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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.36 Medellín July/Dec. 2007

 

MEDITACIONES SOBRE LO SUPERFLUO*

El largo camino del cuadro a la pantalla televisiva

 

MEDITATIONS ON THE SUPERFLUOUS

The Long Journey from the Painting to the TV Screen

 

Por: Adolfo Chaparro Amaya

Grupo de Investigación Estudios sobre Identidad

Escuela de Ciencias Humanas

Universidad del Rosario

Bogotá, Colombia

acha57@hotmail.com

Fecha de recepción: 15 de octubre de 2006

Fecha de aprobación: 28 de marzo de 2007

 

Resumen: Este ensayo se plantea las relaciones entre dos regímenes de visibilidad: pintura y televisión, que parecen constitutivos de la tradición cultural en Occidente. El propósito es analizar esa relación siguiendo tres estrategias: la primera, traza la genealogía que va del cuadro como modo privilegiado de representación visual a la pantalla como medio privilegiado de simulación; la segunda, rastrea los diferendos y las hibridaciones entre arte y televisión, contrastando el "déficit de realidad" que caracteriza al arte en relación con el exceso de copias, reproducciones y simulaciones de "lo real" que caracteriza la televisión; por último, se sugieren formas de resistencia a las políticas de producción masiva de imágenes televisivas en el mundo actual.

Palabras clave: estética kantiana, objeto, mundo, lenguaje, imagen, estética, arte.

Abstract: This essay deals with the relations of two regimes of visibility: painting and TV, which seem to be constituent of the cultural tradition of the West. The purpose is to analyze this relationship, following three strategies: the first outlines the genealogy that goes from the painting as a privileged mode of visual representation to the screen as a privileged way to simulate; the second traces the differences and the hibridations between Art and TV, contrasting the "reality shortage" which characterizes Art in relation to the excess of copies, reproductions and simulations of "The Real" that is characteristic of TV, lastly, forms of resistance to the Politics of Massive Production of TV images in the actual world are offered.

Key words: Kantian Asthetics, object, world, language, image, aesthetics, art.

 

En un mirada estratégica, y atendiendo simplemente a la capacidad instalada y a la frecuencia de la recepción, es plausible afirmar que actualmente el modo de vida mediático se ha extendido en todo el planeta como una suerte de tercera naturaleza que ya no es orgánica ni industrial sino tecno-informática y televisiva. La idea kantiana de las facultades del yo: desear, conocer, imaginar, aparece hoy proyectada en "el afuera" como mundo de los objetos, mundo lenguaje y mundo de la imagen. Cuando se califica el mundo de la imagen como algo superfluo, innecesario, se intenta establecer una censura religiosa —en países fundamentalistas— o una crítica radical —en países democráticos— a esa proliferación de simulacros. Sin embargo, sea cual sea nuestra posición frente a los fenómenos masivos de mediatización de la vida social, es necesario reconocer que esta nueva condición es inevitable en el futuro de los sistemas sociales.

Como dice Baudrillard, en su estilo fatalista e hiperbólico, el mal está en todas partes y hace parte de la propaganda del bien,[1] de la misma manera que las potencias de lo falso parecen trazar el laberinto de la búsqueda de verdad, igual que el placer resulta indisociable del deseo, o que la fuerza se presenta como el único recurso para lograr la justicia. En fin, vivimos en un mundo fundamentalmente ambiguo, conflictivo, donde ya la línea recta no es la más corta entre los puntos que marcan nuestro destino.

En esa misma lógica, el kitsch prolifera por todos los circuitos de la vida cotidiana como algo inherente a la democratización del gusto, de la misma manera que las discusiones estéticas sobre lo sublime circulan junto a toda clase de prácticas sociales relativas a la "estética corporal", o que nos hemos resignado a hablar de la originalidad del arte a partir de las copias que tenemos a la mano, en el texto impreso, en el vídeo o en el computador.

Ese es el tipo de indecidibles que surgen cuando se hace la pregunta por la relación entre dos regímenes de visibilidad: la pintura y la televisión, que parecen herederos de una misma tradición y que, sin embargo, no dejan de acercarse y separarse cada vez, sea para propiciar la absorción masiva de las imágenes artísticas en el plano virtual o para conjurar con la singularidad del arte el tedio y el terror que una forma única de cultura planetaria nos pueda provocar.

El propósito de este ensayo es analizar esa relación, siguiendo tres estrategias: la primera traza la genealogía que va del cuadro como modo privilegiado de representación visual a la pantalla como medio privilegiado de simulación; la segunda rastrea los diferendos y las hibridaciones entre arte y televisión, contrastando el "déficit de realidad" que caracteriza al arte en relación con el exceso de copias, reproducciones y simulaciones de "lo real" que caracteriza la televisión; por último, se sugieren formas de resistencia a las políticas de producción masiva de imágenes televisivas en el mundo actual.

1. De la superficie pictórica a la pantalla televisiva

Para empezar, quisiera plantear los problemas que surgen al desplegar el plano de coincidencia que comparten el régimen clásico de representación pictórica y el régimen de simulación en el cual está inscrito el discurso televisivo.

Para ello, quizás resulte útil remover un paradigma filosófico arraigado en el sentido común, y que surge más o menos espontáneamente en los individuos como una forma básica de distinguir las creencias de las explicaciones. En efecto, el discurso filosófico asume que hay algo esencial que explica lo aparente, una ley profunda que no es siempre perceptible en la descripción de los fenómenos y que, en su abstracción formal, viene a constituir el nivel de lo trascendente al que algunos individuos logran acceder en su búsqueda de la verdad. Esta ascesis trascendental ha tenido varias versiones en la historia de la filosofía, pero su referente, hasta finales del siglo XIX, remitía a nuestra capacidad de representación adecuada de las causas y de los objetos.

Esa noción especular del mundo encontró en la pintura un soporte científico, dado por la observación minuciosa de las cosas y por la sistematización del espacio pictórico a partir de las leyes de la perspectiva. En una visión retrospectiva del descubrimiento de las leyes de composición por la pintura renacentista es evidente que el paradigma de la geometría euclidiana y la experiencia local de la mecánica newtoniana sustentan la noción de plano de gravedad, de peso, de profundidad de campo, es decir, organizan a priori el plano pictórico que aparece a posteriori, ante nosotros, resuelto sobre la superficie del cuadro.[2]

Todos los pintores, desde el gótico al romanticismo, comparten como un principio incuestionable del arte pictórico la resolución de la verdad tridimensional del mundo sobre la superficie bidimensional de la tela. A su vez, para el espectador, toda profundidad sicológica, toda atmósfera singular, todo elemento fantástico, será sólo el contrapunto de la cuadratura esencial del mundo plasmado por el pintor. En adelante, las leyes de la física y de la óptica van a servir de criterio para juzgar la obra, en relación con la capacidad de cada pintor para representar, con mayor o menor fidelidad, la superficie del mundo visible.[3]

En ese sentido podríamos afirmar que la historia de la pintura desde finales del siglo XVIII —pienso en Goya, en Turner, en el último Monet, en los fauvistas— ha sido un lento camino hacia la superficie del cuadro, y un abandono de la superficie del mundo entendido como proyección del espacio cúbico sobre la tela.[4] Efectivamente, hay una arbitrariedad en el lenguaje pictórico moderno, que va de lo gestual y lo simbólico hasta lo puramente cromático o textural, que sólo gana autonomía al desprenderse de la mala conciencia que lo ataba a la noción de realidad como equivalente a la visión del cuadro en perspectiva.

El impresionismo, el postimpresionismo, el expresionismo abstracto, el minimalismo, al arte conceptual, hacen eco de ese impulso vanguardista que señaláramos en Goya y que se fue convirtiendo en una experimentación metódica de las artes plásticas a lo largo del siglo XX. Para salir del paradigma de la representación, la pintura entra en un largo período de deconstrucción durante el cual "no deja de mirarse, de morir en los trozos de este espejo roto, de manosear siempre los restos, los residuos, teniendo siempre como contrapartida la dependencia del objeto perdido, la dependencia de su propia muerte".[5]

En compensación, el cuerpo, la materia, las ideas, han venido a ocupar ese espacio vacío, de modo que la virtualidad tridimensional de lo pictórico ha encontrado una posibilidad en las instalaciones y los performances contemporáneos, sin que tengan que pasar por la mediación representativa del cuadro. Es cierto que el Art land y el Body art "recuperan la realidad" pero al precio de abandonar definitivamente el soporte bidimensional de la tela para convertirse en artes "presentativas", en las que el acontecimiento directo del mundo o de la acción relevan la representación. Al reconocer que la pintura también, y esencialmente, es gesto, materia, color, impulso, forma, concepto, el sentido de las artes plásticas se ha desplazado del canon de lo bello y lo armónico, y se ha abierto en múltiples direcciones que desbordan la verosimilitud representativa, la interpretación iconológica y/o la valoración técnica del oficio.

Simultáneamente, y con ocasión del desplazamiento de la pintura por la fotografía en su función representativa, una tradición de progreso técnico y tecnológico —que preside lo que Virilio llama las máquinas de visión— ha encontrado una línea de continuidad que la vincula claramente con la pintura renacentista, en su vocación por reflejar lo más fielmente posible la superficie del mundo visible. En ese proceso, cuando el principio de perfectibilidad de la reproducción técnica se convierte en paradigma de la creación audiovisual[6], entonces, se impone la mala conciencia respecto de cualquier desviación en la representación de las figuras, del paisaje o del movimiento. Esa mala conciencia es el principio del que parten la mayoría de los realizadores de cine y televisión. Casi todos, incluso los que no hicieron el tránsito desde el teatro, parecen conservar ese respeto inamovible por el plano medio, frontal, propio de la representación pictórica clásica. De esa manera, convierten cada toma en una escena naturalista que impone una suerte de psicología perspectivista del mundo a priori, y termina por convertirse en un límite visual y cognitivo aparentemente obvio para el espectador.

Bajo este régimen en tránsito de la representación a la simulación, excepto algunos comics animados y video-clips, la mayoría de noticieros, dramatizados, musicales y programas de opinión que se emiten por televisión reproducen los parámetros básicos del sentido común respecto de lo visible. En efecto, en la mayoría de los casos el cubo mágico que inventaron los pintores del quattrocento sigue intacto y se adecua perfectamente al diseño del monitor.

No podríamos decir lo mismo de la pintura ni de las artes plásticas en general. A pesar de la similitud entre el formato del cuadro y el de la pantalla, además de la capacidad del monitor para convertir cualquier obra en una superficie plana, el arte moderno y contemporáneo nos plantea un milagro distinto que no es el exceso de realidad propio de la televisión, sino justo lo contrario, una extinción repentina de realidad y el gozo y/o el vértigo y/o el terror de precipitarse en ella[7]. En lugar de acompañar al lenguaje audiovisual a establecer esa continuidad entre la representación clásica y la simulación contemporánea de lo real, el arte "traiciona" la superficie de lo visible entendido como la verdadera percepción de la realidad y entra desde comienzo del siglo XX en un régimen de constante experimentación sobre el mundo y sobre la idea misma de lo que es una obra de arte.

2. Hibridaciones y diferendos

Cuando se comparan estos dos procesos resaltan, como dos polos contrapuestos, las innovaciones tecnológicas de reproducción que hacen cada vez más real lo real, refinando las prótesis macro y microperceptivas, y el efecto que tiene la experimentación de las vanguardias en la continua redefinición de la creación, y en la reinterpretación de la realidad como fenómeno estético. Sin embargo, al precisar los límites de la estética de la representación surge una curiosa coincidencia: tanto el uno como el otro escapan a la representación sea por la vía de la reproducción y la simulación como "dobles" de la realidad, o por la negación que las artes plásticas hacen de su capacidad ilusionista. En ese doble rechazo, lo que se ha puesto en cuestión es la confianza moderna en el valor de la interpretación como fin de la obra o de los medios. Frente a las imágenes que se nos imponen por su capacidad de "traer" lo más fielmente posible lo real hacia el espectador, o frente a las obras de arte contemporáneo surgidas de la compulsión vanguardista por olvidar su pasado representativo, ya no podemos confiar en el trabajo compartido de la interpretación como vínculo entre artista, obra y espectador. Simplemente nos quedamos con su equivalente comunicativo: emisor, contenido, receptor.

En ese sentido, ya no estamos en una situación típicamente moderna, pero tampoco terminamos de salir de la modernidad hacia un espacio totalmente a-representativo y a-significativo. De ahí la dificultad de hacer un corte neto entre modernidad y postmodernidad. Como sugiere Lyotard, no se trata de historizar la postmodernidad en términos epocales, sino de reconocer un tiempo puntual, reversible y paradójico, desde donde lo postmoderno suscita, cada vez, una nueva opción de modernidad.[8]

Ahora bien, de ese diferendo entre el devenir experimental de las artes plásticas y la vocación reproductiva de las formas de entretenimiento que propicia el desarrollo de las máquinas de visión, se deriva un segundo problema estético que planteado como pregunta podría formularse como sigue: ¿hasta qué punto la vieja dialéctica entre sujeto y objeto está presente en la creación artística? Una primera respuesta a esta pregunta está dada por la "autonomía" con que las máquinas de visión reproducen, con creciente fidelidad, las diferentes superficies del mundo.[9] A medida que las máquinas se perfeccionan, el "ruido" hermenéutico que generaba la representación por cuenta del sujeto —emisor o receptor— va desapareciendo.

Por parte del arte, desde el comienzo de las vanguardias postimpresionistas, las salidas a la dialéctica sujeto/objeto son diversas, por el recurso que hacen a la singularidad radical que se exige el creador y que hace posible la experiencia más plena del espectador. Por tanto, la interpretación, como momento lógico de la apreciación de la obra de arte, es relegada por la experiencia sensorial, extática, reveladora, tanto del artista como del espectador. Es fácil mostrar que esa experiencia está igualmente presente en el arte anterior a la modernidad, pero no es fácil demostrar cómo se podría disociar radicalmente la experiencia estética del ejercicio hermenéutico.

En la perspectiva de Lyotard, la única manera de mostrar esa disociación es aceptar una suerte de pensamiento-cuerpo pre-judicativo donde acontece la sensación, el éxtasis, la revelación.[10] Desde esa instancia, es más fácil enfocar el diferendo, la zona de litigio donde aparecen los procesos de diferenciación que propicia la creación de obras, de vida o de pensamiento. El silencio, por ejemplo, se convierte para el discurso en un abismo que pone en suspenso el ejercicio mismo de la filosofía. Pasa igual con el gesto expresivo, en la medida en que abandona toda pretensión de verdad representativa. O con el inconsciente, en cuanto despliega una energía que se resiste a ser domesticada por el lenguaje. Silencio, expresión, deseo. Estos acontecimientos tienen un alto potencial de diferenciación y comportan espacios donde emerge una nueva subjetividad que se constituye antes de la interpretación y que la desborda cuando buscamos respuestas a la naturaleza del acto creativo y del acto de recepción.

Dado que el acontecimiento mismo de la creación se define como lo discontinuo respecto de la continuidad del mundo de la representación ya realizada, para evitar el hueco negro que supone concebir una hermesis sin interpretación como instancia última de aparición de la Obra, el secreto está en pasar continuamente de un espacio a otro, de la creación a lo creado, de la experiencia al juicio, del éxtasis al lenguaje, y al revés, retando al pensamiento a encontrar un discurso adecuado a ese pasaje, sin olvidar que lo importante es el hecho mismo de pasar. El punto, conceptual y metodológico, es reconocer cómo el paso de frontera, en sí mismo, constituye el objeto de una nueva estética del pensamiento. En el caso de Lyotard, muchos de estos pasajes se han convertido en libros. El recorrido de Discurso, figura, por ejemplo, se traza partiendo de una lectura maquínica y pulsional de los pasajes Signo/Figura, Vista/Visión, Constitución de Objeto/Consumación de deseo, Mundo/Fantasma; igual sucede a nivel lógico, político y lingüístico, con los pasajes Razón/Sinrazón, Homogeneidad/Heterogeneidad, Universalidad/Géneros discursivos en La diferencia.

Lyotard explora a fondo el disenso según el cual, si bien hoy la mayoría de las descripciones del mundo son tangibles, verificables, operativas, por su parte, cierta filosofía y cierto arte se construyen a la sombra de lo inmaterial, lo imperceptible; habla incluso de lo invisible y lo indecible, es decir, toda una zona de la experiencia que podríamos resumir remitiendo una corriente importante del arte y el pensamiento contemporáneos a una búsqueda de lo impresentable y de lo impensado, respectivamente.

Ahora bien, lo que aquí aparece como un diferendo epistémico irreconciliable, desde el punto de vista del arte, puede ser leído como un juego abierto de posibilidades. En ese sentido, para el arte no hay paradojas insolubles, lo contrario, ya que si bien los dos polos se pueden separar analíticamente hasta llegar a considerarlos como antípodas estéticas y/o estilísticas, en realidad los opuestos se recrean continuamente gracias a la capacidad del arte y del pensamiento para explorar sus propios límites.

Actualmente, una de las exploraciones recurrentes es, justamente, esa instancia anterior a la interpretación, donde se funden, se cruzan, sufren metamorfosis inéditas, lo que percibimos del mundo exterior, incluida la imagen televisiva y los perceptos[11] que plasma el artista en su creación con la dimensión que hemos llamado impresentable, imperceptible y, en muchos casos, indecible, por lo menos en lo que respecta a la experiencia de la obra de arte.

3. El exceso de realidad

Frente al mínimo de realidad que plantea el arte, en la medida en que abandona la representación y se torna opaco a la interpretación, los medios plantean un exceso de realidad que multiplica las percepciones, las copias, los simulacros de lo real, entendido como campo de visibilidad.

Ahora bien, la pantalla TV no es sólo una superficie que refleja y/o reproduce lo real, sino una superficie de absorción que seduce permanentemente la mirada del espectador. Lo que seduce, en esa superficie, es el hecho de que se dirige directamente a usted, a cada uno de nosotros, más allá de las características sicológicas y de las particularidades culturales de cada espectador. El contrato social, dice Baudrillard, "se ha vuelto un pacto de simulación, sellado por los medios de comunicación y la información […] nadie se engaña mucho: la información es vivida como ambiente, como servicio, como holograma de lo social […] El conjunto circula y puede ofrecer el efecto de una seducción operacional".[12]

Desde luego, la pantalla TV sigue siendo una superficie inane, un continuo superfluo si se quiere, pero al mismo tiempo opera sobre la atención un efecto abismal que nos roba la profundidad prosaica de la materia, y nos instala en las certezas de la realidad visual reproducida y/o simulada. Y, justo por eso, resurge cada día de las cenizas de su propia insustancialidad virtual, como el doble "auténtico" de la propia realidad.

Ahora bien, hay unas ciertas reglas en la manipulación de ese atractor, en la dosificación de su poder abismático. Sin ser un especialista en el tema, puedo intuir que la atención del mayor número de televidentes aumenta a condición que los ejercicios de simulación operen sobre la realidad visible, aunque esta realidad sea falseada en estudio. El resultado es un exceso de realidad que mantiene al espectador siempre "en estado de proximidad" con lo real, sea reproducido o simulado.[13]

A diferencia del sentido cada vez más elusivo del arte, hay un exceso de sentido en todo lo que se nos plantea como realidad. El lenguaje común de la televisión refuerza al máximo ese sentido y la responsabilidad sobre la realidad que se deriva de allí. Lo que sucede en ese ejercicio relajante de estar frente al televisor es la reproducción de las condiciones mentales y afectivas de la fuerza de trabajo. De esa manera, la televisión termina por in-formar nuestra noción de realidad, predispone a la acción, impone unos límites al pensamiento y a la imaginación, en fin, cataliza el deseo y el destino de los individuos, clonados en masa por efecto de la recepción.[14]

Para los más optimistas, la operación técnica es simplemente el medio para lograr una nueva ilustración, consensual y democrática, que busca formar los nuevos ciudadanos en este "culto universal a la diferencia", con el propósito de secularizar y universalizar los iconos de las más diversas culturas. Sin embargo, parafraseando a Eco, lo que para los "integrados" es el signo de una sociedad tolerante donde el volumen de flujos e intercambios comunicativos crece exponencialmente cada día, para los "apocalípticos" es una operación global de desublimación de las tradiciones culturales y de indiferenciación del plano de contenido de las imágenes y los relatos que dan cuenta de cada tradición.[15]

Desde el punto de vista del plano de expresión, quisiera señalar un lugar común, un procedimiento aparentemente obvio, que condiciona los diferentes niveles de "producción de realidad" del lenguaje televisivo. Dado que en este medio resulta mucho más fácil agradar a las masas por los recursos de la consigna publicitaria y el lenguaje coloquial, entre más comprensible sea la narración para un público mayoritario, mayor verosimilitud se le adjudica al programa. Igual sucede con las imágenes: cualquier corte, cualquier encuadre fuera de foco argumental, cualquier alteración de la luz o del decorado convencional, en fin, cualquier distanciamiento o cualquier juego de lenguaje se asume como un atentado a las reglas de la retórica televisiva y a los esquemas cognitivos del espectador.

A mi juicio, estos temores derivan de una inversión en la apropiación del lenguaje televisivo, respecto del aprendizaje que hacemos del lenguaje fonético. Mientras en este caso el habla precede a la escritura, en el medio de la imagen, normalmente, se aprende a "escribir" antes de aprender a hablar. Me explico. La mayoría de técnicos y realizadores se entrenan para traducir el lenguaje "objeto" —sea informativo, dramático o simulado— a los códigos de la televisión, de modo que la primacía la tiene la eficiencia en el manejo del código de traducción y no los problemas que podría generar la heterogeneidad de signos, tiempos y materiales que nos propone "lo real". Ese criterio de eficiencia ha logrado homogeneizar nuestra noción de realidad en términos de verosimilitud televisiva, pero el precio ha sido la reducción de las posibilidades que surgen al pensar y experimentar con la imagen y el discurso, cada vez, en el acto mismo de concebir, grabar y/o editar. De esa manera se clausuran de antemano los intersticios que provoca el pensamiento y la invención creadora, y se naturaliza un tipo de linealidad narrativa que termina por homogeneizar el discurso televisivo. En ese sentido, los técnicos y los realizadores han venido a ocupar el rol de los escribanos en la época feudal, es decir, simplemente dejan constancia de una realidad "dictada".

Desde luego, hay grados de obviedad y seducción que valdría la pena analizar. Existen, además, experimentos efímeros de artistas que pasan por la televisión.[16] Pero en general, en su afán por tener una cobertura masiva, la televisión fue encontrando una matriz visual y narrativa que parte del realismo y, a partir de él, introduce variaciones que van del dramatizado al reality show, pasando por la telenovela y el noticiero.[17] El caso de los programas informativos merece un análisis aparte. Allí, como lo ha puesto en primer plano Régis Debray, se evidencia el poder de la televisión como "operador de verdad". En este caso, la imagen vídeo "entrega el certificado de autenticidad tipo", fijando un referente compartido socialmente que deviene soberano frente a otros poderes: "Química o magnética, la imagen maquinal encarna ya la autoridad suprema, lo real",[18] dice Debray. Las imágenes informativas producidas en directo y, muchas veces, en tiempo real, tienen "la fuerza irrefutable de lo constativo"; quizás por el hecho que no dejan rastro de su fabricación, devienen una presencia pseudonatural que "se niega como representación".[19]

Dado el éxito de estos formatos, podemos afirmar que el arraigo masivo de la televisión es proporcionalmente inverso al olvido y, en muchos casos, al desprecio en que se mantuvo durante siglos el llamado gusto popular. Por eso, cuando los realizadores expresan su rechazo a las propuestas visuales o narrativas provenientes de las artes plásticas, intentan hacernos creer que en la búsqueda del máximo realismo, hasta llegar el paroxismo del reality show, nos estamos acercando a los verdaderos intereses del espectador, cuando simplemente nos estamos plegando fatídicamente a la estética de la simulación y a la ética reproductiva de la televisión como única opción de creación de sentido. Si uno entra en la dinámica de los productores y los anunciantes, probablemente tienen razón, pero al costo de una disociación irreversible entre arte y cultura, a partir de la cual se legitima su predilección, no se sabe si real o fingida, por esa entelequia misteriosa que se ha dado en llamar "lo popular", como si el realizador no fuera más que un ventrílocuo de ciertas formas colectivas de ver el mundo, y estas formas, a su vez, tuvieran incorporado un estilo muy preciso de ser llevadas a la pantalla.

Sobre ese soporte semiótico reproductivo, la cultura televisiva ha terminado por desplazar la cultura en su conjunto hacia la información y el entretenimiento, aduciendo la buena conciencia de un consenso prefabricado adonde concurren todas las versiones de lo real y que permite a las mayorías compartir un ideal, así sea adulterado, redundante y/o conflictivo, de destino común.

4. ¿Cómo resiste el arte "el paso" por la televisión?

 El resultado de la apuesta por lo popular es que la experimentación propiciada por las vanguardias pictóricas y literarias desde la segunda mitad del siglo XIX —que tanta influencia ha tenido en el campo de la cultura, en el diseño, incluso en la moda y la publicidad— se ha esfumado sin dejar rastro en la estética televisiva. En realidad, la influencia es al revés: a medida que se impone el consenso de la realidad mediática los artistas han terminado por incorporarla como material privilegiado de su propia investigación, convirtiendo el arte en un efecto satelital de esa realidad mayoritaria.

Esta es la visión fatalista, que efectivamente corresponde a una tendencia importante del arte actual. Sin embargo, en otro sentido, la creación artística —aún en el caso de las obras hiperrealistas, incluso las más literales— abre una fisura, quiebra el sentido común, nos arrastra a un afuera del sentido dramatizado y del cúmulo de información permanentemente renovada en el que parecería sustentarse nuestra relación básica con la realidad. Desde luego, hay suficientes argumentos periodísticos, políticos e institucionales para ignorar ese estado, a veces salvaje, a veces demasiado lúcido, a veces francamente críptico, del pensamiento propio de los artistas. Probablemente, en otras épocas era más fácil asimilar la experiencia de lo sublime como parte de la dinámica de la naturaleza, de la pulsión social o de la expresión icástica, contundente, del imaginario colectivo. Pero en una época mediática el acceso a la experimentación artística tiende a ser inscrito en la red informática que funde el hecho artístico en el flujo televisivo, despojándolo de su propio sentido a cambio de otorgarle significado. Inserto en ese campo mediático, el arte termina siendo identificado con su "doble" significativo; así gana una segunda realidad indisociable de su evocación y de su ausencia.

Benjamín ha sido el primero en señalar cómo "los diversos métodos de reproducción técnica" de la obra de arte han producido "una modificación cualitativa de su naturaleza",[20] dejando un campo de expectativas ligado a las revoluciones técnicas y estéticas que parecía prometer la revolución social. Ochenta años después el optimismo ha cedido a la melancolía y al hastío. También las preguntas han cambiado, enfocando de una manera más pragmática la frontera entre arte y técnica y, en particular, la frontera arte/TV:

¿Para hablar de arte en televisión es inevitable utilizar el lenguaje mayoritario, que no es necesariamente el que los encuestadores adjudican a la mayoría, sino el que tiene el poder de circulación más alto? ¿Es deseable elaborar un lenguaje sutil, sugerente, abierto a los procesos creativos, ajeno a las fórmulas tradicionales de los géneros televisivos, buscando un tono minoritario, acorde con el lugar que el arte se otorga a sí mismo en nuestra sociedad? ¿Es viable la circulación del arte en los medios sin que pierda su sentido original? ¿Acaso ese sentido existe ajeno a los procesos de mediación que lo conectan al espectador? ¿Finalmente, el acto creador en su poder de invaginación, al plegarse sobre su propio sentido, sobre sus formas y materiales, paradójicamente, no deja abiertas las puertas para ser utilizado de mil formas por la manipulación de la imagen propia de los medios impresos y televisivos?

En lo que sigue quisiera responder a estas preguntas a partir de un caso. Hablo de Tiempo Libre,[21] que es el único programa de arte que conozco desde dentro. Por principio el programa suponía cada obra, como diría Calvino, cargada de sentido. El trabajo era construir un significado abierto a la experimentación del artista, a su propia visión del arte y del proceso creador, de manera que al final era ese itinerario transcursivo[22] el que indicaba la sobriedad o el barroquismo, la autorreferencialidad absoluta o las redes del contexto en que se buscaba tejer el discurso, el registro visual y las imágenes posibles que gravitan alrededor de cada obra.

El reto era encontrar estrategias distintas a las del documental con los recursos del video-arte sin abandonar el documental, esto es, tratando de evitar los ejercicios típicos de domesticación del lenguaje artístico que comporta un género pre-determinado. Una de las fórmulas obvias de ese ejercicio de domesticación del lenguaje artístico es el guión previo a la grabación. Allí se pondera la importancia del personaje, se relata su biografía, se contextualiza la obra, en fin, se individualiza el discurso al punto que "la realidad" que sugiere el contacto directo con la obra se ve relegada a su reproducción técnica en un formato más o menos verosímil y/o a la ilustración del relato épico del artista. Pues bien, en el caso de Tiempo Libre, la premisa era eliminar el guión como premisa. A cambio, el equipo se dedicaba pacientemente a sumergirse en la obra, en el flujo discursivo del creador, en las intersecciones entre el registro de lo visto y de lo dicho, de manera que sólo al final se podían establecer las pautas que, en cada caso, en cada obra, permitían que los signos, los tiempos, los planos, los conceptos, incluso las exigencias institucionales, o las ideas del creador, concurrieran en el momento justo durante el proceso de edición.

Con este recurso a lo pre-narrativo, paralelo a la experiencia prejudicativa que Lyotard señalara como propia del acto creador, es plausible descubrir las sucesivas capas de sentido que enriquecen la relación transversal del artista con su obra, de la obra con el espectador y de éste con el creador. Al establecer una relación directa entre la cámara y la obra, surge un polo re-creativo, un "tercero" ajeno a la técnica y al creador artístico, a través del cual el video se revela como un poderoso órgano de percepción capaz de traducir experiencias sensoriales y propiamente hápticas[23] —donde lo visual se hace táctil— que un espectador común no logra frente a la obra de arte. En ese sentido, el oficio del realizador de un programa sobre arte podría estar satisfecho si logra trasmitir las delicias que Balzac experimentaba al descubrir palmo a palmo la superficie de una tela. Igual sucede con las esculturas, el body art o las instalaciones. En todos los casos se descubre una realidad enriquecida por la tactilidad de la cámara, por las formas en que la imagen traduce la materia, por las composiciones de sentido y las percepciones del tiempo que sugiere la "lectura" minuciosa de la obra.[24]

El resultado es una imagen televisiva donde lo importante no es la verdad del registro ni la verosimilitud del encuadre, sino el juego de los signos, la articulación poética de las imágenes, la incidencia del sonido en la reverberación más íntima de cada plano, en fin, todo aquello que nos permite ahondar en el vacío repentino de referente que surge cuando asumimos la realidad de la obra de arte y la realidad como una obra de arte. Visto así, el video puede registrarlo todo, parodiarlo todo, en fin, reescribirlo todo. De la misma manera que el Barroco desbordó los límites entre pintura, escultura, teatro y arquitectura, la imagen-video puede transitar de lo bidimensional a lo tridimensional, explorar la cuarta dimensión, descubrir las ideas que están detrás de cada objeto, simular el ojo del espectador, conectarse a cualquier red o campo virtual, en fin, convertirse en un doble autónomo de la obra, que a veces resulta más seductor que el original.

La conclusión provisional de esta experiencia es que, al evaluar las posibilidades reales de hacer programas sobre arte y cultura para televisión, debe plantearse el problema del acto de emisión, de la misma manera que en la filosofía del lenguaje el habla se le considera un acto con muy precisas connotaciones performativas.[25] Como, a la larga, lo performativo devela su carácter político, aprender a hablar en video para televisión significa, también, colocarse en —sin dejarse atrapar por— el entramado de intereses y el cúmulo de sentido socializado que tiende a convertir la obra misma, el juego del arte, la fascinación por la trama de los signos y de las imágenes, en algo superfluo frente al supuesto interés público o al raiting del mercado.

Sobre este aspecto yo diría que, en general, en los muy pocos programas dedicados al arte en nuestro medio no sólo falta investigación sobre el acto de emisión sino también sobre el acto de creación y el acto de recepción. A propósito de la creación artística, en los círculos académicos se habla normalmente del ejercicio interminable de la interpretación, para referirse al circuito que va de la obra al crítico y del crítico al espectador. Pero, no sabemos casi nada sobre esa red de deseos, impulsos y creencias que hace posible una obra. Igual pasa con el espectador, sigue siendo la caja negra de la investigación estética. Aún alimentamos el mito de la infinita posibilidad de interpretación de la obra para evitar una inmersión a fondo en ese mar de prejuicios, asombros, rechazos, incomprensiones, lugares comunes, miradas eruditas, exigencias políticas, hábitos de consumo, rigor academicista, tedio conformista, secretas fidelidades y obsesiones que constituye el mundo del espectador.

El problema es que al eludir el problema, el mito del gusto del espectador termina por refrendar los intereses de los productores, los hábitos perceptivos y los esquemas conceptuales que supone el formato del que parte el realizador.

 5. Políticas de la imagen

 Baudrillard, siguiendo a MacLuhan, ha definido la televisión como un medio de seducción "frío", para diferenciarla de medios "calientes" como el teatro, el cine, la pintura y otros medios modernos de representación —política— donde la distancia con la escena es fundamental para la relación del acontecimiento y el espectador.[26] Al abolir esa distancia, la TV neutraliza toda pulsión, domestica la transgresión, traduce en simple información los conflictos sociales y las fuerzas de lo natural, conduce la intensidad diferencial de las imágenes a su medianía entrópica. Por ello, hacer o ver TV es renunciar, de entrada, a la construcción de imágenes arquetípicas, perdurables, capaces de hacer girar el mundo de los afectos y de las ideas en su órbita. Ese es el precio de la proliferación de simulacros de lo real que generan las tecnologías suaves. Efectivamente, allí los signos renuncian a su encanto y a su intensidad, de manera que toda iconicidad fuerte, arraigada en la tradición, en la cultura o en la contracultura, se disuelve en una especie de semiurgia light, de seducción blanda,[27] en un estado neutro de superfluidez de los mensajes y superfluidad de los significados.

En compensación, los medios suponen, como premisa del contrato con el espectador, un principio de verosimilitud. El principio de verosimilitud es el mínimo de sentido común que es necesario compartir para entrar en el juego, o lo que es lo mismo, para adaptarse a las condiciones técnicas e ideográficas de reproducción y simulación que comporta el flujo de imágenes a disposición del televidente. Mi opinión es que las reglas que hacen posible el acto de emisión como un recurso para hacer del principio de verosimilitud un principio de realidad pueden cambiar. Solamente con cambiar los modelos de rostrificación que sirven de paradigma estético y racial para decidir quién puede entrar o salir de la pantalla, sería suficiente. Igual sucede respecto del régimen discursivo que hace más o menos aceptable una determinada fuerza interpretativa de lo que es un hecho socialmente relevante. O de los criterios que deciden sobre la programación general. En los límites de este ensayo sólo quiero insistir en que esas reglas deben cambiar si queremos captar las creencias, las ideas y los perceptos que secreta la obra de arte y, en el extremo, si quisiéramos hacer de la televisión un medio que pudiera registrar los eventos del mundo visible como acontecimientos tan complejos y reveladores como la obra de arte.

Es evidente que los programadores rechazarían de plano un proyecto semejante en aras del interés público o de la necesidad de compensar la pauta publicitaria. El acto de emisión, para la industria noticiosa y del entretenimiento, debe reduplicar y legitimar una noción de realidad mayoritaria. Así las cosas, como sucede a menudo, nuestro precioso flujo de imágenes "creativas" se convierte en un ejercicio curioso de video-artistas que circulan sus tesoros entre sí.

No sé si esta desaparición del arte como lenguaje compartido sea motivo de un debate estético o es simplemente un dato sociológico.[28] Tampoco sé si las masas de televidentes estarían de acuerdo en suspender el consumo a fin de pensar el medio mismo como un problema público. No creo. Sin embargo, a futuro, el hueco negro de la ilustración postinsdustrial no se resuelve con una investigación, sino que adquiere las dimensiones de una campaña permanente, con los objetivos de (i) cualificar la oferta televisiva en términos técnicos, temáticos y estéticos; (ii) garantizar la participación de los diferentes grupos sociales en la programación; (iii) disminuir la polución visual y el ruido mental que invade el sistema de cerebros "transistorizados" en que se ha convertido la masa televisiva, cuantificable en dimensiones planetarias y clasificable en grados de despersonalización y pérdida de experiencia afectiva, mundana, cotidiana, histórica, social.[29]

Valdría la pena hacer una estadística de la cantidad de pregrabados y programas en directo que son borrados diariamente en el mundo después de su emisión. Pero este desecho tangible, apenas comprensible, resulta insignificante frente al cúmulo potencial de desechos mentales, afectivos, perceptivos, que alberga el común de los individuos en su historial de televidentes.

En parte, la responsabilidad de este excedente lo tienen los dietistas del interés público, es decir los publicistas, productores y realizadores que deciden sobre los contenidos de la programación. Urge, por eso, que artistas, realizadores y espectadores tengan conciencia plena del plano televisivo como unidad mínima de emisión y significación, pero también del plano como unidad mínima de recepción y seducción hipnótica.

Desde el punto de vista del televidente individual, por ahora, la única opción de resistencia a la mano la ofrece el liberalismo. En términos pragmáticos, se trata incentivar la responsabilidad del espectador para manipular la duración de cada programa —incluso de cada plano— libremente. En efecto, por lo menos teóricamente, cada individuo puede suspender el circuito televisivo, cortar el efecto hipnótico del flujo de la programación, y propiciar una relación directa y reversible entre las imágenes posibles y su propio deseo. El resultado de este juego es un exceso de conciencia sobre las relaciones especulares de seducción de la pantalla con el espectador y de este consigo mismo.[30]

Probablemente, la tendencia de la televisión, a futuro, sea masificar esa pasión narcisista implícita en el arte y contagiar con su juego la pasión autoseductora del espectador. En últimas, en la opción liberal, se trataría de utilizar los medios para popularizar la pasión del amor por sí mismo, para contagiar la masa de esa capacidad de autoseducción que parecía auténtica sólo en el genio, en el héroe deportivo y en el artista. En ese proceso de estetización popular de la existencia del sujeto receptor es probable que el arte sea desplazado por el entretenimiento en el proceso de "lubrificación social".[31] Pero también es probable que, por canales aún inéditos, el lenguaje artístico irrumpa y se instaure como criterio de seducción y experimentación en ese universo proliferante de lo virtual.

Está por investigar hasta dónde el interés creciente de los espectadores por el Internet y otras formas de comunicación virtual es un signo de abandono progresivo de la "dictadura emisiva" de la TV por la "democracia participativa" que ofrecen los nuevos medios de entretenimiento y comunicación, mucho más versátiles para responder al flujo deseante que se pone en juego en la relación del individuo con el nuevo uso, ya no de la pantalla, sino del monitor.

Simplemente señalamos tendencias que se relevan entre sí sin establecer un paradigma definitivo. Lo único cierto es que el mundo virtual llegó para quedarse. Lo demás es incierto.

Entretanto, si es que no resulta retórico asumir un lenguaje imperativo en estos casos, lo importante es establecer una suerte de resistencia ética, política y mental al poder de absorción que homogeniza los procesos de subjetivación a través del uso de la TV. Para ello, igual que para otros problemas globales, será necesario abordar la cuestión como un problema de salud pública, implementando "técnicas de sí"[32] individuales y colectivas que propicien una continua limpieza icónica y mental de la multitud televidente, aunque bajo responsabilidad de cada usuario del servicio.

 Esa utopía es posible poniendo en práctica una especie de ascética concertada entre el Estado, los medios y el consumidor. En lugar de clamar por un espacio más amplio para el arte y la cultura en el espectro televisivo, para empezar, deberíamos luchar por disminuir radicalmente ese derecho a todas las programadoras, hasta tanto no haya un mínimo consenso sobre las fuerzas que la televisión agencia a favor o en contra de determinado régimen de signos, esto es, en favor o en contra de ciertas formas de subjetivación y control social. Antes de naturalizar el flujo televisivo o de suponer que se trata de una necesidad de primer orden, es pertinente preguntar cómo han sido "producidas" las necesidades —culturales, informativas, simbólicas, recreativas— de los diferentes grupos sociales, a escala local, global, nacional.

Entretanto, tratemos de imaginar el espacio social liberado de la narcosis televisiva. No es una utopía ni una hipótesis a comprobar. Es simplemente un ejercicio de arte conceptual que los filósofos llaman experimento mental.

Algún día sería interesante decretar una abstinencia más o menos regular de imágenes televisivas que responda a un cierto biorritmo nietzscheano de lo social. Entonces, quizá, como sentencia Baudrillard, podrá reanimarse el cuerpo cataléptico de lo social.

 


* Una versión inicial de este texto fue leída en el encuentro organizado por el artista Jaime Iregui en el Planetario Distrital con el título de: Procesos de mediatización en el arte, en el año 1996, y es parte de la producción del grupo de investigación Estudios sobre identidad financiado por Colciencias.

[1] El Mal, dice Baudrillard, "como la parte maldita, se regenera por su propio gasto. Es algo económicamente inmoral, de la misma manera que puede ser metafísicamente inmoral la inseparabilidad del Bien y el Mal. Es una violencia inflingida a la razón, pero hay que reconocer la vitalidad de esta violencia, de esta inflación imprevisible que lleva las cosas más allá de su fines, en una hiperdependencia a otras condiciones finales, ¿cuáles? Cualquier liberación afecta tanto al Bien como al Mal. Libera las costumbres y los espíritus, pero libera también los crímenes y las catástrofes. La liberación del derecho y del placer libera ineluctablemente la del crimen […]. Esta totalidad del Bien y del Mal nos supera, pero debemos aceptarla por completo. No existe ninguna comprensión de las cosas al margen de esta regla fundamental". Baudrillard, J. La transparencia del mal. Anagrama, Barcelona, 1991, pp. 118-119.

[2] Para Panofsky, la perspectiva renacentista consigue "racionalizar totalmente en el plano matemático la imagen del espacio mediante una progresiva abstracción de su estructura psico-fisiológica y mediante la refutación de la autoridad de los antiguos. Conseguía así una construcción espacial unitaria y no contradictoria, de extensión infinita (en el ámbito de la dirección de la mirada) mediante la gradual elaboración de la verdadera perspectiva central con su espacio ilimitadamente extenso y organizado en tono a un punto de vista elegido a voluntad, el pensamiento abstracto llevaba a cabo de un modo abierto la ruptura, anteriormente velada, con la visión aristotélica del mundo. […] Se había logrado la objetivación del subjetivismo". Panofsky, E. La perspectiva como forma simbólica. Tusquets, Barcelona, pp. 47-48.

[3] Entre la abundante bibliografía sobre la perspectiva como técnica y como estética, quisiera resaltar: Da Vinci, L. Tratado de pintura. Editora Nacional, Madrid, 1976; Panofsky, E. La perspectiva como forma simbólica. Tusquets, Barcelona, 1973; White, J. Nacimiento y renacimiento del espacio pictórico. Alianza, Madrid, 1994.

[4] Para un análisis detallado de este tránsito, véase Francastel, P. Destrucción de un espacio plástico. En: Pintura y sociedad. Cátedra, Madrid, 1990, cap. 2.

[5] Baudrillard, J. La ilusión y la desilusión estéticas. Monte ávila, Caracas, 1997, p. 29.

[6] Aunque las posiciones de Benjamin sobre las relaciones entre arte e industria presentan posiciones distintas a lo largo de su obra, y no parece que la masificación de las imágenes se la plantee como un problema ético y ontológico, vale la pena citar un texto de 1931 en donde anuncia el tipo de retos que la técnica planteaba a los artistas de la época: "Es aquí donde entra, con toda su carga de estupidez, el concepto filisteo del arte, según el cual el más ínfimo desarrollo técnico le es absolutamente extraño, precisamente porque percibe que su propio fin está muy cerca debido al estimulante reto de la nueva tecnología. No obstante, fue cabalgando sobre ese concepto fetichista, totalmente antitecnológico del arte, que los teóricos de la fotografía buscaron luchar durante casi un siglo, sin conseguir resultado alguno. Porque ese criterio nada entendía fuera de acreditar al fotógrafo ante el riguroso tribunal que había destronado". Benjamin, W. Breve historia de la fotografía. Eco, Bogotá, vol. 31 (188), junio de 1977, p. 149.

[7] Una aproximación postkantiana a este problema, se encuentra en: Lyotard, J.-F. Lo inhumano. Manantial, Buenos Aires, 1998, pp. 142 ss.

[8] Seguramente es más fácil descubrir esta dinámica si enfocamos las sucesivas transformaciones que desata la vanguardia pictórica europea a partir de la segunda mitad del siglo XIX: "¿Contra qué espacio combate Cezánne? Contra el de los impresionistas. ¿Picasso y Braque? Con el de Cezánne. ¿Con qué presupuesto rompió Duchamp en 1912? Con el de que es necesario hacer cuadro, así se trate de uno cubista […]. Una obra no puede llegar a ser moderna si no es antes postmoderna. El postmodernismo así entendido no es el modernismo tocando a su fin, sino en estado naciente, y este estado es recurrente". Lyotard, J.-F. ¿Qué es lo postmoderno? Eco, Bogota, vol. 67 (269), 1984.

[9] Para un desarrollo detallado de este proceso, véase González, S. Prótesis video o la máquina de visión. Paul Virilio. En: Chaparro, A. (ed.). Los límites de la estética de la representación. Bogotá, Universidad del Rosario, Colección de Ciencias Humanas, 2006, pp. 241-265.

[10] Una de las más lúcidas revaloraciones de lo sublime en el acto creador se encuentra en: Lyotard, J.-F. ánima mínima. En: Moralidades postmodernas. Tecnos, Madrid, 1996, cap. 15, pp. 161-170.

[11] Término utilizado por Deleuze y Guattari para diferenciar el bloque de sensaciones que sintetiza la obra de arte, de la percepción cotidiana de los objetos. A medida que esa diferencia desaparece, como es el caso de varias tendencias del arte actual, es más difícil reconocer la frontera entre arte y vida cotidiana. Para el concepto de precepto. Véase, Deleuze, G. y Guattari, F. ¿Qué es la filosofía? Anagrama, Barcelona, 1994, pp. 164 ss.

[12] Baudrillard, J. La seducción. Cátedra, México, 1990, p. 155.

[13] Para un desarrollo específico de la estética de la simulación, Véase Ordóñez, L. La realidad simulada. Una crítica del reality show. Análisis político, Bogotá, vol. 18 (54), mayo de 2005, pp. 49-62.

[14] "Las masas son un dispositivo clónico, que funciona del mismo al mismo sin pasar por el otro. Sólo son en el fondo la suma de las terminales de todos los sistemas —red recorrida por impulsos digitales: eso es lo que hace masa. Insensibles a las exhortaciones externas, se constituyen en circuitos integrados entregados a la manipulación (la automanipulación) y a la ‘seducción’ (la autoseducción)". Baudrillard, J. La seducción. Óp. cit., p. 163.

[15] El apocalíptico, en el fondo, dice Eco en 1965, "consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el transfondo de la catástrofe, la existencia de una comunidad de ‘superhombres’ capaces de elevarse, aunque sea sólo mediante el rechazo, por encima de la banalidad media […]. En contraste, tenemos la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader’s Digest ponen hoy en día a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información […] estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural, la circulación de un arte y una cultura popular". Eco, U. Apocalípticos e integrados. Barcelona, De Bolsillo, 2004, pp. 31-30.

[16] El evaluador de este texto me ha recordado, justamente, el trabajo de Greenway, Lynch, Kitano, entre otros; pero mi impresión es que sus programas no alcanzan a incidir en la tendencia mayoritaria. Por lo demás, reconozco la limitación de este análisis a la TV que se ve en Colombia.

[17] En el caso del cine, creo que se trata de un flujo que se incorpora a la oferta TV pero no es producido originalmente para el medio. En el caso del documental, siendo un ejemplo minoritario, valdría la pena evaluar su impacto en términos de formato y de reproducción de lo real. Pero su complejidad amerita un estudio aparte.

[18] Véase Debray, R. Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Paidós, Barcelona, 1994, p. 293.

[19] Ibíd.

[20] Benjamín, W. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En: Discursos interrumpidos 1. Taurus, Madrid, 1973, p. 30.

[21] Durante los años 1996 y 1997 trabajé como investigador del programa del Ministerio de Cultura Tiempo Libre, dedicado a las artes plásticas y dirigido por Elvia Beatriz Mejía, intentando descubrir los nexos entre la palabra y la imagen, entre la obra y su doble, entre el proceso de creación y las posibilidades de la producción televisiva.

[22] El término fue acuñado por Edgar Garavito como una instancia desde la cual es posible analizar el discurso, teniendo como referente, no el autor, sino las diversas transformaciones y posiciones del sujeto de la enunciación. Garavito, E. La transcursividad. Crítica de la identidad psicológica. Universidad Nacional de Colombia, Medellín, 1997.

[23] Término adoptado por Deleuze para indicar el componente táctil de la experiencia visual. Deleuze, G. Francis Bacon. Logique de la sensation. Seuil, Paris, 2002, pp. 145 ss.

[24] En ese vértigo detenido del primer plano se nos escapa la dimensión que da la profundidad de campo; pero justo por eso el mundo puramente plástico que percibe la cámara se puede articular al universo mental del espectador sin establecer un referente perceptivo o cultural predeterminado.

[25] Searle, J. Actos de habla. Cátedra, Madrid, 1994, pp. 32 ss.

[26] Baudrillard, J. La seducción. Óp. cit., 149 ss.

[27] Ibíd., p. 164.

[28] En ese sentido, la pérdida del gesto y la operación manual como un componente sustancial de la creación artística es parte de un proceso más amplio de transformación de las fuerzas productivas que supone, por ejemplo, la desaparición del campesinado como cultura tradicional, y que exige nuevas competencias: mentales, de parte del trabajador. De hecho, hoy, en las escuelas superiores de arte, "la sustentación del proyecto" y el arte por computador son materias obligadas, que han desplazado prácticas como el grabado, el dibujo o la escultura. De otra parte, es verdad que el cuerpo y la materia misma han adquirido una importancia sin precedentes en las artes plásticas. Pero, justamente, eso que parece una elección artística puede ser leído también como una forma de resistencia al poder de reproducción de los medios audiovisuales, en la búsqueda de un lenguaje irreductible a la "realidad mediática" y en una práctica volcada sobre el mundo "a la mano". De ahí las paradojas que plantean al espectador las intervenciones, las instalaciones, los performances que alteran directamente el paisaje y el entorno social.

[29] Baudrillard, J. La seducción. Óp. cit., pp. 153 ss.

[30] Ibíd.

[31] Ibíd., p. 163.

[32] A pesar de su pertinencia en la actualidad, el término es el resultado de la vuelta de Foucault a la elección que los griegos hicieran de la ética, la erótica y la dietética como instancias privilegiadas del proceso de subjetivación. Foucault, M. L’hermeneutique du sujet. Gallimard-Seuil, Paris, 2001, pp. 43 ss.

 

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