SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número34¿CÓMO SE PUEDE LLEGAR TARDE AL CONOCIMIENTO DE LAS COSAS?: Sobre lógos y ousía en el Cratilo de PlatónLA ARTIMANA DEL CANTO: El rapsoda Homero o la parodia de la guerra índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  n.34 Medellín jul./dic. 2006

 

LA CEGUERA DE LOS MORTALES

El filósofo: entre la burla humana o la envidia divina

 

Por: María Cecilia Posada González

Universidad de Antioquia

Fecha de recepción: 25 de septiembre de 2004

Fecha de aprobación: 12 de mayo de 2005

Resumen. Los primeros filósofos fueron muy conscientes de la novedad que introdujeron en la forma de relacionarse con el mundo, a saber, un cambio en la mirada que se alejó de lo próximo e inmediato, para dirigirse contemplativamente hacia el todo. Del predominio que la visión tenía en la lengua griega, surgieron términos y metáforas como la de la ceguera de los mortales, que no sólo ilustran el contraste entre el modo de vida cotidiano y el filosófico, sino que también lo dramatizan como la vieja anécdota sobre Tales. ¿Por qué, tanto ayer como hoy el filósofo es motivo de risa para la mayoría, mientras a sí mismo, se considera más bien objeto de la envidia de los dioses?

Palabras claves: ceguera, filósofo, theoría, visión, dioses, contemplación, risa.

The Blindness of Mortals. The Philosopher: between Human Jest and Divine Envy

 Summary. The first Philosophers were very conscious of the novelty that they introduced in the way they related to the World, which is, a change in perspective that distanced from the close and the immediate, to approach everything contemplatively. From the predominance that vision had in the Greek tongue came terms and metaphors as the blindness of mortal people, which not only illustrate the contrast between the daily way of life and the philosophical one, but which dramatize it as the old anecdote on Thales. Why, both yesterday and today, is the Philosopher laughable for the majority, while, he considers himself object of the envy of the gods?

Keywords: Blindness, Philosopher, Theory, Vision, Gods, Contemplation, Laughter.

El pensador, si quiere recuperar la visión de lo grande, debe vendarse los ojos y apartarse en soledad, y si quiere escuchar la voz intemporal del ritmo propio de las cosas, debe taparse los oídos y alejarse del tumulto del presente. Con esta disposición sale al encuentro de los grandes problemas con los que tiene que enfrentarse, puesto que lo primero es ser capaz de verlos, es decir, estar en posesión de ese sentido de y para lo grande del que el hombre de hoy está mutilado.
El verdadero pensador parecerá un extraño: alza su voz para lanzar un mensaje que nunca formará parte de la opinión pública.
Nietzsche, “El mito”

 En su conferencia “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”, Husserl observa cómo el legado filosófico de los griegos, sólo de manera indirecta se presenta como un conjunto de doctrinas más o menos coherente pues, en esencia, se trata más bien de una “nueva praxis” que constituyó un nuevo tipo de ser humano, el hombre de la theoría, es decir, el hombre que habiendo suspendido su propia participación irreflexiva en la multiplicidad de prácticas en las que se encontraba, las situó ante su propia mirada como objeto de un saber desinteresado y crítico.

El concepto de epistéme theoretiké, lo introduce Aristóteles en el primer capítulo del libro “Alfa” de la Metafísica, partiendo de la definición de ciencia práctica, pues presenta la theoría como un modo de ese saber hacer que, a diferencia de las prácticas realizadas por mero hábito, sabe dar cuenta de lo que hace y, por tanto, puede ser transmitido del maestro al alumno. Aunque las experiencias sensitivas sean verdaderos conocimientos de lo particular, nunca pueden decirnos el porqué y por ello, no poseen categoría de saber ni son enseñables. En este contexto, la filosofía se entiende como la epistéme que se ocupa de todas las cosas sin poseer la ciencia específicamente particular de cada una de ellas y, en tanto es ciencia de los primeros principios y las primeras causas, se emprende por el deseo de saber y no por los resultados que de ella se obtienen. Con la investigación filosófica no se pretende ningún interés extraño a ella misma, asunto que hace de la filosofía la única ciencia independiente en tanto sólo ella se tiene a sí misma como razón última de su ser. Tras esta afirmación, Aristóteles agrega el siguiente comentario:

Por eso, y con razón, se considera como cosa no meramente humana la posesión de esta ciencia. Pues la naturaleza del hombre es esclava en tantos aspectos, que “sólo Dios”, como dice Simónides, “podría disfrutar de este precioso privilegio” (...) Si los poetas hablan con razón al decir que la divinidad es por naturaleza capaz de envidia, se daría ésta de manera especial con ocasión de la filosofía (Met. I, 2, 982 e).

Considerar que la filosofía es una ciencia “divina”, fue un común denominador del pensamiento antiguo y no sólo por las dos razones que Aristóteles anota de, por una parte, ser una ciencia que en alto grado la posee Dios, y por otra, ser un saber que trata de cosas divinas; sino también porque permite al hombre estar cerca de los dioses y alimentarse de lo divino, como opina Platón. En contraste con esta alta consideración que de su ocupación poseen los filósofos, está la reacción natural que el vulgo siente ante este modo de vida. Proverbial ha llegado a ser en la historia de la filosofía, la anécdota referida por Platón en el Teeteto, de la joven sirvienta tracia que se echó a reír al ver a Tales dar con sus huesos en un pozo, por mirar hacia arriba para contemplar las estrellas: “Con ironía de buen tono, se burlaba de su preocupación por conocer las cosas del cielo, cuando ni siquiera veía las que tenía ante sus pies”. Y admite Platón que esta burla viene bien a todos cuantos dedican su vida a la filosofía, pues estos hombres desconocen lo próximo y lo vecino. El filósofo “será motivo de risa para la mayoría, unas veces porque eleve demasiado alto su mirada y otras porque desconozca lo que ocurre delante de sí”. Lo que el vulgo no sabe, es que

el pensamiento del filósofo no siente la menor atracción por todo aquello que es pequeño y vano. Del ágora desconoce la ruta ya que su vuelo lo lleva por todas partes, como dice Píndaro, en la búsqueda de los abismos de la tierra y tratando de medir su dilatado campo más allá de los cielos (Teet. 173 e).

Se hace evidente que la filosofía, como toda “sabiduría”, involucra una praxis que en este caso es obra de un hombre desconocido antes no sólo en Tracia y los demás pueblos no helenos, sino también en Grecia. Este hombre nuevo, que según el punto de vista aristotélico suscitaría la envidia de los dioses, es en cambio objeto de burla por parte de la mayoría. Su theoría inaugura un sentido que no estaba presente “antes”, más aún, que está en conflicto con lo que había “antes”. De ello da fe, entre otras cosas, la altiva y aristocrática convicción de casi todos los primeros filósofos, de hablar una lengua inaudita para la mayoría. Sin duda una convicción paradójica como lo veremos, si tenemos en cuenta que la voz del filósofo fue la primera en dirigirse a todos en la polis con la pretensión de decir algo válido, públicamente verificable.

Nuestra tesis es que la “novedad” inaugurada en la historia del pensamiento por los primeros filósofos, y la razón por la cual su praxis se halla entre la burla de los mortales o la envidia de los dioses, se fundó en un cambio radical de la forma de dirigir la mirada a “la contemplación de lo real”. Algunos griegos liberaron sus ojos de la mera visión sensible, y se hicieron ciegos por sí mismos a las apariencias, para ver lo invisible. De las cegueras físicas con que los dioses habían regalado a los videntes y a los cantores, los filósofos pasaron a la ceguera metafórica, aplicada a las cosas visibles.

El término theoreín, no era originariamente un verbo; derivaba de un nombre más arcaico: theorós, que significa espectador. La mirada “teórica” en consecuencia, ha de comprenderse como un mirar no implicado, neutral; un indeterminado y puro acto de ver. Aquí el espectador mira por el placer de mirar. No es extraño entonces que Aristóteles haya atribuído al hombre como algo que le es natural, el deseo de saber, de contemplar. El theorós es quien da un paso atrás desde el mundo de las ocupaciones en el que se halla actuando como ser viviente, y coloca ese mundo ante sí, conformado como un “todo”, para contemplarlo como un espectáculo. Recordemos que en el pasaje del Teeteto al que hicimos antes alusión, Platón ejemplifica el desinterés del filósofo por los asuntos materiales, recalcando su capacidad de visión para el conjunto:

Cuando se le dice que alguien dispone de diez mil fanegas de tierra o aún más, cosa que se considera como una extraordinaria propiedad, apenas sí le da a esto la mínima importancia, habituado ya por naturaleza a abarcar la tierra toda con su mirada. Y si le ponderan la genealogía de alguno a quien se le atribuye la herencia de siete abuelos ricos, cree más bien que padece de embotamiento y miopía el que formula estas alabanzas, y que por falta de instrucción, no es capaz de dirigir la mirada al conjunto (Teet. 175a).

Es sabido que la palabra theoría como término prefilosófico, nombraba la delegación o embajada sagrada a los juegos, fiestas o cultos panhelénicos que se  celebraban en honor a los dioses. El theorós o miembro de esta delegación ubicada en un sitio de honor, especial para la contemplación de la fiesta, es entonces quien mejor comprende su sentido. Un apotegma pitagórico referido por Diógenes Laercio, dice lo siguiente:

La vida humana se parece a una asamblea de gente en los Juegos: así como unos acuden a ellos para competir, otros para comprar y vender, y otros, que son los mejores vienen en calidad de espectadores (theatai), de la misma manera en la vida, unos nacen esclavos de la gloria (dóxa), otros, cazadores de fortuna, y otros, filósofos amantes de la verdad.

La “nobleza” o superioridad del theatés radica en no participar en lo que acontece; en limitarse a observar el espectáculo. El espectador puede comprender la verdad de lo que versa el espectáculo, pero el precio es la retirada de toda participación en él. Retirada para situarse en una posición más allá del juego, he aquí la condición indispensable para comprender el significado de lo que se me brinda a la vista como todo. Al competidor, en cambio, lo que le interesa es la reputación u opinión (dóxa) del público espectador, y a los demás, con educación de “esclavos”, sólo el divertirse y el acumular riquezas.

Es pues el espectador, jamás el actor, quien puede conocer y comprender aquello que se ofrece como un espectáculo. Tal descubrimiento contribuyó, en gran medida, a la convicción de los filósofos griegos, de la superioridad de la vida contemplativa u observación simple, sobre las actividades ordinarias condicionadas por los deseos cotidianos. De este término theatés se derivó entonces, el concepto filosófico de “teoría” y, por siglos, la palabra “teorético” significó contemplativo, o sea, el observar algo desde fuera, desde una posición que implica un enfoque que se esconde a quienes participan en el espectáculo y lo hacen real.

Como para el pitagórico, así para Platón, “el educado en la libertad y que disfruta del ocio, el filósofo, parecerá un hombre que de nada sirve cuando haya de enfrentarse con menesteres serviles” (Teet. 175e). Pero si de perseguir la verdad se trata, entonces quien merecerá la rechifla no sólo de las mujeres tracias sino de los conocedores “de la vida verdadera, patrimonio de los dioses y de los hombres felices”, será el hombre de alma pequeña, quien por falta de costumbre, se mostrará turbado y lleno de angustia en caso de que conducido a las alturas, deba considerar como theatés, las cosas más valiosas.

En la lengua griega el predominio de la visión está profundamente arraigado. El idein nombra el ver, y el eidenai (haber visto), el saber. Por algo, las metáforas procedentes del oído son muy raras en la historia de la filosofía, mientras las de la visión son constantes (como las del eídos de Platón). Y es que la vista nos ofrece una multiplicidad simultánea, a diferencia de los demás sentidos en especial el  oído, que construyen las unidades de lo múltiple por ellos percibidos, a partir de una secuencia temporal de sensaciones. La vista permite además, libertad de elección que depende del hecho de que, al ver, todavía no hemos sido reclamados por el objeto visto: al igual que yo le dejo ser a él, él me deja ser. Los otros sentidos, en cambio, me afectan de manera directa. El oído, el único rival posible que tiene la vista en la lucha por la preeminencia, se encuentra descalificado, justamente, porque se le viene encima a su objeto pasivo. Para oír, el oyente está a merced de algo o alguien que no es él mismo. Contrariamente, el funcionamiento adecuado de la vista impone la distancia.

Muy significativo resulta para la historia del pensamiento occidental, que Aristóteles inicie el libro “Alfa” de la Metafísica, con las siguientes palabras:

Todo hombre por naturaleza, apetece saber. Prueba de ello es el apego que tenemos a nuestras percepciones sensitivas; amamos estas percepciones por sí mismas, aun prescindiendo de su utilidad, especialmente las que derivan del sentido de la vista. Porque no sólo mirando a la vida práctica sino aún en el caso en que nada nos importe lo que tengamos que hacer, me atrevo a decir que estimamos las percepciones de la vista, antes que todas las de los demás sentidos. Y la razón de ello está en que la vista, con ventajas sobre los demás sentidos, nos da a conocer los objetos y nos revela los muchos rasgos diferenciales de las cosas.

Puede decirse entonces que la pasión por ver, previa incluso en la gramática de la lengua griega a la sed de conocimiento, fue la actitud básica de los griegos frente al mundo. Todo lo que aparecía: la naturaleza y el orden armónico del cosmos, las cosas llegadas a ser por sí mismas y aquellas a las que la mano humana había llevado al ser, todo esto estaba allí para ser contemplado y admirado.

También la noción griega de lo divino se encuentra relacionada de manera muy estrecha con el primado del theorein pitagórico, de la contemplación sobre la acción. Según la religión homérica los dioses no eran trascendentes, no habitaban en un más allá infinito, sino en el cielo broncíneo, su firme y eterna morada. Hombres y dioses se parecían, ambos eran de una misma clase y obtenían la vida de una madre común. Los dioses griegos como dice Heródoto, tenían la misma physis que los humanos; pero a pesar de la idéntica anthropophysis, poseían ciertas características superiores: a diferencia de los mortales, no perecían y disfrutaban de una “vida fácil”. Libres de las necesidades de la vida mortal podían dedicarse a ser espectadores y contemplar desde lo alto del Olimpo los asuntos humanos. La pasión de los olímpicos por el carácter espectacular del mundo era una predisposición que compartían con sus hermanos terrenales.

Se suponía que todo lo existente era un espectáculo apropiado para los dioses en el que por supuesto, los hombres deseaban tener su parte. Sin espectadores el mundo sería imperfecto; el participante, absorto como está en cosas concretas y  apremiado por actividades urgentes, es incapaz de ver cómo las cosas del mundo y los acontecimientos particulares de la esfera de los asuntos humanos se adaptan y producen una armonía que, en sí misma, no se da a la percepción sensible y este invisible en lo visible permanecería desconocido para siempre si no hubiera un espectador que lo cuidase, lo admirase, ordenase las historias y las pusiese en palabras.

Sucede que el significado de lo que realmente acontece y aparece mientras está ocurriendo, se revela cuando ha desaparecido. El recuerdo, gracias al cual hacemos presente al espíritu lo que en la realidad está ausente y pasado, revela el significado en forma de una historia. Quien hace la revelación es ajeno a las apariencias; es ciego, está protegido frente a lo visible para poder “ver”, lo invisible. Y lo que ve con sus ojos ciegos y pone en palabras es la historia, no el hecho mismo ni al que actúa. Dice el propio Homero en el canto VIII de la Odisea, que

el aedo canta para los hombres y para los dioses aquello que la Musa, Mnemosine, que vela por la memoria, le ha inspirado. La Musa otorgó al aedo un mal y una gracia: le privó de la vista y le dio dulce voz.

En buena parte, lo que llevó a los filósofos griegos a una posición de mera contemplación, fue el sentido del kalon, la pura belleza de las apariencias. La physis era admirada como un bello espectáculo y la virtud humana, el kalon k´agathon, debía juzgarse por la actuación, por cómo se aparecía durante la acción. En el caso de Platón, por ejemplo, “la idea superior del bien”, fue vista como lo que residía en lo más luminoso del ser (tou ontos phanótaton).

Pero ¿hacia dónde dirige su mirada el filósofo? Al orden armónico que hay tras las cosas, al orden invisible en sí mismo del que el mundo de las apariencias nos ofrece un destello. Las apariencias son una visión de lo oscuro (opsis gar ton adelon ta phainomena), en palabras de Anaxágoras. La filosofía se inicia con la toma de conciencia de este orden armónico invisible del cosmos que se manifiesta entre las cosas visibles familiares, como si éstas se hubieran hecho transparentes. El filósofo se maravilla ante la armonía invisible que, según Heráclito, es superior a la visible.

Cuando hoy pronunciamos la palabra “naturaleza” estamos concibiendo una realidad muy parcial, frente a lo que en la Antigua Grecia el término physis abarcó. Así, quien mira los fundamentos de las cosmovisiones comprende también que la griega no posee un concepto limitado de lo natural. Cuando un dios griego aparece, se producen cosas maravillosas pero nunca se le considera una fuerza capaz de realizar lo ilimitado. Los dioses griegos son una manifestación de la realidad que se expresa de mil maneras a nuestro alrededor. Son como una gran “forma” o “aspecto” del mundo. Lo esencial en ellos no es el poder que poseen para consumar acciones, sino el ser que en su forma específica manifiestan. El estremecimiento que puede producir en los mortales su presencia, no proviene de lo inmenso o ilimitado de su poder sino de las profundidades de la experiencia natural. Son physis, naturaleza que se descubre, revela, o se hace presente, asombrándonos con su resplandor.

Bien es sabido que la cosmovisión griega encuentra su primera y máxima expresión en los poemas homéricos. Y aquí, lo que más admiración causa, es que lo divino se concibe con el más poderoso sentido de la realidad que haya existido. Hay divinidad en el mundo, como hay mundaneidad en las divinidades. Su templo es el mundo con su plétora vital y su agitación. Un cosmos lleno de dioses, ante cuya presencia el griego no distinguió un orden sobrenatural y otro natural como dos ámbitos opuestos. Estos dioses se manifiestan en el conjunto del universo a través de todo aquello que lleva la marca de superioridad o supremacía. Esta religión no necesita refutar el testimonio de las experiencias: en toda la riqueza de sus tonos oscuros y claros se unen las grandiosas imágenes de las deidades. Homero asombra, por su capacidad de ver el mundo en el esplendor de lo divino; no un mundo deseado, exigido o místicamente presente en episodios estáticos, sino el mundo donde hemos nacido, del que formamos parte, en el que nos encontramos implicados por nuestros sentidos y al que debemos, espiritualmente, toda plenitud y vivacidad. Las formas por las cuales este mundo se ha revelado al griego como divino, las encontramos en el Zeus que lleva la égida, que amontona las nubes y que se complace en lanzar rayos; en el flechador Apolo que lleva arco de plata; en la Atenea de brillantes ojos; en la Artemis que se complace en tirar flechas; en la dorada Afrodita. Formas todas, donde las manifestaciones de la physis se veneran. Estos dioses múltiples están en el mundo formando parte de él. No lo han creado; por el contrario, han nacido de él, constituyen sus manifestaciones de potencia y belleza.

En su Nemea VI, así canta Píndaro:

los dioses y los hombres tienen un mismo origen; una misma madre dio la vida a ambas razas. Lo que establece entre ellas una completa diferencia es el hecho de que el hombre carece de fuerza propia, en tanto que el cielo de bronce dura eternamente y es inmutable. En algo nos parecemos a ellos, por la forma del cuerpo y por nuestra alta razón; pero ignoramos hacia qué objeto el inflexible Destino nos impele sin cesar, día y noche.

Inmortalidad y sabiduría son el abismo que separa a dioses y hombres. Ellos son los athánatoi, los eternos, y nosotros, los thanetoí, los mortales. Los dioses no envejecen, mientras que a los hombres los agobia la penosa vejez. Su mansión, nunca afectada por tempestad, lluvia o nieve, está en lo alto con eterno resplandor.

Allí gozan de un festín permanente y se deleitan contemplando la vida de los mortales, o escuchando el canto que los aedos entonan sobre grandezas, penas y sufrimientos de los hombres. El gran contraste entre su modo de vida y el de los humanos nos lo presenta Homero, con lujo de detalles, en el mismísimo primer canto de la Ilíada.

Una contienda entre dos importantísimos mortales ocasiona el tema de la cólera que el poeta se dispone a celebrar con su canto. El Atrida Agamenón va a arrebatar a Aquiles la joven que como recompensa de guerra le concedieran los aqueos. El Pélida, por su parte, enfrenta al rey de igual a igual, sin considerar el poder mayor que aquél ostenta. Entonces el prudente rey de los pilios, Néstor, interviene para llamarlos a la sensatez, y suplica al Atrida que deponga la cólera contra Aquiles quien en el combate es para los aqueos un fuerte antemural. Los consejos son desoídos por el altivo Agamenón quien envía por la joven a la tienda de Aquiles. El Pélida ordena la entrega de la doncella, no sin antes invitar a los presentes a que recuerden para el mañana lo que ahora acaba de suceder. En el reverencial silencio de los heraldos, y en las casi proféticas palabras que Aquiles pronuncia, puede entonces el oyente intuir el verdadero peso de la expresión cólera funesta, y los infinitos males a los aqueos que en verdad se desatarán.

Y de la disputa entre dos mortales, los primeros de los dánaos, nos traslada el poeta al palacio de Zeus en el Olimpo, la morada de los sempiternos dioses. Un altercado entre Zeus y su esposa Hera, está a punto de malograr el festín divino. La celosa diosa sospecha de su esposo a quien ha visto conversar con Tetis, y teme le haya prometido para honrar a su hijo Aquiles, permitir una gran matanza de aqueos en manos de los belicosos teucros. Las sospechas de la esposa irritan al soberano olímpico, quien le ordena sentarse en silencio, bajo la amenaza de ponerle las manos encima, si no lo obedece. Ahora son los demás dioses celestiales los que se indignan ante el trato dado a la venerada Hera. Es entonces cuando interviene Hefestos con consejos a su madre. Funesto será lo que suceda, si los dioses se siguen disputando así por los mortales. Ni siquiera en el banquete, encontrarían placer. Que Hera no vuelva a disgustar con Zeus para que éste no la riña ni vuelva a turbar el festín divino. Seguidamente Hefestos ofrece una copa a su madre y escancia dulce néctar para las otras deidades. Una inextinguible risa se alza entre los dioses que hasta la noche celebraron el festín, alegrado con la hermosa cítara de Apolo y la linda voz del canto de las Musas.

Los grandes sucesos de la Ilíada comienzan, pues, con el contraste de dos disputas: una en la esfera humana, que no fue posible solucionar; otra en la morada de los dioses, feliz y rápidamente resuelta. El Atrida rey de hombres, y el divino Aquiles, se insultan y amenazan, se ultrajan y, finalmente, se enemistan; el consejo del hombre sabio es desatendido; la cólera del Pélida promete infinitas calamidades. El disgusto de los dioses en cambio, termina con una inextinguible risa y con la alegría de la música y el canto bello de las Musas. ¿Qué condujo a estos dos finales tan opuestos? Escuchemos las palabras de Aquiles en el momento de la entrega de Briseida:

Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses (theon makáron), ante los mortales hombres (thnetón anthrópon), y ante ese rey cruel, por si alguna vez tienen necesidad de mí para librarse de funestas calamidades. Porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar (oudé oíde noésai) a la vez en lo futuro (prósso) y en lo pasado (opísso), a fin de que los aqueos se salven (Il. 338-344)

El sentido literal de las palabras griegas utilizadas por el poeta, es que Agamenón no sabe ver el tiempo, lo que está adelante y lo que está detrás. La visión noética que permite remontar el ahora para ver cómo el futuro pertenece al pasado, para ver que las calamidades del mañana son desatadas por las acciones pasadas, es lo que en este momento no percibe la mirada del rey de los aqueos. El furor no le permite ser espectador de los acontecimientos futuros que ahí mismo se están encadenando. Todos deben tenerlo presente y no olvidarlo advierte Aquiles, cuando mañana, el espectáculo de la derrota, la muerte y el sufrimiento en el campo aqueo, hagan despertar la visión de Agamenón y tenga que suplicar al mejor de los dánaos su retorno a la batalla.

 Muy otra es la mirada de la diosa Hera. Descubrámosla en el consejo de su hijo Hefesto:

Cosas funestas, no tolerables, ocurrirán, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses. Prevalecerá lo peor y ni siquiera en el banquete se hallará placer. Yo aconsejo a mi madre, aunque ella ya posee entendimiento (noeoúse), que complazca a Zeus.

La diferencia entre la reacción final de Hera, la reina de las diosas, y la de Agamenón, el rey de hombres, está pues en la capacidad de noeín que la primera tiene y que al segundo le falta. Ella es noeoúse, la que tiene noús, visión, entendimiento o juicio; él, oudé oíde, no sabe noésai, pensar, no sabe ver. Precisamente es al Noús, el órgano al que los primeros filósofos atribuirán la contemplación del Todo: la heraclítea armoníe aphanés (armonía invisible); el parmenídeo agéneton y anólethron eon (ingénito e imperecedero Ser).

La filosofía se inicia con la toma de conciencia de que existe un kosmos, un orden armónico del universo que se manifiesta a través de las apariencias visibles, ocultándose. El Noús permite el asombro u originario thaumázein del filosofar, cuando “lo que se nos manifiesta” a los sentidos, ta phainómena, deja de ser visible, cual si se tornara transparente, dejando visible la armonía que ocultaba.

El thaumázein del filósofo no surge ante un ente individual y concreto sino ante el Todo o el Ser, ese algo invisible que sin embargo está indicado por las apariencias o señales en el cielo estrellado y en la tierra surcada de ríos y montañas. Invisible que se hace presente en el mundo visible, de un modo muy parecido al de los dioses homéricos: así como aparece Atenea a Aquiles en el canto primero de la Ilíada: oío phainoméne aparecida sólo a él, ton állon oú tis horáto, de los demás ninguno la veía.

Muy probablemente los antiguos filósofos tomaron de los poemas homéricos, las imágenes que describen las especiales apariciones de los inmortales a los hombres, y homologaron en parte, los lenguajes de la poesía y de la filosofía. No pocos historiadores desde Cornford, han sostenido que la Filosofía griega sustituyó la religión olímpica, en tanto el Ser ingénito se convirtió en el reemplazo de los dioses del Olimpo. La inmortalidad, que tan afanosamente buscaron los agonísticos griegos en las alabanzas de los poetas, se convertirá con la aparición del nuevo hombre, el filósofo, en una búsqueda personal que nos lleve a situar nuestra morada, allí donde es posible con el noús, ser espectador de las cosas eternas. El hombre se asimila a lo divino, el Ser, gracias a la retirada noética, de las cosas perecederas. Para lograrlo, es preciso hacerse compañero de inmortales aurigas como Parménides, para viajar más allá de las puertas de la Noche y del Día, lejos del camino trillado por los hombres, y hacerse así, vidente de la alétheia.

El proceso es contemplar primero con el Noús y en silencio, aquello que no nace ni perece, luego hay que cumplir la orden de la diosa parmenídea, de krínai lógo, juzgar con el logos que pone en palabras lo visto. Este esfuerzo es lo que Aristóteles denomina aletheúein, decir sin ocultar nada. Puede afirmarse que el noús es el que permite participar en la contemplación de las cosas divinas o verdaderas, y que el logos es el destinado a decir “lo que es”. El problema es que ese atributo humano que es el logos, se aplica no sólo a la verdad sino también a “las opiniones de los mortales, que no encierran creencia verdadera” (Parménides Frag. I, 30).

En el primer momento contemplativo, la alétheia o manifestación del ser, se revela como algo inefable por definición: a, no; létheia cubierta, oculta, olvidada, oscura. Esta alétheia del ser, sólo puede comunicarse como metáfora visual, porque es “lo real” mismo. Esfera eukykléos, bien redonda, según Parménides; to me dynón poté, lo que no declina o se oculta, aquello de lo que no podemos ocultarnos, según  Heráclito. Ese lugar suprasensible, no cantado por poeta alguno, según Platón, pero magistralmente presentado por él en el Fedro, así:

Es algo como esto —ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, to alethés, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla, perí aletheías légonta—: porque, incolora, informe, intangible, esa esencia, ousía, cuyo ser es realmente ser, óntos oúsa, vista, theaté, sólo por el entendimiento, noo, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, tes alethoús epistémes, ocupa, precisamente, tal lugar (Fedro 247c).

El esfuerzo del filósofo es prácticamente un decir lo no decible, lo contemplable, porque el on, el ser, “es” en su phainómenon, como la physis que cautivó la mirada de los milesios; “es” en su móvil intimidad de desvelar y ocultar, de nacer iluminando, pero también de ocultarse en la noche, como tenebroso borde de lo nacido. Al hombre le corresponde acoger esta manifestación en un decir que no oculte lo evidente, que permita el emerger de la noche del olvido a la claridad de lo que sea dicho. Un decir veraz, que sepa dar en el blanco.

Según Heidegger, el dialegésthai platónico, posee en sí mismo una tendencia hacia un noeín, una visión. El significado básico de la dialéctica sería que se orienta hacia una visión, un desvelamiento, que prepara la intuición original mediante los discursos. El logos permanece unido a la visión. Si se separa de la evidencia dada en la intuición, entonces degenera en una cháchara que impide la visión. El légein está enraizado en el horán, el ver. Noeín indica el acto de intuición, la nóesis, en la que se ve en forma directa, sin mediación de proceso alguno de razonamiento discursivo. Las palabras, el razonado intercambio del discurso que se esfuerza por explicar, son débiles; no ofrecen más que “una pequeña ayuda para que de repente, cual si brotara de una centella, se haga la luz en el alma y se alimente por sí misma”, como lo dice el filósofo en su Carta VII. El resultado del dialegésthai se supone que es una intuición y no una conclusión; aparecerá de repente, tras un largo período de preguntas y respuestas, cuando brota la luz sobre la comprensión de cada objeto, y la phrónesis o inteligencia.

El filósofo dice “lo que es” en verdad, enuncia la armonía oculta bajo la armonía manifiesta, y la enuncia de tal modo que la verdad de su palabra tenga que ser universal y necesariamente reconocida por todo aquél que no se sustraiga a la discusión pública. El hecho de que la verdad del ente, a la que los mortales están expuestos desde y para siempre, sea dicha de un modo “lógico”, es en sí la “novedad” de los griegos. La filosofía como un entrar consciente y lúcido en un pyr aeízoon, un fuego siempre vivo, que “siempre fue, es y serᔠ(Heráclito, frag. 30). Esta empresa no está al alcance de los polloí, esa multitud de durmientes o sordos que aún tomando parte (frag. 73) en los sucesos del mundo, no son conscientes ni tienen valor. Son los pocos, los despiertos y los que oyen, quienes son conscientes  y tienen valor. Estos, tienen frente a sí, como espectadores conscientes, el mismo kosmos sagrado “que no fue hecho por ninguno de los dioses ni por ninguno de los hombres” (frag. 30). Un cosmos en el que los “otros” continúan habitando sin consciencia y que desfiguran con sus discursos insensatos.

En el frag. 1 que probablemente iniciaba el escrito de Heráclito, el logos que distingue cada cosa según su naturaleza y muestra cómo es ella, es nombrado como un llevar a expresión aquello que la mayoría, los no iniciados en la vía filosófica, hacen sin consciencia. El logos de Heráclito expresa el pyr aeízoon, el to me dynón poté, a cuya llama y llamada todos los mortales, sin excepción, están expuestos, pero que la mayoría, similar en esto a una masa de sordos y ciegos, no asume como objeto de su decir, perseverando en una insuficiente sabiduría tradicional. El Efesio separa polémicamente su logos del decir de los poetas (“Homero es digno de ser expulsado de las competiciones y azotado, lo mismo que Arquíloco”, frag. 42), porque el filósofo trata de aprehender aquello en cuyo interior los poetas mismos veían, pero sin verlo ni oírlo en cuanto tal.

En este contexto hasta aquí planteado, puede comprenderse por qué Kant comparó el don del pensamiento especulativo con el que la diosa Hera otorgó a Tiresias. Cuéntase que la deidad lo privó primero de la vista y luego le otorgó el don de la profecía. Así, el pensamieto ha de tornarse ciego ante lo aportado por los sentidos, para que lo distante pueda manifestarse. En la distracción proverbial del filósofo, todo lo presente está ausente, porque algo realmente ausente está presente en su espíritu. El pensamiento, invierte las relaciones normales con lo sensible: aleja lo cercano que se manifiesta directamente a los sentidos y convierte en presente lo que en realidad está distante. El pensamiento anula las distancias temporales y las espaciales, como lo hacía también la memoria de las Musas.

Que los filósofos sigan pareciendo a las gentes, más objeto de burla que de envidia, parece entonces algo inevitable, ya que sin duda, “el desdén de lo presente y de lo instantáneo reside en la índole de la consideración filosófica” (Nietzsche, “Sobre el pathos de la verdad”). En correspondencia, la opinión de los filósofos sobre el común de las gentes, no suele ser la más considerada: “Mortales que nada ven, bicéfalos, pues la perplejidad dirige su extraviado noús” (Parménides, Frag. VI, 4-6); o en palabras de Heráclito: “No comprenden después de haber oído y se parecen a los sordos. A ellos se aplica el proverbio: ‘Presentes, están ausentes’” (Frag. 34). Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, comenta la vieja anécdota de lo sucedido al sabio milesio, con gran mordacidad: Hay “quienes como Tales no pueden caer en una zanja por la sencilla razón de que están metidos siempre en ella, sin acertar a levantar los ojos para mirar hacia arriba”.

Pero en la alegoría de la caverna que Platón nos presenta en su diálogo La República, la ceguera de los mortales para contemplar las cosas verdaderas, no tiene que ser permanente. Corresponde a la paideia el curarnos de lo que no es más que aphrosyne, ignorancia, o un estado de apaideusía. La educación puede liberar a quienes desde su nacimiento han estado siempre atados, de espaldas a la auténtica realidad (tá mállon ónta) sin poder lograr una contemplación (théan) de lo existente en el ámbito inteligible (tó noetón tópon). Claro que esta paideia de la que nos habla Platón, no es un poner el saber en el alma, como si de un poner la vista en ojos ciegos se tratara. El alma ya posee el poder de ver o aprender, sólo hay que virarla desde lo que tiene génesis y cambia, y que es lo que la mantiene a oscuras, para que poco a poco vaya haciéndose contempladora, theoméne, de lo que es, toú óntos.

No es entonces con la misma moneda que Platón responde a las risas de sus congéneres no filósofos. El alumno de Sócrates no sólo es comprensivo ante esta situación sino que también es capaz de sumarse a las risas de los simples mortales, admitiendo que quienes han acostumbrado sus ojos a contemplar las cosas divinas, cuando los dirigen a las humanas, se comportan tan torpe y desmañadamente, que es natural que queden en ridículo por su confusión. Pero una vez Platón desciende hasta los hombres comunes y se solidariza con su risa, intenta elevarlos invitándolos a distinguir dos razones diferentes de torpeza humana. Con su pedagógica reflexión terminamos nuestra ponencia.

Pero si alguien tiene sentido común (noún), recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la ve perturbada e incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende desde la luz (República 518a).

 


Bibliografía

1. Aristóteles. Metafísica. Madrid, Aguilar, 1973.        [ Links ]

2. Hegel, G.W.F. Lecciones sobre la historia de la filosofía, Vol. I. México, F.C.E., 1977.        [ Links ]

3. Heidegger, Martín. ¿Qué significa pensar? Buenos Aires, Nova, 1972.        [ Links ]

4. Homero. Ilíada. México, Porrúa, 1977.        [ Links ]

5. Kirk y Raven. Los filósofos presocráticos. Madrid, Gredos, 1974.        [ Links ]

6. Laercio, Diógenes. Vidas de filósofos. Vol. II. Barcelona, Iberia, 1962.        [ Links ]

7. Nietzsche, Federico. Cinco prólogos para cinco libros no escritos. Madrid, Arena libros, 1999.        [ Links ]

8. Píndaro. Himnos triunfales. Barcelona, Iberia, 1968.        [ Links ]

9. Platón. Obras completas. Madrid, Aguilar, 1977.        [ Links ]

10. Ronchi, Rocco. La verdad en el espejo. Madrid, Akal, 1996.        [ Links ]

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons