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Pedagogía y Saberes

Print version ISSN 0121-2494

Pedagogía y Saberes  no.59 Bogotá July/Dec. 2023  Epub July 01, 2023

https://doi.org/10.17227/pys.num59-18828 

Artículo de reflexión

La noción de niño en el Emilio: una lectura cruzada entre Rousseau y Deleuze *

The Notion of the Child in the Emile: A Cross Reading between Rousseau and Deleuze

A noção da criança no Emílio: uma leitura cruzada entre Rousseau e Deleuze

Juan Diego Galindo-Olaya** 

** Candidato a doctor en Ciencias de la Educación. Investigador del Grupo Filosofía, Educación y Pedagogía de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. juan.galindo02@uptc.edu.co


Resumen

Jean-Jacques Rousseau nos propone pensar las situaciones en las que el niño es constituido y construye relaciones consigo mismo, con los otros y con las cosas. Nos preguntamos entonces: ¿cuál es la situación en la que han sido puestos los niños en nuestra cultura, que resulta contraria a su naturaleza? Los discursos pedagógicos que han asumido el postulado del niño como centro del proceso educativo no han abordado la razón sensible como concepto para pensar al niño y sus relaciones. Por tanto, reflexionamos a partir de una lectura cruzada con Gilles Deleuze sobre el niño en términos de su sensibilidad a los signos como primera forma de conocimiento de sí mismo, de los otros y la sociedad, la cual se ve limitada o potenciada por las relaciones en las que se le inscribe al nacer.

Palabras clave: niño; educación; pedagogía; razón sensible; relaciones

Abstract

105 Jean-Jacques Rousseau proposes to think about the situations in which the child is constituted, and creates relationships with oneself, with others and with things. Then, we ask ourselves: What is the situation in which children have been placed in our culture, that is contrary to their nature? The pedagogical discourses that have assumed the postulate of the child as the center of the educational process have not considered the sensitive reason as a concept to think about the children and their relationships. Therefore, we reflect on the children from a transversal reading with Gilles Deleuze, in terms of their sensitivity to the signs as the first form of self-knowledge, knoeledge of others, and of society, that is limited or enhanced by the relationships in which they are inscribed at born.

Keywords: child; education; pedagogy; relationships; sensitive reason

Resumo

Jean-Jacques Rousseau propõe-nos pensar as situações em que a criança é constituída e constrói relações consigo mesmo, com os outros e com as coisas. Esse convite nos leva à seguinte pergunta: Como nossa cultura chegou colocar as crianças num lugar que é contrário à sua natureza? Os discursos pedagógicos que têm adotado o postulado da criança como centro do processo educativo deixam fora o conceito da razão sensível para pensar a criança e suas relações. É, por isso, que a partir de uma leitura cruzada com Gilles Deleuze, o artigo tenta refletir sobre a criança em termos dessa razão sensível, ou seja, dessa sensibilidade signos como primeira forma de conhecer a si mesmo, aos outros e à sociedade, que é limitada ou potencializada pelas relações em que está inscrita a criança no momento de nascer.

Palavras-chave: criança; educação; pedagogia; razão sensível; relações

Introducción

El niño nace y llora, extiende sus brazos y manos para agarrar o ser agarrado, se desplaza por el espacio o es desplazado, su mundo inicia a partir de la construcción de la relación con los otros y con las cosas, y es en el tipo de relaciones que es incorporado que se constituye como niño en la sociedad moderna. Al respecto, señala el filósofo Gilles Deleuze (2016) que somos en situación, es decir, somos constituidos en las relaciones que construimos en las distintas situaciones de la vida, las cuales nos marcan, nos producen una forma de ser, en particular, una forma de ser niño en una determinada formación histórica. En este sentido, hay una situación que, aunque parezca insignificante, de acuerdo con sus implicaciones, resulta ser determinante en la forma como vemos y hablamos de los niños, es decir, de un saber construido sobre el niño (Garavito, 1994), pero también de la manera en que estos son subjetivados, formados en cuanto niños en la cultura (Guattari y Rolnik, 2006), a saber: llevar al niño cosas en lugar de llevar al niño hacia las cosas (Deleuze, 2008b; 2016; Rousseau, 2011).

Hablamos de dos situaciones distintas: una en la que las cosas son llevadas a los niños, lo que implica volverlos el centro alrededor del cual giran los objetos y las personas, incluido aquel que le lleva el objeto, lo cual puede extenderse más allá de la época en la que sus fuerzas físicas no le son suficientes; otra en la que el niño es quien se desplaza o es desplazado hacia las cosas, lo cual afirma en él la fuerza que tiene para poder relacionarse con el mundo, sin que esto dependa de una intermediación que lo someta a la voluntad de otros o vuelva a estos esclavos de él. Este ejemplo sobre las relaciones en las que inscribimos a los niños al nacer fue expuesto por el filósofo Jean-Jacques Rousseau en su obra Emilio o de la educación, publicada en 1762 de la siguiente forma:

Cuando un niño tiende la mano con esfuerzo sin decir nada, cree alcanzar el objeto porque no estima su distancia; está equivocado; pero cuando se queja y chilla tendiendo la mano, entonces no se engaña sobre la distancia, ordena al objeto se acerque, o a vosotros que se lo llevéis. En el primer caso llevadle el objeto lentamente y pasito a paso. En el segundo no hagáis semblante siquiera de oírle; cuanto más grite, menos debéis escucharle. Importa acostumbrar desde hora temprana a no ordenar, ni a los hombres, porque no es su amo, ni a las cosas, porque no lo oyen. Así, cuando un niño desea algo que ve y que se le quiere dar, más vale llevar el niño al objeto que llevar el objeto al niño: de esta práctica él saca una conclusión propia de su edad, y no hay ningún otro medio de sugerírsela. (Rousseau, 2011, p. 93 ).

Rousseau plantea dos formas de proceder con los niños distantes entre sí: por un lado, se construye una relación de dependencia y sumisión, como resultado de la condición en la que nace el niño, es decir, de indefensión y ausencia de fuerza física para moverse por sí mismo, a la vez de dominación y mandato, como contra cara de la relación, pues en el ejercicio de suplir y solucionar todas las necesidades del niño, sin que se le enseñe a encontrar en su propio esfuerzo los caminos para lograr lo que desea, exigirá de los otros que sigan cumpliendo con aquello que él no aprendió a hacer.

Por otro lado, cuando la situación cambia, es decir, cuando se lleva el niño al objeto, se le permite experimentar con lo que puede y lo que no puede por medio de su propio esfuerzo, con lo cual sabrá sobre la medida de sus fuerzas, a partir de las cuales construye una experiencia que le da sentido al lugar que ocupa y los vínculos que construye en relación consigo mismo, con los otros y con la sociedad, mediante los cuales reafirma su independencia y suficiencia para vivir.

Lo que está en juego en la situación es la constitución de un modo de ser en las relaciones que se construyen con los otros y con las cosas (Deleuze, 2008a): de un lado, como un hombre libre, en tanto el niño aprende a reconocer su potencia en las inclinaciones y disposiciones que rigen su modo de actuar; de otro, como un hombre encadenado a deseos que superan lo que puede por el desconocimiento de sí mismo, que lo vuelven miserable, esclavo de otros, resultado de una educación que privilegia su papel funcional en la sociedad, y limita la experimentación de su potencia (Galindo Olaya, 2014).

En este sentido, afirmamos que el niño cuenta con una sensibilidad a los signos como primera forma de conocimiento de sí mismo, de los otros y la sociedad, la cual se ve limitada por las relaciones en las que se le inscribe al nacer, tomando como ejemplo la de llevar el objeto al niño o llevar el niño al objeto, no porque a esto se reduzca las relaciones con las que se le constituye un modo de ser, sino porque nos sirve para poner en juego los conceptos de potencia, afecto y sensibilidad como herramientas de análisis sobre las relaciones y sus implicaciones en la constitución de un modo de ser del niño en la cultura.

Para esbozar la concepción de niño que existe en términos de las relaciones con las que es constituido, acudimos a la lectura cruzada entre Spinoza y Rousseau que presenta el filósofo Gilles Deleuze en el curso que dicta en la Universidad de Vincennes entre noviembre de 1980 y marzo de 1981. Allí, Deleuze reconoce como núcleo común de los dos la razón, entendida como una suerte de esfuerzo por seleccionar de los elementos de una situación, aquello que, en términos de Spinoza, aumenta la potencia de acción, así como de eliminar aquello que la disminuye; o en términos de Rousseau, aquello que es capaz de volver al niño independiente y eliminar aquello que lo hace dependiente (Deleuze, 2008b; 2016).

En el orden de la exposición, primero partimos de conceptualizar la naturaleza del niño, que en términos de Rousseau es formulada como una fuerza vital, que parece corresponder con la noción de potencia en Spinoza según Deleuze. Es decir, la naturaleza se entiende como lo que puede el niño en las relaciones mediante las cuales aumenta lo que puede o se le limita su potencia. A partir de allí, nos ocupamos de la sensibilidad del niño a signos indicativos, imperativos y vectoriales, los cuales conforman un conocimiento propio de la razón sensible en los hombres y que sería fundamental para pensar la educación en términos de libertad.

La naturaleza del niño: potencia y singularidad

Para Rousseau, la naturaleza del niño se entiende como fuerza vital con la que nace y experimenta lo que puede, que se concreta en términos de una inclinación y una disposición (Rousseau, 2011)1. Por un lado, una dirección que no está predefinida, sino que se va trazando en el ejercicio mismo de vivir; por otro lado, la posibilidad de afectar y ser afectado, por las cosas que lo rodean y los hombres con los cuales construye un juego de relaciones sociales y culturales en el que está inscrito al nacer. En este sentido, la naturaleza es pura potencia de acción que no está realizada y que solo se conoce en acto, que puede ser afectada por el tipo de relaciones en las que entra el niño, en las que se realiza (Deleuze, 2008d).

La naturaleza del niño, desde el punto de vista de Deleuze, puede entenderse como una singularidad, que corresponde a un punto de partida que contiene en sí mismo la fuerza para prolongarse y desplazarse para construir un trayecto2, sin que este sea prexistente a su propio movimiento, mediante el cual se produce un encuentro con otros puntos singulares con los que converge construyendo un nuevo recorrido o con los que diverge; en ambos casos, el trayecto no puede desligarse del momento del encuentro que marca su mutación en un nuevo recorrido (Deleuze, 2009).

Es decir, el niño nace con una fuerza vital con la que inicia un recorrido en el que pone en juego su potencia, en el que puede, por ejemplo, agarrar objetos, acercarlos a él, lo que cambiará la perspectiva desde la que construye su percepción del mundo cuando pueda acercarse caminando a los objetos, desplazarse con celeridad al correr, brincar, arrastrarse… el niño puede como parte de la cultura a la que ha ingresado hablar, cantar, gritar, guardar silencio, obedecer, así como leer, escribir… pero a la vez puede con su presencia, su gesto, su olor, su llanto, afectar a los otros con los que se relaciona.

Se construyen recorridos por afectos que le resultan únicos, propios de la relación que produce un encuentro. Este último entendido como el instante en el que el niño es afectado por signos, a la vez que los emite y afecta a otros (Deleuze, 2016; Galindo Olaya, 2018). Entonces, su potencia, además de ser afectada o afectar a otros, imprime una dirección hacia aquello que le resulta agradable, que lo hace sentir bien, plácido, feliz; a la vez que en la medida de sus fuerzas intenta afirmar lo que puede, aunque la sociedad limite la experimentación de su potencia estableciendo prácticas bajo el criterio de lo que resulta útil, necesario e innecesario para crecer y volverse adulto3.

De acuerdo con Rousseau (2011) , el niño percibe inicialmente el placer y el dolor en cuanto afectos que son el material inicial mediante el cual va conociendo el mundo, construyendo un trayecto que va trazando mientras vive, no como una línea recta progresiva o de evolución, sino a la manera de un mapa (Deleuze y Guattari, 2006b), de un territorio en el que se da el encuentro con afectos que conforman su experiencia. Resulta ilustrativo de esta idea del territorio, la mención que hace Deleuze sobre Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda (1968):

Empieza por acercarte a tu primera planta y observa atentamente cómo corre el agua de lluvia a partir de ese punto. La lluvia ha debido transportar las semillas lejos. Sigue los surcos abiertos por el agua, así conocerás la dirección de su curso. Ahora es cuando tienes que buscar la planta que en esa dirección está más alejada de la tuya. Todas las que crecen entre esas dos son tuyas. Más tarde, cuando estas últimas esparzan a su vez sus semillas, podrás, siguiendo el curso de las aguas a partir de cada una de esas plantas, ampliar tu territorio. (Deleuze y Guattari, 2006b, p. 17 ).

Entonces, si la naturaleza del niño se realiza en las relaciones que se ve introducido y que va construyendo, no es posible predecir o determinar con antelación a la relación misma qué será de su naturaleza, qué forma tomará. Por lo que, así como no es posible predecir el recorrido por el que la lluvia desplazará las semillas, Rousseau señala que no es posible predecir la forma en la que se realizará la naturaleza, es decir, no es posible definir un único recorrido por el que se despliega la potencia, ya que “ignoramos lo que nuestra naturaleza nos permite ser; ninguno de nosotros ha medido la distancia que puede haber entre un hombre y otro” (Rousseau, 2011, p. 85).

De ahí que hablar de la naturaleza del niño como punto de partida no tiene que ver con la definición de un orden de sucesión, ni de numeración, ni mucho menos de jerarquización, que implique pensar que el camino por el que transita el niño esté demarcado, siga procedimientos que deba cumplir como prerrequisitos para avanzar o que indiquen un retraso, pues dicha concepción no solo requiere conocer el punto de partida, sino tener definido el punto de llegada, el resultado final.

Cada encuentro, cada relación que establece el niño forja su sensibilidad, su modo de entenderse a sí mismo y a los otros a partir de signos en cada una de las relaciones en las que entra. Sensibilidad que, para Spinoza, según Deleuze, corresponde a la forma primera de conocimiento (Deleuze, 2008b), por medio de la cual podrá entrar y construir relaciones con los hombres y con los objetos. Sensibilidad que corresponde a la percepción de signos en calidad de impresiones de un cuerpo exterior sobre el cuerpo propio, así señala Deleuze (2008e): “Cuando el sol actúa sobre mi cuerpo, la impresión que deja […] indica más la naturaleza de mi cuerpo afectado por el sol que la naturaleza del sol” (p. 286).

Según Montero (2008) , la sensibilidad está planteada en Rousseau en términos de la ejercitación del cuerpo y los sentidos durante la infancia, con el propósito del conocimiento de sí mismo del niño. De ahí que su naturaleza se pone a prueba en las relaciones, es decir, su sensibilidad a los signos se ejercita con los afectos que circulan como elementos propios de las relaciones, pero no por fuera de ellas. Por tanto, su sensibilidad a los signos y al conjunto de encuentros a los que es expuesto le determina una forma única, pues, aunque tengan la misma madre, dos niños no construyen una misma relación con ella ni con el mundo o con el conocimiento.

Por tanto, la potencia del niño, es decir, la fuerza con la que nace para vivir, para ser sensible al mundo al que está arrojado, para construir relaciones con los elementos de ese mundo, según su genio, gusto, necesidades, talentos, pasiones, ocasiones y entrega que tenga para experimentar, no se entendería como un conjunto preestablecido al que debe corresponder sus acciones, a la manera de una esencia o una forma inalterable y generalizada para todos los niños, es decir, en la que los modos de realización de la potencia están contenidos previamente, y solo necesitan aparecer en las relaciones con los hombres y con las cosas (Deleuze, 2008d).

En este sentido, Rousseau considera que la naturaleza del hombre no es una forma inalterable con la que se nace y que define desde el inicio de la vida lo que será el hombre en la sociedad, con lo que afirma la maleabilidad de la naturaleza, una suerte de transformación por efecto del tipo de relaciones que han sido construidas por los hombres entre sí mismos y con las cosas, las cuales pueden ser de dependencia o independencia, de dominación o sumisión, de superioridad o inferioridad, pero que en el estado de naturaleza de los hombres corresponde a relaciones de libertad (Deleuze, 2005; Rousseau, 2005b).

En este sentido, Deleuze plantea que la crítica que Rousseau hace a la sociedad está dada cuando reconoció que esta composición de relaciones que configuran una situación produce un modo de ser malvado en los hombres, es decir, un modo de ser egoísta, injusto, tirano, cobarde… lo cual resulta contrario a la naturaleza sensible del hombre, fundada en el principio del amor de sí4 y sin ninguna forma preestablecida (Rousseau, 2005b).

Así en el Emilio, Rousseau inicia planteando que “todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre las manos del hombre” (2011, p. 43), afirmación con la que reitera lo dicho en el discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, a saber, que estos nacen en un estado de naturaleza sin culpa alguna, sin el pecado original. Por tanto, la naturaleza del hombre no es buena o mala, pobre o rica, poderosa u oprimida, racional o irracional, pues son atributos exteriores a ella, son formas producidas en las relaciones que construyen los hombres en sociedad y en las que queda inscrita la naturaleza5.

Como lo señala Duchet, a diferencia de otros pensadores de la Ilustración como Buffon o Diderot, para Rousseau la característica propia de la naturaleza es la libertad, por lo que aquello que define al hombre es su calidad de agente libre antes que su facultad de razonar (Duchet, 1975). El hombre libre para Rousseau es aquel que no obedece a la voluntad de otro, sino que conoce y obedece la suya, en términos de lo que puede y lo que le place. De ahí que el niño tenga que ser educado en términos de su naturaleza, es decir, en el conocimiento de sus inclinaciones y disposiciones (Rousseau, 2011). En consecuencia, el filósofo plantea el problema de la formación del hombre libre6 en la sociedad a partir de la infancia, el cual se concreta en la siguiente máxima en su tratado sobre la educación:

Solo hace su voluntad quien, para hacerla, no necesita poner los brazos de ningún otro al extremo de los suyos: de donde se sigue que el primero de todos los bienes no es la autoridad sino la libertad. El hombre verdaderamente libre no quiere más que lo que puede y hace lo que le place. Esta es mi máxima fundamental. No se trata más que de aplicarla a la infancia, y todas las reglas de la educación derivan de ella. (Rousseau, 2011, p. 121 ).

Señala Montero que a partir de esta máxima se desprenden como reglas para la educación y la instrucción del niño según su naturaleza. Por ejemplo, que se le permita usar y conocer su fuerza, así, la ayuda y lo que le facilitan los otros debe limitarse a situaciones en las que no se supla lo que puede hacer por sí mismo; conocer su fuerza, lo que puede es el inicio de un conocimiento de sí mismo en el que podrá distinguir en sus deseos entre lo que es producto de la opinión y lo que es propio de su naturaleza. Por tanto, se trata de “concederle más libertad y menos autoridad, de tal manera que sea capaz de hacer más por sí mismo y menos lo que le impongan los demás” (Montero, 2010, p. 38).

Entonces, educar al niño como un hombre libre es permitirle conocer su fuerza y su sensibilidad, lo cual para el filósofo es propio de la educación. En este sentido, la considera como aquella que cumple con una función política, a saber: formar al hombre natural antes que al hombre civil, pues este último nace, vive y muere en la esclavitud, siendo una fracción del cuerpo social, recibiendo su valor en cuanto hombre en la dependencia a dicho cuerpo; por el contrario, el hombre natural es todo para sí y establece relaciones con los otros en términos de enteros absolutos, es decir, con otros que como él no se encuentran en una relación de dependencia y determinación con los hombres o con las cosas (Rousseau, 2011).

En este sentido, Rousseau diferencia entre el hombre natural y el hombre civil, el primero como aquel que es todo para sí, el segundo como aquel que es en tanto hace parte de un conjunto más amplio, por ejemplo, el Estado, por lo que la idea de ciudadano es la de un elemento determinado por el cuerpo social, que recibe su valor y su lugar en la medida en que pertenece a este y no como en el caso del hombre natural que no depende de otro para ser sí mismo, para obrar, hablar, ser resuelto y tomar partido (Rousseau, 2011). Así, educar al niño en la dirección que traza su naturaleza es educarlo para sí mismo, no para los demás, de tal suerte que adquiera conciencia de sí, reconozca sus inclinaciones y sus obligaciones en el oficio para el cual es educado, a saber, vivir.

La sensibilidad a los signos en el niño

El tratado sobre la educación de Emilio no se plantea como un método acerca de cómo conducir a los niños para que pasen por determinados puntos o momentos garantes del desarrollo de un determinado modo de ser, de una determinada imagen de referencia con la que debe corresponder, por ejemplo, el adulto7, sino más bien, se plantea como el recorrido mediante el cual Emilio conoce su naturaleza, es decir, se conoce a sí mismo y se hace hombre antes que ciudadano, en la medida en que logra distinguir entre aquellos afectos o signos que le resultan agradables o desagradables, convenientes o inconvenientes, hasta llegar al juicio de aquello que lo hace feliz8 según una idea de perfección propia de la razón (Rousseau, 2011).

Rousseau no piensa a los niños como seres racionales adultos que emiten juicios cargados de las convenciones sociales, esto sería descuidar sus particularidades, sería empezar por el final y querer que el niño sea instrumento de él mismo, pues la racionalidad es más una finalidad que una condición de inicio para su formación como hombre libre. Es decir, no parte de la preocupación por formar un hombre racional, sino un hombre sensible a los signos que sirven como puente a las ideas racionales. Por tanto para el filósofo, el niño nace sensible a los signos y luego adquiere conciencia sobre sus sensaciones (Rousseau, 2011).

La sensibilidad del niño hacia los signos parece ser un rasgo propio de la naturaleza que permanece del estado primitivo de los hombres descrito por Rousseau en el discurso sobre la desigualdad, dado que señala que el hombre salvaje está destinado por la naturaleza al instinto, antes de que las demás facultades como la perfectibilidad, la imaginación y la razón le permitan elevarse por encima de este. Al respecto señala: “Percibir y sentir será su primer estado común con todos los animales; querer y no querer, desear y temer serán las primeras y casi las únicas operaciones de su alma hasta que nuevas circunstancias provoquen en él nuevos desarrollos” (Rousseau, 2005b, p. 133).

Por tanto, de acuerdo con Rousseau, la forma como razona el hombre depende en gran medida en la forma como de niño fue moldeada su sensibilidad, a partir de signos; en otras palabras, la forma como su potencia fue afectada para actuar. De ahí que en una situación particular como la de llevar el objeto al niño o el niño al objeto esta sea una manera de afectar en un sentido u otro, por sus implicaciones, su sensibilidad a los signos. El recorrido que Rousseau plantea en Emilio tiene que ver, en términos del Spinoza de Deleuze, con tres esfuerzos para pasar del mundo de los signos al mundo de la univocidad, siendo los signos un primer género de conocimiento.

De acuerdo con Deleuze, Spinoza reconoce tres tipos de signos, a saber, signos indicativos que corresponden a los afectos de un cuerpo exterior sobre el otro, son impresiones, ideas, percepciones. En la situación planteada por Rousseau, la distancia del objeto, su inmovilidad y la imposibilidad de alcanzarlo por más que se estiren los brazos del niño, constituyen un signo, un afecto que determina su potencia, que le indica que hay cosas que no puede alcanzar. Esto que no puede o que puede es un signo imperativo en tanto conoce los objetos en términos de su causa final, es decir, puede ser agarrado, masticado, o que resulta inamovible ante sus llantos o reclamos.

De acuerdo con este tipo de signos, el niño conoce el objeto por el efecto que tiene sobre sí mismo y, en esta misma medida, conoce a los hombres. Cuando el objeto es llevado al niño el efecto es de satisfacción, conoce a los hombres a su alrededor como aquellos que pueden reaccionar ante sus gestos y solucionar o suplir aquello que él no puede hacer por sus propios medios. Emergen de esta situación el segundo tipo de signos, a saber, los imperativos, que son del dominio de la imaginación o la ficción fundadas en causas finales, mediante los cuales se establecen como signos de orden u obediencia (Deleuze, 2008e).

De ahí que Rousseau señala que cuando el niño se queja, llora y tiende la mano da una orden al objeto o a quienes están a su alrededor, es decir, emite un signo imperativo que ya no es simplemente una impresión sobre su potencia, sino que hace del efecto una causa final. La satisfacción vuelta una causa final establece una relación entre el niño y los hombres de mandato, de orden, a la vez que de sumisión, de obediencia, pues el efecto queda atado a algo externo, que no dependerá de sus propias fuerzas. Serán los adultos quienes deben satisfacer sus deseos, quienes deben solucionar sus problemas, a la vez que el niño, por depender de ellos, acatará la regla, la orden de los otros, no por convicción, sino por conveniencia.

El signo, entonces, es la impresión de un afecto sobre la potencia y a la vez un imperativo determinante de la relación. Estos signos son variables y entran en cadenas que los asocian según una época y una cultura, en el caso del llanto ingresa en una cadena asociativa en la cual este signo se entiende como un llamado para ser ayudado o como una orden. Por ejemplo, en la relación con la madre, cuando el llanto es imperativo, el niño ordena para evitar hacer o solucionar lo que puede él mismo, esta toma la forma de tiranía; o de sumisión, cuando su fuerza solo está en función de cumplir los deseos de los otros.

Tal como lo plantea Rousseau (2011) : “Los prime ros llantos de los niños son ruegos: si no nos ocupamos de ellos pronto se vuelven órdenes; comienzan por hacerse asistir, terminan por hacerse servir” (p. 93). Para que el llanto, como lo indica Rousseau, se use como una orden directa al objeto o a quién pueda llevárselo, ha de haberse construido una afección con el llanto, es decir, el llanto ha de haber quedado inscrito en una experiencia, en la que se asocia a un conjunto de imágenes, por ejemplo: que su llanto mueve a las personas que están cerca para que suplan aquello que por sus propios medios no puede hacer o que su llanto obliga a que se cumpla con sus demandas, lo cual tiene como contracara la consideración del adulto sobre el niño en términos de impotencia o frustración, es decir, se ve y se dice del niño que no puede, que es una lástima su situación, que hay que solucionarla para que no se sienta mal.

De ahí que el llanto que acompaña el ejercicio de las fuerzas del niño no parece ser el resultado de su impotencia por no alcanzar el objeto, sino el paso del ejercicio de sus fuerzas dirigida hacia el objeto, al ejercicio de sus fuerzas dirigida hacia los hombres, quienes se mueven al reaccionar ante su llanto llevándole el objeto. La conclusión de la que habla Rousseau a la que llega el niño, a saber, que su llanto es un mandato al que reaccionan los otros, es el resultado del ejercicio de su sensibilidad a los signos (Rousseau, 2011) que ponen en relación la potencia con un afecto, es decir, signos que se imprimen sobre la potencia, constitutivos de una experiencia en la que el llanto queda asociado al mandato; experiencia a partir de la cual el niño construye un modo de ser y de conducirse con los hombres.

Por tanto, la experiencia del niño está marcada por signos que han sido racionalizados por los adultos en la cultura, y que hacen parte de cadenas que asocian los signos, los transportan y les dan sentido, además justifica una u otra forma de actuar consigo mismo, con las cosas y con los hombres. Al respecto, señala Deleuze que la vida del niño inicia reclamando signos y que la respuesta que damos a tal reclamo les enseña de lo que se trata ese signo, en el caso del llanto, de qué se trata llorar, para qué sirve, cuándo usarlo, y, por su parte, el adulto no para de preguntarse según Deleuze (2008e): “¿Qué quiere decir el bebé? ¿Está contento? ¿No está contento?” No salimos de esa vida. Jamás salimos. Cuando uno está enamorado es igual: “¡Dios, dame una señal!” (p. 258).

Ahora bien, como lo señala el filósofo, no se trata de ignorar el llanto del niño, sino de distinguir el tipo de prácticas que se asocian a la expresión de su potencia y con las que construye una experiencia. De acuerdo con Rousseau, desatender al niño tanto como excederse en atenciones resultan una situación corruptora para su llanto, es decir, de la potencia del niño, pues se asocia a este una afección, un estado que determina su potencia, que la aumenta o la disminuye, siendo esto último el tercer tipo de signos, a saber, signos vectoriales (Deleuze, 2008c).

Este aumento o disminución de lo que puede el niño se alcanza cuando logra un conocimiento de su naturaleza, es decir, de sus inclinaciones y disposiciones, y en consecuencia es capaz de operar una selección al nivel de la situación misma, realizar una suerte de experimentación en la que logre descubrir y decidir acerca de lo que lo alegra o lo entristece, lo que lo hace independiente o dependiente (Deleuze, 2016), lo cual empieza por conocer lo que puede y lo que no puede. Dicha selección, tal como se plantea en La nueva Eloísa (1761), implica cambiar las situaciones en las que se produce determinado deseo, es decir, transformar la situación en la que los deberes quedan en oposición a los intereses, situando el bien en el mal de otro (Aramayo, 2015).

Por tanto, en la situación en la que el objeto es llevado al niño como reacción a su llanto, no se dirá que el niño puede más o que aumenta su potencia, porque puede mandar, pues esto lo pone en una relación de dependencia que implica que desconozca lo que puede por su propio esfuerzo; en su lugar, la afección que lo envuelve, la acción que se ejerce sobre su potencia la disminuye, disminuye la experimentación de lo que puede en acto. De ahí que Rousseau plantee llevar el niño al objeto, para que la causa final no esté asociada a la dependencia de otros, satisfacerse o solucionar un problema será el resultado de su propio esfuerzo.

Cambiar la afección, es decir, la acción que se ejerce ante el llanto del niño, parte de reconocer que nace con un poder y puede cosas, no las mis mas que otros que cuentan con más fuerza que él, pero que no está desposeído de fuerza, de ahí que el ejercicio de suplir las fuerzas que aún no tiene, que no le son suficientes, se hace buscando que pueda ir desarrollando su propia fuerza, razón por la cual Rousseau (2011) plantea como una de sus máximas que “lejos de tener fuerzas superfluas, los niños no las tienen suficientes siquiera para todo cuanto la naturaleza exige de ellos: hay que dejarles por tanto el uso de todas las que les da y de las que no podrían abusar” (p. 96).

En suma, de acuerdo con la lectura que hace Deleuze sobre Rousseau y Spinoza, podríamos seña lar que, la estimación de la que habla el filósofo de la ilustración cuando el niño se extiende para tomar el objeto es el ejercicio mediante el cual conoce lo que puede y lo que no puede de acuerdo con las condiciones de su potencia puesta en acto, es decir, el niño pone a prueba lo que su cuerpo puede, lo cual irá cambiando en tanto va creciendo, adquiriendo más o menos fuerza para poder nuevas cosas; a la vez que va conociendo de sí mismo aquello que lo alegra o entristece, sin que esto dependa de otros. De eso se trataría su educación en términos de la razón sensible.

Educar en la libertad

El problema de la educación del hombre libre podría plantearse a partir de la frase con la que inicia El contrato social, a saber, “el hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado” (Rousseau, 2007, p. 4 ), en consecuencia, cabe preguntarse por aquello que encadena al niño en cuanto nace, que limita su libertad. Para Deleuze, son las situaciones en las que es inscrito el hombre desde que nace las que lo vuelven dependiente, le hacen perder su libertad. Situaciones creadas por los mismos hombres en sociedad, en las que somos constituidos, las cuales nos marcan, nos producen una forma, un gesto, una manera de mirar, de hablar sobre el mundo, de ocupar un lugar, de establecer criterios para actuar (Deleuze, 2016).

Las situaciones en las que queda inscrito al nacer, ya sea la de llevar el objeto al niño o el niño al objeto, le producen una afección de su potencia, es decir, una determinación de esta bajo la acción y reacción realizada, que constituye una impresión a la que se asocia lo que puede (Deleuze, 2008d). La afección o impresión sobre la potencia es la imagen que construye el niño sobre sus fuerzas, acerca de hasta dónde, en la condición en la que se encuentra, puede hacer determinadas cosas con los objetos y con los hombres.

Rousseau señala que el niño no estima la distancia que hay entre él y el objeto, por eso tiende su brazo, con lo cual plantea que el niño pone a prueba su cuerpo, sus fuerzas y se equivoca, experimenta su potencia en los actos y acude a aquello que puede con las fuerzas que tiene, como generar sonidos o volcarse al llanto. Sin embargo, esto que el niño no puede no es la ausencia o carencia de poder, es la experimentación de su potencia en acto, es decir, de su disposición para emitir signos que se imprimen, que afectan la potencia del otro, así como recibirlos como impresiones que afectan su potencia y constituyen una experiencia para sus fuerzas.

Cuando el niño pone en ejercicio sus fuerzas frente a las necesidades y la impotencia, como afecciones que son propias de la vida, compone un modo de ser, de existir. Por tanto, educar al niño en términos de la naturaleza tendría que ver con permitirle conocer la disposición de sus fuerzas y la inclinación de su deseo. De ahí que Rousseau nos hable de prácticas de crianza que resultan perjudiciales al niño, como la de llevarle el objeto cuando su gesto se ha convertido en una orden para los adultos, dado que no permite la experimentación de su potencia y lo sitúa en relaciones de dominación o tiranía.

El niño con el adulto establece relaciones que cambian, pero que a la vez hacen cambiar sus términos: cuando cambia la relación entre el niño y el adulto, cambian a la vez el niño y el adulto, y esto pasa, según Rousseau, por la sensibilidad del hombre hacia los signos. De ahí que, desde un punto de vista filosófico, la pregunta por el tipo de relaciones consigo mismo, con las cosas y con los hombres en las que situamos a los niños resulta fundamental para la pedagogía, pues son estas las que determinan un modo de ser del niño en la sociedad.

Así las cosas, para Rousseau no se educa al niño mediante preceptos que lo fijan a un ideal de su función en la sociedad, pues estos lo someten y no lo dejan ser en términos de su naturaleza, en la medida que fungen como rutas preestablecidas por las que debe transitar y, por tanto, el niño es incapaz de creer en ellas. En su lugar, se trata de enseñarle al niño a conocerse a sí mismo, pues la tarea para la que se educa es la de vivir, es decir, conocer su modo de ser en términos de su potencial de afección, de su inclinación vital, de su naturaleza. Por tanto, vivir para el filósofo no hace referencia a una acumulación de conocimientos que en la escuela actual están pensados para ocupar los puestos que debe ocupar el niño cuando sea adulto, como trabajador, como ciudadano.

Es decir, en la perspectiva de lo que el niño será, de un futuro que parece estar marcado de forma preexistente a él mismo. Para Rousseau, formar al niño para ocupar el puesto que tiene predefinido lo forja como un déspota educado en la condescendencia y la servidumbre del adulto, en tanto es situado como el centro alrededor del cual giran los hombres y las cosas según su deseo; o en un esclavo educado en las obligaciones, los deberes, la obediencia y los mandatos, por cuanto su lugar es el de dependencia al otro, su existencia está condicionada al deseo de otro.

Educar al niño en el sentido de su naturaleza implica permitirle conocer de sí su voluntad, sus inclinaciones, su deseo de saber, el motivo de sus preguntas, que le permitan sacar partido de sí mismo, para vivir y ser feliz (Rousseau, 2011); ser un hombre libre, más que cumplir una función en la sociedad, significa ocupar un lugar en el que puede, según sus órganos y facultades, determinar situaciones, a la vez que optar por aquello que le conviene y dejar de lado aquello que no le con viene, pues no corresponde a su naturaleza (Rousseau, 2011). Para Rousseau, antes que los conocimientos que ha construido una cultura, resulta necesario enseñar al niño el oficio principal para el que ha nacido: vivir. Un proceder contrario para el filósofo simplemente logra aquello que discute en su primer discurso, de acuerdo con él:

Las ciencias, las letras y las artes, menos despóticas y quizá más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que los hombres están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad originaria para la que parecían haber nacido, les hace amar su esclavitud y forman lo que se llama pueblos civilizados. (Rousseau, 2005a, p. 7 ).

Por tanto, para Rousseau lo primero que debe aprender el niño es el oficio de vivir, que consiste en la construcción de un conocimiento sobre la vida a partir de signos, pues dicho conocimiento le da contenido a la existencia absoluta del niño puesta en concordancia con su naturaleza y no una existencia relativa, como efecto de la desnaturalización que ejercen las instituciones al hacerlo una parte de la unidad, en la que solo es sensible en cuanto parte de algo que adquirirá un valor por encima de sí mismo.

En consecuencia, señala el filósofo, si el hombre sabe ser hombre, podrá encontrar su lugar en la sociedad y sabrá ocuparlo en calidad de hombre (Rousseau, 2011). En consecuencia, el oficio de vivir no trata un problema de vocación que puede estar determinada por la influencia de los padres, en su lugar, se trata de un llamado de la naturaleza a la vida y es justo en el sentido de dicho llamado que el filósofo piensa la educación de Emilio, por tanto, se ocupará de enseñarle el oficio de vivir, antes que hacerlo para que sea un magistrado, un soldado o un sacerdote.

Así, entonces, será uno de los desafíos de la pedagogía desde el punto de vista de la filosofía política volver a pensar al niño, para lograr en él una subjetividad como la que adquirió Emilio, a saber: “Educado según un espíritu universal, unas facultades que hacen posible que adquiera conocimientos, cuenta con un espíritu instruido, sabe para qué sirve lo que sabe y por qué, y conoce las relaciones esenciales del hombre con las cosas” (Montero, 2008, p. 106 ). Se trata, de este modo, de comprender que si el hombre es lo que se hace de él por medio de la educación, debe volverse sobre la forma como se puede hacer que desde niño encuentre la forma de su libertad en esas relaciones sociales en las que es constituido, de ahí que sea necesario mirar al niño y su educación, para construir las condiciones posibles para que el hombre sea capaz de entrar en relaciones sociales sin que pierda su libertad.

Referencias

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9* Este artículo de reflexión es resultado de la investigación doctoral “La noción de niño en los discursos pedagógicos entre 1960 y 1970 en las cartillas de lectura y escritura de la enseñanza primaria en la escuela pública en Colombia” del Doctorado en Ciencias de la Educación de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

1Esta definición de la naturaleza tiene una primera formulación en el ejercicio especulativo desarrollado en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755), en términos del amor de sí y la piedad como principios anteriores a la razón y alterados por esta en el hombre socializado; el primero, entendido como la inclinación del hombre por su conservación y bienestar, mediante el uso de sus fuerzas; el segundo, como la repugnancia por el sufrimiento o padecimiento de los otros por efecto de su sensibilidad (Rousseau, 2005b).

2Para Deleuze, el trayecto es el recorrido que se realiza sobre un plano que puede ser estriado o liso; en el primer caso, está subordinado a puntos por los que debe pasar el trayecto; en el segundo, es el trayecto, es decir el acto de recorrer, el que subordina los puntos (Deleuze y Guattari, 2006a). De ahí que hablamos de trayecto en el sentido de la forma como se despliega la fuerza vital del niño en las relaciones que construye y en las que es inscrito en la sociedad.

3Se juzga lo que puede el niño en función de lo útil de sus acciones según los fines a los que una determinada sociedad asigna valor. La utilidad social de lo que puede el niño está determinada por su funcionalidad en la vida adulta, por lo que se busca que se introduzca en un juego de identificación con el adulto a través de lo que va aprendiendo. La respuesta por el significado de lo que debe hacer el niño se encuentra en su utilidad futura para la inmersión al mundo del trabajo.

4Con este principio de la naturaleza, Rousseau toma distancia de la concepción de naturaleza planteada por Hobbes, según la cual el hombre es naturalmente cruel como resultado del ejercicio de su autoconservación (Waksman, 2016). Por el contrario, para Rousseau el hombre en estado de naturaleza usa sus fuerzas para trepar árboles, buscar cobijo, alimentarse, huir ante cualquier situación en la que se ponga en riesgo su vida, es decir, no es un hombre combativo (Deleuze, 2005), por lo que procura su conservación con el concurso de un segundo principio, la piedad, a partir del cual no desea ni disfruta el sufrimiento de los otros, por lo que no encontrará placer dañando a otros.

5El razonamiento hipotético por medio del cual Rousseau se propone esclarecer la idea de naturaleza del hombre es comparado por el ejercicio de la física al intentar dar cuenta del origen de la formación del mundo, es decir, encontrar el principio originario de un modo de ser actual, que para ser comprendido requiere despejar aquello que no es propio de su origen sino resultado de las circunstancias y progresos que cambiaron su estado primitivo, que le impiden conocerse, al respecto utilizando el ejemplo de la estatua de Glauco, para mostrar que el hombre en sociedad ha modificado su naturaleza por los conocimientos, y errores, cambios en la constitución de los cuerpos, por el choque de las pasiones, que al igual que con la estatua le han cambiado su apariencia y resulta casi irreconocible (Rousseau, 2005b).

6De acuerdo con Mauro Armiño (2011), el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754) y Del contrato social (1762) configuran un tríptico a través del cual el filósofo forma una noción de hombre político a partir de los planteamientos sobre la naturaleza, la perfectibilidad y la libertad.

7En este sentido, la diferencia entre el niño y el adulto planteada por Rousseau no está dada en términos de dos extremos opuestos, uno de los cuales, el niño, debe tender al otro, el adulto. Por el contrario, Rousseau reconoce un estado singular de la naturaleza del niño, razón por la cual no podría establecerse un referente externo a sí misma hacia el cual se deba dirigir. Podría señalarse como diferencia entre estos la sensibilidad a los signos que para Rousseau ha sido acallada en el adulto como resultado del perfeccionamiento de su razón, es decir, como resultado de su incorporación en las relaciones sociales en las que es pensado como parte de un todo más que como un todo en sí mismo.

8 Waksman (2013), en el artículo “Jean-Jaques Rousseau: el amor de sí mismo y la felicidad pública”, plantea cómo la felicidad hace parte del proyecto político del filósofo, la cual está ligada al principio natural del amor de sí mismo y, en consecuencia, permite definir una de las condiciones del hombre libre y la voluntad general.

Para citar este artículo: Galindo-Olaya, J. D. (2023). La noción de niño en el Emilio: una lectura cruzada entre Rousseau y Deleuze. Pedagogía y Saberes, (59), 104-114. https://doi.org/10.17227/pys.num59-18828

Recibido: 27 de Febrero de 2023; Aprobado: 20 de Abril de 2023

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