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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.34 Medellín July./Dec. 2006

 

LAS PASIONES EN EL ESTOICISMO*

 

Por: François Gabriel Antoine Gagin

Universidad del Valle

frgagin@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 10 de agosto de 2005

Fecha de aprobación: 26  de abril  de 2006

Resumen. Después de unas reflexiones generales sobre lo que representa la experiencia griega de la pasión, se consideran las posiciones de Platón y Aristóteles para luego subrayar, en forma de contrapunto, la originalidad de la sicología estoica que, al no considerar la presencia de una irracionalidad inherente al alma humana, define la pasión como resultante de un error de juicio. Estas enfermedades del alma que, en una perspectiva estoica, son las pasiones revelan una incomprensión y un desacuerdo del hombre con su entorno incapaz de vivir el presente. El discurso físico, propedeútico de la ética, es revelador de la conducta virtuosa librada de las pasiones.

Palabras claves: pasión, filosofía, política, enfermedad anímica, ataraxia.

Passions in Stoicioms

Summary. After a few general considerations on what the Greek experience of passion represents, the position of Plato and Aristotle is considered to further underline in a contrapunctual manner, the originality of Stoic Psychology which, doing without the presence of an irrationality inherent to the human soul, defines a Passion as a result of an error in judgement. These sicknesses of the soul which, in a stoical perspective, are the passions, reveal an incomprehension and a disagreement of man with his surrounding, and is incapable of living in the present. The physical discourse, propaedeutical of Ethics, is revealing of the virtuous conduct free of passions.

Keywords: Passion, Philosophy, Politics, Animical Sickness, Ataraxia.

Las pasiones aparecen a nuestra conciencia como unas rupturas de equilibrio. El hombre normal fija su atención sobre los diversos objetos que se ofrecen a sus sentidos, su espíritu agita diversos pensamientos. Pero el avaro no piensa sino en su oro, el jugador en su ganancia, el enamorado en su amada. Todo lo que no es el objeto de su pasión le parece al apasionado indiferente, todo lo que no linda o recuerda ese objeto le hace nacer las emociones más vivas: de esto dependen su alegría o su desesperanza. Asimismo, su inteligencia no se emplea sino a justificar la pasión, o a elaborar designios que la favorecen. Su voluntad no tiene otro fin que servirla.[1]

 La cita que abre en forma de exergo nuestra disertación está puesta aquí para recordarnos la importancia de las pasiones en tanto ellas son constitutivas de nuestra condición humana. Los griegos no lo olvidaron, ellos quienes ponen al hombre en el corazón del cuestionamiento humano. Ya los géneros épicos, antes del advenimiento de la filosofía, resaltaron las pasiones humanas y divinas que son a la vez el motor de la acción y la pérdida de quienes las reivindican. Se sabe que la pasión encierra en sí algo de hybris, de desmesura o de pérdida del metron, de la justa medida. Es la cólera, pasión que engendra unas temibles consecuencias, la que abre el canto I de la Ilíada. La cólera del hijo de Pelea, Aquiles, que canta Homero es causa de “incontables dolores” e impulsa el desarrollo de todo el poema.

En general los filósofos griegos no gustaron mucho de las pasiones porque se suelen oponer a la razón, logos. La pasión es relativa a lo singular mientras la razón a lo universal.[2] La pasión fluctúa y cambia como la doxa, la opinión y ¿cómo podría asentarse un vivir bien sobre algo inestable como lo es, por excelencia, la pasión? Pero, ¿cómo ignorarla si ella es la marca de la diferencia entre los hombres? Que se nos muestra a la pasión, a la ira por ejemplo, y siempre se nos designará a la acción de tal o cual hombre en un determinado acontecimiento, en un determinado escenario donde se advierte la presencia del otro que asiste o sufre los gestos del hombre iracundo. Pero al presenciar la pasión según esta perspectiva, entendemos, en un modo comparativo, que el valor semántico del término emoción es menor. De por sí la pasión es compleja. Su uso semántico es complejo. Por supuesto, esta complejidad es una causa feliz de la problematización filosófica de la noción (¿o concepto?) a lo largo de su historia. En la huella de la palabra pasión se hace patente las multiplicidades de unos términos griegos que no traducen literal y comúnmente lo que solemos entender cuando decimos u oímos que éste se dejó llevar por la pasión o que aquélla tiene pasión por la música; aunque debemos advertirlo desde ya, estas expresiones, “dejarse llevar por la pasión” o “tener pasión por algo”, implican la palabra de juicio inherente a la naturaleza humana en relación con otra que es la facultad de representación. Ambas facultades, quizás confundidas, fueron advertidas por los filósofos antiguos cuando intentaron describir el “proceso pasional” (o proceso cognitivo).

Pathos parece ser el término central alrededor del cual se agrupan otros como pathema o epithumia; de hecho, la dificultad de traducir en latín esa terminología revela que la experiencia de la pasión es una experiencia filosófica rica de sentido.[3]

La idea de dolor o de sufrimiento está presente en el término pathos; en este sentido pathein en Homero significa soportar un tratamiento o estar castigado. Más allá del sentido físico existe un sentido moral. El verbo penthein, de misma raíz que pathein, significa estar en duelo, llorar un muerto. Pathema es la experiencia sufrida como el dolor o la enfermedad; es un estado pasivo que se expresa bajo este término, pero esta pasividad —opuesta a poeimata— encierra en sí una significación. Pathos no es solamente el contrapunto de poiema (Platón) o poiesis (Aristóteles), algo que perturbaría el movimiento natural o la acción dramática o poiética. No se trata únicamente de designar lo caótico en oposición a lo cósmico, lo irracional a lo racional, la pasividad a la acción. A través de la noción de pathos, irreductible a una pasión del alma concebida como un estado psicológico, lo que tiende a ser elucidado es la significación de la pasividad del hombre. Es así como el pathos encuentra su expresión privilegiada en la tragedia, en lo que es la manifestación de un sentido superior: manifestación del dominio de la divinidad sobre el hombre, y de la existencia de un orden superior que sobrepasa de manera irremediable al individuo; mientras el individuo no hace el ensayo del pathos, ignora ese orden superior. De hecho, hay una correspondencia estrecha entre la existencia trágica del hombre, es decir una existencia patética y el vivir filosóficamente.[4] El pathos se vuelve entonces el momento de reconocimiento de la significación del drama, de la acción, es el momento de verdad. Lo que concurre a lo patético puede traducirse en términos de “diagnóstico” puesto que el “sujeto” se revela a sí mismo en relación con su entorno. En lo patético, la filosofía estará (siempre) presente; basta recordar la analogía terapéutica entre la medicina y la filosofía: la primera intenta curar los cuerpos enfermos mientras, la segunda las almas enfermas de sus pasiones.[5]

Con el pathos no se trata de pintar a un hombre irremediablemente culpable —en oposición a la culpa cristiana— sino significar la existencia de un orden superior que lo sobrepasa abrazándola —es la inmanencia griega—. El pathos se distingue, estrictamente hablando, de la pasión por lo que se remite al origen y a las condiciones de existencia de una individualidad que la totalidad sobrepasa. Con el pathos se pueden afirmar las posibilidades de la acción individual. El pathos constituye el límite de lo dramático, en lo que las posibilidades de acción del individuo están limitadas por una potencia que lo sobrepasa; de repente, la atención conlleva tanto sobre la significación de la imposibilidad de la acción como sobre las emociones y sentimientos que provoca esta imposibilidad. El sufrir no es mero sufrir puesto que obliga a un cierto desapego o, por lo menos, obliga a una suerte de pensamiento. Es a partir de ese ejercicio del pensamiento que podríamos hablar de una potencia activa del pathos. El pathos obliga a contemplar esta significación. Es así como el pathos llega a ser una categoría estética que es particularmente relativa al teatro; esta categoría corresponde, bajo el nombre de patético, a lo que por medio del espectáculo o de la expresión del infortunio excita las pasiones y las emociones vivas tales como la tristeza, la indignación, el terror, la compasión, el temor. Lo patético se distingue de lo melodramático, entonces, en lo que no remite el espectador a su dolor sino al hecho de que su emoción tiene una significación que trasciende su subjetividad y lo devuelve a una realidad que es imprescindible. Por medio de la significación que tiene el pathos, la pasión puede tener un sentido de verdad por lo que remite a una actitud de contemplación que arranca el individuo a su mera subjetividad. Del griego al latín, el valor semántico de la noción de pasión se enriquece con unas significaciones tales como sufrimiento, infortunio, enfermedad, deseo, movimiento-conmoción, afecto, concupiscencia, etc. En realidad la pasión es reveladora de una paradoja: si bien, por un lado, el sujeto sufre de una acción exterior, por otro está implicado en el movimiento pasional. Esta paradoja tenía que ser resuelta por medio del logos, so pena de la pérdida del “sujeto”. La pasión requiere de la razón para pensarla, pero asimismo la pasión impide el pleno desarrollo de la facultad racional. En el cruce de las opiniones, la pasión se hace patente y el filósofo debe asumirla para superarla. De una manera sofocleana, digamos que cuando la violencia de las pasiones mengua y su fuerza se amortigua, el hombre se ve libre de un pelotón de tiranos enfurecidos. Lo anterior resume toda la ambivalencia del ejercicio racional que practicaban —y todavía practican— los filósofos sobre la pasión.

Los filósofos debían interrogarse por la pasión que hace y deshace paradójicamente las conductas humanas entorno de los mejores regímenes de vida. En efecto, la vida en la polis es el escenario propicio donde se advierte a todos el papel de primer rango que ocupa la pasión, o mejor dicho, el hombre apasionado. La historia de Grecia ofrece numerosos ejemplos de las fluctuaciones políticas y públicas engendradas por deliberaciones y actos apasionados. Quizá sea Alcibíades quien mejor ilustra, por su modus vivendi, el carácter apasionado del ateniense. ¿No es el joven aristócrata quien persuada a la muchedumbre de dotar de tripulación, en plena guerra del Peloponeso, la mayor flota hasta ahora concebida con el fin de hacer una alianza poderosa con los tiranos de la Gran Grecia (sur de Italia y Sicilia)? El objetivo, en verdad, es tanto tener la victoria definitiva sobre Lacedemonia como apoderarse de las riquezas occidentales y, así, tener el dominio de toda la cuenca mediterránea. Pero las ruedas de la Fortuna giran de manera repentina. En una noche todos los hermes protectores de hogares están mutilados. Corre un rumor general infundado: se trata de una traición interna, una conspiración política encabezada por Alcibíades. Un juicio se emite y se ordena a Alcibíades regresar para recibir su condena.[6] En el ámbito político, la pasión es demasiado notable para ser ignorada por los filósofos. Pero sus efectos bien pueden perder la polis y al filósofo. La condena a muerte de Sócrates implica una crisis de la polis que Platón supo analizar. Una reflexión de tipo psicológica y, a la vez, política permite entender el carácter irracional[7] de la pasión como también su imperio sobre el modo de comportarse públicamente. Literalmente, la pasión (pathos) es lo que se sufre (paschô).[8] La pasión implica una tensión para el sujeto o el individuo que la vive.[9] Paradójicamente la pasión pierde al individuo y lo define. La filosofía no podía contentarse con describir el carácter contradictorio que la pasión encierra para el individuo. Sin negarla, la filosofía tenía que proponer una escala de valores, un árbitro o un plano superior de la realidad para superar o resolver las tensiones inherentes al apasionado so pena de condenar la aspiración del hombre a la sabiduría (sophia) o a la contemplación (theoria); es decir so pena de condenar la filosofía misma.

Es Sócrates quien en la República encierra la pasión dentro del límite del dialegein filosófico y promueve así una suerte de explicación que permite al filósofo, si no eliminarla, por lo menos cohabitar con ella, es decir soportarla:[10]

El alma del sediento, pues, en cuanto tiene sed no desea otra cosa que beber y a ello tiende y hacia ello se lanza. —Evidentemente. Por tanto, si algo alguna vez la retiene en su sed tendrá que haber en ella alguna cosa distinta de aquella que siente la sed y la impulsa como a una bestia a que beba, porque, como decíamos, una misma cosa no puede hacer lo que es contrario en la misma parte de sí misma, en relación con el mismo objeto y al mismo tiempo.[11]

La tensión provocada por el efecto de la pasión conlleva a una escisión. En nombre de la unidad y de la coherencia de todo orden que cultivan los griegos, Platón preserva la unidad del alma —es decir del individuo— al proponer su división en racional e irracional.[12] Es el principio de contradicción el que revela varios elementos síquicos en un sujeto conflictivo, dicho de otra manera, cuando un sujeto afirma para sí la existencia de un conflicto:

Es claro que un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo tiempo, en la misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo que, si hallamos que en dichos elementos ocurre eso, vendremos a saber que no son uno solo, sino varios.[13]

Más precisamente, Platón opone en el alma el deseo, relativo al cuerpo, al logos. Inevitablemente se presencia la ya tradicional oposición entre cuerpo y alma, y el ejercicio del “morir a lo sensible” que hace prevalecer al elemento racional sobre lo concupiscible y el irascible, condición sine qua non para un vivir virtuoso.[14] Por vía de consecuencia la armonía (racional) de las tres funciones del alma promoverá el equilibrio justo de las fuerzas en presencia de la polis.

Si bien Aristóteles intenta bajar las Ideas e imprimirlas en la materia y aunque otorga un papel mucho más positivo a las pasiones, comporta con su maestro la gran composición del alma en una parte racional y otra irracional. Su atención prestada a los hechos de contingencias que circunscriben la vida humana le permite tener una aprehensión de la pasión que implica necesariamente al otro: conozco mi pasión en la mirada del otro. Las pasiones son intersubjetivas como lo son las relaciones humanas. Y si el lenguaje es kaírico, como bien lo pretendían los sofistas, una retórica de las pasiones es ampliamente justificada. El orador deberá tener en cuenta las pasiones ajenas para que su discurso tenga eficacia. Esta retórica de las pasiones desemboca en una política de las pasiones si es verdad que la virtud “consiste en la verdad correspondiente al deseo, al deseo correcto”.[15] Abolida la idea del Bien platónico, la felicidad hecha de múltiples bienes es “una actividad conforme a la virtud”,[16] entienden un cultivo de las disposiciones propias a cada uno (êthos) para una actualización de los deseos regulados por el justo medio en vista de lo mejor, es decir en vista de una felicidad abigarrada y rica en acciones. La parte pasional del alma es reconocida y regulada tanto en el fundador de la Academia como en el del Liceo. De hecho, ¿no es la política una prolongación natural de la ética? ¿No dijo Aristóteles que el bien [el soberano bien] es la competencia de la ciencia soberana y más que todas arquitectónica, la cual es, con evidencia, la ciencia política? Y de reiterar el Estagirita que en el momento en que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla sobre lo que debe hacerse y lo que debe evitarse, el fin que le es propio abraza los de todas las otras ciencias, al punto de ser por excelencia el bien humano.[17]

Frente a la tradición filosófica de índole metafísica, los estoicos trazan una línea de fractura. Al vivir una crisis sin precedentes la polis deja de ser, en tiempos alejandrinos, un modelo que canaliza las orientaciones filosóficas. El hombre debe recobrar una libertad, que ya no puede ser calificada de política, y forjarse un nuevo destino. El tirano deja de ser el monarca; no es el otro la causa de mi pasión sino yo mismo, y el sufrimiento de la pasión es comparable al sufrimiento del cuerpo bajo el efecto de una enfermedad. A diferencia de los epicúreos, los estoicos no evitan el dolor refugiándose en el culto del placer. Placer y dolor son reacciones equívocas en relación con el mundo externo porque supondrían unos juicios de valores (buenos o malos) que el hombre en tanto que parte del Todo (physis o cosmos) no puede emitir so pena de volverse, precisamente, apasionado, es decir, infeliz y esclavo.[18] Indirectamente el conocimiento de las pasiones implica una re-apropiación del “conócete a ti mismo” y, de igual manera, implican un conocimiento de las condiciones ontológicas que preceden la existencia humana: un saber físico propedéutico de un saber ético es, de esta manera, justificado.[19]

Este conocimiento, lo advertimos, no es gratuito. No es el saber por el saber, no son unas disciplinas autónomas que se bastan a sí mismas: no es la física por la física, o la lógica por la lógica. Ninguna ciencia teorética sabría inspirar a los filósofos helenísticos. El horizonte del discurso y del quehacer filosófico es la ataraxia, la tranquilidad anímica, o si se prefiere, la felicidad. Pero la felicidad no se adquiere sin una libertad de espíritu que los griegos llamaron scholê y los romanos otium. La independencia de espíritu que no depende de tal o cual régimen político (o politeia) se adquiere, en gran parte, gracias a un conocimiento de las posibilidades y del límite del logos humano. Plantear la búsqueda de la felicidad en estos términos equivale a reconocer que la razón se encuentra afectada cuando el hombre despropósito (desprovisto?) de cánones juzga al azar de suerte que las acciones que derivan de unos juicios débiles bien pueden provocar la insensatez o la locura. De uno depende, en gran medida, preservar su salud síquica. Y para preservar su salud síquica, nada vale tanto como “la medicina del alma”.[20] La expresión ciceroniana está precedida en las Tusculanas, texto de orientación estoica, por una presentación de las pasiones en tanto que ellas son enfermedades del alma; inevitablemente se perfila la famosa oposición entre vicio y virtud, entre el apasionado y el sabio que tanto confundió las escuelas filosóficas adversas:

A. –Me parece que la aflicción cae sobre el sabio. M. –¿Acaso también las demás perturbaciones del ánimo: los miedos, los deseos, las iracundias? En efecto, más o menos de este género son las cosas que los griegos llaman páthê. Yo podría llamarlas “morbos” y esto sería palabra por palabra, pero no respondería a nuestro uso, pues compadecerse, envidiar, exultar, alegrarse, a todas esas cosas los griegos las llaman morbos, movimientos del ánimo que no obtemperan la razón; mas nosotros a estos mismos movimientos del ánimo agitado, con rectitud los llamaríamos, como opino, perturbaciones, mientras que morbos no estaría conforme con el uso de manera suficiente, a no ser que a ti te parezca otra cosa.[…]

A todas esas perturbaciones del ánimo, los filósofos las llaman morbos y niegan que todo estulto carezca de estos morbos. Mas quienes se hallan en el morbo no están sanos, y los ánimos de todos los incipientes se hallan en el morbo; luego todos los incipientes son insanos. En efecto, creían que la sanidad de los ánimos está puesta en cierta tranquilidad y constancia. A la mente vacía de estas cosas la llamaron insania, por el hecho de que en el ánimo perturbado, al igual que en el cuerpo, no puede haber sanidad (…).

Así resulta que la sapiencia es la sanidad del ánimo; mientras que la insipiencia, una especie de falta de salud, por así decir que es insania y también demencia.[21]

Resulta de esta presentación que, para los estoicos, y a diferencia de Platón y Aristóteles, las pasiones son del alma y no en el alma. Dicho de otra manera, son productos del libre uso de las representaciones (phantasiai), esas imágenes que, gracias a los datos sensibles, provienen de objetos externos y se imprimen en el alma tal como el matasellos en la cera. Esto no depende en absoluto de nosotros como un dato que es inherente a nuestra naturaleza predestinada por la acción del logos universal en el mundo. Y, por otra parte, ¿cómo negar que la sensación no sea siempre verdadera? Negarlo sería negar nuestro cuerpo, nuestros afectos y la finitud de nuestra existencia.[22] Negarlo sería negar nuestras experiencias corpóreas ya que el cuerpo es soporte de la sensación: ¿cómo representarse la sensación fuera de un ser que la sufre o, por lo menos, la recibe? Pero depende de nosotros el asentimiento que damos a tal o cual representación. De hecho, asentir implica haber realizado una apropiación, la cual es posible porque la representación se acompaña de una percepción de ella misma que manifiesta su relación o no con nosotros. De ahí un cierto carácter natural, pero no menos voluntario, del asentimiento (synkatathesis). El asentimiento que es, de hecho, un juicio emitido será calificado de bueno o “natural” cuando éste repose sobre una comprensión (katalepsis) de la relación entre nosotros y la cosa representada; y esto implica concordancia entre nosotros y el mundo. De nuevo se justifica, en el estoicismo, un saber físico vinculado al conocerse a sí mismo. Pero un asentimiento que no procede de una comprensión de la relación entre nosotros y lo representado no es bueno, no es natural, es contra natura, contra la naturaleza y la Naturaleza; propiamente es ciego. Y esto es lo que ocurre en caso de la pasión, un movimiento irracional del alma, resultado de una adhesión a una mera opinión. Frente a la doxa que fácilmente engendra en un alma débil la insensatez, el sabio posee y vive la virtud si es verdad que ella es, según un dogma estoico, “una coherencia del alma consigo misma”. El “vivir de acuerdo con la naturaleza”, máxima que funda las sabias aspiraciones de la Stoa, implica no solamente la adhesión a un discurso virtuoso, porque incita a la virtud, sino también un vivir virtuoso, que es un acuerdo constante y reiterado con lo propio del hombre. La comprensión bien encaminada se vuelve virtud y la virtud que es un cuerpo —podríamos decir un cuerpo de discursos y prácticas como cuando uno suele emplear la expresión “un cuerpo de doctrina” que se vive en carne y hueso, razón por la cual el hombre, aun si no participa de la filosofía— reconoce al sabio como un ser de excepción para imitar y elogiar. Es a este precio que se explica, para nosotros, los modelos éticos que proceden de la actitud socrática.

Reiterémonos: la locura, enfermedad del espíritu, se opone a la salud, tranquilidad del alma. Esta posición le permite a Cicerón presentar una aparente paradoja: la insania (locura) es un estado más contra naturaleza que el furor (locura furiosa aparentada a la ira):

Puesto que es necesario que se entienda que están sanos aquellos cuya mente no está perturbada por ningún movimiento como el morbo, quienes, por el contrario, están afectados, es necesario que éstos se llamen “insanos”. Y así, nada mejor que lo que está en el uso del lenguaje latino, cuando decimos que “han salido de su potestad” aquellos que, desfrenados, son transportados o por el deseo o por la iracundia: aunque la iracundia misma es parte del deseo. En efecto, así se define la iracundia: el deseo de vengarse. Por consiguiente, de quienes han salido de su potestad se dice esto porque no están bajo la potestad de la mente, a la cual fue atribuido por la naturaleza todo el reino del ánimo (…).

Pensaron que la estulticia, aunque carente de constancia, esto es, de sanidad, podía sin embargo cumplir la mediocridad de los deberes y el temor común y ordinario de la vida. En cambio, consideraron que el furor es la ceguedad de la mente para todas las cosas; lo cual, aunque parece que es más grave que la insania, sin embargo es de tal naturaleza que el furor puede caer sobre el sabio, mientras que la insania no puede.[23]

¿Qué distingue la insania del furor? Éste implica una adhesión del alma, aparentada a la cólera, y por lo tanto implica un uso de las representaciones, aunque sea un mal uso. Mientras ésa se revela como una pérdida de las facultades inteligibles o como una privación de la luz;[24] ya no hay un uso real de las representaciones, las cuales atraviesan al sujeto sin que pueda percibir su relación con él. El agente se volvió paciente y su vida una sombra mientras el filósofo con esfuerzos y paciencia puede aspirar a vivir su vida.

Insistamos, en que la Stoa rechaza la idea de una potencia, principio de la producción de las pasiones. Es, ante todo, una cuestión de juicio. A diferencia de los socráticos mayores, hay una implicación total del logos en los asuntos pasionales; la pasión (pathos) y la razón (logos) no se oponen ni se enfrentan, pues son dos aspectos de una misma alma. ¿Cómo pretender, al presentar así las cosas, marcar una diferencia de naturaleza entre la parte irracional del alma y la racional (es decir entre una supuesta parte irracional y racional)? En realidad ambas partes, confundidas en una, forman lo que los estoicos designan como el hegemonikon, la parte maestra del alma, el cual ya no se sitúa en la cabeza sino en el pecho, más precisamente en el corazón, lugar tradicional del impulso. Así se concilia, en una concepción unitaria del siquismo humano, aptitud impulsiva y facultad pensante. No hay exactamente un logos modelo, un orthos logos, una recta razón, noción que el platonismo impulsó. Si bien el hegemonikon es el elemento dominador del alma, puede, sin embargo, engendrar según sus disposiciones el vicio o la virtud. Lo siguiente advierte que el estoicismo es una filosofía de la responsabilidad. El apasionado es tan responsable de sus actos como el sabio. El apasionado, el phaulos, no podría descargar su responsabilidad sobre una fatalidad inherente a su condición y, por vía de consecuencia, no podría ser el objeto de una miserable conmiseración (aunque sí de una compasión) por parte del sabio. He aquí una fractura entre el comportamiento que adopta el sabio y el santo frente a la miseria del prójimo. En el estoicismo la redención de los pecados pasa exclusivamente por uno mismo (respecto al conocimiento de los dogmas y a la coherencia manifestada en palabras y gestos en la vida del sabio). El sufrimiento y la muerte del prójimo, si bien son penosos, no son un mal porque estos acontecimientos no dependen exclusivamente de nosotros. Considerarlos como tales es incurrir en contra del curso natural de las cosas. Esta rebeldía contra natura está condenada a un fracaso asegurado. Nuestra finitud, en tanto que hombres, nos impide cambiar rotundamente el orden exterior de las cosas. En nada se asemeja el estoicismo a unos discursos o prácticas morales, pues la moral procede siempre de una insatisfacción e incomprensión con la existencia. Es en el dominio de lo interior (de lo síquico —recordando la distinción entre lo que depende de uno y lo que no—) que reside el oficio y la labor del filósofo. Uno es la propia materia de su obrar porque, en definitiva, todo es asunto de juicio; de ahí el entendimiento de la filosofía como una technê tou biou o un ars vitae.

En este punto del análisis es preciso especificar más esta noción de juicio recordando la clasificación que los estoicos proponen de las pasiones. Sobre aquello, la mención que hace el doxógrafo es patente:

Dicen [los estoicos] que de las cosas falsas sobreviene perversión en la mente, y de ella brotan muchas pasiones o perturbaciones y motivos de inconstancia. Según Zenón, la perturbación o pasión es un movimiento del alma, irracional y contra la naturaleza; o bien un ímpetu exorbitante. Según Hecatón, en el libro II de las pasiones, y Zenón en su libro del mismo asunto, hay cuatro géneros de pasiones supremas, que son: el dolor, el temor, la concupiscencia y el deleite. Son de sentir que las perturbaciones o pasiones son también juicios o discernimientos (…).

Que el dolor es una contracción irracional del ánimo. Sus especies son la misericordia, la envidia, la emulación, los celos, la angustia, la tristeza, la pena y la confusión (…).

Que el temor es la privación del mal que amenaza. Refiérense al temor del miedo, la ignavia, la vergüenza, el terror, el tumulto, la agonía (…). La concupiscencia es un apetito irracional. Se ordenan a él la indigencia, el odio, la contienda, la ira, el amor, el rencor, la furia (…).

El deleite es un movimiento irracional del ánimo acerca de lo que parece apetecible. Contiene bajo de sí la delectación o halago, el gozo del mal ajeno, el divertimento y la disolución. (…)

Dicen que hay tres afecciones buenas del ánimo, el regocijo, la precaución y la voluntad. Que el regocijo es contrario al deleite, puesto que es un movimiento racional. Que la precaución lo es al miedo, siendo una racional declinación del peligro. Así el sabio nunca teme, sino que se precave. Y que la voluntad es contraria a la concupiscencia, puesto que aquélla es un deseo racional (…) Dicen que el sabio está sin pasiones por hallarse libre de caídas.[25]

He aquí una clasificación cuadripartita —dolor, temor, concupiscencia y deleite— que prevalece sobre la tradicional distinción entre lo concupiscible y lo irascible. Lo notable es que la clasificación reposa sobre unos criterios genéticos que dan razón de las subespecies de pasiones. Al parecer la observación empírica prevalece sobre el método deductivo, pero no se trata específicamente de un tratamiento empírico que procedería de la mera doxa, se trata de conocer la naturaleza y la razón de las pasiones, razón en tanto que causa pero también razón en tanto que el impulso es de orden racional. El principio de la división se elabora a partir de la definición estoica de las pasiones en tanto que se forman a partir de una opinión que nos hace considerar su relación a nosotros como buena o mala, inmediata o próxima. Una doble dicotomía se desdibuja entre las representaciones que están acompañadas del futuro: el placer corresponde a la opinión que nos presenta el bien como presente, el deseo aspira al bien presentado como futuro. A estos supuestos bienes se oponen supuestos males: el dolor es la representación de un mal presente y el temor la de un mal futuro. Presenciamos que la actitud estoica será la de vivir el presente en un modo presente, que es otro modo de decir el “vivir de acuerdo con la naturaleza”. No es el bien (supuesto) o el mal (supuesto) los que son presentes, ni siquiera el acontecimiento sino la opinión (o el juicio). Con los estoicos, “el logos está vinculado al tiempo. La acción del recuerdo y de la espera, observada en el campo de lo pasional, conduce a los estoicos a tener una nueva mirada sobre la función anticipadora y sobre la memoria. Esta última, que Platón asociaba a lo divino, y Aristóteles a la simple sensación, pertenece en realidad a la inteligencia”.[26] Precisemos que al mencionar el término inteligencia se distingue, por un lado, la razón recta de la naturaleza (razón inmanente a la naturaleza) que todo lo penetra y que llega a ser ciencia en el sabio (o conciencia, si queremos); y por otro, la inteligencia es la razón que no difiere de la pasión. En definitiva, sólo para el apasionado vale la afirmación que la pasión es un juicio, porque para él pasión y razón son los dos aspectos de una misma alma. El dolor es más contrario a la naturaleza porque “diluye” el alma en la aflicción, y más que cualquiera impide ver la realidad presente. Opuestas a las cuatro pathê se opone solamente tres buenas afecciones. ¿En efecto, cómo podría encontrarse en el sabio alguna equivalencia al dolor o a la tristeza? Si es preciso oponer dos tipos de afectividad, la una pasional, la otra compatible con el ser dueño de sí, ésta (el ser dueño de sí) no puede matizarse de tristeza ya que la tristeza se opone a cualquier forma de tranquilidad, serenidad y control. La ataraxia y la apathia, que son una promesa de felicidad y libertad, implican unas erradicaciones de las pasiones.

A manera de colofón, digamos en pocas palabras que una experiencia y definición de las pasiones pasa necesariamente por un diálogo entre estoicos y otras escuelas —la filosofía es un diálogo del alma consigo misma en relación con otras—. En oposición con los socráticos mayores —Platón y Aristóteles— los estoicos desarrollan su sicología original en un lugar de referencia que ya no es la polis sino la cosmopolis. De ahí su disposición a catalogar los hombres como sabios o apasionados según el grado de acuerdo de conformidad benévola con el mundo. Lo anterior no impide unos deberes con los otros, aun si son apasionados, y unas prácticas terapéuticas para curar o aliviar esas enfermedades del alma que son las pasiones.

 


* Este artículo hace parte de la investigación Una estética de las pasiones en el estoicismo registrada en la Universidad del Valle y ha sido objeto de discusión académica dentro de la línea Daimôn del Grupo Praxis del Departamento de Filosofía de dicha Universidad.

[1] Alquié, Ferdinand. Le désir d’éternité. París, PUF, 1943, p. 17.

[2] “Como muy a menudo es el caso, los griegos fueron los primeros en teorizar el concepto [de pasión]. Vieron en él el revés de lo universal y lo asimilaron a la diferencia, la que opone a los individuos entre sí o a veces los acerca, en todo caso lo que los singulariza”. Meyer, M. Les passions ne sont plus ce qu’elles étaient. Bruselas, Labor, 1998, p. 9.

[3]Cf. Cicerón, Disputas tusculanas, III, IV, 7. San Agustín. La Ciudad de Dios, IX, 4. 

[4] Si se considera que la experiencia mítica se prolonga con el advenimiento de la polis y el culto del logos.

[5] Esta analogía está muy presente en la filosofía helenística. Véase a continuación nuestra presentación estoica de las pasiones.

[6] Sobre la vida de Alcibíades ilustrativo del talento político ateniense, cf. De Romilly, Jacqueline. Alcibiade. París, ed. Du Fallois, 1995.

[7] Entendido ese adjetivo en el sentido de algo que se opone al imperio del logos.

[8] “Afección (pathos) se llama, en un sentido, la cualidad según la cual cabe alterarse, como lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, la pesadez y la ligereza, y las demás cosas tales; en otro sentido, los actos e incluso las alteraciones de estas cualidades. Además, entre éstas, más bien las alteraciones de estas cualidades. Así mismo, entre éstas, más bien las alteraciones y movimientos dañinos, y sobre todo los daños penosos. Todavía se llaman afecciones los infortunios y penas grandes.” Aristóteles. Metafísica, 1022 b 15. Trad. V. García Yebra. Madrid, Gredos, 1987.

[9] Anotemos la dificultad de emplear unas nociones que los griegos no pensaron: las de sujeto e individuo, nociones propias de la modernidad. Sobre la pérdida del sujeto, véase, entre otras referencias, Platón. República, 440 b. Trad. J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano. Barcelona, Altaya, 1993: “¿Y no advertimos también en muchas otras ocasiones (…), cuando las concupiscencias tratan de hacer fuerza a alguno contra la razón, que él [Leoncio, hijo de Aglayón] se insulta a sí mismo y se irrita contra aquello que la fuerza en su interior y que, como en una reyerta entre los enemigos, la cólera se hace en el tal aliada de la razón?”.

[10] En un sentido físico y moral. “Soportar la pasión” es llegar a ser un soporte para la pasión; mi cuerpo hace la experiencia de la pasión. Es por medio de mí que ella es. Pero “soportar la pasión” es también sufrir moralmente sus efectos.

[11] Platón. Rep., op. Cit., 439 b.

[12] “¿Y hemos de reconocer que algunos que tienen sed no quieren beber? Por cierto, –dijo– muchos y en muchas ocasiones. –¿Y qué –pregunté yo– podría decirse acerca de esto? ¿Que no hay en sus almas algo que les impulsa a beber y algo que los retiene, esto último diferente y más poderoso que aquello? –Así me parece –dijo. –¿Y esto que los retiene de tales cosas no nace, cuando nace, del razonamiento, y aquellos otros impulsos que les mueven y arrastran no les vienen, por el contrario, de sus padecimientos y enfermedades? –Tal se muestra. –No sin razón, pues –dije–, juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma (to logistikon tês psychês), y a aquello con que desea y siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo irracional y concupiscible (alogiston te kai epithymêtikon), bien avenidos con ciertos hartazgos y placeres”. Platón. Rep., op. cit., 439 c-e. Las cursivas son nuestras.

[13] Platón. Rep., op. cit., 436 b.

[14] Cf. Platón. Fedón, 66 b-67 a.

[15] Cf. Aristóteles. Ética Nicomaquea, 1139 a 30.

[16] Ibíd., 1098 b 30.

[17] Ibíd., 1094 a 25-1094 b 8.

[18] Cf. Epicteto. Manual, § 1.

[19] Sobre la aprehensión estoica del “conócete a ti mismo” y sobre el vínculo entre el discurso físico y ético, véase nuestras consideraciones: “Conócete a ti mismo: lecturas del socratismo” y “La naturaleza según el estoicismo y el epicureísmo”; Gagin, F. ¿Una ética en tiempos de crisis? Ensayos sobre estoicismo, Cali, Univalle-Colciencias, 2003, pp. 33-51 y 77-98.

[20] Cicerón, Disputas tusculanas, III, III, 6. Trad. J. Pimentel Álvarez. México, Bibliotheca scriptorum graecorum et romanorum mexicana (UNAM), 1987.

      “¿Cuál, Bruto, juzgaría yo que es la causa de por qué, aunque constamos de ánimo y cuerpo, se haya buscado un arte con el objeto de curar y conservar el cuerpo, y su utilidad haya sido atribuida a la invención de los dioses inmortales, mientras que la medicina del ánimo (animi medicina) ni ha sido tan deseada antes de inventarse, ni tan cultivada después que fue conocida, ni tan grata y aceptable para muchos, e inclusive sospechosa y molesta para los más? ¿Acaso porque juzgamos con el ánimo la gravedad y el dolor del cuerpo, y no sentimos con el cuerpo el morbo del ánimo? Así ocurre que el ánimo juzga sobre sí mismo cuando está enfermo aquello mismo con lo que se juzga.

Y si la naturaleza nos hubiera engendrado tales, que pudiéramos penetrarla y mirarla a ella misma y, con esta óptima guía, recorrer el curso de la vida (optima duce cursum vitae), seguramente no habría motivo para que alguien no buscara una razón y doctrina. Pero en realidad nos ha dado párvulos fueguecillos los cuales nosotros, depravados por las malas costumbres y opiniones, los extinguimos tan pronto que en ninguna parte aparece la luz de la naturaleza. En efecto, están innatas en nuestra índole las semillas de las virtudes, que si pudieran desarrollarse, la naturaleza misma nos conduciría a la vida dichosa (ipsa nos ad beatam vitam natura perduceret)”. Ibíd., III, I, 1-2. Las cursivas son nuestras.

[21]Ibíd. III, IV-V.

[22] Con el término de finitud, queremos resaltar, en oposición a la vida divina, el ser mortal de los hombres.

[23] Cicerón. Disputas tusculanas, op. cit., III, V, 11.

[24]Crisipo define de ese modo la representación: “La fantasía [o representación, phantasia] recibe su nombre de la luz (phôs); porque así como la luz se muestra a sí misma y a las otras cosas —las que se contienen en su campo—, así también la fantasía se manifiesta a sí misma y a lo que la causa”. Aecio. Plac., IV, 12, 2. Citado por Elorduy, E. El estoicismo. Madrid, Gredos, 1972, p. 35.

[25] Diógenes Laercio. Vidas y sentencias de los filósofos más ilustres, VII, 110 -117. Trad. J. Ortiz y Sanz. México, Porrúa, 1998. Las cursivas son nuestras.

[26] Daraki, M. Une religiosité sans Dieu, essai sur les stoïciens d’ Athènes et saint Augustin. París, La découverte, 1989, p. 76.

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