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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.34 Medellín July./Dec. 2006

 

EL PROBLEMA DE UNA MORAL AUTÓNOMA

 

Por: Ernst Tugendhat

Universidad de Berlín

Para: Javier Sádaba Garay

 Fecha de recepción: 31 de marzo de 2006

 

Se puede decir, creo, que en cuanto a la moral nos encontramos hoy en una cierta desorientación, pues aunque casi todos tenemos convicciones morales bastante fuertes, en general no podemos decir en qué se basan. La razón de esta desorientación es que, mientras antes, tanto en nuestra propia cultura como en las demás, la moral siempre tenía su base en la religión o en la tradición, una tal justificación ya no nos convence. Morales anteriores tenían su base en una autoridad que aceptaba, bien la autoridad de Dios o de la tradición o de ambos. Por consiguiente, la moral había sido heterónoma, no autónoma, ya que tenía su fundamento en la creencia y en la obediencia a Dios o a la tradición, no en un entendimiento y un querer propio. La desorientación en que nos encontramos hoy parece tener su raíz en que por un lado una moral heterónoma ya no nos convence y en que, por otro lado, todavía no tenemos un entendimiento claro de lo que es una moral autónoma, pues la conciencia moral contemporánea se compone de una mezcla de factores de distintas proveniencias.

La situación es aún un poco más compleja. Primero, porque algunos piensan con Nietzsche que, dado que una fundamentación religiosa ya no parece posible, tenemos que renunciar a toda moral. Esto sólo puede parecer viable si se cree que personas autónomas podrían vivir sin moral. Aquí aparece como otro problema más la pregunta: ¿por qué necesitamos una moral? ¿Y qué, en primer lugar, entendemos bajo una moral? No sólo no sabemos cómo debemos entender una moral autónoma, sino tampoco qué debemos entender bajo una moral en general.

Hay otra razón más que justifica por qué la pregunta por una moral autónoma no se encuentra hoy tan obviamente en el centro de la filosofía moral como en mi opinión lo debería. Muchos filósofos contemporáneos, en particular en el mundo anglosajón, creen que el criterio de que un enunciado en la filosofía moral sea correcto es que concuerde con la conciencia moral que de hecho tenemos. Ahora, si la conciencia moral que de hecho tenemos es la que tenemos hoy, si ésta consiste, como acabo de decir, en una mezcla de ideas heterónomas y autónomas, y si se cree que ella tiene que servir como estándar para los enunciados filosóficossobre moral, la pregunta por la moral autónoma perdería su sentido. A mi parecer, la idea de una moral autónoma debería servir a su vez como estándar para evaluar la conciencia moral contemporánea. Quizás aquellos filósofos preguntarían de dónde podemos sacar la idea de una moral autónoma si no es de nuestra conciencia moral. Además, ellos entienden la conciencia moral que de hecho tenemos no sólo como la que tenemos hoy, sino que también suponen que ha sido la misma en todos los tiempos. ¿Pero existe un tal fenómeno, una conciencia moral igual en todos los tiempos? Si fuera así, esto significaría que nuestra conciencia moral tendría que ser divina o estar genéticamente determinada. Pero los seres humanos no nacen, en contraste con las demás especies, con un programa altruístico determinado. La moral humana se basa en normas, en imperativos generalizados recíprocos que además tienen que ser entendidos como justificados.

Todas las concepciones históricas de moral se han entendido como sistemas normativos que de una u otra manera aparecían a los que creían en ellos como justificados. En contraste con los programas genéticamente determinados, esto permitía a la moral humana una capacidad de adaptación a distintas situaciones socioeconómicas y, por consiguiente, una mayor flexibilidad, siendo esta una ventaja dentro de la evolución biológica. Lo que en la especie humana parece ser genéticamente determinado no es una determinada conciencia moral, sino una capacidad tanto para el aprendizaje de normas morales como también para el poder preguntar recíprocamente por su justificación.

Visto así, lo que nos es dado en la reflexión filosófica no es una determinada conciencia moral, sino una multiplicidad de concepciones históricas que caen todas bajo el concepto de una moral en general. Si es cierto que este concepto general de moral consiste en un sistema normativo de exigencias recíprocas, que en su contenido pueden ser muy diversas pero que siempre tienen que ser vistas como justificadas, entonces la pregunta por una moral autónoma obtendrá sentido si se distingue entre dos tipos de justificación de tales sistemas normativos, a saber, una justificación heterónoma o autoritaria y una justificación autónoma. Así, la dificultad mencionada desaparece, pues ahora no tenemos que partir de una conciencia moral contemporánea y mucho menos de una supuesta conciencia moral de todos los tiempos, sino que podemos comenzar con un concepto general de moral en abstracción de todo contenido. De esta forma se llegará, primero, a una respuesta a la pregunta sobre cómo debemos entender una moral en general. Y la otra pregunta, esto es, cómo entender una moral autónoma, se tendrá que aclarar después partiendo de la distinción entre justificación autoritaria y justificación autónoma; por ello no tenemos que orientarnos en una concepción moral dada. Una vez que llegamos aun concepto de justificación autónoma, una moral sería autónoma precisamente si se justifica de manera autónoma.

Antes de dirigirme a estas dos preguntas, quiero echar una mirada atrás y preguntar cuáles habían sido las perspectivas para una moral autónoma en la filosofía moderna. La figura más destacada en esta cuestión ha sido sin duda Kant, quien precisamente ha introducido en la filosofía moral la idea de una moral autónoma. Para el pensamiento moral de Kant dos convicciones han sido esenciales: primero, Kant es uno de aquellos filósofos que creen que todos los hombres en todos los tiempos habían tenido una y la misma conciencia moral, y en el caso de Kant esto dependía de que, segundo, él creía que la conciencia moral está basada en lo que llamó razón práctica pura. Ahora, este concepto de una razón pura quedó muy oscuro y no corresponde a lo que normalmente llamamos racionalidad. Yo creo que fue un mero constructo, y concuerdo con Schopenhauer en pensar que la idea de una razón pura práctica en realidad era un intento de secularizar la concepción de un mandamiento moral religioso. Así que, en Kant, el intento de liberarse de una moral religiosa y heterónoma había abortado en medio camino. Esto aparece también en la manera en que Kant entiende la autonomía de la moral; según él, la razón es autónoma porque en ella el hombre se da la ley moral a sí mismo. Pero si examinamos esto más de cerca, significa que la razón da la ley moral al hombre, y por ello, realmente la expresión “a sí mismo” es un fraude. No es el hombre que es visto como autónomo, su voluntad empírica, sino la razón pura que se encuentra contrapuesta a la voluntad empírica. Así como se decía en la religión que el hombre es bueno cuando obedece a Dios, según Kant el hombre es bueno si obedece a la razón pura y si el mandamiento religioso podía ser autónomo, el mandamiento de la razón también lo es. Podría representar la autonomía del hombre mismo sólo si se pudiera decir que cuando él se deja determinar por la razón, hiciera lo que él mismo quiere, siempre suponiendo que una tal razón pura tuviera un buen sentido.

Lo que buscamos cuando preguntamos por la moral autónoma es una concepción de moral en que podamos decir qué es lo que yo mismo quiero. Para elucidar por qué la concepción kantiana es insatisfactoria puedo fingir la situación de un niño precoz que quiere saber de sus padres por qué él debe comportarse según las exigencias morales y por qué debe dar su consentimiento a dichas exigencias. Padres religiosos contestarían: porque son mandamientos de Dios. Obviamente esto sólo puede ser una justificación para el hijo si éste cree en Dios. Los padres podrían añadir, por ejemplo: “y Dios es nuestro padre en los cielos”. Si los padres, en cambio, fueran kantianos, también se tendrían que articular, igual que los padres religiosos, en dos proposiciones: primero, son mandamientos de larazón, y, segundo, la razón pura es el núcleo de nuestro ser (o algo por el estilo). Pero esta segunda proposición no tendría que convencer al hijo más que la primera en el caso de la justificación religiosa. ¿Por qué, podría contestar, me tengo que identificar con esta razón pura?

Si se tratara de una moral autónoma, los padres no tendrían que recurrir en su conversación con el hijo a un núcleo religioso o metafísico en el ser humano. Dirían simplemente: si lo piensas bien, verás que tú mismo quieres vivir en una relación moral con los otros; no si te consideras como hijo de Dios ni tampoco si te identificas con la razón pura, sino sin un tal “si”, es decir, porque tú mismo lo quieres. Sólo si se pudiera hablar así, la autonomía de la moral quedaría demostrada. En la filosofía moral moderna hay dos corrientes que han intentado justificar la moral de esta manera: en primer lugar el contractualismo y de cierta manera también Schopenhauer con su moral de compasión.

El representante más conocido del contractualismo contemporáneo es el filósofo canadiense David Gauthier con su libro Morals by Agreement (La moral por acuerdo). Últimamente otra concepción contractualista fue presentada por el filósofo alemán Peter Stemmer en su libro Handeln zugunsten anderer —publicado en Berlín en el año 2000—. El contractualismo decididamente no pretende describir la conciencia moral que de hecho tenemos; lo que quiere mostrar es, en primera instancia, que todos los hombres, o casi todos, quieren una moral fundada en su propio interés, y en segunda, cómo tendría que ser caracterizada una moral para la cual sólo el interés propio sirve como base. El contractualismo tiene, por consiguiente, una intención constructiva, no descriptiva. La pregunta del contractualismo es ¿qué es racional desde la perspectiva de cada uno?, y aquí la palabra “racional” no tiene el sentido de una razón pura como en Kant, sino que representa simplemente el interés propio, de tal suerte que se podría decir que la intención del contractualismo está únicamente dirigida hacia la autonomía.

Con esto los padres tendrían en la conversación con su hijo filosófico una estrategia más favorable. Una vez que el hijo ha rechazado las propuestas anteriores de los padres, les queda a estos solamente la siguiente pregunta: ¿pero qué es lo que tú mismo quieres? ¿No prefieres tú mismo vivir en una relación con los otros en que se reconoce la obligación de que nadie debe mentir, que nadie debe romper promesas, que nadie tiene el derecho a dañar a otras personas, etc.? La desventaja de un tal sistema, que consiste en tener que obedecer uno mismo a estas normas, normalmente es compensada por la ventaja de que también los otros las tienen que obedecer.

Pero el contractualismo se topa con una dificultad, a saber, ¿cómo construir desde premisas puramente contractuales la obligación moral? El problema no essólo que nuestra conciencia moral normal contenga este aspecto de obligación; esto por sí no tendría que molestar al contractualismo, pues no se entiende como una descripción de la conciencia moral común sino como haciendo una propuesta, pero también esta propuesta tendría que contener el factor de obligación, puesto que sin obligación las normas no valdrían para mucho. Si los padres preguntan al hijo si quiere que todos se sientan obligados a actuar así, inclusive él mismo contestará que sí, pero ¿cómo obtener esto desde un punto de vista puramente contractualista? Contratos o convenios normales se hacen dentro de un fondo ya existente de obligación, sea moral o penal, pero ahora se trata de construir esta obligación moral previa. En el contractualismo nos encontramos entonces, en este punto, con una dificultad. Gauthier, por ejemplo, ve este problema, pero su solución no me parece satisfactoria. Nuestro niño esperaría en particular un sistema que impida a los contratantes actuar inmoralmente cuando los otros no lo ven.

Echemos ahora una mirada a la moral de compasión de Schopenhauer, pues también éste piensa en algo que tiene que ver con autonomía, ya que asegura que quien actúa por compasión, actúa así porque él mismo lo siente y lo quiere. En su conversación con el hijo, los padres podrían llamar su atención a su capacidad de compasión y de identificación con otros, y este altruismo que se basa en el sentimiento podría incluso aparecer como más genuino. Sin embargo, la compasión no es un rasgo universal y es una disposición que en general es activada sólo hacia ciertas personas (y quizás animales); además, hay virtudes morales que aparecen como importantes desde el punto de vista del interés propio, tales como confiabilidad y justicia, las cuales no se pueden entender a partir de esta motivación. El mayor problema con la moral de compasión, sin embargo, es una vez más el de la obligación. Mientras que el contractualismo debería poder incluir el sentimiento de obligación, pero no le resulta fácil hacerlo, la moral de compasión llama la atención a una forma de altruismo que queda desde el principio fuera del ámbito de las obligaciones. Puedo resumir esta reflexión histórica diciendo que una teoría satisfactoria de una moral autónoma debería poder incluir tanto el factor contractual y de interés propio como el de la compasión.

Debo ahora mostrar cómo creo que se debe entender el problema de una moral autónoma. Comenzaré con el concepto de una moral en general y de ahí pasaré a la distinción entre justificación heterónoma y autónoma. Una vez que partimos de la pregunta por un criterio general de todo lo que han sido sistemas morales en la historia humana, parece natural ver el rasgo esencial precisamente en lo que había quedado al lado, tanto en el contractualismo como en la moral de compasión, esto es, el rasgo de obligación moral. Cuando un etnólogo describe la moral de un grupo o de una sociedad, tiene que partir de un concepto general de moral para poder identificar lo que está investigando como una moral. Para los etnólogos, el criterio de una moral es el fenómeno de presión social, y con esto se refieren precisamente a una obligación recíproca, a un sentimiento de deber basado en exigencias recíprocas. Extrañamente, en la filosofía moral contemporánea casi nadie se ocupa de este fenómeno que parece central para lo que es una moral. Sólo Kant tenía una teoría sobre el sentido que tiene el deber moral, pero me parece errada. Para Kant, el sentido de obligación o deber moral consistía en que actuar así es exigido por la razón pura. Puedo dejar al lado la pregunta de si esto tiene un buen sentido dentro de su propio sistema, pero, en relación a un concepto general de sistemas morales es obvio que no lo tiene, pues los sistemas morales históricos han sido sistemas de exigencias recíprocas. Para captar lo que la expresión “deber” o “tener que” significan en sus diferentes aplicaciones, sean morales o no, nos debemos preguntar qué pasa a una persona cuando no hace lo que debe o tiene que hacer, en el sentido correspondiente. En el caso de los imperativos recíprocos en que consiste una moral, lo que pasa a una persona cuando no actúa como debe es la reacción afectiva (real o posible) de los demás. Es esta reacción lo que está a la base de lo que los sociólogos llaman presión social. Cuando alguien infringe una norma aceptada por esta sociedad, los otros reaccionan con un afecto negativo, el cual podemos llamar indignación. Un aspecto significativo de este afecto es que en contraste con los demás afectos, por ejemplo temor o envidia, es que este es un afecto compartido, el cual podemos tener sólo si suponemos que los otros miembros de la sociedad moral deberían tenerlo igualmente. Esto implica que también el que infringe la norma tendrá ese afecto cuando ésta es violada por otros, y por esto tendrá un afecto correspondiente contra sí cuando él mismo ha violado la norma, y este afecto es más o menos lo que podemos llamar sentido de culpa. El sentido de culpa es el correlato del sentimiento de indignación, pues en dicho sentido se anticipa la indignación de los demás. Este sistema recíproco de indignación y sentido de culpa constituye lo que se puede llamar la sanción específica, la cual ocurre cuando las normas morales son violadas, y sin esta sanción no entenderíamos qué significa que una norma moral exista en una sociedad. Se me ha criticado por esta concepción de que normas morales no se pueden entender sin esta sanción afectiva, pero yo creo que sin esta explicación no se puede entender lo que se concibe bajo deber, es decir, obligación moral. Cuando reflexionamos sobre qué significa que se exija mutuamente el cumplimiento de normas, la única respuesta me parece ser que si uno no actúa así, estos sentimientos surgen recíprocamente entre el actor y los demás.

Estos sentimientos implican una evaluación, un concepto intersubjetivo sobre qué significa ser bueno y malo en este sentido. Aquí me aprovecho de una definición que se encuentra en John Rawls, que dice que un miembro de una sociedad moral es considerado como bueno cuando se porta como los miembros de la sociedad moral lo quieren mutuamente uno del otro. Y con esto entran los conceptos de aprobación y reprobación; ésta contiene el factor afectivo de la indignación, en cambio, en aquella se muestra que la apreciación recíproca no se limita al caso negativo.

El poder apreciar y despreciar, así como también el querer ser apreciado son obviamente factores fundamentales de la vida humana. Hay muchos aspectos en que una persona puede apreciar a otra, por ejemplo como violinista o como futbolista. Sin embargo, lo especial de la apreciación moral es que con ella se aprecia la forma como una persona actúa específicamente en relación a aquellas exigencias que los miembros de una sociedad se hacen recíprocamente. En este caso, el desprecio se combina con la indignación. Asimismo, en el caso de la moral, el sentido de culpa se combina con la vergüenza cuando la persona no actúa como debe moralmente y, en consecuencia, no sólo tiene el sentimiento de pérdida de valor propio sino de haber violado determinadas exigencias; con base en estas exigencias y valoraciones recíprocas se constituye lo que se llama la conciencia moral. Lo que se teme no es simplemente el desprecio efectivo sino el desprecio posible, pues no sólo no queremos ser despreciados sino que tampoco queremos ser despreciables (dignos de desprecio).

Ésta entonces es la estructura que me parece ser característica para todo sistema moral, y ahora tendremos que distinguir dentro de esta estructura entre los sistemas morales justificados heterónomamente y una moral que sería justificada autónomamente. Para ello es necesario preguntar: ¿cuál es la conexión entre estos dos aspectos, el de los sentimientos morales, es decir, indignación y sentido de culpa, y la justificación? Ésta parece ser algo racional y los sentimientos morales son algo afectivo. Lo racional y lo afectivo fácilmente pueden ser vistos como excluyéndose, y se me ha reprochado que no se debería mezclar una fundamentación racional de la moral con una de los afectos. Sin embargo, una tal reacción me parece ser superficial. Para entender la estructura de una moral debemos reconocer ambos factores y la conexión que existe entre ellos. El hecho de que en una sociedad moral ciertas normas son aceptadas significa que sus miembros exigen el cumplimiento de ellas recíprocamente, y esto significa a su vez que ellos tienen los sentimientos morales en relación a estas normas. Normalmente, una sociedad humana no sanciona ciertos comportamientos arbitrariamente, pues los miembros de una sociedad moral tienen que considerar las actitudes afectivas hacia las normas como justificadas; por ello no puede decirse: o justificación o sentimiento, sino que lo que se justifica es precisamente que se exige el cumplimiento de estas normas, y esto significa necesariamente que se justifica tener los sentimientos morales hacia las mismas. Sólo así se puede entender un aspecto de la justificación de normas morales que fácilmente queda inadvertido, a saber, que lo que se justifica no es simplemente que así se debe actuar, sino que actuar así se debe ver como bueno, y eso significa que se justifica tener los sentimientos morales hacia estas normas. Por consiguiente, cuando hablamos de motivación moral, debemos distinguir dos pasos: el primero consiste en las razones que uno tiene para considerarse miembro de la sociedad moral que es definida por tales y cuales normas, es decir, en las razones para tener junto con otros los sentimientos morales hacia estas normas. El segundo paso reside en la pregunta de si uno va efectivamente a actuar moralmente. Ahora resulta fácil decir cuál es la relación entre estos dos pasos.

Así, el primer paso, en el cual se aceptan ciertas normas, implica que cuando éstas son violadas, se tienen los sentimientos de indignación y de culpa. Y en el segundo paso, en el cual se hace la pregunta de si una persona actúa moralmente, dependerá del peso que tenga para ella, en una situación concreta, el sentimiento de culpa en relación con sus otros deseos y/o sus bienes prudenciales. La persona puede preferir pagar el precio de tener un sentido de culpa para alcanzar otros bienes. En consecuencia, una persona puede ser inmoral de dos maneras: primero, si no tiene los sentimientos morales —se habla entonces de una falta de sentido moral— y segundo, si tiene estos sentimientos, pero no deja que sus acciones sean determinadas por ellos.

Con lo anterior sólo quería explicar qué rasgos son característicos para una moral en general; en dicha explicación aparece también un buen criterio para poder distinguir las convicciones morales de una persona de sus otras convicciones de valor. El criterio consiste en que, si alguien actúa de otra manera, la persona reacciona con los sentimientos morales. Dicho criterio me parece ser mucho más adecuado que otro que algunos filósofos contemporáneos usan para moral, cuando dicen que se trata de reglas u obligaciones que se tienen con los demás. El tener obligaciones morales consigo mismo no debería ser excluido por definición, pues al menos en reglas morales tradicionales los deberes hacia sí mismo han formado una parte importante de las convicciones morales. Si nos preguntamos cómo se comprueba que alguien o un grupo crea que existen obligaciones morales consigo mismo, el criterio obviamente consiste en que tenga sentimientos morales en relación con como actúa uno consigo mismo. Y la pregunta de por qué, en contraste por ejemplo con Nietzsche, una moral nos parece ser algo importante, equivale a preguntarse si nos importa relacionarnos con nosotros mismos y con los otros a través de los sentimientos morales. Esto entonces es mi esbozo del concepto de una moral en general, por lo tanto, puedo dirigirme ahora al problema de una moral autónoma.

El contractualismo consistía en la construcción de una moral autónoma en el sentido de una moral en el interés propio, pero fracasó, o puede fracasar, en relación con el problema de la obligación. Hemos visto ahora que la obligación moral es una característica de toda moral en general, así que se podría pensar que sólo tenemos que repetir el programa del contractualismo de manera que se incluya la temática de la obligación. Pero esto precisamente no es posible porque el contractualismo está definido por un programa de construir la moral únicamente sobre el interés propio. Si, en cambio, comenzamos con la estructura de la moral en general, y decimos que ésta es un sistema de exigencias recíprocas que por consiguiente sólo se puede justificar recíprocamente, y si la justificación debe tener en cuenta, en contraste con la justificación heterónoma, sólo los intereses, esto tiene que referirse a los intereses de todos los miembros de la sociedad moral, no sólo a los míos sino a los de los otros, puesto que la moral no debe ser justificada sólo para mí, sino recíprocamente. La diferencia con el contractualismo es pequeña, pues según él cada uno tiene que tener en consideración los intereses de los demás, pues sin esto no se llegaría a un convenio, mientras que en una justificación recíproca de las normas, los intereses de todos forman parte del sentido de la justificación.

En este punto podría preguntarse por qué una justificación autónoma tiene que adecuarse a esta estructura de lo que han sido los sistemas morales hasta ahora, es decir, suponer que la justificación tiene que ser recíproca. ¿No significa esto que para el individuo el resultado podría ser menos favorable y por consiguiente menos racional? ¿Qué podemos entonces contestar al contractualista si él propone liberarse de esta estructura de una justificación recíproca? Podríamos incluir esta pregunta en la conversación de los padres con su hijo. Al final de las conversaciones anteriores el hijo ya había aceptado una concepción puramente contractualista de la moral, pero ahora, los padres le propondrían tomar en consideración sólo normas que puedan ser igualmente justificadas a los otros. Con esto sería admitido un factor igualitario al sentido mismo de justificación moral, pues normas que no presuponen que cada miembro de la sociedad tenga el mismo valor no podrían parecer justificadas recíprocamente, lo cual implica que el hijo tenga que aceptar los puntos de vista de los demás como de igual peso que el suyo propio. “¿Qué motivo tendría yo para esto?” podría contestar el hijo desde un punto de vista puramente contractualista. “¿No sería esto un aspecto de heteronomía hacia mis propios intereses?”, los padres podrían contestar que si quiere evitar las desventajas de una justificación recíproca, también tendría que renunciar a sus ventajas. En el contractualismo simple no hay sentimientos morales, no hay una disposición a reprobación recíproca y por consiguiente no hay conciencia ni un sentimiento de obligación.

La diferencia entre las dos concepciones, la de un contractualismo puro y la de una justificación recíproca, en relación a los intereses de todos considerados como de igual peso, puede ser elucidada por la siguiente consideración: En biología fue introducido recientemente el concepto de altruismo recíproco para explicar el comportamiento de muchas especies, en el cual los animales se prestan servicios altruistas tanto dentro de la especie como también entre diferentes especies, pero sólo bajo la condición de una reciprocación; este es un comportamiento de intercambio que funciona sin sentimientos morales y sin conciencia moral. También entre seres humanos existen en ciertas esferas comportamientos que funcionan según este esquema; un ejemplo es la práctica de bajar las luces en el tráfico nocturno. Este comportamiento no tiene normalmente referencia a normas morales, sino que se basa simplemente en la suposición de que el otro va a reciprocar, y si no, se mete una vez más la luz larga. Podríamos imaginar que haya habido una época en que nuestros antepasados remotos genéticamente todavía no tenían la capacidad para sentimientos morales, es decir, que todavía no hubieran tenido la capacidad de entrar en una moral en sentido estricto, pero sí en relaciones de altruismo recíproco, esto es, en relaciones intersubjetivas como las concibe el contractualismo. Por ello, es posible darse cuenta que en comparación con un tal sistema, un sistema de sentimientos morales representaría una ventaja, y que por esto, la capacidad para estos sentimientos se ha impuesto en el curso de la evolución de nuestra especie. El igualitarismo que parece ser implicado en una justificación recíproca, y que en la moral, en mi opinión, sólo puede ser evitado por una justificación autoritaria, es sin duda una desventaja para los aventajados; pero al otro lado la internalización de las normas y los sentimientos compartidos conduce a una mayor cohesión social. Por esto, les puede parecer ser una ventaja también a los favorecidos entrar en un tal sistema y por lo menos pretender verbalmente estar en favor de la igualdad.

Pienso entonces que los padres podrían convencer al hijo que se equivoca si cree que en un sistema puramente contractual podría vivir mejor. Pero ahora nos debemos preguntar ¿qué es lo que resulta para el concepto de autonomía si la justificación no es una justificación para mí sino una justificación recíproca? Desde la perspectiva del interés propio, el tomar en cuenta igualmente los intereses de todos puede parecer, como el hijo ya lo había temido, un factor de heteronomía, por lo cual resultaría entonces que el concepto de una moral autónoma sólo se puede entender como autonomía compartida. Lo que quiero decir con este término lo puedo elucidar en comparación con el concepto de autonomía en Kant, en el cual la autonomía es (como ya dije) una autonomía de la razón y no de la persona y su querer empírico. Es una autonomía que no es ni la mía ni la de los otros. Por el contrario, en lo que yo propongo como autonomía compartida se trata de un sistema en que todos se someten a un conjunto de reglas en que la autonomía de cada uno queda limitada, pero solamente por la autonomía igual de todos los demás. Quizás se puede elucidar esto en referencia a una relación autónoma en la convivencia entre dos personas. La idea de una autonomía compartida entre dos significaría que ninguno de los dos quiere tener más poder que el otro, ninguno somete al otro o se somete al otro, sino que se encuentran en cuanto a poder y sumisión en una relación simétrica. Análogamente se puede concebir una sociedad moral. Cada uno renuncia a tanto de su autonomía como es necesario para permitir a todos los otros ser igualmente autónomos. Pero ¿qué motivación puede tener el individuo para entrar en una tal relación simétrica? Hay dos maneras de verlo. O lo entendemos instrumentalmente como la única posibilidad de llegar a una moral no-heterónoma, o concebimos esta limitación de la autonomía propia como un valor para uno mismo.

Debemos hacer una distinción entre dos sentidos en que se puede hablar de autonomía en relación con la moral. El primero es el que acabo de explicar, en el cual se trata de la autonomía como principio de justificación en contraposición con heteronomía y, en consecuencia, sólo puede ser vista como autonomía compartida. Si en cambio se entiende autonomía en el sentido de independencia de juicio, se trata de cómo el individuo juzga su comportamiento en relación a las normas. Esto es en un sentido de autonomía en el que puede hablarse de un comportamiento autónomo hacia las normas también en una moral heterónoma. El individuo tiene un comportamiento autónomo hacia las normas morales, sea que estén justificadas autónomamente o no, no cuando aspira ser apreciado afectivamente como bueno sino cuando actúa como le parece que es digno de apreciación, es decir, cuando actúa de tal manera que no tiene que despreciarse a sí mismo, de tal suerte que actuará así cuando los otros no lo vean y cuando evalúe la situación moral de una manera distinta que los demás. Este sentido de autonomía, en sentido de actuar según el propio juicio autónomo, naturalmente aparece igualmente dentro de la moral de autonomía compartida.

En el segundo sentido, diferente y quizás algo forzado, el término de autonomía puede ser entendido también en el sentido de “espontáneo”, lo cual nos conduce a la concepción de moral que ya mencioné que se encuentra en la idea de Schopenhauer de una moral de compasión. Ahora que he aclarado la estructura de una obligación moral, igualmente contenida en una moral autónoma como heterónoma, se puede entender mejor en el sentido de la moral de compasión. La parte de toda moral, y quizás en el caso de la moral autónoma el total de su contenido, consiste en exigir un comportamiento altruista, es decir, un comportamiento en el interés de los demás. Ahora, como la moral es un sistema de normas, el motivo del que actúa moralmente no es directamente el bien de los otros sino el cumplimiento de lo que moralmente se exige. De este altruismo moral se puede distinguir un altruismo que actúa puramente a base del sentimiento que se tiene para el otro, el cual puede ser compasión, simpatía o amor. En consecuencia, pueden distinguirse dos formas de altruismo humano (ambos distinguidos del altruismo en otras especies), a saber, el altruismo moral y el que tiene su motivo en un sentimiento para el otro. Se podría caracterizar este altruismo con base en el sentimiento como altruismo espontáneo, el cual no está mediado por un sentido de obligación. Cuando, por ejemplo, alguien pone en riesgo su propia vida para salvar a otro, lo puede hacer a base de su sentimiento para el otro, o porque si no actuara así, se tendría que despreciar. La acción moral tiene un motivo egoísta de segundo nivel, relacionado a la conciencia del valor propio. Naturalmente, en la realidad los dos motivos, el moral y el espontáneo, se pueden combinar, pero conceptualmente se pueden distinguir. Lo que la moral de compasión rechaza es lo indirecto y la falta de espontaneidad del altruismo normativo. Lo que la moral de compasión propone no es otro entendimiento de lo normativo, sino que rechaza lo normativo como tal, y por ello, parece entonces más correcto no llamarla una moral, sino una ética.

Nos podemos dar cuenta del significado y también de los límites de una tal concepción recurriendo una vez más a la conversación de los padres con su hijo. En el grado en que el hijo actúa altruísticamente con espontaneidad, los padres considerarán ese comportamiento como laudable y lo fomentarán, lo cual presenta varias dificultades. Primero, puede ser que en los sentimientos espontáneos del hijo hacia los demás prevalezca el gozo de la crueldad sobre la compasión. Segundo, hay regiones importantes de la moral, como aquellas de las virtudes de la justicia y de la confiabilidad, en que la compasión puede conducir al error. Tercero, y éste es el punto más importante, al sentimiento le falta el aspecto de universalidad o quizá debería decir de generalidad, y a partir de él, por sí solo, no puede salir nada de normativo. Por consiguiente, la compasión no puede reemplazar el interés propio como base de la moral, pues una moral no-heterónoma sólo puede ser generada a base del interés propio. Sin embargo, es posible darse cuenta que una moral de autonomía compartida puede y quizás tiene que incorporar el motivo de la compasión.

Hasta aquí he hablado de la moral en primer lugar desde la perspectiva del actor. Pero dentro de una comunidad moral cada persona tiene siempre también el rol de espectador. El interés de éste es simplemente que los demás actúen moralmente, por esto elogiamos a los que actúan bien, lo cual conduce a elogiar también toda acción altruista hecha por compasión. Lo anterior explica por qué decimos de una persona de manera enfática que es una buena persona, cuando no actúa simplemente por motivos morales, sino también por compasión y simpatía. Por lo tanto, ser compasivo y fomentar la propia capacidad hacia una compasión activa llega a ser considerado una virtud moral.

Una vez que es así, esto produce un cambio en la compasión misma, pues de este modo ésta pierde la no-universalidad que había tenido como sentimiento natural. La razón de por qué la compasión como tal no podía servir como base a la moral fue la falta de universalidad de la compasión natural. Pero, una vez que la compasión se ve incorporada a la moral llega a tener el carácter de un sentimiento generalizado.

Lo anterior conduce a una repercusión en el carácter de generalidad de la moral misma, pues la moral que se genera a base del interés propio tiene una tendencia hacia querer limitar el ámbito de la sociedad moral. Pero, una vez que la idea de una compasión generalizada entra en la moral, ésta se extenderá a todos los seres humanos y también a los demás seres capaces de sufrimiento —quizás, en contraste con épocas anteriores, hoy también tenemos un interés pragmático de extender la moral de una manera universal—. Pero esta moral es esencialmente recíproca, y por esto parece limitada a los seres humanos y en particular a aquellos que tienen la capacidad de actuar moralmente. En cambio, para la compasión, una vez que uno la entiende como generalizada, una tal limitación no existe. Esto conduce dentro de la conciencia moral a una tensión que en mi opinión no se puede resolver. El interés propio y la compasión parecen ser las dos raíces de una moral no-heterónoma, siendo aquél (el interés propio) la raíz primaria, porque sólo así se puede generar un sistema de exigencias recíprocas; pero una tal moral, basada en el interés propio, conduce por sí misma a incluir la otra raíz, y una vez que eso se realiza y que la compasión llega a ser generalizada, no hay una razón fuerte para limitar la compasión al ámbito de reciprocidad, y creo que la tensión que así resulta está a la base de algunas de las contradicciones que vemos en las discusiones morales contemporáneas.

En conexión con la compasión universalizada nos encontramos con lo que se llama la bondad de corazón, una actitud de benevolencia generalizada. ¿Cómo podemos entender una tal actitud? Como parece ser una actitud generalizada, no parece ser algo que una persona tendría por naturaleza, ya que es difícil concebirla sin el fondo de una tradición, sea moral, religiosa o mística. Esto conduce a la pregunta de si la moral, es decir, un sistema de exigencias recíprocas, es la única fuente posible de generalización de sentimientos altruistas. La concepción de una compasión universal en el budismo mahayana parece señalar en otra dirección la universalización del sentimiento altruista, el cual no parece tener, en el budismo, una base moral sino mística; en ésta, el ser humano retrocede de su egocentricidad, y esto puede conducir a un sentimiento altruista universalizado. El sentimiento es el mismo hacia todos, no por razones morales, sino porque ya no se tiene una razón egocéntrica para una discriminación.

Parece entonces que hay dos posibles fuentes para una actitud igualitaria en las relaciones intersubjetivas; por un lado, la igualdad que está implicada en una justificación recíproca, y por el otro, la indiferencia que surge cuando una persona retrocede, por motivos místicos, de su egocentricidad. Esta segunda posibilidad de una extensión universal e igualitaria de la compasión ya no parece que la podamos designar como una moral. Se trata de una actitud que, dentro de la tradición occidental, se ha llamado lo supererogatorio, y eso de hecho tiene un origen religioso y místico en la distinción que había hecho Jesús entre una moral de mandamientos y lo que llamó el reino de Dios (Mateo 19:16).

Quizás deba entenderse esta perspectiva hacia la bondad de corazón dentro de una reflexión sobre cómo entender el sentido de una moral autónoma sólo como un apéndice. Sin embargo, se podría ver la bondad de corazón también como la perfección de la actitud moral misma. Si definimos lo moralmente bueno como aquello que deseamos recíprocamente, en vez de definirlo como lo que exigimos recíprocamente, también la bondad de corazón se podría subsumir bajo el concepto de lo moralmente bueno. La bondad de corazón es, aunque ya no un objeto de exigencias y mandamientos, un objeto de admiración.

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