SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue31From "Nostalgia for Classic" to "The End of Classic as Nostalgia": Winckelmann and BurckhardtFalse Assumptions of the Problem of Personal Identity. From Personal to Narrative Identity. author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.31 Medellín Jan./June 2005

 

EL ARTE DIONISIACO

Anotaciones sobre el arte en algunos escritos póstumos de

Nietzsche*

Por: Carlos Vásquez Tamayo

Universidad de Antioquia

teseo@epm.net.co

 

Fecha de Recepción: 26 de noviembre de 2004

Fecha de aceptación: 10 de febrero de 2005

 

Resumen. El artículo desarrolla cuatro asuntos que recogen la interpretación nietzscheana del arte y la posición central que esta actividad ocupa en la superación del nihilismo y la transvaloración de todos los valores. Esos temas son: el sentimiento de embriaguez; la tensión fuerza - forma; las nociones 'clásico' y 'romántico'; lo trágico. Todo ello en función del carácter dionisiaco de dicho arte, central a la hora de determinar el valor afirmativo que esta actividad y el carácter de apariencia de la realidad a la que apunta.

Palabras clave: arte, apariencia, fuerza, forma, romántico, clásico, trágico, dionisiaco, apolíneo.

Dionisian Art. Notes on Art in some posthumous writings of Nietzsche.

Summary. The article dwells on four themes that sum up Nietzsche´s interpretation of Art and it also dwells on the central position that this activity has in the overcoming of nihilism and the transvaluation of all values. These themes are: the feeling of drunkenness, the tension between force and form, the notions of “classic” and “romantic”, and that which is tragic. It is all done in relation to the dionisian character of Art, which is a corner stone to determine the affirmative value of it as an activity and to determine the character of “appearance of reality” to which it points out.

Key words: art, appearance, force, form, romantic, classic, tragic, dionisian, apolinean.

 Embriaguez

A fin de distinguir un arte clásico de uno romántico Nietzsche introduce (VP, 841) un matiz acerca de los motivos de crear: por un lado, el deseo de ser riguroso, de “eternizar”. Por el otro, el deseo de destruir, cambiar, “devenir”. ¿Cómo hacer para que estos dos deseos no caigan en lo equívoco, a la hora de determinar valores estéticos? Nietzsche se vale de una distinción de tipos: dado que, “por un lado”, el segundo deseo, puede expresar la exuberancia de las fuerzas, ser signo de una constitución pletórica (activo). Pero, “por otro lado”, puede expresar debilitamiento y ser signo de un resentimiento que obliga a destruir lo que se odia (reactivo).

Del mismo modo el primer deseo, la voluntad de eternizar y dar forma: expresión de amor y gratitud y signo de un natural floreciente (activo). Pero, tal vez, de un sufrimiento exacerbado en alguien que necesita imprimir su sello tortuoso (reactivo).

Al primero Nietzsche lo denomina artista dionisiaco y le atribuye a su arte el carácter de clásico. Al segundo lo denomina pesimista y su obra asume el carácter romántico. Las cosas, en asunto de tipos, pueden llegar a estar muy mezcladas y Nietzsche se esfuerza por hacer visibles las distinciones.

Este análisis tipológico se apoya en lo fisiológico. Hallamos en “la embriaguez” el impulso propio del crear. Es un sentimiento de voluptuosidad que, según Nietzsche, se materializa tanto en la creación dionisiaca como en la apolínea. La distinción es de frecuencia, ritmo, coloración, tal vez de intensidad. El diferencial se marca también en las formas. 

Tal impulso alcanza su perfección en el reposo. Luego de un retardar las formas del tiempo y del espacio (VP, 793). Se torna allí visión, contemplación de la forma perfecta medida en belleza. El reposo no significa una supresión de aquel estado sino su equilibrio y armonización.

En esa plenitud la embriaguez llega a la cima y se convierte en lúcida sensualidad. Espiritualización extrema de los sentidos, agudización de los poderes de la visión (VP, 794). El impulso llevado a la cumbre, que reposa en la forma simple y abreviada, es lo clásico. No es concebible un sentimiento mayor de poderío.

La conciencia, encargada de abreviar y que se afirma en los convencionalismos, adopta la forma de conciencia embriagada. El sentimiento de embriaguez no es un estado sino una variación; un querer y aspirar a más. En presencia de lo nuevo la fuerza creadora aumenta, de tal modo que este aumento es creación de lo nuevo.

La belleza es signo de una victoria. Cuando ello se da, las formas se coordinan, las violencias se armonizan. El aumento de las fuerzas se traduce en simplificación. A este “vértice de la evolución” Nietzsche lo llama “arte del gran estilo” (VP, 794). Y a la inversa, lo feo apunta a lo descoordinado, lo inarmónico. Resulta del rebajamiento de las fuerzas. La belleza es signo del enaltecimiento de un tipo. Lo feo de su rebajamiento.

El placer propio de la embriaguez proviene del sentimiento de poder. Signos de ese estado: la amplitud de la mirada, el desinterés por el detalle; la capacidad de penetrar por adivinación, de comprender de golpe y sin mediar el análisis (VP, 794). En suma, el acrecentamiento de la inteligencia sensual.

El aumento de fuerza induce a la danza. Ejemplo por excelencia de un arte embriagado. Plenitud en el movimiento, exactitud en ascenso y caída. La fuerza aumenta en el placer de hacerla visible. Los estados de elevación se contagian unos a otros. Se crea una cadena de comunicación que pasa de un ser a otro (VP, 794). Las imágenes del uno se convierten en sugestión para el otro. Llegan a cruzarse incluso cosas que en condiciones normales permanecen separadas: la compasión y la crueldad, el impulso religioso y el sexual (VP, 794).

La embriaguez es el impulso a partir del cual puede determinarse el valor de un artista. Es de allí de donde extrae un poder ver, más pleno y más simple. La embriaguez comunica perfección, a fin de que las cosas reflejen la plenitud de la fuerza conformadora (VP, 795).

Estas, a su vez, son espejo de la alegría de vivir. El arte transfigura. Agrega algo, imprime su sello. El arte es el gran estimulante. La embriaguez se emparienta con el impulso sexual y la crueldad. Suelen ir juntas cuando una comunidad se introduce en la fiesta (VP, 795).

El estado estético es definido por Nietzsche como “la mezcla de estas delicadísimas gradaciones de sentimientos de bienestar animal con deseos” (VP, 795). El sentimiento estético es propio de naturalezas desbordantes. Aquellas que rebasan la exigencia conservadora. La fuerza primordial del arte radica en el dar (VP, 795). Se trata de un estado de prodigalidad. Que no es un gasto sin tasa, sino regulado por su constricción propia. Tensión entre dar y estar constreñido. De lo que brota la perfección. En la que se consuma el estado de ensanchamiento de la fuerza. El acrecentamiento de la riqueza que resulta de dar.

La vida de golpe se ha intensificado. El arte hace entrar en el dominio de la intensidad. En la forma de un dominar. La embriaguez transfigura al artista: lo convierte en alguien más perfecto. Eso pasa “en realidad”, ese incremento de vida, esa variación en la consideración del valor.

El arte falsifica y así glorifica. No se reduce a imaginar la gloria, la lleva a cabo. A causa de él se desplazan los valores. El principio mismo del que brota el valor es el arte. Por eso Nietzsche habla a artistas al plantear el delicado tema de los valores. En esto el artista asume la tarea de crear valores.

El artista crea y cree en lo que da. Con una actitud que no tiene nada de piadosa. Es una creencia desprendida. Que no mistifica la criatura. Las obras de arte actúan como sugestión. Ello, según Nietzsche, sólo para el artista: aquel que en el hacer y en el observar es artista, es decir, que está bajo el influjo de esa intensificación. La idea de un observador “profano” es un contrasentido (VP, 804).

Las artes tienen el efecto de un tónico: aumentan y dilatan las fuerzas comprometidas en el crear y contemplar. Intensifican la inteligencia sensorial. Agudizan a su vez la memoria.

Las sensaciones se acercan, se comunican, se contagian. Por encima de las distancias temporales (VP, 804). Sólo alguien así puede con justicia determinar el valor de lo bello. Su instinto juzga de ese modo. Y también su intelecto. Aquel haciendo gala de rapidez y precipitación. Éste, en un tiempo más lento y profundo (VP, 798).

Desde ambas perspectivas el instinto de lo bello dice sí y el de lo feo no. El instinto es motor de sus juicios. Lo bello exalta y tonifica. Surge de la exaltación. Lo feo deprime y adormece. Surge de la depresión.

Hace parte del estado de embriaguez de lo estético la intensificación de los poderes de la comunicación (VP, 804). El arte apunta a lo abierto. Aquel estado de trasvase, disposición a entrar en otro ser, propensión a comunicarse con libertad rompiendo los límites del individuo.

A su vez, del estado de embriaguez podemos derivar una hipótesis acerca del origen del lenguaje. Al artista embriagado todo se le vuelve signo. Los medios se multiplican, los canales de comunicación se abren. Dice Nietzsche que “el estado de ánimo estético es la fuente del lenguaje” (VP, 804). El lenguaje proviene de la plenitud y del estado exaltado. En aparente contraste con aquella idea expresada por Nietzsche de la miseria de este invento, en tanto se da como forma de nivelar y hacer comunicable los estados más pobres.[1]

Doble origen del lenguaje de acuerdo a una escisión tipológica profunda. Dado que las reglas de algo, en este caso el lenguaje, se disponen de acuerdo a quien se aprovecha de ellas de acuerdo a ciertos fines. Lo que pasa es que de lo que brota de la plenitud se apoderan otras facultades que hacen de ello algo más sutil.

Lo que Nietzsche afirma es que “toda elevación de la vida aumenta la fuerza comunicativa y también la fuerza de comprensión del hombre” (VP, 804). Lo que lleva incluso a vivir en otro ser, a salir de sí y comunicarse miméticamente. Ese aumento extraordinario de los poderes de imitación tiene como presupuesto el estado de embriaguez. La mimesis supone un acrecentamiento de los poderes y las fuerzas. Imitar no es repetir o reflejar.

El arte es un apoderarse. Un transformar. Un invadir, imprimir y mandar. Estados en que se agudiza el poder de componer y combinar signos. Son los sentidos así agudizados los que leen y hablan. Agudización sígnica que lleva a hallarse en estado de extroversión y comunicabilidad. Es lo que Nietzsche atribuye a los estados dionisiacos: la propensión a olvidarse de sí mismo en función de una comunidad de visión.

El sí mismo no es más que semejante estado explosivo. Lo que decimos del sujeto no es sino el adormecerse de todo eso. El estado no estético. Estímulos fuertes que se mezclan adentro. Siendo este interior el punto de giro. La maleabilidad. La propensión a estar fuera.

La conciencia es el punto en que se condensa esa fuerza explosiva. Que se coordina de modo involuntario y sin casi oponer resistencia. Los sentimientos, las pasiones, los pensamientos se mueven al ritmo de las variaciones del cuerpo. Surge de ello una semiótica pulsional. 

Dice Nietzsche que el estado de ánimo estético supone una suspensión de la intimidad (VP, 806). Al mismo tiempo, se produce una selección de imágenes, uno no reacciona indiferentemente. Son limitados los estímulos que uno se permite. De ello se deriva una distinción entre el artista y el observador: éste se predispone para recibir el arte. Aquel se caracteriza por dar y crear. La diferencia es de óptica. Conviene, es incluso necesario, no confundir los dominios.

Las distintas combinaciones de estímulos apuntan en unos casos en una dirección, en otros en otra. No hay que exigir al creador que se comporte como crítico. Eso lleva al empobrecimiento de los impulsos que le son propios. En el artista se trata, como quedó dicho, más de un dar que de un recibir. Ese dar enriquece. No está seguido de estados de relajamiento. Estimula en lugar de empobrecer. Este lo sitúa Nietzsche del lado de las actividades reguladoras (VP, 807). El arte afirma. No le está dado negar. Acrecienta. No le es dado administrar. Por contraste, aquella embriaguez se liga con una constricción reguladora. Aquel dar no tiene el carácter de un fluir en lo indeterminado. La riqueza en el artista está templada en la justa medida de su arte. La caída en el dionisismo sin réplica significa decadencia. La absolutización se traduce en el desgaste de la embriaguez. Que salta sobre sí en lo que se le resiste. Medios de resistencia de que se vale la embriaguez: la finura y esplendor del color, el contorno y claridad de las líneas, la gradación de los sonidos. Medios en tanto materializan las tensiones de fuerza que se derivan de ella (VP, 816). La obra que así contiene templando lo que la desborda la excita al mismo tiempo. Dice Nietzsche que “el fin de la obra de arte es provocar el estado de ánimo que la determina” (VP, 816). El arte aspira a materializar la plenitud. “Afirma, bendice, diviniza la existencia”. 

Es un contra sentido un arte pesimista. En tanto tragedia el arte es anti-pesimista. Aún y sobre todo en el representar alegremente lo que aniquila. 

Fuerza - forma

El artista es indiferente a sí mismo (VP, 812). Concede infinito más valor a un sonido, una forma, un acento. Ese desprendimiento da qué pensar. Apunta a su fuerza conformadora. Que le lleva a atribuir valor a la forma que es capaz de dominar.

Lo que no pueda llegar a hacerse forma, carece para él de valor. En contrapartida: sólo tiene interés aquello que entra en su esfera, que pasa por sus sentidos y adquiere allí contorno y claridad. Afirma Nietzsche que “se es artista con la condición de considerar y sentir como contenido (...) aquello que los no artistas llaman forma. En consecuencia, pertenecen a un mundo invertido; (...) desde que lo dicho ocurre el contenido se vuelve algo puramente formal, incluida nuestra vida” (VP, 813).

Para el artista el único contenido es la forma. El riesgo de eso está en la formalización y caída en el artificio. Hay artistas en que eso pasa. Sobre todo aquellos en que no hay vivencia abismal. Artistas del pesimismo nihilista que se dedican a combinar más o menos habilidosamente algunas formas. Un arte así no dice nada. No hay vida qué afirmar allí. En ese caso el contenido (que no existe) no se convierte en forma (que no llega a cuajar).

Que el único contenido sea lo que los no artistas llaman forma apunta a la condición misma del arte entendido como forma suprema de la voluntad de poder. Que no es sino voluntad dionisíaca de forma. Y que como tal refleja la condición misma de la vida: búsqueda de la forma, multiplicación y plenitud de la forma.

Para el arte no hay sino forma. El impulso que encarna es el de la forma. Allí se juega todo. Lo que pasa es que la distinción de forma y contenido deja de ser útil. Una especie de hombre, el artista que supera el nihilismo, no se basta con esa distinción, solidaria como es de las dualidades propias del mundo verdadero: verdad-error, realidad-ilusión, apariencia-esencia, accidente-sustancia, sujeto-objeto, etc.

Una vez destituido aquel mundo queda sólo un mundo y ese mundo es pura forma, voluntad dionisíaca de apariencia, ilusión, conflicto, contradicción. Ese mundo se ofrece a los sentidos que a su vez agregan su propia voluntad.

La voluntad creadora del artista, una vez desdeña lo particular “pone su gozo y su fuerza en comprender lo típico”. Allí donde hay plenitud domina la voluntad de medida (VP, 814). Esa mirada desdeña lo “demasiado vivo”. Signo de una necesidad de elementos narcóticos.

El artista pone de relieve lo simple, el caso general, aquella libertad bajo la ley. Queda sólo lo fijo, lo poderoso, lo sólido. El reposo en que la fuerza se solaza en la visión de la criatura perfecta. Es ahí donde la obra refleja un estado de sensualidad pletórica.

El artista ama los medios que saben recoger el estado de embriaguez: la finura de la forma, la claridad del contorno, la simpleza y precisión de los rasgos. Esa voluntad de forma perfecta que no hace parte de los estados en que aquella está ausente (VP, 816).

Sorprende que Vattimo[2] no sepa reconocer en esa voluntad de forma un signo de vida pletórica. Que desaparezca ante sus ojos el yugo que impone la embriaguez que no sabe afirmarse sino en lo que se le resiste. Y que termine pensando en ella como una mera fuerza desestructurante.

Quien no sepa reconocer en Nietzsche la tensión entre fuerza y forma no accede a la particularidad de su estética. Termina preso en la absolutización de uno de los términos. Lo cual no es sino una abstracción. Así como termina reduciendo lo otro, en este caso la afirmación de la forma, a una lectura unilateral que le hace pensar en el arte subsidiario de una razón niveladora.

La forma en que Nietzsche está pensando es la síntesis de la tensión de fuerzas que la distingue. Resulta de la embriaguez, la templa, en una forma que la incita. Como tal voluntad el arte transfigura, afirma, imprime el sello de su fuerza donante. El hacer artístico gasta forma, dice la vida como lujo y voluntad de poder. El gasto de forma glorifica y diviniza a condición de la figura perfecta. 

Se trata de la forma bella. La cual mide lo desmesurado de acuerdo a la ley de las proporciones. Este artista lo es en el dominio de sus medios. No necesita imitar otras artes, salirse de su esfera (VP, 823). No se da el lujo de ser pintor en tanto poeta. Ni menos aún teórico en tanto artista. Se mantiene dentro de las leyes del material. Fiel a la agudeza de los sentidos que aplica.

Nada más lejos del artista dionisiaco que el erudito, el hombre culto que está lleno de ideas generales. Y al mismo tiempo muy poco dotado para las exigencias de su oficio. El artista dionisiaco es un maestro apolíneo. Para que en el arte termine hablando Apolo la lengua de Dionisos, éste tendrá que dominar la lengua de aquel.

Nietzsche les da esta lección, tan poco asimilada en general, a los artistas: amen la forma por lo que es, no por lo que expresa (VP, 823). El único contenido es la forma: pura ética de artistas. Traten la forma como si fuese el único contenido. Lo demás vendrá por añadidura.

Da qué pensar el que un artista piense tanto en lo que tiene qué decir. Por lo general eso lleva a un descuido fatal en el tratamiento del material. En el arte no hay ninguna separación entre lo que se dice y la forma en que se lo dice. La forma no es un medio. Es fin en sí misma. El fin es los medios con que uno trabaja, los materiales con los que forcejea. El peligro es poner la forma a ser mensajera. Se pierde el arte. Lo específicamente artístico desaparece y como por encanto termina sirviendo ideales.

Eso no quiere decir que Nietzsche defienda el arte por el arte. El estado estético es muy interesado para eso. El único señor es la vida, su afirmación en tanto voluntad dionisíaca de apariencia. 

Nietzsche piensa en los grandes maestros, que no hacen sino insistir en eso. Evoco a Balthus:[3] la lucha con los materiales. Los impulsos concentrados allí. La perfección de la figura como el temple que se pone para no perecer a ideas generales. En contraposición con Wagner: la música como expresión (VP, 830). 

A la voluntad de forma se opone la función expresiva en el arte: la forma como instrumento. De mensajes que terminan siendo externos al arte. No hay nada que Nietzsche desdeñe más que la interpretación del arte según motivaciones exteriores: morales, políticas (VP, 837). Es una doble traición: al arte en tanto interpretación-experimentación de mundo. Y a la vida que termina siendo presa de interpretaciones rebajadoras.

Queda acaso la figura del filósofo artista: aquel que sabe potenciar el poder cognoscitivo del arte. Que lleva su trabajo con la forma a la cumbre de la lucidez pensativa. Aquel que crea mundo y contempla mundo. En las formas medidas de su arte. El filósofo artista, que supera con mucho los filósofos habidos. Que no tienen ningún respeto por la forma. Que se valen del arte con fines morales.

Un filósofo inmoralista, dice Nietzsche, que sabe interpretar el mundo desde la perspectiva de sus sentidos espiritualizados. Un filósofo artista, capaz quizás de oponer un contra ideal al ideal ascético, que lleva al arte a ser un “contra movimiento” de la metafísica. Filósofo artista apegado al mundo, fiel a él. Comprometido con el único sentido que el mundo reclama. Para ello total amor por los sentidos, que saben acercar sentidos y espíritu. Que se atreven a ofrecer lo mejor de su espíritu a los sentidos debido a su finura, su fuerza, su perfección embriagada (VP, 815). 

La manía por la forma se convierte así en la más refinada lucidez dionisiaca. Aquella que permite al arte evitar que perezcamos a la verdad (VP, 817). Esa manía se plasma en “belleza”. Algo que, según Nietzsche “está por encima de todas las jerarquías, porque en ella se superan los contrastes, la más alta forma de poder que sabe reinar sobre cosas contrapuestas” (VP, 797). Poder que el artista halla sin esforzarse. Como manifestación de su propia exuberancia. La belleza no resulta de una búsqueda. Y, paradójicamente no se da si no se la busca. El carácter obediente de la belleza “diviniza la fuerza de voluntad del artista” (VP, 797).

Romántico - clásico

Signos de un arte romántico: la tendencia “expresiva”. Lo pintoresco, el naturalismo. (VP, 821). La propensión al “drama”. La forma servicial de combinar música y texto. Adorno e ilustración. Todo ello en función de exteriorizar emociones.

Nietzsche opone la gran pasión a la “pasión”. En este caso la excitación de los nervios, signo de fatiga y embotamiento. Voluntad de agitación y desierto. Voluptuosidad incontenible. Búsqueda de lo pétreo y macizo. A toda esa exhibición de las emociones le asigna Nietzsche el término romántico. Arte sin armonía, arte inquieto y movedizo.

El artista clásico nada tiene que ver con esas efusiones. Ancladas en una individualidad exacerbada. Un arte así se ofrece como narcótico. Naturalezas irritables hallan allí su fármaco. Es un arte de las pócimas y los remedios. En ello ve Nietzsche tan sólo una función ascética. Es el arte como consuelo, distracción, calmante. Arte de la época del trabajo, hecho para el descanso y la distracción.

En lo que Nietzsche está pensando es en la música como problema. Por qué no llega a ser un arte del “gran estilo” (VP, 837). La música, si aspira a ser grande, ha de romper el vínculo con la expresión de sentimientos. Que nada tienen que ver con la gran pasión. ¿Qué vemos en cambio? Una música deseosa de agradar y que, por añadidura, busca convencer, adoctrinar, hilar un argumento.

La gran pasión aspira al poder. Allí el poder quiere más poder. El poder no es lo que se quiere sino lo que quiere. Lo esencial es dominarse, limitarse, no dejarse arrastrar. Hacer del propio caos forma. Eso nada tiene que ver con efusiones patéticas.

A lo que el artista aspira es a hacerse simple y claro, acercar el impulso al rigor y la ley, subyugar.

Nietzsche supone que se trata de artistas a quienes no se favorece con facilidad. No responden a las necesidades del público si por ello entendemos lo que se espera habitualmente del arte: que traduzca lo que somos y colme lo que queremos. Hay allí un rehuir por necesidad el gusto dominante, sobre todo si se trata de un gusto a favor de la reproducción de lo dado.

Por el contrario, el arte de la gran pasión será siempre un reto, rehuye las formas habituales en que se incuba un gusto conservador. Es frío, lógico y equilibrado. Reivindica para sí lucidez y dureza. Lo que sorprende a Nietzsche es que tal afirmación del gran estilo falte en la música. Que sea un arte tan proclive a la dramatización. Se halla preso en la necesidad de agradar, de colmar necesidades. Es en la música donde con más sevicia se siente la tiranía de su público. A la que termina sirviendo el artista, dispuesto a responder a las exigencias de un señor.

La tensión entre lo clásico y lo romántico se materializa para Nietzsche en el puesto que ocupa la música. En la búsqueda de un arte que responda al destino general del arte. De ser una forma de conocimiento allí donde ya no cabe el mundo verdadero. En nombre del cual el arte ha soportado la suspensión negadora propia de la valoración moral.

¿Qué arte es ese? Arte del nihilismo dominado. Alegre mensajero de la superación del nihilismo. En la música que conoce, nada alrededor. Tan sólo música romántica. Música que sirve al ideal ascético. Música medicinal para un cuerpo social enfermo. Si el arte ha de ser contra movimiento debería intentar serlo como música. O más aún, quizás sólo en tanto tal pueda el arte ser alternativo al nihilismo.

¿Con qué nos encontramos? Con una música que es más bien contra renacimiento, romanticismo de principio a fin. A fin de distinguirse de una falsa afirmación de lo grande, de una encarnación acomodada del dionisismo, Nietzsche se resiste al romanticismo en música. Síntesis de todo lo equívoco. De aquella agitación emocional que en lugar de acercar al dios, lo aleja y lo pierde.

Si el romanticismo en Nietzsche no tiene nada en común con el arte en que piensa, también se hace necesario revisar el paradigma de clásico. Es bien cierto que sus rasgos parecen coincidir con lo que de ordinario se piensa. Pero al respecto Nietzsche es inequívoco. Allí la forma es una conquista. Todo aquel empeño y manía por la forma no sólo surge de una propensión contraria, como resultado de un dominar y templar sino que al mismo tiempo, resulta de una victoria sobre la propensión natural.

En eso los artistas de la gran pasión son inconfundibles. Terminan inventando una barrera a su tendencia más propia. La síntesis a la que llegan no hubiera podido ser más bella. En el resistirse a sí mismos y vencer hallan la justa medida de su arte. La belleza surge como victoria sobre su natural tendencia disolvente.

¿Y el artista de hoy? Se halla ante una exigencia semejante. Pertenece a un mundo en crisis, a un mundo desfondado y sin fundamento. Debe recoger los restos de un derrumbe. El del mundo verdadero. Esos restos son los pedazos desarticulados del discurso predicativo. ¿Qué hacer con eso? Afirmar la forma sin sostén. La ley en la ausencia de toda ley. El imperio de la medida cuando irrumpe lo desmesurado. Determinación y claridad en medio de tanta indeterminación. Pasión por la forma sin fundamento. Irrumpe lo informe. Acecha el caos. El artista triunfa sobre sí y conquista la forma. Forma gratuita en la que colma de gratitud el mundo. Entrega agradecida de lo que se es como afirmación de lo que es (VP, 845).

Tenemos el arte para no perecer a la verdad. En ninguna parte como en la música este tener es menos un poseer y dominar. Tenemos en nuestras manos la música. Juego grave y riesgoso. En un mundo sin sentido y sin metas. Un mundo que brota de las ruinas del cosmos teológico. 

¿Tenemos el arte? ¿Sabemos ya a qué música apunta? O acaso más bien es el no saber el que se entretiene con nosotros. La relación con ese arte es bien insegura. Es por ahora un arte que no se domina. En el que nadie muestra ser maestro. Espera desencantada de la música que recoja la exigencia que busca medida.

Esta afirmación del arte como reflejo de una relación liberada de mundo, tiene que hacerla Nietzsche casi sin artistas y sin arte. ¿Cuál ha de ser entonces el arte del desierto? Más grave aún si la música, en lugar de ser contra movimiento de la metafísica encarna una reacción contra lo clásico.

Lo clásico en arte resulta del desmembramiento de un mundo. Es allí donde es inmensamente valioso ser medido y solar, claro y simple. En contra de aquella idea del clasicismo como seguridad natural, serenidad acomodada, plenitud ingenua y primordial (VP, 844).

Sorprende que Vattimo no sienta nada de esta inconsistencia. El clasicismo es un estado de inmensa tensión, una propensión mortal hacia la forma. Qué ingenuo resulta entonces el que a la búsqueda de síntesis y forma se oponga aquel impulso desestructurante.[4] Que, con mucha facilidad, termina atrapado en un sintomático tono romántico.

Lo que se busca es un artista que, de golpe, esté preparado para asumir, ante el derrumbe de las formas conocidas, una nueva voluntad de forma. Alguien capaz de valorar de otro modo. De crear otro tipo de valores de acuerdo a un nuevo principio.

Así, el arte clásico no responde a lo ya conocido. Al contrario, se trata de una búsqueda de la forma por fuera del imperio del logos predicativo. Una forma sin antecedentes. De acuerdo a una ley que está por definir. Y sacar de allí un arte, que encarne la victoria sobre el vacío.

El artista clásico convierte su fuerza en contento. El romántico, en desconfianza. Aquél afirma el mundo al crearlo. Éste se dirige a lo que está detrás del mundo (VP, 840). ¿Qué mundo es éste que marca así las diferencias? Un mundo vacío de sentido. Un mundo en ruinas en que le queda al arte consolar o estimular, afirmar o ayudar a resignarse. El matiz es clave y Nietzsche celebra esa distinción como una conquista. 

Romanticismo es aquí aquel arte que significa descontento. Clasicismo aquel en que la felicidad se conquista en lo terrible y azaroso. Someter el arte a una interpretación transmundana es en la práctica abolirlo. Es lo que pasa con el arte romántico que termina siendo religión. Un vehículo para expresar un credo. Un fármaco para curar una afección.

El arte clásico activa, potencia, transfigura. El arte romántico sirve a la conservación. Aquél es liberador y hace de la voluntad de forma signo de un remontar en pos de síntesis cada vez más plenas. Es por eso que dice Nietzsche que detrás de la distinción clásico-romántico se esconde la distinción activo-reactivo (VP, 842). 

Es asunto de fuerzas. Fuerzas que activan la vida, que afirman el devenir en el perecer. Formas de arte en que se da la “supervivencia en la representación de un perecimiento”.[5] A diferencia de formas para el anquilosamiento y la conservación. Supervivientes de aquel logos negador del arte, arte remedo de la lógica predicativa y su moral. Que se disfrazan con lo novedoso y exótico. Lo propio de un arte clásico es ser auténtico. La forma labrada no tiene el carácter de una imitación, de un ansia de cosas nuevas y lejanas (VP, 824).

El arte clásico es simple y desnudo. Sobrio y elemental. Nada de aquel barroquismo rico en adornos. Es “realista” y austero. Veraz y claro en su composición. Nada de aquella fantasmagoría y proliferación. El arte clásico se asienta en la realidad. Es un arte diurno, prefiere la luz matinal a las sombras fantasmales. 

El artista clásico ha de ser un genio si por ello entendemos “la más amplia libertad bajo la ley” (VP, 829). Nada de aquella falsa libertad que se pierde en los confines. Ligereza y facilidad en lo difícil. Nada de aquel elogio de la dificultad que lleva a oscurecer de modo artificioso. Ninguna pesadez. Ninguna actitud pesimista y caviladora. Nietzsche piensa en un arte de puras superficies. Un arte petulante y meridional.

Quizás haga falta alguien que en este terreno imponga nuevas leyes. Alguien que defina principios en la ausencia radical de principios. ¿Qué significan a partir de ahora “perfección y medida”, “ley y orden”, “color y ritmo”, “melodía y contorno”? La pregunta se vuelve grave a la luz de nuestro nihilismo (VP, 833). El hombre artista ha de ser probo y austero, simple y silencioso, discreto y temerario. Ante todo, ha de ser capaz de vivir en medio de una dosis alta de absurdo. Y en esas condiciones imponerse a sí mismo una nueva ley y medida. Así como a su arte. En un mundo libre de fundamento. 

Ya en el Nacimiento de la tragedia, Nietzsche acusaba a los hombres modernos de no poder pensar en el arte en cuanto tal, la necesidad de borrar el estado de ánimo estético. Ello se debe a que ha desaparecido la conciencia del arte. Aún en los artistas, que no pueden ser sino pintores en cuanto músicos, en cuanto músicos poetas.

Qué difícil resulta mantenerse en los límites del arte. Uno se sirve de él con fines expresivos y entre tanto ha perdido su ley. Fidelidad de cada arte a sus propios materiales. Sólo así se mantiene su racionalidad, su espiritualidad, la conformidad con sus propias leyes.

El arte y solamente el arte. ¿Acaso el arte del futuro sea la música? ¿Qué se requiere para llegar a ser clásico en música? Deseos fuertes aunque se contradigan llevados todos por un yugo único (VP, 843). Un espíritu que concluye y guía en el avance y que en todos los casos afirma.

En condiciones de disolución conviene tal vez reiterar algunos de los rasgos del gusto clásico: frialdad, lucidez, dureza. Gozo en la lógica y en el despliegue del espíritu. Concentración de todas las facultades. Desprecio por lo sentimental, lo múltiple, lo vago e incierto (VP, 844). Se trata de un ideal que hay que mantener separado de cualquier imagen  paradisíaca. Ningún retorno a la naturaleza. Ningún refugio primordial. Por el contrario, compromiso extremo con el presente y el futuro. Aunque en ello el arte se juegue como utopía.[6]

 Lo trágico

Nietzsche rechaza la interpretación catártica de la tragedia. Y sobre todo el hecho de situar la depresión de emociones como propósito. Así como la elección de emociones (eleos, fobos) en sí deprimentes. 

La tragedia es un estimulante. No lleva a la resignación. Ello exige pensar no sólo en su naturaleza en cuanto obra de arte sino también en el espectador, en el tipo de público al que se dirige, en el estado de ánimo estético. El temple de un pueblo decide en último término.

Nietzsche piensa en un pueblo para el que el arte sea un acicate en la voluntad de vida. La posición ante lo trágico le lleva a hacer un uso ambivalente del término “pesimismo”. Si se es “pesimista” la tragedia es un peligro. Supone, por el contrario un pesimismo de la fortaleza. Ante lo terrible un pueblo manifiesta su temple y glorifica la existencia. La tensión entre dos formas de pesimismo decide en último término.

Las emociones trágicas puestas por Aristóteles en la definición de tragedia (terror, compasión), comportarían un efecto desestabilizador y no podrían constituir emociones trágicas. Debilitarían, desorganizarían, desalentarían. La tragedia se negaría a sí misma como arte, conduciría la vida a la renuncia.

“En ese caso la tragedia supondría un proceso de disolución, el instinto de la vida destruyéndose a sí mismo en el instinto del arte” (VP, 846). Arte nihilista, vida contra vida, disolución del instinto del arte.

Pero, ¿acaso con justicia podemos afirmar que el efecto trágico es de este tipo? ¿Que apela a anular esas emociones? ¿Que en la base vale suponer un descenso del tipo, que estaríamos ante emociones reactivas, sentimientos deprimentes? Por el contrario, dirá Nietzsche. Y para ello dirijamos nuestra mirada a aquel pueblo. Ese que se deleita ante la vista de la disolución de sus tipos más altos.

Para un pueblo como ese la tragedia es un tónico. No ve en el arte la posibilidad de purgar un exceso de emociones, hacia el apaciguamiento del aparato pulsional. No es lícito esperar de ella la depresión colectiva en la que el arte actuaría como narcótico. La tragedia incita a vivir, en medio de lo terrible y azaroso. Sólo el bien dotado puede hallar allí motivos de contento. Por eso dice Nietzsche[7] que más allá del terror y la compasión llegamos a ser el eterno placer de devenir. 

Dos tipos de pesimismo: el de aquel que se resigna ante el dolor y busca consuelo y el de aquel que se coloca a su altura y afirma la vida (VP, 846). El temple de un pueblo nos da la medida de su arte. Es asunto de tipos. Lo que cuenta es la constitución colectiva. Depende de la fuerza el que se llegue a formar el juicio de belleza (VP, 847). Que se imprime a partir de lo terrible. Los trazos están sacados de lo que causa horror y quita el aliento.

La belleza se conquista, tiene los rasgos de lo que aniquila. Debe mirar a lo terrible y dibujar allí el rasgo perfecto. La plenitud hace que alguien vea como belleza aquello ante lo que otro aparta la mirada. Es asunto de óptica. Toda óptica se forma como síntesis de fuerzas. La idea de “serenidad” es también ambivalente. Permite a Nietzsche afirmar un estado de reposo conquistado, una contemplación como victoria a diferencia de aquella serenidad acomodaticia que ciertos hombres esperan del arte.

El sentimiento de poder afirma belleza. La belleza aquí aludida resulta de la armonización de tendencias contrapuestas. La voluntad de forma brota de una vida rebosante. Alguien dice “feo” allí donde alguien afirma belleza.

¿Cómo se sitúa alguien ante el riesgo y la aniquilación? ¿Cómo asume el sin sentido y lo terrible? ¿Está preparado para ir más lejos, justificar, transfigurar? ¿Es capaz de concluir a partir de ello lo armónico y solar?

La predilección por lo terrible y enojoso es signo de fuerza. Acudir a lo decorativo y gracioso indica debilidad. “El gusto por la tragedia distingue a las épocas y los caracteres fuertes (...) Son los espíritus heroicos los que se afirman a sí mismos en la crueldad trágica: son lo suficientemente duros para sentir el sufrimiento como placer” (VP, 847).

La vida menguada se ve impelida a traducir lo trágico. Es lo que dice Nietzsche que se da en la interpretación aristotélica. Más aún en la moderna que se ve obligada a trasladar ese arte por fuera de su esfera. Mantenerse en la esfera de lo estético es lo más difícil. Supone el talento para afirmar el mundo como fenómeno estético.

Toda apreciación externa al arte proviene de la incapacidad para interpretar el mundo como obra de arte. Ello supone una pérdida de mundo. El imperio de una interpretación evasora. Lo cual se hace patente en la forma habitual de ver lo trágico: triunfo del orden moral, búsqueda de soluciones finales, invitación a la resignación ante una realidad sin sentido. Aún en ciertas naturalezas la visión de lo terrible puede inducir descargas nerviosas, estimular el sistema, remover la atrofia. En este caso el arte actúa como fármaco en naturalezas agotadas.

Se trata de interpretaciones que se salen de la esfera “estética”. En que un pueblo arrobado intensifica sus poderes de visión y extrae conclusiones glorificadoras. Nietzsche resalta una multitud de matices ante lo trágico, distintos grados y tipos de pesimismo: el religioso que se lamenta del estado de corrupción y busca soluciones finales; la mirada del que no se sacia sino con visiones fascinantes, con estampas beatíficas que le ayuden a soportar; el artista nihilista que se refugia en la forma. 

Nada de aquella capacidad de situarse ante lo terrible, de estar a su altura, de sacar conclusiones que no supongan desviar la mirada. Aquel ingenuo crear y deducir, aquel sereno dar forma a partir de materias explosivas.

El artista trágico es capaz de subyugar. Imprime su sello afirmador en materias desiguales. Lleva a ser consonante la disonancia. “Afirma la economía en grande, justifica lo terrible, lo enigmático y no se contenta sin embargo, con justificarlo” (VP, 847). ¿Qué es eso de más que no se reduce a la justificación? Ya que en ese más se materializa la peculiaridad de tipo. Un más que le lleva a agregar menos que otros a la hora de interpretar el mundo.

Son más elocuentes los que menos ordenan. Se ven obligados a poner más velos. Estos en cambio los arrancan. Les basta un solo velo. Y en ese despojamiento es mucho más lo que otorgan, lo que glorifican, lo que bendicen, lo que crean. ¿Qué es por tanto ese más que no tiene la forma de un agregado, de un apretujamiento de formas y sentidos?

Ya sabemos que se trata de un arte de lo justo y medido, un arte pobre y austero si se lo compara con otras elocuencias. Un arte breve y contenido, claro y contundente. Excederse en la forma hace perder el brillo de lo terrible. Por ejemplo, los sentimientos son ruidosos, las emociones pueden llegar a perder el sentido de lo pánico. Un arte “expresivo y emocional” no es un arte trágico.

La tragedia es breve y silenciosa, se hace de fórmulas muy precisas. La justeza en el decir se deriva de una vivencia del dolor que esquiva lo patético. El juez del arte es un dolor sin afectación. Estar a la altura del propio dolor es lo más difícil. En esto nuestros maestros son algunos raros artistas (en el terreno de la tragedia pensamos en Sófocles, en lo que de él afirma Schadewaldt).

Lo que uno agradece del arte es que enseña a vivir el dolor como fenómeno estético. Lo protege a uno de interpretaciones en que el dolor se elude, se desvía, o consume en su propia intensidad no asimilada. El dolor interpretado artísticamente lleva a hallar placer en el sufrimiento. A interpretar con entera precisión el alcance del dolor en la economía del ser. Si uno exagera ese papel cae en lo patético. O, peor aún, cristianiza su interpretación en soluciones allendistas.

La armonía entre dolor y belleza es la aspiración suprema de este arte. Se trata de una relación que no es sublimatoria. No tiene el carácter de una ocultación. A pesar de las fórmulas equívocas del propio Nietzsche. Para mí esa equivocidad en el lenguaje en relación con la tensión entre verdad y belleza, no puede ser resuelta como un problema meramente filológico. Como no se reduce tampoco a un asunto de influencias. Apunta a algo más grave, a una semiótica de las pulsiones en un pensamiento tan arraigado en conflictos del cuerpo.

El asunto de lo trágico es en Nietzsche una profunda vivencia. Como lo son en todo pensador auténtico sus ideas directrices. Forma aguda de pesimismo, nuestra consideración trágica, al amparo de nuestro actual nihilismo tiene como presupuesto la supresión del mundo verdadero (VP, 848). La pérdida total de mundo, pues desaparecido el mundo verdadero desaparece el aparente.

No queda sino un mundo. Nuestro mundo: un mundo cruel y contradictorio, falso y carente de sentido. Esta desposesión de mundo me parece de lo más esencial. A la hora de afirmar para nosotros un arte trágico. ¿Qué arte es el que conviene a nuestro mundo-desierto?

Para extremar su malignidad, el pesimismo afirma que un mundo así es el verdadero. ¿Qué “verdad” es ésta que supone la supresión del mundo verdadero? ¿Qué exige el arte para no perecer a la verdad? Y, más importante aún: ¿qué riesgos implica el experimentar con la verdad?

Se trata de un experimentar con la verdad para el que no contamos con la protección del mundo verdadero. No nos apresuremos a calificar esta verdad de algún modo. Dejemos eso en suspenso, a riesgo de que eso caiga sobre nosotros con el peso de su evidencia mortal. 

Lo que se deduce del libro juvenil de Nietzsche es que ante una experiencia tal de mundo tenemos necesidad del arte para no perecer a la verdad. A la verdad como mentira absolutizada. A la que se opone un experimentar con la “verdad” en el desfonde de cualquier presupuesto. 

Nos amenaza la doble tenaza de la verdad. Y para eso tenemos el arte. Pero, ¿tenemos el arte? ¿No es acaso más bien que se entretiene con nosotros como incitante experimentación con la mentira en un mundo sin fundamento?

“Tenemos el arte para no perecer a la verdad. Frase que sería la más despectiva para el arte, si no se invirtiese enseguida para decir: ¿Pero tenemos el arte? ¿Y tenemos la verdad así fuese para perecer? ¿Y es que al morir perecemos? “Pero el arte es de una seriedad terrible”.[8]

Apelemos a esta seriedad, a esta terrible malignidad. El arte se afirma como mentira en un mundo en que no opera la distinción verdad-mentira. Un mundo que no requiere ya de una hipótesis moral extrema. Lo trágico estriba en que podamos vivir sin una interpretación así. Al abrigo del absurdo y el azar.

El hombre trágico encarna un temple de ánimo ante la ausencia de sentido y de metas. Se comporta de modo discreto y valeroso, no hace ruido, va silenciosamente lejos. El pesimismo aludido afirma todas las formas existentes derivadas de la voluntad falsificante. Exteriorizaciones de la voluntad de arte. Incluida aquella voluntad de verdad con apariencia incondicional. 

En tanto maestro de la mentira y glorificador de la forma el hombre es artista. Bendice la forma, afirma el mundo como proliferación de forma. Efecto del derrumbe de aquel mundo y de su consabida temporalidad, el hombre artista asume la vida como juego. En cada tirada la forma azar como glorificación del instante acaecimiento.

Las formas aludidas (aún las que niegan el azar y dicen brotar de un tiempo providencial) resultan de su voluntad de arte, forma muy suya de huir de la “verdad”. El arte es un agregar, un violentar. En un mundo vacío, sin hechos. Un mundo sin realidad. En el que todo es fábula. Porque no hay mundo, sólo el que somos capaces de inventar. El mundo es arte y nada más (VP, 848, II).

Que la verdad nos sea por necesidad desconocida, que no podamos vivir sino en base a esa ignorancia, eso forma parte del carácter trágico de la existencia. Tenemos el arte para experimentar con la verdad. El arte es trágico en la medida en que nuestro contacto con el riesgo de perecer se hace por la vía del conocimiento. 

Este conocimiento será de ahora en adelante guiado por el arte. Siempre y cuando se lo piense en su terrible seriedad. “El arte como redención del hombre del conocimiento, de aquel que ve el carácter terrible y enigmático de la existencia, del que quiere verlo, del que investiga trágicamente”. 

No en la forma banal de las capillas del arte. O de las efusiones poco pensativas de los artistas. El arte lúcido es un acontecimiento raro. Como todo acontecimiento. Las formas aludidas son también escasas. En verdad el mundo está bastante despoblado. Se trata de un mundo con algunos pocos acontecimientos afortunados. El mundo trágico es un mundo austero, algunas pocas formas. Se opone a la imagen de un mundo sobre-poblado. El que imponen los medios.

Un mundo casi vacío en que la mentira se selecciona. Pocas cosas y no muchas. En el juego casi nunca se gana. La forma azar, la forma individuo singular, la forma instante que resulta del tiempo retorno, es una forma rara. Pero basta una. Uno la puede esperar toda la vida. Qué es una vida para esperar. Entre tanto, uno vive sin esperanza. El arte trágico se hace en la espera sin esperanza de lo que acaso ni llega. 

El artista, a fuerza de mentira, reina sobre la verdad. “Se alegra como artista, disfruta de sí mismo como poder” (VP, 848, I). “La mentira es el poder”. “El arte y nada más que el arte. El es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor que incita a vivir, el gran estimulante para vivir”.[9]

El hombre trágico es artista porque no sólo ve eso sino que quiere seguirlo viendo. No sólo vive así sino que quiere siempre vivir así. No desea otra cosa. Haber vivido siempre así. Vivir siempre así. Si alguien le dijera que su tiempo traerá sólo terror él dirá que el que habla no puede ser sino un dios. Si alguien le dijera que esa visión terrible volverá una y otra vez él dirá que quiere eso y sólo eso. Si alguien le advirtiera que él es eso por toda la eternidad, él dirá que quiere eternizarse así. Jugar así a ser eterno.

La doctrina del eterno retorno de lo igual supone el ingreso en un tiempo trágico. Sólo que eso no se siente como un peso. El tiempo que pesa es aquel que conduce un dios. Y que lleva hacia dios. Pero ese dios ha muerto. Queda el tiempo ligero habitado por dioses que juegan a los dados. Queda el tiempo del hombre que diviniza la existencia al apostar apariencias-azar en la mesa del arte.


* Me baso en los fragmentos póstumos recogidos en la edición en lengua española de la Editorial Edaf (Madrid, 1980), La voluntad de poderío (Cada texto se cita con la sigla VP y el número correspondiente del fragmento). Las menciones a Gianni Vattimo y su posición a este respecto se apoyan en la obra Las aventuras de la diferencia. Las menciones a Massimo Cacciari se basan en la obra El dios que baila. Las menciones a Dieter Jähnig se apoyan en la obra Historia del mundo: historia del arte.

[1] Cfr. Nietzche. Ciencia jovial, Monte Avila, p. 354; Idem. Más allá del bien y del mal, Madrid: Alianza, p. 268.

[2] Vattimo, Gianni. “Voluntad de poder como arte”, en: Las aventuras de la diferencia. España: Península, 1990.

[3] Balthus. Memorias. España: Lumen, 2002.

[4] Cfr. Vattimo, G. Las aventuras de la diferencia. España: Península, 1990; ídem. Introducción a Nietzsche. Peninsula, 2001.

[5] Jähnig, Dieter. Historia del mundo: historia del arte. México: FCE, p. 233.

[6] Cacciari, M. El Dios que baila. Barcelona: Paidós, 2000, p. 107.

[7] Nietzsche. “Lo que debo a los antiguos”, en: ídem, El crepúsculos de los ídolos. Madrid: Alianza, 1982.

[8] Blanchot, Maurice. EL diálogo inconcluso, Caracas: Monteávila, 1970, p. 272.

[9] Nietzsche, F. Fragmentos póstumos, Bogotá: Norma, 1992, p. 415.

 

Bibliografía principal

1. Nietzche. Fragmentos póstumos. Bogota: Norma, 1992.        [ Links ]

2. ____________ El crepúsculo de los ídolos. Espana: Alianza Editorial, 1973.        [ Links ]

3. ____________ Voluntad de poderío. Madrid: Edaf, 1981.        [ Links ]

 Bibliografía secundaria

4. Cacciari, Massimo. Desde Nietzsche. Tiempo, arte, política. Argentina: Biblos, 1994.        [ Links ]

5. Dieter, Jähnig. Historia del mundo: historia del arte. México: FCE,1993.        [ Links ]

6. Heidegger, Martín. Nietzsche. Barcelona: Destino, 2000.        [ Links ]

7. Vattimo, Gianni. Las aventuras de la diferencia. España: Peninusula, 1990.         [ Links ]

8. ____________. Introducción a la filosofía de Nietzsche. España: Peninsula, 2001.        [ Links ]

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License