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Investigación y Desarrollo

Print version ISSN 0121-3261On-line version ISSN 2011-7574

Investig. desarro. vol.18 no.2 Barranquilla July/Dec. 2010

 

LA GEOGRAFÍA COMO DISCIPLINA INTEGRAL: NOTAS TEÓRICAS Y EMPÍRICAS

Geography as holistic discipline: theoretical and empirical reflections

Mauricio Herrera Rodríguez
Ph.D. en Geografía y docente de la Universidad de Costa Rica. mhroz@gmail.com

Universidad de Costa Rica (Costa Rica)

Fecha de recepción: junio 8 de 2010
Fecha de aceptación: noviembre 5 de 2010


RESUMEN

Este artículo responde al llamado a trascender las divisiones tradicionales entre Ciencias Sociales, Naturales y Humanidades y subraya cómo la Geografía ha internalizado muchos de los más recientes aportes teóricos y empíricos elaborados desde estas áreas, en un esfuerzo transdisciplinario por entender mejor la realidad socio-ambiental. Para darle coherencia teórica y relevancia práctica a este sincretismo intelectual, se propone un marco conceptual no reduccionista, elaborado por el geógrafo humanista Robert D. Sack (1997, 2003, 2010). Con el objetivo de ilustrar su pertinencia empírica, se discuten algunos paralelismos entre sus postulados y los propuestos por la "Evaluación de los ecosistemas del milenio" (2003) y por varios intelectuales destacados. Finalmente, se señala su potencial para responder constructivamente tanto al avasallador triunfalismo del mercado, como al relativismo desorientador y paralizante que con frecuencia domina nuestras discusiones públicas e intelectuales.

Palabras clave: Geografía, medio ambiente, transdisciplinariedad, valor intrínseco, Evaluación de los ecosistemas del milenio.


ABSTRACT

This article answers the call to transcend the traditional divisions between the social sciences, the natural sciences and the humanities. It highlights how geography as a discipline has internalized many of the most recent theoretical and empirical contributions by the sciences and the humanities in a transdisciplinary effort to better understand socio-environmental reality. The article proposes Robert D. Sack's theoretical framework (1997, 2003, 2010) as an alternative to provide theoretical coherence and practical relevance to this intellectual potpourri. By showing some parallelisms between the framework's conceptualization of reality and those proposed by the "Millennium Ecosystem Assessment" (2003) and several influential intellectuals, the author highlights that this non-reductive framework, has the potential to open our eyes to the range of possibilities at our disposal to move beyond both the overwhelming market triumphalism and the disorienting relativism that dominate our current public and intellectual discussions.

Keywords: Geography, environment, transdisciplinarity, intrinsic value, Millennium Ecosystem Assessment.


INTRODUCCIÓN

En América Latina la Geografía como disciplina científica aún lucha por consolidarse como instrumento importante para el desarrollo. Sin embargo, con el advenimiento de los sistemas de información geográfica, sensores remotos y otras tecnologías de la información, todo pareciera indicar que es cuestión de tiempo para que los profesionales en esta área puedan, finalmente, darse un lugar importante en los esfuerzos interdisciplinarios que buscan comprender y resolver los retos más complejos que afrontan nuestras sociedades.

El dominio de tecnologías sofisticadas que permiten la generación, manipulación y análisis de información geográfica será un insumo esencial en el siglo que apenas comienza, y contemplará, entre muchas otras funciones, la gestión ambiental, el planeamiento de estrategias de expansión comercial, el ordenamiento territorial, la administración de servicios públicos (agua potable, acceso a alimentos, recreación, telecomunicaciones, energía, saneamiento) y, por supuesto, los esfuerzos que se hagan para detener el tráfico ilegal de personas, narcóticos y otros bienes regulados.

Todo esto es motivo de regocijo para quienes nos interesamos por el crecimiento de la disciplina y por el futuro de las personas que actualmente se forman como profesionales en la materia. Sin embargo, la Geografía no debe ser un simple instrumento para ejecutar o ilustrar proyectos concebidos por otros. Reducir esta ciencia integral a una mirada espacial descriptiva y acrítica sería darle la espalda a su inmenso potencial para contribuir decididamente en la formación de ciudadanos y de profesionales que puedan actuar activa y responsablemente en la transformación de la región en el contexto de un mundo globalizado (Vergara, 2009).

Como subraya el distinguido geógrafo inglés David Harvey (2001), ya desde los albores del mundo contemporáneo, el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804) reconocía el potencial de la Geografía como Ciencia Humana, al manifestar: «El renacer de la ciencia de la Geografía (...) debería generar la unidad de conocimiento, sin la cual todo aprendizaje se limitaría a un trabajo de maquila» (Cfr. Harvey, 2001, p. 271). Según Harvey (2001, p. 278), Kant iba más allá al afirmar que la Geografía «define las condiciones de la posibilidad de todo conocimiento y tal conocimiento es una preparación necesaria (propedéutica) para todo lo demás».

Si tomamos como punto de partida este enunciado y lo enmarcamos en el contexto universitario latinoamericano, debemos preguntar: ¿qué tipo de conocimiento es aquel que nos puede brindar la Geografía para formar ciudadanos que puedan participar de forma responsable y creativa en la sociedad plural de hoy y mañana? Definitivamente la respuesta no la vamos a encontrar en una concepción anticuada de la Geografía como ciencia generadora de conocimiento enciclopédico sobre nombres y ubicación de ríos, tribus, montañas y otras particularidades del paisaje. Tampoco la encontraremos en una Geografía dedicada exclusivamente a la exploración, ubicación y documentación de los recursos naturales y capital humano de una región o país; ni en el estudio obsesivo de las relaciones espaciales entre puntos, líneas, polígonos o rasters en un mapa, mediante modelos matemáticos y matrices.

El verdadero potencial de la Geografía como campo de estudio se encuentra en su capacidad de trascender la especialización del conocimiento y la fragmentación física e intelectual que caracteriza a las Humanidades, las Ciencias Sociales, Naturales y Aplicadas (Sack 1997, 2010). Es decir, la Geografía, en sus manifestaciones más holísticas, evade el sectarismo que le ha dado forma a las carreras y facultades universitarias (Wallerstein, 2004, pp. 206-209). De esta forma, nos ofrece una visión de mundo que deja atrás las posturas simplistas, que por un lado entienden el mundo como un conjunto de relaciones causa-consecuencia, modelables mediante abstracciones matemáticas, y, por el otro, intentan fallidamente reducir la realidad a un conjunto de discursos retóricos.

En contraste, al trascender las falsas fronteras que separan los temas tradicionales de las Humanidades y de las ciencias, la Geografía, como ciencia humana integral y cosmopolita, representa al ser humano como ser reflexivo y actor moral capaz de hacerse responsable de las consecuencias sociales y ambientales de sus acciones. Esta perspectiva nos permite abstraemos y cuestionar ideas triunfalistas y relativistas que representan el mundo como una amalgama amorfa de flujos de personas, servicios, e información (Sack, 1997). Como se verá más adelante, la Geografía nos brinda elementos analíticos para identificar los lugares concretos desde donde éstos flujos emergen (y emigran), y para identificar relaciones de responsabilidad e intención entre los diversos actores morales situados en lugares específicos alrededor del mundo.

Estas relaciones de responsabilidad se extienden, por supuesto, a nuestro vínculo con la naturaleza y con los seres humanos más vulnerables a los cambios socio-ambientales. Nuestra capacidad de abstracción no es más que un imperativo moral para cuestionar nuestro lugar en la tierra. La perspectiva geográfica subraya que tanto somos parte de la naturaleza como la naturaleza es parte de nosotros y que nuestro bienestar depende del mantenimiento y reproducción de procesos biofísicos.

A continuación exploraremos cómo la Geografía ha internalizado muchos de los más recientes aportes teóricos y empíricos elaborados desde las Ciencias Sociales, Humanidades y Naturales, en un esfuerzo común por entender mejor la realidad socio-ambiental. Luego, analizaremos cómo el marco propuesto por la "Evaluación de los ecosistemas del milenio (EEM)"1 subraya implícitamente el papel central que puede jugar la teoría geográfica como herramienta en la toma de decisiones de índole socio-ambiental. Finalmente, exploraremos algunas implicaciones teóricas y prácticas del llamado hecho por la EEM y por varios intelectuales de renombre a nivel mundial a incorporar el valor intrínseco de lo natural como factor integral en la toma de decisiones y la evaluación de los impactos de las mismas.

CIENCIAS SOCIALES, GEOGRAFÍA Y LAS RELACIONES SOCIEDAD-MEDIO AMBIENTE

En América Latina y en el resto del mundo se ha reproducido, por medio de políticas públicas, discursos académicos y medios de comunicación masiva, una visión de mundo que representa la naturaleza como prístina, estática y aparte del ser humano (Cronon, 1995; Leal, 2002). Este imaginario ha servido en mucho para legitimar el descuido de la naturaleza en aquellos lugares más afectados por la influencia del ser humano, es decir, en zonas agrícolas y en las aglomeraciones urbanas (Vandermeer et al., 2008).

De igual manera, la planeación y dirección de nuestras interacciones con la naturaleza dentro y fuera de los lugares oficialmente designados como naturales se ha entendido erróneamente como un problema técnico con soluciones técnicas. Es decir, se ha asumido que los problemas ambientales se pueden resolver mediante la aplicación de nuevas tecnologías y de mejoras en infraestructura, sin hacer cambios drásticos a los valores que legitiman la explotación degenerativa de la naturaleza (Worster, 1982, 1993). Como bien lo han demostrado muchos geógrafos, historiadores y científicos sociales, los asuntos ambientales (gestión, gobernabilidad, acceso y control de la naturaleza y sus beneficios asociados) son un asunto social relacionado con actitudes, intereses, valores e instituciones sociales (Cordero, 2006; Watts, 1989; Worster, 1982).

De hecho, no fue sino hasta épocas muy recientes que los hallazgos empíricos y los marcos teóricos elaborados por estos académicos empezaron a calar en los programas de enseñanza universitarios en América Latina. Sin embargo, como ha sido ampliamente discutido por intelectuales críticos del status quo, nuestro sistema educativo fue desarrollado a partir de una visión de mundo que reproduce la fragmentación del conocimiento (Sayer, 1991; Wallerstein, 2004, pp. 191-209).

Según Immanuel Wallerstein (2004, pp. 207-209), esta tendencia ha institucionalizado «un divorcio fundamental entre ciencia y filosofía-humanidades»; es decir, «la separación de la búsqueda de lo verdadero y la búsqueda de lo bueno y lo bello». Esta escisión no solo falsea la realidad, sino que también impide generar el conocimiento integral (donde la Filosofía y las ciencias ya no estén divorciadas), necesario para comenzar a resolver socialmente los dilemas ambientales que nos aquejan (Wallerstein, 2004, p. 99).

Si bien es cierto requerimos de conocimientos especializados para poder comprender los procesos biofísicos que hacen posible la vida en el planeta, la toma de decisiones acerca de las relaciones sociedad-naturaleza es de índole política y no puede quedar únicamente en manos de las Ciencias Naturales (Worster, 1993, pp. 169-170). Es decir, la gestión ambiental está permeada por procesos sociales y culturales que están supeditados a la evaluación colectiva (Wallerstein 2004, pp. 208). Por ende, el cambio social orientado hacia las buenas prácticas ambientales requiere de estructuras de conocimiento transdisciplinarias.

Además, como concluye la "Evaluación de los ecosistemas del milenio", la vulnerabilidad y los riesgos ambientales, así como el acceso a los beneficios asociados a la naturaleza, son fenómenos social y espacialmente diferenciados (EEM, 2003, pp. 6-7). Por lo tanto, los sectores más marginados de nuestras sociedades están más expuestos a las consecuencias negativas de la degradación ambiental y, por ende, se requiere del trabajo conjunto entre técnicos, gestores y comunidades para reducir sus vulnerabilidades y mejorar sus posibilidades de acceso a un medioambiente saludable y protector (EEM, 2003, pp. 12-13).

El éxito en nuestros esfuerzos por disminuir la degradación ambiental depende, en gran medida, de la comprensión y reorientación de las percepciones sociales de la naturaleza. Igualmente, las posibilidades de disminuir las injusticias ambientales, así como de mejorar las oportunidades de uso y de acceso, dependen de una adecuada comprensión de su diferenciación socio-espacial (Cordero, 2006; Konijnendijk, 2000; Priego et al., 2010; Vásquez & Salgado, 2009). Por lo tanto, es esencial contar con las herramientas de comunicación, promoción e investigación desarrolladas por las Ciencias Sociales para poder articular estrategias de comunicación social para la reorientación de actitudes hacia la naturaleza y para la promoción, acceso y uso democrático de sus múltiples beneficios.

No obstante, una formación transdisciplinaria, que trascienda las fronteras de la especialización y la fragmentación del conocimiento, debe contar con un marco teórico que rompa con estas barreras ontológicas. La geografía y la historia ambiental se han destacado en las últimas décadas por su constante preocupación por desarrollar marcos referenciales de este tipo. Sin embargo, como lo manifiesta Leal (2002, p. 130), la historia ambiental se ha preocupado más por la búsqueda de evidencia empírica para documentar la relación histórica entre sociedades humanas y medio ambiente. La Geografía, en cambio, a pesar de los fantasmas del determinismo geográfico que la empequeñecieron a finales del siglo XIX y hasta principios del siglo XX, ha mostrado una constante preocupación por teorizar las relaciones sociedad-medio ambiente.

Mediante la integración de perspectivas desarrolladas por geógrafos, historiadores, sociólogos y antropólogos, e incorporando las herramientas analíticas ofrecidas por la economía política, la Geografía ha producido un cuerpo muy amplio de investigaciones empíricas y de conceptos teóricos. Este esfuerzo ha revolucionado la forma en que entendemos las causas de problemas ambientales como la degradación de los suelos, la deforestación, la generación de desechos en áreas urbanas, la pérdida de sistemas agrícolas en sociedades no europeas y los conflictos asociados a la apropiación de recursos naturales en el sistema capitalista (Bebbington, 2000; Brown, 2001; Livermann, 2004; Myers, 2005; Peet & Watts, 1996; Zimmerer, 1993). Aunado a esto, los geógrafos han contribuido al desarrollo de la mayoría de debates teórico-filosóficos (tanto en las Ciencias Sociales como en las Ciencias Naturales) de la actualidad, tales como: la teoría de actores y redes, el constructivismo social, la fenomenología, el realismo crítico, la ecología del caos, el análisis de coyunturas y el neomarxismo (Lawson & Staeheli, 1990; Marston, 2000; Smith, 1984; Swyngedouw, 2007; Tuan, 1976, 1990; Zimmerer, 2000)2.

Precisamente, debido al carácter sincrético de estas investigaciones, los debates internos sobre la existencia o no de un marco teórico en común que las unifique no se ha hecho esperar (Bebbington, 2003, Castree, 2005; Walker, 2005, 2006, 2007). Incluso, influyentes profesionales como A. Bebbington (2003) han sugerido que parte de las limitaciones en difundir los aportes de la Geografía al estudio y prácticas de problemas medio-ambientales se debe a que no existe un marco teórico que las unifique. Aunque la necesidad de un solo marco teórico es debatible, en la próxima sección ofrecemos una breve reseña del marco integral desarrollado por el geógrafo Robert D. Sack (1997, 2003) para consideración de los lectores.

Los conceptos analíticos desarrollados por Sack nos permiten hacer uso de las herramientas ofrecidas tanto por las Ciencias Sociales como por las Humanidades y, al mismo tiempo, articular los conocimientos necesarios para entender los sistemas biofísicos de los cuales dependemos para nuestra supervivencia. Estos conceptos serán contrastados con aquellos desarrollados en la metodología elaborada por los responsables de la "Evaluación de los ecosistemas del milenio", para así poner en manifiesto sus alcances prácticos.

EL CONCEPTO DE LUGAR-TERRITORIO Y LA “EVALUACIÓN DE LOS ECOSISTEMAS DEL MILENIO”

De acuerdo al marco teórico propuesto por Sack (1997, 2003), los seres humanos nos enfrentamos diariamente a una problemática existencial de naturaleza geográfica: nunca estamos satisfechos con la realidad tal y como es, y, por ende, estamos motivados a transformarla constantemente. Para poder transformar la realidad, utilizamos lugares que nos sirven de herramientas para alcanzar nuestros objetivos prácticos y materializar nuestras ideas de cómo debería ser el mundo. Este proceso nunca termina y se basa no solo en cuestiones prácticas, sino también morales y estéticas. Es decir, nuestras concepciones de cómo debería ser el mundo no solo obedecen a necesidades o intereses prácticos, sino también a legitimaciones de índole moral y a preferencias de índole estética.

Para Sack (1997, 2003), el concepto de lugar-territorio integra los tres ámbitos básicos de la realidad: la naturaleza, las relaciones sociales y el ámbito en ocasiones intangible de los significados, valores y visiones de mundo. Estos se relacionan entre sí por medio de varios vínculos causales involucrados en toda dinámica de transformación geográfica: las relaciones espaciales; las reglas formales e informales, escritas y no escritas sobre lo que puede suceder en un lugar y lo que no; y la problematización de la realidad de acuerdo a nociones socialmente ratificadas de lo que debería ser.

De esta forma, las relaciones espaciales vinculan distintos lugares entre sí. Entrelazan lugares distantes y cercanos, por medio de flujos de personas, bienes, información y procesos biofísicos (ciclos de nutrientes, ríos y corrientes marinas, el viento, etc.). Por su parte, las relaciones sociales determinan cuáles prácticas sociales, culturales, productivas, elementos naturales y valores pueden ocurrir en un lugar determinado y cuáles no, mientras estas decisiones son constantemente puestas en duda y problematizadas por nuestros valores, preferencias y visiones de mundo, que pueden ser ratificados o no socialmente.

Desde este punto de vista, nuestra relación con la naturaleza no se puede entender de manera determinista, sino más bien complementaria y contingente. Tanto las relaciones de causa consecuencia que rigen los procesos biofísicos, como aquellas de carácter contingente que rigen las relaciones sociales son importantes para entender la forma en que utilizamos lugares territorios para transformar el entorno. De esta manera entendemos que el espacio físico, es decir, el paisaje formado por una red de lugares relacionados entre sí, no es solo un escenario, sino también producto de nuestra organización social y productiva, así como de los valores que legitiman nuestras acciones. Así mismo, el espacio físico media y limita nuestros proyectos3.

Este marco conceptual nos presenta una ontología que calza muy bien con el marco evaluativo presentado por las Naciones Unidas en el contexto de la "Evaluación de los ecosistemas del milenio" (EEM). El segundo plantea nuestra relación con la naturaleza como una de interdependencia: los seres humanos dependemos de los ecosistemas y los procesos que los sostienen y reproducen. De igual manera, nuestras actividades pueden poner en riesgo o no, debilitar o no la sostenibilidad de estos procesos y, por ende, podemos aumentar o disminuir los problemas y vulnerabilidades asociadas a un detrimento de los mismos (EEM, 2003, pp. 1-6).

Los beneficios que obtenemos de los ecosistemas y los procesos biofísicos que los mantienen son clasificados en tres grandes grupos: los productivos, es decir, aquellos que nos permiten producir alimentos, agua y materias primas; los de regulación, que permiten sostener los ciclos de nutrientes, la regulación del clima y de los fenómenos atmosféricos, así como la purificación del agua, del aire y la renovación de los suelos; y los intangibles, es decir, aquellos beneficios asociados con el valor de la naturaleza en sí, por su importancia simbólica, espiritual y religiosa para los seres humanos, y para sí por su valor intrínseco independiente del ser humano (EEM, 2003, pp. 4, 15-17).

Claramente, sería imposible incluir los beneficios intangibles derivados de la naturaleza en un marco evaluativo con una visión de mundo amoral y objetiva, como la que tradicionalmente han reproducido las Ciencias Exactas y más recientemente algunas variantes de las Ciencias Sociales (Sayer, 2009; Olson & Sayer, 2009). Desde un punto de vista amoral, los valores, sentimientos y representaciones de la realidad que nos formamos los seres humanos no son parte de la realidad ni influyen en nuestra relación y estudio de la naturaleza (Wallerstein, 2004, p. 208). Más aún, por su carácter intangible, no son cuantificables y, por tanto, se hace difícil su valoración en términos económicos.

No obstante, como lo recuerda el historiador ambiental Donald Worster (1982, 1993), esta perspectiva falsea la realidad al reducir los problemas ambientales a las inevitables deficiencias en nuestro entendimiento de los procesos biofísicos y su relación con las tecnologías disponibles para transformarlos y utilizarlos. Peor aún, esta visión de mundo explica, en gran medida, la constante repetición de errores humanos y de prácticas sociales que han causado gran parte de los desastres ambientales de los últimos trescientos años.

La naturaleza de las relaciones sociedad-medio ambiente es mediada y legitimada por nuestros valores y actitudes, y, por ello, no puede ser transformada, ni mejorada sin tomar en cuenta este ámbito de la realidad. Así las cosas, el marco evaluativo de la EEM representa una mejoría en nuestros esfuerzos por lograr una relación simbiótica con la naturaleza, así tan solo sea porque refleja mejor la realidad.

El marco teórico ofrecido por Sack (1997, 2003) clarifica de qué manera la Geografía, mediante el concepto de lugar-territorio, puede articular de forma integral no solo las fuerzas transformativas de los procesos biofísicos y sociales, sino también los valores y actitudes que informan, legitiman y reproducen nuestras relaciones sociales y socio-ambientales. Más aún, este marco nos ofrece una ontología que concibe el mundo como inherentemente transformado por el ser humano por medio de lugares-territorios y, por lo tanto, como un mundo donde la naturaleza y las sociedades son inseparables. De igual modo, este marco nos obliga a reconocer que los lugares están vinculados entre sí y son parte de un contexto geográfico o histórico. No existen lugares aislados, ni procesos biofísicos aislados. Las relaciones espaciales (materiales y simbólicas) vinculan a las prácticas sociales y transformadoras del medio ambiente, así como a los valores que las legitiman, en lugares específicos con otros lugares cercanos y distantes.

La EEM (2003, pp. 13-15) refleja esta visión de mundo en al menos dos instancias. La primera, al reconocer que las transformaciones del medio ambiente trascienden las fronteras de los lugares específicos en donde ocurren: si contaminamos un río, la contaminación va a tener consecuencias aguas abajo (EEM, 2003, pp. 13-14); la segunda, al ponerle atención a las diferencias en percepciones y valores en torno a la naturaleza, formadas por grupos e individuos asociados a distintas escalas geográficas: global, regional, nacional, local. Según la EEM, las opciones en cuanto a políticas y decisiones ambientales deben ser estudiadas tomando en cuenta sus posibles consecuencias en todas las escalas; y, a su vez, deben reconocer que las decisiones tomadas, por ejemplo a nivel de país y basadas en valores globales o locales, pueden variar considerablemente (EEM, 2003, pp. 14-15). De igual manera, reconoce que las consecuencias de la acción humana sobre el medioambiente son geográficamente diferenciadas e integradas y, por lo tanto, deben ser analizadas desde un enfoque multiescala:

Ya que éste refleja de mejor manera los distintos niveles en los que se aplica la toma de decisiones, permite examinar las fuerzas impulsoras que pueden ser exógenas en determinadas regiones y ofrece un mecanismo para examinar los impactos diferenciales que tienen los cambios de los ecosistemas y las respuestas de planificación en las diferentes regiones, y los grupos que en ellas habitan (EEM, 2003, pp. 6-7).

Esta vena analítica concuerda con los postulados elaborados por Sack. Desde su punto de vista, la escala de análisis, ya sea en términos del tamaño del lugar-territorio que estamos estudiando o de su lugar en una jerarquía espacial (por ejemplo, si se trata de una municipalidad, Estado, provincia o país), es un elemento importante, pero no esencial para entender la realidad. Esto porque las relaciones espaciales son contingentes y no pueden ser determinadas a priori (Sack, 1997, p. 124). Desde un punto de vista biofísico, esto quiere decir que la densidad de la capa de ozono y los problemas atmosféricos no pueden ser entendidos como asuntos inherentemente globales; ni la conservación de una especie endémica en vías de extinción debe ser definida como un problema de índole local.

Estos postulados, compartidos por el marco evaluativo de la EEM y el marco teórico de Sack, son legitimados por nuestra experiencia diaria y por estudios empíricos que reconocen cómo los procesos biofísicos rara vez respetan las fronteras entre escalas discretas construidas socialmente: los ríos nacen en una jurisdicción jurídico-institucional (municipio, Estado, país) y, por lo general, riegan y desembocan en territorios fuera de esta; y los nutrientes que alimentan a los bancos de peces y tortugas marinas son transportados por corrientes que cruzan las fronteras de los mares territoriales, estos animales, por su parte, siguen sus propias rutas migratorias (Norman & Bakker, 2009; Campbell, 2007).

Además, la ontología que informa la teoría de Sack y la metodología de la EEM, refleja los alcances de la literatura reciente que nos llama la atención sobre la construcción social de las escalas de análisis y la utilización de éstas como herramientas para articular discursos y promover agendas políticas y concepciones sobre lo que debe ser la relación sociedad-medioambiente (Marston, 2000; Swyngedouw, 2007). Es decir, la clasificación oficial de un recurso como global, regional o local es mediada socialmente y no tiene un carácter objetivo. Para un país como Costa Rica, la conservación de las tortugas marinas puede ser un asunto de interés nacional, pero esta declaración puede entrar en conflicto con la cultura afrocaribeña que incluye la carne de tortuga en su dieta y puede preferir representar las tortugas como un recurso local y, por ende, excluir la opinión del Estado costarricense acerca de las tortugas (Campbell, 2007).

El concepto de lugar-territorio, como categoría de análisis, nos permite evadir las trampas implícitas en la fragmentación de las relaciones espaciales en falsas unidades discretas que no reflejan la realidad biofísica, social y simbólica del mundo en que vivimos. Esto concuerda con los postulados de la EEM y con los de la Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom (1999), que promueven organizaciones institucionales multiescala o policéntri-cas para generar un cambio social y cultural que estimule buenas prácticas ambientales. Este enfoque promueve regímenes institucionales que trascienden escalas predefinidas y buscan integrar agendas e intereses que rompan con las barreras interpuestas por las mismas a la hora de tomar decisiones sobre el medio ambiente y la naturaleza.

El marco ofrecido por Sack también entona con la visión de mundo promovida por científicos sociales de renombre como Peter Evans (2004) e Immanuel Wallerstein (2004), Amartya Sen (1999) y la misma Ostrom (Dietz et al., 2007), entre otros. Wallerstein (2004), por ejemplo, ha llamado la atención sobre la necesidad de fomentar procesos de discusión pública acerca de las metas y valores que deben regir el desarrollo en general (cambio socio-cultural) y nuestra relación con el medio ambiente (pp. 8899). Evans (2004), por su parte, ha subrayado cómo, en consonancia con el sentido común, los intentos irreflexivos por reproducir recetas institucionales alrededor del mundo por lo general no muestran buenos resultados4. En contraste, el autor resalta cómo los procesos de toma de decisiones plurales y participativas ofrecen gran potencial para el desarrollo de iniciativas de mejoramiento urbano5. Es decir, desde el punto de vista de Evans, las decisiones sobre transformaciones de la realidad deben seguir procesos públicos y participativos por dos razones: su mayor potencial para promover transformaciones positivas (valor en sí); y su mayor potencial para legitimar estos procesos (valor para sí).

Finalmente, en el campo de la ecología de la conservación, Vandermeer, Perfecto, Philpott & Chapell (2008) se basan en los más recientes estudios ecológicos para subrayar que si nuestro objetivo es conservar el mayor número de especies y de procesos biofísicos, nuestros esfuerzos deben concentrarse en mejorar la calidad intrínseca de los mosaicos de uso de la tierra, que combinan reservas naturales, campos agrícolas, terrenos baldíos, áreas urbanas. En contraste con los enfoques tradicionales que pretendían conservar lo natural por medio de lugares falsa e inútilmente aislados de la acción humana, los enfoques ecológicos más recientes recalcan que es más bien la calidad de las relaciones entre mosaicos de lugares-territorios las que ultimadamente determinan la conservación de la biodiversidad y la reproducción de los beneficios que derivamos de los procesos biofísicos.

El marco teórico de Sack hace eco de estos llamados al enfatizar la necesidad de buscar categorías de análisis que realcen el valor intrínseco (en sí y para sí) de las decisiones que tomemos como sociedad a la hora de transformar los lugares que habitamos6. En la siguiente sección se discuten algunas implicaciones para el estudio de la relación sociedad-medio ambiente y los esfuerzos por mejorarla.

EL VALOR INTRÍNSECO DE NUESTRAS DECISIONES

El marco teórico de Sack nos da herramientas analíticas que pueden clarificar las implicaciones asociadas al llamado de la EEM (2003, p. 5) a considerar el valor intrínseco de la naturaleza como factor integral en la toma de decisiones. Como se explicó anteriormente, el ser humano transforma su entorno de acuerdo a sus necesidades prácticas, pero también de acuerdo a nociones morales y estéticas. Es decir, la realidad no se compone solo de ámbitos empíricos como las relaciones sociales, los procesos biofísicos y los valores ratificados socialmente, de tal modo que nuestros deseos de transformar la realidad van más allá de razonamientos de índole práctica e instrumental (valor de uso), sino que también incluyen el valor intrínseco de la naturaleza (valor en sí y para sí de lo natural); de las relaciones sociales (las diversas concepciones de justicia); y la búsqueda de la verdad (nuestro afán por conocer y representar la realidad) (Sack, 1997, pp. 210-216)7.

El ámbito empírico de los valores ratificados socialmente, como los llama Cordero (2006, pp. 79-81), o valores constitutivos, como los llama Sayer (1992, pp. 32-33) incluye las representaciones de la naturaleza y sus usos cultural y socialmente aceptados. Por ende, tal y como lo manifiesta la EEM (2003, pp. 15-17), es absolutamente esencial que este valor de la naturaleza en sí y su importancia simbólica o estética para las diversas sociedades humanas sea parte integral de la toma de decisiones sobre el medioambiente; como sucede en el caso de las decisiones tomadas para conservar santuarios naturales de importancia religiosa alrededor del mundo (Shiva, 2003, pp. 136-144).

Dada la división tradicional que ha separado las cuestiones empíricas de las morales y estéticas en el ambiente académico, el solo hecho de mencionar palabras como natural, belleza, verdad y justicia en un artículo académico, puede ser objeto de risas disimuladas o de acusaciones de dogmatismos, ortodoxias y absolutismos. Sin embargo, como lo expresa Sayer (2009), los seres humanos tenemos la capacidad de escoger, y lo hacemos diariamente, qué apreciaciones de la realidad nos parecen más verdaderas y qué prácticas sociales y relaciones con la naturaleza nos parecen mejores o indeseables8.

De acuerdo con Wallerstein (2004, pp. 98-99), si queremos movernos en dirección de un racionalismo práctico, que identifique claramente las contradicciones inherentes en un sistema mundo que simultáneamente extrae más y más de la naturaleza, pero a la vez demanda más y más calidad en los servicios y beneficios de la naturaleza, estamos obligados a involucrarnos en discusiones, brindando argumentos que se ubiquen en un punto intermedio entre el absolutismo y el relativismo desorientador y paralizante.

Claro está que no debemos aventurarnos a definir lo bueno de una forma excluyente y definitiva. Más bien, debemos mantener muy presente que en el mundo hay diversas concepciones morales y estéticas sobre lo natural, lo justo, lo bello y lo verdadero (Cordero, 2006, pp. 79-83). Sin embargo, la existencia de esta diversidad no debe impedir que identifiquemos los vínculos entre diversas visiones de mundo y sus consecuencias concretas (sociales y ambientales), ni tampoco que escojamos qué valores y sus consecuencias consideramos deseables (Savater, 2003).

Así, estamos obligados a rechazar tajantemente aquellos valores que legitimen prácticas sociales que atenten contra la dignidad humana y que deterioren el medio ambiente hasta el punto de mantener a mil millones de seres humanos en desnutrición y a otro tanto al borde de la catástrofe ambiental, a merced de sequías, inundaciones y migraciones forzadas (OXFAM, 2008 a, b).

Tal y como lo expresa la EEM (2003, pp. 18-20), no debemos cesar nunca en la tarea de revisar las consecuencias de nuestras decisiones y, si es necesario, de replantear nuestros objetivos. Este proceso de discusión pública debe caracterizarse por el reconocimiento de los límites cognitivos del ser humano y de nuestra incapacidad de revertir muchas de las consecuencias que se derivan de las decisiones que hemos tomado.

De acuerdo con Sack (2003, pp. 153-167), una forma de acercarnos a una evaluación de este tipo es plantear dos preguntas interdependientes: ¿en qué medida nuestros esfuerzos por transformar la realidad aumentan la diversidad natural, la pluralidad de prácticas sociales y de formas de vida humana, y el acceso democrático a la producción y disfrute del conocimiento, valores y significados ratificados socialmente (diversidad epistemológica)? y ¿de qué forma las transformaciones de la realidad mejoran nuestra capacidad de entender la realidad misma?9.

VALOR DE LAS DECISIONES POR SÍ MISMAS

Estos parámetros cualitativos e interdependientes entre sí también ayudan a clarificar las implicaciones de seguir el llamado de la EEM a considerar el valor en sí mismo de la naturaleza en nuestras decisiones: por ejemplo, al implementar políticas de conservación para garantizar la subsistencia de una especie carismática en grave peligro de extinción (2003, p. 5) o, en contraste, la de generar políticas integradas de uso de la tierra que promuevan la conservación de muchas especies menos carismáticas (Vandermeer et al., 2008, pp. 78-82).

Sin embargo, Sack nos recuerda que no solo la naturaleza tiene un valor intrínseco, también lo tienen nuestras relaciones sociales y los procesos de generación de conocimiento y de significados. Estos procesos materializan también dimensiones estéticas y morales que constituyen los lugares-territorios y reflejan la condición humana en nuestros esfuerzos por transformar la realidad. Como lo manifiestan otros geógrafos humanistas como Yi-Fu Tuan (1976, 1990), estas facetas de nuestra condición humana no son cuantificables, sino solo interpretables como parte de un círculo hermenéutico. Manifestaciones tales como nuestro afecto o apego a un lugar determinado, topofilia, o el rechazo al mismo, topofobia, solo pueden ser comprendidas parcialmente y obedecen a nuestras concepciones sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Una vez que consideramos seriamente estos elementos menos tangibles de la condición humana podemos comenzar a entender cómo nuestras identidades (individuales y grupales) están íntimamente ligadas a nuestros sentido de pertenencia a un lugar y con ello nuestro sentido de pertenencia a la naturaleza y al entorno social (Tuan, 1990). Este esfuerzo intelectual también nos permitiría considerar seriamente el valor de la naturaleza en sí misma y al hacerlo, nos serviría también de espejo para construir y reforzar valores complementarios que informen, legitimen y enriquezcan nuevas prácticas sociales.

Sack (2003, pp. 187-191) menciona, por ejemplo, el valor proyectado por la naturaleza en forma de su capacidad infinita de dar y de reproducir las condiciones que sostienen la vida en la tierra. Si bien es cierto que el ser humano no puede cesar de ser individualista, claro está que éste no es el único valor que somos capaces de esgrimir para legitimar nuestras acciones. El altruismo de la naturaleza siempre ha sido un sano complemento al individualismo utilitario. En nuestro afán por conservar los procesos biofísicos que garantizan nuestra subsistencia, bien haríamos en darle un lugar de importancia en nuestro repertorio de valores a considerar en nuestras decisiones.

En la cuenca alta del río San Carlos, en Costa Rica, varias instituciones ecologistas y comunidades dedicadas a la conservación de la naturaleza y a la gestión del agua ponen de manifiesto la viabilidad de este ideal. Estos grupos prefieren esgrimir el concepto de plusvalía ecológica para describir el beneficio derivado de los esfuerzos de conservación de fuentes de agua en la zona. Dicho concepto propone una línea base alternativa para determinar los beneficios devengados por la compra de terrenos para su regeneración ecológica. De manera que el beneficio no se mide en la plusvalía en el valor económico de la tierra, sino más bien en los beneficios ecológicos devengados de ella (valor en sí): producción de agua, reciclaje de nutrientes, conservación de suelos, hábitat para especies endémicas, conservación de la biodiversidad, embellecimiento de la zona (Instituto Nectandra, 2009).

Del mismo modo, las comunidades reconocen que este beneficio no solo es disfrutado por las personas directamente involucradas en la conservación mediante el cuidado de árboles, fuentes de agua y la educación ambiental, sino que también es compartido con comunidades aguas abajo, trazando una geografía moral que reparte beneficios y revela responsabilidades compartidas a lo largo del cauce de los ríos y de los arroyos que nacen en la zona10.

De acuerdo con Sack (2003, pp. 260-266), el valor de regalo de estos esfuerzos transformativos, en contraste con el valor de intercambio, aumenta conforme los beneficios generados por la conservación son disfrutados por un número creciente de personas aguas abajo, en forma de agua para el consumo humano y para la irrigación de cultivos, la generación de energía hidroeléctrica, solaz para recreación, etc. De esta forma, al incluir en sus decisiones el concepto de plusvalía ecológica, las comunidades que invierten esfuerzo y dinero en la conservación ecológica de tierras, no solo generan un beneficio expansivo a través de una geografía de responsabilidades compartidas, también una mejoría intrínseca al garantizar la conservación de la naturaleza en sí, del ciclo hidrológico, de la forma de vida de las comunidades río abajo y de los valores y significados que le dan sentido a sus vidas y a los del resto de habitantes de la cuenca.

REFLEXIONES FINALES

Este artículo responde al llamado a trascender las divisiones tradicionales entre Ciencias Sociales, Naturales y Humanidades. Las preguntas que nos conciernen a todos en la actualidad y cuyas respuestas pueden determinar el bienestar de cientos de millones de personas, exigen esfuerzos transdisciplinarios y visiones de mundo integrales y no reduccionistas. El autor está convencido de que solo con la ayuda de marcos conceptuales como el desarrollado por Sack, podremos integrar, de manera efectiva, los conocimientos fragmentados que actualmente generamos en la Academia y cuyas consecuencias nefastas se observan diariamente en la forma miope en que seguimos transformando la realidad.

Este marco inclusivo, al igual que otros de la misma naturaleza, tiene el potencial de ampliar la gama de posibilidades a nuestra disposición, para responder simultánea y constructivamente al triunfalismo de mercado avasallador y limitante, así como al relativismo desorientador y paralizante que, con frecuencia, dominan nuestras discusiones intelectuales.


1 «La "Evaluación de los ecosistemas del milenio" [fue] un programa (...) diseñado para satisfacer las necesidades que tienen los encargados de la toma de decisiones de contar con información científica sobre los vínculos entre el cambio de los ecosistemas y el bienestar humano. Fue lanzado por el Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, en junio de 2001» (EEM, 2003, p. i).

2 Estos esfuerzos incluyen solo aquellos desarrollados en países anglosajones mediante el estudio de temas socioambientales alrededor del mundo. Claro está que es un perfil incompleto que podría ser fácilmente enriquecido con ejemplos de la investigación geográfica organizada en otros lugares. No obstante, esta breve reseña es suficiente para llamar la atención sobre el peso intelectual de estos trabajos.

3 El marco teórico propuesto por Sack se sitúa dentro de la corriente filosófica conocida como Realismo crítico. La ontología crítico-realista concibe la realidad formada por situaciones emergentes, donde el cambio socio-ambiental se atribuye a la conjunción de dos o más fuerzas o fenómenos que dan lugar a nuevos fenómenos con propiedades irreductibles a aquellas de sus constituyentes (Sayer, 2000, p. 12).

4 La posición de Evans (2004) se basa en el pensamiento de D. Rodrick (1999) y A. Sen (1999) sobre desarrollo institucional, instituciones políticas participativas y desarrollo deliberativo.

5 Como ejemplo, Evans (2004) menciona el proceso de elaboración del presupuesto municipal de la ciudad de Porto Alegre, Brasil, en forma participativa (pp. 40-41).

6 En este artículo nos referimos al valor intrínseco como el valor no instrumental de los diversos elementos de la realidad y los procesos que la transforman. Sin embargo, vale aclarar que el valor intrínseco no es equiparable al valor no-utilitario, en el sentido económico del término. El valor intrínseco se refiere al valor de algo en sí mismo, independientemente del ser humano, y por sí mismo, al adquirir importancia simbólica para el ser humano (Cordero, 2006; Sack, 2003).

7 Este postulado se deriva de la ontología crítico-realista, que asume que existe una realidad independiente de nuestro conocimiento de la misma (Sayer, 1992, p. 5). De igual forma, asume que la realidad existe así no sea un objeto empírico para nosotros e independientemente de si tenemos un conocimiento adecuado de su naturaleza. Esto porque se asume que nuestro conocimiento de la realidad es falible e incompleto.

8 Desde la perspectiva crítico-realista existe una relación real entre el ámbito empírico y los ámbitos morales y estéticos de la realidad y, por lo tanto, nuestros juicios de valor se refieren a hechos empíricos. De tal modo, parte del hecho que es posible ofrecer argumentos y razones para defender por qué algunos fenómenos deberían ser valorados de forma positiva o negativa, sin caer en las trampas del dogmatismo, etnocentrismo o autoritarismo (Sayer, 2009, pp. 781-782). De esta forma, se subraya que lo moral no es reducible a lo empírico (Sack, 2003, pp. 41-83).

9 Estas dos preguntas parten del principio filosófico, derivado del realismo crítico, que afirma que para poder mejorar la realidad debemos primero aceptarla y conocerla tal como es; y del mismo modo que una realidad más compleja y diversa tiene un valor intrínseco superior al de una realidad monótona y simple (Sack, 2003, pp. 154-167).

10 El término geografía moral se refiere a la manera en que los valores que informan y legitiman las relaciones entre personas, los lugares que habitan, los lugares vecinos y los recursos que usan y conservan se dan a lugar y permiten una combinación particular de relaciones espaciales, sociales y simbólicas (ver Sack 1997).


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