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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.33 Medellín Jan./June 2006

 

Fecha de recepción: diciembre 13 de 2005

Fecha de aceptación: enero 16 de 2006

 

LA IMAGEN DE AMÉRICA LATINA EN RAFAEL GUTIÉRREZ GIRARDOT*† 

 

Por: Juan Guillermo Gómez García

Universidad de Antioquia

 

Resumen. Este artículo pretende establecer los nexos y asociaciones de los conceptos fundamentales que sustentan la obra filosófica, pero sobre todo la crítica literaria de Rafael Gutiérrez Girardot. Hegel y Schlegel aparecen como pilares que fundamentan sus interpretaciones críticas y sobre los cuales se abre el horizonte de América Latina; a través de autores como Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes y César Vallejo.

Palabras clave. Romanticismo, Hegel, Schlegel, Borges, Alfonso Reyes, imagen de América Latina.

 

Summary. This paper tries to establish the junctures and associations of the fundamental concepts that hold together a philosophical work, but above all, the Literary Critique of Rafael Gutiérrez Girardot. Hegel and Schlegel appear as pilars which provide a founding ground for his critical interpretations, on which is opened the horizon of Latin America, of authors such as Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes and César Vallejo.

 

Key words. Romanticism, Hegel, Schlegel, Borges, Alfonso Reyes, the image of Latin America.

 

1. Un destino controversial

No constituye más que una obviedad el aludir al carácter controversial de la personalidad y la obra crítica de Rafael Gutiérrez Girardot (1928–2005). Pero más que una obviedad, con sus múltiples correlatos, el carácter controversial es más bien una necesidad inherente a un modo de ser, a un “estilo”, que se juzga incómodo e incluso irritante a un medio intelectual, como el colombiano, que ha preferido eludir el análisis de esos contenidos controversiales y satisfacerse con la imagen superficial, la caricatura, de los mismos. Sería más adecuado empezar a afirmar que Gutiérrez Girardot y su obra son difíciles; más bien exigentes. Pero sobre todo iniciar una aproximación a ese “estilo”, cuya dificultad o exigencia más que psicológicas o patológicas, son de orden filosófico conceptual; vale decir, que precisan elevarse a concepto. En una opinión muy representativa, una vez fallecido, se ha sostenido que Gutiérrez Girardot hubiera podido haber construido algo más que “una red de enemistades”. En otros términos, se ha reducido su legado —una obra crítica, filosófica, ensayística, de traducción y de docencia por más de medio siglo—, a un efecto aparentemente generalizado de signo negativo, despreciable, incluso, peligroso.

Con todo, cabe preguntar por el sentido de esa “red de enemistades”. ¿Cuál es el origen de esa red? ¿Quiénes la componen? ¿Qué hizo el profesor Gutiérrez Girardot, quien durante más de cincuenta años estuvo fuera de Colombia, para construir esa red? ¿Qué tan fuerte es? ¿Cómo se manifiesta? ¿Hay, pues, un poderoso o débil anti–gutierrismo activo, como se podría constatar que hay un cierto, aunque delgado, número de personas que se consideran sus discípulos y que, en cualquier caso, estiman su obra y admiran su personalidad, que son asiduos de sus escritos y lo destacan como el “más importante intelectual colombiano” desde la generación de “Mito”? La “red de enemistades” menos que un problema pertinente a una historia de los intelectuales colombianos —con más precisión, a la historia intelectual de lengua española y parcialmente de la crítica literaria alemana, que es donde corresponde darle su perfil—, es un síntoma que a la vez es un diagnóstico y que apenas cabe caracterizar como rencor o “cizaña”. Se podría asegurar con mayor posibilidad de dar en el blanco que la “red de enemistades”, real, virtual, potencial o deseada, fue un producto colateral del carácter controversial, polémico y crítico de Gutiérrez Girardot y su obra (supone más), y que si bien ahora se apura a darle una sepultura menesterosa —como quería Werther de sí mismo— por fuera del cementerio, es decir, por fuera de la esfera de lo público, a ello se impone, por caridad científica o tributo a su memoria, una previa autopsia de un cadáver tan rebelde y vigoroso.

No cabe emprender ninguna enumeración de esa densa “red” —una lista negra enojosa—, no tanto por omitir algunos nombres que se sentirían ofendidos al pasarlos por alto, cuanto que la “red” antes que de personas concretas, por más o menos numerosos que sean los fulanos o peranos —que los hay, los hay— son el síntoma visible, los estafetas de una resistencia, que encarnan a ese ciego que no quiere ver, y que niega la existencia del sentido de la vista como una impostura teológica. La legión de los “enemigos” de Gutiérrez, con todo, vive a la sombra; se complacen de vivir a la sombra y se acompañan sombríamente, en un odio tan consistente como la niebla (es intocable, pero ciega). Incluso estará dispuesta la “red” a negar su condición de “enemigos” como argumento de la inexistencia teologal de Gutiérrez Girardot. Es mejor pensar que es una “enemistad” vacía; un odio frío; un pathos sin énfasis ni afirmación discursiva. Es más bien, un gesto de corrillo o una gesticulación muda; una confabulación de lo inefable. Una forma de sepultar sin lágrimas ni lamentos; pero sin expresiones de regocijo visible, a un muerto que además había sido un exiliado, un apátrida si existiera el insulto, en una Colombia en la que la virtud civil rousseaniana del patriotismo significara algo.

Gutiérrez Girardot se retrató a sí mismo cuando dijo a propósito de Georg Büchner que el “destino de la inteligencia es el exilio” y quiso descifrar la pérfida circunstancia de la época posrevolucionaria —que tanto se semeja a la indiferencia civil auto–destructiva de nuestro país—, al citar las palabras que Wilhelm Schultz recuerda como póstumas del autor de La muerte de Dantón y Lenz: “En aquella Revolución Francesa que ha sido tan injuriada por su crueldad, se era más suave que ahora. Se cortaba la cabeza a sus enemigos. Bien, pero no se les dejaba languidecer y morir durante años”.[1]  Porque, sin duda, sería más justo que la “red de enemigos” cortara en picota pública la cabeza de Gutiérrez Girardot —al menos así la opinión culta podría contemplar la admirable magnitud de su cerebro en un cesto a su medida— que hacer podrir, en silencio, su obra, hacerla “languidecer y morir durante años” por segunda vez, es decir, por siempre jamás.

 

2. La clave de la bóveda

No resulta difícil hallar, luego de una lectura atenta de la vasta y compleja obra crítica —de ensayo filosófico y literario— de Gutiérrez Girardot los pilares teórico–conceptuales, filosóficos, estéticos y de historia literaria, que la sostienen. Sin lugar a duda, los nombres de Hegel y F. Schlegel subyacen en forma permanente a la interpretación y la aplicación plástica, genuina, que hace, tanto en sus “lecturas heterodoxas” de Hegel, Schlegel, Nietzsche o Heidegger, del expresionismo alemán o Thomas Mann, como en los numerosos “ensayos de interpretación” de los procesos literarios y autores latinoamericanos que parecen caracterizarlo decididamente: su interpretación del Modernismo o de los telurismos, o las “imágenes” que nos legó de Andrés Bello, D. F. Sarmiento, Rubén Darío, José E. Rodó, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, César Vallejo o José Luis Romero, entre los más destacados. En medio de una diversidad temática y problemática, en medio de una riqueza de criterios polémicos y controversiales y en medio de una vasta y desconcertante erudición filosófica y literaria, pero también histórica y sociológica, Gutiérrez Girardot se enfrentó a sus objetos de estudio con un grado de exigencia problemática —no es complaciente u otorga indulgencias— que es también confrontación, provocación, con su lector. El régimen conceptual de su escritura crítica —fundado en los seguros fundamentos del horizonte hegeliano de La Fenomenología del espíritu, La Estética y La filosofía del Estado y el derecho, y de la obra crítica y de historia literaria romántica de Schlegel, ante todo—, se ve desdoblado iridiscente, creativamente en sus cientos de ensayos, como un Proteo que cobra las mil formas del ser, vale decir, que implica captación penetrante del objeto en su devenir, deseo de comprender y auto–superación.

En ese doble sostén teórico ¿qué aporta Hegel al fundamento crítico de Gutiérrez? La “lectura heterodoxa” que hace del filósofo alemán, escrita en 1968, aparece como una clave interpretativa de indudable valor: Hegel ha intentado “enseñar a la filosofía a que  hable en alemán” y logrado el propósito de que en adelante ha de resultar “infinitamente más difícil dar a la vulgaridad apariencia de oración profunda”. El primer resultado de esa doble intención, esbozada en una carta de 1805, fue La fenomenología del espíritu, que nace bajo los estruendos de los cañones de las batallas de Jena y Auerstaed, al tiempo que el Fausto goetheano. Alusiva, irónica, metafórica, La fenomenología sobre todo “(…) obliga a la lengua a que alcance los perfiles de la imagen”[2] que inaugura a la vez una novedosa etimología. Con un ácido acento anti–goetheano —se explaya en el prólogo a su versión al castellano del Lenz de Büchner—, Gutiérrez Girardot capta el tono de sutil ironía del dialéctico que se dirige al Consejero de Weimar, es decir, de Hegel sobre Goethe, para poner de presente un rasgo anti–autoritario de quien pasa por forjador filosófico del autoritarismo burocrático prusiano (quien glorificó el Estado Prusiano no fue Hegel, conforme Gutiérrez, sino “su acre aunque a veces amable” biógrafo Rudolf Haym). Porque Hegel es el burlón, afín a Jean Paul, pero también el crítico de la vulgaridad reinante —más común que la razón— y el artífice de un difícil estilo, de la gramática al revés, que es expresión de la “(…) necesidad de dar forma escrita adecuada a un pensamiento que no acepta y que refuta el mundo de la causalidad, es decir, el del sentido común”.[3]

 La ruptura con el sentido común, vale decir, la ruptura con la gramática convencional, es la exigencia de la dialéctica que requiere reconvenir el uso del reflexivo “sich” y provocar el “reflejo–recíproco”: la conciliación entre elementos inconciliables —entre el individualismo solitario y sentimental y la voluntad general de Rousseau, por ejemplo— como anhelo secularizado de su pietismo juvenil. Pero ofrece la lectura de Hegel más que esa audaz polémica contra la filosofía dominante de su época —contra Kant o la Ilustración—; Hegel alude al terror revolucionario, al vendaval político de la Revolución francesa, “puesta al pie de la página de la sublime discusión sin aparente continuidad”.[4] El “asinamiento problemático universal” que fue la obra de Hegel —que pone en su corazón la tensión entre lo abstracto sensible y lo Absoluto, el tránsito de la “física” a la “metafísica” y sus mediaciones recíprocas—, impone una tarea ineludible y exigente para Gutiérrez: leerlo todo y luego olvidarlo. “Quien, después de su lectura”, escribe Gutiérrez —en una frase que es a la vez de un desafío polémico, un postulado intelectual—, “lo olvida, tendrá que decidir ante la alternativa de ser hegeliano o simple e irritado doxógrafo o, como Kierkegaard, de recluirse en los altos de su desesperante y desesperada subjetividad, o, como Marx, de realizar esa filosofía, es decir, de convertirse en agente revolucionario del Espíritu convertido en su reverso”. Y, punto seguido, ratifica en palabras del mismo Hegel, la paradójica condición que guió la obra y el “genio” crítico de Gutiérrez: “Lo verdadero es el vértigo báquico en el que no hay miembro que no esté ebrio, y porque todo, al deslindarse, se disuelve inmediatamente también, es ello la transparente y sencilla quietud”.[5] 

Pero si Gutiérrez Girardot descubrió en el Hegel de la Fenomenología la palanca motriz de su espíritu dialéctico (encontró en su Estética el anuncio del motivo del “fin del arte” y la “marginación” del artista en la sociedad moderna, y enfatizó el concepto de la sociedad burguesa que hace a cada individuo un simple medio de otro —la impresión de caos que hace esa lucha de todos contra todos— tomado de su Filosofía del derecho), por su parte halló en Schlegel las bases seguras de su obra crítica, o lo que es lo mismo, los fundamentos de su historiografía literaria. Friedrich Schlegel concentra, con su contemporáneo el poeta Novalis, la reacción romántica; una “naturaleza esencialmente crítica y no precisamente filosófica”, como quiso apostrofarlo Hegel —cita Gutiérrez—, y que involuntariamente, en su ironía, dio en el blanco. La asistematicidad, o si se quiere, el nuevo espíritu enciclopédico que Schlegel compartía con Novalis, es expresión justamente de eso: de la tarea del “sistema de la asistematicidad”. El reproche del carácter fragmentario, del fragmento como estilo, o incluso del ensayo como género del pensar provisional–totalizante, de la mixtura de géneros o de géneros híbridos, es vago e inexacto. El no ser considerado el fragmento como sistema filosófico, el descalificarlo como no–filosofía, es no comprender que precisamente el fragmento —el ensayo— es el anverso de la misma moneda del sistema (es una expresión justificada del “sistema de la asistematicidad”). Es, en otros términos, la forma indirecta en que se implica un sistema filosófico sin su exposición sistemática, tal como lo expresó Schlegel al retratarse en Lessing y en cuya consideración queda a la vez retratado Gutiérrez Girardot: “(…) no fue”, Lessing según Schlegel, “sistemático ni fundador de sectas, sino crítico”. Como crítico Lessing —Schlegel, Gutiérrez— dio “libre prueba de las opiniones de los otros”, refutó los “prejuicios” prevalecientes y defendió o suscitó la atención “de esta o aquella antigua paradoja, generalmente olvidada”. “Pero de este modo, gracias a la penetración filosófica de su obra, dio Schlegel a la crítica y a la naciente filología mayor dignidad (a la incipiente historiografía literaria latinoamericana inaugurada por Juan María Gutiérrez y proseguida por Henríquez Ureña, corresponde agregar, JGGG), y los instrumentos para hacer de ellas una verdadera ciencia: el arte combinatorio de la poesía, metafísica, religión y filología”, vale decir con una terminología de moda, el espíritu interdisciplinario.

Schlegel, si bien no alcanza la penetración dialéctica de superación de los opuestos de Hegel, plantea la paradoja del fragmento como un momento vivo en un tránsito inconcluso, es decir, eleva la crítica a historia, a proceso. En esto Schlegel supera a Lessing, quien hacía crítica sin historia, y a su vez a Herder, su otro maestro, quien hacía historia sin crítica. En otras palabras Schlegel inaugura la historiografía literaria moderna, es el padre de la historia literaria que es a la vez crítica literaria, en el sentido que entiende la historia literaria como proceso, como sucesión de momentos encarnados en figuras representativas, en caracteres que deben ser afirmados polémicamente, porque ya no hay un canon (sus herederos serán Gervinus y De Sancti). La historia literaria no es acumulación pasiva, erudición de nombres y obras; es más bien, “interpretación”, “característica”. La historia literaria es experiencia acumulativa, o regresión, pero es movimiento crítico, que la libra del caos (serial) o desorden (erudito). El método implica el momento de la problemática “desocialización del poeta” y del nuevo papel de su historiador–crítico. “Schlegel decía que el historiador es un profeta al revés. El pasado, como parte del tiempo, contiene todo el tiempo, la historia, el futuro como parte del tiempo, contiene el todo el tiempo, el pasado: una profecía al revés”.[6] 

 La fórmula de Schlegel de que la poesía romántica es una “poesía universal progresiva” implica su carácter universal, que es filosofía, “logos del universo”, y en cuanto progresiva, que está “en constante devenir”. Pero esa poesía también implica un Yo que interpreta la letra, el logos, la palabra como cifra del universo; es decir, que traduce y actualiza como fragmento esa totalidad en curso. La afección lógica, la penetración del texto, significa su interpretación por el Yo, que se realiza por la empatía o “intransición”, el “trasladarse a algo”.[7]  Por virtud de la empatía (Einfüllung), el intérprete —que está a la altura de su objeto, pues la poesía sólo critica a la poesía— cae en el ámbito del devenir, del “arte adivinatorio”. “Adivinar no quiere empero decir sospechar lo que ha de venir, predecirlo, sino, con base en lo que se ha leído y lo que se lee en el presente, descifrar lo que ha de venir, para de este modo obtener siempre una visión de totalidad, que, en última instancia, se encuentra siempre contenida en la parte como reflejo”.[8]  Fantasía y juicio, imaginación y conocimiento, fragmento y totalidad se corresponden y forman la tarea fundacional de la historia como crítica y la crítica como historia de la literatura y literatura misma: la raíz de la modernidad literaria que alcanza en Schlegel su expresión más elevada en este sentido.

 Si bien Gutiérrez Girardot no tematizó analíticamente el concepto goetheano de “literatura universal/literatura nacional”, éste hizo parte constitutiva de su obra. El concepto polémico–afirmativo significó la respuesta de la rezagada literatura alemana frente a la italiana, española, francesa, inglesa, con las que se puso en contacto —basta pensar en la asimilación de Shakespeare como se testimonia en el Wilhelm Meister— para dialogar con ellas, para romper los moldes convencionalmente impuestos. Es también el esfuerzo de penetrar, de una manera inusual, precisamente por su rezago, con la Antigüedad clásica, con Grecia. Es la llamada “grecomanía” que acuñó las obras del historiador del arte Winkelmann o el dramaturgo Goethe, del poeta Hölderlin o el crítico Schlegel, de los filósofos Marx, Nietzsche o Heidegger o el acre crítico de El origen de la tragedia, el filólogo Wilamowitz–Moellendorf. El intercambio, “el dar y tomar” (Goethe) de todas las literaturas es, pues, el destino de toda literatura; su universalidad, desde el romanticismo: tensar al límite el proceso de una asimilación variada y rica que lograra sacar de la estrechez mezquina la literatura nacional alemana; hacerla tanto más alemana cuanto más italiana, española, francesa, inglesa, clásica, pudiera revestirse. Fue un juego paródico (impostura, ironía, conjetura); el origen de la fantasía moderna.

No hay, por supuesto, una respuesta comprimida para satisfacer el ego del intérprete literario. La literatura impone sus fueros a las presuntuosas teorías literarias contemporáneas y exige, desde otro punto de vista, una vuelta a sus orígenes románticos. A este respecto, cabe reproducir de Gutiérrez un párrafo extenso, de su libro Heterodoxias (2004), que quiere responder a la pregunta cómo leer. Es la indicación sugestiva que remite a una teoría literaria abierta, exigentemente fundada, y condensa a la vez un programa de la “vida de un lector”:

Nietzsche aseguró que la lectura filológica es una lectura entrelíneas. Es, como lo postuló la fenomenología husserliana para todo enfrentamiento con los textos filosóficos, una forma de dar la palabra al texto. Todo texto literario es un conjunto de estratos: el del lenguaje, el de las unidades de significación, el de los objetos expuestos, etc. Pero estos estratos remiten a otros componentes, el del lenguaje, por ejemplo, remite a los condicionamientos sociales de un léxico; el de las unidades de significación a la sustancia cultural, histórica, social y política que las determinan. La crítica y la historiografía literaria que medraron bajo la catarata desencadenada de la estilística, primero, y por el estructuralismo, el posestructuralismo, la semiótica, el deconstructivismo después, analizan los textos con el propósito de construir un aparato teórico de ‘teoría literaria’, en el cual los textos son pretexto de corroboración de esa teoría. Por otra parte, la conceptualización de esa teoría no responde a las exigencias de toda teoría: pregunta al texto, descripción de lo que tiene entre líneas o da de sí, designación de las respuestas del texto con los conceptos que tiene que ser necesarios. Esto significa que la teoría literaria que pretenda servir de instrumento general para examinar las formas de cualquier autor de cualquier literatura tropieza con el obstáculo de los autores y de la literatura misma. La interpretación de una obra exige una visión desprevenida, que va formando sus apoyos en el curso de la lectura y que deben ser adecuados en el sentido que requieren el establecimiento de referencias científicas para precisar su significación. La lectura que da la palabra al texto va formando su haz de referencias (a la sociología, a la filosofía, a la religión, a la ciencia política, al derecho, etc.), pero el entretejido de esas referencias tiene que tener en cuenta esta realidad: ‘la crítica literaria es literatura sobre la literatura’.

 

3. Hacia una imagen múltiple de América Latina

Es Modernismo (1983) tal vez el libro más característico de Gutiérrez Girardot y no cabe duda que, como Roma, todos los caminos de su interpretación sobre América Latina desembocan o parten de él. La discusión la había insinuado y anunciado a lo largo de múltiples ensayos anteriores —desde el de Reyes o Borges—, pero ahora la amplía, en forma de “asinamiento problemático universal”. Aparentemente, el problema lo formula como respuesta a las desacertadas interpretaciones que, generalmente provenientes de la Península, habían dictaminado una división inapelable entre el Modernismo hispanoamericano y la Generación española del 98. La discusión que emprende con la tradición crítica, contra Valera, Salinas, Díaz Plaja, José María Castellet o Ricardo Gullón (deja a salvo a Federico de Onís y Henríquez Ureña), entre otros, es propedéutica para sentar una tesis recurrente y central. El Modernismo es una experiencia integral en la que la lengua española, de este y el otro lado del Atlántico, expresa una preocupación literaria de acento universal, es decir, se concibe más cercana “al concepto de literatura universal o, si se quiere, al de la universalización de la literatura, que va pareja a la unificación del mundo”.[9]

Los temas como el fin del arte, la secularización o descristianización, la racionalización de la vida por la sociedad burguesa son los aspectos de una misma y profunda experiencia universal que, partiendo de la Revolución francesa, se despliegan en forma incontenible en todo el planeta. Si Goethe en su Wilhelm Meister o Hölderlin en su “Pan y vino” habían captado el despliegue problemático de la sociedad burguesa, es Hegel quien, con mayor penetración, captó en su Fenomenología, “su fatal advenimiento, al mismo tiempo que lamentó sus consecuencias robespierranas”[10]  y puso de relieve que en esa sociedad, pese al perfeccionamiento técnico a que puede llegar el arte, éste, a decir del mismo Hegel en La Estética, “ha dejado de ser el más alto menester del espíritu”.[11]  La escisión del hombre moderno, un “anfibio” desgarrado entre los intereses del día y un más alto ideal, caracteriza la modernidad, “el estado mundial de la prosa”. Es el triunfo de la sociedad burguesa, la liquidación del mundo feudal, la imposición del “hombre privado” (Gutiérrez pasa por alto las múltiples consecuencias negativas que este hombre privado tuvo, por ejemplo, para un Tocqueville). Triunfo que también tuvo su correlato en el mundo hispánico, pese a las resistencias conservadoras de antes (Menéndez Pelayo) y de ahora (los indigenismos), con la introducción de Bentham, Destutt de Tracy, del positivismo o krausismo, vale decir, eran las alternativas a “un modelo revolucionario”, de “modernización parcial”, que cobija los nuevos valores de un comerciante o de un campesino que huye del campo o que emigra a otro Continente. Esta especificidad es, en la relación de país dominante o dependiente, una circunstancia que no desmiente del dinamismo de conjunto. El tema de la secularización resalta como determinante en este proceso: el ateísmo, la blasfemia, pero también la fantasía, donde vagan los seres inaprensibles de nuestros sueños y de nuestros delirios. Es, pues, la pérdida de toda fe que Max Weber formula como la “desmiraculazición del mundo” que es la simple traducción del volterianismo a determinadas capas cultas de la sociedad (Sartre en Les Mots).

 La circunstancia ambigua del artista en la sociedad burguesa, la caracteriza Gutiérrez en las figuras del romanticismo alemán, pero también en Heine, Keats, Rimbaud, Rilke o Rubén Darío. En Valle Inclán se revela igualmente esta actitud obstinada. Su circunstancia es la del rechazo, la de la marginalidad. La ficción o la fantasía se despliega en ese cielo nublado y trivial: “En efecto”, se lee en A rebours de J. K. Huysmans, “puesto que la época en la que está obligado a vivir un hombre de talento es vulgar y tonta, el artista se siente encantado, sin saberlo, por la nostalgia de otro siglo”.[12]  La evasión de su propio presente, la nostalgia de otras épocas se incorporan al imaginario poético de la modernidad (cierto que ya Novalis había anticipado esos renacimientos o restituciones simbólicas medioevales, JGGG) y por tanto resulta necio, dice Gutiérrez, hablar del artista en su “torre de marfil” como llana huida. Baudelaire experimenta un similar vértigo de una modernidad escinda que sintetiza Flaubert en la frase simple, pasatista, “vivir como un burgués y pensar como un semi–dios”. El artista en España y Latinoamérica experimenta similares vértigos, de heroísmo y entrega religiosa secularizados. Es Martí o Silva —entre un montón— el elegido: es el poeta en la sociedad burguesa que “está ahí y nadie lo nombra”, como lo subraya Rubén Darío en “El velo de la reina Mab”. Porque justamente este cuento de Azul (1888), entre la producción del poeta nicaragüense, es expresión de un “reino ambiguo”, intensificación de la vida por los extremos del gozo y el sufrir, un “gozar–sufriendo” (un remordimiento que, como diría Borges después, es manifestación inhumana). Es desprendimiento furtivo del seno religioso, como el “posmodernista” López Velarde testificará.

En realidad, el Modernismo pareció la etapa literaria ocasional de recuperar tiempos anteriores, de poner en la actualidad las manifestaciones —la literatura europea de la época— de que se estaba ajeno o ausente nuestro romanticismo de aldea. Fue un Apocalipsis temporal, como fue apocalíptico el encuentro o choque, tres décadas más tarde, de las vanguardias europeas: Borges la asimiló con el ultraísmo, para luego, consecuentemente, abandonarla. Época ambigua, que expresa un nacionalismo afirmativo, en Italia o Alemania, que constituye el horizonte de la lírica moderna y a la vez la interioridad insondable del poeta. Es la experiencia de la “muerte de Dios”: que está latente en Hegel o Jean Paul, explícito en Nietzsche, enunciado en Martí o Unamuno. Es la experiencia de un hundimiento, de una depresión inaudita, que no se traduce a la literatura a un simple cambio de estilo, y que implica una búsqueda dramática de nuevas mitologías. “Así, la nueva mitología, la nueva religión comprobó involuntariamente la marginalidad del arte y del artista en la sociedad burguesa”.[13]  La época moderna desvinculó, entonces, la búsqueda patológica de la identidad perdida de sociedad burguesa de la búsqueda marginal —el símbolo que al exponerse “alude a todo lo demás”— del artista. De ese festín habían estado ausentes los poetas hispanoamericanos, pero cuando llegaron supieron participar de él, fragmentaria y modestamente. Son tanto Darío o Machado, Lugones o Rodó quienes se sentaron a la mesa de la “literatura universal”, domaron el facilismo heredado y tendieron puentes múltiples a su difícil contemporaneidad.

La condición del intelectual en la sociedad burguesa, su peculiaridad de “endopatía”, vale decir, su resistencia característica de convertirse en una conciencia “libremente oscilante” (K. Mannheim), no es nueva, existe desde mediados del siglo XVIII (lo analizó Tocqueville o, más tarde el mismo Mannheim), pero se revela en su peculiaridad más sintomática a finales del siglo XIX. El intelectual es el perturbador. Con color político al finalizar del siglo —como Zola—, se quiso ocultar u opacar por la sociología más positivista posterior: era el hombre que producía ideas para la sociedad establecida, el médico, el ingeniero, el abogado (Gutiérrez apenas considera el asunto expuesto por Gramsci). Pero el intelectual se rebela de esa condición: es la conciencia del malestar, el signo del siglo que es “el signo de sus problemas”.[14] Eligieron —les impusieron más bien— la dificultad del vivir, de encontrar un sitio coherente en la sociedad, de armonizarse con lo existente como sociedad de bienestar. Es el intelectual un “fracasado”, un marginal, un inadaptado. Un hombre desarraigado que encuentra en la bohemia, en el café, su patria temporal, y en la nostalgia de algo perdido, pero deseado, en la utopía (es verdaderamente el Discurso del origen de la desigualdad de Rousseau revisitado, JGGG), un anhelo de realización de justicia contradictorio.

 Si podemos considerar ese marco como general de una experiencia decisiva en la historia de la literatura latinoamericana, el Modernismo, las figuras que los anteceden, pero sobre los que son sus hijos predilectos, constituyen la galería de los “hombres representativos” de nuestras letras para Gutiérrez Girardot. Detengámonos en sólo dos de ellos: Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges.

En el juvenil trabajo “La imagen de América en Alfonso Reyes”, publicado en 1955 por el Instituto Iberoamericano de Gotemburgo (Suecia), Gutiérrez plantea el problema de la vocación universal, europea, de la inteligencia americana y ve en Reyes el arquetipo de una plenitud serena. América Latina nace a la vida histórica bajo el signo premonitorio de la utopía, que no significa un no lugar, sino una experiencia paradigmática del “principio de esperanza”. Citando a Martin Heidegger, que escribe que la “esencia de la imagen consiste en hacer ver algo”, Reyes nos hace ver a América como una realidad nueva, el Nuevo Mundo, tan incomprendido por Hegel, como un “Plus Ultra”. Presentida desde la Atlántida de Platón y rehecha en la Edad Media por D. Ramón Lull, América se presenta a la imaginación humana como porvenir: “una invención de poetas y filósofos”, antes de ser el producto histórico del conflictivo contacto de la “hazaña de Colón”, hijo del Renacimiento. América Latina es pues, imaginación filosófica y poética, antes que realidad, y realidad histórica en conflictivo contacto con Occidente. La Occidentalización de esa nueva geografía de la esperanza, es el tema de Reyes: su rasgo latino, su nota hispánica, su escenario mestizo. Pero el orden de los factores se encuentra en ebullición, la marcha azarosa es su signo y la desarmonía —la Revolución mexicana es una muestra— un reto a la inteligencia. La inteligencia tiene la misión de obrar sobre la materia, unificar los restos caóticos: por eso, escribe Gutiérrez, “El actor —o los actores— en el escenario de esta tierra prometida es el intelectual, la inteligencia”.[15] 

 La inteligencia americana, no obstante, se encuentra (también fue ésta objeto de una “discusión” de Borges: tenemos derecho a usufructuar la totalidad de la cultura occidental) ante Europa de una manera peculiar. La “consigna de la improvisación”, antes que una propiedad sustantiva, es el resultado del conflicto, de la desarmonía con ella misma, que está condicionada por su relación con Europa. El latinoamericano “tiene que vivir saltando etapas”, acumular conocimientos a sobresaltos, actuar y pensar en frentes diversos: “una movilidad y adaptabilidad humana característica”, cita Gutiérrez de Reyes, “y cierto impulso de síntesis, de aprovechamiento de saldos culturales”. No se trata de repasar con devoción estéril la cultura europea, espiar manuales o comprimidos, o acumular laboriosa, pero burocráticamente conocimientos, sino una operación sintética entendida como “una organización cualitativamente nueva, y dotada, como toda síntesis, de virtud trascendente”.[16]

Reyes entiende que el humanismo es, no sólo el estudio y conocimiento de las letras y de la cultura de la Antigüedad, sino, modernamente, una acción encaminada al entrenamiento del hombre. El patetismo con que suele hablarse de este problema en nuestro tiempo ha quitado todo su sentido a la expresión “salvación del hombre”. Pensémosla en Reyes pura de toda estridencia, y digamos, entonces, que su humanismo es un esfuerzo por la salvación terrenal del hombre.[17]

Porque Reyes, como Borges, quiso saber del hombre sólo el aspecto humano del hombre, y en esto fue hijo tanto de la Ilustración como de la modernidad romántica. El “humanismo misional” de Reyes, sostiene Gutiérrez, “es incorporación de América en la Historia”. Y en esta medida, confirmar que América está en tránsito de algo mejor es un vasto territorio a medio hacer, al que falta la cocción final de una inteligencia integradora, “que comunique su condimento de abigarrada y gustosa especiería”. Esta esperanza en la inteligencia americana, que Reyes compartió con Henríquez Ureña o José Luis Romero, debe partir por reconocer sus límites, la fuerza y alcance de su acción política y cultural y confiar en el trabajo continuo y en la capacidad de entusiasmar —dar ejemplo ejemplar—, de fundar el ethos continental que ha de dar los frutos deseados. De ahí que Gutiérrez quiera ver en la imagen del Reyes de Visión de Anáhuac o la Última Tule, no sólo piezas literarias estilísticamente admirables, evocaciones poéticas y literarias de un destino continental, sino los fundamentos éticos de una política continental por emprender. Que esa no comparte o suponga, agrega Gutiérrez en glosas dispersas, la fe leninista, que no haya construido un partido y se ponga a la cabeza de cualquier conato de revolución, no es razón para ser descalificada de ilusoria o idealista. Es más bien ideal, esperanza, confianza en el destino secular de la inteligencia, anticipo de la “segunda oportunidad” sobre la tierra (la que no tuvieron los Buendías de Cien años de soledad) y llamado oportuno para el inventario de sus cualidades más características.

 No parece desacertado afirmar que Borges antecede cualquier afirmación al respecto. En efecto, también “Jorge Luis Borges. Ensayo de interpretación” de 1959, significa una pieza mayor de la obra crítica de Gutiérrez. En este trabajo se enfrenta al problema del “agudo intelectualismo” o “cerebrismo” de Borges. Es decir, a la nota más característica de Borges y que, en forma desconcertante (miope, solía decir Gutiérrez), ha sido el objeto de reproches continuos. Se ha asimilado, el “agudo intelectualismo” borgiano a una literatura que habla, no de hombres vivos, sino de letras e identificado a su autor con sus productos literarios como una cosa inescindible, es decir, que Borges es como sus personajes, “hijos de las letras”. Pero eso antes que un reproche o un defecto, es para Gutiérrez la sustancia de la obra y la personalidad de Borges: en efecto, son “hijos de la letras”, “pero no como simple creación artificial, sino porque son hijos del universo que es el Libro”.[18]  La inteligencia, que es tan humana como los sentimientos, que es un don “humano, demasiado humano”, que es lo más humano, “porque contiene el saber del gozo y es la expresión de la lucidez de la inteligencia”.[19] 

 Pero esto acontece en medio de un problema, ese sí abrumador, que es el límite heredado de la lengua castellana, y al cual Borges dio una respuesta paradigmática. Ironizó sobre la peculiaridad de una literatura de “siempre desengaños, consejos, remordimientos, escrúpulos, precauciones, cuando no retruécanos y calembours, que también son muerte”, es decir, que Borges convirtió, según Gutiérrez, este punto de partida polémico en crítica del lenguaje: “(…) las palabras son muchas”, en esa lengua, “pero la representación es una y variable”, escribe Borges, y deduce Gutiérrez: Borges hizo una crítica a una literatura que se hipnotiza a sí misma en un juego de palabras, en el sonido o ruido de palabras, como en Gracián, y desatiende la representación, vale decir, la imaginación poética. Porque justamente, el comprender que el laberíntico juego de la cosa y lo que la menciona, es la representación, la metáfora, el símbolo inapresable de otros símbolos ocultos, es una literatura que usa de la fantasía (el nihilismo o “pavor metafísico” que representa con suave sonrisa a Dios y al hombre como pasajeras creaciones intercambiables) y, por ende, no se confunde con la llana sonoridad. De ello se desprende esa pirotecnia borgiana: los espejos, las repeticiones, los destinos insólitamente cruzados, el sueño que sueña, etc.

 El dialéctico Borges es el maestro de la ironía, que es la forma en que se distancia serena y discretamente de su realidad impuesta, del lenguaje de convención al uso. “¿Cuál es el contenido, cuál es el objeto de la ironía?”, pregunta Gutiérrez, y responde:

La ironía muestra una defectuosa relación. En Borges este defecto es desproporción: entre la naturaleza del lenguaje y su capacidad y sus ambiciones expresivas. Por ejemplo, o entre el hombre finito y el que quiere y cree apoderarse de lo infinito, o entre el hombre mortal y el que cree saberse inmortal, o entre la conciencia y el engaño, etc. Por este lado se acerca la ironía a la sátira, de la cual se diferencia, sin embargo, porque esta última carece de una alusión a algo consabido e inexpreso, de la excentricidad y de cierta discreción propia de cuanto es alusión. En la ironía de Borges esto consabido e inexpreso es la desproporción. El nombre con que se suelen designar las desproporciones arriba mencionadas es la contradicción. Esta incluye la negatividad, es decir, la negación de uno de los dos términos, y más concretamente, de aquel que sirve de fundamento a la desproporción de aquel que se cree proporcionado y desconoce la realidad contradictoria. Para el sentido común y para el mundo sentimental, para la simple intuición o para cualquier modo irracional de acercarse a lo real es la proporción lo positivo. Pero es una positividad sin movimiento. El hecho de que la ironía muestre la insensatez de este mundo quieto y positivo es lo que le da superioridad sobre aquél, una distancia de la conciencia frente a la inconciencia de lo meramente positivo, que es con lo que suele determinarse la actitud irónica, y esto quiere decir también lucidez.[20]

Y esto quiere decir, que Borges es el hegeliano que ve “el vértigo báquico” donde “no hay miembro que no esté ebrio” y lo enuncia con “transparente y sencilla quietud”.

 Una nota de atemporalidad recorre las líneas de Gutiérrez sobre los “hombres representativos” de América Latina; contienen una perenne fe por la utopía de América que puede tomarse por anacrónica. Pero así como la utopía enuncia el no lugar —que puede estar en todas partes— la anacronía anticipa todos los tiempos. Es una constitución previa de la experiencia histórica que permanece como espíritu inextinguible, pese a todas las adversidades circunstanciales, pese a toda desesperanzadora coyuntura. Pero la Utopía es para Gutiérrez Girardot un proceso, una experiencia histórica latinoamericana. No es la contingencia ciega, una declamación o un manifiesto: es, más bien, una ardua construcción histórica en la que lo europeo y lo nuestro se entreteje en fases sucesivas y determinables. El destino latinoamericano está atado al de Europa en una particular relación: es su proceso de asimilación;[21]  vale decir, de superación conciente de sus contenidos. América Latina es un producto colonial de la Europa contrarreformista, así como la América del Norte del protestantismo, del puritanismo inglés. La difícil asimilación de los contenidos contradictorios —de la sociedad barroca hispánica— desde la Independencia, mediante las figuras representativas de su inteligencia, ha sido la labor ininterrumpida de un proceso conflictivo y zigzagueante. En Gutiérrez hay tantas notas de esperanza como de protesta; de fe en la “inteligencia americana” como de denuncia de la infamia de lo real que nos agobia y determina.

 

4. Los destiempos de Gutiérrez Girardot

Rafael Gutiérrez Girardot llegó a destiempo a la vida de la crítica literaria en América Latina. A diferencia del magnífico Ángel Rama, no se adaptó a los “vientos de la época”, vale decir, no se hizo el intérprete más audaz del boom novelístico de los cincuenta y setenta, y a despecho de un público alemán ansioso de las novedades literarias, se mantuvo firme dentro y fuera de la cátedra en afirmar, polémica y no pocas veces agriamente, la indeleble impronta de los “arquitectos” de la cultura literaria latinoamericana. Esto no se quiso entender ni en una América Latina, además llevada por el delirio marxista–leninista —que no fue para Gutiérrez Girardot más que otra manifestación de la “voluntad de dependencia”— al son de Cardoso y Falleto, ni en la Alemania, donde ejercía su función de docencia universitaria, en una atmósfera enrarecida por la rebelión del París del 68 —en sus primeras décadas— y por la apatía “comunitarista” —de la Comunidad Europea, que es la peor y más filistea versión del comunitarismo— de los años ochenta y noventa. Así, que tanto aquí como allá del Atlántico, su voz permaneció apagada, o al menos, sofocada, en medio de una ofuscación crítica, de unas imposturas estéticas y de un clima ideológico exhibicionista y agitacional del que no esperó nada, ni que, en efecto, supo sacar provecho consecuente de su lección “marginal”.

Como intelectual, como profesor, navegó Gutiérrez sobre el traicionero mar de una época “bajamente romántica”, en el navío “valiente” de su escritura crítica, polémica, y si se quiere rebajar, corrosiva e iconoclasta. Se supo mantener al margen, con la confianza —a veces irritada como lo expresan libros “menores” como Provocaciones— en que la lección estaba dada, pero no comprendida. Él no había, como Hegel, intentado “enseñar a la filosofía a que hable en alemán”, sino persistido en la tarea de Bello a Reyes, de que la crítica filosófica y literaria siguiera hablando en español. Había logrado desde muy temprano —desde los años de su colaboración en “Mito”— el propósito de que, en adelante, “resultara infinitamente más difícil dar a la vulgaridad la apariencia de oración profunda”. Hizo más: hizo poesía en el sentido romántico que era el haber puesto en práctica los principios schlegelianos de elevar la teoría y la crítica literaria a literatura; de hacer “literatura que tiene por objeto la literatura” (Curtius). El reparo de que no culminó un libro “clásico”, que dejó una obra dispersa, fragmentaria, es vano y desacertado; la significación de su obra se funda y desarrolla conforme con los firmes presupuestos aludidos. Es como hacer el reparo a Borges de no haber escrito una novela (otra Rayuela, aunque nadie le repara a Cortázar el no haber escrito otra Ficciones), cuando se pasa por alto que la peculiaridad de su obra —su “característica”— se establece en la tensión creativa con un universalismo o europeismo exigente y superación de lo dado que, en este sentido, también puede ser reprochado a su discípulo Gutiérrez Girardot. Lo que impresiona en todas sus frases es la concreción (fue conciso).

Si durante las siguientes décadas en que se consagró a desarrollar las consecuencias de unos principios tan nítidamente expuestos, no fue escuchado, en términos más exactos, fue “invisibilizado” para la vida intelectual y literaria del país —¿no es acaso la crítica un gesto de madurez de la vida literaria, vale decir, literatura desde el romanticismo?—, se debió a múltiples factores adversos. La serena discreción con que expuso los elementos de ese Nuevo Mundo de Utopía, como un Adán dueño de un verbo crítico inédito, en una Colombia desecha por la Violencia, en una España aturdida bajo el franquismo y en una Alemania impregnada de euforia adenaueriana, se vio lenta, pero violentamente negada. Como había subrayado para el caso de Büchner, su obra se dejó “languidecer y morir por años”.

Padeció Gutiérrez Girardot tal vez el síndrome de un aislamiento crónico y creciente; no fue ajeno a la indiferencia pública que determinaba el curso de la divulgación espasmódica de su obra; se encontró afectado por la forma de equívocas y desiguales correspondencias con que eran recibidos sus ensayos con frialdad o ironía impotente. La serenidad, la discreción y la cortesía que subrayaba en Hegel, Reyes o Henríquez Ureña, en una palabra la elegancia de la inteligencia y los buenos modales de la cultura —no los falsos de la diplomacia— que había pregonado como virtudes en sus admirados modelos, parecieron abandonarlo por ratos; y a veces lo abandonaron. El reproche de que escribía cargando su pluma con bilis o cicuta, los reparos por sus virulentas “insistencias”, sus arbitrariedades más llamativas, sus ¿injustas? apreciaciones escandalosas —sobre Ortega y Gasset, sobre Octavio Paz, sobre Camilo José Cela, sobre Fernando González, sobre los nadaístas o sobre Estanislao Zuleta— son parte controversial de su considerable herencia. Son quizá deudas menores; o en forma más exacta, inversiones al capital legado a modo de interés compuesto. Pero, son escupitajos que la “red de enemigos” invisibles se ha de encargar de tirarle sobre el rostro por mucho más tiempo. Sin embargo, apenas cabe preguntar, ¿cómo escindir el temple crítico de sus eventuales apasionados excesos? ¿No son uno parte de lo otro? Sin el pathos polémico, sin sus apreciaciones “como suele decirse, muy personales”, pero precisamente “por ello, de interés”, Gutiérrez Girardot no sería Gutiérrez Girardot; no valdría la pena escribir una línea sobre él ni sobre ello.

Alguien ha dicho que Gutiérrez Girardot es el intelectual “más importante”, pero también el “más desconocido” (no lo ha sostenido por escrito) de nuestro país desde Baldomero Sanín Cano. Tampoco la frase dicha en privado es un servicio, bueno o malo a la causa. Acaso no resulta impertinente recordar que, no pocos, dicen que el actual es el “mejor” presidente que hemos tenido, sin que ello no signifique, desde otro punto de vista, que, en efecto, es el “peor”, desde Laureano Gómez Castro. Son, digamos por complacencia, meras opiniones, que son prejuicios o voces vacías, mientras no se fundamente racional —discursiva, en forma conceptual, no intimidatorio— qué es lo “más importante”, lo “mejor” o lo “peor” del asunto. Entre tanto, hay suficientes motivos para invitar a la lectura o relectura de Gutiérrez Girardot, mientras nos reservamos, por razones no menos convincentes, en abstenernos a recaer, recurrente y recursivamente, en aconsejar la reelección.

Si como se admiró Marx que “después de una filosofía total como la de Hegel aún pudieran existir seres humanos”,[22]  nosotros también tenemos el derecho algo más modesto de admirarnos al ver cómo la sociedad colombiana —y su incomparable universidad— siguen tan empecinadas en sí mismas, luego de las lecciones críticas de Gutiérrez Girardot. Ellas son una asignatura pendiente, no en el banal significado de un crédito tal o cual académico, sino en el generoso horizonte abierto, teórico–filosófico y científico no positivista, que insinúa un porvenir más digno, más propio, nuestro. La imagen que tenemos de la cultura literaria e intelectual de América Latina no es la misma después de Gutiérrez Girardot: él supo imprimirle un sello de renovación, de cohesión ideal, de valoración nunca antes alcanzado en esta dimensión; su obra es la expresión típicamente americana manifestada por Reyes, de “una movilidad y adaptabilidad humana característica” y expresión de ese “cierto impulso de síntesis, de aprovechamiento de saldos culturales”. Fue síntesis, “una organización cualitativamente nueva” y “de virtud trascendente”. Nos evitó Gutiérrez Girardot el tortuoso paso de los “folclorismos”, es decir, de las dañosas afirmaciones provincianas, necesariamente parciales y anticuadas. Nos evitó, pues, “los pasos perdidos” (Carpentier) dados por tantos y tantas, en una imaginación telúrica de América Latina, en una perversa, como Gutiérrez insistió, imagen turística, de gaseoso internacionalismo de aeropuerto. Este es su legado intelectual; ese fue su destino controversial.

Desearía concluir esta reflexión de aproximación al maestro recién fallecido, con unas palabras del profesor y querido amigo Rubén Jaramillo Vélez, pronunciadas el 26 de septiembre pasado “En la muerte de Rafael Gutiérrez Girardot”, en el Centro Cultural de la Universidad del Tolima:

Al considerar que una de las condiciones sine qua non, inherente a la vida del espíritu, ha de ser la honestidad, la disciplina, el tratamiento serio, riguroso, responsable de los problemas y las ideas, quisiera reiterar que esto es lo que ha de significar para nosotros el ejemplo de su vida y su obra, lo que nos enseña su actitud y su esfuerzo tan genuinos: su paciencia, su laboriosidad, su compromiso. De todo ello podemos extraer valiosas enseñanzas que nos permiten abandonar el ‘rastacuerismo’, las actitudes parroquiales, el rencor y la simulación, tan frecuentes en nuestro medio. El contacto con su obra ampliará nuestro horizonte y nos abrirá a la esperanza. Nos hará concientes de la magnitud de la crisis por la que estamos atravesando y nos proveerá de medios para reconocerla, para pensarla con acierto y, eventualmente, superarla. Hoy, más que nunca, resulta impostergable el sereno pero implacable ejercicio de la crítica, sobre el cual se pronunciara Kant con absoluta radicalidad cuando decía que la razón sólo concede su respeto a lo que puede soportar su examen público y libre.

 


* Este artículo hace parte del proyecto de Investigación: Historia de la crítica de la literatura colombiana del programa de Maestría en Literatura Colombiana de la Facultad de Comunicaciones y Periodismo de la Universidad de Antioquia.

†  Esta es la versión escrita de la conferencia en homenaje al profesor Rafael Gutiérrez Girardot que organizó el Instituto de Filosofía en el marco de las tradicionales “Lecciones de Noviembre” del año 2005. En realidad se trata de un ensayo forzosamente provisorio y provisional; son más bien glosas a algunos textos que consideramos claves del profesor Gutiérrez Girardot y tienen la intención modesta de ser la invitación a una relectura más provechosa por parte de sus viejos discípulos (me incluyo entre ellos) y a una lectura más orientada a sus lectores futuros. (En las citas en las que aparece la sigla JGGG, ésta indica acotaciones del autor. Nota de Estudios de Filosofía).

[1] Gutiérrez Girardot, Rafael. Horas de Estudio. Bogotá, Colcultura, 1976,         [ Links ] p. 250.

[2] Ibid., p. 273.

[3] Ibid., p. 276.

[4] Ibid., p. 280.

[5] Ibid., p. 283.

[6] Ibid., p. 260.

[7] Ibid., p. 267.

[8] Ibid.

[9] Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo. Barcelona, Montesinos, 1983, p. 21.

[10] Ibid., p. 35.

[11] Ibid., p. 36.

[12] Ibid., p. 55.

[13] Ibid., p. 91.

[14] Ibid., p. 170.

[15] Gutiérrez Girardot, Rafael. Hispanoamérica: imágenes y perspectivas. Bogotá, Temis, 1988, p. 15.

[16] Ibid., p. 16.

[17] Ibid., p. 18.

[18] Gutiérrez Girardot, Rafael. Horas de estudio, Op. Cit., p. 83.

[19] Ibid., p. 87.

[20] Ibid., p. 65.

[21] Ibid., p. 257.

[22] Ibid., p. 284.

 

Bibliografía

1. Gutiérrez Girardot, Rafael. Horas de Estudio. Bogotá, Colcultura, 1976.

2. ____________. Modernismo. Barcelona, Montesinos, 1983.        [ Links ]

3. ____________. Hispanoamérica: imágenes y perspectivas. Bogotá, Temis, 1988        [ Links ]

4. ____________. Heterodoxias. Bogotá, Taurus, 2004.        [ Links ]

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