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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.34 Medellín July./Dec. 2006

 

RESEÑA

Nicholas Everitt: The Non-existence of God. London, Routledge, 2004, 326 pp.

En su ¿Existe Dios?, Hans Küng calificaba a Dios como el “objeto más noble” de la filosofía. Por su parte, el filósofo español Xavier Zubiri afirmaba en El hombre y Dios: “El problema de Dios en tanto que problema no es un problema arbitrariamente planteado por la curiosidad humana, sino que es la realidad humana misma en su consti-tutivo problematismo”. Y Unamuno, el filósofo agónico, aseguraba: “No concibo a un hombre culto sin esta preocupación [el problema de Dios], y espero muy poco en el orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político”. No se trata de hacer una lista interminable de declaraciones sobre la importancia del planteamiento del problema de Dios; únicamente queremos dejar constancia de que, a pesar de que gran parte de la filosofía actual calla sobre la divinidad —no tanto por un fundado agnosticismo teorético sino más bien por simple “indiferencia”— el problema filosófico de Dios sigue pujando en la mente del hombre. Y he aquí un ejemplo muy reciente del ámbito anglosajón. El valor de este libro, por tanto, es triple: primero: escribir sobre Dios en un momento como el actual no deja de ser valioso. Segundo: Everitt es un “ateo” que, quizá siguiendo el consejo de Zubiri —”los tres [teísmo, ateismo, agnosticismo] están necesitados de fundamentar su actitud porque no basta en última instancia con la firmeza de un estado de creencia sino que es necesaria su justificación intelectual”—, ha decidido, a pesar de todo, escribir sobre él porque ha vislumbrado la importancia del problema que ha tenido Dios en la historia para “pensadores capaces” (able thinkers) que han dedicado sus esfuerzos a la reflexión sobre esta cuestión (p. 2). Tercero: Everitt es un defensor firme del planteamiento teorético del problema de Dios frente a aquellos que, siguiendo la llamada “epistemología reformada” (“reformed epistemology”) afirman que —en palabras de A. Platinga uno de sus formuladores— “es totalmente correcto, racional, razonable y propio creer en Dios sin ninguna evidencia o argumento en absoluto” (citado por Everitt en la p. 18). En todo caso —y a nosotros poco nos preocupan esos debates epistemológicos— lo cierto es que estas tres son razones importantes para reseñar este libro.

Sin embargo, el propio título The Non-Existence of God ya nos indica cuales son las conclusiones finales del libro. Por eso he afirmado que Everitt puede considerarse “ateo”, si atendemos a la propia definición de ateo (“atheist”) que el propio autor da. En efecto, dice: “utilizaré el término ateo no para significar a alguien que piensa que la existencia de Dios puede ser refutada (“disproved”), o que está absolutamente seguro de que Dios no existe, sino [para significar] a alguien que piensa que es más probable que Dios no exista que sí exista” (p. 14). En este sentido, el método a seguir por Everitt en esta obra es buscar las razones que nos hacen pensar que Dios existe, luego dar aquellas que nos indican que Dios no existe, y con base en eso sacar las conclusiones. Para que la conclusión atea sea posible —y es la de Everitt— basta, en efecto, que esa persona piense que tales argumentos hacen más “probable” la no-existencia de Dios. Esa puede ser una forma errónea de “concluir” algo, pero en principio no afecta al método, ni en el punto de partida ni en su desarrollo.

Sin embargo, el propio título The Non-Existence of God ya nos indica cuales son las conclusiones finales del libro. Por eso he afirmado que Everitt puede considerarse “ateo”, si atendemos a la propia definición de ateo (“atheist”) que el propio autor da. En efecto, dice: “utilizaré el término ateo no para significar a alguien que piensa que la existencia de Dios puede ser refutada (“disproved”), o que está absolutamente seguro de que Dios no existe, sino [para significar] a alguien que piensa que es más probable que Dios no exista que sí exista” (p. 14). En este sentido, el método a seguir por Everitt en esta obra es buscar las razones que nos hacen pensar que Dios existe, luego dar aquellas que nos indican que Dios no existe, y con base en eso sacar las conclusiones. Para que la conclusión atea sea posible —y es la de Everitt— basta, en efecto, que esa persona piense que tales argumentos hacen más “probable” la no-existencia de Dios. Esa puede ser una forma errónea de “concluir” algo, pero en principio no afecta al método, ni en el punto de partida ni en su desarrollo.

Ahora bien, desde nuestro punto de vista lo que sí vicia el método es el propio planteamiento que Everitt hace del problema y que podemos distinguir en dos direcciones: su planteamiento “logicista” y su equivocado punto de partida. Everitt es profesor de filosofía de la religión y de epistemología y parece desconocer todo planteamiento metafísico. Constantemente, nuestro autor sitúa el problema y todos sus argumentos en el nivel “lógico” —un nivel profun-damente anglosajón—. Sin embargo, todo el problema filosófico de Dios, desdela tradición Aristotélica hasta la neoescolástica, ha reposado en el nivel “metafísico”, en la reflexión acerca de lo Absoluto, lo Infinito y el Ser. Es poco fértil situar el problema de Dios en el nivel lógico, pero, incluso Everitt parece confundir a Dios con un “ente” al ponerlo en continuidad causal con lo categorial-mundano y al hacer un discurso sobre Dios a menudo “antropomorfizado”: como cuando se plantea las cuestiones de la omnipotencia, de la omnisciencia  o de la moralidad. Tal equivocación metodológica se basa —a mi juicio, totalmente respetuoso con Everitt— en el desconocimiento absoluto de toda la filosofía medieval (patrística y escolástica) e, incluso, de la tradición aristotélica, platónica y neoplatónica. En esta obra no son citados ninguno de los autores griegos, y lo único medieval que aparece, son las referencias tópicas a San Anselmo (y su argumento ontológico, que luego veremos) y al Aquinate, aunque no muestra excesivo conocimiento de tales autores. De hecho, sorprendería a cualquier metafísico preocupado por el problema filosófico de Dios que se dijera algo como esto: “[la tradición que se ha ocupado de la existencia de Dios] corre desde los primeros pensadores cristianos como San Anselmo; a través del Aquinate y otros escolásticos medievales; continua a través de Descartes, Locke y Leibniz en el siglo XVII, Hume y Kant en el siglo XVIII, Mill en el XIX, Russel y Mackie in el XX, Swinburne, Platinga y otros en el XXI” (p. 2). No es posible plantear adecuadamente el problema de Dios —problema tan antiguo como el hombre— haciendo un recorrido histórico tan superficial,  pobre y lleno de lagunas como este. Es por ello que, a pesar del buen propósito de Everitt de escribir un libro filosófico sobre Dios, uno termine por creer que nuestro autor no ha captado la profundidad filosófica —y el conocimiento histórico— que se necesita para acometer semejante tarea.

Pero, además de no situar el problema en su correcta dimensión metafísica, el siguiente elemento que vicia el método de Everitt es su punto de partida. En efecto, y aun posiblemente sin conocer los vericuetos históricos por los que ha discurrido la metafísica, Everitt es hijo de ese giro que dio Ch. Wolff a la metafísica, y que terminó por hacer de ella el estudio de los entes sin tener en cuenta su existencia. Esta ontología desexistencializada  —como diría E. Gilson— parte de unas “notas” que definen la “esencia” del ente y, desde ahí, buscando su “coherencia” desciende hasta la posibilidad o no de que esa “esencia” tenga, además, “existencia”. En este sentido, lo que Everitt hace es partir de una definición de la “esencia” de Dios y trata de buscar la coherencia de sus notas para decidir si es coherente o no y de ahí negar o afirmar su existencia. De hecho, al comienzo de su obra hay un epígrafe con el sintomático titulo de “cómo debe ser comprendido el término ‘Dios’” (How the term ‘God’ is to be understood). Así, el propone la siguiente definición: “Propongo, entonces, adoptar provisionalmente la siguiente comprensión del término “Dios”: él es el creador y preservador de todo, un ser que es omnipotente, omnisciente y perfecto. Él es en algún sentido un ser con conciencia y mente, que es sujeto de varios predicados psicológicos […]. Él es eterno y omni-presente, y no tiene partes corporales. Finalmente, él es un objeto apropiado de culto” (p. 15). ¿Se puede tomar este punto de partida? Desde mi punto de vista, no. Él se defiende de las críticas que le acharan el contenido concreto de esa definición, apelando a la historia —que ha entendido de ese modo a Dios— y, además, notando que esa historia tiene dos mil años. Es decir, reduce toda la problemática de Dios a los dos mil años de cristianismo. Everitt se puede defender diciendo que es un libro de filosofía de la religión y no propiamente de teodicea. Pero, a pesar de ello, si el plan-tea-miento quiere ser fiel a su raíz “filosófica” tales atributos de Dios no pueden encon-trarse al comienzo, sino al final de la investigación. Cuando se acomete el problema filosófico de Dios no queda otro camino que partir de la estructura de la realidad, del hombre y del “ente en cuanto ente” para, desde ahí, ascender en busca del fundamento de esa problematicidad que encontramos. La respuesta podrá ser el ateísmo o el agnosticismo, pero el camino reflexivo —si quiere ser filosófico— debe mantener esa dirección. El filósofo se “encuentra” con el problema de Dios cuando ha penetrado la profunda estructura de la realidad. Por eso decía arriba Zubiri que no es un problema “arbitrariamente planteado”. Por el contrario, Everitt parece que se plantea “arbitrariamente” el problema, a tenor —incluso— de lo que él mismo dice en la introducción: “Cuando era un estudiante de filosofía, una vez le dije a mi profesor que me gustaría escribir un ensayo sobre la existencia de Dios. “Mi interés en hacerlo cesó cuando leí los Diálogos de Hume”, me replico él de forma arrogante, dejándome así la duda de que mi interés fuera similarmente de corta vida. Nunca escribí ese ensayo, pero tampoco, a pesar de leer los Diálogos de Hume, perdí el interés” (p. 8). Me he extendido en esta cita es porque es muy sintomático el modo como a menudo se acomete el problema de Dios. La filosofía llega a Dios como condición de posibilidad de la estructura problemática de la realidad. Esos atributos que, según Everitt, definen a Dios, no han sido creados subjetivamente por el capricho de alguien, sino que muestran cómo debe de ser Dios para que explique la problematicidad de lo real. Aparte de que ciertos atributos son incognoscibles filosóficamente, y sólo son producto de la revelación; pero esta cuestión no tiene cabida en nuestro planteamiento que, ahora, es estrictamente filosófico y a los que se ha llegado cuando se ha pensado “a fondo” esta realidad. Everitt parece tener un “interés arbitrario” y piensa los atributos de Dios como una suerte de “acuerdo histórico subjetivo”, siendo esos como podrían ser otros cualesquiera. Quizá eso se deba, insistimos, al desconocimiento histórico del problema filosófico de Dios.

Desde este planteamiento del problema se explica la estructura del libro, que va repasando uno a uno los grandes argumentos de la existencia de Dios, continúa planteándose problemas de ciencia y de Dios, y termina analizando la coherencia y la plausibilidad de los atributos que antes mencionamos. Y como hemos dicho más arriba, Everitt termina concluyendo que las razones y los argumentos hacen más probable la no-existencia que la existencia de Dios.

Según lo dicho, no tendría mucho sentido ni valor hacer un análisis de cada uno de los argumentos según Everitt los desarrolla. Desde nuestra comprensión del problema de Dios, el logicismo y su erróneo punto de partida hacen imposible cualquier intento de pensar adecuadamente esta cuestión. Sin embargo, me gustaría, antes de terminar esta ya larga recensión, hacer referencia a dos puntos: el argumento ontológico y el planteamiento antropológico de Dios.

El argumento ontológico es el primer argumento sobre la existencia de Dios que trata Everitt. Nuestro autor afirma, en cualquier caso, que las opiniones filosóficas modernas desechan con gran rotundidad este argumento. Sin embargo, decimos nosotros, Everitt  —como gran parte de los críticos de este argumento— no ha situado el argu-mento donde debería. En efecto, él cita las versiones anselamiana-cartesiana y, en seguida, pasa a las versiones de autores anglosajones como Platinga, Malcom o Hartshorne. ¿Qué significa esto? Que Everitt sigue planteando la problemática de la existencia de Dios en el nivel “lógico” y no en el nivel metafísico. Y, con razón, todos los autores que él cita son filósofos que han tratado de hacer de este argumento meta-físico, un argumento lógico desligado de la dimensión existencial o vivencial del hombre. No queremos hacer referencia aquí a la cuestión de la crítica kantiana de que la existencia no es una perfección. Tal crítica, que Everitt recoge, es producto de una distorsión de la estructura bipolar del ente en “essentia” y “esse”, que no podemos desarrollar aquí. Lo que nos parece más interesante anotar —y que estará en conexión directa con el siguiente punto— es que Everitt no ha comprendido, como muchos de los críticos del argumento (quizá porque, ciertamente, el argumento anselmiano, desligado de su contexto religioso-expe-riencial, se presente a nuestros ojos como una estructura puramente lógica) que, estrictamente hablando, no hay un salto desde lo “lógico” hasta lo “óntico”. Eso sólo ocurre cuando se piensa de modo separado las vivencias profundas humanas de lo pensado (lo lógico). La fuerza del argumento, si se bucea en su radicación metafísica, es que no es posible que el hombre tenga la idea de Dios, lo Absoluto o lo Infinito, si  Dios mismo no existe y la ha “impreso” en la mente humana, puesto que lo Infinito no es una adición infinita de elementos finitos (ni la perfección absoluta, una suma infinita de pequeñas perfecciones), sino que pertenece a otro orden de realidad, y un ser finito como el hombre no puede pensarlo por sí mismo subjetivamente. Descartes y Anselmo se “encuentran” en su mente con la idea de Dios, la “intuyen” o la “experimentan” y no hay otra razón para explicar esa “idea”  —recordemos que hasta el empirismo las ideas son reflejo de la realidad— sino que Dios mismo existe y la hace posible. Evidentemente, para un autor como Everitt, que se ha acercado por una suerte de “interés” arbitrario al problema de Dios, es difícil comprender la base profunda, metafísica, de este argumento. Aunque es valioso que Everitt haya querido enfrentarse a él a pesar de ello.

Por último, y en estrecha conexión con lo dicho, nos gustaría hacer una referencia a la ausencia, en el libro de Everitt, de lo que en la modernidad es uno de los principales lugares de acceso filosófico a Dios: Me refiero al ámbito antropológico. En España, Manuel Cabada Castro, un filósofo de fuerte formación en la historia de la filosofía, ha comprendido la necesidad de repensar el acceso filosófico a Dios desde las vivencias profundas del hombre  —más acorde con la moderna sensibilidad por el hombre—, frente a los tradicionales modos más vinculados con el cosmos o la realidad total. El lugar más acabado y sistemático donde Cabada Castro desarrolla esta temática es su obra mayor de madurez El Dios que da que pensar. Acceso filosófico-antropológico a la divinidad (BAC, Madrid 1999). Sin embargo, gran parte de su producción se ha dedicado a la elucidación teórica de esta vía antropológica. Everitt, en dos capítulos —el 7 y el 8, dedicados respectivamente a “Dios y la moral” y “la experiencia religiosa”—, roza este tipo de cuestiones, pero las pasa por alto de modo apresurado. Lo fundamental de esta vía antropológica hacia Dios, es que el hombre adivina  —“intuye”: y en ese “intuir” va implícito un “pre-saber” o un “acontecer” acerca de aquello que se intuye— en su estructura antropológica que hay una recóndita pero siempre permanente percepción de sí como lleno de misterio y, por tanto, como siempre-en-interna-problematicidad. Una percepción de sí que se lleva a cabo en la interioridad más entrañable del hombre y que, de hecho, no procede estrictamente de él. De este modo, el ámbito de reflexión sobre la divinidad no es ya tanto, como ha ocurrido desde la más antigua tradición occidental, lo “cósmico”, el mundo o el universo; sino que, y aunque sin negar lo anterior, hay una vuelta del hombre hacia sí y hacia las estructuras interiores de su existencia y de su constitución ontológica para vislumbrar en ellas a Dios como su condición última de posibilidad y de explicación. Nos parece que esta vía es desconocida para Everitt y ello limita enormemente su comprensión del actual ámbito de reflexión sobre la divinidad.

En todo caso, y a pesar de las críticas que hasta ahora hemos hecho, es de justicia agradecer a un autor ateo que en el siglo XXI siga pensando que el problema de Dios es una cuestión importante del pensamiento y la filosofía. Tal ha sido la razón fundamental para reseñar esta obra inglesa.

Jesús Romero Moñivas

Universidad San Pablo-CEU

Centro Universitario Villanueva

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