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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.32 Medellín July/Dec. 2005

 

LA EXIGENCIA ÉTICA.

SOBRE LA DOCTRINA DEL AMOR DE KIERKEGAARD* 

 

Por: Sergio Muñoz Fonnegra

smunoz@ix.urz.uni-heidelberg.de

Universidad de Antioquia

Fecha de recepción:  10 de marzo de 2005

Fecha de Aceptación: 07 de junio de 2005

 

Resumen. La exigencia ética es uno de los conceptos centrales del pensamiento de Kierkegaard. Él lo introduce como correctivo contra las tendencias nihilistas de su época. En este artículo se presentan los aspectos más importantes del desarrollo del concepto, partiendo del diagnóstico crítico de la modernidad que hace Kierkegaard y de su dialéctica de la comunicación ética y de su dialéctica de la comunicación ético-religiosa. La tesis central es que el amor, entendido como la exigencia radical hecha al individuo de superar el egoísmo y ayudar al otro a ser independiente, posée un contenido normativo fuerte que fomenta el desarrollo positivo de las relaciones interpersonales.

Palabras clave: Kierkegaard, ética, exigencia ética, doctrina del amor, responsabilidad.

 

Summary. One of the leading concepts in Kierkegaard‘s thought is the ethical demand. He introduces it as a corrective against the nihilist tendencies of his times. This article presents the most important aspects of the development of the concept, beginning with Kierkegaard‘s critical diagnosis of modernity and his dialectics of both ethical communication and ethico-religious communication. The central thesis is that love, understood as the radical demand made on the individual to overcome selfishness and to help others to be independent, possesses a normative content that encourages the positive development of interpersonal relations.

Keywords: Kierkegaard, ethics, ethical demand, doctrine on love, responsibility.

 

El concepto de exigencia ética es sin lugar a dudas uno de los conceptos centrales del pensamiento de Kierkegaard. Este concepto está presente de una u otra manera en todos sus escritos y se podría incluso decir que en ellos está ante todo depositada la intención de llamar la atención sobre esta exigencia, de plantear esta exigencia, de conducir al lector hasta el punto donde esta exigencia se le muestre como algo fundamental en la constitución de su existencia humana, en la formación de su personalidad. La exigencia ética llama la atención sobre el hecho de que se es un yo (un sí mismo), exige alcanzar este yo y superar el egoísmo en él mediante el estar-ahí desinteresadamente para los demás. Kierkegaard parte del hecho de que una época en la que el saber es lo que predomina y todo se ha vuelto objetivo, en la que las relaciones humanas son cada vez más impersonales y los individuos actúan siempre buscando su propio provecho, en la que el poder de abstracción de los movimientos de democratización y de los movimientos de masas nivela al individuo en la multitud, en la que finalmente se ha desplazado a Dios y se ha puesto en su lugar lo más abstracto e indolente, es una "época de la disolución" en la que tiene lugar permanentemente un sacrificio de la subjetividad. La exigencia ética es justamente un correctivo contra estas tendencias que va de la mano con un doble movimiento; de un lado, el "ser sí mismo" mediante la autoelección como origen del actuar moral, como la concentración del yo en sí mismo que estaba disperso en los fenómenos negativos de lo social, de otro lado, como el "ser sí mismo" en relación con otros yos que actúa de acuerdo con un deber que proviene de él mismo, de un ser sí mismo que tiene como tarea realizar lo ético en todo momento.

Para comprender de una manera apropiada qué motiva a Kierkegaard a formular la exigencia ética, considero necesario resaltar, en un primer paso, algunos de los aspectos social-filosóficos que subyacen a su obra y a su teoría de la comunicación indirecta como estrategia de comunicación (1). En un segundo paso, desarrollaré la tesis de que la forma del discurso de la comunicación indirecta tiene una función terapéutica, la de liberar al individuo del dolor, de las formas negativas de la libertad en él (2). En un tercer y último paso, me ocuparé de la doctrina del amor de Kierkegaard que está a la base de la exigencia ética radical. La tesis de fondo que desarrollaré en este punto es la de mostrar que la unilateralidad en el amor, la renuncia al egoísmo, posee un contenido normativo que fomenta una relación positiva consigo mismo y con los demás (3).

 

1. La comunicación indirecta

El 29 de septiembre de 1847 publica Kierkegaard Las obras del amor, concebidas como meditaciones cristianas en forma de discursos.[1]  La primera parte la terminó de escribir a finales de abril del mismo año y la segunda parte fue escrita entre finales de mayo y finales de septiembre. La interrupción en el trabajo no es gratuita, de un lado, Kierkegaard que había nacido hacía treinta213 y tres años un cinco de mayo, estaba a la expectativa de su posible muerte – Kierkegaard siempre pensó que no sobreviviría sus treinta y tres años. De otro lado, se ocupó en este corto lapso de tiempo en la elaboración de un manuscrito, concebido como lección y titulado La dialéctica de la comunicación ética y de la comunicación ético-religiosa. En este manuscrito, o mejor dicho fragmento de manuscrito, Kierkegaard intenta por primera vez presentar esquemáticamente su método de comunicación aplicado a la teoría de estadios,[2]  distinguiendo entre lo que significa comunicar directamente (la comunicación de un saber) y lo que significa comunicar indirectamente (la comunicación de un poder), así como la función de quien comunica en ambas formas de comunicación. Mientras en la comunicación directa se trata sobre todo de la comunicación de un saber, de un qué, el cual puede ser dosificado y es accesible a todos, en el caso de la comunicación indirecta se trata de una realización, esto es, del existir, de algo que no puede ser comunicado porque solamente es asunto del individuo. La comunicación de saber tiene lugar en el medio de la fantasía, la comunicación de poder en el medio de la realidad. La diferencia esencial entre ambas formas de comunicación radica en la distinción entre lo cuantitativo —saber mucho— y lo cualitativo —el autoconocimiento—. Ambas formas de comunicación tienen así su ámbito de validez y el conocimiento de esto y el mantenimiento de este orden es una muestra de la salud espiritual de una época. Por el contrario, una época que olvida esta distinción es una época desorientada. En su crítica a la modernidad, que Kierkegaard desarrolla a lo largo de todas sus obras, y de una forma radical en el fragmento aludido y en su escrito Una reseña literaria, se resalta justamente como rasgo central de la época, el olvido de esta distinción, que está ligada a lo que se podría denominar la pregunta fundamental del pensamiento de Kierkegaard, a saber, la pregunta por el qué significa ser un hombre, por el qué significa existir (EC, 194; Diarios VIII-2 B 81,3).[3] 

Una época que ha olvidado esta distinción hace del ser un hombre, del existir, un asunto del saber y no del autoconocimiento, vuelve todo objetivo en su afán de querer a toda prisa explicarlo todo. Y querer volver todo objetivo es ser indiferente frente a la existencia. En la distinción entre un pensamiento objetivo y un pensamiento subjetivo se explica esto último de la siguiente manera: "mientras el pensamiento objetivo es indiferente con respecto al sujeto pensante y su existencia, el pensador subjetivo en tanto existente está esencialmente interesado en su propio pensamiento y existe en él" (UN I, 65). Este peligro de la indiferencia frente a la existencia, que corrompe la relación del individuo consigo mismo, lo ve Kierkegaard justamente en la filosofía especulativa, la cual en nombre de lo general ha olvidado con su sistema lógico al individuo,[4]  en todas las relaciones de vida de la época moderna, en la literatura y en la ciencia, en los viejos procesos de democratización y en el origen de la sociedad de medios de masa. Esta confusión, que Kierkegaard también denomina "deshonestidad" y "autoengaño", consiste básicamente en que la vida del hombre moderno se caracteriza por la falta de ingenuidad y primitividad. Pues el hombre moderno es incapaz de distinguir entre aquello que comprende y aquello que no comprende (falta de ingenuidad), y de remitirse a una relación originaria consigo mismo (falta de primitividad), a partir de la cual gane una impresión de sí mismo y pueda hacer las preguntas más importantes.[5]  El hombre sufre de autodeterminación en una época que le hace creer, que tiene que saber mucho —apresuradamente— para poder ser hombre, que lo somete a las diferentes formas y mecanismos de la sociedad de masas. Esta situación de la deshonestidad va además de la mano con un proceso de desmoralización de lo social (PV, 75), que desde la perspectiva de Kierkegaard se ha establecido bajo la figura de lo "tradicional". A ello contribuye por ejemplo, para nombrar una de las formas de lo tradicional, la prensa con su forma de "comunicación impersonal y abstracta", con el poder de lo impersonal que ella representa, el cual se sustrae a toda responsabilidad: "la anonimidad como la expresión suprema de lo abstracto, de lo impersonal, de la falta de arrepentimiento, de lo irresponsable, es la principal fuente de la moderna desmoralización" (ibíd.). El hombre particular existente es suprimido de un modo tal en la comunicación, que sólo la comunicación misma, el qué, lo objetivo, es lo más importante (76). El que comunica desaparece así de la comunicación con este poder de lo impersonal; el sacrificio de la primitividad tiene lugar permanentemente. Esta desmoralización trae además consigo el fenómeno de querer satisfacer en "masa" y en "familia" la exigencia de la época moderna de ajustarse inmediatamente al instante (86-87 y 123-4). Esta nueva forma de entrar en relación con el mundo —"el poder del instante y el poder de la difusión"— en la cual "la masa nada entiende y los periodistas entienden escribir para la masa", caracteriza la tendencia de la época moderna: "todo se ha vuelto despótico" (Diarios VIII-2 B 87), "la comunicación tiene lugar como por medio de una bocina inmensa" (82,10).

Por medio de la adaptación y el saber exigidos el hombre deviene "multitud", una "abstracción fantástica" (82,9), y vive por así decirlo en una época que lo nivela en dicha multitud (LA, 89),[6]  que exige de él ser como los demás: "con la creciente superficial formación y cultura, los hombres se aglomeran en las grandes ciudades. Ya desde la más primera niñez el hombre no recibe ninguna impresión de sí mismo. En las grandes ciudades se tiene una impresión más fuerte de una vaca que de un hombre, pues en el campo la relación es de un hombre por cada tres vacas, mientras en las grandes ciudades de mil hombres por cada vaca... Así es la confusión de la época moderna; arrastra consigo terriblemente la masa de lo tradicional, la generación está atrapada en la confusión de la existencia como nunca antes. Esta es la deshonestidad de esta época" (Diarios VIII-2 B 87).

En la percepción de la situación de su época, Kierkegaard se pregunta entonces cuál ha de ser la forma más apropiada de comunicar aquello que no es ningún saber y que a decir verdad no se puede comunicar. Su estrategia, como ya se insinuó, es la de la comunicación indirecta,[7]  y esta comunicación puede ser, de acuerdo con su teoría de los estadios, de tres tipos: 1) estética (comunicación esencialmente indirecta de destrezas y habilidades), 2) ética (comunicación absolutamente indirecta de un deber-poder) y 3) ético-religiosa (comunicación directa-indirecta de un deber-poder, es decir, en la comunicación se presenta un momento del saber). En cada uno de estos tipos de comunicación, la comunicación tiene la intención de ayudar al otro a ser independiente. Para comprender mejor este movimiento es necesario remitirnos a la estructura de la comunicación, que se asemeja a la relación discípulo-maestro, y a la estrategia que subyace a ella.

La comunicación contiene en sí un momento de lo mayéutico y un momento de la doble reflexión.[8]  Lo mayéutico, el método socrático, consiste en conducir al destinatario paulatinamente a la conciencia de su saber falso, esto es, al punto de partida absoluto ‚sé que nada sé‘, pero de manera tal, que la ayuda permanezca oculta. Kierkegaard describe este movimiento como un "engañar a una persona con la verdad" (PV, 187), como un engaño necesario para poderse acercar al destinatario y hacerle creer que él se encuentra en posesión de la verdad. "Engañar" significa, "que no se debe comenzar directamente con la materia que uno quiere comunicar, sino empezar aceptando la ilusión del otro hombre como buena" (70). Dicho con otras palabras, "si el auténtico éxito es lograr el esfuerzo de llevar a un hombre a una definida posición, ante todo, es preciso fatigarse para encontrarle donde está y empezar ahí" (55). Para ayudar, es necesario entonces colocarse en la situación del otro —"entender lo que él entiende" (ibíd.), en lugar de dominar, querer servir—. Pues el procedimiento directo y la coacción producen el resultado contrario, a saber, que el destinatario encuentra nuevos caminos para permanecer en su ser-así:

"(...) tomemos el caso de un enamorado que ha sido desgraciado en amores, y supongamos que la forma en que se somete a su pasión es realmente irrazonable, impía, no cristiana. Si no podemos comenzar con él de forma que halle un auténtico descanso al hablar con nosotros sobre su sufrimiento y que pueda enriquecer su mente con las interpretaciones poéticas que nosotros le sugerimos, sin saber que no compartimos su pasión y queremos librarle de ella, si no podemos hacer eso no le podemos ayudar en absoluto; se recluye lejos de nosotros, se ensimisma... y entonces nosotros sólo charlamos con él. Tal vez gracias al poder de vuestra personalidad podéis darle a reconocer que se halla en falta. ¡Ah!, queridos míos, inmediatamente escapará por un sendero escondido para acudir a una cita con su oculta pasión, a la que apetece ardientemente, temiendo que haya perdido algo de su seductor calor, porque ahora, gracias a vuestro comportamiento, le habéis ayudado a enamorarse otra vez, a enamorarse ahora de su misma desdichada pasión... ¡Y vosostros sólo charláis con él!" (57).

Kierkegaard está convencido de que el autoconocimiento que debe producir el método indirecto, debe presentársele al individuo como resultado de su propia actividad en la soledad y no como la confesión en el diálogo instersubjetivo. Bien podría decirse que aquello que está tras la comunicación es la "reflexión" en su forma negativa.[9]  Por medio de este método dialéctico del desprender de la ilusión o del engaño, el hombre es conducido delante de su autodeterminación. Si él hace uso de su posibilidad o no, es algo que depende solamente de él.

Pero el momento mayéutico está en estrecha relación con el momento de la doble reflexión, la cual ha de ser entendida como la inclusión del que comunica en su comunicación, es decir, que el que comunica, el maestro, debe existir en aquello que él enseña (EC, 179). Como pensador subjetivo el maestro está deviniendo, es en la interioridad, en la reflexión que lo constituye: "la doble reflexión radica en la idea de la comunicación misma, a saber, que la subjetividad existente en la interioridad del aislamiento (...) quiere comunicarse, que ella quiere tener al mismo tiempo su pensamiento en la interioridad de su existencia subjetiva y, sin embargo, quiere comunicarse" (UN I, 65). La exigencia al maestro es, para repetirlo una vez más, reduplicar, incluirse en aquello que comunica: educar a alguien significa educarse a sí mismo (EC, 193-207).

Resumiendo, las determinaciones de la comunicación indirecta son las siguientes: 1) que en la dialéctica de la comunicación ética y de la comunicación ético-religiosa, no se trata de una comunicación de saber, sino de una comunicación de poder, 2) que esto presupone que el hombre debe ser conducido indirectamente por medio de la educación hacia su autoconocimiento, y 3) que el que comunica para ello debe esconderse mayéuticamente tras la comunicación, que él reduplica, para llamar la atención del destinatario sobre el hecho de que él es un yo, para ayudarlo a ser independiente.[10]  Quisiera ahora considerar estas determinaciones más de cerca tomando como ejemplo los escritos O lo uno o lo otro y Las obras del amor en los cuales la comunicación indirecta y la comunicación directa-indirecta juegan un papel esencial.

 

II. La función terapéutica de la comunicación indirecta

El escrito O lo uno o lo otro puede ser considerado como el proyecto más pretencioso de Kierkegaard de despertar en el lector, mediante todos los medios poéticos y ficticios posibles, la necesidad y la importancia de ser sí mismo. La estructura del escrito tiende estratégicamente, de un lado, a encontrar al lector donde él está, por medio de los papeles de un joven esteta A (O lo uno o lo otro I); y del otro lado, a llamar la atención del lector sobre la comunicación ética por medio de los papeles de un funcionario público B (O lo uno o lo otro II). Los papeles de A son un conjunto de ensayos estéticos y líricos, y de reflexiones entorno al arte, tanto en el sentido de una teoría del arte y de lo bello, como en el sentido del arte como forma de existencia, como una actitud vital.[11]  Identificándose con el mundo allí descrito el lector se siente como en casa. Todo aquello que Kierkegaard constató críticamente sobre la modernidad, se presenta aquí con la máscara de la vida buena y apropiada. Esta identificación con la vida estética, magistralmente puesta en escena, atrapa al lector y lo conduce —engañándolo con la verdad— a un lugar determinado, a lo existencial. Los papeles de B son dos largas cartas dirigidas al joven esteta A, en las cuales el funcionario B se presenta como un representante de una concepción de vida superior a la del joven esteta A.[12]  En estas cartas son utilizados todos los medios descritos de la comunicación indirecta y el lector participa de la comunicación como un expectador. Ahora bien, en la medida en que el lector advierte que la concepción estética de la vida de A es un autoengaño, comprende que su vida igualmente lo es, ya que él se había identificado desde un comienzo con aquél. La comunicación indirecta no se produce entre A y B, pues B se dirige directamente a A y pone al descubierto su situación, sino entre B y el lector que participa de la comunicación a A. Para comprender un poco mejor el paso de lo estético a lo ético y la función terapéutica de la comunicación indirecta, presentaré resumidamente algunos aspectos de las concepciones de lo estético y de lo ético en O lo uno o lo otro.

En O lo uno o lo otro lo estético es definido como el estadio inmediato de la existencia y las relaciones al interior de él igual que en el libro de Fichte La determinación del hombre,[13]  a saber, que al interior de lo estético el individuo es inmediatamente lo que es, que su acción no está mediada por la conciencia, que en cada instante determinan su situación, su forma de ser en el mundo, situaciones externas y que por lo tanto no puede ser libre. Pues en lo estético "el espíritu no está determindado como espíritu sino inmediatamente" (OO II, 38), y aún en su mayor grado de espiritualidad permanece aferrado a lo inmediato, a lo natural. Lo estético como lo inmediato designa por lo tanto la esfera de lo natural, en la cual los afectos, inclinaciones y pasiones dominan sobre la vida del hombre sin la mediación de la conciencia. La autoconservación y el autodesarrollo es la meta, la finalidad de la existencia inmediata, en la cual toda relación con algo y toda acción aspiran siempre a la autosatisfacción, mas no a la independencia y al ser-activo. La falta de compromiso y transparencia, el permanente huir a la realidad, el desarrollo de la personalidad en relación con condiciones externas que no están en poder del individuo, el ocultamiento de la propia condición social, la falta de una continuidad en la vida y el actuar contingente y arbitrario, complementan la tesis de que en lo estético todo desarrollo se deja comprender como falta de autodeterminación. Y este estado es el que se describe con el concepto de "desesperación", cuyas formas caracterizan la incapacidad de formarse una autocomprensión significativa.[14] 

Sólo cuando el individuo se esfuerza en abandonar este estado de la desesperación y en devenir sí mismo, sólo entonces está presente efectivamente en él la idea de un actuar responsable y de un relacionarse positivamente con la existencia, la idea de una permanente realización de lo ético en comunicación con los demás. Pero para que el individuo realmente realice este esfuerzo, tiene que despertar a la conciencia de su situación, a la conciencia de la desesperación; tiene que ganar sobre todo una comprensión que le ayude a percibir qué tan incompleta es su existencia estética. Lo que la comunicación produce mediante su método indirecto es precisamente el poner en marcha este movimiento hacia sí mismo que coloca al individuo delante de la elección, delante de la posibilidad de su libertad. En el escrito Ejercitación del cristianismo se expresa esta situación de la siguiente manera: "No se da comunicación directa ni recepción directa: solamente se da una elección" (EC, 204), y por eso la tarea del mayéutico consiste en "desligar a la otra persona de sí, para hacerla introvertida, para hacerla libre, no para arrastrarla hacia sí" (206).

Este ayudar al otro a que sea independiente por medio de la comunicación indirecta, conduce pues al individuo, según he venido argumentado, delante de una elección, delante de la posibilidad de su ser sí mismo. El asumir efectivo de esta posibilidad, es según la terminología de Kierkegaard, el nacimiento ético a través del cual el individuo se forma en su correcto relacionarse consigo mismo y con los demás y, se apropia a su vez responsablamente su historia personal. Por medio de este devenir consciente de la propia historia personal y del reconocimiento de la propia identidad en ella el individuo entra en relación con los demás, de modo que el acto indirectamente provocado de autoelección produce en él no sólo el autoreconocimiento, sino también el reconocimiento del otro: "Esa historia es de especies diferentes, pues se encuentra en relación con otros individuos de la familia y con toda la familia; esa historia contiene algo doloroso y, sin embargo, sólo por ella él es lo que es. Por eso hace falta coraje para elegirse a uno mismo, pues en el momento que uno parece aislarse más, más penetra en la raíz por la cual se relaciona con el todo" (OO II, 76).[15]  Pero no sólo se trata del reconocimiento de sí mismo y del reconocimiento de los otros en una historia común, se trata además de la permanente lucha por poseerse a sí mismo a partir de lo ganado en la autoelección. La autoelección sería así lo que fomenta positivamente el reconocer en su significado auténtico —el reconocer del otro y de sí mismo como un yo—. La comunicación indirecta va de la mano con intersubjetividad: en la medida en que el individuo es ayudado indirectamente a ser independiente se constituye en una autorelación de permante apropiación que hace visible al otro y parte de su actividad. La función terapéutica de la comunicación indirecta consiste en este ayudar al otro a ser libre, o lo que es lo mismo, en liberarlo de las formas negativas de la libertad. Este ser libre y en la libertad asumir con responsabilidad las formas de la eticidad —el amor, la amistad, el trabajo y la vocación—, y manifestar en la vida lo común-humano, es la tarea del individuo que realiza lo ético, es la exigencia ética que se ha vuelto su deber. No obstante, Kierkegaard reconoce en sus escritos posteriores que esta posición es demasiado optimista e ingenua, y esto lo lleva a formular una exigencia radical en Las obras del amor. En este escrito, en tanto se trata de meditaciones cristianas en forma de discursos, del paso de lo ético a lo ético-religioso, la comunicación es directa-indirecta. El diálogo es ahora un diálogo directo-indirecto entre Kierkegaard y el lector. Directo porque hay un momento del saber, la palabra del evangelio, que no se puede presuponer, sino que es necesario exponer "provisionalmente" (Diarios VIII-2 B 89). Indirecto porque el discurso no conduce al saber, sino al deber-poder, hacia una realización.

 

III. La exigencia ética radical

En el amor y la amistad, así como en la mayoría de las relaciones interpersonales, es depositada con frecuencia una exigencia a ambos lados de la relación que normalmente implica cierta reciprocidad. Y la presencia de esta reciprocidad se interpreta como una respuesta positiva, como algo que contribuye al crecimiento y fortalecimiento de la relación. Así, en el amor y la amistad se habla de entrega, fidelidad, confianza y respeto, mientras en el resto de las relaciones interpersonales se habla del reconocimiento recíproco en su sentido amplio, a saber, del reconocimiento de derechos económicos, políticos y sociales, del reconocimiento de capacidades. Si bien en las relaciones íntimas no es posible exigir absolutamente esta respuesta positiva, pues el amor y la amistad son más bien algo que se espera del otro, se parte del hecho de que una relación íntima auténtica se basa en esta reciprocidad. De las relaciones interpersonales se podría afirmar lo mismo, que el reconocimiento es algo que se espera del otro, solo que este tipo de relaciones son en muchos casos reguladas por la normatividad, de modo que no reconocer al otro puede ser una falta, a la cual corresponde un castigo correspondiente. En ambos casos, la exigencia ética, entendida de un modo tradicional como un llamado a reconocer al otro, no garantiza que las relaciones permanezcan en su forma positiva. Kierkegaard reconoce justamente este peligro y va más allá que sus predecesores al formular una exigencia ética radical. Pues para Kierkegaard el egoísmo está siempre al acecho, no sólo se presenta bajo la figura del amor propio, sino que incluso está presente en el amor y la amistad, así como en el resto de las relaciones. En el amor y la amistad porque la entrega pocas veces es desinteresada y siempre hay de por medio la reclamación de méritos, porque el amor y la amistad no es otra cosa que la prolongación del amor propio, es decir, porque el egoísmo no desaparece en la amistad sino que se reduplica en la unión de dos yos, en la cual el uno lo es todo para el otro, en la cual el uno quiere hacer algo concreto del otro o en la cual el uno se sirve del otro. El amor y la amistad parecen ser auténticos mientras duran, mas siempre revelan el lado egoísta en los momentos de crisis o en el momento de la definitiva separación. La base de estas relaciones es por lo tanto inestable al igual que el elemento positivo que de ellas se deriva. En el caso de las relaciones sociales el riesgo del egoísmo se agudiza, pues no siempre se actúa teniendo ante todo presente el bienestar del otro, sino que en la mayoría de los casos prima el propio provecho. Se actúa de acuerdo a una ley externa que regula las relaciones mediante la coacción, mas no de acuerdo a una ley interna según la cual lo más importante es el bien del otro. La base de estas relaciones depende entonces de la determinación del punto de vista normativo para actuar correctamente, de una determinación con un alto grado de contingencia.

Para Kierkegaard la única manera de superar el egoísmo y la depedencia de la permanente determinación de una ley contingente que retrasa la acción, es por medio de la exigencia ética radical y unilateral. La exigencia es unilateral porque ya no concierne a ambas partes de la relación, pues la exigencia recae sólo sobre el individuo, sobre el lector a quien es dirigido el discurso. La exigencia es radical porque va de la mano con una renuncia total a todo mérito, porque impele a amar sin esperar nada; la reciprocidad desaparece por completo de la relación. La exigencia es ética porque impele a ver en todos y cada de los hombres al semejante, a eliminar las diferencias, a contribuir en todo momento al bienestar del otro, a ver el bien en él, a conducirlo siempre a una autorrelación positiva. El amor se convierte así en una exigencia radical al individuo a trascender su egocentricidad. Pero al hablar así del amor Kierkegaard ya no se está refiriendo al amor en el sentido tradicional de la palabra, sino al amor cristiano que no tiene que ver con una forma especial de relación, sino que se extiende a todo tipo de relación, es decir, este amor pasa a ser lo primero en todo tipo de relación. Más aun, Kierkegaard se refiere a Las obras del amor, con lo cual el amor se convierte en una acción, en una tarea de permanente realización que repercute positivamente en los demás. Veamos entonces más de cerca en qué consiste este amor y sus obras y cómo ha de ser entendida exactamente la radicalidad ya aludida.

El primer apartado del primer libro del escrito Las obras del amor trae por título "la vida oculta del amor y su reconocimiento por los frutos". En este apartado se ofrece un análisis fenomenológico del amor en el cual se trata de sus formas de manifestación en el mundo. Según Kierkegaard en las relaciones interpersonales se desconoce la presencia de este amor auténtico que une con la eternidad, que es lo que es, es decir, lo que permanece y se extiende ininterrumpidamente a todos los ámbitos de la existencia y que por lo tanto no es "pasajero", lo que solamente "florece". La vida oculta del amor se conoce por sus frutos y Kierkegaard expresa esto como una "necesidad" del amor, como una necesidad de manifestación de aquello que es el fundamento más íntimo de la personalidad. Reconocer el amor por sus frutos parte así, de un lado, de la creencia en la presencia del amor en todas partes, en todos los hombres —el amor implica la fe en el amor—, de otro lado, de la posibilidad efectiva de su manifestación. Ahora bien, el reconocimiento del amor por sus frutos no va de la mano con la exigencia de entrar a juzgar al otro para ver el amor en él. Todo lo contrario, la expresión se refiere exclusivamente al individuo particular, lo exhorta a trabajar para que su amor se manifieste y pueda ser conocido —al margen de que éste sea visto o no—. De ahí que conocer el amor por sus frutos no sea la búsqueda inquisitiva de éste en los demás, ni la exaltación de sí mismo, por ejemplo por medio de la palabra o el mero obrar interesado; más bien se trata de aprender a conocer el amor por sus obras, por las obras que pueden ser conocidas por todos aquellos que participan del amor. "Por eso la señal definitiva, la más exultante y absolutamente convictiva del amor, siempre será el amor mismo, tal como es conocido por otra persona. Porque lo semejante sólo se conoce por lo semejante; solamente el que permanece en el amor puede conocer el amor, de la misma manera que así su amor puede ser reconocido" (OA I, 62).

Junto a la exigencia de dar a conocer el amor —obrar con amor— está la exigencia debes amar al prójimo "como a tí mismo". El objeto del amor no es por lo tanto el "amigo" o el "amado", sino el prójimo, todos los hombres, y el deber es amarlo como a sí mismo, no como a un otro. La diferencia entre el concepto de amor del paganismo y el concepto de amor del cristianismo radica esencialmente en que este último descubre y conoce la existencia del prójimo. Mientras el primero desdeña el amor propio en tanto egoísta y exalta el amor y la amistad que proceden del impulso y la inclinación, el segundo ve tanto en el amor propio como en el amor erótico y la amistad —que Kierkegaard llama amor de la predilección— el egoísmo, y opone a éstos el amor al prójimo.

Mientras el poeta encuentra en el amor de la predilección material de inspiración y canta a la intensidad del instante, en el cual sólo hay una persona amada en el mundo, un primer amor que es el del comienzo y que lo es todo para el amante, no sabe qué hacer con el amor al prójimo que no está ahí para ser cantado, sino para "ser puesto en práctica" (OA I, 107), con el amor que es la inclusión de todos en el amor. La tarea ética —el "tú debes"— es algo a lo que se sustrae el amor y la amistad éticamente considerados, pues el amor al prójimo como deber es la tarea ética del individuo de ver al prójimo y ser el prójimo del otro, de reconocer a ese otro que son todos y cada uno de los hombres. Lo sensual que en el amor erótico y la amistad se manifiesta es por lo tanto lo que el cristianismo entiende como lo egoísta que debe ser trascendido. Esto último permite establecer la diferencia entre amar al otro como un otro yo (egoístamente) y amar al otro como un prójimo. Como ya se dijo, el paganismo diferencia entre amor propio, amor erótico y amistad; ve el egoísmo en aquél y en la relación amorosa cuando se presenta la infedelidad. El cristianismo por su parte, ve incluso en ese abandono y entrega ilimitada al otro —como un otro yo— en la relación lo egoísta, debido a que la admiración que surge en la relación se traduce, en tanto produce autosatisfacción, en amor propio, debido también a que la entrega aumenta el individualismo y a que los dos yos devienen un solo "yo" indiferenciado. El amor al prójimo es al contrario "amor de abnegación" que no hace caso a las diferencias, que no parte de la relación con un otro como un otro yo, sino como un "primer tú" (OA I, 123). Mientras que en la predilección apasionada los dos yo devienen un solo "yo", en el amor al prójimo se trata de dos individuos determinados como espíritu, como sí mismos. De acuerdo con lo anterior, "el prójimo es la igualdad de todos" (127), o mejor dicho, "el amor representa la igualdad eterna al amar" (124), ya que el fundamento de la relación no es una predilección apasionada, ni la discriminación, sino la abnegación, el "tú debes" que mueve a la acción y a través del cual se reconoce la igualdad propia de todo hombre ante Dios en su relación con los demás.

La exigencia entonces es ponerse a amar inmediatamente al prójimo, no queriendo decir con ello que no se debe amar al amado o al amigo, sino que lo primero que se debe amar y ver en ellos es al prójimo, que se debe partir de la igualdad en el amor: "La esposa ha de ser primera y primariamente para ti el prójimo; que sea tu esposa es sólo una determinación ulterior de vuestra relación particular mutua" (247). Se trata entonces, con esta prioridad del prójimo, de evitar el riesgo de que el amado o el amigo se conviertan en una excepción, de evitar el riesgo de que lo fundamental en la relación, que se es un prójimo, un hombre, desaparezca por la resaltación de lo particular en cada hombre. Amarse a sí mismo como exigencia no es otra cosa que amar al prójimo y mantenerse —ser ininterrumpidamente activo— en el amor, sin discriminar, sin conceder ventajas al amado, poniéndose por encima de las diferencias y de las distinciones que impiden el ver. Al respecto señala Kierkegaard que la "perfección del objeto no es la perfección del amor mismo" (136) —es decir, el amor debe trascender en primera instancia la particularidad del objeto (el ser amado, el amigo, la persona interesante, etc.)—, "que este amor sólo se reconoce por el amor" (137). La idea que subyace a esto último es la siguiente: no hay que salir a buscar el objeto de amor, más bien, "el amor es algo que uno mismo tiene que aportar" (271); "la tarea no consiste en encontrar el objeto amable; sino que consiste en encontrar amable el objeto dado o elegido una vez por todas, y en que se pueda permanecer encontrándolo amable, cambie lo que cambie" (274). Cuando se ama al hombre que se ve, se rompe con las idealizaciones y fanatismos, se dirige la mirada a la realidad en la que el amado o el amigo es lo que es, se ama lo que es visible en él y no nuestra representación de lo que quisieramos que él fuera.

Esto último es muy importante para comprender la idea de una igualdad en el amor. El precepto dice "tú debes amar", esto es, no atiendas a las diferencias. Mas no es que las diferencias —la particularidad y las circunstancias en la que todo individuo está inscrito, lo que hace de éste o aquél un individuo concreto y determinado— deban ser eliminadas para poder amar, sino que el individuo debe elevarse por encima de ellas para estar en igualdad con los demás. Esta igualdad es diferente a la igualdad mundana de una nivelación social, de una justicia igualitaria, de una mayoría que permanece en la diferencia, de una igualdad que eliminando las diferencias, establece la diferencia del conjunto en la cual se apoya el todo. Dicho de otro modo, la igualdad en el amor es diferente de la igualdad humana, que para Kierkegaard es sólo apariencia de igualdad en tanto se basa en la "diferencia compartida por la mayoría" (149), la cual es indiferente con respecto a las demás diferencias. Dicha igualdad basada en la diferencia, se extiende como fenómeno que justifica la corrupción aristocrática y la corrupción de las masas. Proclamar así la igualdad de todos los hombres desde la diferencia, desde el poder abstracto de la mayoría, es permanecer en la diferencia, conocer al prójimo desde la lejanía.[16]  Para Kierkegaard se trata entonces de "querer existir sin barreras y por igual para todo hombre en absoluto, permaneciendo sin embargo en la existencia temporal que a uno le ha sido asignada" (163), de "existir con esencial indiferencia para cada uno de los hombres" (164), reconociendo que tras el traje de la diferencia —lo que cada uno en tanto individuo determinado es— está el prójimo en el cual todos nos asemejamos. Es decir, no se exige con ello dejar de ser sí mismo o renunciar a ser sí mismo, sino más bien el querer existir para los demás, edificando, viendo el amor en ellos.

La palabra edificar se relaciona siempre, según Kierkegaard, a todo aquello donde está presente el amor, de modo tal que un suceso es edificante por el amor que en él se manifiesta. "Edificar significa levantar algo hacia arriba partiendo de los mismos cimientos" (OA II, 15). El punto de partida, la base, es fundamental, a saber, el amor mismo: "el amor es el principio de todas las cosas, y entendido en el sentido espiritual el amor es la fundamentación más profunda de la vida espiritual" (22-3), es decir, el amor edifica a partir del presupuesto de que el amor está en la otra persona como su fundamento. Cuando el amor es una exigencia unilateral al individuo, entonces la exigencia se traduce no sólo en creer en la presencia del amor, sino también en querer que éste se manifieste positivamente en el objeto del amor. El presuponer el amor es el elemento de reciprocidad en la relación: quien tiene amor en sí mismo presupone el amor en los demás, el amante presupone el amor en el amado, "amar es presuponer amor" (34), o dicho de otra manera, quien tiene el amor en sí mismo, debe poder querer edificar mediante su acción.

Este deber poder edificar mediante la acción partiendo de los mismos cimientos, del presuponer el amor en el otro, significa ante todo que el amor es paciente, que no guarda ni envidia ni rencor, que no busca lo suyo, que no se alegra de la injusticia, que lo soporta todo, que lo cree todo, que espera todo, que lo tolera todo. Edificar es la reunión de todos estos aspectos que en su unidad contribuyen siempre desinteresadamente al bienestar del otro. Veamos entonces más de cerca estos aspectos. Creerlo todo en el amor va de la mano, como ya se indicó, con el creer en la presencia del amor y ponerse a amar al otro renunciando a la reciprocidad. En tanto no se espera nada del otro en la relación amorosa desaparace a su vez la posibilidad del engaño por parte del amado, ya que el amante sólo busca dar amor y permanecer en el amor. No se quiere decir con ello que el amado no pueda llegar a engañar, sino más bien que el amor hacia él no debe depender de su respuesta. La exigencia puede parecer ridícula y ciertamente, así lo resalta Kierkegaard, lo es a los ojos de la concepción mundana del amor, pues ¿cómo es posible que la exigencia consista en amar a quien me engaña? ¿No es el engaño motivo suficiente para romper con el amor? Pero quien tiene amor, da amor y presupone el amor en los demás. El engaño sólo existe como autoengaño, es decir, sólo existe de un lado de la relación, si el amado engaña al amante, se engaña a sí mismo, pues el amante continúa en el amor; si el amante al ser engañado rompe con la relación, demuestra con ello que en él no había amor e igualmente se engaña. El amor no es por lo tanto un asunto del saber, sino de una elección entre creer (amar) y no creer (desconfiar). Al respecto es importante tener claridad sobre la diferencia entre creer y saber, así como entre el desconfiar y el saber. El saber, como Kierkegaard lo entiende, es el movimiento de "poner en equilibrio las posibilidades opuestas" (46) y en tal sentido es lo indiferente. El saber no toma partida por esto o aquello, sino que conduce al equilibrio a partir del cual se juzga y se manifiesta si se desconfía o se ama, es decir, el equilibrio que el saber constituye no se traduce en un conocimiento ulterior, sino en una elección: "con el saber, cabalmente en la medida en que éste sea más perfecto, solamente llegas al equilibrio; pero en la conclusión que se tome, se responsabiliza íntimanente el que está juzgando, quedando al descubierto su interioridad" (51). La vida del individuo no comienza entonces en virtud de un saber, sino en virtud de un creer, esto es, de una elección; pues el saber no determina lo que uno es, sino que lo que uno es, es determinado en lo que uno cree. La decisión pasa entonces por querer creer en el bien o no creer en nada y así creer en el mal. Mantenerse en el amor creyéndolo todo es así luchar contra la concepción mundana del amor, contra la primacía de lo sensual, contra el amor egoísta basado en la reciprocidad.

El amor no sólo lo cree todo en el sentido aludido, el amor lo espera todo. La espera es una necesidad que siempre está en relación con lo futuro, con lo porvenir, y en la espera se presenta de nuevo una elección entre la esperanza y el temor: "si [el hombre] esperando se relaciona a la posibilidad del bien, entonces tenemos la esperanza (...) Si esperando se relaciona a la posibilidad del mal, entonces tenemos el temor" (73). "Esperarlo todo" amorosamente es "esperar siempre" la posibilidad del bien por sí mismo y por el otro, es la renuncia a la prudencia que recomienda tomar distancia, es la renuncia al odio y a la envidia, al gozo por el mal ajeno, a todo sentimiento que se sustrae a la posibilidad del bien. De nuevo la exigencia aquí parece ser rídicula, pues ¿cómo es posible que se exija esperar el bien para todos sin excepción, incluso para aquellos que nos han hecho daño o para aquellos que con sus actos infringen dolor en el mundo? ¿No es esto un despropósito? Por supuesto que lo es, si se trata de la prudencia humana. Según Kierkegaard no esperarlo todo en el amor significaría dejar de ver el prójimo en el otro, sería renunciar a la posibilidad de que el bien se presente en él en el último momento, sería renunciar a él y mostrar así que el amor no estaba presente, pues renunciar a un hombre es renunciar a todos.

Este amor que lo cree y lo espera todo, no busca además lo que es suyo, no busca volverse objeto del amor de otro, como tampoco busca su provecho: "el amor no busca lo suyo propio; porque en el amor no hay mío ni tuyo. Ahora bien, mío y tuyo no son más que un concepto relativo a lo que es ‘propio’; por lo tanto, si no hay mío ni tuyo, tampoco hay algo propio; y no habiendo nada propio es sin duda imposible buscar lo que es suyo" (98-9). Mientras en el amor auténtico desaparece lo propio, en el amor y la amistad se da sólo el intercambio entre mío y tuyo que da lugar a lo nuestro, que en la comunidad tiene el mismo valor que el mío para el individuo. Así las cosas, en dicha entrega el elemento egoísta pasa a ser lo "nuestro" en la comunidad. Y en la medida en que el amante no busca lo suyo, "no hace sino amar lo propio del otro", esto es, lo que hace de él un individuo determinado (106). En las relaciones humanas sucede todo lo contrario, en el sentido de que la búsqueda de lo propio la mayoría de las veces siempre va de la mano con una instrumentalización en favor de los propios fines. Esto último lo ilustra Kierkegaard en la siguiente situación:

"El que es duro y dominante no tiene flexibilidad ni condescendencia para comprender a los demás, exige que cada uno se someta a su propio provecho y pretende que cada uno se transforme a su imagen y que quede recortado de acuerdo a su patrón de los hombres. O si alguna rara vez hace una excepción —lo que él coinsidera como manifestación extraordinaria de amor— entonces lo que busca, según su propia confesión, es llegar a comprender a un solo hombre. Pero lo hace de una manera completamente peculiar y arbitraria, pensando a ese hombre en posesión de una determinada cualidad y, en definitiva, exigiéndole que se ajuste a encarnar su idea preconcebida. En realidad no importa un comino el que determinada cualidad sea peculiar de la otra persona, ya que lo único que hace el caso es lo que la persona dominante ha pensado para sí. El duro y el dominante nunca puede formar a nadie, se contenta con transformarlo; es decir, que busca lo que es suyo y así poder siempre decir en todas partes, señalando con el dedo: ‘he aquí una simple imagen mía, éste es pensamiento mío y voluntad mía’. Tampoco implica una diferencia esencial el hecho de que al duro y dominante se le haya asignado un vasto círculo o un círculo reducido para su dominación, que sea el tirano de un imperio o un tirano casero en la pequeña habitación de una buhardilla, porque el asunto siempre es el mismo: el no querer dominadoramente salir nunca de sí mismo y, también de una manera dominadora, pretender destrozar o hacer imposible la expansión vital de la peculiaridad de la otra persona" (107-8).

En el amor, por el contrario, se busca ayudar al otro a ser independiente, a ser sí mismo y dueño de sí mismo mediante la formación de su personalidad, y esto sin que él perciba que ha sido ayudado, que está en deuda con el otro y que por lo tanto está en una relación de dependencia, en la que se exige directa o indirectamente reconocimiento. En el amor el amante que no busca lo suyo, permanece de tal manera incógnito en la ayuda que brinda que puede decir: ‘este hombre es ahora independiente —con mi ayuda, no la proyección, la imagen o el deseo que egoístamente quiero depositar en él’—. Mas este ayudar al otro implica siempre, en tanto la ayuda es mayéutica, una reduplicación. Como ya se tematizó arriba, ayudar al otro a ser independiente es ayudarse a sí mismo, educar a alguien es educarse a sí mismo, es ser lo que se enseña, existir en la propia reflexión. Así, en el amor tiene siempre lugar esta reduplicación, a saber, que se da algo que ya se posee. El amor es por lo tanto una reduplicación hacia adentro y hacia afuera, un salir de sí mismo y un retornar a sí mismo, un recibir lo que se da.

La tarea consiste entonces, una vez que el amor es asumido como una ley que ha de cumplirse y como la necesidad de estar-ahí incondicionalmente para todos y cada uno de los hombres, en convertirse en el amoroso que en la lucha gana al amado para el bien y la verdad. Ahora bien, esta lucha es doble. De un lado se trata de superar el mal con el bien, de hacer del amado un vencido, y del otro lado, de la conquista del vencido mediante la reconciliación en el amor. La reconciliación amorosa, la segunda lucha, consiste en la lucha ya no frente a frente, sino del lado del vencido, es decir, consiste en la necesidad de perdonar, en la necesidad de luchar amorosamente "para que la otra persona se digne recibir el perdón y deje de ser irreconciliable" (211). Pero, ¿no es acaso esta exigencia tan ridícula como todas las demás? Pues ¿por qué he de querer perdonar a quien no pide mi perdón? ¿Por qué he de querer reconciliarme con el amado o amigo infiel o con cualquier hombre que me es desconocido? De nuevo hay que insistir, en que así pregunta la prudencia humana. Kierkegaard por el contrario parte de que las relaciones interpersonales no son relaciones entre hombre y hombre, sino siempre y fundamentalmente una relación entre hombre-Dios-hombre (I, 195-6). El objeto del amor —el amado en el sentido amplio de la palabra— deja de ser aquello que determina si hay o no amor en la relación. Al ser Dios el común denominador —la determinación intermedia— en la relación, es decir, el tercero en la relación que sostiene la relación, la exigencia consiste en que cada quien en la relación se relacione primero con Dios y que remita siempre su relación a Dios. Esta exigencia equivale exactamente a la misma exigencia de amar en la relación primero al prójimo, pues para Kierkegaard amar al prójimo es amar a Dios.

Kierkegaard no pasa por alto el hecho de que en las relaciones interpersonales del mundo moderno domina la tendencia a sustraerse de este vínculo con Dios y con ello a la exigencia radical y unilateral de un cumplimiento de la ley. De ahí que Kierkegaard se pregunte hasta qué punto es posible proclamar una exigencia ética sin que Dios sea el origen del actuar mismo, sin que Dios sea el común denominador al cual se remita siempre la acción, hasta qué punto pueda permanecer Dios excluido y olvidado en el cumplimiento de la ley y si con ello no se correría el riesgo de caer en relativismos y un actuar contingente. Si en el lugar vacío de Dios son puestos los derechos humanos, entonces la determinación de aquello que sea la ley pasa a ser un proyecto interminable que, o bien recae en el arbitrio del escogido de turno, o en el arbitrio de la libre asociación, o bien en el acuerdo mutuo de la mayoría, un proyecto que fomenta el "egoísmo asociado" (I, 215) y la "comunidad de intereses creados" (218). Además Kierkegaard ve en este poder de la mayoría el riesgo permanente de que el individuo se tenga que someter a mecanismos que en nombre de la ley de la mayoría presenten lo injusto como lo justo: "¿acaso lo ético —pregunta Kierkegaard— es una cosa tan contingente, que cuando una gran multitud se hace reo de indecencia, o la cometemos incluso todos los hombres, entonces lo indecente se convierte en lo honesto?" (I, 211).[17]  Si por el contrario, lo ético es determinado radicalmente como un relacionarse con Dios, entonces es posible esperar que cada uno cumpla con el mismo deber. Si el punto de partida es la relación con Dios —o con el prójimo— y no primeramente la relación con los demás, entonces es reconocible inmediatamente la exigencia de la ley: comenzar a amar al prójimo inmediatamente renunciando a todo beneficio, ayudar al prójimo a ser independiente, amo y señor de sí mismo.[18]  Remitida la relación a esta instancia superior inmanente, el amante, que vence al amado y se reconcilia con él en el amor, pasa a ser un servidor incógnito de la verdad.[19] 

En la remisión de la relación a esta instancia superior inmanente es posible ver que la exigencia radical de reconocer y amar en todos los hombres el prójimo implica a su vez reciprocidad e intersubjetividad. La presencia del tercero en la relación llama la atención sobre el hecho de que aquello que un individuo le haga al otro, lo hará Dios con él. Si doy amor recibo amor, si juzgo soy juzgado, si amo al prójimo me convierto en su prójimo, si perdono recibo perdón. Aquí no se trata de la justicia humana del ojo por ojo, ni de hacer coincidir la acción con lo moral, de modo que sólo se actúe de manera tal que pueda esperar que el otro también actúe así. La acción es interior y ya no importa más cómo actúan los otros, sino cómo actúo yo delante de ellos: "Lo único que ha de importarte es lo que tú haces con los demás, o dicho de otro modo: lo único que ha de importarte es cómo descubres y juzgas lo que los demás hacen contigo. La dirección es hacia adentro, en tu interior, no teniendo esencialmente ninguna tarea con los demás, sino contigo mismo delante de Dios [delante de la verdad (SM)]" (II, 283). No obstante, esta exigencia no debe ser entendida como si se tratase simplemente de la mera ocupación egoísta consigo mismo delante de Dios; más bien la interioridad significa la inclusión desinteresada del otro en mi actividad mediante la abnegación, mediante la renuncia a la recompensa o al mérito habitual que impide comenzar a amar inmediatamente a todos los hombres en tanto hombres, independientemente de cómo obren ellos. La unilateralidad de la exigencia no es por lo tanto una negación de la reciprocidad en las relaciones íntimas o en las otras formas de relación. Más bien, como se ha venido sugiriendo, ella tiene prioridad, está al comienzo del actuar moral, de modo tal que es posible decir que esta autocomprensión ético-religiosa, la cual está contenida en la exigencia unilateral al individuo, asegura el reconocimiento recíproco. Si no se desantiende esto último, es posible afirmar, de un lado, que la exigencia ética no se reduce a la dimensión religiosa, pues la radicalidad representa un momento del actuar moral que no se debe separar absolutamente de la continuidad con el mundo, de la referencia al mundo de la vida, que es el horizonte de interacción, en el cual las obras del amor se manifiestan. De otro lado, es posible hacer frente a la lectura existencialista y a la lectura deconstructivista de Kierkegaard, que reduce todo al momento subjetivo de la formación del sí mismo o al momento nihilista de la desesperación inherente a él, desconciendo así que éste es ante todo un yo social y determinado, es decir, que no se trata exclusivamente del individuo, sino de él en comunicación con los demás.

 


* Este ensayo está vinculado al trabajo de investigación doctoral Das gelingende Gutsein. Ueber Liebe und Anerkennung bei Kierkegaard, que el autor está culminando actualmente en la Universidad de Frankfurt.

[1] Las obras de Kierkegaard serán citadas de acuerdo con las siguientes traducciones y abreviaturas:

       EE: Estética y ética en la formación de la personalidad. Buenos Aires: Editorial Nova.

       CA: El concepto de la angustia. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1965.

       UN I: Abschließende unwissenschaftliche Nachschrift zu den Philosophischen Brocken, Erster Band.  Düsseldorf, Colonia, Ver en español: Postscriptum no científico a las migajas filosóficas. Primera parte, 1950.

       EC: Ejercitación en el cristianismo. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1961.

       OA I: Las obras del amor. Primera parte. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1965.

       OA II: Las obras del amor. Segunda parte. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1965.

       LA: Eine literarische Anzeige (en español: Una reseña literaria), Düsseldorf, Colonia, 1950.

       EM: La enfermedad mortal. Madrid: Sarpe S. A., 1984.

PV: Mi punto de vista. Madrid: Sarpe S. A., 1985.

Diarios VIII-2 B: Der Vorlesungsentwurf Die Dialektik der ethischen und der ethisch-religiösen Mitteilung (en español: La dialéctica de la comunicación ética y de la comunicación ético-religiosa), Bodenheim, 1997, pp. 15-80.

[2] De acuerdo con la concepción de los estadios de la existencia – el estético, el ético y el religioso –, el individuo deviene sí mismo en el avanzar, en el salto cualitativo de un estadio a otro. Kierkegaard habla con frecuencia de lo estético, de lo ético y de lo religioso y con ello ya se acentúa una diferencia con respecto a la tradición filosófica, a saber, que no se trata de una teoría general sobre la estética, la ética y la religión, sino de formas de existencia, de modos de ser en el mundo y sus manifestaciones. Lo estético, lo ético y lo religioso tienen así una existencia propia, designan un actuar continuo, presentan al individuo existiendo y en relación con su elemento.

[3] Cfr. Diem, H.  Søren Kierkegaard. Spion im Dienst Gottes. Frankfurt am Main, 1957, pp. 18-22.

[4] Kierkegaard se refiere constantemente de manera irónica a Hegel, resaltando que éste construyó un sistema semejante a un castillo suntuoso, retirándose a vivir sin embargo en la perrera del castillo. "Espiritualmente hablando, los pensamientos de un hombre deben ser el edificio en el que él habita —pues de lo contrario está confundido—" (Diarios VII A 82). O en El concepto de la angustia leemos: "Sin embargo, Schleiermacher era todo un pensador en el bello sentido griego de la palabra, un pensador que sólo hablaba de lo que sabía, mientras que Hegel, a pesar de sus extraordinarias dotes y colosal erudición, no logra con toda su aportación hacernos olvidar nunca que él era, en el sentido alemán de la expresión, un profesor de filosofía en gran escala, empeñado en explicarlo todo a cualquier precio" (56).

[5] "Toda existencia tiene que tener primitividad. Mas la existencia primitiva implica siempre una revisión de lo fundamental" (Diarios VIII-2 B 89). Con ello se trata de "revisar lo común-humano, las preguntas fundamentales. Esto es en sentido profundo honestidad. Y carecer por completo de la primitividad y por consiguiente del revisar, así sin más, tomando todo por costumbre dada, sustrayéndose así de la responsabilidad, de que uno actúa de acuerdo a ello, es deshonestidad" (ibíd.).

[6] Cfr. Grøn, A. Angst bei Søren Kierkegaard. Eine Einführung in sein Denken, Stuttgart, 1999, p. 182ss; Kloeden, W. v. Sozialphilosophische Probleme im Denken Søren Kierkegaards, en: Cortese A. (Ed.), Liber Academiæ Kirkegaardiensis annuarius, Tomo II-IV 1979/81, Copenhague / Milán, 1982, p. 55.

[7] Que toda su obra se basa en este método y que Kierkegaard ve en sí mismo al Sócrates moderno es explicado con suficiente claridad en su libro El punto de vista para mi labor como escritor. Una comunicación directa.

[8] Con relación a los momentos de lo mayéutico y de la doble reflexión cfr. Anz, W. Die platonische Idee des Guten und das sokratische Paradox bei Kierkegaard, en: Wiehl. R. (ed.), Die antike Philosophie in ihrer Bedeutung für die Gegenwart. Kolloquium zu Ehren des 80. Geburtstagen von H. G. Gadamer, Heidelberg, 1981, pp. 23-36; Daise, B. Kierkegaard´s Socratic Art, Macon, Georgia, 1999, p. 1-35; Deuser, H.  Kierkegaard. Die Philosophie des Schriftellers, Darmstadt, 1985; Greve, W. Kierkegaards maieutische Ethik, Frankfurt am Main, 1990; Fahrenbach, H., Kierkegaards ethische Existenzanalyse als "Korrektiv" der Kantisch-idealistischen Moralphilosophie, en: Theunissen, M. / Greve, W. Materialien zur Philosophie Søren Kierkegaards, Frankfurt am Main, 1979, pp. 232-4.

[9] El método kierkegaardiano es el de una dialéctica negativa. Partiendo de lo negativo, del conocimiento falso, de las formas negativas de la libertad —la desesperación, la melancolía, la angustia, el pecado, etc.— y sus dicotomías, se conduce al individuo indirectamente al conocimiento verdadero, a la posibilidad de la realización de la libertad.

[10]  Un problema que subyace a la teoría de la comunicación indirecta y que no se debe pasar por alto es hasta qué punto el destinatario elige libremente y no debido a la persuación de quien comunica. Løgstrup llama la atención sobre esto de la siguiente manera: "El destinatario mismo no decide, si él quiere ser el individuo en la existencia ética, pues ello ya ha sido decidido por el que comunica en tanto le ha "impulsado" —para usar la expresión de Kierkegaard— a ello por medio de lo indirecto de la comunicación" (Løgstrup, K. E. Auseinandersetzung mit Kierkegaard, Band II, Munich, 1968, p. 184). Hasta qué punto Kierkegaard fue consciente de este problema es posible derivarlo del título del § 8 del fragmento La dialéctica de la comunicación ética y de la comunicación ético-religiosa, que lleva por nombre: Sobre la comunicación indirecta, qué tan lejos puede ir el hombre con ella, si no hay en ella algo demoníaco.

[11] Los papeles del joven esteta A reunen, entre otros ensayos, los famosos Diapsalmata, Los estadios eróticos inmediatos o lo musical-erótico, La repercusión de la tragedia antigua en la moderna, Siluetas: Pasatiempo sicológico y El diario de un seductor.

[12]  Los papeles de B reunen los ensayos La validez estética del matrimonio y El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad.

[13] "Sé que ellos [los hombres que no actuan de acuerdo con la razón], después de que son inmediatamente lo que son, no pueden actuar ni siquiera de una manera distinta a como ellos actúan (...) Además su culpa y su indignidad radica justamente en que son lo que son y en que en lugar de ser libres y algo para sí, se dejan arrastrar por la corriente de la ciega naturaleza" (cfr. Fichte, J. G Die Bestimmung des Menschen, Hamburgo, 2000, p. 155).

[14] El concepto de desesperación es desarrollado sobre todo en el ensayo sobre El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad en la segunda parte de O lo uno o lo otro, en El concepto de la angustia y en La enfermedad mortal.

[15] En esta idea se encuentra la diferenciación entre una conciencia histórica y una conciencia de la historia personal, mientras aquella es "el saber de la historia", lo objetivo en ella, ésta es aquella "en la que el ser sí mismo [el yo] interioriza su propia historicidad, como lo que es propiamente verdadero", esto es, su biografía (Jaspers, K. Existenzerhellung, en el mismo autor: Philosophie, Berlin, 1932, p. 118ss).

[16] Para Adorno, Kierkegaard ofrece "un testimonio extraordinario" de las tendencias destructivas de su época, a saber, del "reemplazamiento del pensar espontáneo por una adaptación automatizada, como tiene lugar en el contexto de las formas modernas de la información", del surgiminto de mecanismos sofisticados de dominación, de la naciente sociedad de masas y de la pura ideología que subyase a ellas: "Él [Kierkegaard] sabe muy bien que la doctrina de la igualdad burguesa es pura ideología y que los miembros de diferentes clases, que se relacionan entre sí en nombre de lo cristiano, como si no fuesen nada más que hombres, hacen esto solamente para mantener, por medio del consuelo de una igualdad metafísica, intocable la desigualdad real" (Cfr. Adorno, Th. W. Kierkegaards Lehre von der Liebe, en el mismo autor: Gesammelte Schriften, Band 2, Frankfurt am Main, 1979, pp. 229-31).

[17] Una idea similar presenta Adorno en su crítica a la filosofía moral kantiana. Cfr. Adorno, Th. W. Probleme der Moralphilosophie, en el mismo autor: Nachgelassene Schriften, Abteilung IV: Vorlesungen, Band 10, Frankfurt am Main, 1997, p. 240.

[18] Según Habermas, en tiempos posmetafísicos en los que ya no tiene más lugar una relación personal con Dios, debería pensarse este tercero en la relación en terminos de lenguaje, como la instancia trascendente que nos sale al encuentro en las diferentes formas de comunicación (Cfr. Habermas. J. Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?, Frankfurt am Main, 2001, pp. 25-6). Desde la perspectiva de Kierkegaard, pensar la relación en los terminos de hombre-lenguaje-hombre u hombre-sociedad-hombre es permanecer atado al error, a la desorientación propia de la modernidad. Lo revolucionario del pensamiento de Kierkegaard consiste en poner, en tiempos posmetafísicos, radicalmente el acento en la vuelta hacia lo divino, no queriendo decir con esto que se trate de un retorno a una situación originaria, a un estado anterior que es necesario recuperar. Dicho de otra manera, poner radicalmente el acento en la relación con Dios, es llamar la atención de que el individuo está deviniendo y que se encuentra con o sin conciencia de ello camino hacia su sí mismo.

[19]  Si bien Habermas se equivoca al querer tergiversar el sentido originario de la relación hombre-Dios-hombre como Kierkegaard la concibió, reemplazándola por la relación hombre-lenguaje-hombre, acierta al afirmar que la teología de Kierkegaard es posmetafísica. Pues a decir verdad Dios no es concebido como una instancia externa al hombre, sino como una instancia en él, como el movimiento de la interioridad. En el Postscriptum final no científico a las migajas filosóficas se expresa esto según la fórmula: "la verdad es la interioridad; objetivamente no hay ninguna verdad, sino que la apropiación es la verdad" (69), y más adelante se añade: "(…) que la verdad no es la verdad, sino el camino es la verdad, es decir, la verdad sólo es en el devenir, en el proceso de la apropiación, que no hay por lo tanto ningún resultado" (71). La tarea del individuo es por lo tanto servir a esta verdad (Dios), apropiándosela permanentemente y ayudando al otro a estar en ella, es decir, la verdad es la doble reflexión: "hacia adentro abnegación, y hacia afuera un desinterés sacrificado" (OA II, 268).

 

Bibliografía

1. Daise, B. Kierkegaard´s Socratic Art. Georgia, Macon, 1999.        [ Links ]

2. Deuser, H.  Kierkegaard. Die Philosophie des Schriftellers. Darmstadt, 1985.        [ Links ]

3. Diem, H.  Søren Kierkegaard. Spion im Dienst Gottes. Frankfurt am Main, 1957.        [ Links ]

4. Fichte, J. G Die Bestimmung des Menschen. Hamburgo, Meiner, 2000.        [ Links ]

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6. Greve, W. Materialien zur Philosophie Søren Kierkegaards. Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1979.        [ Links ]

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