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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.34 Medellín July./Dec. 2006

 

LA ARTIMANA DEL CANTO

El rapsoda Homero o la parodia de la guerra*

 

Por: Jorge Mario Mejía Toro

Universidad de Antioquia

mejiatorojorge@yahoo.com

 

Fecha de recepción: 13 de octubre de 2004

Fecha de aprobación: 18  de mayo de 2005

Resumen. Partiendo de algunos estudios filológicos contemporáneos sobre el significado del nombre rapsoda, que recogen las interpretaciones más antiguas del mismo y llegan a vincularlo con el ardid, la trama y la artimaña, intentamos derivar la concepción de la poesía que Homero materializa en la Ilíada, lo que exige entonces decidir si el rapsoda es el aedo compositor o sólo el recitador de la obra consumada. Y el sentido de su acto de coser cantos o cantar con un cayado depende, a su vez, de si la transmisión oral del poema equivale o no a la inexistencia de la composición escrita, y de si ésta es simple redacción y conservación o, antes bien, partitura esencial de la poesía.

 Palabras claves: Homero, Ilíada, aedo, rapsoda, astucia, escritura, oficio, palabra, parodia.

 The Cunning of  Song. Homer the Rhapsodist or the Parody of War

 Summary. Starting from some contemporary philological studies on the meaning of the name rhapsodist, that busy themselves with the more ancient interpretations of the term and come to associate it with the ruse, the trick, cunning, we try to derivate the conception of the Poetry that Homer materializes in the Iliad, which implies then to decide if the rhapsodist is the oaede composer or only the reciter of the finished work. And the sense of his act as a knitting chants together or singing with a truncheon depends, in turn, on the fact of the oral transmission of the poem being equivalent or not to the inexistence of the written composition, and if this is a simple copying down and a conservation or, rather, an essential score of Poetry.

 Keywords: Homer, Iliad, Oaede, Rhapsodist, Cunning, Writing, Occupation, Word, Parody.

  

Preámbulo

Jenófanes y Heráclito precedieron a Platón en el cuestionamiento de la poesía de Homero. El primero, pese a su condición de rapsoda, critica la tradición mítica que sustentó desde siempre la épica, y, sobre todo, condena la antropomorfización homérica de los dioses. Acaso en la misma dirección, pero atacando de paso a Jenófanes como ejemplo de erudición que no enseña comprensión, Heráclito sentencia que Homero es digno de ser expulsado de las competiciones y azotado, y se ríe de que se lo tenga por “el más sabio de los griegos” pese a su manifiesta ignorancia de la dialéctica. Platón recoge el impulso de tales críticas e introduce el problema de quién (o qué) habla en la poesía y, por ende, la cuestión de su responsabilidad ética. Aristóteles, en fin, recupera el punto de vista de los sofistas (en especial de Gorgias, quien se maravillaba de la maestría formal de Homero) para plantear el problema decisivo de la responsabilidad artística de la poesía.

 En la autodenominada época moderna es moneda corriente el lugar común que opone a Homero y a Arquíloco en los términos de artista “objetivo” y artista “subjetivo”, respectivamente. Nietzsche, si bien combate esa simplificación, lo hace de manera unilateral en tanto busca liberar de la misma al lírico, pero al precio de mantener al épico como artista “objetivo”: la concepción de Homero como cumbre del arte naiv (que Nietzsche toma de Schiller), descansa en último término en la unilateralidad que sostiene todo su planteamiento sobre el nacimiento de la tragedia “a partir del espíritu de la música”: la reducción de Apolo a dios de la claridad y la mesura, en desmedro de la peculiar ambigüedad que lo caracteriza y que, por supuesto, no sería nada sin los contrarios de aquellas cualidades y sin otros rasgos como la crueldad y el uso de la flecha pestilente.

 Cabría preguntar por qué a la poesía homérica se la cargó con pretensiones que no tenía y por qué, siendo poesía (¿es decir...?), padeció objeciones de toda clase, religiosas, políticas, morales, técnico–epistémicas y hasta filosóficas. No debe ser fortuito que una consideración distinta sobre los cantos homéricos haya partido del interés de los sofistas por el lenguaje y, en contrapeso, de la postura moral de Platón contra la absolutización del mismo. ¿Era de esperar que el siglo XX, al girar de nuevo hacia el lenguaje, emprendiera, por fin, el saludable propósito de descifrar los funestos signos de Homero?

 ¿No sería metodológicamente apropiado, e incluso respetuoso, preguntar al propio Homero qué pretendía con el canto y, en consecuencia, cómo concebía su oficio de cantor?

 “Es imposible preguntar a Homero qué tenía en mente al componer sus poemas”, dice Sócrates en el Hipias Menor, y se refiere, por supuesto, a la ausencia fáctica del poeta. La Apología y el Ion, en cambio, atribuyen dicha imposibilidad a la inspiración en cuanto condición de la creación poética que despoja al autor de cualquier autoridad sobre el poema. Pero el manejo platónico de la inspiración acaso sea el primer intento de la filosofía por contener la movilidad proteica de la poesía. Entonces interrogar a Homero no puede consistir en hacerlo hablar sobre el poema, tampoco en averiguar lo que tenía en mente, sino en indagar lo que el poema como tal dice, por más inconcebible que esto suene a los oídos de quienes identifican la transmisión oral del canto y la ausencia de composición escrita.

 Ahora bien, ¿qué dice Homero —esto es, su canto— acerca de la naturaleza del canto épico y del cantor que a ella corresponde? Nada. En la Ilíada vemos al Pelida Aquiles tomando la bella fórminge para descansar por un momento de la que a tantos trajo la ruina, la ira odiosa (Oh diosa, canta la ira del Pelida...); también se nos habla de cantores que entonan fúnebres trenos en el duelo del héroes  de la resistencia troyana. Y también, en fin, aparece la monumental descripción de un escudo de guerra en la que el canto, diríamos, se regodea consigo mismo. En la Odisea escuchamos las canciones de los cantores ciegos Femio y Demódoco, pero su voz la oímos sólo en el canto de Homero, del mismo modo que en él se expresa en griego homérico el analfabeto Polifemo. Pero, aparte de eso, nada sobre el canto épico en cuanto tal. Nadie lo canta. ¿O es que Nadie podría ser el alter ego del cantor homérico?

 Dado que el poeta homérico no canta sobre el canto, a diferencia de poetas de tiempos posteriores —narcisistas, según algunos—, no podemos dedicarnos a inventarios de archivista. Pero nuestro propósito sigue siendo, pese a todo, preguntar al canto homérico su naturaleza. La dificultad de la que esperamos salir airosos es análoga a la que Nadie sortea fingiendo protegerse del canto de las Sirenas para protegerse de su silencio (como dice Kafka con tanta maña): nosotros pretendemos escuchar la esencia del canto homérico en su silencio acerca de sí mismo.

 Como Nadie hemos de recurrir, entonces, a la artimaña. Doble faz presenta nuestro cometido. Empezaremos por indagar en el nombre que define a Homero como cantor, el nombre rapsoda, que es preciso diferenciar del que designa al recitador de la épica consumada, heredero oral del singular testamento (del que, al parecer, resulta indigno, tentado como está por el prestigio reciente del actor —imitarlo le lleva al efectismo— y del comentarista —como si, para ser sofista, bastara con cobrar dinero—). Homero rapsoda: tendremos que preguntar si el poeta épico es cantor por su modo de tramar cantos, o bien por la índole de los cantos que trama. Nos apoyaremos (como en su rhábdos el cantor errante) en algunas investigaciones de carácter filológico que han discutido la composición del nombre rapsoda y han sacado conclusiones relativas al aspecto formal del quehacer épico. Pero tal vez debamos llevar la trama hasta el punto de involucrar el contenido de los cantos.

 Después buscaremos la naturaleza del canto homérico en su celebración de los oficios, para saber cómo concibe el cantor su propio quehacer frente al de aquellos que hacen cosas, y si espera que su ejecución vagabunda obtenga el estatuto estable de cualquier trabajo al servicio de la comunidad. Y la buscaremos, así mismo, en su celebración de la palabra —tanto la del gobernante, el consejero, la asamblea, el guerrero, como la que no traspasa el cerco de los dientes, o se lamenta, o suplica, o se entrega, revés del hacer altisonante no menos que del callado—, de modo que, siguiendo las diversas modulaciones de los que dicen cosas, tanto en el espacio de lo público como en el de lo privado, demos con la semejanza y la diferencia entre la palabra que canta y la palabra cantada: entre el canto de la guerra y la guerra del canto.

El rapsoda

1

 Rapsoda: ¿cantor de bastón?, ¿cantor que cose cantos? Que desde la antigüedad este nombre del poeta épico haya entrado en el terreno de las conjeturas es ya de por sí tan enigmático como que Sófocles llame a la Esfinge perra aeda (skleras aoidou, Edipo Rey, 36). Signos del enigma pueden ser los que siguen. Ante todo, aquel nombre no aparece en Homero y sí, en cambio, en Hesíodo. Las dos interpretaciones mencionadas arriba entre interrogantes, aparecen en Píndaro, quien dice, en su Nemea II, que “Es por Zeus precisamente por donde inician su proemio las más de las veces los Homéridas, aedos de versos hilvanados”.[1] Y en la Ístmica IV, a propósito de la celebración homérica de Áyax, dice: “Mas sin duda mantiene su gloria entre los hombres Homero quien, por haber exaltado todo su valor, enseñó a los venideros a cantarlo al son del báculo de los versos divinos”.[2]  Platón, por su parte, llama rapsoda tanto al recitador Ion de Éfeso como al poeta Homero (y a Hesíodo). Y un tal Menekmos de Sikyon interpreta el rhábdos de Píndaro como la línea del verso, mientras que Filócoro rechaza esa acepción de la palabra y devuelve su necesidad al báculo, si no es al bastón.

El hecho de que el nombre sea ya enigmático a oídos de los antiguos es pretexto suficiente para que en tiempos menos remotos se hayan reanudado los intentos de aclararlo. Aunque todavía hay quienes consideran que la explicación de la palabra rapsoda como cantor de bastón está fuera de toda duda,[3] la otra hipótesis ha alcanzado mayores desarrollos, acaso porque la explicación que entiende rhapsōdós como diferenciación frente a kitharōdós —en el sentido de que el cantor reemplaza el acompañamiento de la cítara por el del bastón—, no atiende al propósito probable de que el nombre exprese una determinada concepción del canto frente a las anteriores o a las contemporáneas.

Sin embargo, es válido aún hoy preguntar por el sentido del rhábdos —sea que entre o no en la composición de la palabra rapsoda—, en cuanto a si se queda en el plano de una exterioridad insignificante o si, antes bien, revela algo sobre la  actitud misma del cantor y, por ende, sobre el contenido y la forma de su canto. No cabe decir, por supuesto, que el rapsoda se acompaña de una varita mágica o del caduceo de Hermes o de una caña de pescar, acepciones todas de la palabra en cuestión. Tampoco es legítimo apoyarse, sin más, en la acepción de la línea. Lo singular empieza cuando parece igualmente posible acompañar al rapsoda de una vara (un palo) o de un bastón de mando (sea cetro, sea báculo). Si bien las ánforas griegas muestran algo que se parece más a la vara que al cetro, ello no impide que una cosa aluda a la otra (no en el artífice de la vasija sino en el rapsoda mismo), pero entonces habría que preguntar por el sentido de la alusión. Y de la respuesta a esta pregunta dependería la cuestión de la compañía que el rhábdos brinde al cantor: ¿marca el ritmo del canto?, ¿simboliza autoridad?, ¿es un cayado que dice algo frente al poder?, ¿es errancia que relativiza lo sedentario y sus frágiles centros?

 En cuanto a la segunda hipótesis (rapsoda = cantor que cose cantos), remite el componente rhaps- al verbo rháptein. Si se parte de la comprobación de que todavía se carece de respuesta a la pregunta de cómo llegaron los declamadores profesionales de la epopeya homérica al extraño nombre de rhapsôdoi, y además se traduce esta palabra por Nähsänger [cantores de costura],[4] entonces parece presuponerse la diferencia entre rapsodas y aedos, entendidos éstos como creadores y aquellos como recitadores solamente, y se anticiparía también el sentido del nombre en cuestión, pese a la comprobación paralela de que todavía se ignora cuál sea propiamente su significado. En tanto la mencionada traducción opta por una de las acepciones del verbo rháptein, la de coser, cabe hacer aquí un planteamiento análogo al que se esbozó antes a propósito de rhábdos, esto es, preguntar cómo se entiende la actividad de coser.

 Meyer rechaza la posibilidad de que el verbo permita considerar el quehacer del rapsoda como fragua de versos (Verseschmieden),[5] porque considera inviable el paso de dólon rháptein, fraguar ardides o engaños, a rháptein aoiden, tramar cantos. ¿Tal vez esta conexión hace pensar en los rapsodas decadentes que manipulaban las dos grandes epopeyas homéricas con miras a la exhibición de su virtuosismo declamatorio, cuando de lo que se trata ahora es de establecer el sentido original del nombre que aquellos habrían usurpado? Sea como fuere, se considera más viable desde el punto de vista metódico privilegiar una connotación “positiva” o al menos “neutra”, como es la de coser. ¿En qué se apoya, en primer lugar, la elección de esta acepción?

 Se aduce como apoyo la vía de los exégetas anónimos de la antigüedad que refieren el verbo rháptein a la actividad de entrelazar las partes individuales del épos, o bien se concluye, partiendo de Dionysios de Argos, que los rapsodas cosían una a una aquellas piezas para restaurar la unidad perdida. Pero, sobre todo, se invoca la citada Nemea de Píndaro que califica a los homéridas de rhaptôn epéôn aoidoì (Sänger genähter Epen [cantores de épe cosidos]). Y de estos homéridas rapsodas se infiere, a su vez, la peculiaridad de la poesía que ellos recitaban: lo que les permitía declamar a petición tal o cual trozo, o una serie, o incluso, por decreto o sin él, una epopeya completa, era el hecho de que el poema había sido compuesto, en tanto destinado a la representación oral, mediante costuras que permitieran interrumpir y reanudar la declamación.[6] En consecuencia, reciben el nombre de rapsodas tanto los que cosen los poemas como los que recitan fielmente lo ya cosido. La cofradía de los homéridas estaría en posesión y custodia de tales rhaptà épe, entendidos como zusammengenähte Gedichte [poemas entrecosidos] y, por lo tanto, concebidos como partes de una totalidad sui géneris.

 Lo anterior supone haber decidido qué tenía en mente Píndaro al hablar de épe, puesto que épos puede significar, en este contexto, o bien palabra, o bien canto, canción, poesía (en especial, la épica), o bien verso (en especial, el hexámetro): épe es la epopeya o los versos. No en vano se ha propuesto que el nombre rapsoda no designa al acoplador de canciones (Lieder) que tiene en vista una epopeya, sino al acoplador de palabras para canciones, esto es, al poeta mismo.[7]

Ahora, la dificultad no radica solamente en la naturaleza de lo que se cose, sino en que se recurra al verbo coser para identificar un determinado modo de hacer poesía y de transmitirla. Por eso no es de extrañar que la explicación anterior haya inspirado una especie de variante peyorativa: el rapsoda como zurcidor o remendón que hace canciones uniendo retazos de poesía épica genuina, quehacer que se considera no sólo derivado sino incluso irrelevante desde ideas anacrónicas sobre la originalidad.[8]

 En las conjeturas anteriores ha resultado determinante el poema de Píndaro que alude a los homéridas, de los que obviamente no formaba parte Homero, ni siquiera en el caso de que este legendario nombre designara una comunidad de poetas. En cambio, la idea de buscar el origen de la enigmática designación en los poemas mismos, que los propios rapsodas homéridas atribuían a un cantor errante como ellos pero dotado de nombre (suponiendo que éste no fuera una especie de símbolo del anonimato), es mérito de Fränkel.[9]

 En los poemas de Homero está presente de la manera más significativa el verbo rháptein en su otra acepción de urdir y tramar. Buscar el sentido del nombre rapsoda por esta otra vía puede ser tan discutible como buscarlo por la anterior, a menos que el propio texto homérico haga la conexión entre el don de la palabra, el don del canto, y las acepciones de urdir y tramar (lo que no hace con la acepción de coser). Se trata, pues, de legitimar la referencia del componente raps- a la trama y a la urdimbre de tal modo que no se caiga en una metáfora como la de “coser cantos”, privada de un término de comparación que proceda de la cosa misma. Fränkel llama la atención sobre el siguiente pasaje de la Odisea, representativo de la mencionada acepción, en el que Néstor dice a Telémaco:

Nueve años estuvimos tramando cosas malas contra ellos y poniendo a su alrededor asechanzas de toda clase, y apenas entonces puso fin el Cronión a nuestros trabajos. Allí no hubo nadie que en prudencia quisiese igualarse con el divinal Odiseo, con tu padre, que entre todos descollaba por sus ardides de todo género (Od. 3, 118 ss.).[10]

Aunque ya este pasaje sugiere que para contar nueve años de “ardides sin cuento” se requiere de alguien tan astuto como Ulises —el pasaje evidencia de hecho el parentesco entre el mythesasthai y la invención maquinadora—, la conexión explícita entre Ulises y el cantor la proporciona otro pasaje, en boca de Alcínoo:

¡Oh Odiseo! Al verte no sospechamos que seas un impostor ni un embustero, como otros muchos que cría la obscura tierra; los cuales, dispersos por doquier, forjan mentiras que nadie lograra descubrir: tú das belleza a las palabras, tienes excelente ingenio e hiciste la narración con tanta habilidad como un aedo, contándonos los deplorables trabajos de todos los argivos y de ti mismo (Od. 11, 363 ss.).[11]

  Basándose en estos dos pasajes —pese a que el segundo de ellos deja oír con mucha maña una descomunal ironía—, Fränkel propone para rháptô aoiden el significado de “ich erfinde kunstreich ein Lied” [invento ingeniosamente una canción], y concluye que: “El rhapsôdós, por lo tanto, no puede ser, como se ha conjeturado, alguien que entrelaza (miteinander verknüpft) declamaciones épicas,  sino el maestro (Meister) de su artesanía que, con elementos que él mismo no podría ni querría denominar, configura de manera creadora su canción”.[12]

 Patzer considera esencial el paso que dio Fränkel, pero se pregunta si determina de manera suficiente la naturaleza del nombre en cuestión. El contenido de los poemas atestigua a cabalidad la validez de la nueva perspectiva y, sin embargo, queda indiferenciado el ingenio del rapsoda frente al de otros astutos y, sobre todo, frente al de otros cantores: ¿no es también el lírico un “ingenioso inventor de canciones”?[13] Para precisar la diferenciación se requiere determinar la forma de la trama rapsódica.

 En poemas que tratan de la astucia para aniquilar (Ilíada) y para sobrevivir (Odisea), ¿cuál podría ser la forma adecuada? La pregunta adquiere distinto matiz según se piense que el cantor celebra la astucia de sus personajes, o que frente a ella pone en juego su propia artimaña. La propuesta de Patzer parece suscribir la primera postura. Su punto de partida es el siguiente pasaje de la Ilíada, en el que el troyano Anténor pondera la habilidad oratoria de Ulises cuando se trata de proyectar sagaces ingenios:

Pero cada vez que el muy ingenioso Ulises se levantaba,

se plantaba, miraba abajo, clavando los ojos en el suelo,

y el cetro no lo meneaba ni hacia atrás ni boca abajo,

sino que lo mantenía inmóvil, como si fuera un ignorante;

habrías dicho que era una persona enfurruñada o estúpida;

pero cuando ya dejaba salir del pecho su elevada voz

y sus palabras, parecidas a invernales copos de nieve,

entonces con Ulises no habría rivalizado ningún mortal (Il. III, 216 ss.).[14]

 

 Al arte de la palabra suele relacionárselo con la capacidad de enardecer o inflamar el ánimo, de modo que la metáfora de los copos de nieve parece inapropiada. Pero, en realidad, recoge todo lo necesario para urdir planes y maquinar asechanzas: frialdad, densidad, condensación, contundencia. Aquel que habla, que busca convencer, debe lograr que lo plural caiga, sin perder su consistencia, sobre cabezas frías.

Si la artimaña se caracteriza por el rodeo —cuya imagen más propia es la red y la telaraña—; si en ella el rodeo no es ningún andarse por las ramas, sino que consiste en una pluralidad de preparativos sólidamente entrelazados; si su analogía no es cualquier tipo de coser o de tejer, como había mostrado ya Fränkel, sino aquellos que, paso a paso, logran una totalidad que se sostenga en sí misma,[15] ¿cuál es, entonces, la artimaña épica que, cumpliendo con tales requerimientos, manifiesta la pluralidad de la realidad? “El rhapsōdós es el cantor que compone cantos en el modo de la ‘serie’, el ‘Reihsänger’ [cantor serial]”.[16] Su rasgo característico no se traduce sólo en la serie de rapsodias que configuran la epopeya, antes bien cada verso suyo es ya una composición en serie. La artimaña rapsódica es “el arte de hacer surgir, con la plenitud de la sucesión sólidamente entretejida, una segunda realidad que convenza, no por razones, como hará una retórica posterior, sino por la contundencia (Schlüssigkeit) del contar”.[17] El rapsoda es el cantor que cuenta.

Que la Odisea no pronuncie un juicio ético sobre la astucia y el engaño es comprensible porque en ese poema está en juego la supervivencia no sólo del “héroe” sino incluso del rapsoda mismo: la rapsodia parece haberse vuelto tan anacrónica como el guerrero en tiempos de paz (y la historia ha mostrado con creces a qué se entregan los guerreros vacantes). Con todo, la Odisea deja un extraño sabor en relación con los hombres astutos, a tal punto que no se necesita ser muy listo para ver a Ulises como a un engañador engañado. En cuanto a la Ilíada, está por verse si no hace que los tramposos caigan en su propia trampa. Es cierto que el ardid responde al ardid, pero esto no implica que la artimaña del canto consagre la del guerrero.

2

Les marques de l’oralité ne sont pas signes que la poésie n’a pas été écrite.

Jean Bollack[18]

 En las anteriores conjeturas sobre el sentido del nombre rapsoda no se hace referencia a la cuestión de si el mañoso cantor compone sus poemas por escrito o en forma oral. Como es bien sabido, dos posiciones extremas se han disputado el botín homérico: la que asegura que la Ilíada y la Odisea se compusieron y transmitieron de manera oral, y la que considera que estos poemas monumentales son inconcebibles sin la escritura. No han faltado tampoco, como suele suceder en las cosas humanas, algunas soluciones intermedias o conciliatorias, como aquella que ve al poeta iletrado dictando sus canciones a un servicial y esmerado escriba. El silencio de las conjeturas que se mencionaron en el primer numeral tal vez se deba a que ellas consideran obvia la composición (y transmisión) oral de la poesía de Homero.

Gracias a los historiadores sabemos que en el período Micénico (1400-1200 a. C.), cuyos centros principales fueron Micenas, Argos y Pilos, existía una escritura silábica, hoy denominada “Lineal B”. La destrucción de dicha civilización, al parecer por obra de los dorios, dio paso a los cuatrocientos años de la llamada Edad Media o Edad Oscura, en la que desapareció la escritura. Después de este período nos encontramos con que los griegos, diseminados en una vastísima extensión, y que no se llamaban a sí mismos griegos,

... usaban el mismo alfabeto, adaptado (allá por el año 800) de una antigua invención de los fenicios, sistema en el que los signos representaban, más que sílabas, los sonidos más simples del lenguaje, con lo que se posibilitaba una escritura completamente distinta de la “Lineal B” y se tenía un instrumento de expresión muy superior a aquél.[19]

 La llamada Edad Oscura pone a los historiadores en el espinoso problema de conciliar analfabetismo y poemas homéricos. Hoy parece haber consenso en cuanto a la solución de tan paradójica coexistencia: “Tras la Ilíada y la Odisea, sustentándolas como una urdimbre, yacen siglos de poesía oral, compuesta, recitada y transmitida por rapsodas profesionales sin la ayuda de una sola palabra escrita”.[20]

 Por fortuna, la que había desaparecido sin dar razón ni dejar huella, regresa como por arte de magia, “bajo la forma maravillosamente flexible del alfabeto fonético”, de suerte que ahora es posible “dar expresión permanente y recoger en largos rollos la poesía que había ido evolucionando durante los siglos de ignorancia de las letras.[21] Pero creer que “Homero” se limitó a transcribir aquello que la poesía oral había ya hecho, es como creer que basta copiar archivos y periódicos para lograr una novela histórica.

 La composición de la Ilíada y la Odisea se data hoy en día entre finales del siglo IX y comienzos del VII. De la Ilíada, en particular, se dice que fue compuesta poco antes del 700 a. C. y que se ignora cuándo fue “puesta por escrito”: “... en todo caso, antes del 520 a. C. existía en Atenas un texto normalizado, que era el  usado en los certámenes consistentes en la recitación de la epopeya”.[22] La Odisea sería posterior en varios decenios (de ahí que algunos propongan que Homero compuso el primer poema en su juventud y el segundo en la vejez). Finley no parece distinguir entre composición y escritura, como tampoco entre rapsoda y aedo (dice que Homero produjo los poemas), distinción que en Crespo, por el contrario, es explícita. Este mismo estudioso, aunque da la impresión de que no quisiera tomar partido en la discusión (¿bizantina?) entre oralidad y escritura, deja caer esta significativa observación:

... es seguro que el texto escrito, de haber existido desde el principio, no habría constituido el vehículo principal de difusión, sino una especie de tesoro custodiado por una cofradía del tipo de la de los homéridas de Quíos del siglo VI o un monumento ofrendado en algún santuario, como se indica expresamente del Himno a Apolo en el Certamen de Homero y Hesíodo (319 ss., Allen), custodiado en el santuario de Ártemis de Delos, del ejemplar de la obra de Heráclito en Diógenes Laercio, IX, 6, guardado en el templo de Ártemis de Éfeso, y de las máximas de los Siete Sabios en Platón, Protágoras, 343 a, expuestas en una inscripción en el templo de Apolo en Delfos.[23]

Crespo argumenta que el nexo entre la escritura y la difusión de la obra literaria data de finales del siglo V a. de C. Argumento semejante esgrime Reale, siguiendo a Havelock, en relación con la “revolución” de la escritura y el papel capital que Platón habría desempeñado en ella. Reale considera como un hecho sabido que la cultura griega desde la edad homérica hasta el siglo V a. C. se basó “de manera predominante en la oralidad, tanto en lo concerniente a la presentación del mensaje al público cuanto a su transmisión y, con ello, a su conservación”.[24] Reale acepta como fecha del uso griego de la escritura alfabética el siglo VIII a. C. Y precisa:

Al comienzo, sin embargo, la escritura fue utilizada casi en forma exclusiva para objetivos de índole práctica, para textos de leyes y decretos, para catalogaciones, para las indicaciones sobre las tumbas y para datos grabados sobre los sepulcros, como también para disposiciones testamentarias. Sólo en un segundo momento la escritura se concretizó en forma de libro.[25]

Cuando Reale afirma que los primeros textos “puestos por escrito“ fueron los poemas de Homero (tal vez, dice, entre 700 y 650 a. C.), está suscribiendo la hipótesis de la composición oral de los mismos. Y añade: “Pero, al principio, estos  textos escritos eran soportes de la oralidad, es decir, instrumentos de los cuales se servían los rapsodas para aprenderlos de memoria y luego recitarlos, estando así bien lejos de tener un público de lectores”.[26]  En otras palabras, Reale no sólo sostiene la tesis de la composición oral de los poemas  de Homero, sino que afirma, además, que éstos, una vez escritos, siguieron siendo orales. En cuanto a la conexión de escritura y público, tiene que ver precisamente con  el argumento de Havelock que Reale comparte plenamente y que reza como sigue:  “La clave del problema no radica en el empleo de caracteres escritos ni en el de objetos para la escritura —que es lo que suele atraer la atención de los estudiosos—, sino en la disponibilidad de lectores; y ésta depende de la universalización de las letras”.[27]

 ¿No cae Havelock y, con él, Reale, en el peligro frente al cual este último previene, el de juzgar la novedad de la escritura con parámetros propios de nuestra milenaria costumbre de la misma? Para nosotros, en efecto, la escritura es inconcebible sin lectores (o, para decirlo con los términos modernos de Havelock, sólo es concebible como “tecnología de la comunicación”). Pero la escritura griega se caracterizó en su origen por el singular hecho de no estar destinada a “lectores” ni, mucho menos, a un “público”. Así la remota escritura de los escribas de Micenas; así el Himno a Apolo; así el libro de Heráclito; así las máximas de los Siete Sabios. Y así, tal es nuestra hipótesis, la Ilíada y la Odisea (poema éste que constituye la primera lectura de aquél). Con una diferencia, cuya razón saltará a la vista en la segunda parte de este ensayo: los poemas de Homero no son escritura sagrada ni se custodian a la manera de los objetos de culto, pese a la sacralización que padecerán no sólo por parte de los homéridas sino de los griegos en general —con excepciones como las ya mencionadas, Hesíodo, Heráclito, Jenófanes, Platón—, e incluso por parte de sus pretendidos herederos. Antes de estar en función de cualquier “comunicación” a un “público”, la escritura de los poemas homéricos es su composición artística.

 Si de la escritura homérica se trata, lo más indicado es acudir al propio Homero. Su única referencia al asunto se encuentra en la Ilíada y dice así:

... y le entregó luctuosos signos (semata lygrà),
mortíferos la mayoría, que había grabado (grápsas) en una tablilla doble...
(Il. VI, 168 s.).

 Kirk, quien acepta “provisionalmente y con la debida precaución, como lo han hecho muchos otros, que el siglo VIII es la fecha probable de composición de la Ilíada —y quizá también, cerca de su fin, de la Odisea—”, pero admite que “no hay ninguna razón contundente que nos impida considerar que la época de la composición principal de la Ilíada fue el final del siglo IX”,[28] piensa que estos versos describen algo de “naturaleza arcana” (p. 161). Páginas atrás había dicho:

La escritura es desconocida en el mundo que describe Homero (excepto en VI, 168 y ss., donde se la trata como algo misterioso): esto quizá se deba en parte a suposiciones de cantores de la Edad media iletrada, pero debe haber habido también arcaización consciente en una etapa posterior de la tradición; y los héroes de la época micénica reciente pueden haber sido a su vez iletrados y dejado la escritura en gran medida a sus escribas profesionales.[29]

 El pasaje de Homero remite a la época remota de los héroes míticos, en el sentido posterior de este término (que no en el homérico, pues aquí mythos significaba discurso, no en vano sus guerreros son sobre todo héroes de la palabra). Pero en aquella época el uso de la tablilla doble aparece como natural: Belerofontes no se extraña al verla, ni tampoco del encargo de llevarla a Licia. Y si en el mundo que describe Homero esa usanza fuera ya algo desconocido o arcano, Glauco —el que relata la historia— no la habría mencionado con tanta naturalidad, y Diomedes —el que la escucha— se habría mostrado perplejo o no habría entendido de qué le hablaba el otro. A menos que todo esto sea ejemplo de anacronismo inconsciente.

  Que la referencia a la escritura aparezca una sola vez es comprensible, estaría fuera de lugar en un mundo de guerreros con tanta propensión a la oratoria. ¡Qué tal fanfarronear por escrito antes de batirse a duelo, en el sitio de Troya! Si tiene sentido mostrar al Pelida Aquiles entreteniendo la cólera con la sonora fórminge, sería en cambio absurdo mostrarlo enfrascado en el arte de escribir (a diferencia de aquel comandante que escribe a su rubia Margarete después de jugar con sus serpientes y antes de silbar a sus perros y a sus judíos).[30] En la Ilíada hay un pasaje muy elocuente sobre la retórica en tiempos de guerra, el cual deja ver que, en este poema, el anacronismo no recae sobre la escritura, sino sobre la inclusión del don de la palabra en la formación del guerrero, y de la asamblea en el campo de batalla. Dice Fénix al rencoroso Aquiles:

Soy la escolta que te dio Peleo, el anciano conductor de carros,
aquel día en que te envió de Ftía ante Agamenón, cuando sólo
eras un niño ignorante aún del combate, que a todos iguala,
y de las asambleas, donde los hombres se hacen sobresalientes.
Por eso me despachó contigo, para que te enseñara todo eso,
a ser decidor de palabras y autor de hazañas (Il. IX, 438 ss.).

 

 En el año de 1955 se encontró en una tumba de Ischia (Nápoles) una cratera que data aproximadamente del 720 a. C. Su inscripción dice:

Yo soy la cratera, útil para beber, de Néstor.
A quien beba de mí lo embargará inmediatamente
el deseo de Afrodita, la de la bella corona.

 Esta inscripción en verso, que contiene la primera alusión escrita a los poemas homéricos, nos proporciona la certeza, según Vidal-Naquet, de que “los temas e incluso las formas de la poesía épica griega existían en una versión escrita en el siglo VIII antes de nuestra era”. Sin embargo, en relación con la cuestión de si existía “un vínculo real entre la práctica del canto poético y la escritura”, propone acudir al testimonio de los poemas mismos, es decir, precisamente al mencionado episodio de Belerofontes, del que concluye que “es muy revelador de una concepción un poco diabólica de la escritura”, cuya “función no es dejar constancia escrita de los poemas ni, como se hace a partir del siglo VII, de las leyes, sino transmitir un mensaje de muerte”.[31] ¿Qué significa “un poco diabólica”? ¿Y es que la Ilíada no transmite, en el lenguaje cifrado de la escritura, un mensaje de resistencia contra los administradores de la muerte? En una cosa podemos estar de acuerdo: no se trata de “función” ni de “dejar constancia escrita”: no se trata de una herramienta accesoria. Antes de ser vehículo de preservación, la escritura tiene que vérselas con lo escurridizo y aun inasible de su materia. La escritura es la composición del canto.

En un poema que trata de las más diversas artimañas, la referencia a la escritura es única en el sentido de incomparable e irrepetible. Es deliberadamente única. Ya la situación que la pone en juego (valga la expresión) tiene todo que ver con la astucia. Glauco, para salvar el pellejo, trama una genealogía —que inicia con Sísifo, el más astuto de los hombres— en la que Diomedes y él resultan unidos por las leyes de la hospitalidad. Diomedes cae, aparentemente, en la trampa, propone un “pacto de no agresión”. Pero el intercambio de armas al que invita a continuación revela que responde al ardid de Glauco con otro ardid:

“... Troquemos nuestras armas, que también éstos se enteren
de que nos jactamos de ser huéspedes por nuestros padres.”
Tras pronunciar estas palabras, ambos saltaron del carro,
se cogieron mutuamente las manos y sellaron su compromiso.
Entonces Zeus Crónida hizo perder el juicio a Glauco,
que con el Tidida Diomedes intercambió las armas,
oro por bronce, unas que valían cien bueyes por otras de nueve (Il. VI, 230 ss.).

Zeus le hizo perder el juicio: es la fórmula a la que Homero recurre, con su nada escaso humor negro, para reírse del que comete una estupidez o cae en la propia trampa.

 El episodio de la tablilla doble y sus signos funestos contiene, de manera ingeniosa, la concepción homérica de la escritura, de su escritura. Homero la anunciaba tal vez con otros desdoblamientos del relato. El manto doble que Helena teje, pero también trama o urde (hyphainô) (Cf. Il. XXII, 441; Od. 24, 230):

Hallóla en su aposento; estaba hilando un gran tejido,
un manto doble de púrpura, donde bordaba numerosas labores
de troyanos, domadores de potros, y de aqueos, de broncínea túnica,
que por causa suya estaban padeciendo a manos de Ares (Il. III, 125 ss.).

 Pero la lectura que vea esta anticipación se expone al riesgo de suponer una metáfora, que es aquí la condición para hablar de alusión al doblez de la escritura. Y lo mismo ocurre con la palabra que cae como copos de nieve cuando Ulises maquina ardides (Il. III, 216 ss.; Cf. Il. XII, 156-158 y XIX, 357 s.), si se conjetura que alude a la implacable sucesión de la escritura. Ambos ejemplos permitirían hablar de la escritura homérica como manto de doble faz o como temporal de nieve, comparaciones en las que la diferencia prevalece sobre la semejanza: en Helena se trata de las dos caras de la bella moneda que, confesando su falsedad, espera revaluarse; en Ulises, de la ausencia de distancia frente a la oratoria guerrera, por más que él simule prescindir de la eficacia persuasiva del cetro. En cambio, en el episodio del hospitalario linaje, el poeta dice, literalmente —y con ello vela—, lo que su escritura es: contraseña, lenguaje cifrado. La astucia de escribir cantos es la astucia que opera tras todas las artimañas de que se vale el rapsoda para descomponer la máquina griega de guerra.

 Rapsoda: cantor de versos cosidos. La costura hace referencia a la escritura, actividad entonces tan modesta como aquélla (sólo así se da el “término de comparación” cuya ausencia se objetó atrás). ¿Pero esta interpretación del nombre del cantor es independiente de la otra —rapsoda: cantor de cayado—, o ambas  visiones de la palabra guardan relación? ¿El rapsoda cambió la lira por el cayado, tal como Glauco dio oro por bronce? Eso quiere hacer creer. Se dice que Homero habría sido el primero en cambiar su instrumento musical por un símbolo de poder, el báculo, para subrayar la autoridad de la palabra y hacer ostentación de ella ante una comunidad y, a veces —eso sería lo peor—, hablar en nombre de ésta. Pero Homero, en realidad, no se ampara en un báculo, lo que hace es crear una imagen de la transitoriedad y fugacidad del poder: el cayado es la imagen invertida del cetro. Apoyándose en un cayado, el cantor errante celebra el cetro de los reyes y los guerreros: para no percibir la ironía hay que estar pagado de sí. Que era, en efecto, lo que ocurría.

 El  cantor errante no pertenecía, por supuesto, a la aristocracia griega, que —dicho sea de paso— siempre despreció la escritura. Ni pertenecía ni deseaba pertenecer a ella:

El cantor iba de lugar en lugar. Acudía a muchas puertas extrañas sin saber si se le abrirían. Si era admitido, probablemente permanecería en el umbral, en el lugar de los mendigos, esperando la invitación para sentarse en el salón. Así vemos largo tiempo la mesa de sesiones en el palacio real de Ítaca por los ojos de Ulises y desde la perspectiva del umbral. En gratitud por la hospitalidad, el cantor debía plegarse a cualquier indicación del amo y sus huéspedes para divertir a los comensales.

Este trato humillante lo debieron de experimentar los cantores con acritud pues se consideraban superiores a sus contratantes temporales tanto en educación como en maneras. Habiendo viajado mucho, como Ulises, habían aprendido “de la mente de muchos hombres” (1, 3). Cada página de la Odisea nos muestra sus sutiles distinciones.[32]

 De esta descripción debemos retener los hechos, no la valoración que se les da, cuyo tinte compasivo se evidencia en la conclusión que el autor saca un momento antes a propósito de la supuesta permanencia de Femio y Demódoco en las cortes de Ítaca y de los feacios: “Debe haber sido el sueño de cualquier cantor errante llegar a asentarse de modo permanente entre los cortesanos y gozar del respeto como ellos” (p. 29). Ese sueño tan lamentable delata, en realidad, el deseo de quienes pertenecen a esas tradiciones de “pensadores y poetas” que, como dice Nietzsche, “por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado maleables cortesanos de sus seguidores y mecenas, así como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de poderes nuevos y ascendentes”.[33] Entre los griegos se dio también ese arribismo con aquellos autores de poemas comodines que servían para alabar tanto al tirano.

 Pero Homero no pertenece a esa repugnante variedad de parásitos, su errancia activa y nunca autocompasiva se ríe de los prestigios de la vida sedentaria y de sus temerosos centros económicos y culturales. El cantor no es mendigo a la manera de Iro, sino a la manera de Ulises.

Como un escriba más, Homero se consagró a escribir el canto. Había descubierto una rara notación, una especie de partitura que le permitía componer de otro modo, partiendo y repartiendo más allá de la inmediatez de la voz y sus compromisos públicos. De ahí que los posteriores rapsodas se vieran en aprietos para recitar la totalidad interminable del poema, tan interminable como la guerra, y se rebajaran a perpetrar antologías efectistas.

 Homero, pues, llevó la escritura al terreno del “espíritu”. Su revolución, sin par en Occidente, pasó desapercibida porque él transmitió de manera oral sus cantos escritos. Otra astucia suya que obedecía al mismo propósito de poner su invención a salvo del desprecio aristocrático de lo escrito, se revela en la decisión de ocultar su nombre de rapsoda bajo el de aedo. Y, por último, en el plano del propio autorretrato, custodia su invención creando la figura del cantor ciego, puro oído y memoria —y nada, por supuesto, de escritura—.

 La artimaña por excelencia del rapsoda Homero consiste, pues, en pasar de contrabando la escritura haciéndola hablar. Platón rivaliza con Homero por la misma razón que Nietzsche con Sócrates: para luchar contra sí mismo. La crítica de Platón al “más divino de todos los poetas” es su enigma de Esfinge. Los términos de la crítica vienen a ser la formulación del acertijo. Cerca de adivinarlo quien se percata de que está en juego la oposición entre dos astucias que pretenden lo mismo: una inscripción de la oralidad que se enfrente a la retórica de la voz. Platón no se opone a Homero contraponiendo una escritura viva a una oralidad inerte, la recitación que “no entiende los sentidos ocultos” (Jenofonte). Simplemente, Platón ensaya otro modo de hacer hablar la escritura. Para preservarla del habla efectista.

 La epopeya es la tierra natal de los griegos. Platón enseña que el regreso a ella es imposible.      La filosofía es la imposibilidad de regresar. Pero ya Homero compone la Odisea —el relato del regreso de Ulises a su tierra natal— porque sospecha aquella imposibilidad: este poema demuestra que ni siquiera la epopeya puede volver a la epopeya. La vuelta revela la otra cara de la tragedia. Se requiere de la comedia para que la tragedia se vuelva poesía. Que la Ilíada se vuelva poesía en la Odisea por boca de las Sirenas... Hay que poner en relación el episodio de Belerofontes y sus signos mortíferos con el episodio de las Sirenas y su canto mortífero. En la Odisea, el tiempo histórico hace presa en el tiempo épico. El poeta introduce en su poema el efecto que ha observado durante la devastadora recitación de la Ilíada a lo largo de varias jornadas. Que la Ilíada se vuelva poesía en la Odisea es lo que mejor encarna el injerto del tiempo en el relato. El episodio central de las Sirenas indica que es temible el canto atravesado por el tiempo, el canto que corroe la ilusoria inmediatez que el aedo brindaba. El canto rapsódico, escrito.

 En algún punto del universo existieron alguna vez unos animales racionales que se encontraron dos poemas escritos y a partir de entonces hicieron hasta lo imposible por devolverlos a la oralidad. Para acallarlos.

 Rapsoda: ¿el que hilvana cantos? Sí. ¿El que los trama? Sí. ¿Con astucia? Sí. Pero su artimaña es la escritura. Rapsoda: ¿el que escribe con el cayado? Sí, el que escribe lo que canta. Contra todo poder, incluido el del canto.

 

La parodia

Contra el poder que siempre miente en nombre de la verdad.

Pedro Guerra

Los errantes —mendicantes, o extraños de difícil clasificación— podrían poner al desnudo la esencia del trabajo —la piedra de Sísifo, la impúdica piedra (Od. 11, 598)—, si no fuera porque desde siempre se los ha hecho aparecer como trabajadores de la miseria; al confinarlos afuera, lo exterior funciona como otro lugar cosmetológico de la límpida tierra, y en consecuencia pasa por útil y productivo. Hasta cierto punto, porque al afuera más remoto iríamos por un demiurgo, pero nadie traería un vagabundo (Od. 17, 387) que viniera a relativizar el centro y a parasitar la tan prestigiosa comunidad haciéndose pasar, precisamente, por demiurgo. El afuera, el errante, del recelo pretexto y disculpa.

 Del afuera llega siempre el aedo, el cantor itinerante. Con lazarillo o sin él, podría ser un pícaro. ¿Se pretende trabajador público como cualquier otro? Su canto celebra la maña de los más diversos oficios, pero desliza jerarquías en aquello que el mortal hace con los pies y con las manos, e incluso en los inmortales que presiden tales actividades. Este cantor, que ni siquiera es de aquí, parece querer ubicarse más del lado de la orfebrería que de la carpintería o la tejeduría. Y más del lado de Atenea que de Hefesto. ¿Pretende una suerte de orfebrería sin fragua y sin yunque, sin sudor?

 Dado el temor reverencial que inspiran los que vienen de afuera, ¿nos atreveremos a preguntarle qué produce? Pues vemos que, propiamente hablando,  no trabaja con las manos ni con los pies. A lo sumo podría decirse que con las manos se acompaña. Él dice que trabaja con la voz, y al cantar que un heraldo es semejante a un dios en la voz (Il. XIX, 250), parece cantarse y celebrarse a sí mismo (Od. 1, 371; 9, 4). Que sea él, entonces, quien diga su especie de producción. Gustoso elegirá su manera de cantar el escudo de Aquiles, que se diría forjado por la mente de Atenea sin recurrir, para el trabajo sucio, a Hefesto, a quien el aedo menciona para lavarse las manos.

Hizo figurar en él la tierra, el cielo y el mar,
el infatigable sol y la luna llena,
así como todos los astros que coronan el firmamento.

 Por si fuera poco, cantos de boda alzan su son, jóvenes bailarines dan vertiginosos giros, y flautas dobles y fórminges emiten su voz, las mujeres interrumpen las labores domésticas para curiosear, mientras en la plaza los hombres pleitean por la reparación que un asesino debe pagar y las gentes presionan con sus aclamaciones la decisión de los ancianos jueces. Dos ejércitos asedian una ciudad y, mientras resuelven si la saquean o se reparten el botín, los sitiados les tienden una emboscada. El ganado clama, los que aran llegan al término del campo, dan cada vez la media vuelta y un hombre se acerca a ofrecerles vino dulce como la miel. El que no trabaja, el rey, se siente tanto más feliz cuanto que puede erguir su cetro en silencio. Se oyen sones deliciosos, canciones de cosecha, voces tenues, gritos rítmicos, bramidos de toro, rugidos de león: los no cultivados, los cultivadores, habitan al lado del mundo salvaje. Hay una pista de baile comparable a la que Dédalo construyera para Ariadna en la vasta Creta, mozos y doncellas bailan en círculo y en hilera, el laberinto de la sangre les tiende su trampa, y acróbatas con sus volteretas preludian la fiesta, presidida, naturalmente, por el aedo (Il. XVIII, 483 ss.).

 El canto da relieve al escudo de modo tal que éste realce el canto. Con semejante escudo de seres en movimiento y sujetos al tiempo, Aquiles debe enfrentar a Héctor para vengar a su amigo Patroclo. Entonces uno está tentado de pensar que el aedo no se cuenta entre quienes hacen cosas, sino, más bien, entre quienes las dicen. Tal vez pueda decirse que es un trabajador de la palabra. Pero, ¿una palabra de qué clase?

 Si el aedo errante que llega de afuera pretende los oficios públicos, le salen al paso demasiados rivales. Constructores, curanderos, timoneles, remeros, orfebres y hasta hilanderas y tejedoras: todos ellos, pese a la miseria que suele acompañarlos, podrían, si la ocasión lo exigiera, hacer ostentación de productos y resultados que los justificarían como trabajadores públicos. Por otro lado, aunque los artesanos hablan, como es apenas natural en el “bípedo sin plumas”, la palabra no los define  como artesanos. ¿Hay, en cambio, oficios que se definan por el trabajo de la palabra? ¿Hay un hacer que se lleve a cabo mediante la palabra? Si el cantor se pretendiera artesano de la palabra, ¿también le saldrían al paso tantos rivales?

 Ni en la Ilíada ni en la Odisea encontramos esa abstracción por lo general tan vacía como pretenciosa que se llama la Palabra. En las dos grandes epopeyas de Homero nunca se para de hablar. Los personajes hablan en la intimidad y en las asambleas; hablan con los demás y consigo mismos —hablan solos incluso cuando el otro que tienen al frente es vida que representa la inminencia de la muerte—; hablan antes, durante y después de las batallas y los enfrentamientos —los duelos entre guerreros a veces están precedidos de largos y solemnes discursos—; y si los combatientes anónimos reciben en silencio un nombre sólo cuando caen, los héroes de renombre no callan ni siquiera cuando su cabeza rueda ya por el polvo.

 Y hay además, cuando nadie habla en su nombre, una voz sin nombre que va diciendo lo que pasa, y a la que el rapsoda Homero llama a veces Musa, para subrayar el anonimato errante que es su rasgo esencial. Pero tampoco en tales momentos oiremos decir que habla la Palabra, gracias a lo cual tanto más y mejor se la deja hablar. Explicitar la palabra tal vez sea signo de empobrecimiento ante la singular relación que hace que el más mortal de los mortales sea precisamente aquel que habla. El redoblamiento redundante de la palabra no se presenta ni siquiera en la Odisea, poema en el que el autorretrato del cantor pareciera delatar decadencia. Hay que esperar a que la filosofía, con la sobriedad y austeridad que pretenden diferenciarla de la poesía, haga entrar en escena un nuevo personaje, al que llama Lógos, para que el lenguaje deje de hablar en silencio y, paradójicamente, pierda la parquedad que ahora se invoca de dientes para afuera, e incluso despoje al mortal de su tragicómico destino de ser el que habla.

 Los poemas homéricos saben de la palabra en las situaciones más concretas de la existencia, tan concretas como el silencio, el dolor, el ruego o el grito. La palabra que en presencia del otro libera la pena de su enquistamiento en el pensamiento (Il. I, 363), pero que en ausencia del otro tiene al pensamiento o al ánimo o al corazón como únicos interlocutores de su pesadumbre (Il. XI, 403; XVII, 90; XXI, 552; XXII, 98; Od. 6, 118); y también, la palabra y el pensamiento que se van haciendo con maña a medida que una y otro se toman recíprocamente por circunstancia de meditación (Od. 5, 182). La palabra que hasta permite luchar contra los inmortales y, al mismo tiempo, sabe que una simple asta la refuta (Il. XX, 367); pero también, la concordancia entre palabra y hecho que hace de un Ulises, según las aladas palabras de Atenea, un perfecto varón de noble valor (Od. 2, 271). La palabra que miente para incitar de verdad a la lucha (Il. IV, 404); y la palabra que pregunta lo que ya sabe (Il. XIV, 475). Palabra la del canto, además, que dice lo suyo haciendo que las sombras de los muertos beban la sangre sombría (Od. 11, 96, 147, 232).

 Así como Homero nunca deja que la palabra hable por fuera de la cavilación, el hecho, la verdad, la mentira —y sus extraños intercambios de lugar—, así tampoco la abstrae de la escucha, el mutismo, el estrépito. Mientras los troyanos marchan con algazara de pájaros, los aqueos salen a su encuentro respirando furor en silencio (Il. III, 2 ss.). Aunque lo temido haya ocurrido ya, la palabra que todavía lo teme puede ser tan terrible que quien la diga tenga que exclamar primero: ¡Ojalá no llegara a mis oídos lo que voy a decir! (Il. XXII, 454). Pero también hay momentos en que la incertidumbre impele a invocar a los dioses para pedirles que nos escuchen y por ende nos vuelvan atentos a sus signos: Dame oídos, ¡oh diosa! (Od. 2, 262; 6, 324).

 Y da mucho que pensar —es decir, no que proporcione abundantes contenidos de pensamiento, sino que provoca perplejidad— que sea el rapsoda de la Odisea quien presienta el peligro del canto: en el puro centro de la serie de las rapsodias que componen el poema, las Sirenas —a la distancia del grito humano— musitan su canción melosa que pone la trampa de la gloria, ese hechizador redoblamiento sin salida entre lo celebrado y su celebración:

Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto,
porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda
a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.
Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:
los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos
de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos
y aun aquello  que ocurre por doquier en la tierra fecunda  (Od.  12,  184  ss.).

El rapsoda compositor sabe ya el límite de su gloria, imposible parasitar eternamente la gloria de los sucesos. ¿O es el rapsoda posterior quien, recitador, teme aquí por el agotamiento del hospitalario poema? El oyente, por lo que a él toca, deberá escuchar con maña el canto, que ha tenido que volverse más mañoso que Ulises mañero: deberá hilar delgado en tales asuntos.

Todavía sin habla / ... semejante a un bello astro, se dice del hijo de Héctor en la Ilíada (Il. VI, 400 s.). Y en la Odisea los presentes pierden el habla cuando Ulises los hechiza con sus relatos, los mismos que componen la secuencia central del poema cuyo centro, como dijimos, es la canción tramposa de las perpetuas cantoras. El primer poema supedita la veracidad del relato a la credibilidad de quien lo relata (Il. II, 80 ss.), o bien a la reiteración de lo ya sabido (Il. I, 365 ss.; cf. I, 17 ss.); en el segundo poema, en cambio, cuando el rey de los feacios distingue a Ulises de los embusteros errantes que pasan por sus dominios (Od. 11, 362 ss.), sospechamos que se ha puesto en movimiento un intercambio de astucias que sólo terminará con el ambiguo o pírrico triunfo de Ulises sobre los pretendientes de la discreta Penélope, doble mortal de la única que supera a Ulises en artimañas, la diosa Atenea. ¿El engañador de hombres engañado por su mujer, como piensan los artífices de algunas variantes del poema homérico?

La palabra homérica es palabra que escapa del cerco de los dientes (Il. IV, 350; Od. 3, 230); palabra que pone a prueba (Il. II, 73); que irrespeta y ofende (Il. II, 250; IV, 362; XX, 246); que impreca (Il. VI, 344); que persuade (Il. IX, 524; XV, 203); que jura en falso (Il. X, 332; Od. 10, 346); que inculpa (Il. XI, 653); que ruega (Il. XIV, 484; XVI, 46; Od. 12, 49). Sabe del hablar en vano (Od. 4, 836; 11, 464), y de lo que significa no haber escuchado la última palabra del ser querido (Il. XXIV, 744). Puede ser incisiva (Od. 8, 185) y desmedida (Od. 8, 408). Sabe que no hay medio paso entre la versatilidad y el parloteo, y que es loco disputar con los poderosos por medio de palabras desordenadas (Il. II, 212). Sabe que en la lengua de los mortales hay razones de toda índole y es copioso el pasto de palabras a cada lado del cerco: Según hables, así oirás hablar de ti seguramente (Il. XX, 250). No ignora que la opinión, siempre ambigua, divide (Od. 3, 150).

En fin, la poesía homérica sabe que es posible, hasta cierto punto, encontrar por sí mismo la palabra (Od. 3, 26), pero que esa palabra propia puede ser la del engaño (Od. 4, 416 ss.). Sabe que hay palabras del poder, palabras de poder y que el poder de la palabra es tal que aun a la palabra de los muertos se le imponen turnos (Od. 11, 232). Pero presiente, más allá, una tierra de nadie en la que se mezclan, resuenan y retumban el vocerío, el rumor, la fama: entreoye, entonces, la funesta discordancia de la voz y la palabra. Aunque sabe que la Fama, mensajera de Zeus, insta a acudir y convoca (Il. II, 93), porque, venida del blanco rayo, esparce su voz por el mundo (Od. 1, 282); aunque sabe del gozo que rebosa en el alma al sentir el rumor con que admiran las gentes (Od. 6, 30), no ignora que el don de la fama sabe ser irónico (Il. VII, 299 ss.) y traducirse en desdicha. El rapsoda homologa al cantor con el dios (Od. 1, 371) y de este modo lo sitúa en una cercanía incómoda con el heraldo (Il. XIX, 250), de voz potente y palabra ajena. Al llegar a tierras desconocidas, Ulises se pregunta si encontrará hombres dotados de voz y de habla (Od. 6, 125): el rapsoda compositor —¿o es, ya, el recitador?— no sólo sabe de una voz privada de palabra, tiene también la certeza de una voz que vacía la palabra y se vuelve autónoma. Poder culto de la voz que es la contraparte del tartamudeo “bárbaro”.

La discordancia de palabra y voz se convierte, en la Odisea, en el peligro del predominio de la voz sobre la palabra. ¿Algo de esto dejan oír las Sirenas? No parece fortuito que en este último poema el rapsoda ponga en juego un autorretrato del cantor.

Carecería de sentido decir, pues, que el aedo pretende la Palabra, si este nombre mayúsculo, tautológico, se emplaza en la vacuidad de la abstracción. Pero tampoco tiene sentido afirmar que pretende la palabra que ofende, o jura, o ruega, o escapa. Por él sabemos de todas estas posibilidades de la palabra, así como de sus extraños entrecruzamientos. ¿Entonces no las pretende? Por él supimos de las artesanías y, sin embargo, su manera de celebrarlas delataba una jerarquía y con ella una pretensión. Tal vez el rapsoda Homero se vale ahora del aedo para ir en busca del linaje de tales jerarquías.

El aedo viene, errante, de afuera y ve de mimetizarse: primero pasa por demiurgo, por una rara especie de orfebre. Sin embargo, en vista de tantos y tan competentes rivales, se pretende artesano de la palabra. ¿Pero quién no pretende a esta hembra, tan doncella y aseñorada? Más bien el aedo, con su celebración de la presencia ubicua y omnipotente de la palabra, ambiciona una pretensión más específica, sí, pero también de mayor rango. En el amplio espectro que canta, no predomina en absoluto la palabra solitaria, íntima, privada. No estamos ante un Aquiles del canto, rumiante de su rencor de recámara. Al llegar a este calvero del afuera, el errante ve de mimetizarse entre quienes detentan la palabra pública. Pero el rapsoda no es de los que ignoran el reparto de los dones:

Mas no es posible que hayas podido reunir en ti todo a la vez;
pues la divinidad ha otorgado a uno las hazañas bélicas,
a otro la danza, a otro la cítara y el canto,
y a otro Zeus, de ancha voz, le infunde en el pecho juicio
y cordura (Il. XIII, 729 ss.).

Y el rapsoda no ignora tampoco que el mortal que así habla, lejos de ser neutral, se incluye entre quienes han recibido el don del juicio y la cordura. La comprobación de que un don conlleva la carencia de otros dones, el rapsoda la pone también, por idéntica razón, en boca de uno de sus personajes:

... bien se ve que los dioses no dieron a todos los hombres
por entero sus gracias, talento, facundia y belleza.
Es el uno de aspecto mezquino y en cambio le colma
de perfecta hermosura algún dios sus discursos; los otros
arrobados le observan y él habla seguro en la plaza
con modesta dulzura; distínguese así en la asamblea
y le miran como a una deidad cuando pasa entre el pueblo.
Hay tal otro que iguala en belleza a los dioses sin muerte,
mas sus dichos están desprovistos de gracia... (Od. 8, 167 ss.).

Quién quita que el aedo, mediante el rodeo del reparto divino de los dones, se proponga erigir la palabra pública del canto en una suerte de don supremo que permita poseer de algún modo los demás dones. Veamos.

La palabra pública no es la palabra del público. O tal vez sí lo sea, en tanto dice lo que el público quiere oír. Se dirige a la multitud, al gran número, que ni siquiera tiene que ser numeroso, porque dicha palabra atañe a lo que es multitudinario en cada quien. El público de la palabra pública no parece ser siempre el mismo, ya enmudece de asombro y respeto, ya de temor o cobardía. En el mejor de los casos, esto se debería a que la palabra de marras se divide en varias modalidades: la eleva el consejero, dentro y fuera del consejo, así como los participantes de la asamblea, y la transmite el heraldo. Es la palabra del discurso, la propuesta, el plan, la deliberación, la sentencia.

De la asamblea son propios el alboroto y el bullicio, el griterío y el clamor, y para hacer silencio puede ser necesaria la pugna sonora de nueve heraldos (Il. II, 95 ss.). La algarabía es tanto más notoria si a la asamblea la antecede el consejo de magnánimos ancianos (Il. II, 53 s.), en el que reinan el orden, el silencio respetuoso y la sabiduría de la vida. Se dice que la palabra del consejero Néstor fluía más dulce que la miel (Il. I, 249). A su voz se la llama con el mismo epíteto que la Odisea pondrá a la voz de las Sirenas: meliflua, como si la voz fuera para el mortal lo mismo que el fuego para el cadáver. Pero, en tiempo de guerra, los consejeros son valiosos, aunque la vejez los haya retirado del combate, porque se asemejan a las cigarras que por el bosque, / posadas sobre un árbol, emiten su voz de lirio (Il. III, 150 ss.), la voz clara de quien puede ya mirar hacia delante y hacia atrás. No en vano en la apreciación de un consejo debe prevalecer su sensatez sobre el linaje de quien lo da (Il. XIV, 126 s.). Y, no obstante, por más que prestar oídos a un consejo pudiera evitarnos la maligna parca [ker] de la negra muerte, desoírlo bien puede obedecer a un designio superior al de los hombres (Il. XVI, 686 ss.).

El consejo y la asamblea tienen el propósito común de someter las propuestas a la deliberación para decidir cómo obrar, por si el pensamiento / logra algo incluso cuando los hechos están patentes, y ni siquiera / el propio Zeus altitonante puede imaginar algo para mudarlos (Il. XIV, 53 ss.), deliberación cuyo vehículo es el discurso, que el orador inicia invocando la voz del ánimo o del alma. Esta apelación al ánimo no basta, sin embargo. De Telémaco, largo en discursos (Od. 2, 200), su madre dice que es inexperto en trabajos, novato en disputas (Od. 4, 818), es decir, en consecuencia, torpe aún en obra y palabra (no ha salido todavía del hogar en busca de noticias —cantos— sobre su padre); el varón Equeneo, al contrario, entre los feacios el que cuenta más años, es distinguido en hablar y perito en los usos antiguos (Od. 7, 157).

Quien toma la palabra pública empuña el cetro, cuyo poder no procede del que lo fabricó con esmero, tachonándolo de áureos clavos, Hefesto, sino de Zeus parricida (Il. II, 101 s.), de modo que simboliza la administración de la justicia y la salvaguarda de las leyes en el incierto poder de la fuerza (Il. I, 238 s.), siempre en deuda. A veces alguien termina su intervención arrojando el cetro al suelo, como retando al siguiente orador a que hable después de agacharse hasta la tierra: así ocurre tras el encolerizado juramento de Aquiles al comienzo de la Ilíada (I, 245), y el irritado discurso de Telémaco al comienzo de la Odisea (2, 80), con lo que ambos poemas se ponen bajo el signo de una impugnación de la justicia imperante. Pero tal como pasaba con el ánimo, el cetro tampoco garantiza la eficacia de la palabra pública.

Como el cetro y el ánimo, el discurso mismo tiene su límite. Es más propio de la paz; la guerra lo obliga a la brevedad y, aun breve, ha de contar con el desdén del combatiente: Los brazos deciden en la guerra, y las palabras en el consejo./ Por eso no hay que amontonar palabras, sino luchar (Il. XVI, 630 s.). Pero no hay que extrañarse si el que afirma esto, se entrega, antes y después, a largos discursos. El rapsoda Homero sabrá cómo obrar ante la retórica heroica que profesan los administradores de la guerra —y no sólo la atinente a la “muerte bella”—. Pero tampoco debemos extrañarnos de que su auditorio griego no se diera por aludido, ni tampoco aquel que se compone de quienes se creen albaceas de Grecia: antes de ser especialistas, cantaron en coro estúpidas canciones de soldados. En nombre de los “valores castrenses” castran la Ilíada.

Si el aedo pretendiera la palabra pública, sus rivales serían los reyes, los consejeros, los oradores, los generales, los heraldos, los sacerdotes, los adivinos e intérpretes de presagios y sueños. ¿Qué pueden ostentar estos hombres públicos para desalentar al advenedizo? Algo que sin ser concreto como el objeto artesanal, parece tener más peso: el poder, el mando, la autoridad. “Si no puedes contra ellos, úneteles”: muchos poetas de la Grecia antigua —para no mencionar a los de hoy— suscribirían esta divisa. En efecto, proporcionar a los reyes y a los señores un linaje divino es una constante de la tradición poética griega. Naturalmente, el favor se hacía a esos reyes y señores a cuya corte llegaba el poeta, quien, para tal efecto, solía disponer de una especie de molde maleable, recurso similar, qué curioso, al de los autores de poemas amorosos. Y cada poeta reprochaba al otro aquello en que  él mismo incurría. Toda esta miseria poético-política motivó la burla de los comediantes, en especial de Aristófanes, cuyo desprecio del servilismo de sus colegas anticipa el de Platón.[34]

Recapitulemos. Errante que siempre está llegando, el aedo ve de mimetizarse entre quienes hacen cosas, y para ello celebra el trabajo de sus rivales, los artesanos. Dicha celebración es de tal tenor que el cantor podría superar al mejor de los orfebres, y por ello mismo delatarse, si no fuera porque esa espléndida cratera que sale de su boca no puede nunca volver a ella repleta de vino, pues no se diferencia en nada del tonel de las Danaides. Entonces el aedo ve de mimetizarse entre quienes dicen cosas. Pese al cambio de rango, persiste en el mismo procedimiento, celebra la excelencia de todos aquellos pastores que llevan a pacer a los mortales al pasto de palabras. Sin embargo, por más que hable como ellos, el aedo carece de mando.

En su auxilio vendrá algo que aprendió entre quienes habitan el reino de la necesidad: hacer de la carencia, virtud. Convertirá en poder la impotencia de su palabra. Y unirá a esto algo que aprendió en el reino de la opulencia: la falsificación del origen. Invocará, pues, la divinidad de su palabra cantora. “Sí, carezco de poder personal —dirá—, pero la palabra que habla por mi boca viene de los dioses. De nada soy autor y, pese a eso, divina es la autoridad de lo que digo”. Tampoco aquí le faltarán rivales, precisamente aquellos que han inspirado su nuevo expediente: los mismos reyes, los sacerdotes, los adivinos. También aquí estará siempre en entredicho. Pero con esta nueva mimesis del aedo, el rapsoda podrá llegar al umbral de lo que busca. Mimetizar al aedo entre los que hacen cosas le enseñó la insuficiencia de su método. Mimetizarlo entre los que dicen cosas le enseñó a perfeccionar el método de la división para determinar los diversos tipos y alcances de la palabra privada y pública. Ahora, en fin, con la mimesis del aedo entre quienes invocan la divinidad de sus palabras, tendrá la perspectiva apropiada para desmontar la confabulación de los poderes humano y divino, característica del estamento que pone en juego, de la manera más perversa, todos los estratos del hacer y del decir, dado que su producción es la paradoja por antonomasia, la producción de la destrucción. El rapsoda Homero se propone, en otras palabras, desvelar la genealogía del linaje guerrero. Rapsoda es aquel aedo que opone resistencia a la complicidad del canto y la muerte, de la canción heroica y la masacre.

Homero no deja duda acerca de la postura del poema frente a la guerra. “¿Quién no censuraría [o despreciaría (ónomai)] esa horrenda comunidad de troyanos y aqueos, unos junto a otros mordiendo el polvo?”, pregunta al final del Canto Cuarto. Y no pone la respuesta en boca de ningún personaje, tampoco en boca de las Musas, sino que responde por su propia boca, se responsabiliza de sus palabras: “Sólo aquel —responde, pues, el rapsoda Homero— que pudiera circular (¿o danzar?) (dineúô), indemne, por entre la matanza” (Il. IV, 539 ss.), se confabularía con ella.

Cabe preguntar si las detalladas descripciones de la matanza contradicen la tesis de un Homero que lucha contra la idealización de la guerra. ¿Delatan deleite en la saña? ¿Debería evitarlas, por pudor? Si tal hiciera, no aparecería en su real magnitud lo que él pone en cuestión. Sin mencionar que el poeta debe mostrar que sabe de lo que habla: que la flecha silba y la lanza zumba. Debe, pues, cumplir con las exigencias de lo que una poética posterior, inspirada en él, llama adecuado o apropiado (prépon). Decir que Homero sólo describe heridas que provoquen la muerte inmediata, y no heridas que entrañen una penosa agonía, es una consideración que presupone en la Ilíada el propósito de celebrar la guerra y el heroísmo guerrero y, a partir de ese supuesto, busca atenuantes a favor del poeta, en pro de la “ingenuidad” (Naivität) que le atribuyen los “sentimentales”. Los interminables cantos que dejan ver hasta el cansancio la crueldad de la batalla son para Homero ocasión de ir dejando caer ciertos detalles que introducen pequeñas pero irreversibles distancias frente a ese imperio de lo general (y de los generales).

 Pero, sobre todo, tales rapsodias muestran esa pérdida de todo punto de referencia que acaece en la guerra. Aunque el recitador profesional supeditaba su canto a la ocasión, su oyente debió experimentar un abrumador efecto de desorientación semejante al que padecían los combatientes. Igual le ocurre al lector actual: uno no retiene nada, ni quién cae ni a manos de quién, ni quién ha muerto ni quién sigue con vida (en este sentido, las incongruencias y las equivocaciones del rapsoda en cuanto a la “continuidad” del poema, podrían no ser tales). Las abundantísimas reiteraciones de Homero se proponen demostrar la imposibilidad de hacer memoria en la guerra y con la guerra. Semejan el flujo y reflujo del mar. Acaso un espectador divino vea allí algo semejante al modo como los niños juegan al fútbol: ambos bandos persiguen el balón, cuando lo alcanzan se apiñan alrededor de él, pero entonces alguien lo chuta y de nuevo todos salen disparados tras él. Pero quienes no nos encontramos ni pretendemos ni queremos encontrarnos en el palco de los carroñeros dioses griegos, vemos el más apropiado símil de la guerra en estos versos del rapsoda:

   

... Apolo delante
iba con la muy venerable égida y demolía el muro de los aqueos
con gran facilidad, como la arena junto al mar un niño
cuando, nada más fabricar con ella pueriles juguetes,
vuelve en su juego a desbaratarlos con las manos y los pies (Il. XV, 360 ss.).

La gratuidad de la destrucción del hombre, que la guerra encarna, queda así inscrita en el poema que magnifica en apariencia el heroísmo. Que ciertos auditorios se deleitaran con las innumerables y —necesariamente— reiterativas escenas de batallas, no prueba en absoluto que el propósito del vidente rapsoda fuera deleitar o recrear con ellas, a expensas de las masacres.

El “nudo” de la Ilíada es, pues, la dispersión de la batalla. Tras los cantos que dejan ver los entretelones de la guerra, siempre intestina, y los cantos que entretejen el revés de su transcurso, vienen los episodios que ahondan en la inminencia eterna del desenlace. En ellos, Homero sigue mofándose de los dioses —es decir, de la casta sacerdotal—, de los augures, de la retórica guerrera, de los que salen al encuentro de la muerte profiriendo palabras solemnes, de la grotesca caída de quienes creen en el valor de luchar hasta vencer o morir. Su humor negro no se contenta con los epitafios lapidarios que sellan el destino de los vasallos, también erosiona el renombre de los señores. Ni siquiera Patroclo, que muere en lugar de Aquiles, escapa a la insaciable ironía de las cosas. ¿Por qué no arde la pira funeraria que corona su cadáver? Porque los vientos, de juerga, quieren cada uno sentar a su lado a la mensajera que les lleva la súplica de los deudos (Il. XXIII, 192 ss.).

Pero los cantos finales dicen que en la guerra sólo gana la muerte. La vuelta del escudo que el divino cojo fabrica para el pueril Aquiles, nos ayudará a defender el final.[35]

 

Nada más formar se entabló la lucha en las riberas del río,
y unos a otros se arrojaban las picas, guarnecidas de bronce.
Allí intervenían la Disputa y el Tumulto, y la funesta Parca (Ker),
que sujetaba a un recién herido vivo y a otro no herido,
arrastraba de los pies a otro muerto en medio de la turba
y llevaba a hombros un vestido enrojecido de sangre humana.
Todos intervenían y luchaban igual que mortales vivos
y arrastraban los cadáveres de los muertos de ambos bandos (Il. XVIII, 533 ss.).[36]

El escudo del Contrahecho es espejo de la guerra y del poema que la canta para desencantarla: los hombres de guerra, en efecto, luchan igual que mortales vivos. La funesta Ker no los censura ni desprecia. Homero, rapsoda, parodia la creencia en ese espectral modo de asemejarse a la vida. La guerra es causa perdida: Eurípides se da cuenta —seguramente leyendo a Homero— que la Helena de Troya era un simulacro.

 Se puede estar de acuerdo con Havelock y Reale en que lo determinante en el inicio de la escritura griega no es el uso de caracteres ni tampoco la existencia de cosas por escribir. Pero, a diferencia de ellos, hemos pensado que tampoco es decisiva la presencia de un auditorio. La escritura homérica no consiste ni en poner algo por escrito ni en recurrir a un instrumento de difusión. El arte homérico de la escritura es la composición del poema, esto es, la determinada articulación de cada una de sus partes, sean éstas los versos, las estrofas o las rapsodias. Es la diferencia básica entre el rapsoda compositor y el rapsoda sólo recitador. Éste, subordinado a competiciones y jueces, privilegia el efecto de la parte, que concibe, en consecuencia, como algo patético, general y generalizable, asimilable al falso supuesto de la celebración poética del heroísmo, el poder, la casta guerrera. El rapsoda compositor, en cambio, privilegia el efecto del todo en cuanto todo singular y singularizable, entretejido de finos detalles, crítico, corrosivo, burlón.

El lenguaje de la poesía —la escritura— nace con el cuestionamiento homérico de todos los poderes humanos y divinos. La tablilla doble del episodio de Belerofontes indica que el desciframiento tiene que ir hasta la otra parte de la contraseña y ver, más allá de la tan aparente celebración de la guerra y los guerreros, una descomunal parodia que no deja títere con cabeza. Signos mortíferos los del propósito poético incontenible de matar la guerra y, sobre todo, las deplorables canciones heroicas, a la vez que la superstición “religiosa” que alimenta el poder siempre mancomunado de gobernantes y sacerdotes.

 La Ilíada funda la poesía como resistencia. Es el primer poema contra la guerra, contra el poder guerrero y sacerdotal: contra la eterna guerra santa. Lejos de fundar la religión griega, es el primer ateísmo. Contra la retórica del heroísmo y de los dioses oficiales, cultiva el cantor lo subterráneo de la escritura, siempre recelado por los estamentos dominantes.

 


* Este artículo es un extracto de la investigación homónima ya terminada y presentada al CODI de la Universidad de Antioquia. El autor desea agradecer al “evaluador anónimo internacional” por sus correcciones, sugerencias y planteamientos, que enriquecieron sin duda el contenido del trabajo

[1] Píndaro.  Epinicios.  Traducción,  introducción  y  notas  Pedro  Bádenas de  la  Peña  y  Alberto  Bernabe Pajares.  Madrid, Alianza, 1984, p. 197. 

[2] Ibid , p. 268.

[3] Schadewaldt, Wolfgang. Von Homers Welt und Werk. Stuttgart, 1951, p. 56. Citado por Bollack, Jean. Poésie contre poésie. Celan et la littérature. Paris, PUF, 2001, p. 184. Hay trad. cast. de Arnau Pons et. al., en: J. B. Poesía contra poesía. Celan y la literatura. Madrid, Trotta, 2005 (véase esp. pp. 283-286).

[4] Meyer, Eduard. “Die Rhapsoden und die homerischen Epen”. Hermes, 53, 1918, p. 330.

[5] Bergk. Griechische Literaturgeschichte, I, p. 490. Citado por Meyer, E., en: Op. cit., p. 331.

[6] Wilamowitz, Ulrich. Die Ilias und Homer, pp. 107, 260, 322 ss. Citado por Meyer, E., en: Op. cit., p. 332.     

[7] Bergk. Op. cit., p. 489 s. Citado por Patzer, Harald, en: “Rhapsôdós”, Hermes, 80, 1952, p. 319.

[8] Schmid, W. Geschichte der griechische Literatur, I, 1929, p. 157. Citado por Patzer, H., en: Op. cit., p. 318.

[9] Fränkel, Hermann. “Griechische Wörter” (Rhapsôdós), Glotta, 14, 1925, p. 3.

[10] Homero. La Odisea. Trad. Luis Segalá Estalella. Barcelona, Verón, 1972, p. 30. Los subrayados son míos.

[11] Op. cit., p. 154. Los subrayados son míos.

[12] Op. cit., pp. 4 y 5. Cf. Fränkel, H. Poesía y filosofía de la Grecia arcaica. Trad. Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina. Madrid, Visor, 1993 (ed. al., 1962), p. 34, nota 19, donde el autor dice que la palabra “rapsoda” significa “inventor de canciones” y añade que “los recitadores posteriores debieron heredar este título de honor de sus antecesores los poetas”. Fränkel remite aquí a su antiguo ensayo de 1925, acaso para mantener la relación de la invención rapsódica con la artimaña.

[13] Patzer, H. Op. cit., p. 320.

[14] Homero. Ilíada. Traducción, introducción y notas de Emilio Crespo Güemes. Madrid, Gredos, 1991, p. 158.

[15] Ibíd., p. 322.

[16] Ibíd., p. 323.

[17] Ibíd., p. 323.

[18] Bollack, J. La Grèce de personne. Paris, Seuil, 1997, p. 382, nota 63.

[19] Finley, Moses I. Los griegos de la antigüedad. Trad. J. M. García de la Mora. Barcelona, Labor, 1994, p. 17. “Los griegos mismos       ignoraron que existiese una escritura ‘Lineal B’” (p. 24).

[20]Op. cit., p. 19.

[21] Op. cit., p. 20.

[22] Crespo Güemes, Emilio. “Introducción”, en: Ilíada, ed. cit., p. 7.

[23] Op. cit., p. 83.

[24] Reale, Giovanni. Platón. En búsqueda de la sabiduría secreta. Trad. Roberto Heraldo Bernet. Barcelona, Herder, 2001, p. 29.

[25] Ibíd.

[26] Ibíd., p. 30

[27] Havelock, E. A. Prefacio a Platón. Trad. Ramón Buenaventura. Madrid, Visor, 1994, p. 52. Citado por Reale, en: Ibíd.

[28] Kirk, G. S. Los poemas de Homero. Trad. Eduardo J. Prieto. Barcelona, Paidós, 1985, p. 259.

[29] Op. cit., p. 142.

[30] Celan, Paul. “Todesfuge”, Gedichte, I. Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1986, p. 41.

[31] Vidal-Naquet, Pierre. El mundo de Homero. Traducción de Daniel Zadunaisky. Buenos Aires, FCE, 2001,     pp. 13-14.

[32] Fränkel, H. Poesía y filosofía de la Grecia arcaica. Op. cit., p. 29.

[33] Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza, 1972, pp. 118-119.

[34] Dalfen, Joachim. Polis und Poiesis. Die Auseinandersetzung mit der Dichtung bei Platon und seinen Zeitgenossen. München, Fink Verlag, Humanistische Bibliothek, Band 17, 1974.

[35] Para ciertos detalles que anticipaban ya la certidumbre de un Homero crítico de la guerra, remito a mi “Cenotafio”, en: Estudios de filosofía, N° 26, agosto de 2002, Universidad de Antioquia, Medellín.

[36] Un análisis minucioso del escudo de Aquiles, desde la perspectiva de la relación naturaleza-cultura, en: Redfield, James. La tragedia de Héctor. Trad. Antonio J. Desmonts. Barcelona, Destino, 1992.

 


Bibliografía básica

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Complementaria

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8. Crespo Güemes, Emilio. “Introducción”, Ilíada (ed. cit.).        [ Links ]

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