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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.32 Medellín July/Dec. 2005

 

LA ALTERIDAD DIALÉCTICA

DE LA LIBERTAD KIERKEGAARDIANA* 

 

Por: María José Binetti

 mjbinetti@yahoo.com.ar

Universidad Católica Argentina

Fecha de recepción: 16 de febrero de 2004

Fecha de aceptación: 22 de julio de 2004

 

Resumen. Este artículo se propone mostrar, al interior del concepto kierkegaardiao de libertad, la presencia de una alteridad activa, concebida como la diferencia, el no-ser, la nada, capaz de impulsar la existencia a la constitución de su identidad, por la fuerza de la contradicción. Esta alteridad radical es para Kierkegaard el pecado, cuya conciencia revela al hombre, además de su dualidad esencial, la distancia que lo separa del ser absoluto.

 Palabras clave: Pecado, nada, libertad, existencia.

 

Summary. The aim of this article is to show, inside Kierkegaardian‘s Freedom, the presence of an active alterity, conceived as difference, non-being, nothingness, which are able to impel the existence, through the force of contradiction, to constitute its own identity. For Kierkegaard this radical alterity is sin, whose conscience reveals to man both his essential duality and the distance that separates him from the absolute being.

Key words: Sin, nothingness, freedom, existence.

  

1. Introducción

Søren Kierkegaard propone como fin y sentido de la existencia humana singular consiste en la autoidentidad subjetiva, actuada por la reflexión del espíritu sobre sí mismo y realizada en la coincidencia de ser, conciencia y libertad. Según el existencialista danés, lo que el espíritu anhela por naturaleza es el "acuerdo esencialmente puro consigo mismo",[1]  la automanifestación de las fuerzas puras del yo, a través de la libre repetición actual y autoconsciente de su propio poder, originariamente posible e indeterminado. Pero precisamente porque la identidad espiritual es un fin siempre anhelado, el espíritu descubre, en el comienzo mismo de su búsqueda, que él ha caído en la diferencia del pecado y que su realidad es lo otro de sí. Se trata aquí de una diferencia interior que desfigura al yo radicalmente y lo pone en un desacuerdo esencial consigo mismo; de un pecado original, que inculpa a la libertad por no-ser y promueve ex nihilo su devenir existencial.

Esta alteridad radical, involucrada de manera inexorable en el espíritu humano, constituye una fuerza negativa y contradictoria, que convertirá a la existencia humana en una lucha absoluta entre el ser o no ser. El devenir espiritual coincidirá así con la actuación constate de la diferencia, esto es, con la continua emergencia del no ser, la no-verdad y la no-libertad, que promueven negativamente su dinamismo y confirman el principio dialéctico según el cual, para la subjetividad finita, omnis affirmatio est negatio. Sin embargo, esta misma alteridad descubierta en el devenir libre del espíritu remite a una Diferencia absoluta que fundamenta toda negación y es capaz de asegurar al hombre la recreación de su identidad, siempre anhelada. Por esta Diferencia, la existencia kierkegaardiana —errante en el desmayo de lo mismo producido por el legado de una indigencia ancestral—se trasciende a sí misma bajo el poder de una Alteridad, cuya semejanza amorosa sabe restaurar el auténtico rostro humano. El presente artículo intentará explicar la idea de esta alteridad, que desfigura la realidad del yo para reconducirlo a la Fuente de toda unidad.

 

2. La impotencia de la libertad

La libertad kierkegaardiana se define fundamentalmente como una "infinita posibilidad de poder",[2]  correlativa a una infinita posibilidad de no poder, de manera tal que ambas posibilidades contrarias hunden sus raíces en el ser originario del espíritu finito. En este sentido, la libertad oscila constantemente entre dos alternativas opuestas, susceptibles de convertir al espíritu en un poder titubeante y al hombre "un ser-doble",[3]  a quien la duplicidad le corresponde de manera esencial.

Ahora bien, siendo la libertad ambigua e indeterminada, vale decir, siendo ella lo dialécticamente posible, su actuación exigirá la impotencia real en tanto alteridad inseparable de la identidad espiritual. Lo negativo es necesario al espíritu libre y condiciona su devenir mediante la fuerza de la contradicción que impulsa al yo hacia sí mismo. Esta dialéctica espiritual, antítesis radical del yo finito, es entonces —según Kierkegaard— el origen del ser libre, la negatividad de la tensión por la cual el espíritu ansía una realidad, un poder, un bien, una verdad aún no realizados. Si se quisiera designar con un nombre esta diferencia radical, negadora absoluta de la libertad, elegiríamos la noción de "pecado"[4]  para significar la no-verdad de la subjetividad, o lo que es igual la no-subjetividad, el no-ser del espíritu o del yo. El pecado es para Kierkegaard la nada de la cual el espíritu debe libremente surgir, a la manera en que ha surgido otrora, también ex nihilo, de las manos de Dios.

La realidad del mal, que nuestro autor descubre en el fondo del espíritu humano, ha inducido a J. Wahl a interpretar la concepción kierkegaardiana del pecado como la "afirmación del ser del no ser", "la existencia de la alteridad"[5] concebida en el mismo sentido en que El Sofista platónico aseguraba la realidad del no ser. En efecto, la consistencia ideal que Platón habría adjudicado a la categoría de la diferencia, encontraría en Kierkegaard su concreción existencial como experiencia singular de un yo enfrentado a la miseria de su finitud y temporalidad.

El pecado —tal como lo proponemos aquí— no posee una significación estrictamente religiosa, sino antes bien metafísica, en función de la cual L. Gabriel lo define como el "acontecer dialéctico-existencial del ser en el ordenamiento absoluto de la existencia. El pecado no toca el modo como el hombre determinadamente actúa, sino que incide profundamente en el modo como él mismo es —por la realización perfecta de su existir—, en la existencia".[6]  Si el pecado incide en el ser mismo del hombre, entonces —kierkegaardianamente hablando— él constituye una realidad esencial a la existencia, justificada especulativamente por la necesidad dialéctica del devenir espiritual. En efecto, y volviendo a la lectura de J. Wahl, "el hombre antes del pecado no es un yo. Él no llega a ser un yo más que en y por el pecado".[7] 

La constitución del yo supone el pecado como la realidad originaria en la cual y a partir de la cual la libertad toma conciencia de sí misma. Si "ser hombre es ser pecador",[8]  reconocerse tal será el inicio de ese largo esfuerzo hacia la liberación, el comienzo de un desarrollo que a cada paso mostrará al espíritu la fractura de sus fuerzas. Pero además, y por ser el hombre esencialmente pecador, aún las mejores acciones humanas son responsables de un mal original, únicamente exculpable por el olvido divino.

Kierkegaard define la esencia del pecado en términos de impotencia, debilidad y, más precisamente, como la ausencia de posibilidad supuesta en el agotamiento del poder libre. Se trata en todo caso de una realidad negativa, pero no por eso reducible a mera pasividad, sino, por el contrario, equivalente al "poder de repulsión que se exige siempre de lo negativo, principio mismo del movimiento; y no solamente él rehusa, sino que incluso repele infinitamente, y quien lo tiene detrás de sí debe ir necesariamente a una velocidad infinita de descubrimiento en descubrimiento".[9]  No en vano L. Gabriel aseguró, atendiendo a la intuición más profunda del pensador danés, que Kierkegaard estaba convencido de la enorme fecundidad de la contradicción pura, de la fuerza creadora de lo negativo, cuya energía, lejos de indicar meramente ausencia o privación, es capaz de dominar el ser .[10]

La impotencia del pecado —presupuesta por la posibilidad ambigua del poder originario— constituye así una contrapotencia activa, alimentada de las mismas fuerzas que ella niega. En razón de ello, nuestro autor puede asegurar que "el mal ofrece una energía potenciada",[11]  y produce en el hombre una fuerza tan intensa que termina por quitarle toda posible libertad, verdad e identidad personales, para condenarlo, en virtud del principio de autoconservación del mal, a un nuevo pecado. Dicho brevemente, la impotencia del mal es la energía irradiada por la nada en el seno de lo real. Pero la realidad constitutiva del pecado no se establece únicamente como exigencia dialéctica del devenir espiritual, sino que ella expresa además la diferencia cualitativa que separa al hombre de Dios. Sólo delante de Dios el hombre descubre su pecado, porque precisamente allí lo finito manifiesta su nada. En este sentido, es posible asegurar, como lo hace J. Colette, la exacta correspondencia entre el Dios kierkegaardiano y la no-verdad de la subjetividad,[12]  es decir, entre el resplandor del Ser simple y puro, y ese mixto de poder e impotencia, que convierte a la existencia en el agónico espacio de energías opuestas.

Poder y no poder componen la ambigüedad fundamental de la posibilidad originaria, y obligan a la libertad a un combate continuo contra sí misma, a una batalla por la libertad efectiva, anticipada en la inteligibilidad del espíritu como su fin ideal. La lucha entablada por el yo es absoluta, y su absolutidad hace que esta "concepción que ve la duplicidad de la vida (dualismo) sea más alta y profunda que la que busca la unidad y ‘realiza estudios por la unidad’ ".[13]  En otras palabras, esta concepción "que ve la eternidad como télos, y la consideración teleológica en general es más alta que toda inmanencia y que todo discurso de ‘causa efficiens’ ".[14]  Nuestro autor vincula en estas líneas la dualidad constitutiva de la naturaleza humana con su aspiración a un fin trascendente, vale decir, con la trascendencia misma del hombre, a la cual opone él la inmanencia del pensamiento monista.

Si el yo no estuviera separado de sí mismo por una alteridad radical, o bien, si él no debiera negarse absolutamente y pudiera lograr en sí y por sí el fin de su aspiración, el espíritu finito se bastaría a sí mismo y la autonomía total consumaría el dominio de su libertad. Desconocería entonces aquella diferencia cualitativa que lo aleja de Dios y agotaría su energía en la realización inmediata de sus potencialidades naturales. Las fuerzas negativas del yo constituirían, finalmente, meras diferencias relativas, superables en la propia actuación de lo posible. Pero el caso es que el yo kierkegaardiano se reconoce en la dependencia creatural del Ser divino, del cual lo separa una diferencia absoluta, humanamente insalvable y, por lo tanto, imposible de franquear por las solas fuerzas del espíritu finito. Dicho de otro modo, la alteridad es, para el existencialista danés, una paradoja, que ningún poder humano podría superar, y que ni siquiera todas las fuerzas humanas reunidas lograrían vencer. Por tal motivo, la posibilidad del ser libre se revela, en última instancia, la propia imposibilidad del espíritu creado.

La negación en la cual se resuelve la libertad emerge continuamente a lo largo del devenir existencial, porque, como bien ha visto J. Colette,"la alteridad de la potencia fundante es irreductible en el seno de una dialéctica de lo mismo y lo otro que suprime conservando. El destino de la diferencia es ser capaz de repetición".[15]  La eterna repetición de lo otro es así el destino de la identidad singular, y lo es toda vez que el hombre sólo cuenta con su exclusivo poder. En efecto, si no existiese un Poder sobrehumano capaz de unir las diferencias que fraccionan la existencia, la vida del espíritu estaría perdida. La negación insuperable del pecado, además de pertenecer necesariamente a la constitución dialéctica del yo, es propuesta por Kierkegaard como una determinación libre. El pecado niega la libertad libremente, y esto significa que su contradicción es establecida por la libertad misma como caída de su posibilidad. Por eso nuestro autor puede sostener que la propia negación es "un fenómeno de la libertad",[16]  a saber, su desintegración, "lo otro" de sí misma,[17]  una "realidad ilegítima",[18]  extraña y natural a la vez.

Mientras la libertad —afirmada en su poder efectivo— es fuerza expansiva del yo, la alteridad del pecado es la contracción en el vacío del poder espiritual. Asimismo, mientras el bien libremente actuado es difusivo de sí hacia todo lo demás, el mal significa el encierro de la subjetividad, desvinculada de toda relación. Finalmente, mientras la fuerza comunicativa y difusiva del yo lo pone en armonía consigo mismo y con la totalidad de lo real, el pecado es la ruptura súbita del yo, la discontinuidad que quiebra la identidad personal en el salto afirmativo de la nada. Sin embargo, y pese a su capacidad destructiva, la impotencia del pecado guarda siempre cierto vínculo con el bien, precisamente por nutrirse de su negación. Si la existencia humana pudiera, aunque sólo fuera por un instante, liberarse absolutamente del bien para hundirse totalmente en el mal, el hombre habría vencido a Dios y su fuerza derrocaría al Poder divino creaturalmente participado en el ser finito. Pero lo cierto es que, aún en la caída más profunda del mal, la libertad sigue aspirando esencialmente a lo que le resulta imposible y su aspiración le revela la más profunda contradicción de sí. El pecador posee entonces dos voluntades: la primera, esencial y positiva, pero actualmente impotente; la segunda, sustancialmente negativa, pero paradójicamente poderosa. Esta última carece de un fundamento en sí y vive por las fuerzas del bien como parásito del orden real.

El choque de voluntades sostenido en la constitución última de la subjetividad no es susceptible de mediación, vale decir, no es superable en una tercera instancia sintética, porque para Kierkegaard se trata aquí de un aut-aut cuyos términos se excluyen absolutamente, y respecto de los cuales todo intento de reconciliación significaría "un atentado metafísico contra la ética",[19]  a saber, el atentado idealista de la síntesis total. Abolir la contradicción radical representa para el hombre ponerse en contradicción consigo mismo y, más precisamente, negarse a sí mismo, porque la alteridad es el lugar donde el yo se afirma dialécticamente en la propia identidad. En relación con el mal, la libertad no hace concesiones. Ella quiere la destrucción irreconciliable de lo negativo.

 

3. La posición de la nada

El poder negativo del pecado impide —según Kierkegaard— concebir el mal como una realidad puramente privativa, así como reducirlo a mera "debilidad, a la sensualidad, a lo finito, a la ignorancia",[20]  determinaciones todas que desembocarían en una concepción panteísta de lo real. Si el mal fuera únicamente privación, él se conservaría en la superación del bien y con ello —en la opinión de nuestro autor— la ética quedaría destituida por carecer de una clara distinción entre el bien y el mal. Pero la libertad no quiere conservar el mal ni superarlo. Ella quiere aniquilarlo, y en esto no hay tertium: o bien poder, o bien impotencia y nada. De aquí se sigue la tesis kierkegaardiana según la cual el pecado "no es una negación sino una posición",[21]  o mejor, si se prefiere, una contraposición afirmativa del no ser en el seno de la posibilidad primitiva del yo.

La posición libre del pecado es posible por la predisposición ambivalente que compromete al poder originario del yo. En este sentido, asegura el existencialista danés, "el pecado se presupone a sí mismo y entra en el mundo de modo que, afirmándose, él se presupone. Él se produce entonces como lo súbito, es decir, por el salto; y este salto pone al mismo tiempo la cualidad; pero poniéndose la cualidad, el salto se encuentra por esto convertido en cualidad y presupuesto por ella, como ella por el salto".[22]  Nuestro autor expresa aquí que la predisposición al pecado sólo es tal por la decisión libre que lo afirma como real. Esta coimplicación de posibilidad y realidad es lo que J. J. Davenport ha llamado la paradoja del pecado, aludiendo con ello a una posibilidad cuya realidad la presupone necesaria.[23]

Como posición libre, el pecado es un acto voluntario, capaz de oscurecer y hasta de subyugar la inteligencia. Por eso el mal, para nuestro autor, no puede identificarse con la ignorancia, toda vez que la voluntad "supera toda la conciencia del individuo"[24] y ejerce el comando del conocimiento, al punto de engañarlo y hasta de negarlo. Pero la posición del pecado como acto voluntario del hombre tampoco puede identificarse, según el existencialista danés, con la elección de un objeto exterior malo, puesto que es precisamente la afirmación de la libertad quien produce en sí misma la diferencia entre el bien y el mal. Por otra parte, la realidad positiva del pecado debe constituirse —al igual que se constituye para Kierkegaard toda realidad finita— en una síntesis de lo posible y lo necesario.[25]  En cuanto a la posibilidad, el pecado remite a la determinación originaria del poder libre, absolutamente ambiguo. En cuanto a su necesidad, el pecado es necesariamente real por el hecho mismo de ser posible, y la libertad será pecadora por el hecho de ser dialécticamente real. Para decirlo de otro modo, la realidad de la libertad exige la realidad del pecado, porque en cuestión de dialéctica los contrarios continentur y "no tienen la facultad de disociarse; sino que, permaneciendo unidos de este modo, la diferencia se muestra con tanta mayor intensidad, como los colores que opposita juxta se posita magis illuscescunt".[26]  Porque juxta se posita, el color de la libertad resplandece en el pecado.

La necesidad del pecado puede entenderse también a partir de la diferencia inconmensurable que distingue metafísicamente el ser finito del ser Infinito. Esta alteridad es insalvable, y en consecuencia Kierkegaard advierte que "delante de Dios somos siempre culpables".[27]  El hombre carga con una responsabilidad esencial, que expresa de otro modo la no-verdad de la subjetividad puesta en relación con la Verdad Absoluta; y que podría reducirse a la condición creatural del ser finito continuamente sostenido ex nihilo. Porque el hombre siempre es culpable, o mejor, como quiere J.Wahl, porque él es siempre culpable y no culpable a la vez[28] —vale decir: no culpable por ser metafísica y necesariamente culpable—, el arte de vivir le enseña que, haga lo que haga, "en todos los casos te arrepentirás de ello".[29] Y es necesario que así sea, si quiere la libertad recuperar sus fuerzas en el impulso de la negación. No obstante, y por encima de su negatividad, la necesidad del pecado indica también una determinación positiva, inseparable de su impotencia, a saber, "una relación infinita",[30]  que expresa el cumplimiento de un deber amoroso. La conciencia del mal expresa para Kierkegaard la contracara inextricable del amor divino, esto es, de esa aguda tensión por la cual el corazón del hombre se inquieta angustiosamente en el presentimiento de un Amor que lo desborda infinitamente. En este sentido, podríamos afirmar con J. Colette que la conciencia del pecado constituye "una experiencia de los límites que puede ser llamada la revelación del poder del amor".[31]  Amor que hará valer su Poder en la impotencia de la libertad creada.

 

4. El pecado como categoría de lo singular

 El mal, exigencia dialéctica de la libertad, es para Kierkegaard la categoría por antonomasia del Singular: "una determinación del Individuo",[32]  cuya fuerza existencial es incomprensible para la pura razón, destinada por naturaleza a la representación abstracta y a la deducción formal de los conceptos. Así como la singularidad se constituye tal delante de Dios, igualmente el pecado se establece en esta misma relación, como conciencia negativa de la diferencia que separa al hombre de Dios. El motivo por el cual el pecado constituye la diferencia específica del singular reside en su poder aislante de la subjetividad, capaz de volver al espíritu sobre sí mismo hasta ese fondo íntimo donde él reconoce el vacío de la separación divina. El encierro ejercido por el mal actúa la conciencia de Dios y de la nada, de la propia libertad y de su acción negativa. Sólo a partir de esta manifestación solitaria es posible para Kierkegaard llegar a ser un Singular, porque únicamente en el vacío de esta inmanencia perfecta se revela al hombre, paradójicamente, lo trascendente.

Ciertamente entonces, el pecado define al espíritu. Pero dado que el yo aspira a devenir una síntesis autoconsciente de tiempo y eternidad, finitud e infinito,[33]  la realidad del mal debe igualmente establecerse en función de tal relacionalidad constitutiva, definición que Kierkegaard ha tratado con especial cuidado en La enfermedad mortal. Allí, el pecado se enuncia como el "desacuerdo de una relación que se relaciona a sí misma y que ha sido puesta por otro".[34]  El desacuerdo del mal no sólo sugiere la disgregación de lo infinito y lo eterno, lo temporal y la finitud como constitutivos inmanentes a la subjetividad, sino además —y por lo mismo que el espíritu es libertad creada y dependiente de Dios— ello indica fundamentalmente el desacuerdo con el ser Absoluto, del que deriva cualquier otra división interior. El desacuerdo del pecado ha sido asumido por Kierkegaard bajo la categoría de la desesperación en tanto conversión de la libertad a la impotencia de sus fuerzas. La impotencia de la desesperación niega la posibilidad de ser libre porque ha perdido la esperanza de poder y ha afirmado la contradicción de un querer imposible. Las fuerzas desesperadas del yo jamás agotan su negatividad y se van intensificando a medida que el mal resurge de sus propias cenizas.

La afirmación del yo delante de Dios en la conciencia de la propia nada convierte a la libertad en sujeto y objeto de una desesperación que ve negada todas las posibilidades humanas de poder. Sin embargo, la misma desesperación que quiebra el acuerdo libre es la contracara de la eternidad que el espíritu anhela. Y así como el devenir espiritual necesita el pecado como fuerza de la contradicción, también el yo necesita "comenzar por desesperar de modo saludable y a fondo; entonces la vida del espíritu puede surgir desde sus profundidades",[35]  vale decir, puede surgir ex nihilo, por el Poder de quien trasciende la impotencia humana. El pecado y la desesperación son necesarios a la libertad efectiva, porque ellos operan la profundización más intensa del espíritu, conforme a la cual el yo roza su propia nada. Ahora bien, esta conciencia del pecado es —como hemos sostenido— correlativa a la conciencia de Dios y, dicho con mayor precisión, ella "consiste precisamente en la pasión del amor (...) Sin lugar a dudas, solamente quien ama a Dios y tiembla ante él se siente a sí mismo como un gran pecador".[36] La tesis cardinal de esta idea kierkegaardiana es el principio de la inversión, por el cual lo positivo se conoce en lo negativo, el poder en la impotencia y la intensidad del amor en la experiencia miserable de la propia nada.

El principio de la inversión —ejecutor de la dialéctica existencial— enuncia de otro modo la clásica coincidencia de los contrarios que iuxta se posita, y en él J. Wahl ha detectado una de las ideas cardinales del pensamiento kierkegaardiano.[37]  Dios existe para el sujeto cuando éste reconoce su culpa, su impotencia, su nada, y tal reconocimiento únicamente se manifiesta a quien ha elegido ser delante de Dios. La conciencia del pecado, invertida en la conciencia de Dios e inseparable de ella, coincide igualmente con la autoconciencia del yo, de manera tal que estas tres determinaciones espirituales —a saber: Dios, pecado y yo— son directamente proporcionales e inextricablemente subsistentes. Si el yo toma conciencia de sí mismo, él será tambien consciente de la dependencia creatural que lo sujeta al Absoluto y de la distancia infinita que lo separa de Aquel. Dicho de otro modo, el yo expresa, de cara al Ser, su propia nada, y es imposible para Kierkegaard afirmar alguno de los términos sin afirmar el otro.

A partir de esto se hace comprensible por qué, para el existencialista danés, en la conciencia del pecado el hombre es más grande que en la conciencia de su realidad inmediata, o mejor, por qué con el pecado emerge el yo en su acabada densidad espiritual. Efectivamente, mientras la conciencia inmediata liga al hombre con el mundo finito que lo rodea, la autoreflexión supuesta por el reconocimiento del pecado descubre el yo como quien no es el Ser, como libertad caída del Absoluto. La grandeza del pecado —dialéctica e inversamente concebida— sugiere la idea de que es necesario conocer todo el mal para conocer a Dios, y ver resplandecer la bondad divina sobre el sentimiento de la infinita indignidad humana.

 

5. Pecado vs. fe

Por su relación inversa con Dios, el pecado es el inicio de la vida religiosa, o bien, dicho más precisamente, la puerta de acceso a la fe, su contrario dialéctico. Según la correspondencia de los opuestos puede decirse que mientras el mal significa impotencia, la fe constituye la máxima potenciación de la subjetividad; mientras el pecado niega la autenticidad del ser, la fe consolida la verdad interior; mientras el mal contrapone el hombre a Dios, la fe funda la autotransparencia del yo frente al Absoluto. Sin pecado no hay fe, pero sin fe tampoco habrá pecado, en el sentido de esa conciencia divina capaz de potenciar al extremo la interioridad. De aquí que sea posible concluir con J. Wahl en que, para Kierkegaard, el hombre es simul justus et peccator, siendo lo uno por lo otro y ambos por el hecho de ser un yo delante de Dios.[38]  Pero el pecado y la fe —unidos en una inseparable oposición— pertenecen para Kierkegaard al mismo orden paradójico. Por paradoja entiendo aquí, en un primer sentido, aquello que escapa a la razón humana, o bien, como prefiere llamarla nuestro autor, "la verdad tal como lo es para Dios"[39]  y, por lo tanto, medida con criterios sobrehumanos.

Visto desde este ángulo paradojal, el pecado constituye "lo incomprensible, lo impenetrable, el secreto del mundo, precisamente porque es sin razón (...) la incomprensibilidad es propiamente la esencia del mal".[40]  La incomprensibilidad del mal hunde sus raíces en aquella diferencia cualitativa, que hace de lo divino un Otro absoluto, inexplicable para la razón finita, la cual a lo sumo logrará comprender la imposibilidad de su asimilación conceptual. Pero esta alteridad, afirmada en el misterio de una realidad trascendente, quiebra la inmanencia subjetiva y pone al yo contra sí mismo. En un segundo sentido, por paradoja entiende nuestro autor "una síntesis de categorías cualitativamente heterogéneas",[41] heterogeneidad que, aplicada a la libertad, la convierte en la imposibilidad de lo esencial e infinitamente posible, vale decir, en la negación de su poder. En este sentido, la teoría kierkegaardiana de la libertad parecería ordenarse a la autodestrucción de aquella posibilidad inagotable que constituye al espíritu. Más aún, la negación de la libertad es una exigencia de la diferencia absoluta que ella alberga en sí, presupuesta por su misma esencia dialéctica. La dialéctica de la libertad implica la neutralización de las fuerzas contrarias que disputan su poder, porque, sostiene Kierkegaard, ningún hombre es más fuerte que sí mismo ni tiene el poder de destruir el mal que corroe su ser. Sin embargo, si bien el hombre es impotente frente a sí mismo, existe también en él la posibilidad de trascenderse en el salto de la fe. Sólo la fe es capaz de liberar una nueva posibilidad por encima del yo, afirmando el Poder de lo humanamente imposible y la posibilidad divina de lo impotente. He aquí la paradoja de la libertad, más fuerte que ella misma.

 La paradoja kierkegaardiana —considerada metafísicamente— se establece como una contradicción absoluta entre el Ser y el no ser, el Poder y la impotencia del espíritu creado. Esta diferencia radical, que niega la subjetividad finita y rompe su inmanencia, la obliga a dar un salto trascendente, cuyo trampolín reside en el impulso negativo del pecado. En este sentido entiendo que, así como desde el punto de vista lógico la paradoja es una afirmación que remite indefinidamente a su contrario, así también, existencialmente concebida, ella es una afirmación que, negando el ser y el pensamiento finitos, los confirma de manera absoluta por una pasión superadora de su propio poder.

 El interés kierkegaardiano por la paradoja reside en mantener la diferencia cualitativa del Otro trascendente, en función de la cual afirma que, "en esencia, la paradoja es precisamente la protesta elevada contra la inmanencia".[42] Mientras la subjetividad se conserve en el encierro inmanente de sí, ella buscará su identidad y afirmación por la actuación de aquellas virtualidades contenidas en su naturaleza. Por el contrario, cuando ella, en la relación al Otro, descubre su imposibilidad total, vale decir, la contradicción que la niega radicalmente de cara al Ser, entonces, revelada en su propia nada, se le revelará también la trascendencia de un devenir en sí, por Otro y para Otro. Porque es pecador, el hombre se trasciende, y en la trascendencia los términos se invierten y los contrarios coinciden. De este modo, la paradoja es el punto de inflexión cuya fuerza dialéctica contrapone el pecado al Ser, y la subjetividad al Absoluto.

 Para sintetizar lo expresado hasta aquí, podría decirse que, en tanto contradicción absoluta, la paradoja es una realidad metafísica, que expresa "una polémica contra la existencia",[43]  establecida en el choque de "categorías cualitativamente heterogéneas"[44]  y a través de la cual el hombre llega a ser un Individuo. Esta polémica existencial desatada reside en que un sujeto temporal, finito, mudable sea el depositario de lo eterno, lo infinito, lo inmutable.

Y no se trata únicamente de una polémica eventual, de una "forma transitoria de relación",[45]  sino de una determinación esencial de la vida humana tan duradera cuanto la existencia misma. De aquí que todo intento por lograr en la vida una síntesis definitiva de aquellos términos que Dios ha desunido, significa, para Kierkegaard, ese atentado idealista contra la ética, que ha devastado la lucha existencial del individuo concreto, y que sólo puede ser reparado por una metafísica inacabadamente dialéctica, aunque no por eso menos unitiva, sino precisamente también inacabadamente religante.

 

6. La decisión de pecar

La contradicción sin mediación que significa la paradoja kierkegaardiana entre Dios y el hombre, el bien y el mal, establece, asumiendo tal diferencia cualitativa en la dinámica libre del singular, lo que Kierkegaard denominó el aut-aut de una decisión entre el ser y el no ser.[46]  La exclusión absoluta de los términos aquí confrontados determina la exigencia de una decisión total e incondicional, que necesariamente afirme, entre dos cosas, sólo una.

Mientras la elección se ejerza entre múltiples posibilidades finitas, ella no será ni absoluta ni necesaria, porque ninguna de las opciones puede arrogarse el privilegio de la incondicionalidad ni el de la exclusión radical de otras opciones. Y tales son las elecciones que la inteligencia propone y evalúa para el libre arbitrio. Pero la libertad kierkegaardiana no es identificable con tal concepto clásico de la elección. Por el contrario, ella se balancea entre dos únicas alternativas absolutamente contrarias, cuyo sujeto y objeto coinciden en la libertad, vale decir, en el poder o la impotencia espiritual.

En relación con el pecado, el aut-aut kierkegaardiano consiste en elegir la propia desesperación, a fin de que el yo —desesperado— sea capaz de abandonarse a otro poder. Kierkegaard define esta decisión como "la resolución negativa infinita, que es la forma infinita de la individualidad para el ser de Dios en ella",[47]  es decir, para el ser divino en la propia desaparición del yo pecador. Negándose, la subjetividad se afirma más allá de sí, y en esta trascendencia transcurrirá su existencia entera, en el lazo de lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito.

 

 7. Conclusiones

 El poder posible de la libertad kierkegaardiana necesariamente debe surgir de su propia negación, a fin de iniciar allí un desarrollo dialéctico que exige la alteridad y el no ser como fuerza impulsora. Tal negación expresa metafísicamente aquel pecado original que ha separado al hombre de Dios y quebrado intrínsecamente la subjetividad misma del ser finito. Porque el hombre ha nacido ex nihilo, su ser debe pagar, inexorablemente, el precio del pecado. Y no debe pagarlo únicamente con el costo de su propia contradicción interior, sino además al precio de la separación divina.

Sin embargo, y pese a la diferencia que siempre dividirá la identidad del espíritu finito, el yo kierkegaardiano implica originariamente una intencionalidad sintética, aún más profunda que la negatividad implícita por su devenir. La lucha del espíritu se alza en pos de esta unidad, en pos de la salvación de aquella identidad, que paradójicamente ha nacido deformada. La identidad ejerce sobre el espíritu el derecho de lo primitivo, y subsiste incluso —ha dicho Kierkegaard— aún en la caída más profunda. Por ello, toda la potencia del mal es impotente para deponer de modo absoluto la finalidad ideal que abraza al yo y lo sobrepone a sí mismo.

 La identidad del yo es lo unum consumado en la pureza de su propio acto libre, esto es, en la actualidad pura de su ser, afirmada por el querer efectivo. De aquí que la libertad concreta coincida para Kierkegaard con la identidad entre el sujeto y el objeto, el acto y el contenido de la elección, vale decir, con la autoidentidad reduplicada de un yo, que puede más que su propio poder. Si la negatividad propulsa el devenir, la identidad lo funda, lo sostiene y lo finaliza. Sin embargo, se trata siempre de la identidad de un instante. Sólo en un instante, el yo roza la Eternidad, para asumir, desde ella, su verdadero rostro. Sólo lo que dura un instante, para volver a empezar, desde la nada, el itinerario existencial que le promete Otra patria, como único lugar definitivo de un deseo inagotable.

 


*  Este artículo está vinculado al trabajo de investigación doctoral de la autora: El poder de la libertad. Un análisis del pensamiento de S. Kierkegaard con especial referencia al Diario.

[1] Kierkegaard, S. Diario. En Oeuvres complétes de Soeren Kierkegaard. Paris: Editions de l’Orante, Vol. 12, 1980-1983, X3 A, p. 711. (Se cita la obra de Kierkegaard siguiendo esta edición).

[2] Le concept d´angoisse, vol. 20, 1966,  IV,  p. 348s.

[3] Diario, X4 A , p. 482.

[4] Post-scriptum, VII, p. 194.

[5] Wahl, J. Études kierkegaardiennes. Paris: J. Vrin, 1949, p. 215.

[6] Gabriel, L. Filosofía de la existencia. Madrid: BAC, 1974, p. 79.

[7] Wahl, J. Op. cit., p. 214.

[8] Discours chrétiens, X, p. 332.

[9]  L’alternative, I,  p. 297. 

[10] Cfr. Gabriel, L. Op. cit., p. 35.

[11] Diario, X2 A, p. 404.

[12]  Cfr. Colette, J. Histoire et absolu: Essai sur Kierkegaard. Paris: Desclée, 1972, p. 258.

[13] Diario, V A, p. 192.

[14] Ibid., p. 192.

[15] Colette, J. Op. cit., p. 256.

[16] Le concept d´angoisse,, IV, p. 445.

[17] Ibid., p. 423.

[18] Ibid., p. 432.

[19] Diario, V A p. 90.

[20] La maladie a la mort, XI, p. 234.

[21] Ibid.

[22]  Le concept d´angoisse, IV, p. 336.

[23] Cfr. Davenport, John. Entangled Freedom. Ethical Authority, Original Sin, and Choice in Kierkegaard’s Concept of Anxiety, en: Kierkegaardiana, 21, 2000, p. 131 s.

[24] La maladie a la mort, , XI, p. 233.

[25] Cfr.  ibid., p. 168.

[26] Ibid., p. 361.

[27] Post-scriptum , VII, p. 254.

[28] Cfr. Wahl, J. Op. cit., p. 228.

[29] Diario, III A p. 117.

[30] Ibid., IV A p. 56.

[31] Colette, J. Op. cit., p. 259.

[32] La maladie a la mort, XI, p. 258-259.

[33] Cfr. ibid., p. 143-144.

[34] Ibid., p. 144.

[35] Ibid., p. 194.

[36] Diario, X4 A p. 624.

[37] Cfr. Wahl, J. Op. cit., p. 250-251.

[38] Cfr. ibid., p. 394.

[39] Diario, X2 Ap. 481.

[40] Ibid., p. 436.

[41] Ibid., p. 481.

[42] La maladie a la mort, XI, p. 114.

[43] Diario, IV A p. 62.

[44] Ibid., X2 A p. 481.

[45] Post-scriptum, , VII, p. 167.

[46] Cfr. L’alternative II, p. 185.

[47] Post-scriptum,VII, p. 27.

 

Bibliografía 

1. Colette, J. Histoire et absolu: Essai sur Kierkegaard. París, Desclée, 1972.        [ Links ]

2. Davenport, J. Entangled Freedom. Ethical Authority, Original Sin and Choise in Kierkegaard’s concept of Anxiety. En: Kierkegaardiana, vol. 21, 2000.        [ Links ]

3. Gabriel, L. Filosofía de la existencia. Madrid, BAC, 1974.        [ Links ]

4. Kierkegaard, S. Oeuvres complétes de Soren Kierkegaard. París, editions de l’ Orante, 1983.         [ Links ]

5. Wahl, J. Études kierkegaardinnes. París, J. Vrin, 1949.
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