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Pedagogía y Saberes

Print version ISSN 0121-2494

Pedagogía y Saberes  no.52 Bogotá Jan./June 2020

https://doi.org/10.17227/pys.num52-8619 

Traducciones

"Prepararse para lo incalculable": deconstrucción, justicia y la pregunta por la educación*

Preparing for the Incalculable: Deconstruction, Justice and the Question of Education

"Preparar-se para o incalculável": deconstrução, justiça e a questão da educação

Gert J.J. Biesta** 

Carlos Eduardo Valenzuela-Echeverri*** 

Diana Katerin González-Niño**** 

** Profesor e investigador del Departamento de Educación y director de investigación de Brunel University London. Su trabajo se centra en la teoría y la filosofía de la educación, así como en el análisis de la política educativa con particular interés en el análisis de cuestiones relacionadas con la democracia y la democratización de la educación. Correo electrónico: gertbiesta@gmail.com Perfil ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8530-7105

*** Profesor de la Facultad de Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Estudiante del Doctorado en educación Interinstitucional en la misma Universidad e investigador del grupo educación infantil, pedagogía y contextos. Correo electrónico: cvalenzuela@pedagogica.edu.co Perfil orcid: https://orcid.org/0000-0003-3326-3686

**** Magister en Educación de la universidad Externado de Colombia. Correo electrónico: dkgonzalezn@pedagogica.edu.co Perfil ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9065-1063


Introducción

Entre los educadores y teóricos de la educación existe una creencia ampliamente difundida de que la filosofía posmoderna es incapaz de proporcionar apoyo para el tipo de proyecto moral y político que es la educación (Beyer y Liston, 1992; Hill, McLaren, Cole y Rikowski, 1999). El posmodernismo, según se argumenta, "amenaza con paralizar el concepto mismo de lo político en las ciencias humanas y sociales" (McLaren, 1986, p. 392). Es considerado "bastante peligroso para la lucha política, como reconocerán los maestros y profesionales de la educación quienes intentan dar sentido a su trabajo cotidiano y al de sus estudiantes" (Morrow y Torres, 1994, p. 58).

Incertidumbres como estas no solo se han expresado en el campo de la educación. Existe allí una preocupación mucho más amplía sobre el potencial ético y político de la filosofía posmoderna que, a su vez, es parte de la discusión general sobre el estado mismo de la filosofía posmoderna. ¿Existe tal cosa como la filosofía posmoderna?, ¿es una o muchas?, ¿cuál es la relación entre posmodernismo y posestructuralismo?, y así sucesivamente. (Peters, 1998).

El trabajo de Jacques Derrida y su filosofía de la deconstrucción ha sido uno de los objetivos centrales en este debate. Deconstrucción -"uso esta palabra por el bien de una conveniencia rápida, aunque es una palabra que nunca me ha gustado y cuya fortuna me ha sorprendido desagradablemente" (Derrida, 1983, p. 44). Sin embargo, "a medida que pasa el tiempo, y cuando veo tanta gente tratando de deshacerse de esta palabra, me pregunto si tal vez no haya algo en ella" (Derrida, 1996, p. 85)- a menudo se le acusa de ser una forma de análisis crítico que tiene como fin desgarrar todo lo que encuentra en su camino. Ha sido caracterizada como una forma de textualización con hiperrelativismo e implicaciones nihilistas. Deconstrucción, siguiendo el argumento, es por tanto éticamente vacía, políticamente impotente, y absolutamente peligrosa (Ferry y Renaut, 1990; Fleming, 1996; Habermas, 1988; Hoy, 1989).

Lo que trato de argumentar en este texto es que esos alegatos seriamente pierden el punto -o mejor, los puntos (Derrida, 1995)- de la deconstrucción. Lo que quiero dejar claro es que la deconstrucción no es una posición escéptica o relativista (no es ni siquiera una posición), pero tiene una motivación ético-política distinta o, como Richard Bernstein lo ha dicho tan acertadamente, tiene un horizonte ético político distinto (Bernstein, 1993). En los últimos años ha habido un crecimiento en el reconocimiento de este horizonte que ha llevado a algunos autores a hablar sobre el giro ético de la deconstrucción (Baker, 1995; Critchley, 1999b; Honneth, 1994).

De manera más resumida y general, el horizonte ético-político de la deconstrucción puede ser descrito como la pregunta por el otro. En lugar de ser destructiva, negativa, o "un recinto en la nada", la deconstrucción "es una apertura hacia el otro" (Derrida, 1984, p. 124). Por esa razón, la deconstrucción puede ser mejor caracterizada como afirmativa. La afirmación deconstructiva del otro no es directamente positiva. No es meramente una afirmación de lo que ya existe y, por esa razón, puede ser conocida e identificada. La deconstrucción es una afirmación de lo que es "totalmente el otro (tout outre)"1 (Derrida, 1992a, p. 27). La deconstrucción es una afirmación de lo imprevisible del presente, de lo que está más allá del horizonte de lo mismo (Caputo, 1997, p. 42; Gasché, 1994). Es una afirmación del otro que está por venir, como un evento que "como evento, excede el cálculo, las reglas, los programas, las anticipaciones, etc." (Derrida, 1992a, p. 27). Por tanto, más que ser una apertura hacia el otro, la deconstrucción es una apertura hacia la entrada (l'invention; invención) imprevisible del otro. Como ha sugerido Caputo (1997), la deconstrucción podría considerarse como un invencionalismo (p. 42).

El camino hacia el otro no es fácil. De hecho, es un camino imposible. Pero es la misma "experiencia de lo imposible" (Derrida, 1992a, p. 15) la que solo hace posible la invención, la llegada del otro. Una invención, argumenta Derrida (1989), "tiene que declararse como la invención de lo que no parecía ser posible, de lo contrario solo hace explícito un programa de posibilidades en la economía de lo mismo" (p. 60). Por esta razón podría decirse que la deconstrucción es "la implacable búsqueda de lo imposible, que significa, de las cosas cuya posibilidad se sustenta en su imposibilidad; de las cosas que, en lugar de ser aniquiladas por su imposibilidad, en realidad son nutridas y alimentadas por ella" (Caputo, 1997, p. 32, cursiva original).

En las páginas siguientes quiero dar una idea respecto de la lógica de la deconstrucción, de tal manera que su horizonte ético-político pueda aparecer. Primero, a modo de ejemplo, abordaré la tarea imposible de escribir sobre Derrida y hacer justicia a sus escritos. Haré un recuento más formal de varios temas centrales y cuestiones de la deconstrucción. Me centraré en la deconstrucción del logocentrismo, en la ubicuidad de la escritura y en la diferencia y différance, para dejar en claro cómo todo esto lleva a la preocupación por la desconstrucción del otro, una preocupación a la que Derrida no solo se refiere como "justicia", sino con respecto a la cual incluso ha afirmado que "la deconstrucción es justicia" (Derrida, 1992a, p. 35).

En la sección final de este escrito, argumentaré que la deconstrucción no debe concebirse una teoría o una filosofía que posteriormente pueda aplicarse a la educación. La deconstrucción, más bien, proporciona una manera de pensar de nuevo, de manera más estricta y más radical, la preocupación que se ha centrado en el proyecto de la educación al menos desde la Ilustración (Vanderstraten, 1995). La relación entre deconstrucción, justicia y educación, por decirlo de otra manera, no es una relación accidental. En la medida en que la educación es más que una simple empresa técnica, en la medida en que la educación supera la enculturación, la socialización y la domesticación, se trata precisamente de la otredad.2 Si la educación es "donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo suficiente para [...] no quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo imprevisto por nosotros" (Arendt, 1968, p. 196), entonces hay una necesidad de pensar una y otra vez sobre lo que esto podría significar para aquellos que tienen el coraje de educar. Aunque la deconstrucción no proporcionará una respuesta clara a esta pregunta, podría ayudarnos a comprender mejor qué significa plantear esta cuestión hoy.

Escribiendo después de Derrida

Leyendo a Derrida

En más de un sentido, escribir sobre Derrida es una tarea imposible. Desde los años sesenta ha publicado numerosos artículos y más de 40 libros, y continúa escribiendo a una velocidad "que es un poco intimidante para los lectores" (Bennington, 1993, p. 3). El trabajo de Derrida es a menudo complejo y difícil de leer. Escribe sobre, con, contra y en los márgenes de los textos de los principales pensadores de la tradición occidental -como Platón, Aristóteles, Kant, Rousseau, Hegel, Nietzsche, Husserl, Freud y Heidegger- tanto explícitamente como entre líneas. A menudo, su escritura rompe con la presentación convencional lineal de los argumentos filosóficos y contiene múltiples experimentos con tipografía, puntuación y forma pictórica.

Pero el problema de escribir sobre Derrida no es solo técnico. No es solo el problema de encontrar una manera de representar un corpus que difícilmente puede representarse debido a su escala. No es solo el problema de transmitir el significado original de una obra que es compleja y poco convencional. Porque es precisamente la suposición de que el significado puede captarse en su momento original, que el significado puede representarse en la forma de algún concepto propio, idéntico a sí mismo, lo que Derrida está decididamente dispuesto a desafiar.

Esto ayuda a entender por qué la escritura de Derrida a menudo es poco convencional y oblicua. La escritura de Derrida es una "escritura sobre la escritura" (Derrida, 1983, p. 45) que no quiere traicionarse a sí misma y no quiere restaurar el tipo de orden que pone en duda. Al mismo tiempo, sin embargo, es esto lo que hace que escribir sobre Derrida sea un catch-22,3 porque entender a Derrida correctamente... es decir, dando la representación final del significado original de su obra, al mismo tiempo, es no entenderlo.

Comprender e in-comprender4

Este catch-22 no es simplemente la última palabra sobre Derrida y la deconstrucción. Porque podríamos argumentar que la misma im posibilidad de entender a Derrida correctamente es precisamente lo que abre la posibilidad de escribir acerca de Derrida en primer lugar (Bennington, 1993, pp. 15 y 38). En este punto podemos al menos imaginar que si nuestra escritura fuera idéntica a la escritura de Derrida, sería imposible reconocerla como una escritura sobre Derrida (ni siquiera contaría como escribir sobre Derrida). Para re-presentar la escritura de Derrida, a fin de decir lo mismo que él dice, para capturar su escritura en su singularidad, estamos obligados a decir algo diferente.

Tanto entre los seguidores como los críticos de Derrida hay quienes han interpretado que la deconstrucción es una especie de "hermenéutica gratuita para todos" (Norris, 1987, p. 139), una liberación gozosa de todas las reglas y limitaciones de la interpretación y comprensión. Pero esta interpretación, que sugiere que la deconstrucción es básicamente una posición escéptica, pasa por alto un movimiento crucial en la escritura de Derrida.

Es cierto que Derrida ha desafiado la comprensión común de la escritura y la lectura como dos actividades de oposición: una actividad de producción y la otra pasivamente de consumo. Derrida señala una cierta complicidad entre la escritura y la lectura, en el sentido de que un texto debe leerse para ser o convertirse en texto. Esto implica que la escritura -y la comunicación humana en general- siempre implica un riesgo: el riesgo de no comprender.

Si esto es así, podría ser correcto concluir que Derrida simplemente quiere invertir la oposición entre comprensión e incomprensión, de modo que esta última tome entonces el control sobre la primera y se convierta en la regla o la ley. Pero esta interpretación pasa por alto el hecho de que Derrida no ha cuestionado la posibilidad de comprender como tal, sino ante todo la forma como se concibe la relación entre la comprensión y la incomprensión.

La relación comúnmente se entiende como una oposición binaria, una oposición de dos opciones mutuamente excluyentes. La oposición implica una jerarquía en el sentido de que la comprensión se considera la situación normal y la incomprensión la aberración. La comprensión define así lo que es la lectura real o exitosa, mientras que la incomprensión se concibe como la distorsión de esta situación normal, una distorsión que proviene del exterior. Tan pronto como se reconoce, no obstante, que la incomprensión siempre es posible (que no es lo mismo que decir que siempre es el caso), debemos preguntarnos si todavía podemos sostener que la incomprensión constituye un accidente, que es un riesgo que le sucede a la comunicación desde afuera. Según Derrida, esta no es la cuestión. Sostiene que la no comprensión es una parte tan importante del lenguaje y la comunicación, que está tan "en el interior" como lo está la misma comprensión (Derrida, 1988, pp. 15-17). Por tanto, debe concebirse como "una posibilidad general inscrita en la estructura de la positividad, de la normalidad, del 'estándar'" (Derrida, 1988, p. 157, cursiva original).

De esto se deduce que la idea de comunicación normal como una comprensión exitosa, no es un hecho sino "una determinación ética y teleológica de lo que aquella es" (Derrida, 1988, p. 17). Esto, a su vez, significa que la pureza de la comunicación normal solo puede mantenerse mediante un acto de exclusión, lo cual, no solo revela que lo que se trata de mantener fuera de la comunicación (es decir, la incomprensión) habita el interior, aún más, sostiene Derrida, ni siquiera habría un interior sin ese hecho. Podríamos decir, por tanto, que el término excluido por la división binaria (comprensión versus incomprensión) vuelve a firmar el acto de su propia exclusión. Y, aún más importante, esta aparente complicidad es lo que precisamente proscribe la legalidad de esta exclusión (Bennington, 1993, pp. 217-218; Derrida 1981a, pp. 41-2).

Esto revela que la deconstrucción está lejos de ser un intento de hacer de la incomprensión la regla o la ley. Derrida solo quiere aclarar que la posibilidad estructural de no comprender debe tenerse en cuenta cuando se describe la llamada normalidad, y también "que esta posibilidad no puede excluirse ni oponerse" (Derrida, 1988, p. 157, cursiva original). La condición de posibilidad de la comunicación no se puede encontrar ni en la comprensión pura ni en la incomprensión pura. Lo que Derrida más bien quiere poner de manifiesto es la indecidibilidad última de esta oposición, una indecidibilidad que no puede remontarse a alguna unidad pura original, pero que está siempre "en funcionamiento". En este punto, entramos a la lógica completamente diferente de "originalidad de lo secundario" (Bennington, 1993, p. 40), de "el suplemento" (Derrida, 1976, pp. 269-316). La lógica, en resumen, de la "différance" (Derrida, 1982, pp. 1-28).

Traducción, la respuesta responsable

Dicho esto, ahora estamos en una mejor posición para entender el papel de la incomprensión -la necesidad de decir algo diferente si queremos decir lo mismo- en nuestros escritos sobre Derrida. Derrida nos ha hecho conscientes, en primer lugar, del hecho de que no estamos en posición de elegir entre la comprensión (pura) y la incomprensión (pura) porque la primera siempre está contaminada por la segunda. La incomprensión es el riesgo esencial y, por tanto, necesario de toda comprensión. Solo hay una forma de evadir este riesgo: no involucrarse en un acto de lectura o interpretación. Si bien esta podría ser la única forma de ser absolutamente respetuoso de la singularidad opaca, silenciosa, no identificable y, al mismo tiempo, irreconocible como singular, sería entonces un fracaso en sus propios términos. Esto significa que, para que lo singular sea posible como singularidad, debe asumir el riesgo de "una repetición en la alteridad" (Bennington, 1993, p. 86), el riesgo de no comprender, el riesgo de la traducción -"y la noción de traducción tendríamos que sustituirla por una noción de transformación" (Derrida, 1981a, p. 20)-. Solo esta repetición en la alteridad abre la posibilidad de que el singular sea reconocido en su singularidad irreductible (Gasché, 1994, pp. 14-15).

Por tanto, escribir sobre Derrida significa traducir a Derrida: "y la cuestión de la deconstrucción también se hace a través de la cuestión de la traducción" (Derrida, 1991, p. 270). La traducción no es la transmisión o reproducción de un significado original que lo precedió, porque la originalidad de lo original solo aparece después de su traducción -lo que a su vez significa que el sentido mismo de una traducción precedente, original y pura no es sino un efecto de la traducción (Derrida, 1985; Wigley, 1993, pp. 1-33)-. La traducción, entonces, podría entenderse mejor como una respuesta a la singularidad del texto (Gasché, 1994, pp. 227-250). Para que esta respuesta sea genuina, tiene que ser singular en sí misma -una respuesta "sin norma"-, (Derrida y Ewald, 2001, p. 71), y no solo una repetición del texto o una respuesta preprogramada por el texto.

Esto implica, sin embargo, que una respuesta genuina tenga todo el atractivo de la irresponsabilidad: sea singular, intraducible y nunca una afirmación incondicional. Y, no obstante, para que una respuesta sea genuina y receptiva, también tiene que ser responsable, ya que necesita hacer justicia a la singularidad del texto (no porque la supervivencia del texto dependa de esta respuesta). Después de todo, un texto solo vive si permanece vivo,

Y vive solo si es a la vez traducible e intraducible... Totalmente traducible, desaparece como un texto, como escritura, como un cuerpo de lenguaje [langue]. Totalmente intraducible, incluso dentro de lo que se cree que es un idioma, muere inmediatamente. (Derrida, 1979, p. 102, cursiva original).

Por tanto, escribir sobre Derrida significa responder a Derrida por el simple hecho de hacer justicia a su escritura. ¿Cómo se puede lograr esto? Déjenme comenzar de nuevo.

De la metafísica a otros

Comoya lo hemos dicho todo, el lector debe

soportar si continuamos por un tiempo. Si nos

extendemos por la fuerza del juego. Si luego escribimos

un poco: sobre Platón, quien ya dijo en el

Fedro que la escritura solo puede repetirse (a

sí misma), que "siempre significa (semainei) lo

mismo" y que es un "juego" (paidia).

Derrida (1981b, p. 65).

El mito del origen

El tema que recorre la escritura de Derrida desde el principio es el del origen. O, para ser más precisos: el del pensamiento del origen, el de la filosofía del origen, el tema, en resumen, de la metafísica.

Derrida sostiene que la historia de la filosofía occidental es un intento continuo de ubicar un suelo fundamental, un centro fijo, un punto arquimediano, que sirve tanto como un comienzo absoluto y como un centro desde el cual todo lo que se origina a partir de él puede ser dominado y controlado. Un origen que "cierra la obra que abre y hace posible" (Derrida, 1978, p. 279). Desde Platón, este origen siempre ha sido pensado en términos de presencia. El origen está pensado como completamente presente para sí mismo y como totalmente autosuficiente. Es idéntico a sí mismo y, a este respecto, se ajusta a la lógica de la identidad. La "determinación de ser como presencia", sostiene Derrida, es "la matriz" de la historia de la metafísica (que coincide con la historia de Occidente en general) (Derrida, 1978, p. 279).

Se podría demostrar que todos los nombres relacionados con los fundamentos, con los principios, o con el centro siempre han designado una presencia invariable: eidos, arché, telos, energeia, ousia (esencia, existencia, sustancia, sujeto) alétheia, trascendentalidad, conciencia, Dios, hombre, y demás. (Derrida, 1978, pp. 279-80).

La "metafísica de la presencia" (Derrida, 1978, p. 281) incluye más que solo la determinación del significado de la presencia del Ser. El gesto metafísico de la filosofía occidental incluye una axiología jerárquica en la que el origen se designa como puro, simple, normal, estándar, autosuficiente e idéntico a sí mismo, para luego pensar en términos de derivación, complicación, deterioro, accidente, y así. Esta es "la exigencia metafísica", la que ha sido "la más constante, la más profunda y la más potente" (Derrida, 1988, p. 93).

La escritura de Derrida quiere cuestionar este gesto metafísico. Él reconoce que no es el primero en hacerlo. Nietzsche, Freud y Heidegger han expuesto y criticado, a su manera, el deseo metafísico, el deseo de orígenes fijos y autopresentes de la filosofía occidental (Derrida, 1978, p. 280). Pero hay una diferencia crucial entre la "demolición" de Nietzsche o "Destruktion o Abbau" de Heidegger (Derrida, 1991, pp. 270-271) de la metafísica y el trabajo en el que Derrida está comprometido. Nietzsche, Freud, Heidegger y todos los demás discursos destructivos querían romper totalmente con la tradición metafísica. Querían terminar y superar la metafísica. Derrida nos dice, sin embargo, que tal ruptura no es una posibilidad real.

No tiene sentido prescindir de los conceptos de la metafísica para sacudirla. Nosotros... no podemos pronunciar ni una sola proposición destructiva que no haya tenido ya que deslizarse en la forma, la lógica y las postulaciones implícitas de precisamente aquello que trata de impugnar. (Derrida, 1978, p. 200).

Aunque Derrida definitivamente quiere sacudir la metafísica, reconoce que esto no se puede hacer desde un lugar neutral e inocente fuera de la metafísica. Lo que es más importante, para decirlo simplemente, Derrida quiere sacudir la metafísica al mostrar que ella misma siempre intenta arreglar o inmovilizar el ser a través de la presentación de una presencia autosuficiente y autoidéntica.

Esto implica, entre otras cosas, que la deconstrucción no es algo que se aplica al texto de la tradición metafísica desde el exterior. Por tanto, "no es un método y no puede transformarse en uno" (Derrida, 1991, p. 273). Más bien,

"deconstrucciones", que prefiero decir en plural... es uno de los posibles nombres utilizados para designar, en suma por metonimia, lo que ocurre [ce qui arrive], o no puede ocurrir [ce qui n'arrive pas á arriver], es decir, una cierta dislocación que en efecto se reitera regularmente -y dondequiera que haya algo en lugar de nada-. (Derrida y Ewald, 2001, p. 67).

A lo que debemos agregar que "todas las oraciones del tipo 'deconstrucción es X 'o 'desconstrucción no es X' a priori, pierden el punto, lo que quiere decir que son al menos falsas" (Derrida, 1991, p. 275).

Derrida intenta mostrar en sus lecturas de los textos de la tradición occidental que cualquier presentación de una presencia autosuficiente e idéntica a sí misma solo puede hacerse con la ayuda de lo que está excluido por esta presencia. Intenta mostrar, en otras palabras, que la presencia no puede presentarse, sino que necesita la ayuda de lo que no está presente, de la ausencia. Por tanto, coloca lo que no está presente en una especie de doble posición. Por un lado, lo no presente es lo que es totalmente diferente de lo que está presente. Y, sin embargo, la presencia de la que depende su definición solo puede articularse con la ayuda de lo que no es.

La presencia de la voz

Una de las formas más generalizadas en que la metafísica de la presencia ha estado presente en la filosofía occidental es en la forma del privilegio de la voz como medio de significado con su consecuente rechazo de la escritura como derivada e in-esencial. Esta jerarquía se basa en una lógica bastante directa en la que las palabras habladas se consideran el símbolo de la experiencia mental y las palabras escritas como el símbolo de las palabras habladas. La prioridad del lenguaje hablado sobre el escrito o el lenguaje silencioso se deriva del hecho de que cuando se pronuncian las palabras, se supone que el que habla y el que escucha se presentan simultáneamente el uno al otro. Escribir, por otro lado, se considera subversivo en la medida en que crea una distancia espacial y temporal entre el autor y esta audiencia.

Derrida se refiere al privilegio de la voz sobre la escritura como fonocentrismo. El fonocentrismo, argumenta, es, en cierto sentido, una necesidad ya que es un fenómeno que no solo ocurre en la cultura occidental, sino que también se puede encontrar en otras culturas (Derrida, 1984, pp. 155-156). Lo que es, sin embargo, un "fenómeno exclusivamente occidental" es la traducción del fonocentrismo en un sistema metafísico que asigna el origen de la verdad al habla o al logos (Derrida, 1976, p. 3). Derrida discute esta respuesta específicamente occidental a la "necesidad fonocéntrica" bajo el nombre de logocentrismo (Derrida, 1983, p. 40).

La construcción del logocentrismo ocupa un lugar central en los escritos anteriores de Derrida, donde plantea la cuestión de si es posible articular la presencia del habla (o el habla como presencia), de modo que sea autosuficiente, simple, idéntica y presente a sí misma; en otras palabras, que sea pura e incontaminada por lo que no es, es decir, la escritura.

La Farmacia de Platón, una larga sección de Dissemination,5 retoma la cuestión de la prioridad del habla sobre la escritura en forma de una lectura detallada del diálogo de Platón, el Fedro (Derrida 1981b, pp. 61-171). El texto de Platón se presenta como un intento de articular la prioridad del habla sobre la escritura y mostrar los peligros filosóficos, morales y políticos del pensamiento para invertir esa prioridad. Sin embargo, lo que revela Derrida sobre el Fedro es precisamente el hecho de que el texto no logra lo que argumenta. Lo más obvio a este respecto es, por supuesto, el hecho de que Platón defiende el carácter inferior de la escritura por medio de la escritura misma. Esta situación, que se repite siempre que la filosofía se niega a reconocer su propio estatus textual y aspira a una contemplación pura de la verdad, es un patrón común en la historia del pensamiento occidental, por lo que podríamos decir que el logo-centrismo es ante todo "el deseo de no reconocer este orden de necesidad" (Norris, 1987, p. 127).

Lo que Derrida revela en su lectura del Fedro -lectura que está lejos de ser el único lugar en el que en ello insiste- es la imposibilidad de articular la oposición entre el habla y la escritura como una oposición estable en la que el discurso es puro y de origen autosuficiente mientras que la escritura su derivada, completamente opuesta y completamente externa al habla. Lo que su lectura deconstructiva deja en claro, en otras palabras, es que la presencia del habla (como origen) no puede articularse sin la ayuda de lo que se piensa como algo totalmente diferente del habla, sin la ayuda de lo que está ausente.

A partir de lo que hemos visto hasta ahora, quedará claro que esto no debe entenderse como un argumento para la inversión de la oposición entre el habla y la escritura. Después de todo, tal inversión solo reemplazaría un origen (discurso) por otro (escritura), pero dejaría el mismo orden metafísico, el orden de la presencia original frente a la ausencia derivada, en su lugar. Lo que Derrida intenta traer a la luz es la indecidibilidad definitiva de las oposiciones a la dialéctica hegeliana, nunca puede resolverse en un "tercer término" (Derrida, 1981a, p. 43) y, por lo tanto, la imposibilidad última de articular cualquier cosa como puro, no contaminado, de origen autopresente.

La ubicuidad de la escritura

Y, sin embargo, hay un sentido en el que Derrida argumenta que "el lenguaje es primero... escritura" (Derrida, 1976, p. 37), un sentido que tiene lugar desde la imposibilidad de captar un origen presente puro e incontaminado. Para entender por qué esto es así, debemos seguir a Derrida en esta exposición del logocentrismo en la teoría del significado tradicional (metafísica). Según esta teoría, el significado es una relación de identidad entre una palabra y un objeto. En términos más técnicos, un signo es una palabra.

El signo vaca se compone del sonido vaca, el significante, y el concepto de vaca, es decir, el significado. (El animal real es el referente).

La relación entre el significante y el significado se entiende en términos de representación. El significante re-presenta el significado o, para ser más precisos, el significante re-presenta la presencia del significado. Esto implica que la presencia del significado es el origen y la garantía del significado del significante. Sin embargo, para servir como origen y garantía, el significado mismo tiene que estar sin significar ni representar. Tiene que ser lo que Derrida llama un "significado trascendental". El hecho de que la teoría tradicional del significado dependa de la existencia de un no significado o significado trascendental, revela su carácter logocéntrico. "He identificado el logocentrismo y la metafísica de la presencia como el deseo exigente, poderoso, sistemático e irreprimible de tal significado" (Derrida, 1976, p. 49).

Pero aunque es un deseo poderoso, un deseo tan poderoso que ha podido ejercer su influencia en casi todos los rincones del pensamiento occidental, es, como Derrida intenta mostrar una y otra vez, un deseo que se atasca en sus propios presupuestos. En su forma más simple, esto se debe a que, para que el significado trascendental se articule como una presencia, como un origen, necesita ser significado. Pero si esto es así, entonces se deduce que "cada significado está también en la posición de un significante" (Derrida, 1981a, p. 20), que -en suma- "la cosa misma es un signo" (Derrida, 1976, p. 49, cursiva original).

De acuerdo con el orden fonocéntrico, el habla es un signo de una presencia original (por ejemplo, de un pensamiento), y la escritura es la significación del habla. Por tanto, el carácter derivado de la escritura puede expresarse diciendo que la escritura es un signo de un signo. Tan pronto como se reconoce que el original, la cosa misma, es un signo, luego se deduce que incluso el primer acto de significación no es la significación de un original sino de algo que ya está expresado. Se deduce, en otras palabras, que el primer acto de significación ya opera en el campo del signo si es un signo de un signo. Es en este sentido (vulgar) que Derrida sostiene que "el lenguaje es primero... escritura" (Derrida, 1976, p. 37). Sin embargo, debemos agregar inmediatamente que no es la escritura en la comprensión logocéntrica y tradicional de la palabra. Derrida lo llama arche-escritura (Derrida, 1976, p. 56) y se refiere a la ciencia de esta escritura como gramatología6 (Derrida, 1970).

Diferencia y différance

Precisamente, en este punto nos encontramos con una de las más complejas aunque intrigantes dimensiones de la escritura de Derrida. El problema, a decir verdad, es que tan pronto como se reconoce que no hay significantes trascendentales, simples y sin significado (unsignified) que corrijan y garanticen el significado de nuestras palabras; que no hay originales a los que puedan referirse nuestras palabras, llegamos a una posición donde incluso este reconocimiento parece haberse convertido en flotante.

La tradición metafísica había tratado de resolver este problema olvidando el estado textual de su propia escritura, suponiendo que era posible ocupar un lugar fuera del orden de la escritura. La escritura de Derrida ocurre más allá de esta ingenuidad. Pero también reconoce que no puede haber una ruptura total, porque tal ruptura nos privaría de los medios para criticar la metafísica. Lo que pone a Derrida en la incómoda posición de "tener que dar cuenta de un error por medio de herramientas derivadas de ese mismo error" (Jonhson, 1981, p. x).

Derrida aborda esta situación con la ayuda de una teoría de los signos y del lenguaje desarrollada por Ferdinand de Saussure. Contrariamente a la idea de que el lenguaje es esencialmente un proceso de denominación, unir palabras a las cosas, Saussure había argumentado que el lenguaje es un sistema, o una estructura, donde cualquier elemento individual no tiene sentido fuera de los límites de esa estructura. En el lenguaje, sostiene, solo hay diferencias. Pero -y aquí las ideas de Saussure coinciden con la deconstrucción de la metafísica de la presencia de Derrida- estas diferencias no son diferencias entre términos positivos, es decir, entre términos que en sí mismos y por sí mismos se refieren a objetos o cosas fuera del sistema. En el lenguaje, sostiene Saussure, solo hay diferencias sin términos positivos.

Pero si esto es así, si no hay términos positivos (que es lo mismo que decir que no hay significados trascendentales), se deduce que tampoco podemos articular el carácter diferencial del lenguaje mismo por medio de un término positivo. La diferencia sin términos positivos implica que esta dimensión siempre debe permanecer desapercibida, estrictamente hablando, es in-conceptualizable. Es una diferencia que no se puede volver a poner en el orden de lo mismo y, a través de un significante, se le da una identidad. Esto significa, entonces, que "el juego de la diferencia, que, como nos recordó Saussure, es la condición para la posibilidad y el funcionamiento de cada signo, es en sí mismo un juego silencioso" (Derrida, 1982, p. 5).

No obstante, si queremos articular aquello que no se deja articular por sí mismo y, sin embargo, es la condición de posibilidad para toda articulación, lo que podríamos querer hacer (y esto es crucial) para evitar que la metafísica vuelva a entrar en el campo es reconocer, primero, que nunca puede haber una palabra o concepto para representar este juego silencioso. También debemos reconocer que este juego no puede ser simplemente expuesto, ya que "uno puede exponer solo aquello que en un determinado momento puede hacerse presente" (Derrida, 1982, p. 5, cursiva original). Y, finalmente, debemos reconocer que no hay ningún lugar para comenzar, "porque lo que se cuestiona es precisamente la búsqueda de un comienzo legítimo, un punto de partida absoluto" (Derrida, 1982, p. 6). Todo esto, y más, se reconoce en la nueva palabra o concepto -"que no es ni una palabra ni un concepto" (Derrida, 1982, p. 7) sino el "neo-grafismo" (p. 13)- de différance.7

La razón por la cual Derrida introduce "lo que está escrito como différance" (Derrida, 1982, p. 11) no es difícil de entender. Pues, aunque el "juego de la diferencia" (Derrida, 1982, p. 11) se identifica como la condición de posibilidad de toda conceptualidad, no debemos cometer el error de pensar que finalmente hemos encontrado el origen real de la conceptualidad; en otras palabras, este es un juego divertido, no obstante, tiene un significado trascendental. Estrictamente hablando, solo hay una manera de evitar este error, que es reconocer que las diferencias que constituyen el juego de la diferencia "son en sí mismas efectos" (Derrida, 1982, p. 11, cursiva original).

Lo que se escribe como différance, entonces, será el movimiento de juego que "produce" -por medio de algo que no es simplemente una actividad- estas diferencias, estos efectos de la diferencia. Esto no significa que la différance que produce diferencias sea de alguna manera anterior a ellas, en un simple y no modificado presente -in-diferente-. La différance es la estructura no completa, no simple, y el origen diferenciador de las diferencias. Por tanto, el nombre "origen" ya no se ajusta. (Derrida, 1982, p. 11).

Esto significa que en la forma más clásica, es decir, en el lenguaje de la metafísica, deberíamos hablar de ellos como efectos "sin causa" (Derrida, 1982, p. 12). Esto a su vez significa "que la différance no es, no existe, no es un presente (en -on- ) en (in) ninguna forma... no tiene existencia, ni esencia" (Derrida, 1982, p. 6, cursiva original). Con toda certeza, la différance no es diferenciación, porque eso dejaría abierta la posibilidad "de una unidad orgánica, original y homogénea que eventualmente se dividiría" (Derrida, 1976, p. 13).

Aunque la différance está directamente relacionada con una concepción estructuralista del significado -que Derrida reconoce cuando dice que no ve razón para cuestionar la verdad de lo que dice Saussure (Derrida, 1976, p. 39)-, hay un aspecto crucial en el que différance está más allá del estructuralismo. El punto aquí es que Derrida explícitamente niega el carácter original de la estructura misma. La estructura no es un significado trascendental (por lo que Derrida agrega que no quiere cuestionar la verdad de lo que Saussure dice "en el nivel en que lo dice [cursiva original]", pero sí quiere cuestionar la manera logo-céntrica en la que Saussure lo dice (Derrida, 1976, p. 39). La estructura es aún menos el efecto de una presencia original que la precede y la causa (Derrida, 1978, pp. 278-279). Lo que la différance trata de articular es el carácter diferencial del origen de la estructura misma. En este sentido, podríamos decir que la escritura de Derrida es posestructural, aunque deberíamos añadir que la palabra posestructuralismo era desconocida en Francia "hasta su 'regreso' de los Estados Unidos" (Derrida, 1991, p. 272).

La deconstrucción y el otro

Las páginas anteriores pueden haber dado la impresión de que la deconstrucción es una empresa altamente técnica y que la escritura de Derrida está dirigida principalmente a colegas filósofos. Aunque Derrida reconoce que la cuestión central de su escritura es la pregunta "desde qué lugar o (no-lugar) (non-lieu) la filosofía [puede] tal como se presenta a sí misma como distinta de sí misma, interrogar y reflexionar sobre sí misma de una manera original" (Derrida, 1984, p. 108), este reflejo de la filosofía sobre sí misma no se lleva a cabo por su propio bien. La escritura de Derrida tiene, entre otras cosas, el objetivo de dejar al descubierto nuestros prejuicios frente a la identidad como presencia autosuficiente, para exponernos al desafío de la otredad hasta ahora oculta, excluida y reprimida; una otredad que ha sido ignorada para preservar la ilusión de una identidad como presencia autosuficiente. La escritura de Derrida apunta a revelar que la otredad que es excluida y reprimida para mantener el mito de una presencia original pura e incontaminada es en realidad constitutiva de lo que se presenta como puro, autosuficiente, autopresente y, por tanto, totalmente diferente de esta otredad. Lo que la deconstrucción del logocentrismo pone de manifiesto es -para decirlo "en pocas palabras" (Caputo, 1997)- que "la identidad presupone la alteridad" (Derrida, 1984, p. 117, cursiva original).

Aunque podríamos decir, con Derrida, que la deconstrucción del logocentrismo es una búsqueda de "lo otro del lenguaje" (Derrida, 1984, p. 123), esto no significa que la deconstrucción se centre principalmente en una problemática lingüística. La cuestión de la alteridad es ante todo la cuestión del otro concreto, del "otro, que está más allá del lenguaje" (Derrida, 1984, p. 123). Lejos, entonces, de ser una filosofía que, de acuerdo con sus críticos, declara que no hay nada más allá del lenguaje y que estamos encarcelados en el lenguaje, la deconstrucción puede verse como una respuesta. "La deconstrucción es, en sí misma, una respuesta positiva a una alteridad que necesariamente la llama, la convoca o la motiva. La deconstrucción es, por tanto, vocación -una respuesta a una llamada-" (Derrida, 1984, p. 118).

Es precisamente en este tema que la escritura de Derrida demuestra una fuerte afinidad con el trabajo de Emmanuel Levinas, que se destaca como un intento sin precedentes en la filosofía moderna de articular lo que significa hacer justicia al otro como lo que él o ella es, concretamente otro.88 Derrida sostiene que está dispuesto a aceptar todo lo que dice Levinas y que las diferencias entre ellos son de naturaleza biográfica y no filosófica (Derrida, 1986, pp. 74-75).

La idea central de la escritura de Levinas es que la filosofía occidental ha sido incapaz de reconocer la alteridad del otro porque comprende la relación entre los seres humanos y el mundo (incluidos otros seres humanos) principalmente como una relación epistemológica, una relación en la que una mente o ego aislado, que se representa a sí mismo, intenta obtener un conocimiento preciso del mundo externo. Levinas se refiere a este gesto de la filosofía occidental, en el cual el ego o sujeto es el origen de todo conocimiento y significado, como egología. La principal implicación de la preocupación epistemológica de la filosofía ´´moderna es que el otro solo puede aparecer como un objeto de conocimiento. Además, para que algo sea (o se convierta) en un objeto de conocimiento, tiene que ser conceptualizado, lo que significa que debe ser identificado como una instancia de un concepto más general. Sin embargo, si el otro solo puede ser considerado como el resultado del acto de conceptualización del ego, y si, como resultado, solo puede ser considerado como una instancia de algo más general, nunca puede aparecer en su alteridad radical, nunca puede aparecer como infinitamente-otro, como singular e irreductiblemente singular (por ejemplo, Levinas, 1979; Llewelyn, 1995).

Para Levinas, esto significa que si queremos reconocer al otro en su alteridad, debemos, en cierto sentido, invertir el orden filosófico y tomar el encuentro con el infinitamente-otro como nuestro punto de partida en lugar de cualquier determinación metafísica del ser. Por esta razón, Levinas se refiere a la ética como primera filosofía (aunque quedará claro que en la inversión primera filosofía en sí misma ha cambiado su significado). En su ensayo sobre Levinas (Derrida, 1978, pp. 79-153) Derrida sostiene que la inversión levinasiana implica que no podemos decir, y también que no tenemos que preguntarnos, qué es este encuentro con el infinitamente-otro.

No hay pues conceptualidad del encuentro: este se hace posible por lo otro, por lo imprevisible, “refractario a la categoría”. El concepto supone una anticipación, un horizonte en que la alteridad se amortigua al enunciarse, y dejarse prever. Lo infinitamente-otro no se enlaza en un concepto, no se piensa a partir de un horizonte que es siempre horizonte de lo mismo, la unidad elemental en la que los surgimientos y las sorpresas vienen a ser acogidos, reconocidos siempre por una comprensión. (Derrida, 1978, p. 95).

Por esta razón, Derrida argumenta, como hemos visto, que el carácter afirmativo de la deconstrucción no es meramente positivo; es decir, no es meramente una afirmación de lo que ya existe y se conoce, sino que es una afirmación de lo que es "totalmente otro (toutautre)" (Derrida, 1992a, p. 27).

En este contexto, sin embargo, Derrida plantea la cuestión de si Levinas puede sostener consistentemente que la única forma de hacer justicia a la alteridad del otro es resistir cualquier conceptualización. Derrida pregunta si esto se puede hacer tan fácilmente. "Uno no podría hablar, ni tener ningún sentido de lo totalmente otro", argumenta, "si no hubiera un fenómeno o una evidencia del totalmente otro como tal" (Derrida, 1978, p. 123). Parece que, por tanto, hay una cierta necesidad de una conceptualización del otro, una necesidad a la que Derrida se refiere como "violencia trascendental" (Derrida, 1978, pp. 118-33). Es trascendental porque esta representación es la condición misma de posibilidad de cualquier reconocimiento del otro como otro.9

En este punto -aunque el punto de deconstrucción radica más en el cruce que en la llegada- quiero llamar a la memoria la "ley de la singularidad", la ley de la inevitable des-singularización de lo singular a través de la repetición-en-alteridad sin la cual no podría esperar asegurar su singularidad (Gasché, 1994, pp. 14-15). Después de todo, si hay un punto en la escritura de Derrida, reside en el reconocimiento de que la singularidad del otro requiere una "universalidad mínima" para ser ella misma y ser reconocida como tal, y que sin el riesgo involucrado -un riesgo que es tanto violento como necesario- no se puede hacer justicia a la singularidad del otro (Gasché, 1994, p. 16).

Educación justa: prepararse para lo incalculable

F. Ewald: ¿Hay una filosofía de J. Derrida?

J. Derrida: No.

F. Ewald: ¿Por tanto, no hay mensaje?

J. Derrida: Sin mensaje.

F. Ewald: ¿Hay algo normativo?

J. Derrida: Por supuesto hay. No hay nada más

que eso.

Derrida y Ewald (2001, p. 71).

La deconstrucción es justica

En las secciones anteriores he cruzado la deconstrucción de dos maneras diferentes. Si algo puede concluirse de estos cruces es que la deconstrucción no puede presentarse como una posición, y que en ese sentido no es una filosofía. La deconstrucción debe entenderse como una ocurrencia -o incluso más precisamente: debe entenderse en su ocurrencia-. Lo que está en juego en la ocurrencia de la deconstrucción es un intento de poner de manifiesto la imposibilidad de totalizar, la imposibilidad de articular un centro autosuficiente y autopresente, desde el cual todo se puede dominar y controlar.

La deconstrucción revela que cada interior tiene un exterior constitutivo que no es meramente externo, sino que, en cierto sentido, ya habita en el interior, por lo que la autosuficiencia o la autopresencia solo pueden producirse mediante un acto de exclusión. Lo que le da a la deconstrucción su motivación e impulso es precisamente su preocupación o, para ser más precisos, su deseo de hacer justicia a lo que se excluye.

El principal problema de la deconstrucción, que ha sido la causa de muchos malentendidos e interpretaciones erróneas, radica en lo que propongo llamar su reflexividad, es decir, el hecho de que sus conclusiones (que de ninguna manera son terminaciones) constantemente subvierten sus afirmaciones. ¿Cómo, por ejemplo, no totalizar lo no totalizable? ¿Cómo no conceptualizar lo inconceptualizable? ¿Cómo no hablar? Pero en lugar de simplemente evadir estas aporías -que ha sido la estrategia común de la filosofía occidental, colocándose fuera de la escena de la re-presentación- la deconstrucción afronta estas aporías de frente y trata de sacarles provecho.

Ya hemos visto cómo funciona esto con respecto a la deconstrucción de la metafísica. La metafísica fue la forma tradicional en que la filosofía (quizás inconscientemente) trató de evadir el problema de la reflexividad. La filosofía suponía que tenía un acceso especial al (a los) fundamento(s) último(s) de la existencia. Derrida revela la imposibilidad del gesto metafísico. Pero en lugar de apuntar a la construcción de una filosofía post-metafísica o anti-fundacional, reconoce que es imposible una ruptura total con la tradición metafísica de la filosofía. Siempre habitamos el interior de la tradición metafísica.10

La razón principal, sin embargo, para la deconstrucción de la metafísica -o, para ser más precisos, para revelar el hecho de que la metafísica se deconstruye a sí misma (auto-deconstrucción)- es no llegar a un acuerdo con la metafísica como tal. Está motivada por una preocupación que es explícitamente ética y política.

En su capítulo sobre Deconstrucción y la posibilidad de justicia (1992a), Derrida confiesa que los asuntos éticos y políticos no han ocupado un lugar prominente en la mayoría de sus escritos. Reconoce que

sin duda hay muchas razones por las que la mayoría de los textos apresuradamente identificados como "deconstruccionistas" ... parecen, y digo parecen, no poner en primer plano el tema de la justicia (como tema, precisamente) o el tema de la ética y la política. (Derrida, 1992a, p. 7, énfasis original).

Sin embargo, continúa, era normal, previsible y deseable que los estudios de un estilo deconstructivo culminen en esta problemática, e incluso esa deconstrucción no ha hecho otra cosa que abordar esta problemática, aunque sea indirectamente, ya que "uno no puede hablar directamente sobre justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir 'esto es justo' y aún menos 'yo soy justo' [cursiva original]". Es decir, uno no puede hacer todo esto "sin traicionar inmediatamente la justicia" (Derrida, 1992a, p. 10). ¿Por qué esto es así?

La clave de la respuesta de Derrida radica en la afirmación de que la justicia siempre está dirigida hacia el otro. La justicia, argumenta Derrida, es la relación con el otro. Decir, por tanto, que algo es justo, o que uno es justo, es una traición a la idea misma de justicia en la medida en que excluye la posibilidad de que el otro decida si se ha hecho justicia. Si la justicia es una preocupación por el otro como otro, por la alteridad del otro, por una alteridad que, por definición, no podemos prever ni totalizar; si la justicia, en definitiva, siempre se dirige a la singularidad del otro (Derrida, 1992a, p.20), estamos obligados -en el propio nombre de la justicia- a mantener abierta la posibilidad imprevista de la llegada del otro, la sorpresa de la invención del otro (Derrida, 1989). Esto significa, sin embargo, que la misma posibilidad de justicia se sostiene por su imposibilidad. La justicia, resume Derrida, es por tanto "una experiencia de lo imposible", donde -y esto es crucial- lo imposible no es lo que no es posible, sino lo que no se puede prever como una posibilidad (Derrida, 1992a, p. 16).

Las implicaciones de esta idea no se limitan a la determinación de si una situación o una persona es justa, sino que se extienden a la definición misma de justicia. Aquí nuevamente podemos decir que es por el bien de la justicia, como una preocupación por la otredad del otro, que nunca podemos decidir de una vez y (literalmente) por todo lo que es la justicia. Por tanto, la justicia no es un principio o un criterio (ya que esto significaría que sabríamos ahora qué es la justicia), ni tampoco un ideal (ya que esto significaría que ahora podríamos describir la situación futura de la justicia). Pertenece a la estructura misma de la justicia que nunca puede estar presente (y por tanto nunca estará presente). Es por necesidad una "justicia por venir", lo que significa que siempre está por venir (Derrida, 1992a, p. 27).

La imposibilidad de la justicia no debe entenderse como una deconstrucción de la justicia. Para entender por qué esto es así, debemos observar la distinción que hace Derrida entre la justicia y la ley (droit). Por ley Derrida entiende las estructuras positivas que conforman los sistemas judiciales en virtud de las cuales se dice que las acciones son legales, legítimas o están debidamente autorizadas. La ley, argumenta Derrida, es "esencialmente deconstruible", en primer lugar, porque está construida (Derrida, 1992a, pp. 14-15). Pero el hecho de que la ley sea esencialmente deconstruible "no es una mala noticia. Incluso podemos ver en esto un golpe de suerte para la política, para todo progreso histórico" (Derrida, 1992a, p. 14), porque abre la posibilidad de mejorar la ley.

[La] ley como tal puede deconstruirse y tiene que ser deconstruida. Esa es la condición de historicidad, revolución, moral, ética y progreso. Pero la justicia no es la ley. La justicia es lo que nos da el impulso, el impulso o el movimiento para mejorar la ley, es decir, deconstruir la ley. Sin un llamado a la justicia, no tendríamos ningún interés en deconstruir la ley. (Derrida, 1997, p. 16).

Esto revela que la deconstrucción no está dirigida a la destrucción de la ley sino a la mejora de la ley en nombre de lo que no se puede nombrar. Como resumió Caputo (1997), la deconstrucción "mantiene abierto un ojo invencionista para el otro, para el que la ley como ley es 'ciega'" (p. 131). Y es en este sentido que Derrida puede argumentar que la deconstrucción es justicia (Derrida, 1992a, p. 35).

La aporía de la justicia

El hecho de que la justicia no sea un criterio o un principio significa que no es algo sobre lo que podemos tener conocimiento y solo necesitamos aplicarlo. Nuevamente, podemos decir que la ley es aplicable. Podemos ver que actuamos de acuerdo con las normas, con la ley. Pero hablar de justicia no es una cuestión de conocimiento, no es una cuestión de aplicación y cálculo (aunque definitivamente es una cuestión de juicio extremadamente cuidadoso).

La justicia, si tiene que ver con el otro... siempre es incalculable... Una vez que se relaciona con el otro como el otro, entonces algo incalculable aparece en escena, algo que no puede reducirse a la ley ni a la historia de las estructuras legales. Esto es lo que le da a la deconstrucción su movimiento. (Derrida, 1997, pp. 17-18).

La afirmación de que la justicia no es un criterio, que no tiene fundamento, de modo que en la base de todas nuestras decisiones reside una indecidibilidad radical que no puede ser cerrada por nuestras decisiones pero que "continúa habitando la decisión" (Derrida, 1996, p. 87), podría tomarse como la afirmación de que al final, y a pesar de todo lo que se afirma, la deconstrucción es destructiva y relativista. Pero esto, por supuesto, solo se mantiene mientras supongamos que la ética y la política solo pueden existir en un terreno firme.

Contra ese punto de vista fundacionalista, Derrida argumenta que la ética y la política solo comienzan cuando esta indecidibilidad, que hace que la decisión al mismo tiempo sea "necesaria e imposible", se reconoce. Para él, por tanto, la deconstrucción es una "hiperpolitización" (Derrida, 1996, p. 85; Biesta, 1995). Derrida reconoce que esto es una aporía, pero "no debemos esconderla de nosotros mismos" (Derrida, 1992b, p. 41).

Incluso me atrevería a decir que la ética, la política y la responsabilidad, si es que hay alguna, solo han comenzado con la experiencia y el experimento de la aporía. Cuando el camino es claro y dado, cuando un cierto conocimiento abre el camino de antemano, la decisión ya está tomada, bien podría decirse que no hay nada que hacer; irresponsablemente, y en buena conciencia, uno simplemente aplica o implementa un programa... Hace de la acción la consecuencia aplicada, la simple aplicación de un conocimiento o saber cómo. Hace de la ética y la política una tecnología. Ya no es del orden de la razón o decisión práctica, comienza a ser irresponsable. (Derrida, 1992b, pp. 41 y 45, cursiva original).

Quizás, agrega Derrida, uno nunca escapa del programa. Pero en ese caso "uno debe reconocer esto y dejar de hablar con autoridad sobre la responsabilidad moral o política" (Derrida, 1992b, p. 41). Esto significa, por lo tanto, que "la condición de posibilidad de esta cosa llamada responsabilidad es una cierta experiencia y experimento de la posibilidad de lo imposible: la prueba de la aporía a partir de la cual uno puede inventar la única invención posible, la invención imposible" (Derrida, 1992b: 41, cursiva original).

¿Educación justa?

Si de aquí pasamos finalmente a la cuestión de la educación, no lo es, como ya he sugerido al comienzo de este texto, para aplicar la deconstrucción a la educación. La educación no es algo externo a la deconstrucción, del mismo modo que la deconstrucción no es algo que proviene del exterior de la educación. Aunque hay muchas maneras diferentes en que la deconstrucción puede ser el caso en educación,11 lo que quiero resaltar aquí es que, si la deconstrucción es vocación, es decir, "una respuesta a un llamado" (Derrida, 1984, p. 118), es la forma en que la razón está en el corazón mismo de la experiencia de la educación -al menos en la forma en que esta experiencia nos acompaña desde la Ilustración-. Si, por decirlo de otra manera, la experiencia de la educación es la experiencia de la singularidad del otro, del otro como un ser singular, podemos decir que la educación tiene su lugar propio en la deconstrucción, así como la deconstrucción tiene su lugar propio en la educación. La relación entre deconstrucción, justicia y educación es, en otras palabras, cualquier cosa menos accidental.

Sin embargo, Derrida no nos dice cómo debemos responder al llamado para ser justos o hacer justicia. A diferencia de toda una generación de educadores y teóricos de la educación, a menudo de una inclinación crítica, Derrida no intenta dar una respuesta a la pregunta de cómo podemos emancipar o liberar.12 Más bien invita a los educadores a volver a la pregunta en sí, a la pregunta de qué podría significar responder al llamado, a responder de manera responsable a la otredad del otro -a volver a esta vieja pregunta hoy-.

Hoy es, entre otras cosas, el día en que hemos perdido la comodidad metafísica (Rorty, 1989). Pero, aunque ya no podemos confiar en las certezas de la metafísica -incluida la metafísica del ser humano-, Derrida está ansioso por enfatizar que esto no nos lleva a un antifundacionalismo, relativismo o comunitarismo donde la sabiduría de la comunidad es la más alta sabiduría. Aunque Derrida es más que perceptivo de la historia, la situación, la ubicación, la diferencia, etc., continúa considerando la posibilidad de lo imposible, es decir, la posibilidad de lo que no se puede prever como una posibilidad, pero que reside -estructuralmente- más allá. En resumen, la posibilidad imposible de justicia.

Ante esto, ¿la educación puede ser justa? ¿La educación será justa? Quizás una forma de apreciar lo que podríamos aprender de la deconstrucción es abordar esta cuestión desde el punto de vista de la violencia trascendental que, en cierto sentido, expresa las mismas ideas de lo que he denominado la ley de la singularidad. Podríamos argumentar que la única forma de hacerle justicia al otro, al otro a quien nos atrevemos a educar, es dejándolo completamente solo. No es difícil ver que este descuido (que ni siquiera contaría como un caso para la educación) haría al otro no identificable e irreconocible. Esto definitivamente bloquearía la invención del otro y, por tanto, sería completamente injusto. Para que la educación no sea injusta se necesita alguna forma de reconocimiento del otro como otro. Pero como ya hemos visto, cualquier forma de reconocimiento, aunque necesario, es al mismo tiempo falta de reconocimiento, y por esa razón violenta. Esta parece ser la aporía de cualquier educación que no quiere ser injusta. Sin embargo, es la aporía con la que la educación tiene que contar. ¿Se puede hacer esto?, ¿cómo puede hacerse esto?

En una discusión sobre decisiones éticas, Derrida enfatiza que, aunque las decisiones éticas son imposibles, pueden, por el solo hecho de ser decisiones éticas, no esperar. Esta "aporía de la urgencia" significa que la instancia de las decisiones es una "locura" (Derrida, 1992a, p. 26). Uno tiene que decidir, pero una decisión justa es imposible. Sin embargo, esta imposibilidad demente hace posible la justicia. ¿Cómo podemos darle un lugar a esta locura? Quizás, como sugiere Edgoose (en este volumen), es suficiente -o al menos algo- si estamos atentos a la vacilación que habita nuestras decisiones. La justicia podría provenir del fracaso de la fluidez, es decir, de la duda ética.

La educación justa -si tal cosa existe- tiene que estar en la perspectiva de la invención imposible del otro. El otro, escribe Derrida, "es lo no posible". El otro es "precisamente lo que no está inventado" (Derrida, 1989, pp. 59-60). Esto significa que "la inventiva deconstructiva puede consistir solo en abrir, desmantelar, desestabilizar las estructuras13 para permitir el paso hacia el otro" (Derrida, 1989, p. 60). Pero uno no debe olvidar que uno no hace que el otro venga. Uno lo deja prepararse para su llegada. La educación, en resumen, debe preparar para lo incalculable.

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* Texto original: Biesta, G. (2001). Preparing for the incalculable. En G.J.J. Biesta y D. Egéa-Kuehne (eds.), Derrida & Education (pp. 32-54). (Routledge International Studies in the Philosophy of Education). Abingdon: Taylor and Francis. Una versión anterior de este capítulo apareció bajo el título "Deconstrucción, justicia y la cuestión de la educación" en el Zeitschrift für Erziehungswissenschaft (Biesta, 1998). Durante el año pasado, hemos presentado varias versiones de este texto en conferencias y seminarios. Me gustaría agradecer a aquellos que asistieron a estas sesiones por sus preguntas críticas. También, a Jim Garrison, Paul Standish y Denise Egéa-Kuehne por sus comentarios sobre las versiones anteriores de este texto. A Jim Marshall, por invitarme a escribir sobre Derrida en primer lugar. Y a Roel van Goor por la búsqueda de literatura que hizo para el capítulo introductorio de Derrida & Education (N. del autor en el original).

1 Todo lo demás.

2Ver Wimmer (2001); ver también Masschelein y Wimmer (1996) para una cuenta que invita a la reflexión sobre la relación entre alteridad, justicia y educación.

3Un catch-22 es una situación paradójica de la cual un individuo no puede escapar debido a reglas contradictorias. El término fue acuñado por Joseph Heller, quien lo usó en su novela de 1961 Catch-22.

4Misunderstanding (puede significar también mal entendido).

5Difusión.

6"La gramatología derridiana consiste, fundamentalmente, en un esfuerzo por poner en tela de juicio los conceptos básicos del discurso lingüístico contemporáneo: habla y escritura. La precariedad de las oposiciones conceptuales metafísicas pretendidamente evidentes o naturales, la reducción tradicional de la escritura y el uso/abuso que de ella se ha hecho son estratégicamente desmontados por Derrida en su intento de acabar con el mito de la palabra original, con el mito de la plenitud del ser, del sentido, es decir, de la presencia" (nota del traductor, tomada de Peretti, C. (1989). Jacques Derrida: texto y deconstrucción. Barcelona: Anthropos).

7En francés, la diferencia entre différence y différance es inaudible, lo que implica que este neografismo ya es una subversión del fonocentrismo.

8Sobre la relación entre Derrida y Levinas, véase especialmente a Critchley (1999b).

9Hay mucho más en juego respecto a la posible diferencia entre Derrida y Levinas de lo que el alcance de este capítulo me permite abordar. Para más sobre Levinas y la cuestión de la subjetividad, ver Biesta (1999a). Para la pregunta sobre la idea de una subjetividad posdeconstructiva, véase especialmente a Critchley (1999a, pp. 51-82).

10Quizás aún más importante que la relación de Derrida con la tradición metafísica es su relación con otra vía de escape, a saber, la filosofía trascendental. He discutido este tema en Biesta (1999b) y Biesta y Stams (2001).

11Para un excelente reporte centrado en el conocimiento y la pedagogía, véase Ulmer (1985).

12Ver Biesta (1998) para una valoración deconstructiva de la tradición crítica en la educación.

13Foreclosionary structures.

Para citar este artículo: Biesta, G. (2020). "Prepararse para lo incalculable" Deconstrucción, justicia y la pregunta por la educación (Trad. zuela y D. González). Pedagogía y Saberes, 52, 131-145. DOI: https://doi.org/10.17227/pys.num52-8619

Recibido: 23 de Octubre de 2018; Aprobado: 21 de Diciembre de 2018

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