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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  n.36 Medellín jul./dic. 2007

 

EL RECONOCIMIENTO, ¿UNA NUEVA PASIÓN DEMOCRÁTICA?

RECOGNITION: A NEW DEMOCRATIC PASSION?

 

Por: Monique Castillo

Universidad de París XII

París, Francia

monique.castillo@gmx.net

Fecha de recepción: 17 de de abril de 2007

Fecha de aprobación: 14 de mayo de 2007

 

 Resumen: La espera por una democracia cultural capaz de enfrentar el desafío intercultural de la convivencia entre las culturas, la mediatización de los conocimientos y migraciones en el marco de la globalización, es un factor de esperanza para una nueva moralización de la democracia. Sin embargo, estamos todavía en los inicios de la historia del reconocimiento, en la etapa donde todavía nos hacemos la siguiente pregunta: ¿las representaciones del reconocimiento que están imponiéndose contribuyen a fragilizar las democracias o más bien a reforzarlas? Mi reflexión procederá a la crítica de la perspectiva relativista y luego de la perspectiva victimaria del reconocimiento, para destacar la fuerza moral pura del imperativo de intersubjetividad, a salvo de cualquier recuperación ideológica. Así se abrirá la condición de posibilidad cultural de un universalismo relacional: Al comienzo era la relación.

Palabras clave: Política y reconocimiento, universalismo, filosofía política, democracia, legitimidad democrática, multiculturalismo, Charles Taylor, Dworkin, Walter

Abstract: The expectancy for a Cultural Democracy that is able to face the intercultural challenge of the coexistence of cultures, the mediatization of knowledges and the migrations in the frame of globalization, is a factor of hope for a new moralization of Democracy. Nonetheless, we are still in the beginnings of the History of Recognition, at the stage where we ask still the following question: Do the representations of Recognition that are imposing themselves contribute to make democracies more fragile or do they rather contribute to strengthen democracies? My reflection will proceed to criticize the Relativistic Perspective and, then, that of the Victimary Perspective of Recognition, to emphasize the pure moral force of the imperative of inter-subjectivity, safe from any ideological recuperation. Thus the condition of cultural possibility of a relational universalism will be opened: In the beginning was relation.

Key words: Politics and Recognition, Universalism, Political Philosophy, Democracy, Democratic Legitimacy, Multiculturalism, Charles Taylor, Dworkin, Walter

 

 Introducción

El concepto de reconocimiento desempeña hoy el papel de concepto experimental que pretende reactivar la legitimidad democrática, liberando a los individuos no solamente del dominio del hombre por el hombre, sino también del desprecio del hombre por el hombre. La primera igualdad democrática iniciada por los fundadores de la revolución francesa es la de "todos iguales frente a la ley"; pero otra igualdad se espera hoy, que tome en cuenta las raíces y las memorias y que permita que el aprecio de sí mismo de cada ciudadano se convierta en un nuevo deber para la colectividad entera.

Esta espera por una democracia cultural capaz de enfrentar el desafío intercultural de la convivencia entre las culturas, la mediatización de los conocimientos y migraciones en el marco de la globalización, es un factor de esperanza para una nueva moralización de la democracia. Sin embargo, estamos todavía en los inicios de la historia del reconocimiento, en la etapa donde todavía nos hacemos la siguiente pregunta: ¿las representaciones del reconocimiento que están imponiéndose contribuyen a fragilizar las democracias o más bien a reforzarlas?

Estamos en la época en donde seguimos experimentando las ambivalencias de la práctica del reconocimiento: efectivamente, puede ser que el reconocimiento no sea más que una devaluación mutua de las culturas, cuando alimenta un relativismo cultural simplemente nihilista. Peor aún, el reconocimiento no es más que un juego de suma nula, sin ganancias, cuando hace del desprecio de uno la condición de la revalorización del otro y cuando practica una lógica exclusivamente victimaria.

Mi reflexión procederá a la crítica de la perspectiva relativista y luego a la de la perspectiva victimaria del reconocimiento, para destacar la fuerza moral pura del imperativo de intersubjetividad, a salvo de cualquier recuperación ideológica. Así se abrirá la condición de posibilidad cultural de un universalismo relacional: Al comienzo era la relación.

I 

Comencemos por combatir un prejuicio que se ha vuelto muy popular y que parece ser favorable al multiculturalismo: consiste en afirmar que la prioridad de la unidad humana sobre la diversidad étnica no es un principio racional universal sino un simple prejuicio impuesto por una cultura dominante, europea y occidental. Por tanto, para otorgar derecho a los particularismos culturales en el multiculturalismo sería necesario denunciar como falsa la pretensión universalista de los valores democráticos tradicionales.

Mi crítica es la siguiente: esta tesis contiene un poder destructor que va más allá de su objetivo, el cual se propone conseguir un aprecio de sí mismo basado en el reconocimiento del otro. En efecto, produce un relativismo que sólo puede deteriorar, en mi opinión, su propia pretensión al aprecio de sí mismo.

Tengamos claro que no se trata aquí de hacer la apología de una dominación cultural en particular —que tomaría el pretexto de su universalidad potencial—, ni de defender la unidad de la humanidad como pretexto o coartada a favor de algún imperialismo cultural. Porque está claro que, si el reconocimiento de sí mismo por el otro ha llegado a ser hoy una apuesta filosófica de suma importancia, es en la perspectiva de hacer factible un mundo multipolar posible. Pero esta perspectiva, y esta es la tesis que quiero defender, necesita más bien de una regeneración del ideal universalista y no de su destrucción; reclama más su complejización que su abolición.

1. Del multiculturalismo

Puesto que semejante planteamiento es al mismo tiempo filosófico y político, se tratará aquí de entender el éxito del relativismo cultural en el contexto de la democracia liberal. Por una parte, en efecto, el reconocimiento de las diferencias es el motor de una regeneración de la democracia liberal: "el liberalismo número 2", así lo llama Mickaël Walzer en su comentario al ensayo consagrado por Charles Taylor al multiculturalismo bajo el título Política del reconocimiento.[1] El liberalismo número 1 (el de Locke, de Voltaire, de Benjamin Constant o de Rawls) reconoce a cada uno el derecho del ejercicio individual de su libertad, el derecho de oponerse a las presiones del poder, a las ideologías colectivistas, el derecho a la libertad de opinión, de expresión y de la acción. Pero el liberalismo número 2 quiere ir más allá de un alegato por la libertad individual e incorporar las reivindicaciones identidarias: no separa el individuo de sus raíces, de sus creencias, de sus convicciones, de su bagaje socio-cultural. Se quiere incluso pluri-étnico, multicultural y casi siempre comunitarista. Así, Charles Taylor asocia el reconocimiento al criterio de autenticidad cuyo origen encuentra en la oposición del romanticismo al pensamiento de la Ilustración.

El ideal de autenticidad llegó a ser crucial para una evolución posterior a Rousseau y que yo relaciono con Herder. él resaltó que cada uno de nosotros tiene una manera original de ser humano: cada persona tiene su propia "medida"... Existe una cierta forma de ser humano que es mi propia forma. Estoy llamado a vivir de esta forma y no a imitar la vida de otros. Pero esta perspectiva da una nueva importancia a la fidelidad que me debo a mí mismo. Si no me soy fiel, fracaso en lo esencial de mi vida; pierdo lo que significa para mí ser humano.[2]

Este derecho a ser diferente lleva a adoptar una política de discriminación positiva que introduce un factor de reparación para las víctimas del no-reconocimiento social. Es lo que Taylor llama una "política de la diferencia", que exige dar derechos y poderes suplementarios a unas minorías para que adquieran así "el derecho de excluir a otras a fin de preservar su integridad cultural".[3] La escuela es el lugar por excelencia de aplicación de una discriminación que debe servir para compensar la discriminación sufrida por algunas minorías:

Se dice que habría que conceder más importancia a las mujeres y a los pueblos de raza y cultura no europeas. El segundo campo es el de las escuelas secundarias en el que se trata —en los Estados Unidos por ejemplo— de desarrollar carreras "afro-céntricas" para los alumnos de las escuelas mayoritariamente negras.[4]

Una política del reconocimiento se legitima, como lo afirma Taylor, mediante el deber de respeto a todas las culturas que todos debemos acatar. Pero la estrategia polémica, que consiste en desvalorizar el universalismo jurídico para hacer triunfar un relativismo culturalista ¿puede evitar una nueva versión belicista de la necesitad de reconocimiento o sencillamente una deriva separatista de las reivindicaciones del aprecio de sí mismo? Nada es menos seguro. Dos ejemplos lo atestiguan: uno proviene de Herder y sirve de referencia a Taylor. El otro es de Lévi-Strauss que retoma el diferencialismo de los años 50.

2. Del relativismo cultural

Una gran intolerancia puede esconderse detrás de una demanda de tolerancia cuando se dirige a otra cultura con el fin de ser la beneficiara exclusiva. Entonces el elogio de la diferencia puede significar simplemente el derecho a negar la otra cultura. Así, en nombre de la diversidad natural de los pueblos, Herder alaba el ensimismamiento de las naciones y su exclusión mutua:

La naturaleza me ha armado en su bondad de insensibilidad, de frialdad y de ceguera; hasta se puede convertir en desprecio y asco; pero tiene como única meta encerrarme sobre mí mismo, para darme satisfacción en el mismo centro que me sostiene.[5]

Hay aquí una contradicción moral y jurídica de la cual el relativismo hace una verdad cultural: admito la pluralidad de las culturas, pero para justificar mi rechazo a la otra cultura. Es decir, negar los valores del otro me da acceso al reconocimiento que necesito. La alteridad aparece entonces como radical e insuperable.

Si reconsideramos ahora el diferencialismo cultural que ha predominado en la segunda parte del siglo XX, hay que reconocer a Claude Lévi-Strauss esta capacidad paradójica de haber percibido con realismo que el antihumanismo ha sido, en estos tiempos, la condición teórica de una defensa de la diversidad de las culturas que se proponía denunciar el etnocentrismo cuando el etnocentrismo fuese europeo. Por eso él afirmaba:

Cada creación auténtica implica una cierta sordera al llamado de otros valores, que no sólo puede llegar hasta su rechazo sino hasta su negación. Uno no se puede fundir en el goce del otro, identificarse con él y mantenerse diferente al mismo tiempo. Plenamente exitosa, la comunicación integral con el otro condena la originalidad de mi creación y de la suya, más o menos a corto plazo.[6]

Los términos de esta tesis muestran claramente que la negación del universalismo es la condición de la afirmación del pluralismo. Para ganar una autoridad especulativa autónoma, el pluralismo necesita presentarse como un relativismo y así negar la independencia cultural del universalismo. Cada cultura es para sí misma su propia referencia; cualquier medida común sería únicamente el resultado de un acto de dominación de una cultura sobre otra.

Hoy en día, el vocabulario de Charles Taylor usa la palabra "ceguera a las diferencias" para expresar la misma tesis: "Los liberalismos ciegos son ellos mismos los reflejos de culturas particulares (...) la idea misma de un tal liberalismo podría luego ser una forma de contradicción pragmática, un particularismo disfrazándose en principio universal".[7]

Estas ilustraciones hacen resaltar, si no una incoherencia, por lo menos una desproporción entre el fin y los medios del diferencialismo cultural. Porque el precio que hay que pagar es muy costoso: lo que se exige para estar a favor de la tesis de la igualdad cultural entre todas las culturas es la reducción del universalismo humanista a un mero prejuicio y a una violencia cultural unilateral.

Si el relativismo cultural es hoy tan exitoso, es porque pasa por ser el campeón de una nueva tolerancia democrática. Si posee un extraordinario poder para subyugar a las mentes, es porque se presenta como un progreso dentro del progreso, una modernización de la modernidad; promueve una igualación (de las culturas) superior a la igualdad (de los hombres) y antepone su poder crítico contra el propio pensamiento crítico. Se presenta como un espíritu de libre examen más libre todavía que el de la Ilustración, puesto que puede poner en tela de juicio a la misma Ilustración; se impone, él también, como una victoria contra el prejuicio, el prejuicio universalista precisamente. Luego, quiere ser recibido como una modernidad más moderna que la propia modernidad.

Sin embargo, se basa en una extraña contradicción. Se muestra en la intención más humanista que el propio humanismo, y su deseo de introducir al multiculturalismo sigue siendo humanista cuando propone superar la igualdad hacia el aprecio de sí mismo. En esta vía, se trata de promover un nuevo humanismo. Pero, para hacerlo, opta por una deconstrucción del universalismo y su abolición en un historicismo que hunde a las culturas todas en la misma relatividad. Para afirmar que todas las culturas son iguales en cuanto al mérito, prohíbe que se las juzgue y suprime así cualquier canon universal. Cualquier cultura se ve reducida a un simple particularismo.

La igualdad cultural es, pues, reconocida, pero sobre la base de una igualdad desvalorizada. Lo ilustra el caso siguiente: el caso de Robert Redeker en Francia, condenado por el islamismo por haber dicho que el Islam favorecía la violencia y la guerra.[8] Por el lado de los laicos, algunos protestaron contra esta condena, pero en un modo de tolerancia relativista y relativizante. Nos compadecemos por su situación, pero quitándole al mismo tiempo el derecho de representar un juicio universal: la protesta se limitó en general a pedir el respeto de su opinión en nombre de la igualdad de todas las opiniones.

II

Veamos ahora la función esperada del reconocimiento en una democracia social. La orientación social consiste en ir más allá de una política liberal, más lejos que un consenso sobre el respeto a las diferencias, dándole al reconocimiento el papel de una función reparadora.

1. Tomar en cuenta las raíces y las memorias

Para un pensador como Axel Honneth, el reconocimiento no debe ser simplemente moral y jurídico, debe tener una dimensión social. El aprecio de sí mismo está asociado a la construcción social de sí mismo, pues el desprecio y la injusticia que una persona pueda soportar reducen su imagen de sí misma y destruyen su auto aprecio. Honneth delimita tres esferas de la necesidad del reconocimiento: la experiencia del amor permite llegar a la confianza en sí mismo, la experiencia de la igualdad jurídica conduce al respeto por sí mismo y la experiencia de la solidaridad al aprecio por sí mismo.[9]

En Francia, un filósofo como Paul Ricoeur piensa también que hay que ir más allá en el reconocimiento de sí mismo por el otro para llegar, más allá del respeto por sí mismo, hasta el aprecio de sí mismo. El otro es un deseo de vivir bien y hay que tomar en cuenta su historia porque relata cómo el deseo de una vida buena se cumplió o, al contrario, se desplomó o fue traicionado. La versión social del reconocimiento integra una dimensión psicológica que incorpora las características de la historia de cada uno en la identidad personal. La memoria que se toma aquí en cuenta es afectiva, contiene los bloqueos, las heridas y los sufrimientos que ni son registrados ni son significativos en la cohabitación jurídica. La memoria es lo que particulariza cuando impide apreciarse a sí mismo como igual a los otros, cuando hace vivir con sentimiento de culpa, en el auto-desprecio o en el desconocimiento de sí mismo.

La reflexión de Ricoeur se ve prolongada por la de Jean-Marc Ferry en su pequeño ensayo de 1996 consagrado al concepto de ética reconstructiva. él intenta mostrar que el reconocimiento intersubjetivo puede ir más allá de la ética del diálogo según Habermas: puede existir un reconocimiento del otro que consiste en vincularse con otras identidades, como una capacidad de "recibir la historia de los otros como su propia historia".[10] Para eso, hay que ir más allá de las normas para dar lugar a los valores. Las normas son deberes racionalmente aceptables y los valores son los motivos que permiten aceptar las normas. Las normas son jurídicas y públicas, los valores son las convicciones que nos hacen elegir. Las normas dependen de lo justo, los valores del bien. Para utilizar el vocabulario de los escritos teológicos hegelianos de juventud, las normas son las leyes, los valores alimentan "el amor de las leyes".[11] En consecuencia, para integrar los valores, la ética reconstructiva propone agregar a la argumentación racional entre varios interlocutores, el conocimiento de los motivos que dirigen la elección de las razones. La ambición es ir más allá del reconocimiento jurídico y filosófico de la igual dignidad de las personas y de los pueblos, para tomar en cuenta la dimensión histórica de la identidad de los otros.

Sin embargo, lo que algunos observadores perciben hoy como un problema, es la manera en que este impulso socio-político se encuentra contradicho o extraviado en los hechos. Por una parte, la reivindicación del derecho al aprecio de sí mismo está legitimando por repliegues comunitaristas destructores de la vida común; por otra, el derecho al reconocimiento favorece el desarrollo de un victimismo que termina reemplazando la política social en las democracias avanzadas. Surge entonces una pregunta: ¿Hay que temer que la ética del reconocimiento degenere en una pasión que transforme la democracia en una política de compasión?

Dos dificultades internas aparecen en la perspectiva ético-social del reconocimiento:

Primera dificultad: esta perspectiva busca revitalizar el vínculo social, pero es sólo el individuo, a fin de cuentas, el único beneficiario de la petición, puesto que el reconocimiento social tiene que favorecer la construcción del ego. Tal es la función terapéutica reconocida a la memoria: el sujeto enfermo, traumatizado o herido tiene que reconciliarse con su pasado. El significado originalmente cristiano de esta "reconciliación" fue analizado por Hegel en El espíritu del cristianismo y su destino: "el sentimiento de la vida que se reencuentra es el amor y es en él que se reconcilia el destino". Pero ¿cómo transformar la función compensadora individual de la reconciliación en una cultura pública y colectiva? Jean-Marc Ferry piensa en la formación de una cultura moral europea cuando escribe: "el principio reconstructivista se manifiesta en una búsqueda de elementos propiamente históricos, cuya recolección permite a las identidades personales, individuales o colectivas dotarse frente a las otras de una estructura coherente y significativa".[12] Tal proceso supone que la experiencia vivida del otro sea aceptada y escuchada. Supone que cada pueblo pueda reconstruir su historia como una memoria que se puede contar a otro para que sea conocido y reconocido su carácter ejemplar, dramático o culpable. Como en la cura analítica, el reconocimiento de sí mismo consiste en salir del desconocimiento de sí mismo. Aquí, se trata de reconstruir una identidad narrativa.

Sin embargo, la esencia muy psicológica de esta actividad reconciliadora es problemática: idealmente se trata de transferir en la esfera pública de la solidaridad social unos sufrimientos individuales privados, para obtener un reconocimiento que reactive en cada uno el aprecio por sí mismo. Sin duda, la meta es encontrar en la afectividad de manera certera un recurso espontáneo y directo de solidaridad, pero ¿cómo impedir que la ética reconstructiva sirva de pretexto para recriminaciones identitarias y legitimación de activismos revolucionarios, o para fanatismos violentos, so pretexto de que tratan de hacer acatar el deber público de reconocimiento? Paradójicamente, el esfuerzo por reanudar un vínculo social por medio del reconocimiento intersubjetivo contribuye también a favorecer una reactivación del individualismo. El que las minorías (religiosas, regionales o sexuales) valoricen su memoria "hecha de un pasado, verdadero o falso" constituye al mismo tiempo, lo dice un historiador, un medio potente de aniquilación de la identidad nacional común.[13] De la misma manera, a nivel internacional, como lo observa un politólogo, aparece un nuevo espíritu nacionalista que ya no busca hacer reconocer la validez universal de su voluntad de participar en el concierto de las naciones por la calidad del vivir juntos que instaura, sino que se caracteriza más bien por una "definición etno-nacionalista" del "cada quien en su casa".[14]

En efecto, hay que notar que el repliegue identitario sobre la nación, la etnia, el clan o la familia, sirve de recurso para los individuos cuando puede presentarse como la satisfacción socialmente legítima de una necesidad individual de reconocimiento. Pero contribuye al mismo tiempo a dividir el espacio público en varios espacios de reconocimiento separados y enemigos y a fabricar un mundo compuesto de extranjeros. Cuando cada uno ya no se preocupa más que de preservar lo que le es habitual, estable y repetitivo, entonces el imaginario colectivo se encierra sobre sí mismo y se pone en posición de practicar sólo el "arte de ser sí mismo contra el otro". Es así como el comunitarismo, en sentido estrecho, sólo cultiva el arte de "ser sí mismo en su casa", sobre el modo de la "mismidad". Paradoja: el reconocimiento de sí mismo se limita al mero goce de la convivencia exclusiva con lo idéntico a sí.

La segunda dificultad interna a la perspectiva ético-social consiste en la tentación de politizar y de ideologizar sus propios propósitos para conseguir más eficiencia. La referencia a la tradición comunista revolucionaria, por ejemplo, quiere aparecer como unificadora pero a costa de ser muchas veces demasiado simplificadora. La ventaja buscada es la de inscribir la emancipación de todos los oprimidos en una misma y única dinámica política, la de la lucha de clases. En el contexto contemporáneo, existe la tentación de poner el sufrimiento de las víctimas del desprecio (las mujeres, los extranjeros o los homosexuales) al mismo nivel que el de las víctimas del productivismo capitalista (el proletariado) para lograr movilizarlos y alistarlos en un mismo combate. Pero tal práctica, más que de la capacidad de lucha, hace del sufrimiento el denominador común de los oprimidos y promueve así la difusión de una ideología victimaria, emocional y "políticamente correcta".

La inferioridad de la mujer, la violencia contra los niños, la presunción de los conquistadores, etc. pueden juntarse así en un mismo y único esquema explicativo: cualquier débil es un oprimido. La lucha de los despreciados toma el relevo de la lucha de los oprimidos. Este esquema explica cómo el militantismo revolucionario puede cambiar de dirección y volverse culturalista.

Así es como, por ejemplo, un filósofo socialmente comprometido reconstruye la trayectoria que lo ha conducido del maoísmo al Islam: "Desde el principio, tomo el partido del más débil y todos los libros se consagran a las figuras olvidadas (...) las que no tienen valor para la filosofía dominante. La ontología del Islam es la ontología de los débiles, de los contemplativos, de los que creen en espejos".[15] En este discurso, la apología de los débiles y la movilización de la energía de los excluidos tienen como fin el hecho de perpetuar las tensiones de protesta en el cuerpo social y de mantener ahí el gusto por la lucha. Pero se pueden hacer dos observaciones:

La primera se refiere a la confusión entre el sentido etnológico y filosófico de la palabra "cultura". Desde un punto de vista etnológico, una cultura es el conjunto de las fuentes (materiales, institucionales y simbólicas) que perpetúan un modo de vida. Desde un punto de vista filosófico, una cultura es, citando a Ricoeur, "una educación para la libertad". Es fácil y tentador, para un combatiente en busca de eficacia, elevar la facticidad de las culturas en contra de la idealidad de cualquier objetivo civilizatorio, pero esto al final consiste en preferir la violencia al diálogo. El mismo Ricoeur denunció esta confusión.[16]

La secunda observación es que la ideología victimaria ha entrado finalmente en la moral democrática. En efecto, la ideologización política del sufrimiento produce, en las democracias, un efecto no-violento que es simplemente la banalización de la lucha contra el sufrimiento y su puesta al servicio de la paz social. Hoy, el elogio de la debilidad ha tomado realmente el rostro de la desvalorización del desprecio del otro y ha cobrado una importancia determinante en el sistema jurídico y mediático de las democracias liberales. Uno puede admirar así cómo se extiende un culto de las víctimas que convierte la fragilidad, el sufrimiento y la precariedad en una especie de derecho prioritario a un reconocimiento público. Esta versión "políticamente correcta" de la caridad corresponde a lo que se puede llamar la edad "postmoderna" del reconocimiento. A través de los medios de comunicación, el sitio de las víctimas crece cada vez más, a tal punto que da la impresión de que son ellas quienes impulsan un nuevo entendimiento de las normas en la vida social. El proceso se presenta como una terapia necesaria para hacer su luto,[17] es un fenómeno colectivo que la televisión promueve haciendo del dolor privado un espectáculo público destinado a alimentar una emoción colectiva (por lo menos a corto plazo). El desprecio del desprecio del otro ha invadido tan fácilmente los hábitos (en un nivel superficial al menos) que ha adquirido la autoridad de un hecho social. Y el victimismo acaba teniendo un verdadero papel social. Cuando los canales tradicionales de la asistencia social (los sindicatos, las familias, las asociaciones...) no pueden ni saben más cómo asumir los problemas de la sociedad, la victimización hace su oficio: ofrece al dolor una compensación digna de ser recordable y que consiste en aparecer como algo ejemplar... por un breve momento de emoción mediática.

III

¿Qué nos queda después de este recorrido crítico?

No se trata, sin duda, de renunciar a reconocer la realidad del deseo individual y colectivo del reconocimiento, sino de una preocupación muy firme por resaltar la necesidad de reciprocidad. En lo más profundo de sí mismo, el reconocimiento debe ser mutuo.

Primera problemática: evitar el desprecio mutuo. Da lugar a la siguiente pregunta: ¿Cómo asumir la parte afectiva del deseo de reconocimiento y al mismo tiempo preservar la universalidad de los valores que permiten la convivencia? Una sugerencia: establecer una clara distinción entre una estética de las diferencias y una política de la igualdad.

Segunda problemática: evitar que la desvaloración de uno sirva para la revaloración del otro. De donde surge la siguiente pregunta: ¿cómo construir el aprecio de sí mismo de manera mutua, sin cultivar el resentimiento ni confundir la justicia con el odio? Una sugerencia: hacer de la relación entre culturas la condición originaria de su co-expresión posible.

1. Estética de las diferencias y política de la igualdad

Lo primero que hay que evitar es la confusión entre un reconocimiento mutuo y un desprecio recíproco. Para eso, debemos comenzar por reconocer la legitimidad que el romanticismo ha otorgado a cada cultura, es decir una legitimidad estética; comencemos por reconocer la verdad estética de la diversidad cultural.

La reivindicación pluralista, de Herder a Taylor, tiene por vocación proteger la unicidad y mantener, en nombre de la pluralidad cultural, una manera de sentir y de imaginar que nos ha formado. Pero esta estética de las diferencias no debe impedir la colaboración para hacer posible una vida común futura, no debe prohibir esta otra reivindicación: el derecho a no ser solamente sí mismo. El derecho a no ser reducido a su comunidad de origen, a su comunidad sexual, a su comunidad religiosa o a su historicidad particular. Derecho a ser co-actor en un mundo en formación, con la unidad de la humanidad en perspectiva.

Es legítimo reconocer que el deseo de reconocimiento es una verdad cultural en el sentido de Herder. Herder pone en evidencia un argumento antropológico convincente, es decir, que todas las culturas son igualmente fructíferas. Que el registro de la sensibilidad, los mitos y los prejuicios, del inconsciente colectivo si se quiere, contienen un poder de inspiración y de movilización de la imaginación creativa. Cada cultura es creadora de lo que nos convierte en creadores. Esta es la verdad estética de la diversidad cultural.

Pero la dificultad aparece cuando se pretende transferir esta validez cultural al plano político y jurídico. Porque ya no se trata más en este sentido de reivindicar un derecho a la igualdad, sino un derecho a excluir a los demás y excluirse a sí mismo de los regímenes de derecho común y de las obligaciones de la vida publica ordinaria. Con un argumento casi intachable: basta convencerme de que, si pertenezco a una minoría, es porque estoy culturalmente dominado, si no soy reconocido individualmente, es porque soy víctima de una "ceguera a las diferencias".

Para evitar esta trampa, hay que reconocerle a la diversidad cultural su plena legitimidad estética, en el sentido más profundo de lo que concierne a las formas de sentir, de querer, de ser-en-el-mundo, de la memoria de las primeras identificaciones que estructuran la sensibilidad y la imaginación, pero sin intención de confundirla con una legitimidad jurídica y política rival y destructora de la unidad humana. Se puede imaginar un imperativo categórico estético basado en lo siguiente: lo que es inimitable en una cultura es lo que ella regala a la humanidad: una potencialidad de vida. Así se podría expresar nuestro imperativo de este modo: Trata siempre a tu cultura, para ti y para los otros, como una riqueza que se debe conservar y transmitir, es decir como un poder de inspirar obras.[18]

Sin embargo, esto no quiere decir que, en una cultura, todo pueda servir como imperativo moral y político: hay prácticas que no se pueden validar, porque no son universalizables y porque no pueden presentarse como un progreso para la humanidad en conjunto. Pertenecen a la memoria colectiva de un pueblo, forman parte del relato de sus orígenes, conservan una función estéticamente edificante, pero no pueden aspirar al estatus de patrimonio de la humanidad.

De esta manera, se puede cultivar una estética de las diferencias que no destruya la perspectiva de una solidaridad humana, de una política de igualdad humana. Dicho de otro modo, la capacidad de tener raíces no debe destruir la capacidad de ser en proyecto, de co-obrar con otros por un mundo futuro. Pues, si la diversidad contribuye a "encantar" el mundo, la universalidad contribuye a idealizarlo.

2. Una política de co-expresión cultural

Tomaremos una última pista de reflexión para el examen de la segunda problemática: el reconocimiento debe ser mutuo para que la historia de los unos no obstaculice la memoria de los otros, y para que, al revés, la memoria de los unos no impida la historia de los otros. Intuitivamente, las relaciones entre dominantes y dominados ilustran ambos casos. La historia de los colonizadores puede servir para absorber y borrar la memoria de los colonizados, pero los antiguos dominados pueden también querer la reducción de la historia a su propia memoria.

La dificultad del problema es obvia: no se trata de negar el dolor, pero también se impone el principio de realidad: hay que seguir viviendo juntos. Pero la explotación psicológica del dolor arriesga fomentar las reivindicaciones victimarias, identitarias y sectarias. Hannah Arendt ha demostrado, en su Ensayo sobre la revolución, cómo la compasión, cuando se cultiva como una virtud política suprema, contiene "un potencial de crueldad más fuerte todavía que la crueldad misma"[19] porque convierte a los desdichados en fanáticos y hace de la violencia el medio para una justicia ciega y expeditiva. Sin embargo, se puede entender porqué las memorias particulares tienen la preocupación de ser reconocidas como parte de la historia colectiva, pues este medio de reconocimiento se convierte entonces en un medio de autoconocimiento de un pueblo: tengo una historia si mi historia puede ser contada tanto por mí mismo como por otros y si se inscribe, con la de los demás, en un relato conjunto abierto a un porvenir común.

El trabajo de la memoria es creador de efectividad simbólica cuando reconoce al otro su capacidad de modificar mi historia y de integrar mi propia identidad narrativa. El pueblo vencido en una guerra o el grupo dominado por otro se convierten en una parte de la historia del dominante, son una parte del conocimiento de sí mismo del otro. A esta altura, la memoria ya no es más egológica sino que se convierte en una actividad común, en un patrimonio compartido. Ella es una justicia histórica que acepta el pluri-significado de los hechos.

Un cambio de paradigma se vuelve necesario: En vez de una fundamentación solipsista y monádica, exclusivamente subjetivista del intercambio cultural, hay que poner el principio de posibilidad de comunicar la relación en sí misma.

La representación simplemente histórica e instrumental del reconocimiento para vincular, a posteriori, a los individuos separados por sus creencias y sus opiniones cae en una contradicción: si veo al otro como una mente condicionada (por su historia, su familia, su religión ) cuyo acondicionamiento cultural se expresa en un lenguaje extranjero —el lenguaje de sus creencias encerrado en sí mismo—, entonces es sencillamente la imposibilidad de comunicar que coloco al comienzo de la comunicación, y tengo una representación muy estrecha de la pluralidad reduciéndola a una simple coexistencia de pueblos diferentes. Al contrario, es sólo cuando los individuos hablan a fin de ser escuchados y entendidos que conciben la relación y el intercambio como el requisito último que permite la inteligibilidad de sus experiencias y sus convicciones. La condición de su existencia pública. La condición de su existencia simbólica. La condición de su existencia cultural. En vez de ser percibida como un hecho psicológico aislado y encerrado en sí mismo, una creencia o una convicción pueden ser experimentadas como una intención de significar y de producir la significación y por lo tanto creadoras de relación, de interacción, de inspiración... Así, para ir más allá del concepto identitario y solipsista de las culturas, se necesita un concepto originalmente relacional del intercambio cultural; para que sea posible una política de la entre-expresión de las culturas, se necesita una fundamentación originalmente dialógica.

El coloquio organizado en Bogotá en mayo de 2003 me había dado la oportunidad de mostrar la importancia del paradigma dialógico en el pensamiento del filósofo Francis Jacques así como su valor, en lo que concierne a sus aplicaciones posibles a la idea de intersubjetividad cultural.[20] El principio del primum relationis[21] erige al otro como la condición misma de inteligibilidad de mis pensamientos: yo me entiendo a mí si el otro me entiende. Por extensión, este paradigma significa que una cultura no es una realidad cerrada, un lenguaje estancado y petrificado en su propio pasado, sino que por el contrario se tiene que enriquecer de lo que ella hace comprender de sí misma cuando se considera a sí misma como fuente de comunicación y de intercambios. Cuando se trata de contribuir a forjar un destino comunicacional común (lo que no significa unitario o colectivo), los patrimonios culturales se pueden apreciar como recursos simbólicos capaces de comprensión mutua, de interpretaciones cruzadas, de lecturas recíprocas.

Quisiera terminar con una ilustración que puede ser calificada de intercultural. Me valdré pues de una idea del filósofo egipcio Fouad Zakariya en un comentario muy libre: es la idea según la cual las memorias deben y pueden construirse en la perspectiva de una "problemática multipolar de la interculturalidad".

En su libro Laicidad o islamismo[22] Zakariya quiere mostrar que el acceso a la modernidad es una dinámica que tiene que ser llevada a cabo desde dentro de la cultura arabo-musulmana y a partir de sus propios recursos internos. Desde su punto de vista, la laicidad, la libertad del pensamiento, el conocimiento racional no son específicamente occidentales, corresponden a "una forma de espíritu", a una manera de pensar que caracteriza universalmente cualquier proceso crítico.

a) Es lo primero que se nota en el libro: que la exigencia de universalidad va naciendo en uno mismo y que no es heredada; no puede ser otra cosa que un comienzo, es decir, un acto y una decisión cultural.

b) La segunda característica es la puesta en práctica del pensamiento crítico como auto-crítico. El argumento de Zakariya es el siguiente: mientras un pueblo idealiza su propio pasado hasta tal punto que lo transforma en un pasado imaginario tan resplandeciente que no puede sino condenar al presente, se deja seducir por su propio imaginario como si fuera una ideología que le impide mirar a su propia realidad y cumplir con las tareas necesarias para su porvenir. Es en el momento de descubrir que su propia alienación es obra suya que la libertad se revela como un éxito interno y autónomo. Según Zakariya, el orientalismo es un tramposo encanto que petrifica al pasado en una inmortalidad solamente imaginaria: hay que derribar esta visión, o más bien invertirla, para convertirla en una proyección de la herencia en el porvenir. Esto se llama "historizar" la modernidad, es decir: hacer la historia hoy.

c) Esto nos conduce a la tercera característica de su tesis: un renacimiento puede anudar con el pasado si sirve para el porvenir. El Renacimiento anuda con su pasado, pero como objeto de estudio y de interpretación: la libertad de pensamiento y opinión no es un mero bien individual, una propiedad privada de la que cada quien puede gozar, es más bien la producción de una nueva imagen de sí mismo por sí mismo. Y esta perspectiva puede generar un impulso hacia "una multipolaridad intercultural".

Lo que se puede alcanzar con esta construcción crítica y libre de la imagen de sí mismo, es una reapropiación cultural, una desalienación cultural finalmente útil a la pluralidad del mundo. Para decirlo en los mismos términos que Zakariya: "El orientalismo, para ser entendido, no debe ser estudiado como un fenómeno unívoco (la visión del Oriente por el Occidente) sino que tiene que ser reubicado en la problemática multipolar de la interculturalidad".[23] Así, Zakariya no opone la particularidad al universal, ni la tradición a la modernidad: es el acceso al pensamiento crítico en cuanto proceso universal que permite un lenguaje común de la comunicación y una entre-expresión de sociedades capaces de reconocerse recíprocamente con juicios libres y mutuamente instructivos.

Conclusión

Este es el camino de la conclusión. Tenemos que comparar a dos concepciones del valor, cuando se trata de valores culturales: o bien una cultura afirma su propia valor como un poder de condicionamiento, o bien quiere mostrarlo como un poder de inspiración. En el primer caso, su concepción de la unidad es más política que cultural y la unidad que puede generar es una unidad de dominio. En el segundo caso, no es tanto la unidad sino la universalidad lo que se busca.

Así se dibuja una universalidad más relacional que substancial, capaz de asociar los valores a un futuro posible más que a un pasado caduco. De tal modo que una expresión cultural de sí mismo puede presentarse como el origen de una relación intersubjetiva y el principio de una relación cuyo interés último es, en términos de Kant, un mundo de fines, y, en términos contemporáneos, la contribución a un universal relacional e interactivo.

 

[1] Taylor, C. Politique de reconnaissance. En: Multiculturalisme. Différence et démocratie. Trad. de D. A. Canal. Champs Flammarion, Paris, 1994; Walzer, M. Commentaire. En: Taylor, C. Multiculturalisme. Différence et démocratie. Óp. cit., pp. 131-132.

[2] Taylor, C. Óp. cit., p. 47.

[3] Ibíd., p. 59.

[4] Ibíd., p. 89.

[5] Herder, G. F. Une autre philosophie de l’histoire. Flammarion, Paris, 2000, p. 185.

[6] Lévi-Strauss, C. Le regard éloigné. Plon, Paris, 1971, p. 47.

[7] Taylor, C. Óp. cit., p. 64.

[8] Redeker, R. Face aux intimidations islamistes, que doit faire le monde libre? Le Figaro, Paris, 19 de septiembre de 2006.

[9] Honneth, A. La lutte pour la reconnaissance. Trad. de P. Rusch. Cerf, Paris, 2002, p. 208.

[10] Ferry, J. M. L’ethique reconstructive. Cerf, Paris, 1996, p. 34.

[11] Hegel, G. W. F. Fragments de Berne. En: Werke in zwanzig Bänden. Suhrkamp, Frankfurt, 1971, Band 1, p. 190.

[12] Ferry, J.-M. Óp. cit., p. 32.

[13] Nora, P. Le nationalisme nous a caché la nation. Le Monde, Paris, 18-19 de marzo de 2007.

[14] Laïdi, Z. Un monde privé de sens. Hachette, Paris, 2001, p. 101.

[15] Palabras de C. Jambet citadas por Birnbaum, J. Christian Jambet, l'Islam dans le désert. Le Monde, Paris, 25 de enero de 2003.

[16] Ricoeur, P. Soi-même comme un autre. Le Seuil, Paris, 1990, p. 332.

[17] Eliacheff, C., y Larivière, D. Le temps des victims. Albin Michel, Paris, 2007, p. 201.

[18] Castillo, M. La responsabilité des modernes. Kimé, Paris, 2007, p. 197.

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[20] Jacques, F. Dialogiques. PUF, Paris, 1979.

[21] Jacques, F. Différence et subjectivité. Aubier, Paris, 1982, p. 188.

[22] Zakariya, F. Laïcité ou islamisme. Les Arabes à l’heure du choix. Trad. de R. Jacquemond. La Découverte, Paris, 1991.

[23] Ibíd., p. 165.

 

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