Introducción
Para Lacan (2012, p. 539): "Una práctica no tiene necesidad de ser esclarecida para operar", de tal suerte, los hombres de ciencia, para llevar a cabo su tarea como científicos, no necesariamente deben ser filósofos o historiadores1; no obstante, en La filosofía del no. Ensayo de una filosofía de un nuevo espíritu científico (Bachelard, 2003), el autor indica que a la filosofía le asiste un doble compromiso: ocuparse de los principios que orientan su actividad y comprender la gramática de las disciplinas que se dispone analizar, sin olvidar que:
La utilización de los sistemas filosóficos en dominios alejados de su origen espiritual es siempre una operación delicada, y a menudo una operación abusiva. Así trasplantados, los sistemas filosóficos se vuelven estériles y falaces, pierden su eficacia como coherencia espiritual, eficacia tan palpable cuando son revividos en su originalidad real [...]. Habría que concluir, pues, que un sistema filosófico no debe ser utilizado para otros fines que aquellos que él mismo se asigna. Por consiguiente, la falta más grave contra el espíritu filosófico sería precisamente desconocer esta finalidad íntima, esta finalidad espiritual que da vida, fuerza y claridad a un sistema filosófico. (Bachelard, 2003, p. 7).
La finalidad de la que habla Bachelard, en relación con la gramática filosófica, dista -y se distingue- de los propósitos que se trazan los sujetos que intervienen; ello correspondería más a una pragmática. La finalidad íntima y espiritual a la que hace referencia nuestro autor tiene que ver con la gramática que ordena y estructura el sistema filosófico del que se trate. Así, cuando se utiliza o se traslada un sistema filosófico a dominios alejados de su origen, opera algo radicalmente distinto. Cuando la historia, la filosofía o la sociología se disponen a ordenar, comprender epistemológica o socialmente las condiciones de posibilidad del trabajo científico, se está trabajando desde otras ciencias; pero en ningún caso desde las ciencias naturales como para afectar estructuralmente su campo de producción simbólica. En estos campos, sus finalidades inmanentes responden únicamente a sus propias gramáticas (Bachelard, 2003).
Dicho de este modo, nos es lícito afirmar que algo parecido le acontece a la enseñanza de las ciencias, en donde -como en la filosofía de las ciencias- se trabaja con saberes alejados de su origen espiritual (Bachelard, 2003), ya que, tanto la física, como la química y demás ciencias naturales son disciplinas construidas dentro del campo científico2. En este caso, podríamos decir que a la enseñanza también le asiste un doble compromiso: ocuparse de los principios que orientan su actividad (pedagogía) y comprender la gramática de las disciplinas que se propone enseñar a los más jóvenes (química, física, biología, matemáticas).
Tomando en cuenta lo anterior, me propongo, en lo que sigue, esbozar brevemente algunas consideraciones en relación con estos dos compromisos.
Algunas consideraciones sobre la enseñanza
Distinto a lo que suele ser aceptado en diversas investigaciones en torno al aprendizaje, la aproximación inicial a una disciplina no se hace precisamente a partir de un deseo y de una curiosidad natural3. Si este fuera el caso, la "curiosidad innata" del educando sería el vehículo ideal en la inserción de aquel en la cultura y serían prescindibles el maestro y la escuela; no obstante, no es el caso y sabemos que la enseñanza comporta ciertas complejidades en relación con los sujetos que intervienen. Al respecto, cabe reconocer que a la escuela, además de su estructuración alrededor del saber, le subyace como elemento fundamental el establecimiento de un vínculo entre sujetos; sujetos que, por una parte, encarnan el lugar de el que sabe-maestros-, y sujetos que, por otra parte y por estructura, no desean saber4 -alumnos-; es decir, la labor del maestro, si bien se define en torno a un saber, enfrenta al mismo tiempo la responsabilidad de hacerse cargo de otro y de configurar un vínculo con aquel que no sabe.
Pero, ¿de qué naturaleza es ese vínculo?
Si se indagara entre los estudiantes por la manera en la que brotó su interés -o desinterés- hacia determinada disciplina, sería posible reconocer el papel de sus maestros, ya que generalmente la inquietud por un campo disciplinar no emerge puramente de su inteligibilidad; diríamos que en los estudiantes acontece al principio una relación imaginaria5 con sus profesores, y que esta desempeña un papel determinante en el vínculo del que estamos hablando; en tanto, ante ellos, se presenta alguien a quien se le supone un saber. Como podemos inferir, no se trata de una relación entre pares, como se viene promoviendo actualmente6.
Dicha suposición de saber, no sin dejar de lado las acciones que se llevan a cabo en la escuela en relación con el cuidado y la disciplina, se ve confirmada o rebatida en tanto el maestro expone ante el niño el saber que inicialmente este le supone. Diríamos que en el momento imaginario inicial le acontece7 un tipo de relación simbólica8, en la que lo expuesto por el maestro prepara el terreno para que el estudiante establezca una relación con el saber. Pero dicha exposición, si bien se soporta en enunciados y en productos de la disciplina, no se reduce a estos, ya que junto con su exposición, el maestro exhibe su propia relación con este saber. De esta manera, un maestro que muestra una relación de gusto, amor, horror o deseo podría a su vez tener efectos de formación concomitantes en sus estudiantes, los que, según sea el caso, manifestarán un "yo quiero de eso" que el maestro encarna, como intercambio de su propio régimen de satisfacción. Es decir, que la fascinación por una disciplina pasa inicialmente por desear tener "eso" de lo que el otro goza; y no hablo de un rasgo material o de un saber sabido, sino de un desear que es acicateado, no por una espetada total del saber que bien podría aplastar y consumir el deseo, sino a partir del juego de seducción conjurado por el maestro entre su saber expuesto y un saber que él mantiene en reserva.
En este orden de ideas, diríamos que la postura del maestro implica un semblante de saber que transita por un saber supuesto, un saber expuesto, un saber en reserva y un deseo de saber encarnado.
Bien. Si desde esta perspectiva consideramos un tipo de sujeto como el concebido por Kant (2003) en su Tratado de pedagogía -un sujeto que requiere cuidados y disciplina para ser instruido y, posteriormente, alcanzar su mayoría de edad-, podríamos afirmar que a la educación le corresponden dos tareas: formar (cuidar y disciplinar) e instruir, teniendo como horizonte de la educación que el sujeto -alcanzando su mayoría de edad- pueda valerse por sí mismo prescindiendo y liberándose de la conducción y de la coacción del otro, asistiendo, a su vez, a una relación con el saber en el orden de lo real9.
Así las cosas, de lo anterior podríamos deducir que si la aspiración de toda educación es "la emancipación de los hombres de su merecida tutela" (Kant, 2004, p. 33), entonces, la libertad del sujeto sería una conquista y el maestro vería consumada su tarea cuando el educando deje de necesitarlo para ir en pos de su propio deseo de saber.
Volviendo sobre el propósito de nuestro texto, en lo que sigue, arriesgaré algunas consideraciones en relación con la enseñanza de las ciencias naturales, desde cierta comprensión epistemológica de su gramática.
Enseñanza de las ciencias naturales
Uno de los más apasionantes capítulos de la filosofía de las ciencias es el dedicado a esclarecer la inquietud de si la actividad científica se soporta en la experimentación y auscultación del mundo físico o en la abstracción y consecuente formalización de las ideas; de manera análoga, la historia de las ciencias sugiere un continuo bascular entre las ciencias como una autopsia de la naturaleza y las ciencias como una teorización de esta.
Tal inquietud no está ausente en discusiones en torno a la enseñanza de las ciencias, ya que, si se les pidiera a los educadores aventurar una definición de ciencias naturales, nos toparíamos con la imposibilidad de declararlas absolutamente experimentales o absolutamente formales.
No obstante, hay también quienes afirman que la ciencia es una amplia, llana y continua actividad humana de construcción de explicaciones, consintiendo, en consecuencia, que pueda albergar tantas miradas como sujetos o regímenes de verdad sea posible imaginar. Tal postura culturalista se apoya en una mirada sociológica de las ciencias que afirma que los productos de la ciencia son efecto de sus condiciones históricas, sociales, políticas y religiosas; en ella no se distingue con claridad una gramática propia a la ciencia; y -de acuerdo con la consigna que sustenta esta postura: la ciencia como una actividad cultural de construcción de explicaciones- los seres humanos, sin distinción, serían científicos potenciales (los integrantes del Proyecto Manhattan, los indígenas en la preparación de sus medicinas ancestrales y los niños -o sus maestros-en las clases de ciencias).
Al respecto, declaro mi distanciamiento de esta postura, ya que su pretensión iguala gramáticas y pragmáticas de naturaleza distinta. Debo decir, en su lugar, que si bien el principio de atribución precede al principio de existencia (Freud, 1996), la ciencia es una suerte de atribución obligatoriamente aceptada; ya que los hombres de ciencia se someten al trabajo con una gramática que, si bien no existiría sin ellos, los excluye como sujetos. En las ciencias naturales, la gramática opera indistintamente del hombre de ciencia que las hace posibles; paradójicamente, dicha exclusión es necesaria para que esta gramática pueda fecundarse.
Tomando en cuenta lo anterior, en lo que sigue plantearé algunas reflexiones epistemológicas a partir de la tensión emergente en las relaciones experiencia-experimento, experiencia-formalización, serendipia-experimento y artefacto-instrumento; lo anterior, soportado en la consideración de que, en la enseñanza de las ciencias, se transita del mundo de lo sensible al universo de lo inteligible.
Experiencia y experimento
En los primeros años de educación básica, los maestros de ciencias naturales suelen reconocer la importancia y la necesidad de la vivencia fenoménica del mundo y de su aproximación a través de los sentidos, apelando a una transformación continua desde lo que se suele denominar "conocimiento común", atravesando el "conocimiento escolar" y finalmente arribando al anhelado "conocimiento científico"; no obstante, se hace necesario reconocer que tal continuidad progresiva no existe, y que pensarla como tal, inevitablemente nos enfrenta a obstáculos epistemológicos10 de difícil solución, tales como la opinión, la experiencia básica, la extensión abusiva de las imágenes familiares, el conocimiento meramente utilitario y pragmático, entre otros (Bachelard, 1981), solo por mencionar aquellos que animan una falsa continuidad.
Para Bachelard (1981) no hay continuidad entre el conocimiento común y el conocimiento científico: hay una ruptura epistemológica entre el mundo de lo sensible -territorio del conocimiento común-y el universo de lo inteligible11 -imperio del conocimiento científico-; no obstante, se hace necesario destacar que a esta idea bachelardiana no le asiste una subvaloración del conocimiento común frente al científico, de manera que no es posible pensar en un progreso entre uno y otro, ya que cada uno de ellos resuelve lo que le es propio, según sea el caso.
Si el asunto de la formación y de la instrucción en ciencias naturales no versa solo en la llana recreación de la sensación -ya Descartes (2005) nos advertía de su engaño-, entonces, cobra relevancia la pregunta por el fundamento del modelo explicativo. Quiero decir: si en la formación básica, la propuesta se plantea desde de lo sensible, entonces: ¿qué lugar ocupa lo inteligible?
Es cierto que la simplificación de la rigurosidad formal no es nada menos que la recontextualización connatural al acto pedagógico; sin embargo, vale la pena preguntarse por el tipo de recontextualizaciones que se hacen, ya que, en la mayoría de los casos, estas se hacen a nombre de la sensibilidad y distan drásticamente de su horizonte de inteligibilidad, entonces, se hace imperativo fijar la mirada en el cambio epistemológico que subyace entre lo sensible y lo inteligible en la enseñanza de las ciencias naturales.
En ese orden de ideas, la reflexión histórico-epistemológica de una disciplina científica es menester para su enseñanza, ya que la edificación de la disciplina y su consecuente transformación determinan sustancialmente modelos explicativos de recontextualización. La enseñanza de un saber disciplinar, lejos de ser una mera transmisión de contenidos, discurre en la comprensión epistemológica de su fundación.
Un contexto de enseñanza puede constituirse en un espacio que da lugar a la comprobación de teorías o puede ser el efecto de preguntas desencadenantes de una gramática. Según Bachelard (2003), el devenir de un curso orientado a comprender las ciencias naturales depende de las preguntas con las que se espera seducir e interpelar al neófito. Así, la noción de observación, la consecuente pregunta por su estatuto epistemológico y la postura que se encarne frente a cuestiones tales como: ¿qué es un experimento?, ¿comprueba este una teoría?, ¿cuál es la diferencia entre experiencia y experimento?, ¿cuál es la diferencia entre explicación cualitativa y explicación cuantitativa?, ¿cuáles son los alcances y las limitaciones de la experiencia?, resultan determinantes para el maestro.
Instalados en la pregunta por el lugar que ocupan la experiencia y el experimento en la enseñanza de las ciencias, nos encontramos -guardadas las proporciones- frente a una de las polémicas disertaciones de las cuales han sido protagonistas grandes epistemólogos de la talla de Kuhn (1971), Bachelard (1981), Canguilhem (1986) y otros, de cara a ciertas posturas epistemológicas tendientes a considerar la inexistencia de una línea de diferenciación -y separación-entre experiencia y experimento. Empero, existe un abismo epistemológico entre ambos, ya que, en resumidas cuentas, la experiencia se encuentra dada para el sujeto en la vivencia simple, sin pregunta, sin intención alguna por comprender el mundo; mientras que el experimento está referido a la intención expresa de obligar a la naturaleza a comportarse como, de antemano, lo advierte una teoría, exigiendo el sometimiento a una gramática que da lugar a la elaboración, la creación y la calibración de instrumentos. En otras palabras, la experimentación está subordinada a la razón. La teoría dicta al experimentador qué medir, qué observar.
Llegados a este punto, permítanme junto con Bachelard (1981), llamar la atención en que, para formar un espíritu científico, hace falta antes que instruir en la cultura científica, conmover la postura del sujeto:
En la educación, la noción de obstáculo pedagógico es igualmente desconocida. Frecuentemente me ha chocado el hecho de que los profesores de ciencias, aún más que los otros si cabe, no comprendan que no se comprenda. [...] Los profesores de ciencias se imaginan que el espíritu comienza como una lección, que siempre puede rehacerse una cultura perezosa repitiendo una clase, que puede hacerse comprender una demostración repitiéndola punto por punto. No han reflexionado sobre el hecho de que el adolescente llega al curso de Física con conocimientos empíricos ya constituidos; no se trata, pues, de adquirir una cultura experimental [experimento], sino de cambiar una cultura experimental [experiencia], de derribar los obstáculos amontonados por la vida cotidiana. (Bachelard, 1981, p. 20).
Experiencia y formalización
En la recontextualización de las ciencias naturales, no solo se suelen suponer falsas continuidades entre la vivencia experiencial y el experimento reificado, sino que además se ponen en evidencia otro tipo de contradicciones referidas a la teorización y a la formalización.
En numerosos planes curriculares12, la física y la química no ocupan un lugar preponderante hasta el grado décimo de la educación media, bajo el supuesto de que es necesario agotar previamente la matemática de grado noveno (álgebra), para así poder aprehenderlas. No obstante, si bien la rigurosidad de la formalización es necesaria, esta no desplaza la posibilidad de que en los primeros grados de formación, puedan establecerse relaciones de proporcionalidad entre magnitudes físicas. En efecto, las ideas científicas son ya, de por sí, relaciones; como ya nos lo había enseñado Arquímedes, mucho antes que el impresionante Galileo13. En la escuela suele considerarse que el conocimiento del mundo físico depende de la restricción que le imprime la destreza matemática y por ello se enseña en los últimos años de secundaria; sin embargo, la comprensión del fenómeno no siempre exige un aparato matemático sofisticado, así exista un abismo epistemológico entre la experiencia común y la formalización objetiva de esa experiencia.
En la escuela, el establecimiento de relaciones, su correspondiente ponderación, la correlación de variables, el establecimiento de condiciones específicas para un evento natural, la modelación e idealización de un fenómeno... son ya un intento por operar con una gramática y este puede no implicar el uso de los cálculos diferencial, integral, vectorial o de álgebra lineal.
Por otra parte, cabe señalar que si bien para el maestro la actividad científica no es de su completo desconocimiento, este no opera directamente con la gramática dela disciplina que enseña, opera con su recontextualización14, al desconocer por sí mismo, la labor propia del científico. El maestro de ciencias no hace ciencia en el aula; pero exhibe su relación con el saber. Dificulta al estudiante poniendo en problemas su régimen de satisfacción, ofreciéndole en su lugar, un objeto de satisfacción inteligible; enseñando a pensar físicamente; enseñando una manera de pensar; enseñando la gramática de una disciplina.
Serendipia y experimento
Hace algunos meses, revisando algunas de las anécdotas tejidas alrededor de ciertos "descubrimientos" científicos, encontré que estas suelen ser narradas adjudicando a la serendipia un papel protagónico15. Recordé la frase de Louis Pasteur: "la casualidad solo favorece a las mentes preparadas" y pensé en los efectos que podría tener, para la enseñanza de las ciencias, la llana certificación dela espontaneidad y de la casualidad como precursoras de los hallazgos científicos.
Y es que, si bien el llamado contexto de descubrimiento no siempre es tan claro, afirmar ostensiblemente que las ideas científicas son fruto del azar y de la espontaneidad no es tan cierto. Agenciar esta postura en la escuela tributaría, de la misma manera, al carácter antiespiritual -en sentido bachelardiano- y pueril de la "ciencia" eléctrica del siglo XVIII16, en el que la futilidad de la sorpresa y lo pintoresco de la imagen se imponían ante el rigor y la trascendencia propios de la investigación científica17.
Es posible que algo de incertidumbre se encuentre en las investigaciones expuestas en los escritos originales de algunos hombres de ciencia, pero dicha incertidumbre, propia de la investigación, es en cierto modo controlada y no es posible abonarle todo el crédito, ni siquiera la mayor parte, a la casualidad plena. El azar no tiene un papel protagónico en el descubrimiento científico. La investigación es intencionada, aunque no necesariamente sus hallazgos; estos dependen más de la gramática que del azar18. Aunque el azar se oponga a lo "esperable", este se encuentra incorporado a la razón.
El desbordado interés de Galileo por lo supralunar y sus encuentros analíticos al respecto, lo condujeron a observar las lunas de Júpiter, las manchas solares y los cráteres de la Luna. Por ello, fundamentalmente, tomo distancia de la postura -bastante difundida- que propone a la casualidad como condición de posibilidad en el trabajo investigativo de las ciencias naturales. Cuando en las ciencias físicas se extrae el aire de una campana de vidrio, con el fin de producir un vacío imposible en nuestra atmósfera, o cuando en química se crean elementos que no existen de manera pura en la naturaleza (como el caso del americio, del tecnecio y de otros elementos radiactivos), se obliga a la naturaleza a comportarse de cierta manera. La gesta galileana consistió, justamente, en la pregunta con la que Galilei interrogó al cielo. Se abandonó la contemplación griega del cielo y se abrazó la formalización matemática de las ideas. El experimento se conjuró como una manipulación de lo natural. Experimentar fue entonces obligar a la naturaleza a comportarse tal y como el científico lo había pensado. obligar a la naturaleza a confesar sus secretos:
Preparar ese espacio para la ocurrencia del fenómeno aislado implica comprender la forma como actúan ciertas variables que han de ignorarse, pero también implica emplear medios adecuados que en algunos casos pueden ser muy sofisticados. Galileo empleó siempre herramientas muy simples para aislar los fenómenos o hacer despreciables las influencias que debían descartarse. En todo caso, el fenómeno aislado raras veces se da en la naturaleza cuando y como queremos verlo; es necesario construirlo. [.] El experimento es un fenómeno que responde a una pregunta precisa formulada desde la teoría. (Hernández, 2004, p. 103).
En las ciencias naturales no es la casualidad llana la que da origen y cuerpo a las ideas científicas. Al experimento científico lo precede una pregunta y esta pregunta lo conduce y lo engendra, sus resultados son legibles a la razón. La razón lee el experimento y lo concluye; él, por sí solo, no dice nada. En el campo científico, todos y cada uno de sus enunciados son intencionados, en cuyo caso, el experimento y sus instrumentos se constituyen en efecto de una comprensión teórica previa.
Artefacto e instrumento
Aparecen en la clase de ciencias gran cantidad de instrumentos cumpliendo una función específica; no obstante, se desconocen las razones para su construcción. Puede ser que para la enseñanza de las ciencias no resulte determinante, ni útil comprender su devenir como instrumentos; pero debo confesar que, en el deseo de aclarar el quehacer de las disciplinas, resulta fascinante conocer cómo se dio su emergencia, ya que los instrumentos, en cada una de sus versiones temporales, son testigos silenciosos de un resplandor en la historia de las ideas, al ser -en sí mismos- la materialización de una teoría... ¡una teoría realizada!
A la transformación de un artefacto en instrumento científico le subyace una idea nueva, una teoría emergente. Un objeto deja de serlo que era cuando es usado como instrumento científico. Uno de los ejemplos más ilustrativos de la invención de un instrumento es la invención del perspicillum19, a partir de la conversión del catalejo en telescopio.
Se dice que los holandeses pudieron ser quienes ofrecieron el catalejo a la República de Venecia antes que Galileo -aunque hoy se dude de que hubieran sido los holandeses20-; no obstante, independientemente de quien haya ostentado el encargo, el "uso distinto" del catalejo alteró drásticamente su destino.
Para el profesor Hernández (2004): La cuestión de quién descubrió el telescopio parece tener muchos aspectos. El problema del autor de los inventos y descubrimientos no es, en muchos casos, un asunto de fácil solución en la historia de la ciencia. Si con la palabra "telescopio" [catalejo] hacemos referencia al instrumento que tenía dos lentes y ocho aumentos que podía emplearse como arma de guerra o para ver a cierta distancia por diversión, podría recordarse que [.] el inventor pudo ser un desconocido artesano de Italia del siglo XVI, cuyo nombre muy probablemente no conoceremos jamás. Pero si cuando hablamos de telescopio pensamos en ese instrumento que tenía 30 aumentos con el que pudieron verse cosas nuevas en el Cielo como los satélites de Júpiter, debemos decir que fue Galileo quien lo inventó. Detrás de esto no está solo la cuestión del campo semántico de la expresión "telescopio" sino un problema filosófico [...] el problema de cuáles cualidades determinan lo que son las cosas, cuáles de esas cualidades dependen del modo como están constituidas y podrían llamarse esenciales y cuáles dependen de la relación que establecemos con ellas. (Hernández, 2004, p. 26).
Nunca nadie antes había visto con un telescopio de 30 aumentos. La innovación y lo "revolucionario" de Galileo resulta de ser el primero que, mejorando enormemente el anteojo, hace de él un instrumento científico. Solo a partir de Galileo, gracias a la academia de la cual hacía parte, la Academia de Los Linces, ese instrumento se llamará "telescopio" [...]. Marina pregunta qué se puede ver con eso. Maravillas, cabría responderle, maravillas [...]. Lo maravilloso es lo que no se ve a simple vista.
Lo que no se ve a simple vista es el objeto propio de la nueva ciencia [.]. La mirada radicalmente nueva de la ciencia moderna implicaba poner entre paréntesis la experiencia directa del mundo. (Hernández, 2004, p. 26).
Ahora bien, ¿quién inventó el telescopio como instrumento dispuesto para la observación de la esfera supralunar?, ¿Galileo? ¿Los holandeses? ¿O quizás nuestro desconocido artesano italiano del siglo XVI?
Bien. Los holandeses usaron el catalejo -un instrumento con las mismas características técnicas que las del telescopio, al ser, inicialmente, el acoplamiento en un tubo de una lente convergente y otra divergente- como instrumento militar para, durante la guerra, espiar los movimientos del enemigo y ver, anticipadamente, la aproximación de sus barcos; no obstante, a pesar de que el artefacto era técnicamente similar al telescopio -un tubo con lentes dispuestos de cierta manera que permitía acercar las imágenes de los objetos distantes-, fue la función la que le dio vida al instrumento. Su función, lo que es un telescopio, solo fue posible cuando Galileo Galilei lo apuntó al cielo. El mismo artefacto -el catalejo- dejó de serlo para ser inventado de nuevo como telescopio cuando Galileo lo dirigió hacia la bóveda celeste. Un experimento es, pues, la fabricación de un fenómeno natural en condiciones controladas; y la ciencia, entonces, una fábrica de fenómenos.
Coda
La ciencia matemática de la naturaleza, que entra con Galileo en un proceso de desarrollo que no se ha detenido, no se construye sobre la experiencia cotidiana sino contra esa experiencia.Hernández (2004, p. 17)
Lo que parece evidente para nuestros sentidos puede resultar fenoménicamente distinto a lo percibido por los sentidos de otros, distinto en precisión, por ejemplo; un modelo se propone, en cambio, como una representación que puede ser compartida; un modelo resulta ser un excelente recurso de aproximación hacia lo inteligible, aunque se deba romper con lo reportado por las sensaciones.
Un modelo es una manera de operar, de decir, de pensar, de aproximarse a la realidad y la estrategia que me permite asir el mundo; podemos afirmar, entonces, que lo que enseñamos en ciencias naturales son modelos, maneras de hablar del mundo.
Del modo en la que lo he venido exponiendo, la idea de observación también se transforma: una partícula es observada usando como lente la gramática; es observada por las huellas que deja a su paso, no al verla cara a cara. Al respecto, hace un tiempo me encontré, en una entrevista de San Martín (2016) a la doctora en matemáticas Marta Casanellas, con una frase del biólogo y matemático Joel Cohen: "Las matemáticas son el nuevo microscopio de la biología, y la biología es la nueva física para las matemáticas" y reconocí y reafirmé con esta esclarecedora frase la idea de que a todas las ciencias les subyace un racionalismo aplicado. Decir que las-matemáticas-son-el-nuevo-microscopio-de-la-biología, cuando el microscopio ha sido el instrumento por excelencia de esta disciplina, es poner en pregunta la nominación de "experimentales" que solemos darles a estas ciencias, y decir que la-biología-es-la-nueva-física-para-las-matemáticas es reconocer que hoy el campo de aplicación de las matemáticas de frontera, y que amplía el campo propio de las matemáticas, es la biología.
Ante la imposibilidad de juntar cuerpo y habla, significante y significado, palabra y cosa, simbólico y real. construimos aproximaciones y modelos que nos permitan cerrar la brecha, o, al menos, hacerla menos gigante. La matematización y la formalización resultan ser entonces una manera de referirse a lo natural, a lo natural inasible. A partir de su abstracción, podemos hacernos a una idea aproximada del mundo natural. Es el caso, por ejemplo, del modelo estándar de física de partículas, el cual ofrece a la ciencia una estrategia de estudio unificada de las fuerzas fundamentales -gravitacional, electromagnética, nuclear fuerte, nuclear débil-; a pesar de que hoy se encuentra experimentalmente incompleto, en tanto la comprobación de la existencia experimental del bosón de Higgs no ha sido suficiente21.
En ese orden de ideas, cuando nos referimos a la observación en la clase de ciencias naturales, nos referimos a una "observación" que trasciende lo sensible; es decir, a una idea de observación orientada por lo inteligible. En cuyo caso, la enseñanza de ciertos fenómenos -sonoros, ópticos, mecánicos.-, en los cuales la interacción sensible pudiera ser estimulada y conducente, no excluye de sus terrenos a estudiantes con discapacidad -sordos, ciegos-.
Si la física y las ciencias naturales -en general- no son campos referidos exclusivamente a lo sensible, entonces, ¿de qué naturaleza son la matemática y la geometría, si es posible enseñarlas a estudiantes ciegos, sin depender del dibujo de líneas y círculos?, ¿es la geometría un asunto de dibujos?, ¿no será, en su lugar, una gramática? Basta escudriñar en los Elementos de Euclides para corroborar que la geometría es una manera de hablar y que en ninguna de sus páginas originales los teoremas fueron recontextualizados a través de líneas, cuadrados, círculos o cosa semejante22. Se puede mostrar que Aquiles le gana a la tortuga, pero se demuestra lo contrario.
Pero estas reflexiones en torno a la enseñanza de la matemática, aunque tengan aires de familia con las expuestas anteriormente, en relación con la enseñanza de las ciencias naturales, serán el objeto de otro escrito; en todo caso, como lo afirmaba al comienzo, "A la enseñanza también le asiste un doble compromiso: ocuparse de los principios que orientan su actividad (pedagogía) y comprender la gramática de las disciplinas que se propone enseñar a los más jóvenes (matemática)"