur y Pasquier 2010).

6Un ejemplo claro al respecto ha sido observado en la zona del Ajusco, al sur de la ciudad de México. Allí la tala del bosque, el agotamiento de manantiales y el deterioro del suelo apto para cultivo comenzó con la operación de haciendas y fábricas en su entorno, antes del inicio de la urbanización popular de este lugar. La degradación ambiental del Ajusco se acentuó notablemente cuando, a finales de los años cuarenta, se concesionó la explotación de bosques a la fábrica Loreto y Peña Pobre (Schteingart 1997).

7El antecedente de los movimientos por la justicia ambiental se remonta a las movilizaciones contra el racismo o discriminación ambiental, escenificadas en los Estados Unidos durante los años ochenta. Comunidades minoritarias y pobres en aquel país han habitado en zonas donde, con frecuencia y sin mayor dificultad, se instalan y operan vertederos de basura, autovías y fábricas, que exponen a la población a un gran riesgo y contaminación. Este fenómeno desató indignación y cuestionamientos sobre la forma discriminatoria de la planeación urbana en varios países del mundo. Ya desde inicios de los setenta, la geografía radical había planteado el problema de la justicia social en la asignación espacial y en la distribución territorial de la ciudad y el campo (Harvey 1973). El tema volvió a replantearse en los ochenta como justicia socioespacial, para luego ser retomado en diferentes corrientes de la geografía contemporánea, incorporando el problema de la justicia ambiental (Santana 2012).

8Quizá el conflicto mexicano más emblemático al respecto sea el de la región del Valle del Mezquital, una zona que ha recibido enormes impactos socioambientales por la descarga de aguas residuales provenientes de la Ciudad de México. A pesar de esta situación, en este lugar ha existido un añejo conflicto de algunas comunidades entre sí y con la Comisión Nacional del Agua por la disponibilidad de estas aguas para el riego de hortalizas. Los campesinos de la región consideran que la productividad de sus tierras depende de este "abono gratuito", a pesar de los riesgos ambientales y epidemiológicos que implica su uso.

9Aquí denomino conflictos socioambientales a lo que, recientemente, en la ecología política, se ha denominado conflictos de contenido ambiental (Folchi 2001). Con este último término se define a todo conflicto social suscitado a propósito de la relación inmediata o mediata con el ambiente. Según esta perspectiva, se trata de movimientos sociales que no necesariamente se despliegan en defensa del entorno, sino que se gestan por la privación en la disposición, la apropiación o el usufructo del ambiente o por el deterioro ambiental. Es de advertirse que esta definición de conflictos socioambientales es muy diferente de lo que en la ecología política chilena se denomina con el mismo término (Sabatini 1997a; Sabatini y Sepúlveda 2002). En aquella corriente ecológica se distingue entre conflicto ambiental o conflicto ecológico distributivo (Martínez 2004) y conflicto socioambiental (Quintana 2008; Sabatini y Sepúlveda 2002). Según esto, el conflicto ambiental surge por la irresponsabilidad o la negativa de las empresas para remediar los efectos degradantes que sus actividades generan en el ambiente. De tal suerte, el capital distribuye o traslada a una comunidad o a la sociedad en su conjunto los efectos externos negativos derivados de los usos del suelo necesarios para sus procesos extractivos, industriales y distributivos. Por su parte, los conflictos socioambientales se motivan por la agudización del deterioro ambiental, la vulneración de las condiciones de vida o la producción social de condiciones de riesgo. De tal modo, se desarrollarían como procesos sociales de denuncia y movilización para impugnar la apropiación, control, distribución y utilización excluyentes de los recursos naturales o para fincar responsabilidades y exigir remediación por el daño social provocado por el deterioro ambiental.

10El conflicto aparece así fundado y motivado en las diversas contradicciones entre o al interior de las leyes y normas que rigen la materia, en la ausencia de legislación o normatividad, en la transgresión -tolerada o beligerante- de las estas o en la transgresión legalizada o convertida en criterio normativo.

11El primer caso paradigmático de conflictividad socioambiental en México ocurrió en 1978. En ese año, la empresa Cromatos de México fue obligada a cerrar su planta -en la que producía sustancias para curtir pieles a partir de cromita- en Tultitlán, estado de México, y reubicarse fuera de la ciudad porque una coalición de estudiantes, médicos y organizaciones sociales del norte de la ZMCM demostró que el manejo irresponsable de sus desechos tóxicos había dañado la salud de más de 150 mil personas (González 1997). No fue sino hasta la década de los noventa que este tipo de conflictividad se generalizó y agudizó, no solo en México -con casos como los del confinamiento de residuos tóxicos en Guadalcázar, San Luis Potosí, entre 1989 y 1991, considerado el conflicto socioambiental más costoso en la historia del país, o el del incendio en la fábrica de pesticidas y fertilizantes Anaversa, en 1991, en Córdoba, Veracruz, cuya secuelas de muerte todavía siguen vigentes después de 20 años del accidente-, sino en toda América Latina (González 1997; Quintana 2008).

12Los conflictos socioambientales no solo constituyen una forma de expresión de la insustentabilidad del proceso capitalista de apropiación urbano-industrial de la naturaleza, sino, en determinadas situaciones, pueden desatar procesos de transformación de las condiciones que les dan vigencia. En muchas ocasiones estos procesos han devenido en espacios de autogestión para la remediación de ambientes deteriorados o de manejo sustentable de los recursos.

13Para la dimensión de vivienda, el Conapo calculó los porcentajes de viviendas particulares habitadas sin drenaje conectado a la red pública o fosa séptica, sin excusado con conexión de agua, sin agua entubada dentro de la vivienda, con piso de tierra y con algún nivel de hacinamiento. Para la dimensión de salud incluyó los porcentajes de población sin derechohabiencia a los servicios de salud y de hijos fallecidos de las mujeres de 15 a 49 años de edad. Para la disponibilidad de bienes elementales consideró el porcentaje de viviendas particulares habitadas sin refrigerador. Y para la dimensión de educación calculó los porcentajes de población de 6 a 14 años que no asiste a la escuela y de población de 15 años o más sin educación básica completa.

14Los mecanismos de precarización coligados al proceso de urbanización experimentado en las últimas tres décadas en la ZMCM incluyen, entre otros: la ejecución de normatividades y usos excluyentes del suelo urbano; el crecimiento dislocado y la concentración irracional de población; el desquiciamiento de la movilidad; el desempleo y el quebranto del comercio y la industria de pequeña y mediana escalas; la especulación inmobiliaria y la construcción de vivienda precaria o en suelo no apto; la construcción indebida o mala operación de infraestructuras de abasto, comunicación o saneamiento; la extracción intensiva de agua subterránea; la privatización de los servicios públicos urbanos fundamentales para una digna reproducción social (agua, saneamiento, salud, educación, transporte, etc.), y la expropiación o constreñimiento de espacios públicos y áreas verdes para descanso y esparcimiento.

15Con base en el análisis de series de tiempo de 1950 a 2000, se ha estimado que la ZMCM se expande a una tasa de 742 m2 de construcción urbana por hora, con una tasa anual de deforestación mínima de 300 ha y máxima de 500 ha (Azuara 2011).

16Es importante recalcar que se trata de un cálculo sumamente conservador pues, tan solo para el año 2010, el censo oficial de la ZMCM asciende a poco más de 20.100.000 habitantes, es decir, casi 1.750.000 urbanitas más respecto del 2000.

17Actualmente, en la geografía urbana y el urbanismo, hay un debate en torno a la definición de estos espacios periurbanos que presentan configuraciones socioterritoriales híbridas. Algunos autores han propuesto el término interfase rural-urbana para caracterizar aquellos espacios en donde coexisten e interactúan elementos urbanos y rurales en el mismo territorio. La interfase resultaría de la propagación de población y actividades urbanas hacia las zonas rurales que le rodean, sin que estas pierdan totalmente -como ocurre en el caso de la conurbación- sus características económicas, sociales o territoriales (Galindo y Delgado 2006).
Tomando en cuenta el carácter activo y dominante de la ciudad en esta interacción, sería más preciso utilizar el término interfase periurbana, el cual comúnmente se emplea como sinónimo para abordar este problema.
De acuerdo con esta perspectiva, cualquier espacio que circunda a la zona metropolitana consolidada se podría considerar como periurbano, sin embargo, no cualquier espacio periurbano sería de interfase. Solamente ahí donde se territorializa la interacción entre procesos urbanos y rurales habría interfase periurbana; esto es, espacios complejos en los que los procesos económicos y sociales constituyen una hybris de lo rural y lo urbano (Galindo y Delgado 2006).


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