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Investigación y Desarrollo

Print version ISSN 0121-3261On-line version ISSN 2011-7574

Investig. desarro. vol.18 no.2 Barranquilla July/Dec. 2010

 

LA VIOLENCIA EN COLOMBIA. UNA MIRADA PARTICULAR PARA SU COMPRENSIÓN.
DE CÓMO PERCIBIMOS LA VIOLENCIA SOCIAL A GRAN ESCALA Y HACEMOS
INVISIBLE LA VIOLENCIA NO MEDIÁTICA

Violence in Colombia. A Particular view for its comprehension.
On how we perceive social violence at a greater scale and
make invisible non mediatic violence

Roberto González Arana Ivonne Molinares Guerrero
Ph.D. en Historia. Docente titular del Departamento de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad del Norte. Investigador del Grupo Agenda Internacional. Director del Instituto de Altos Estudios Sociales y Culturales de América Latina y el Caribe. rogonzal@uninorte.edu.co

Ivonne Molinares Guerrero
Diploma de Estudios Avanzados en Historia Social y Política Contemporánea de la Universidad Internacional de Andalucía. Magíster en Educación. Profesora medio tiempo en el Departamento de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad del Norte. Investigadora del Grupo Agenda Internacional de la Universidad del Norte. imolinar@uninorte.edu.co

Universidad del Norte (Colombia)

Fecha de recepción: septiembre 20 de 2010
Fecha de aceptación: octubre 15 de 2010


RESUMEN

Este trabajo analiza las múltiples formas de violencia en Colombia y pretende, de manera ambiciosa, hacer una breve revisión del recorrido de sus diversas manifestaciones. Inicia con una definición de la violencia y las violencias que ha vivido el país en las dos últimas décadas, pues desde la misma constitución y consolidación de la República, ésta ha sido una herramienta validada o descalificada en el contexto colombiano, según sus actores, víctimas o victimarios, que finalmente no son más que los ciudadanos de una nación con una fuerte marca violenta, que muchos han intentado explicar desde diferentes ángulos, con variados resultados. Además, también pretende contrastar la presencia dominante de la violencia social y política con la violencia de menor escala, considerada como doméstica o de grupos específicos, con la intención de propiciar una reflexión hacia el hecho de que finalmente cualquier tipo de violencia es justamente eso, violencia.

Palabras clave: Violencia social, violencia de menor escala, mediatización de la violencia, violencia racional e irracional.


ABSTRACT

This paper examines the multiple forms of violence in Colombia and aims ambitiously, a brief review of the route of its forms, beginning with a definition of violence and violence that the country has experienced in the past two decades, as from the same establishment and consolidation of the republic, this has been a validated tool or disqualified in the Colombian context, as actors, victims or perpetrators, which ultimately are not citizens of a nation with a strong brand violent, many have tried to explain from different angles, with varying results. In addition, it also aims to contrast the dominance of social and political violence with violence smaller scale considered as domestic or specific groups, with the intention of promoting a reflection, to the fact that ultimately all forms of violence is just that, violence.

Keywords:Violence, social violence, smaller-scale violence, media coverage of violence, rational and irrational violence.


INTRODUCCIÓN

La experiencia cotidiana de cualquier colombiano, actualmente, está mediada por noticias que muestran asesinatos selectivos -producto de los ajustes de cuentas entre bandas delincuenciales—, exhumación de fosas comunes —derivadas de la violencia paramilitar que se ensañó con la población civil en los últimos veinticinco años— y ataques a los ciudadanos con bombas y cilindros de gas —en el marco de las arremetidas guerrilleras en más de cuarenta años de lucha, sin más resultados que la aniquilación de los menos favorecidos—. Esa es la violencia que ha hecho noticia en Colombia, violencia a gran escala, que ocupa los titulares de los noticieros de radio y de televisión, y las primeras páginas de los periódicos colombianos. Sin embargo, los acontecimientos de violencia intrafamiliar, violencia contra los menores de edad y la mujer y la violencia entre iguales suscitan, dependiendo del momento mediático, reacciones que van desde la indignación nacional a la total indiferencia de cada uno de los colombianos, pues finalmente eso «sucedió en otro lado», eso le pasó a alguien que «no conozco» o «a lo mejor, algo debía».

1. DEFINIENDO LA VIOLENCIA

En la historia de América Latina la presencia de la violencia en sus muy diferentes manifestaciones ha sido continua. Tal es el caso que, al revisar las referencias bibliográficas sobre este fenómeno, nos encontramos con su inclusión en la agenda de todas las Ciencias Sociales, con el fin de ser estudiada desde cada uno de sus enfoques, los cuales han variado notablemente a través del tiempo y en múltiples tipos de violencia, en el marco de lo urbano y lo político. Sin embargo, lo que sí es claro es que, como manifestación humana, la violencia es uno de los fenómenos cotidianos que más contribuyen al deterioro de la calidad de vida del hombre, no importa su contexto social y cultural.

El término violencia ha recibido diversos significados para describir múltiples y distintos procesos en los que se involucra el hombre, y siempre identifica a una víctima y a un victimario. Para la Real Academia de la Lengua Española se define de la siguiente manera: «violencia. (Del lat. violentĭa). f. 1. Cualidad de violento. 2. Acción y efecto de violentar o violentarse. 3. Acción violenta o contra el natural modo de proceder. Indicándonos la necesidad de acción para explicarla, y la presencia de alguien o de algunos para hacerla concreta» (Real Academia Española de la Lengua, 2000, p. 2093).

Ya en contexto, una propuesta de la socióloga Rosa Del Olmo (1975) nos lleva a encontrar un hilo guía para armar nuestra propia madeja, cuando cita a Jerome Skolnick, quien a comienzos de los años setenta afirmaba: «La violencia es un término ambiguo, cuyo significado es establecido a través de procesos políticos. Los tipos de hechos que se clasifican varían de acuerdo a quién suministra la definición y quién tiene mayores recursos para difundir y hacer que se aplique su decisión» (p. 296).

Desde esta perspectiva, el significado del término es político, lo cual implicaría su interpretación y comprensión a partir de esa área disciplinar; sin embargo, en la práctica, el fenómeno de la violencia cruza por varios campos y disciplinas, haciendo de su estudio un proceso referenciado particularmente por las Ciencias Sociales en cada una de sus vertientes. Se presenta, así, como algo fragmentado y apolítico, lo que imposibilita el desarrollo de una teoría general de la violencia, por las variadas miradas que intentan entenderla o explicarla.

Al respecto, es válido el análisis de Chesnais (1981), quien señala cómo «el término violencia ha terminado por designar cualquier cosa: desde el intercambio agresivo de palabras hasta el homicidio crapuloso, pasando por el cheque sin fondos. Es un término vago (comodín) abierto a todos los abusos lingüísticos, que poco a poco se ha despojado de su sentido original, a saber el abuso de la fuerza» (p. 438). También alerta sobre el hecho de la existencia de varias concepciones de violencia, las cuales, dentro de su acepción, deben ser jerarquizadas. Para éste, el único referente empírico del concepto es la violencia física. Por tanto, están excluidas la violencia moral o simbólica y la violencia económica (atentados contra la propiedad, o las que derivan en privaciones de orden económico). Así, hablar de violencia, según el análisis de Chesnais, implica referirse exclusivamente a la denominada violencia dura.

En la misma línea, Guthmann (1991) manifiesta que «todos los intentos de lograr una definición satisfactoria de la violencia fueron hasta ahora infructuosos y este fracaso ha sido a menudo atribuido tanto a la polisemia del vocablo como a la imposibilidad de englobar en alguna definición el variadísimo número de fenómenos designados por él» (p. 11). Oquist (1978) también trata de establecer una diferenciación entre violencia racional e irracional, aduciendo la manera sensacionalista como frecuentemente son tratados los aspectos irracionales de La Violencia1 en Colombia. Este autor, en su clásico estudio sobre la violencia en Colombia, la define como un instrumento, dándole el carácter de racional, pues «es el medio utilizado para alcanzar un fin potencialmente realizable y que, además, tiene el potencial para obtenerlo», a diferencia de la violencia irracional que es «la agresión física o la amenaza certera de la misma que no persigue una meta; pues tiene a la propia violencia como meta» (p. 37).

Siguiendo con Oquist, en la violencia de tipo civil (sin presencia de los cuerpos armados oficiales), el quebrantamiento de los instrumentos de control social conduce a una incapacidad para reprimir eficazmente la violencia irracional, con un incremento concomitante en su incidencia. En este intento, también es válido retomar a autores como Debarbieux (1999), Roché (1994), Michaud (1989), entre otros, citados por Abramovay (1999), quienes destacan cómo las violencias delimitadas por los códigos penales de los países son apenas el nivel más notorio de las violencias, pero no por eso las más comunes, ni las más frecuentes y tampoco necesariamente las que causan más temor o miedo y que pueden perturbar a los individuos en su vida diaria. Por esta razón, las categorías de violencia propuestas por los códigos penales —crímenes y delitos contra la persona, la propiedad y la nación, o el Estado y la vida pública— son útiles de manera parcial, pero no explican toda la extensión de este fenómeno. De manera concluyente, Abramovay (1999) afirma que

la definición de violencia debe tener en cuenta que puede existir un fuerte componente de subjetividad en la percepción que un individuo tiene del fenómeno. Y, aún más importante, tal lectura no considera que la percepción de lo que es o no es violencia no siempre se sustente en hechos concretos, y sí en sensaciones y en rumores que circulan en lo social. Un ejemplo es lo que se conoce como sentimiento de inseguridad, que lleva a las personas a encerrarse en sí mismas y en los espacios privados, algunas veces simplemente porque tienen miedo de ser víctimas de la violencia (p. 3).

Hoy en día, al igual que en otras latitudes, las estructuras de violencia en Colombia migran de formas, dependiendo del escenario. De una masacre a una golpiza del marido o del padre/ madre, de una pelea entre vecinos a un enfrentamiento con arma blanca que involucra a los jóvenes de una escuela. Tal vez las formas en que se presenta la violencia en la sociedad cambien con el tiempo, muten a otras formas, que se hacen visibles o se cubren de invisibilidad.

Como lo señala Ives Michaud (1989, p. 48), el hecho de que en la actualidad hayan desaparecido viejas estructuras y modos de violencia, pero que a su vez hayan surgido otras nuevas que las hacen visibles, ocultan, evalúan, rechazan y/o legitiman, tiene que ver entonces con el carácter cambiante del fenómeno y con las formas del intercambio, asociadas al contrato social moderno.

De tal manera que buscar una sola significación de la violencia es un camino de difícil tránsito, que más que llevarnos a una solución, nos pone ante opciones no concluyentes, que pueden servirnos de guía y, en contexto, aproximarnos a una comprensión del fenómeno. Por lo tanto, la búsqueda no termina, sino que nos lleva a una ampliación del espectro de investigación desde las múltiples miradas de las Ciencias Sociales. Para el caso colombiano, tenemos un escenario que justo exige comprensiones disciplinares que se complementen, pues finalmente es el ciudadano quien requiere opciones para superar cualquier manifestación de violencia.

2. LA VIOLENCIA EN COLOMBIA EN EL SIGLO XX. UNA APROXIMACIÓN

El propósito de este aparte es analizar las continuidades y las rupturas en los ciclos de violencia política y social en el país a lo largo del siglo XX. Asimismo, determinar cómo los partidos políticos, las élites políticas y económicas, y los grupos armados en Colombia se han valido de la violencia, como un instrumento de presión, para el logro de diversos propósitos particulares.

Alrededor de las diversas explicaciones sobre las raíces de la violencia colombiana hay un sinnúmero de miradas, que van desde atribuirla a problemas partidistas, a la lucha de clases, a la fragilidad de las instituciones políticas, a la injusticia social que incluye la histórica ausencia del reparto equitativo de las tierras, hasta explicarla a partir del derrumbe parcial del Estado, entre otros motivos. Es de señalar que la violencia no ha tenido la misma incidencia ni las mismas manifestaciones en todas las regiones del país, sino que ello ha variado dependiendo del contexto.

Nos proponemos, entonces, establecer los nexos entre violencia política y social, dado que hechos históricos como el desplazamiento forzado o la protesta han sido acallados sistemáticamente a través de la represión. Regulaciones como la "Ley Heroica", que prohibía el derecho de huelga a finales de la década del veinte, hechos como la masacre bananera de 1928, el asesinato de estudiantes, de líderes como Guadalupe Salcedo, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán y de una serie interminable de militantes de la izquierda nacional,2 son tal vez un reflejo de un establecimiento que parece muy intolerante con la oposición. A decir del historiador César Ayala (2007), un hecho singular en Colombia es que la violencia es el medio del cual se han valido los partidos políticos Liberal y Conservador para continuar la política por otros medios.

Es claro que la violencia ha sido una vía utilizada históricamente por la sociedad para resolver sus diferencias entre sí y que esta puede ser de tipo social, político, económico, familiar, entre otras. Ya desde la Roma esclavista o la antigua Grecia, el hombre se valió de métodos violentos para doblegar al otro. Incluso el proceso colonizador europeo sobre Asia, África y América estuvo acompañado del sometimiento forzoso a los pueblos descubiertos. Se sabe, pues, que los conflictos son normales en cualquier sociedad y que esta «no es otra cosa que la manifestación material en las distintas sociedades humanas de la diversidad, de las distintas expectativas, de la diversidad de los intereses contrapuestos, que son en buena medida un motor de desarrollo de la sociedad» (Vargas, 2000). Otra cosa es que, al parecer, en Colombia hay un hilo conductor asociado a cultura-política y violencia, y que, por tanto, en el país nos hemos habituado a resolver los conflictos a través de la violencia, máxime cuando las luchas sociales «históricamente han sido percibidas como las que subvierten el orden y, en esa medida, fueron situadas en ese campo grisáceo en que limita la subversión con la delincuencia, y el tratamiento ha sido adecuado a estas circunstancias» (Vargas, 2000).

Por supuesto, a esta mirada se oponen historiadores como Eduardo Posada Carbó (2006), para quien existe una sobrevaloración sobre la cultura violenta de los colombianos, a lo que él antepone más bien argumentos para sustentar la tesis de que hemos sido una sociedad tolerante, con una democracia liberal en la que sólo una minoría ha acudido a la violencia como medio para resolver sus conflictos. Coincidimos con Posada Carbó en que no es la sociedad en general, sino grupos focalizados de personas (políticos, bandoleros, guerrillas, paramilitares, narcotraficantes) los que han persistido en acudir a la violencia como medio para satisfacer determinados intereses, o, en otras ocasiones —ante la ausencia de justicia, la inequidad social y la exclusión—, diversos grupos de ciudadanos deciden acudir a mecanismos por fuera de la institucionalidad para reclamar soluciones a sus problemas. También es cierto que diversos movimientos e identidades3 han optado por la protesta o la movilización social en procura de defender sus causas a través de nuestra historia y, con frecuencia, el Estado ha sido indiferente o intolerante ante la protesta, al punto de estigmatizar a todo aquel que vaya en contravía a sus intereses.

Tuvimos un siglo XIX violento, en el cual las guerras civiles fueron una constante para dirimir confrontaciones partidistas a través de las armas, primero entre federalistas y centralistas, y luego, entre liberales y conservadores. Según Rodrigo Pardo (2010), en la Colombia del siglo XIX «era fácil irse a las guerras por la abundancia de armas que habían quedado de la Independencia, por la generalizada costumbre de servir en las filas y por la militarización de la sociedad, que resaltaba la autoridad de los altos oficiales por sobre el resto de la población. Líderes políticos, con grados militares, podían, sin mayor esfuerzo, levantar una para enfrentar, desafiar o apoyar al gobierno de turno.

El nuevo siglo despertó con una guerra civil, la de los Mil Días, y múltiples tipos de violencia han estado ligados a la historia del país desde la Independencia. Lo importante del análisis es que la violencia ha sido un proceso estructurador y, a veces, decisivo a través de la historia colombiana y por esto puede parecer que el país ha tenido un pasado particularmente violento. Sin embargo, una historia violenta es común a la historia de la humanidad en su conjunto, ya que una de las principales características de la violencia es su universalidad. No obstante, los seres humanos son pacíficos bajo ciertas circunstancias estructurales y son violentos bajo otras (Oquist, 1978).

En los años veinte del siglo pasado, las primeras generaciones obreras en el país fueron reprimidas por el Estado. A las élites nacionales les preocupaba que los vientos liberadores que venían de Europa (Revolución Rusa), México (Revolución Agraria) y Argentina (movimiento estudiantil de Córdoba) influyeran en los trabajadores y en sus líderes. No en vano, el Partido Socialista Obrero y el Partido Comunista surgieron en las primeras décadas del siglo XX y algunas de estas colectividades no descartaron a la violencia como método para obtener sus metas. Ejemplos de violencia estatal fueron la prohibición del derecho a la huelga y a los sindicatos (gobierno de Miguel Abadía Méndez 1926-1930) y la Masacre de las bananeras de 1928.

Como lo anotase Catherine LeGrand (1989), la United Fruit en Colombia logró erigir un Estado dentro del Estado, en el que las leyes las imponía esta compañía norteamericana, y los campesinos que laboraban para ella vivían en condiciones inhumanas. La génesis de la llamada primera violencia hunde sus raíces en la finalización de la hegemonía conservadora en el año 1930. Al retornar el liberalismo al poder, luego de más de cuatro décadas, esta colectividad se enfrascó en una lucha sin cuartel con el conservatismo para recuperar los espacios perdidos.

Los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán, que desembocaron en su magnicidio, marcan la génesis de la primera violencia, un período de enfrentamientos políticos fanáticos entre el liberalismo y el conservatismo, el cual culminaría con la instauración del acuerdo bipartidista. Según Cesar Torrres (2010), entre el año 1946 y el año 1947, la huelga y la movilización popular fueron rasgos característicos de este momento. Ello se reflejó en alrededor de seiscientos conflictos colectivos con un número creciente de despidos, incluso políticos, para reemplazar a liberales por conservadores.

Por estos años, surgirían los primeros grupos de desplazados en el país, campesinos que huían de sus tierras perseguidos por los llamados pájaros y por sus enemigos políticos. Luego, el golpe de Gustavo Rojas Pinilla en 1953 inauguraría un período de tregua bipartidista, que se extendería hasta los finales del Frente Nacional. Allí el precio de la armonía liberal-conservadora fue la persecución y la exclusión política de todas las fuerzas ajenas al liberalismo y al conservatismo.

Llama la atención, entonces, como el Frente Nacional pudo propiciar las condiciones para resolver las diferencias políticas entre las élites nacionales y, al mismo tiempo, como estas fueron incapaces de «establecer los canales institucionales apropiados para dirimir, en forma pacífica, los antagonismos con las clases subordinadas» (Richani, 2003).

Durante el siglo XX, las llamadas terceras fuerzas políticas tuvieron opciones equitativas de acceder al poder sólo hasta la Constitución Política de 1991 (elección de alcaldes y gobernadores de movimientos cívicos). Esto debido a que la clase política del país, con el apoyo del Estado, en su momento acabara «con los movimientos y los ensayos de terceros partidos —como el MRL, la ANAPO o el Nuevo Liberalismo—, impidiera la expresión fluida de los conflictos sociales y neutralizara las reformas sociales importantes» (Leal, 1999).

Hoy sabemos que entre 1946 y 1966 el país fue protagonista de una de las más intensas formas de violencia civil, período en el cual hubo alrededor de 200.000 muertos en una nación con trece millones de habitantes. Los móviles de estos enfrentamientos eran disputas burocráticas e ideológicas por el control del Estado; «los aparatos políticos se utilizaron para llevar la guerra a las áreas rurales, y la mezcla entre lealtad partidista y conflicto agrario sirvió para escalar la violencia» (Gómez Buendía, 2003). En este lapso, surgen, precisamente, las guerrillas de las FARC y del eln, como respuesta a los problemas sociales de la época.

Incluso, al comienzo del Frente Nacional, cuando ya los niveles del enfrentamiento bipartidista habían disminuido, Colombia llegó a ocupar la tasa más alta de muertes intencionales en el mundo (Oquist, 1978). Luego, de una tasa de cincuenta homicidios por cien mil habitantes en 1959, la cifra descendió a un promedio de 20 ó 30 homicidios por habitante en el período 1965-1975 (Rubio, 1996). Posteriormente, entre 1987 y 2006, se registraron 484.714 homicidios, la mayoría asociados a la violencia común, aunque en Colombia es confusa la línea divisoria entre violencia común y violencia política (Chernick, 2008).

Otro hecho relevante en la historia más reciente de Colombia ha sido la recurrencia del estado de sitio como mecanismo para resolver las crisis internas, lo cual ha conducido al debilitamiento de las instituciones y al fortalecimiento desmedido del control del Ejecutivo sobre los asuntos de orden público. Incluso, entre 1958 y 1988 el estado de sitio tuvo una duración de veintidós años, lo cual hizo posible que el poder ejecutivo se convirtiera de facto en un poder legislativo (Medellín, 2006). En este contexto se aprobaron el "Estatuto de seguridad" del gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) y el "Estatuto de defensa de la democracia", durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), los cuales criminalizaron distintas formas de protesta social y ciudadana, permitidas en cualquier Estado de derecho (Medellín, 2006).

Se insiste en la tesis del lucro o el beneficio particular como uno de los móviles de la violencia en Colombia a lo largo de su historia. Así lo explicaba, por ejemplo, Eduardo Santa, al referirse al período comprendido entre los años 40 y 60 del siglo pasado:

los motivos políticos comenzaron a desaparecer gradualmente entre los autores de la violencia oficial, puesto que muchos descubrieron que la violencia dirigida contra personas indefensas cosechaba dividendos económicos considerables. La policía, los detectives y los pájaros, al servicio de los comités políticos partidistas o de los caciques sectarios, encontraron lucrativo robar las haciendas, las fincas de las indefensas víctimas amenazadas de muerte, llevarse la cosecha de café o comprar propiedades rurales y urbanas a precios bajos (...) Así se crearon los beneficiarios de la violencia y fue frecuente que los jefes políticos regionales la propiciaran, dadas las ventajas económicas que de ella derivaban (Oquist, 1978, p. 28).

Las causas que explican la larga duración del conflicto armado en Colombia y su extensa espiral de violencia tienen que ver con la exclusión y con un proceso de consolidación del Estado-nación en el cual no todos los ciudadanos se han percibido incluidos, a excepción de algunas regiones más privilegiadas por el modelo centralista. A su vez, están relacionadas con el cierre de oportunidades, durante décadas, para la participación política de los movimientos considerados opositores; con el descuido de lo social; con la exclusión y la violencia de una sociedad inequitativa, en la que nunca se ha realizado una reforma agraria profunda, y con las inconsistencias de un Estado históricamente débil, con una precaria presencia en buena parte del territorio nacional, entre otros motivos (González, 2010).

Por supuesto, hay miradas especulativas sobre la violencia, las cuales sostienen que hay un gen violento en los colombianos o que incluso la geografía colombiana presta sus condiciones al triángulo férreo de la violencia4 y, por ello, en esta abrupta geografía y en especial en zonas apartadas del país, es y siempre ha sido fácil ser rebelde, pues, a juicio de James Henderson (2003), es la dificultad de su territorio lo que determina el alto grado del segundo elemento del triángulo, la debilidad del Estado colombiano. Si aceptáramos esta tesis, asumiríamos entonces que en los países o en las regiones más abruptas del planeta existen condiciones más propicias para la violencia y lo contrario en las zonas de mayores planicies, lo cual nos resulta un frágil determinismo geográfico.

El narcotráfico también ha sido un importante combustible que ha jalonado la violencia en el país —desde sus años de auge— y ha degradado la guerra hasta nuestros días. No es sino recordar el aciago período de la lucha de los carteles de la droga contra el Estado en el tema de la extradición, etapa en la cual se dieron los más bárbaros secuestros y asesinatos de ciudadanos inocentes (avión de Avianca, edifico del das, masacres), es decir, apareció en escena el llamado narcoterrorismo. En 1988 en el país hubo 2738 asesinatos. En el lapso de enero de 1988 a agosto de 1989 se dieron 106 masacres, una nueva faceta de la violencia paramilitar (Torres, 2010).

Los vínculos del narcotráfico con las guerrillas y el paramilitarismo hicieron posible la supervivencia y expansión de estos grupos ilegales, al punto que entre 1991 y 1996, el 41% de los ingresos de las farc provino del negocio ilegal de las drogas (470 millones de dólares), y el 70% de los ingresos de las llamadas autodefensas campesinas de Colombia, en el mismo lapso (200 millones de dólares), también se debió a este matrimonio (Departamento Nacional de Planeación, 2002).

Ahora bien, se sabe que, más allá del caso colombiano, se han realizado estudios sobre 78 guerras civiles ocurridas entre 1960 y 1999, en los cuales se concluye que las utilidades originadas de recursos naturales se han ido convirtiendo en el combustible más generalizado de las guerras internas hoy en el mundo y, a decir de Pizarro, «el riesgo potencialmente más elevado de conflicto armado se presenta en las naciones que dependen de uno o de pocos productos primarios de exportación, debido a las posibilidades de extorsión que estos le ofrecen a las organizaciones rebeldes», mientras que, en contravía de esta tendencia, las naciones muy pobres o con economías más diversificadas son menos proclives a sufrir conflictos armados (Pizarro, 2004).

La estela de violencia que dejó el paramilitarismo en el país se manifiesta en una altísima cadena de masacres (2500) y cerca de 15.000 asesinatos selectivos en los últimos veinte años, liderados por los llamados señores de la guerra. El conflicto colombiano ha desembocado en una crisis humanitaria que incluso se ha desbordado a los países vecinos, de tal forma que entre 1985 y 2002, más de dos millones de personas fueron desarraigadas de sus hogares, víctimas de la creciente violencia, propiciando una de las mayores crisis de desplazamiento interno de personas en el mundo (Chernick, 2008).

Se podría concluir que a lo mejor un Estado menos precario, con instituciones más sólidas y menos indolente ante la inequidad,5 podría propiciar mejores escenarios para alcanzar la paz o, por lo menos, disminuir los altos niveles de violencia. Esto debido a que el conflicto en Colombia, como lo afirma incluso el Parlamento Europeo, va más allá de ser un problema exclusivamente armado y posee una dimensión social y política derivada de la exclusión económica, política, cultural y social (Ramírez, 2006)6.

Asimismo, contrario a lo que se supone, al analizar la democracia en Colombia o su ausencia, no debemos olvidar que su grado de desarrollo o vigencia no guarda un orden homogéneo y simultáneo en todo el país, pues tenemos grandes ciudades donde en la mayoría de sus localidades se impone algún tipo de orden democrático, y al mismo tiempo existen regiones enteras dominadas por los señores de la guerra o guerrillas, o donde se disputan su control al margen del Estado central (Duncan, 2006).

La violencia y sus indicadores tampoco han afectado por igual a todas las regiones del país, y en ciertos períodos fue más rural que urbana. Habría que añadir que hemos convivido con múltiples formas de violencia, pero ello no nos convierte en un país bárbaro, ni nos ha quitado el optimismo, los sueños o la esperanza de construir una mejor nación para nuestros ciudadanos. También hemos de anotar que la vivencia violenta nos ha permitido empezar a mirarnos como sociedad, como grupo, como una totalidad, paso importante para la reflexión hacia un compromiso de superación de estos procesos, pues empezamos a vislumbrar que la violencia requiere la presencia de victimarios y de víctimas, además de los testigos —cercanos o lejanos—, es decir, siempre estaremos en alguna de estas posiciones y de alguna manera nos veremos abocados a tomar partido. Lo otro sería resignarnos a ser una sociedad incivil, que sólo pareció despertarse de su letargo en el mandato ciudadano por la paz de 2001.

3. ¿LA VIOLENCIA NOS INSENSIBILIZA?

La mediatización de la violencia

Revisar la prensa escrita, escuchar o ver los noticieros a través de la radio y la televisión ha dejado de ser un ejercicio para la reflexión y se ha convertido para los colombianos del común en un proceso repetitivo de seguir un formato delimitado: en primera instancia, las notas sobre la violencia nacional e internacional o por las noticias políticas, luego, los deportes y, fnialmente, las notas del espectáculo. No es este espacio un juicio a los medios, sino una pequeña anotación a los ciudadanos, quienes desde nuestra casa —medidos por el raiting— definimos mucho de lo que queremos ver y oír.

Cuando hablamos de estos temas (la violencia), siempre producimos un discurso organicista y formalizante, que frecuentemente solo admite estar en contra o a favor, refutando cualquier actitud que cuestione la naturaleza del fenómeno en sus líneas más generales, como lo enseña la postura comparativa de los estudios sociales [...] O sea, el primer paso para estudiar fenómenos como la violencia, la sexualidad, el tabú o el pecado es vencer las resistencias de una moralidad cuyo objetivo es impedir que se hable de esos asuntos sin tomar partido (Damata, 1993, Cfr. Bonilla & Tamayo, 2007, p. 19).

La audiencia, que somos los ciudadanos, se estremece ante casos de violencia cotidiana, de esa violencia a menor escala, generalmente cuando los medios deciden que la noticia es importante y groseramente taquillera, es decir, direccionan nuestra opinión y nuestro sentir a partir de la manera como nos cuentan una historia. La madre que llora en primer plano, los vecinos enardecidos pidiendo justicia, los maestros señalando lo buen estudiante que era el joven apuñalado, en fin, pasada la ola de sensacionalismo, pasada la noticia, retomamos nuestra vida y la seguimos, sin pensar nuevamente en lo que pasó ayer, el tan lejano ayer. Proponer nuevas maneras de ver la violencia es una apuesta arriesgada, pero necesaria, ya que nos permitiría evidenciar nuestro pensamiento sobre los hechos violentos diarios y sin decirnos «no es a mí».

No es a mí

La violencia en Colombia genera diariamente reportes en instancias como Medicina Legal, que aportan para conocer de mejor manera el recorrido del proceso, poniendo de presente la necesidad de contribuir desde la visibilización del fenómeno a una mejor comprensión del mismo y a su prevención. Estos datos muestran que el aumento de los reportes no necesariamente significa el aumento de hechos violentos, pero sí lo que está pasando.

En el país, la expectativa de vida es de 70,7 años para los hombres y 77,5 años para las mujeres (Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2009). Sin embargo, lo que se nos muestra en las noticias cotidianas es que niños, jóvenes, adultos y personas de la tercera edad, sin discriminación alguna (incluido el género), son actores de la violencia mayor y menor diariamente. Esto se hace evidente en estadísticas del Instituto Colombiano de Ciencias Forenses y Medicina Legal, que precisan cómo los homicidios y las muertes violentas indeterminadas sumaron un total de 35.126 personas en 2008 y 2009. Además, estas últimas aumentaron en variación en un 19,4% del porcentaje total de las muertes en el país en 2009, versus el año anterior, por lo cual es necesario que nos preguntemos cuáles son los motivos por los que este tipo de muertes se ha incrementado en los últimos tres años.

La situación se torna preocupante, especialmente, cuando se entiende la muerte indeterminada como todas las muertes violentas en las que no hay claridad respecto a la intencionalidad de causar la muerte. Dicha aclaración es necesaria, pues este tipo de muerte no siempre consigue explicación y puede ser causada por problemas de índole personal, pasional, retaliaciones e incluso violencia intrafamiliar.

Ver gráfica 1

Los anteriores datos hacen evidente que en nuestro país la violencia tiende a convertirse en una forma o manera de funcionamiento de la sociedad, lo cual puede desembocar en el nacimiento o creación de diversas influencias sobre la población y a regulaciones oficiosas, que nos posibilitan cada vez más asumir que cuando uno no es directamente el afectado, la dimensión individual del ser queda eximida hasta de la reflexión del hecho.

Está lejos de mí

La indiferencia, como respuesta social a los fenómenos violentos en Colombia, en las últimas dos décadas nos muestra inermes ante las situaciones de masacres, desplazamiento forzado, reclutamiento de menores; casos de mujeres, hombres y niños maltratados; sicariato; diferencia entre escolares, barras bravas en los estadios de fútbol y el cotidiano raponazo de bolsos y celulares, incluso frente a acciones ingeniosas para robar a las personas al salir de los bancos, entre otras. Al ser noticias cotidianas, las asumimos lejanas a nosotros, pues la realidad colombiana, desde los inicios del conflicto armado en 1964, está en vecindad permanente con la tragedia, pero esa presencia cercana no escandaliza, no moviliza y los ciudadanos seguimos sin inmutarnos y sin modificar nuestras rutinas, pues hemos generalizado que lo que sucede está en otro lado, lejano de nosotros.

La indiferencia es opuesta a la responsabilidad social. El sujeto que se coloca en posición indiferente frente a otro es porque no se perturba ante su responsabilidad por la humanidad de ese otro. Es lo que Hobbes, Hegel y Freud, entre otros autores, denominaron como las condiciones para que pueda existir una sociedad; ellas no se dan por naturaleza, sino por medio de una construcción colectiva, mediante un pacto llamado afirmación social, que permite reconocer la humanidad de la otra persona.

¿Será que los colombianos nos alejamos de esa construcción colectiva? Sería temerario contestar con un tajante sí, pero tenemos que pensarlo al escuchar a otros e incluso a nosotros mismos diciendo, por ejemplo ante un caso de maltrato intrafamiliar, «él/ ella se lo buscó», tranquilos que es una «pelea de pelaos».

Sin embargo, las cifras nos muestran que este tipo de violencia, denominada menor, crece día a día y se nos acerca cada vez más. Tal es el caso de los homicidios, que según algunas percepciones acontecen de manera mayoritaria en las zonas de conflicto, las cuales corresponden a sectores rurales del país, pero la realidad muestra otro escenario:

Buscando una representación de la violencia menor, nos encontramos también con la violencia intrafamiliar. Según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, «(...) se percibe que desde 2004 el comportamiento comienza a mostrar una curva ascendente, representada, en su mayoría, por la violencia de pareja, que en 2009 contó con una representación porcentual del 65%, seguida de la violencia entre otros familiares (18%), violencia infantil (15%) y, por último, la violencia contra el adulto mayor (2%)» (Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2009, p. 120).

Es cierto que sin los paramilitares, las guerrillas y el narcotráfico, la violencia de estos últimos veinte años no hubiese alcanzado tan altos niveles, los cuales conocimos gracias a su mediatización. Pero a lo mejor la magnitud de estos sucesos nos ha hecho minimizar otros acontecimientos ante los cuales hoy tenemos que estar alertas pues ya no son "violencia menor".

Asimismo, en Colombia y en el continente latinoamericano hoy en día cualquier individuo, desde que nace, tiene un riesgo mucho más elevado de sufrir diversos tipos de violencias y de abusos, incluyendo la muerte, al interior de su hogar que en las calles (Gelles, 1990; Newell, 1999). Por ello, los trazados de las manifestaciones violentas son cada vez más evidentes en cuanto a cifras y estudios, pero aún la sociedad civil colombiana mantiene en su imaginario que es el conflicto interno el que pone los muertos, y que los eventos violentos sólo ocurren en las denominadas zonas rojas del país.

Además de estos imaginarios, también existen algunos factores sociales y demográficos que explican la presencia de la viol encia en las sociedades, que aclaran, de manera afortunada, la percepción determinista sobre la posibilidad de ser una sociedad violenta per se, tales como cualquier situación de desventaja socioeconómica (madres/padres solos) u otro factor que incremente los niveles de estrés en la familia (la presencia de niños con discapacidades o enfermedades médicas complejas; matrimonios o formación temprana de parejas, el divorcio, la pérdida del empleo o personas que tienen expectativas poco realistas sobre su contexto).

En el caso de Colombia, se trataría de una sociedad que por décadas ha sufrido cambios en las manifestaciones de la violencia, acompañados del narcotráfico y de todas las nefastas consecuencias que éste deja a su paso, como por ejemplo el manejo de dineros ilegales, que genera una percepción social de poder asociada al dinero y no a los valores construidos culturalmente.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

La finalización del conflicto armado colombiano —para el caso de la violencia política— deberá pasar por la búsqueda de una solución negociada. Sin embargo, como bien lo señala Daniel Pécaut (2008), existen motivos para temer que, aun si esta salida se produjera, tampoco bastaría poner fin al conjunto de los fenómenos de la violencia, pues probablemente muchos guerrilleros podrían derivar en el simple bandolerismo o preferir, como ha empezado a ocurrir, unirse a otras redes ilegales, sean narcotraficantes o paramilitares.

De otra parte, como señala Ives Michaud (1989, p. 48, Cfr. Bonilla & Tamayo, 2007), el hecho de que en la actualidad hayan desaparecido viejas estructuras y modos de violencia, pero a su vez hayan surgido otras nuevas que la hacen visible, ocultan, evalúan, rechazan y/o legitiman, tiene que ver entonces con el carácter cambiante del fenómeno y con las formas del intercambio, asociadas al contrato social moderno. Así pues, en Colombia somos conscientes de la violencia política, pero no de la invisibilización y mediatización de otros tipos de violencia.

Vemos que no se puede pretender encontrar una sola significación de este fenómeno, el cual supone un proceso complejo y un compromiso de quienes estudian el tema. Esta aproximación, lejos de pretender hallar una explicación definitiva, nos muestra opciones para una mejor comprensión de la problemática.


1 Respecto al uso del término violencia, escrito con mayúscula y antecedido del artículo la, también en mayúscula, es importante explicar que hace referencia al período comprendido entre 1946 y 1966, que recoge el proceso de violencia bipardista liberal-conservadora, que antecedió a un nuevo tipo de violencia producto del surgimiento de las guerrillas.

2 Carlos Toledo Plata, José Antequera, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro, Jaime Garzón.

3 Campesinos, indígenas, obreros, grupos de mujeres, sindicalistas, entre otros.

4 Geografía, debilidad del Estado y poder de las ideas, según este autor.

5 Colombia es, junto con Brasil y Paraguay, uno de los tres países más inequitativos de América Latina.

6 Ya que existen múltiples tipos de violencia, aquí nos referimos a la violencia política, asociada al conflicto armado interno.


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