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Investigación y Desarrollo

Print version ISSN 0121-3261On-line version ISSN 2011-7574

Investig. desarro. vol.24 no.2 Barranquilla Jul./Dec. 2016

https://doi.org/10.14482/indes.24.2.8898 

http://dx.doi.org/10.14482/indes.24.2.8898

Emociones morales y políticas en el paradigma del mal: El (no) lugar de la infancia*

Moral and political emotions in the paradigm of evil: The (no) place of childhood

Marieta Quintero Mejía
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia

Doctora en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud de la Universidad de Manizales-CINDE y Pos-doctora en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud de la Red de Posgrados clacso. Docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Co-directora del Grupo de Investigación Moralia. Directora Nacional del Colectivo Educación para la Paz. marietaqmg@gmail.com Correspondencia: Cr. 7 No. 41-21 (Bogotá)

Keilyn Julieth Sánchez Espitia
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia

Licenciada en Educación Básica con énfasis en Humanidades y Lengua Castellana y estudiante de la Maestría en Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Joven investigadora del Grupo Moralia. Coordinadora del Programa Escuelas PazArte de la Fundación In-Ju Huellas. Miembro del Colectivo Educación Para La Paz. Correo electrónico: kjsei4@hotmail.com

Fecha de recepción: Julio 21 de 2016
Fecha de aceptación: Agosto 30 de 2016


Resumen

En el campo de la filosofía, algunos teóricos han mostrado la importancia que tienen las emociones en la promoción de acciones orientadas al bien común. En oposición a estos presupuestos, encontramos el paradigma del mal, del cual se derivan reflexiones teóricas acerca del lugar de las emociones como activadoras de la crueldad. Se destaca el valor otorgado a la infancia en el aprendizaje de las emociones, pero también la afectación de hechos atroces en su sensibilidad (su no lugar) Este artículo busca hacer una revisión de diferentes tesis comprensivas acerca de las emociones, su cultivo desde la infancia y su efecto en contextos atroces (paradigma del mal).

Palabras clave: emociones morales y políticas, paradigma del mal, infancia, ceguera emocional, voces silenciadas, cultivo de las emociones.


Abstract

In the field of moral and política! philosophy, in particular, in the liberal political tradition, some theorists have shown the importance of emotions in the promotion of actions oriented towards the common good. In opposition to these presuppositions, there is the paradigm of evil, which reflects on the place of emotions as the activators of cruelty in the midst of barbaric contexts —fear, guilt, disgust—. It should be noted that theses domains have given a significant value to the role of childhood in the learning of civic emotions, even if they have also underlined the harm caused to moral and political sensibility by atrocious events —the (no) place of childhood—. Taking this literature into account, the present article aims to review the different comprehensive thesis about emotions in the moral and the political life, their cultivation since childhood, and their impact on contexts affected by horrorism and atrocity (paradigm of evil).

Keywords: moral and political emotions, paradigm of evil, childhood, emotional blindness, silenced voices, cultivation of emotions.


Emociones1 en la vida moral y política

Tanto la filosofía (Habermas, 1994, 2000; Rawls, 1997) como la psicología moral (Piaget, 1977; Kohlberg ,1978, 1987, 1992) se han ocupado de las emociones, en particular para dar cuenta de valoraciones, modos de acción, creencias, intencionalidades y juicios. Sin embargo, esta relación entre emociones y moralidad ha encontrado más resistencias que acuerdos, por ser consideradas las emociones expresiones de deseos, carentes de racionalidad y relacionadas con cambios fisiológicos. Estas tensiones se pueden esbozar a partir de algunas trayectorias teóricas presentes desde Hume hasta nuestros días, las cuales nos permiten establecer su arquitectura e importancia no solo en el campo de la moralidad, sino en el de la política; campos en los cuales convergen emociones asociadas al mal (asco, repugnancia) y otras vinculadas a prácticas de bien común (amor cívico, compasión e indignación). Es preciso señalar que se trata de centrar su importancia en la vida moral y política, y no de esbozar un trayecto teórico carente de un relato práctico.

En esta arquitectura, podríamos iniciar diciendo que las emociones han sido objeto de diferentes sistemas de clasificación por los mismos filósofos. Tal como señala Hansberg (1996), Descartes, Hobbes, Spinoza y el mismo Hume establecieron diversos criterios para diferenciar por qué las emociones tienen como característica "dirigirse a un objeto determinado". Así, Hansberg (1996, p. 108) indica que algunas emociones se refieren a objetos proposi-cionales (miedo a un perro rabioso) y otras están dirigidas a clases de objetos, situaciones o actividades (amor a los animales, miedo a las alturas). A esto agregaríamos con énfasis que estas hacen parte, esencialmente, de la experiencia humana; por ello, tienen un carácter intencional y contienen los méritos y valores que le otorgamos a vivir con los otros. Esta sensibilidad configura nuestras tramas narrativas morales y políticas, con las cuales construimos un "nosotros" con sus fisuras y precariedades. La idea de tramas narrativas del "nosotros" no comporta una idea de lo universal, sino de lo singular y plural, así como de nuestra condición de fragilidad y fortuna humana en la vida comunitaria (Ricoeur, 1995, 1996, 2008).

Aunque partimos de la centralidad de las emociones vinculadas en la experiencia humana en tramas narrativas éticas y políticas, no pueden desconocerse las trayectorias de la misma filosofía y psicología moral. Se reconoce el aporte de Hume (1992), quien, siguiendo la teoría de Hutcheson2 (1999) acerca de las pasiones y los afectos (emociones) como medios de aprobación o desaprobación, propuso que las acciones están movidas por los afectos de los seres humanos. Por ello, para Hume, la ética no es una ciencia abstracta, sino que se refiere a los hechos o las acciones humanas.

En tal sentido, las virtudes o acciones son cualidades que gozan de aprobación o desaprobación y se asocian a pasiones (emociones), cuya función es promoverlas o activarlas. Esto no significa que no podamos razonar acerca de las pasiones, pero no es este razonamiento el que nos mueve a actuar. Hay que recordar que para Hume la razón es fría e indiferente, mientras que la moralidad es de naturaleza práctica y responde a nuestra aprobación o desaprobación en respuesta a los afectos; por tanto, la moralidad, es objeto de la pasión que está en nosotros (Quintero y Restrepo, 1999). Esto lleva a que el autor señale que las pasiones o afectos aparecen cuando se dan las siguientes circunstancias: 1. expresan las valoraciones independientes de intereses particulares, 2. poseen las cualidades o el carácter de las personas y 3. expresan percepciones de felicidad en los demás (Hume, 2003, p. 170).

En consecuencia, Hume establece que la moralidad está determinada por el sentimiento de aprobación. Es preciso recordar que Hume no emplea la noción de emociones, sino de pasiones, y las considera de carácter preconceptual y prelingüístico, las cuales gradualmente se van modificando a causa de las condiciones de cooperación. Por ello, al lado de las emociones que poseen una utilidad pública, en cuanto representan los intereses de la humanidad, encontramos pasiones violentas que no gozan de aprobación general. Entre las pasiones, la benevolencia es el mérito de la naturaleza humana, puesto que implica estimular los intereses de la especie para otorgar felicidad a la sociedad; felicidad que incluye a la familia, los amigos, pero también el orden de la sociedad: "Los epítetos de sociable, afable, humano, compasivo, agradecido, amistoso, generoso, benéfico o sus equivalentes, expresan el más alto mérito que la naturaleza humana es capaz de lograr" (Hume, 2003, p. 37).

Al lado de la benevolencia, Hume, en su interés por dotar de significado la noción de lo sociable, propone la simpatía como un mecanismo que amplía los círculos del sistema moral de los individuos, lo cual lleva a entender por qué los seres humanos son capaces de simpatizar con las pasiones de otros: simpatía que funge como piedra angular de la convivencia social. La simpatía no solo contiene un carácter humanitario, de amistad y gratitud, sino que se constituye en la mayor fuerza de la imaginación moral, orientada a realizar acciones con y por los otros. Por ello, el ser humano es incapaz de profesar una maldad pura, indica el autor. Esta imaginación moral, como sustrato emocional, hace posible que los seres humanos en sociedad reconozcan la "reciprocidad en las pasiones", pues esto repercute en nuestros juicios, valoraciones, aprobaciones y, en especial, en el bienestar de la sociedad.

La simpatía como mecanismo de afectación para Hume se hace presente en el pensamiento de Smith (1996), en primer lugar como mecanismo de sensibilización orientado a acompañar las emociones. Esto significa que en la filosofía moral de Smith se parte de reconocer a los seres humanos como complejos y frágiles, arrojados en un mundo con fortunas e infortunios que los hace seres necesitados de la presencia de los otros para constituirse como sujetos morales. En consecuencia, la simpatía opera como vinculante con los otros a causa de nuestra condición de humanidad (Peña y Sánchez, 2007). Este primer argumento muestra por qué la simpatía es la clave, por un lado, de nuestra sociabilidad en la medida en que son la familia y la sociedad, con sus principios, normas y reglas, quienes corrigen y moldean nuestro mecanismo de simpatía. Por otro, la simpatía es incompatible con la indiferencia, porque exige nuestra preocupación por los demás:

Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o la compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy viva. (Smith, 1996, p. 49)

Puede derivarse de lo expuesto que hay una condición en la naturaleza humana que hace a los sujetos proclives para la vida en sociedad y para afligirse ante el dolor y el infortunio de los otros. La simpatía no exige una retribución material, pues hace parte de la condición moral del ser humano. Como respuesta a esta condición, el segundo argumento de Smith acerca de la simpatía es el carácter de mutualidad o reciprocidad. Esperamos que nuestros amigos, familiares y miembros de la sociedad participen de nuestras emociones y expresen resentimiento —en su dimensión vinculante— cuando somos víctimas del dolor, la humillación o la ofensa. Este carácter recíproco muestra cómo el otro necesita nuestra simpatía, y viceversa.

El anterior argumento da lugar a un tercer atributo de la simpatía: el espejo emocional. Smith sostiene que el hombre "no es un lobo, sino un espejo para el hombre", lo cual implica que, si bien no podemos tener la experiencia inmediata de lo que sienten otras personas, sí podemos imaginar cómo se sienten. Esto lleva a que el autor indique que el espejo emocional es el que nos permite "avivar" la sociedad y hacer una semblanza de las personas, las emociones, la hermosura, la fealdad, entre otros.

Este espejo, representado en los seres humanos y en la sociedad en su conjunto, activa la imaginación moral y nos permite, sin saber exactamente cómo se siente los otros, preocuparnos por su situación, en especial, cuando esta no es halagadora, sino, por el contrario, se torna en un agravio u ofensa. El espejo emocional anima la imaginación moral, la cual nos permite, como espectadores justos, aprobar o desaprobar por simpatía las circunstancias de la vida de los otros. Podríamos decir que para Smith la simpatía acompaña las emociones y los relatos de solidaridad y compasión; aunque no podamos saber exactamente cómo se sienten otros, sí podemos "asumir su situación" o hacernos responsables de su condición de fragilidad.

Emociones y procesos de aprendizaje desde la infancia

La arquitectura enunciada acerca del lugar de las emociones en la vida moral se hace presente en el pensamiento de Rawls3(1997), quien recoge, además del lugar central que tiene la simpatía, los aportes de la filosofía moral, especialmente de Hume. De la simpatía como mecanismo de moralidad pasamos a una simpatía anclada en el plano de lo político y relacionada con procesos de desarrollo del aprendizaje. Por tanto, nos desprendemos de la idea de la simpatía como mecanismo, para vincularla con procesos cog-nitivos, evolutivos y psicológicos.

En palabras de Rawls (1997), encontramos dos tradiciones importantes acerca de las emociones: la primera, vinculada con el empirismo (Hume); y la segunda, representada por la teoría social del aprendizaje (Piaget y Kohlberg). Esta última tradición, centrada en la evolución moral, nos permite situar el lugar de las emociones en la infancia y su relación con la justicia con equidad en sus dimensiones morales y políticas, cuyo fundamento es la búsqueda de la cooperación social.

Para este autor, el aprendizaje de la justicia, en sus dimensiones morales y políticas, implica unas etapas de desarrollo, en las cuales adquirimos conocimientos y modos de comprensión graduales. En consecuencia, el aprendizaje implica una comprensión del mundo social acerca de lo que es justo e injusto, lo cual se adquiere en procesos de formación que incluyen lo educativo, pero también abarca escenarios como la familia, la sociedad y las instituciones. En estos procesos de aprendizaje, la sensibilidad ocupa un lugar central. En la primera etapa (moral de autoridad), el amor de las instituciones familiares es la forma primitiva como el niño aprende el amor recíproco (Agra, 1985).

Siguiendo a Rawls (1997), el amor a los padres o cuidadores —contexto filial— surge del reconocimiento recíproco de sentirse amado y de los beneficios que el niño o niña siente que esto le representa. Entre estos, adquirir seguridad en su propio valor como persona, lo cual da lugar a desarrollar la autoestima y la valoración de sí mismo. Paralelamente, el niño va desarrollando, a partir del amor parental o del cuidador, el juicio acerca de lo que es digno de estima, a causa de sentirse, por un lado amado, y por el otro, motivado para amar. Del amor y la confianza se deriva el sentimiento de culpa, el cual surge con la ruptura de criterios normativos (no religiosos), establecidos en el marco de sus vínculos relacionales.

Aunque esta primera etapa se llama moral de la autoridad, en lugar de las sanciones, encontramos el amor y la culpa. En consecuencia, la autoridad no está centrada en criterios de castigo y recompensa, sino que el desarrollo se logra cuando se adquiere por parte del niño el deseo de cumplir los acuerdos adquiridos, porque los considera moralmente buenos, aunque su moral sea concebida como primitiva, pues no alcanza un esquema de derechos y justicia amplio. Esto quiere decir que se reconoce que hay un desarrollo de la justicia y el derecho limitado, pero no ausencia de este, pues el niño va adquiriendo conocimientos de lo que es ser justo en medio del amor recíproco y también va desarrollando su nivel de comprensión, aunque esté limitado a círculos cercanos y a causa de sus condiciones de desarrollo.

De esta primera etapa centrada en la familia, Rawls amplía los círculos de aprendizaje moral hacia otras asociaciones, como la escuela, el barrio y la comunidad, lo cual da lugar a la segunda etapa denominada moral de asociación. Uno de los aspectos centrales en esta etapa es ampliar la comprensión como miembro de la sociedad de lo que significa ser hijo, esposo, amigo, ciudadano, que trae consigo el aprendizaje de unos contenidos a causa de sus experiencias, pero también de su capacidad para adoptar el punto de vista de los otros, lo que en el pensamiento de Smith llamaríamos la imaginación moral y el espejo emocional. Esta capacidad de preguntarnos qué haríamos en el lugar de otra persona ante determinadas situaciones no es óbice para que el niño cuestione sus propias experiencias y circunstancias. Esta relación consigo mismo y con el otro ocupa un lugar central en la adquisición de la moralidad, en la que la simpatía se convierte nuevamente en una disposición para la sensibilidad, lo cual hace que se desarrollen emociones amistosas, de lealtad y de confianza.

Ante situaciones de ruptura o creación de daños morales y políticos, en esta etapa, el niño aprende la importancia de la reparación y el reconocimiento de los efectos de los actos injustos. Esto trae consigo no solo un enojo (en su dimensión política), sino también la indignación y el resentimiento como quebrantos de los lazos de amistad y confianza mutua. En consecuencia, la presencia de estas emociones tiene una dimensión moral y política, aunque estén vinculadas a lazos de amistad o confianza entre miembros de las asociaciones (escuela, barrio, familia, amigos, entre otros). En su dimensión política, significa que las emociones ponen en evidencia vulneraciones que afectan el goce de derechos, pero también muestran que todos los miembros de una asociación deben gozar de los principios de la justicia como expresión de la buena voluntad y no solo en virtud de criterios regulativos externos, cuya falta de cumplimiento se asocia a una sanción. En otras palabras, las emociones orientan la creación de asociaciones justas y el fortalecimiento de virtudes cooperativas orientadas a la justicia, la rectitud y la integridad.

Finalmente, en palabras de Giusti (2001), siguiendo a Rawls, la forma más compleja de desarrollo es la moral de los principios, que se alcanza una vez se han generado actitudes de amor y de confianza en la infancia, lo cual permite en esta nueva etapa reconocer que no solo nosotros, sino un grupo más amplio de personas son beneficiarios de instituciones justas, creadas acorde con criterios sociales que favorecen el bien de los afiliados. Especialmente, en esta etapa, emerge con claridad el tipo de cooperación humana justa que se ha logrado en una sociedad. Aquí, los ciudadanos, que ya no son niños, sino jóvenes y adultos, reconocen que las instituciones son justas porque expresan los ordenamientos que ellos mismos han establecido y se sienten culpables cuando no expresan lazos de simpatía para transformar prácticas que afectan el bien común o cuando no se protegen las metas y los logros de esta.

En esta etapa, Rawls se pregunta cómo pueden los principios morales comprometer nuestra sensibilidad, para lo cual argumenta que, en primer lugar, los ciudadanos conocen los contenidos de los principios morales y, por tanto, gozan de reconocimiento. A continuación, ante situaciones injustas ocasionadas por terceros, aparece el sentimiento de indignación. Asimismo, ante quebrantamientos realizados por nosotros mismos, aparece la culpa. En tercer lugar, encontramos que los principios morales se convierten en un generador del deseo de actuar de manera recta y justa, porque eso acrecienta la felicidad humana.

Emociones y paradigma del mal

Tal como se ha expuesto acerca del lugar de las emociones en la filosofía moral y política (Habermas, 2004; Rawls, 1996, 1998), las emociones permean nuestros modos de acción, saberes y conocimientos en el plano de la vida comunitaria, no solo individual. Aunque los autores de los siglos XVII y XVIII (Hutcheson, Hume y Smith) consideraban que existía un mecanismo de afectación que activa las emociones, lo cual da lugar a considerar un carácter psicológico de ellas, no desconocen el lugar que estas tienen en los procesos de sociabilidad.

Sin embargo, con el pensamiento de Rawls, centrado en una teoría normativa de las emociones, encontramos su vinculación con la infancia y su lugar para la construcción de una cultura política. A la luz de los planteamientos de este autor, indagamos sobre las consecuencias que tienen, por un lado, las emociones en una vida moral y política precaria; y por el otro, los efectos que tiene la ausencia de condiciones propicias en la vida comunitaria para fomentar, desde la infancia, el amor, la amistad, la confianza y la indignación. En otras palabras, no contar desde la cuna con las condiciones de felicidad que propone Rawls, para motivarnos a actuar de manera recta y justa —cooperación social— para el bien propio y común.

El anterior cuestionamiento podría mostrarnos que una teoría política como la de Rawls no contempla la presencia de la guerra y la aparición de los hechos atroces asociados a esta —Primera y Segunda Guerra Mundial, Hiroshima, Auschwitz, entre otros— (Bernstein, 2006). O, por el contrario, nos podría señalar que estas teorías normativas se constituyen en un criterio regulador para di-mensionar los grados de vulneración y, con ello, alentar, desde la infancia, prácticas de cooperación social y, por qué no, de restablecimiento de derechos asociados a la justicia.

Frente a estas teorías políticas de carácter normativo, el filósofo Bernstein (2002) señalaría que, en el siglo XX ante eventos extremos como los genocidios, las masacres y las torturas, la filosofía moral no ha sido de gran ayuda, pues en ella no se contempla el discurso del mal, sino de las acciones valoradas como correctas, incorrectas, buenas o justas.

Justamente, la perplejidad de los hechos atroces y la crueldad han dado lugar a construir unos marcos de comprensión en relación con lo que se ha denominado paradigma del mal (Lara, 2009). Como constancia de los síntomas de este fenómeno, tenemos la correspondencia entre Einstein y Freud (2001) alusiva a la posibilidad que tienen los seres humanos de liberarse de la fatalidad de la guerra y proponen para ello el deseo y la sensibilidad humana como generadores del mal; al mismo tiempo, potentes para la superación y eliminación de los obstáculos psicológicos que reproducen las atrocidades y paralizan el actuar justo. Einstein indaga sobre hasta qué punto los miembros de una sociedad son capaces de renunciar al ejercicio violento de la fuerza para ceder ante una vida en común segura. Su respuesta desalentadora nos indica que el odio es fácil de despertar e intensificar en los seres humanos para crear una psicosis afectiva orientada a la destrucción.

Por su parte, Freud encuentra en la psicología una forma de compresión de la guerra, en la cual expone los siguientes argumentos: 1. los conflictos de intereses se han resuelto mediante la violencia (fuerza muscular, armas) y 2. el conocimiento de la posibilidad de muerte del enemigo mediante la violencia física sirve para atemorizar y, con ello, mantener a otros posibles enemigos subyugados. Ante estos argumentos, la superación de la violencia sería posible a partir de vínculos afectivos entre los miembros quienes reconocen que las leyes de asociación se establecen por la búsqueda de una vida en común segura. Sin embargo, reconoce el autor que esto se da en la teoría, pues en la práctica opera la antítesis entre el amor (eros) y el odio (pulsión). La primera orientada a conservar y unir, la segunda a la destrucción. Esto explica el placer que produce la ayuda y al mismo tiempo la destrucción expresada en las lógicas de la crueldad.

Esta correspondencia evidencia la experiencia de la exacerbación del mal, la cual será complementada en este artículo, con testimonios de otros pensadores que vivieron, junto con infantes, la crueldad en los campos totalitarios (Levi, 2012; Améry, 2001). Estos testimonios han nutrido el cúmulo de reflexiones acerca del paradigma del mal, el cual será objeto de revisión en este apartado a partir de algunas características que dan cuenta del lugar de la sensibilidad moral y política en medio de la atrocidad.

Narrar lo inenarrable: los testigos del no lugar de la infancia

El lenguaje y la comunicación se han constituido en fuente de revelación y reflexión del mal, especialmente para quienes han vivido experiencias atroces; revelaciones y reflexiones que contienen el sufrimiento y dolor que causa el desmoronamiento de la pluralidad y la paulatina pérdida de la condición humana en medio del horror. Este es el caso de Jean Améry (2001), quien sitúa la pérdida de la lengua como experiencia subjetiva del exilio, pero también en la tortura acaecida en los campos de concentración, lo cual da lugar, en palabras del autor, a una profunda nostalgia.

El exilio representa la imposición de una nueva patria y, con ella, de otra lengua. Ante la situación de fingir otra identidad, expone Améry, los sujetos pierden el derecho a expresar sus emociones, pues estas se vuelven incomunicables en la esfera pública por la inferioridad comunicativa que significa usar palabras que carecen de contenido semántico. Desalojado de la comunidad lingüística, las emociones adquieren valor como autocompasión consoladora, sin la cual no sería posible la supervivencia, ni la comprensión de la subjetividad del excluido de la realidad de la lengua; supervivencia que, finalmente, se convierte en una tortura.

Ante la imposibilidad de recurrir a la sensibilidad para nombrar el mundo, no queda otra salida que tomar prestadas algunas expresiones del país del exilio. Más aún, señala Améry, con esta nueva lengua, la propia lengua materna se torna torpe e incomprensible.

Al lado de esta nostalgia, Améry sitúa la nostalgia auténtica, la que no nos ofrece la posibilidad de autocompasión, sino la autodestrucción. Esta nostalgia se produce en medio del "des-mantelamiento pieza por pieza de nuestro pasado" (2001, p. 124). Esta memoria retrospectiva marcada por la crueldad en los campos de concentración conduce al desprecio de sí y al odio contra el Yo perdido que intensifica el sufrimiento por una patria que fue hostil para entretejer con ella otras experiencias. Esta nostalgia se aviva con las emociones de repugnancia y resentimiento. La primera, vinculada al argumento de la transformación de la lengua alemana y a la necesidad de mantenerla pura. Esto justificó, a juicio de Améry, las montañas de cadáveres. Repugnancia ante las muertes, pero también ante la legitimación en los órganos de difusión (periódicos) de las palabras de la muerte.

En cuanto al resentimiento, el autor se autodenomina víctima del nazismo y, por tanto, hombre de resentimiento. Esta condición humana es propia de la subjetividad de quien ha sido víctima, señala el autor. Este resentimiento da lugar a un deseo de venganza bárbaro y primitivo, el cual es superado, a juicio del autor, en el desarrollo de la moralidad. A pesar de su moralidad, el hombre de resentimiento no se ve compensado al conocer que su verdugo, si bien no ha padecido el sufrimiento bajo su propia ley, tampoco se encuentra preso. Al contrario, aparece ante los otros con honores.

Levi (2012), también como sobreviviente de los campos de concentración, coincide con Améry en señalar que sus verdugos, hombres despreciativos, establecían dos variantes en el trato con sus víctimas: con quienes comprendían la lengua y aquellos para quienes solo el alarido estremecedor se convertía en la única señal de información subordinada. No obstante, señala Levi, la lengua ante situaciones extremas cae en desuso y, con ello, los sujetos dejan de ser sujetos y, en su lugar, el grito, el látigo, el golpe y los gestos se convierten en el contenido lingüístico de la no lengua; aquella que los empuja entre los abismos de la pérdida de la humanidad.

Esta pérdida de la humanidad inicia con la falta de comunicación e información y, sin estas, no se puede vivir. Por ello, señala Levi, los prisioneros murieron muy pronto: "A primera vista de hambre, frío, cansancio y enfermedad; en un examen más cuidadoso, por falta de información" (2012, p. 550). Información que les hubiera permitido evitar enfrentamientos y sobrellevar la vida sin cometer errores fatales.

El desalojo de la víctima del género humano lo silencia, es decir, "la lengua se seca y con ella el pensamiento". Ante la ausencia de palabras, la nostalgia auténtica por los daños vividos brota con otros signos:

En forma de película desenfocada y frenética, llena de ruido y de furia y carente de significado: una ajetreo de personajes sin nombre ni rostro, sumergidos en un continuo y ensordecedor ruido de fondo del que no aflora la palabra humana. Una película en blanco y negro, sonora pero no hablada. (2012, p. 551)

La ausencia de palabra y el enmudecimiento ante el daño también se reflejan en tramas narrativas del mal encarnadas en la repugnancia que produce ver y sentir la crueldad humana depositada en los cuerpos dóciles de los niños. Siguiendo a Levi, algunos, hijos de la muerte, otros, atrapados en el funcionamiento de las máquinas de la crueldad.

Como hijo de la muerte, el autor narra el caso de Hurbinek, un infante de aproximadamente 3 años quien fuera vecino de cama de Levi en un pequeño local destinado a los deportados enfermos y moribundos. Este pequeño, referido por el autor también como hijo de Auschwitz, nació en este centro de exterminio, desprovisto de familia, nombre y palabra. Paralítico de medio cuerpo y sin posibilidad de comunicarse, Hurbinek, nombrado así por carecer de un nombre por los otros "pacientes de la muerte", interpelaba a quienes lo rodeaban con su mirada cargada de fuerza y dolor, la cual anunciaba su imperiosa necesidad de hablar. En medio del mutismo, fue precisamente la comunicabilidad de sus emociones —que no se reduce al uso de la palabra— lo que le permitió llenarse de amor y cuidado por parte de sus compañeros de sala, especialmente de Henek, otro pequeño víctima de la atrocidad.

Henek, un joven húngaro de 15 años, capturado junto a su familia por las SS (Schutzstaffel 'escuadras de defensa') y único sobreviviente tras mentir acerca de su edad y profesión, aparece con una imagen amorosa, compasiva y solidaria frente al sufrimiento de Hurbinek. Siguiendo lo relatado por Levi, un joven robusto, musculoso, simpático y servicial, que gozaba de buena salud, con una actitud más maternal que paternal, acompañaba a Hurbinek durante mediodía. Henek le proveía comida, cambiaba sus mantas, lo limpiaba sin repugnancia y le hablaba siempre en húngaro; había creado un lazo compasivo con el pequeño desprotegido.

La compasión de Henek, reflejada en su preocupación e interés por el infante, quien se encontraba en situación de máxima vulneración e indefensión, fue un factor determinante para que Hurbinek enunciara de manera sorpresiva su "primera palabra": "matisklo", aunque ningún recluso haya podido nunca descifrar su significado. A pesar de su compasión, Henek representa la emoción de repugnancia de las fábricas de la muerte, expresada por Levi para ejemplificar el daño cometido con los niños, pues en su comportamiento perviven la compasión y la crueldad. La primera expuesta en su interés por dotar de sonido y palabra la presencia de Hurbinek, mientras que la crueldad se ve reflejada en su ausencia de remordimiento para elegir en el Block de los niños, en el cual fue asignado como kapo, aquellos que irían al Block de experimentos o directamente a la cámara de gas.

Junto con Hurbinek y Henek, cientos de niños y niñas tuvieron que experimentar la monstruosidad de los campos. Primo Levi se declara testigo moral de las atrocidades con los niños y la repugnancia que esto le genera. En su testimonio frente a la muerte de Hurbinek, señala: "Había luchado como un hombre, hasta el último suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder bestial lo había exiliado" (2012, p. 177).

En cuanto al lugar de Henek como kapo en el Block de los niños, Levi indica que su argumento fue la supervivencia; por ello, expresaba no sentir remordimiento:

Habían muerto todos. Todos los niños y todos los viejos [..] De las quinientas cincuenta personas a quienes había perdido el rastro al ingresar en el Lager, solo veintinueve habían sido admitidas en el campo de Birkenau: de ellas, solo cinco habían sobrevivido. (2012, p. 183)

En esta trama narrativa de la crueldad, el rostro de niños y niñas no solo despertaba una compasión extensiva por parte de los deportados, quienes veían en los ojos de los infantes las marcas del dolor, sino que también representaba el terror y la repugnancia ante la incomprensible magnitud de la atrocidad.

La ceguera emocional: voces silenciadas

Retomando los postulados de Rawls acerca del lugar de las emociones en la vida moral, reconocemos que, entre otras, el asco, la repugnancia, el miedo, el amor y la compasión son cultivadas desde la infancia. Por ello, preguntamos sobre el lugar que tiene dicho proceso de aprendizaje en situaciones de límites extremos. ¿Por qué elegir la crueldad humana para entender la relación entre emociones y justicia cuando podríamos centrarnos en el estudio de lo bueno y lo correcto en relación con la justicia como equidad? Justamente porque se busca mostrar que desde nuestra niñez hemos disciplinado las emociones, dado que las consideramos ciegas y esto nos inhabilita a ser sensibles ante daños ocasionados y vividos por otros. Esta es una forma de silenciar los daños morales y políticos y de acallar el sufrimiento (Arteta, 2010; Bauman, 2010, 2015).

Asimismo, porque el estudio del mal nos permite comprender desde los relatos y testimonios del sufrimiento, por un lado, que nuestra insensibilidad puede volver trivial los asuntos relacionados con las vulneraciones de derechos fundamentales; por el otro, entender que la cultura empática ante los daños causados despoja o libera el tema del mal de una dimensión metafísica, para situarlo en acciones, actitudes y prácticas realizadas por individuos concretos; en otras palabras, no son seres monstruosos, siguiendo a Arendt (1974, 2006, 2015).

Todorov, justamente, advierte:

Todos los hombres son potencialmente capaces del mismo mal, pero no lo son efectivamente, pues no han tenido las mismas experiencias: su capacidad de amor, de compasión, de juicio moral ha sido cultivada y ha florecido o, por el contrario, ha sido ahogada y ha desaparecido. (2002, p. 151)

Un primer acercamiento a esta advertencia nos señala que las emociones se cultivan, se opacan o distorsionan desde la infancia. En tal sentido, las emociones no son ciegas como tradicionalmente se ha señalado, ya que estas orientan y guían nuestras acciones y vínculos con los otros. Esta invitación a pensar el tema del mal, por la vía de la moral y las emociones, implica sensibilizarnos ante la advertencia de Todorov de que somos capaces de cometer el mal. Este pensador nos señala que no es posible comprender el mal que llevan a cabo otros si nos negamos a preguntarnos hasta dónde somos capaces de cometerlo (2010, p. 19).

Una salida a esa insensibilidad es la educación moral cultivada desde la niñez, la cual nos ayuda a superar el egocentrismo y a reconocernos como seres frágiles. En otras palabras, indica el autor, no perder de vista que los criminales son humanos como nosotros: "Mostrar lo que en nosotros recuerda lo que vemos en ellos" (2010, p. 283). Recalca el autor que el autocontrol y la contención de las emociones nos lleva a no aceptar que los criminales son de la misma naturaleza de nosotros; no tienen un ADN especial. Por ello, "preferimos levantar un muro entre los monstruos y nosotros" (p. 284).

Este argumento se complementa con la propuesta de Bauman (2015) acerca de la ceguera moral, quien señala la ilusión ingenua y de autoengaño que tenemos cuando consideramos que el mal está en otro lugar, pues nos negamos a buscarlo en nosotros mismos y en nuestra sociedad. Por ello, el autor propone que hoy se ha incorporado una nueva geografía simbólica del mal, la cual ubicamos lejos de nosotros mismos. Estas voces silenciadas —consideradas lejos de nosotros— resultan de negar los sistemas totalitarios y autoritarios, los cuales han distorsionado nuestra sensibilidad. Hemos construido una barrera ante el mal y, con ello, hemos silenciado el dolor y ocultado la crueldad. En otras palabras, el mal habita entre nosotros, no solo a través de las armas, sino que se revela en nuestra ausencia de reacción ante el sufrimiento del otro y la maldad. Esta ceguera o insensibilidad en nuestros procesos de aprendizaje desde que nacemos termina incorporándose en los modos de elección, en la autoimposición o incluso en la subordinación que asumimos ante esta. Una de las salidas ante tal ceguera es cultivar las emociones en la infancia para promover una cultura política inclusiva (Nussbaum, 2008, 2014).

Dado el efecto que tienen desde la infancia los procesos de aprendizaje de la sensibilidad, consideramos que las propuestas pedagógicas orientadas al anclaje entre emociones y memoria se pueden convertir en estrategia innovadora. Algunos de estos esfuerzos han recibido críticas, las cuales pueden servirnos para determinar sus limitaciones y potencialidades. Este es el caso citado por Todo-rov acerca de la decisión del expresidente Nicolas Sarkozy de proponer a niños y niñas de último curso de primaria no permitir el olvido, activando la memoria con uno de los relatos de los 11 000 niños franceses víctimas de la Shoá (2008, p. 278). Las críticas se orientaron a preguntar sobre el uso del poder para determinar políticas educativas.

A continuación, se cuestionó de esta experiencia no tener en cuenta la edad de los niños, es decir, no atender a una psicología del desarrollo. A esto se suma que la iniciativa se centre en relatos y no contemple una compresión situada del acontecimiento (dimensión política). Desalojar de los procesos de aprendizaje la esfera política puede llevar a un apego emocional distorsionado. La propuesta del autor es partir de una reflexión con los niños acerca de las circunstancias que dieron lugar a los hechos, los motivos de los responsables y los medios que pusieron en práctica. Finalmente, Todorov advierte que estar ante la impotencia de niños víctimas nos puede llevar a pasar de una cultura de la empatía a una cultura del espectáculo y con ello alterar la simpatía inclusiva y ocultar las dimensiones morales y políticas de los daños.

Esta advertencia de Todorov es un llamado a la comprensión por la vía de la memoria, la cual, insistiremos, no se encuentra desprovista de emoción y se gesta e incorpora desde la misma infancia. La comprensión se constituye para Todorov en fuente de resistencia ante el silenciamiento de los hechos, pero también frente a una posible repetición de la atrocidad. Esta comprensión, que parte de las tramas narrativas de los supervivientes, permite develar y otorgar sentido a los acontecimientos ocurridos, que no es lo mismo que justificarlos, aclara el filósofo. También exige el beneficio de la compasión, pues si bien el sufrimiento de las víctimas no les demanda comprensión, sí requiere la compasión de los congéneres. En este caso, la comprensión se ancla en la sensibilidad y en la responsabilidad tanto legal como moral, a causa de nuestra pertenencia a la humanidad (Arendt, 1974).

Podríamos señalar, entonces, que formar en la compasión desde la infancia fortalece la cultura de la empatía y el amor cívico en la vida política. Asimismo, contribuye en la comprensión y, con ello, promueve la resistencia ante cualquier manifestación de insensibilidad moral frente a males extremos que hacen creer en momentos de colapso que la vida no vale la pena de ser vivida.

Cultivar las emociones: el lugar de la infancia

Atendiendo al propósito de este artículo en relación con situar las emociones en la vida moral y política y no en el plano teórico-abstracto, sin desconocer su importancia, partimos de reafirmar, tal como se ha expuesto, que estas se cultivan desde la infancia. Esto nos lleva a recoger, en este acápite, la arquitectura filosófica de las emociones, la relación entre emociones y mal y el valor de la sensibilidad ante relatos de las atrocidades. De esta manera, siguiendo los postulados de Nussbaum (2008, 2014), los atributos asociados a las emociones nos sirven para argumentar la relevancia de su cultivo y florecimiento desde la infancia. Aunque es preciso señalar que, si bien partimos del valor moral y político de las emociones, también reconocemos que estas están asociadas a estereotipos y estigmas que han dado lugar a fracturas en la vida moral y política y en las identidades individuales y colectivas (Goffman, 1959, 2006).

En consecuencia, tanto los atributos como los prejuicios asociados a las emociones nos permiten mostrar, siguiendo a Nussbaum (2006), las razones por las cuales es importante cultivarlas y protegernos y hacer resistencia a los agravios que estas puedan promover en la cultura política. Con ello, desmantelamos las vendas que nos han cegado frente al valor de las emociones y han ido imponiendo paulatinamente unas simbólicas del mal; simbólicas, siguiendo a Bauman (2015), cuya "crueldad radical" se representa en lo más profundo del mal: la insensibilidad ante el dolor y el sufrimiento.

Las emociones morales y políticas se cultivan desde la infancia, mediante los procesos de interacción, formación y socialización. Siguiendo los postulados de Nussbaum (2006), quien apoya su teoría en el psicoanálisis (Freud, 1978; Winnicott, 1965, 2006), la única emoción innata en los seres humanos es la vergüenza. Señala Nussbaum que, mientras se encuentra en el vientre, el bebé no siente ningún tipo de necesidad, por el contrario, experimenta una sensación de "completitud" que lo aleja de concebirse como un sujeto frágil, necesitado del amor y la compasión de sus congéneres.

Con el nacimiento, el bebé percibe una suerte de ruptura traumática con la madre, la cual trae consigo la aparición de las primeras necesidades: frío, hambre, sueño, entre otros. Dichas necesidades llevan al niño a experimentar, en palabras de la autora, una vergüenza primitiva, producto de la sensación de vulnerabilidad y exposición a la contingencia; sensación frente a la cual el amor y la protección de los padres o cuidadores resultan fundamentales.

Si bien, con el paso de los meses, los infantes empiezan a fijar su mirada en determinados rostros (vínculos iniciales), es solo con los primeros años de interacción social y afectiva que el niño logra ver a sus congéneres como sujetos en sí mismos, y no como máquinas encargadas de suplir sus necesidades. Esta vergüenza primitiva, resultado de la omnipotencia y de no verse como un ser con necesidades, entra en los procesos de socialización asociados a procesos de humillación y menosprecio. Por ello, indica Nussbaum, una sociedad debe inhibir la vergüenza y proteger a sus ciudadanos de ser avergonzados (2006, p. 28).

En consecuencia, los procesos de interacción social y afectiva empiezan a cultivarse junto con las emociones. Así, el niño puede aprender, gradualmente, el amor y la compasión derivados del cuidado y las prácticas de crianza recibidos de sus padres. De igual forma, gracias a estos primeros vínculos de solidaridad y corresponsabilidad, puede comprender que necesita de los otros, lo cual permite desdibujar los rezagos de la vergüenza primitiva. En el caso contrario, el niño puede llegar a cultivar la ira y el miedo, producto de la sensación de abandono y desprotección en el ámbito filial. En este caso, al verse arrojado al mundo sin ninguna clase de vínculo afectivo sólido, el infante, antes de reconocerse como un ser indefenso que necesita de los otros, desarrolla emociones asociadas a la fragilidad y contingencia.

Nussbaum (2010), siguiendo a Tagore (1971, 1982, 2011) y Mill (1972, 2004, 2009), señala que, junto con los procesos de socialización, aparecen el juego, las artes y las humanidades como mecanismos para cultivar y fortalecer las emociones. Este cultivo, siguiendo a la autora, se da a través de la imaginación narrativa o empática, entendida como la capacidad que tienen los seres humanos de extender su sensibilidad y comprensión frente a las situaciones de contingencia o fortuna que experimentan los otros. Imaginar lo que representaría estar en el lugar de otra persona en determinadas situaciones, no solo nos lleva a solidarizarnos con sus emociones, sino que también nos permite reconocer que podríamos vivir situaciones iguales o semejantes, pues todos somos frágiles.

Para la autora, el juego se convierte en un espacio potencial para establecer vínculos afectivos, pues promueve lazos empáticos y recíprocos mediante los cuales niños y niñas experimentan lo que representa vivir con otros sin ejercer formas de dominio y control. El otro, antes concebido por el infante como una posible amenaza, se convierte con el juego en fuente de curiosidad, lo cual promueve el desarrollo de actitudes sanas en el amor, la compasión y la vida política.

Por su parte, las artes y las humanidades, siguiendo a Nussbaum (2010, 2014), son las encargadas de nutrir y extender la capacidad de empatía. Los cuentos, el teatro, la danza, entre otros, permiten cultivar la comprensión a partir de la estimulación del propio mundo interior y de la sensibilidad ante los otros. Por ello, la autora señala como su aporte más relevante "el fortalecimiento de los recursos emocionales e imaginativos de la personalidad" (2010, p. 139). A través de la imaginación, se desarrolla la capacidad de sensibilizarnos frente a situaciones de vulneración por cuestiones de raza, género, experiencia intercultural, entre otros. Asimismo, se promueven emociones como la indignación, el amor y la compasión, para generar formas de resistencia ante dichas situaciones, atendiendo a criterios de igualdad y dignidad humana.

Podemos decir, entonces, que, si bien las emociones se cultivan y fortalecen de manera simultánea a las interacciones sociales que tienen los niños y las niñas desde los primeros meses de vida, es decir, comportan una historicidad, también guardan como atributo su carácter educable. De esta forma, educar en las emociones mediante la imaginación narrativa y empática permite reivindicar el lugar de los niños y las niñas en la esfera pública y distanciarlos de los estruendos de la guerra.

A manera de coda

Partiendo de los postulados de Hume en relación con las creencias, valoraciones, cualidades y percepciones de felicidad o agrado que contienen las emociones, se reconoce su importancia en la configuración de un "nosotros" o de una vida con y para los otros. A pesar de ello, estos postulados no gozan de un reconocimiento o ponderación en el plano de la vida comunitaria. Los filósofos de la moral y política (Smith y Rawls) advierten acerca de las consecuencias que tiene para una sociedad y para la personalidad moral de los ciudadanos la ausencia de emociones, por parte de sus congéneres, como la indignación y el resentimiento, ante situaciones de ultraje, vejación y crueldad. También señalan que una filosofía política debe estar acompañada de una psicología moral que reconozca el lugar de la infancia en los procesos de aprendizaje de las emociones.

Podría señalarse que nuestras concepciones de justicia con equidad, solidaridad y nuestra búsqueda de cooperación social, además de requerir condiciones de redistribución social, se relacionan con el cultivo y florecimiento de las emociones desde la infancia como parte del desarrollo humano y de nuestra formación para la humanidad. Por ello, ante situaciones de límite extremo, como los totalitarismos, dictaduras y conflictos armados, en las cuales la infancia se ha visto atrapada, las emociones se ponen en juego como forma de resistencia y emancipación, pero también de ocul-tamiento. Como resultado de este paradigma del mal expresado en el ocultamiento de lo humano, en las vulneraciones de derechos, en el enmudecimiento y en la aparición de una lógica de exacerbación de los daños, se instala una de las formas de inhumanidad más peligrosas: la insensibilidad o ceguera ante los daños.

Como salida a esta insensibilidad y a estas nuevas geografías simbólicas del mal, se nos impone la importancia de cultivar las emociones desde la infancia. Este cultivo fortalece la promoción de una cultura política inclusiva, que permite la comprensión y sensibilidad frente a nuestra común humanidad, en la cual se expresa asco, repugnancia, indignación y resentimiento ante hechos atroces y cualquier forma de estereotipo y estigma que fracture las identidades individuales y colectivas. Por ello, resulta imperante educar "ciudadanos del mundo" a través de la imaginación narrativa y empática, es decir, seres humanos capaces de vivir y amar en la diversidad.


* Origen de las subvenciones y apoyos recibidos para la elaboración del artículo: Este artículo de revisión se deriva de las investigaciones desarrolladas por el grupo moralia: Los residuos del mal en las sociedades pos-totalitarias: respuestas desde una política democrática. Colombia, España, Croacia, Alemania, Argentina y Chile. Ministerio de Economía y Competitividad de la Gobernación de España (2013-2016); Programa Escuela, Conflicto armado y Postconflicto en el marco del proyecto UAQUE. IDEP-Universidad Distrital (2015-2016); Geopolítica de las emociones en tramas narrativas de paz de maestr@s de instituciones públicas y privadas: altericidio y/o prácticas de cuidado. Universidad Distrital Francisco José de Caldas (2016)

Para Ricoeur, la filosofía y la teología han visto el mal como fuente de comprensión. En los ensayos de la Teodicea, indica el autor, a pesar de las diversas respuestas acerca del mal, se afirma en conjunto tres proposiciones: Dios es todo poderoso; Dios es absolutamente bueno; sin embargo, el mal existe. Afirma el autor que estas proposiciones expresan un estado "ontoteológico", lo que muestra la amplitud y la complejidad que tiene plantear una fenomenología de la experiencia del mal. Asimismo, indica que fue Kant quien introdujo el golpe más fuerte a la teología, al plantear el "mal radical", pues rompe con la idea del pecado original al señalar que el mal es una máxima suprema que sirve de fundamento subjetivo ante máximas malas relacionadas con el libre albedrío. En otras palabras, Ricoeur (2007) señala lo problemático que resulta la libertad humana.

1 En el campo de neurología, Damasio (2009) señala que las emociones son un conjunto complejo de respuestas químicas producidas por el cerebro ante un determinado estímulo. Los sentimientos, siguiendo al autor, resultan de la evaluación consciente que hacemos los individuos frente a las respuestas emocionales. En otras palabras, la emoción precede al sentimiento, pues posee una importancia biológica. En este artículo, hemos recurrido a la noción de emociones políticas, propuesta por la filósofa Martha Nussbaum (2014); noción relacionada con la cultura política, sin desconocer los desarrollos biológicos y psicoanalíticos que la autora planeta.

2 Pensador del siglo XVIII considerado como uno de los filósofos más influyentes en Inglaterra y en Escocia en temas relacionados con las pasiones. Fue considerado uno de los primeros pensadores que señaló que estas son medios de aprobación y desaprobación de las acciones morales. Para dar cuenta de esta tesis, propuso la noción de sentido moral, entendida como un esquema de recepción de la realidad propio de los hombres. Este autor plantea que la realización de las acciones morales se funda en el amor y la benevolencia, y no en el sentimiento de egoísmo, tal como lo planteaba Hobbes (Seoane, 2004).

3 En la teoría de la justicia, John Rawls reconoce en el aprendizaje moral los sentimientos, los cuales son necesarios para la comprensión y adhesión a los principios de la justicia, requeridos en sociedades ordenadas y equitativas. Para ello, el autor recurre a la psicología del desarrollo moral y a la tradición de la filosofía moral. Si bien, la psicología le permitió proponer los principios morales requeridos para alcanzar una justicia con equidad desde presupuestos cognitivos, también sus desarrollos conceptuales incidieron en la psicología moral de Kohlberg (1987).


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