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Investigación y Desarrollo

Print version ISSN 0121-3261On-line version ISSN 2011-7574

Investig. desarro. vol.27 no.2 Barranquilla July/Dec. 2019

 

Artículos de Investigación

EL CONCEPTO DE RIESGO EN ACTORES SOCIALES QUE HABITAN UNA REGIÓN DE ALTA VULNERABILIDAD

The concept of risk in social actors that inhabit a high vulnerability region

Verónica Gómez-Urrutia1 

Luis Cáceres Jara2 

Alex González Saavedra3 

1 Universidad Autónoma de Chile. Doctora en Sociología, University of Sussex, Reino Unido, Profesora del Centro de Estudios y Gestión Social de la Universidad Autónoma de Chile. vgomezu@uautonoma.cl

2 Magíster en Desarrollo Económico Territorial, Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Profesor en el Centro de Estudios y Gestión Social de la Universidad Autónoma de Chile. lcaceresj@uautonoma.cl

3 Profesor del Centro de Estudios y Gestión Social de la Universidad Autónoma de Chile. alex_gonzalez92@hotmail.es


RESUMEN

La gestión del riesgo es un concepto básico para alcanzar y mantener logros respecto del desarrollo humano. Sobre la base de la experiencia chilena, este artículo examina la construcción discursiva del riesgo como una manera de evaluar el grado en que se lo vincula explícitamente con la cuestión de modelos de desarrollo humano. Se utilizaron entrevistas en profundidad a actores sociales relevantes en este debate y análisis temático como herramienta analítica. Se percibe una despolitización de la idea de riesgo en los discursos, que presentan los riesgos asociados a determinadas matrices productivas como inevitables y limitan la discusión política a las consecuencias de los desastres antropogénicos, y no a sus orígenes. La naturalización del riesgo antropogénico invisibiliza su dimensión política y dificulta una gestión del riesgo centrada en sus impactos en el bienestar humano a largo plazo.

PALABRAS CLAVE: riesgo; desarrollo humano; análisis cualitativo

ABSTRACT

Risk management is a central concept for human development. Dwelling on the Chilean experience, this article examines the discursive elaboration of risk by relevant social agents, with the aim of establishing whether risk and models of (human) development are explicitly linked.

Methodology:

The paper is based on in-depth, qualitative interviews and discourse analysis as analytic approach.

Results:

The discourses are characterized by a non-politization of matters related to risk; that is, these appear mainly from the viewpoint of their consequences for human population, but their origins in human decisions.

Conclusions:

Risk, especially the type originated in human activity, is often stripped away of its political dimension, making difficult an effective risk management that could be centered in long-term human well-being.

KEYWORDS: risk; human development; qualitative analysis

INTRODUCCIÓN

Los dos primeros meses de 2017 estuvieron marcados por la irrupción de incendios forestales generados en múltiples focos de las zonas centro y sur de Chile, entre las regiones de Coquimbo y Los Lagos, con mayor intensidad en las regiones de O'Higgins, Maule y Bío-Bío. Distintas autoridades gubernamentales coincidieron en que el origen de los incendios fue antropogénico y, en varios casos, intencional. No obstante, la magnitud y la extensión de los incendios fue agravada por la combinación de condiciones naturales: viento, focos en zonas de difícil acceso, altas temperaturas ambientales y baja humedad. Estas últimas serían producto del cambio climático, que ha llevado al país a enfrentar lo que expertos consideran la peor sequía de los últimos cuatrocientos años (Muñoz et al., 2016). Los incendios afectaron directa o indirectamente a miles de personas, por pérdida de vivienda, fuentes de trabajo o ambas, algunas de las cuales fallecieron a causa del fuego y su impacto. La principal actividad económica de la zona, la agricultura y la silvicultura, sufrió pérdidas inmensas, entre ellas, la pérdida de importantes sectores de bosque nativo. Un estudio de la Corporación Nacional Forestal de Chile (Conaf, 2017) señala que 89 347 ha de bosque nativo fueron consumidas por los incendios, que representan el 17,24 % del total quemado.

Si bien este incendio ha sido catalogado como el peor de la historia chilena, no se trata de un evento aislado. La fundamental vulnerabilidad del país a este tipo de catástrofes ha quedado en evidencia en los incendios que durante los últimos años han afectado a la región de Valparaíso y otros, así como en los numerosos aluviones e inundaciones que han ocurrido en diversos puntos del territorio nacional. Junto con los movimientos telúricos propios de uno de los países más sísmicos del mundo, estos hechos ponen de relieve la necesidad de incorporar la gestión del riesgo como un elemento central en el modelo de desarrollo nacional. Si bien todos los individuos y las sociedades son vulnerables frente al riesgo, los desastres -naturales o provocados por la acción humana- no afectan de la misma manera a todas las personas, y no todas las comunidades se recuperan con la misma rapidez y efectividad. En un país como Chile, cuya geología y matriz productiva lo hacen propenso a experimentar catástrofes importantes de manera periódica, gestionar el riesgo con el propósito de disminuir las vulnerabilidades y aumentar la capacidad de las comunidades de volver a levantarse son fundamentales. Para ello, los objetivos y las estrategias de planeación territorial y la gestión del riesgo deben estar alineados bajo una misma política de gestión social del riesgo (GSR) y una misma concepción del riesgo. Esto es particularmente importante en comunidades con escasos recursos: como apunta el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2014), existen grupos de personas "estructuralmente vulnerables" que por razones de género, etnia, edad o localización geográfica son más vulnerables que otros (Salinas, Cevallos y Levy, 2020). Y una de las regiones más afectadas por los incendios forestales de 2017 fue el Maule, la cual históricamente ha tenido los índices sociales más bajos de Chile, junto con la Araucanía. Según el índice de desarrollo regional (Idere) elaborado por el Centro de Estudios Municipales de la Universidad Autónoma, la región del Maule se encuentran actualmente en la parte más baja de las regiones con nivel intermedio de desarrollo relativo, con un rango de 0,456 (en un rango que va de 0 a 1), solo superada por la Araucanía (0,418) (Instituto Chileno de Estudios Municipales [Ichem], 2017).

En ese marco, este trabajo busca levantar las concepciones que autoridades de Gobierno y representantes de organizaciones sociales de la región del Maule (centro-sur de Chile) tienen sobre el riesgo en sus respectivas comunidades y el manejo de situaciones que pueden convertirse en catástrofes. Desde el punto de vista teórico, este trabajo está basado en la teoría sobre desarrollo humano elaborada por Amartya Sen y sus implicaciones en lo que se refiere a las capacidades de resiliencia humana, respecto de mantener y profundizar los logros en el ámbito de las oportunidades de las personas de llevar una vida que tengan razones para valorar. Metodológicamente, el estudio se basa en un enfoque cualitativo. Se realizaron 20 entrevistas semiestructuradas distribuidas en las comunas de Constitución, San Clemente y Talca, aplicadas a autoridades regionales, provinciales y comunales, así como a jóvenes de las tres comunas. Las entrevistas fueron efectuadas a integrantes y dirigentes de organizaciones de jóvenes de las comunas participantes en la investigación, por los espacios que podrían ocupar en el escenario regional a corto y mediano plazo. La información levantada en las entrevistas se complementa con aportes recogidos en talleres efectuados en las tres comunas, particularmente en el campo de las ideas de proyectos planteadas por los participantes en los encuentros ciudadanos comunales.

RIESGO Y DESARROLLO: ¿UNA DISYUNTIVA REAL?

La idea de desarrollo humano, basada en la noción de que los órdenes sociales deben juzgarse por el grado en el cual promueven el bienestar de las personas, incluye, dentro de las libertades y opciones que se consideran básicas, lo que Sen (2000, 2010) denomina la seguridad protectora: mecanismos institucionales estables para afrontar situaciones de riesgo individual (cesantía o enfermedades catastróficas) o colectivo (desastres naturales, por ejemplo) que pueden socavar significativamente los logros que las comunidades han alcanzado en temas como salud, educación o participación en las decisiones que afectan a toda la comunidad. Ello supone que no todas las personas tienen los mismos recursos para enfrentar situaciones adversas (y, por tanto, los mecanismos estatales no tienen el mismo impacto en todos los grupos sociales). Incluso, una misma persona verá variar sus posibilidades de enfrentar riesgos a lo largo del ciclo de vida: típicamente, niños, niñas y adolescentes, y los adultos mayores, están en una situación de mayor fragilidad que los adultos. Los territorios son también importantes, por sus condiciones geográficas, su estructura productiva y la distribución de los asentamientos humanos.

En ese marco, el concepto de gestión del riesgo se desarrolla en la década de 1990 y reemplaza el concepto de administración de desastres o emergencias por el de manejo, reducción y disminución del riesgo. La creación en diciembre de 1999 de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNISDR, por sus siglas en inglés) señalizó un cambio en la terminología a nivel internacional que trasladó el eje de análisis desde la idea del desastre/emergencia (el daño y la pérdida) hacia la noción de riesgo, que es la potencialidad de daño y pérdida como algo que resulta evitable. De acuerdo con la Estrategia Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, la gestión del riesgo se define como "el proceso sistemático de utilizar decisiones administrativas, organizaciones, destrezas y capacidades operativas para ejecutar políticas y fortalecer las capacidades de afrontamiento, con el fin de reducir el impacto adverso de las amenazas naturales y la posibilidad de que ocurra un desastre" (PNUD, 2012, p. 14).

Esta definición presenta dos ideas esenciales: a) la gestión es un proceso, y no un fin último, y b) la gestión es tanto para reducir el riesgo existente como para evitar la generación de nuevos riesgos, con énfasis en la prevención y no solo en la superación de la emergencia. La lógica detrás de este enfoque es que en un contexto de "riesgo manufacturado", al decir de Beck (1998), en el cual a los desastres naturales inevitables (como los terremotos y las erupciones volcánicas) se suma un conjunto de condiciones riesgosas creadas por la acción humana, es indispensable desarrollar capacidades y estrategias que permitan evitar o reducir el impacto de estos fenómenos en las comunidades que los experimentan. Y ello significa contar con un conjunto de estrategias para pensar los riesgos específicos que enfrenta cada territorio, sus recursos y capacidades. Como apunta el Informe sobre desarrollo humano 2014 (PNUD, 2014), se trata de apuntar hacia un desarrollo humano resiliente, esto es, un estado en el cual los logros de las comunidades en áreas como salud, educación o protección ecológica no se vean constantemente amenazados o directamente mermados por los desastres. Típicamente, como ya hemos señalado, son las comunidades que más dificultad han tenido en lograr incrementos en sus niveles de desarrollo las que más dificultades tienen para recuperarse de un desastre (Thomas, 2011).

Otros autores acentúan el carácter político de la gestión de riesgo como un proceso (y no un conjunto de acciones aisladas) institucional y social que permite "la convergencia de políticas, actores, estrategias y acciones, alrededor de la eliminación de las condiciones y de la reducción de los elementos generadores de vulnerabilidad de las comunidades ante eventos potencialmente destructores" (Thomas 2011, p. 134). Esto implica que las acciones de prevención y control de daño deben ser discutidas y asumidas por todos los actores de la comunidad. Como proceso político, esto supone una definición común o, al menos, un proceso de negociación de sentido respecto de lo que se considera riesgoso y hasta qué punto es posible prevenir los impactos negativos de eventos adversos. Como apunta Thomas, la manera en que el riesgo es concebido y percibido en un territorio específico es determinante para establecer hasta dónde se está dispuesto a reconocerlo como evitable y a tomar las medidas de política pública necesarias para este efecto. En esta generación de definiciones comunes, la existencia o no de divergencias y contradicciones entre las prioridades económicas de la sociedad y las condiciones seguras de las comunidades es esencial, ya que muchas veces las propias fuentes de ingreso son también fuentes de riesgo: la minería trae consigo procesos de degradación ambiental que presentan el peligro de aluviones y contaminación de tierra y agua, entre otras; la actividad forestal presenta el riesgo de favorecer incendios y pérdida de suelos, lo cual implica una "negociación", en un contexto de claras asimetrías de poder, entre los actores, en que las comunidades locales están con frecuencia en el lado con menos recursos materiales y simbólicos (Santos y Martínez, 2015; Tagle, Caldera y Villalpando, 2015; Vacarezza, 2011).

Desde esta perspectiva, la gestión del riesgo supone buscar un punto de conciliación entre los sectores que aportan capital y empleos, que habitualmente cuentan con mecanismos de control de daño ante catástrofes como los seguros, con los intereses de protección humana de una población que no cuenta con dichos mecanismos. Con frecuencia, esto hace que los riesgos sean percibidos como el costo "inevitable" del crecimiento económico o como parte de una tensión entre los objetivos inmediatos de bienestar material y la potencialidad de generación de desastres que ciertas actividades productivas traen aparejadas. Estas tensiones se reflejan en el terreno de las políticas públicas y las propias opciones planteadas para el crecimiento económico de los territorios (Beltramino y Filippon, 2017; Arévalo-Peña, 2020).

La literatura sobre políticas públicas suele definirlas como una forma de intervención o acción sistemática del Estado en la sociedad, que busca alcanzar un estado de cosas predefinido en un área determinada, por ejemplo, en educación, en salud pública o en las familias. Es una orientación de acción estatal que busca mantener o cambiar una situación que ha sido definida como problemática por un conjunto de actores o que ha alcanzado altos niveles de prioridad en la agenda pública. No obstante, Anderson (2003), Sabatier (2007) y Kingdon (2003) observan que la formulación de políticas públicas es un proceso social y político en el cual una situación social se convierte en relevante como problema público. Así, el ingreso de estos problemas a la agenda política y la forma en que ello ocurre depende de un proceso de negociación que involucra a diversos actores de las sociedades política y civil. Tanto la definición del problema como las posibilidades de incluirlo en la agenda pública dependen de los recursos organizacionales, discursivos y de poder con que cuenten los actores, así como de las oportunidades políticas existentes. En este contexto, y siguiendo a Jobert (2005), la elaboración e implementación de las políticas públicas puede ser entendida como situada en un campo discursivo en el cual se construyen y reconstruyen las legitimidades sociales, lo que es justo o injusto, lo bueno y lo malo para determinados grupos y también para la sociedad. Se trata de un proceso que es resultado del conflicto y de la negociación de los diferentes grupos sociales con representación dentro del aparato público. Consideramos que las políticas de gestión del riesgo no son una excepción: el que se las integre (o no) en una mirada de largo plazo de planificación territorial, como parte de una estrategia de desarrollo de largo plazo, dependerá de cómo se resuelva la tensión entre la generación y distribución de los beneficios y riesgos de un determinado modelo de crecimiento económico, así como entre lo local y las estrategias de nivel nacional (Arévalo-Peña, 2017; de Armas-Pedraza, Gascón-Martín y Muñoz-Salazar, 2017; Tagle et al., 2015).

Desde esa perspectiva, este trabajo busca levantar las concepciones de riesgo que un conjunto de autoridades regionales y miembros de la sociedad civil portan, en un entorno específico: la región del Maule. Esta región es de particular interés, porque, por sus indicadores sociales, presenta altos índices de vulnerabilidad entendida, según la definición de la UNISDR, como la incapacidad de resistencia ante un fenómeno amenazante, o para reponerse después de que ha ocurrido un desastre. La matriz productiva de la región presenta riesgos particulares: por ser eminentemente agrícola es muy susceptible a los efectos perniciosos de sequías, heladas y otros fenómenos climáticos, y la silvicultura (especialmente el monocultivo del pino) la expone a la constante amenaza de incendios forestales. La región es también una de las más desiguales respecto de la distribución del ingreso, según los datos de la encuesta de caracterización socioeconómica nacional (Casen) 2015, la más reciente de que disponemos (Ministerio de Desarrollo Social, 2017). En este entorno que parece particularmente frágil en términos sociales, este estudio busca entender cómo un conjunto de actores relevantes concibe la noción de riesgo y cómo se ven a sí mismos en la tensión entre una matriz productiva potencialmente riesgosa y el desafío de lograr establecer un modelo de desarrollo más inclusivo y sustentable (Tagle et al., 2015).

METODOLOGÍA

Para la realización de este estudio, se escogió el enfoque cualitativo, en el entendido de que permite al analista recoger información de naturaleza lingüística acerca de las experiencias y percepciones personales de los informantes, porque, en este caso, interesa particularmente establecer las percepciones que -más allá del discurso oficial- puedan tener los actores y que establece un marco interpretativo para decisiones y acciones. Como técnica de recolección de información, se eligió la entrevista semiestructurada, que tiene el objetivo último de acceder a la perspectiva del sujeto estudiado: comprender sus categorías mentales, sus interpretaciones, sus percepciones y sus sentimientos, los motivos de sus actos desde una narrativa guiada, pero flexible (Wengraf, 2004). Esto es crucial para que los informantes puedan introducir los elementos que, desde su propia experiencia, condicionan las decisiones.

En términos de selección de informantes, se optó por lo que Flick (2004) ha denominado "de variación máxima" de la experiencia: por una parte, autoridades políticas de la región que tienen relación directa con cuestiones asociadas al riesgo o con políticas asociadas a la integración (productiva y social) de grupos en situación de particular desventaja, como los jóvenes y las mujeres. Este grupo, del cual participaron ocho informantes, representa el extremo de un continuo de poder decisorio, en el cual puede incidirse en los factores de contexto y las respuestas frente al riesgo. En el extremo opuesto, se sitúan las organizaciones de jóvenes como un grupo con escaso poder decisorio desde lo formal, pero que debe tomar decisiones cruciales respecto de su integración -o no- en el actual modelo de desarrollo y matriz productiva, y que, a mediano y largo plazo, deberá participar en instancias en las que se construirá el perfil de riesgo de sus respectivos territorios. Además, son ellos los que tienen una inserción más precaria en el modelo agroexportador que constituye la base económica de la región (Vásquez y Vallejos, 2014), pero que heredarán sus consecuencias. Como criterios de inclusión para este grupo, se fijaron los siguientes: edad entre 18 y 30 años1, vivir en la región del Maule y tener un cargo directivo elegido por pares en organizaciones de base de la región. Doce dirigentes de ambos sexos aceptaron tomar parte en este estudio. En todos los casos, los participantes recibieron un formulario de consentimiento informado, en el que se especificaba el carácter anónimo, confidencial y voluntario de la entrega de información.

Para el análisis de la información recabada, se utilizó un modelo basado en el análisis temático (Braun & Clarke, 2008; Walsh et al., 2019), para, inicialmente, realizar un proceso de codificación abierta. Luego, los temas y las ideas recurrentes fueron consolidados en una lista de categorías, con la finalidad de establecer patrones de recurrencia en los discursos, así como posibles puntos de comparación entre los grupos entrevistados (Saldaña, 2009). El análisis también consideró la emergencia de temas o ideas inicialmente no consideradas desde lo teórico como categorías emergentes. Posteriormente, las listas de categorías fueron reordenadas axialmente y tomaron como categoría eje la de riesgo, en las dos vertientes identificadas por los informantes: los de origen natural (como los sismos y las erupciones volcánicas) y aquellos que se originan de manera predominantemente humana (o antropogénicos), como los incendios, los aluviones producidos por deforestación o la contaminación del agua, aire o suelo, y cómo estos riesgos se relacionaban con otras prioridades de las comunidades humanas, tales como la existencia de empleos, un medio ambiente libre de contaminación o la disponibilidad de servicios básicos, en el entendido de que muchas veces esta es la disyuntiva que muchas comunidades deben enfrentar: acoger actividades productivas que se considera traerán empleo e inversión en infraestructura, pero también riesgo (Santos y Martínez, 2015; Tagle et al., 2015).

La misma matriz fue construida para cada uno de los grupos -autoridades y miembros de organizaciones juveniles- a fin de comparar los temas, asociaciones y presencias/ausencias en los discursos, que nos permitieran establecer puntos de convergencia y divergencia entre ambos grupos.

RESULTADOS: CONSTRUIR EL RIESGO

Una primera constatación en torno a la categoría de riesgo es que - como ya señalamos- ambos grupos de informantes reconocen una distinción clara entre riesgos predominantemente naturales y los de origen antropogénico. Los primeros son percibidos claramente como mucho más difíciles de prever y de afrontar, en la medida en que sus causas suelen escapar al control humano. Frente a ellos, solo cabe esperar y prepararse para mitigar los daños que puedan provocar. Sin embargo, frente a los riesgos que tienen su origen en la actividad humana, también se percibe una cierta inevitabilidad: aunque se menciona la posibilidad de manipular sus causas, no se plantea una estrategia clara para incidir en el origen. Los siguientes extractos ilustran esta idea:

Entiendo el riesgo como toda situación que puede afectar a las comunidades ya sea por la naturaleza o por el hombre [...] aunque a veces es difícil distinguir. [Por ejemplo] la primera política que se hizo años atrás es llegar con electrificación a todos los sectores, nuestra comuna [que es rural] tiene el 100 % de la cobertura de electrificación [...] todas las comunidades de dos, tres, viviendas tienen su electrificación, está clara [la necesidad] pero eso ahí te pone al tiro el riesgo de un accidente [a causa de] un temporal o un incendio. (representante sector público)

[Riesgo natural ocurre cuando] ni barrera, ni nada que hagamos [los seres humanos] vamos a detener la naturaleza y los [riesgos antropogénicos] que hacemos nosotros por mala información. empezando [por decir] que ya sabemos que el río, por ejemplo, aquí se sale, no hay que construir cosas a la orilla, lo que se dijo, pero ahora igual hay casas en la orilla, que son un peligro de riesgo, de alto riesgo, porque el río es impredecible. (representante organizaciones sociales juveniles)

Desde los discursos, en los riesgos derivados de la naturaleza, se ve su impacto desde la característica de ser impredecibles, puesto que puede acontecer en cualquier momento y lugar; con frecuencia, sin dar tiempo a una reacción humana efectiva. Los riesgos derivados de la acción humana, por el contrario, se asocian a situaciones predecibles, por ejemplo, el deterioro medioambiental o el calentamiento global, frente a los cuales se podría tomar medidas, pero que están asociados a la satisfacción de otras necesidades humanas, como la vivienda o contar con electricidad, que se ponen en tensión con la idea de que hay que dejar márgenes para los ciclos naturales.

Desde el punto de vista de sus efectos o consecuencias, nuestros informantes no establecen una distinción clara: ambos tipos de riesgo pueden llegar a involucrar a un número significativo de personas, lo cual trae consecuencias que transitan desde una reorganización familiar hasta una redistribución de recursos públicos para enfrentar estas instancias, en desmedro de otras necesidades urgentes, como la salud. Sí se reconocen los impactos diferenciados, y los diferentes niveles de vulnerabilidad que presentan las personas de acuerdo con la etnia, la condición urbano/rural -esta última una de las más desprotegidas- y el género. Con todo, de manera notable, en ninguno de los grupos se elabora la relación entre riesgo y la matriz productiva de la región, incluso en aquellos casos en que se reconoce que el mismo carácter de algunas actividades presenta riesgos inherentes, como es la actividad silvícola y los incendios, o la degradación del suelo producida por contaminación o monocultivo de algunas especies.

Lo anterior, creemos, explicaría que respecto de las estrategias poner los procesos productivos en el centro de la discusión es una opción que no aparece explícitamente en los discursos, como muestran los siguientes extractos:

La naturaleza siempre se va a cobrar lo que es lo suyo. la situación actual que tenemos es que en realidad se parcha todo, podríamos decir que no se arregla, lo estamos parchando pero más que nada en sectores vulnerables, porque ahí hay una cuestión de que luego te dicen: Es que si no hay bosque [plantación forestal], no hay trabajo. (Representante organizaciones juveniles)

Hay que tener las condiciones previas para tratar de mitigar efectivamente [los riesgos naturales] para que los daños que ese riesgo genere sean menos de los que uno esperaría. No se trata solo de que la gente deje de ser descuidada y prenda fuego como accidente, la gente construye cerca del bosque [plantación forestal], porque de repente no tiene dónde más hacerlo o porque, ya que trabaja en eso, tiene sus arbolitos [pequeña plantación forestal], para ganar sus luquitas [dinero], pero eso como que no se habla. (Representante organizaciones juveniles)

Los desastres naturales son riesgos que no son controlables por acción nuestra [...] nosotros nunca hemos visto enfoques distintos [de la mera reacción] para enfrentarnos a una emergencia o a un desastre natural: siempre operamos desde la lógica de ejercicios preventivos […]. Nunca hemos tenido, que yo por lo menos sepa, en Chile una preparación para entender una contingencia de esa naturaleza como una oportunidad, una oportunidad de cohesión social, de reconstrucción de tejidos sociales, de repensar el territorio desde [la perspectiva de] cómo se organiza, como se produce [la riqueza]. (Representante sector público)

Como puede apreciarse en las citas, la prevención se focaliza en la reacción oportuna frente al desastre, más que en un análisis del tipo de riesgo inherente a un determinado tipo de actividad productiva. En esa lógica, nuestros informantes reportan que los esfuerzos más visibles se han centrado en la cuestión de educar a las personas para evitar prácticas que impidan un manejo efectivo de los riesgos ya existentes, que se asumen como dados. Por supuesto, la educación es una parte crucial de cualquier estrategia y no se cuestiona su importancia. El punto es que, sumado a la visión de una cierta inevitabilidad, aparece en los discursos como una estrategia más bien reactiva frente a la emergencia que no se plantea en un horizonte de futuro: saber más cómo reaccionar que cómo abordar las causas estructurales del fenómeno cuando ello es posible. Por ejemplo, los incendios forestales, un riesgo eminentemente producido por los seres humanos, se vinculan a los "descuidos", a la falta de conocimiento de la población respecto del manejo de fogatas u otras instancias que puedan ocasionarlos, pero no se menciona el riesgo inherente que representa tener plantaciones forestales hasta el borde mismo de la carretera, a veces cerca de cables de tendido eléctrico o muy cerca de asentamientos humanos. O el manejo del agua en un contexto de sequía, que podría hacer necesario replantearse una estrategia de largo alcance para conservar este recurso.

Desde esta perspectiva, la capacidad de la ciudadanía para organizarse respecto de generar una respuesta frente a la emergencia aparece en los discursos como parte de una estrategia posible, que está mediada por una condición interviniente -la baja participación organizada de la ciudadanía para presionar por entornos más seguros- propia de contexto político: el excesivo centralismo del Gobierno chileno2. Respecto de la primera, la consideramos una condición interviniente, porque aparece en los discursos como un factor potencial que ayuda a explicar que, si bien se considera como parte de una estrategia deseable que la ciudadanía se organice, en general, ocurre de manera muy variable y, nuevamente, de modo más bien reactivo. Las siguientes citas ilustran esta visión:

La cosa es que tiene que profundizarse más en eso [la participación ciudadana] debido a que no estamos preparados, tristemente no estamos preparados, a pesar de ser uno de los países más sísmicos y volcánicos del mundo, no están preparadas las personas, la ciudadanía en general, ante un caso de una catástrofe. Porque aquí todo se decide desde Santiago [capital del país], donde, claro, hay terremotos, pero no hay plantaciones forestales, no hay falta de agua3, nadie vive en un palafito, entonces es fácil pensar: Ya cuando pase [ocurra la catástrofe] lo vemos. (Representante organizaciones juveniles)

Cuando pasa [una catástrofe] ahí uno está atento, pero cuando no ha pasado hace tan. hace poco [tiempo], no se tiene en cuenta. Yo creo que hay un poco de cómo decirlo, de sobreprotección o algo así, porque la gente se acostumbra a que todo llegue decidido de Santiago, del Ministerio, de la Gobernación, y a pedir cuestiones superconcretas, otro carros bomba, qué sé yo. que no digo que no sea importante, pero es siempre algo que lo deciden otros y no las [comunidades] afectadas. (Representante organización estudiantil)

[Creo] que cada vez la clase política se va distanciando más de lo que es la gente, la ciudadanía, de donde emerge en definitiva el poder. Este poder lo entregan a estos señores, a estos parlamentarios, que casi nunca están [viviendo] en el territorio, ellos me tienen que representar a mí. Entonces ahí se produce una disociación y eso, para mi gusto, multiplica el riesgo de manera evidente si se distancian esos dos grupos. (Representante sector público)

De la mano de lo que se considera una baja capacidad de participación ciudadana, tanto las autoridades y el Gobierno como los miembros de organizaciones juveniles consideran lo que se identifica como el excesivo centralismo de la Administración chilena, una condición de contexto que dificulta una respuesta más apropiada a las necesidades y los riesgos del territorio. En parte, no menor, porque, si bien los informantes identifican mecanismos institucionales para la participación en las decisiones públicas, estos no aparecen como espacios reales de incidencia en un contexto en el que el escenario económico y productivo se ve como "dado" por actores económicos y políticos con intereses a nivel nacional. Disminuir el centralismo administrativo, que impediría a las regiones un manejo más eficiente de sus recursos, es una demanda de larga data de los gobiernos regionales (Ichem, 2013; Thayer, 2011). Sin embargo, en ausencia de una discusión más amplia respecto de las matrices productivas y los riesgos que acarrean para los territorios, las estrategias preventivas resultan necesariamente limitadas. El traspaso de poder real hacia los niveles de gestión local se percibe como una forma de atraer recursos y capacidades de gestión más cerca de las comunidades, cuestiones que, sin duda, son de suma importancia. No obstante, el origen del riesgo vinculado a las actividades productivas, en último término, no aparece en el horizonte de lo que los ciudadanos pueden discutir en un espacio de incidencia real. Como lo plantea uno de nuestros informantes de organizaciones juveniles:

[Creo] que aquí priman los intereses privados de los grandes empresarios. Es concreto, vámonos [al caso] a la celulosa x. ahí la deforestación [es visible] cuando uno va a la playa, camino a la playa podemos ver lo feos que se ven los pinos y los eucaliptos [plantaciones forestales] porque crecen en 10 años y ya va a tener un cerro completo [a corto plazo] ¿Qué pasa con los árboles nativos, que se demoran cientos de años en crecer? Entonces, es un negocio. Y eso no se discute. (Representante organización estudiantil)

Te pongo un ejemplo: somos igual una zona comuna turística y generalmente los desastres les pasan paradójicamente a la gente de la localidad y no en zona de turistas, que es algo superextraño… eso te indica que las personas [que tienen poder de decisión] no están atentas a las necesidades de las personas [locales], a velar por la seguridad de la comunidad, si no hay un negocio de por medio. (Representante organización cultural juvenil)

Desde los discursos, la relación con la ciudadanía aparece como siendo de carácter más bien informativo y educativo, como una forma de reaccionar frente a una emergencia para mitigar las pérdidas materiales y humanas. Esta relación se verifica tanto en las autoridades como en las organizaciones juveniles, aunque estas últimas proporcionan una visión más crítica de la relación entre riesgo y estrategias para el crecimiento económico. En este sentido, la cuestión del riesgo presentaría un bajo nivel de politización, según la definición que de este término da el PNUD (2015): esto es, no se ha incorporado al campo de lo político, en tanto espacio de las decisiones colectivas, como argumentaremos a continuación.

DISCUSIÓN: ¿POLITIZAR EL RIESGO O ARRIESGAR LO POLÍTICO?

Como observamos arriba, la naturalización del riesgo, esto es, la idea de que tiene un carácter inevitable, si bien tiene un correlato real en situaciones como las erupciones volcánicas o los movimientos sísmicos, adquiere una dimensión mucho más política cuando se consideran los riesgos producidos por la acción humana. Los riesgos presentados por la naturaleza tienen una dimensión política que aparece, por ejemplo, en las demandas por mayores recursos y márgenes de decisión en cuanto a la respuesta frente a las emergencias. Los riesgos antropogénicos, por su parte, tienen una dimensión anterior que se relaciona con su origen y, particularmente, cómo se distribuyen los beneficios y los costos de asumir determinados riesgos. Como señalamos al inicio de este trabajo, la gestión del riesgo supone buscar un punto de conciliación entre los sectores que aportan capital y empleos, usualmente mucho mejor preparados para enfrentar posibles pérdidas, con los intereses de largo plazo de quienes habitan el territorio por alcanzar y mantener niveles de desarrollo humano aceptables.

Desde esta perspectiva, la naturalización del riesgo antropogénico invisibiliza esta dimensión, por cuanto se lo concibe como algo cuyo origen está fuera de la discusión política. Como quedó revelado en los incendios forestales de 2017, entre otros eventos catastróficos, lo que está en juego para la población no es solo el crecimiento económico, sino la posibilidad de definir sus propios niveles de resiliencia: como apunta el Informe sobre desarrollo humano 2014, la erradicación de la pobreza y la vulnerabilidad no es solo cuestión de "llegar a un punto cero", sino también de permanecer allí. Esto implica que las personas tengan opciones relativamente sólidas para mantener los logros en educación, salud e ingreso que han alcanzado, de manera que puedan avanzar con sus comunidades en un contexto en el que el riesgo sea reconocido y manejado. Y, para ello, es necesario que la comunidad esté organizada para responder a las emergencias, pero también para participar en las decisiones referidas a la distribución de costos y beneficios de una determinada actividad productiva. Así, es necesario politizar la discusión del riesgo respecto de ampliar la discusión pública y el involucramiento ciudadano (Díaz, 2018; Toscana y Fernández, 2017).

Lo anterior requiere no solo desnaturalizar la percepción del riesgo antropogénico que portan nuestros informantes, sino también fortalecer las capacidades asociativas de las comunidades en esta materia. La falta de organización ciudadana reportada por nuestros informantes tiene un correlato real: tanto los datos del PNUD (2015) como de la Encuesta Nacional Bicentenario 2016 (Universidad Católica, GfK Adimark, 2016) muestran que en Chile existe una muy baja pertenencia a organizaciones comunitarias, asociaciones voluntarias y otras organizaciones de base de la sociedad civil. Y, a pesar de que los chilenos continúan valorando la democracia como la mejor forma de gobierno (6 de cada 10, según datos del PNUD, 2015), se muestran cada vez más críticos respecto de su funcionamiento: de acuerdo con dicha encuesta, un 69 % de los encuestados cree que sus ideas están "poco o nada" representadas en el Gobierno local, esto es, la municipalidad.

Ello representa un desafío en torno a la construcción de definiciones consensuadas sobre lo que significa el riesgo, cómo enfrentarlo y los costos que las comunidades estarían dispuestas a asumir, lo cual dificulta una gestión efectiva (Toscana y Fernández, 2017). En este contexto, los actores tienen el desafío de enfrentar el problema de una manera nueva, particularmente considerando que el número de personas que declaran no sentirse identificados con ninguna tendencia política ha aumentado notablemente en la última década (PNUD, 2015; Universidad Católica, GfK Adimark , 2016). Por ello, la discusión puede entrar en conflicto con modelos económicos y productivos que sí se plantean a lo largo de líneas político-partidistas. En otras palabras, politizar el riesgo -en el sentido de someterlo a la discusión y al ámbito de las decisiones colectivas- significa asumir el desafío de cuestionar otras definiciones que sí se perciben como incluidas en el ámbito tradicional de la política.

CONCLUSIONES

Desde un modelo de desarrollo caracterizado por medir su éxito respecto del aumento de la capacidad de las personas para formular y llevar a cabo planes de vida autónomos, esto es, que, al decir de Sen (2000), se tengan razones para valorar, la gestión del riesgo resulta un factor clave como mecanismo de distribución de los beneficios y de las vulnerabilidades implícitas en la matriz productiva de un determinado territorio. No obstante, y de acuerdo con los datos aportados por esta investigación, el campo discursivo en el cual se sitúa hoy la discusión del riesgo aparece circunscrito a las reacciones posibles frente a situaciones que se ven como inevitables, porque son parte de un modo de organizar económicamente el territorio y las oportunidades de vida que este presenta, que no está abierto a la discusión pública. El caso de las plantaciones forestales es un ejemplo de ello: con las grandes empresas forestales (o mineras), suele llegar una mejoría en las oportunidades de empleo o en la infraestructura disponible (caminos, electricidad), pero también la posibilidad de incendios o el uso inequitativo de los recursos hídricos. Así, para las comunidades locales, la cuestión aparece como una disyuntiva entre la mejoría de las condiciones de vida a corto plazo y la convivencia constante con el riesgo en el territorio.

En nuestro estudio, y en concordancia con otras investigaciones (De Armas-Pedraza el al., 2017; Santos y Martínez, 2015; Tagle et al., 2015), podemos advertir que los actores están conscientes de la precariedad del entorno y de las amenazas que los rodean, pero la falta de otras opciones visibles en sus horizontes de futuro divide, especialmente, a los jóvenes, entre la necesidad inmediata de labrarse un futuro y la gestión de los riesgos asociados a determinadas actividades productivas.

En este escenario, los discursos muestran una tendencia a mirar las respuestas posibles de la sociedad de una manera más bien reactiva, de modo de anticipar una catástrofe que está siempre en ciernes en la medida de lo posible, o paliar las consecuencias de los desastres una vez que estos ocurren. La gestión local del riesgo, que supone -como plantean nuestros informantes- conocer mejor las características del territorio, vivir en él, sería también un elemento importante para aumentar las capacidades de resiliencia de las comunidades, particularmente en contextos en los cuales la respuesta estatal se ve como lejana o inadecuada (Toscana y Fernández, 2017). En el caso que nos ocupa, tanto los jóvenes como los representantes del sector público plantean esta disociación entre las preocupaciones del Gobierno central y las necesidades de los territorios, particularmente cuando estos son vulnerables y cuentan con poca capacidad para representar organizadamente sus intereses y preocupaciones, como sería el caso de las comunas analizadas en este estudio.

En este último caso, la gestión del riesgo debe incluir discusiones participativas respecto de los peligros inherentes a toda actividad productiva, y como estos se equilibran (o no) con los beneficios que pueden traer a sus respectivas comunidades e, incluso, cómo unos y otros se distribuyen dentro de las comunidades. Mientras ello no ocurra, serán precisamente las comunidades más vulnerables las que continuarán asumiendo una parte desproporcionada de los riesgos de actividades económicas que se justifican, quizá paradojalmente, por aportar bienestar al territorio. La naturalización del riesgo -en particular el antropogénico- invisibiliza su dimensión política y dificulta una gestión del riesgo centrada en sus impactos en el bienestar humano a largo plazo.

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1 Esto, porque los 30 años son el criterio asumido por el Instituto Nacional de la Juventud de Chile para delimitar demográficamente la etapa de "adulto joven".

2Chile es un Estado unitario, que se divide administrativamente en 15 regiones, que son las divisiones territoriales superiores del país. El Gobierno Regional (GORE) está constituido por un intendente, designado por el presidente de la república, aunque su organismo asesor —el Consejo Regional o CORE— sí es electo directamente.

3En el momento de recogerse estos testimonios, la sequía no había afectado el suministro de agua de Santiago, situación que cambió en diciembre de 2019, cuando el Gobierno anunció la posibilidad de racionar el agua para consumo humano en la capital.

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