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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  n.37 Medellín ene./jun. 2008

 

ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN

 

Los límites morales de la compasión*

 

The Moral Limits of Compassion

 

Por: Ángela Uribe Botero

(Grupo de Investigación Ética, comportamiento y evolución, Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia)

auribeb@unal.edu.co

 

(Fecha de recepción: 24 de agosto de 2007; Fecha de aprobación: 4 de febrero de 2008)

 

 


Resumen:

El propósito de este texto es dar razones para defender la posición que advierte sobre los riesgos morales de la compasión. Además del argumento que, para sostener esta posición, apela al valor de la autonomía, hago referencia al debate sobre el contenido cognitivo de actitudes como la humillación. Las referencias a este debate junto con algunos ejemplos de la historia y de la literatura colombianas servirán para trazar el vínculo entre la creencia sobre la inferioridad de algunas personas y el trato paternalista, condescendiente y humillante que puede llegar a ser constitutivo de la compasión.

Palabras clave: esclavitud, compasión, humillación, Kant.

 


Abstract:

The purpose of this article is to give reasons to defend the position which warns us against the moral risks of compassion. Besides the argument that, in sustaining this position, appeals to the value of autonomy, I refer to the debate about the cognitive content of attitudes such as humiliation. References to this debate, along with some examples taken from Colombian history and literature will serve the purpose of defining the links between the belief in the inferiority of some people and the paternalist, condescending and humiliating treatment that can be constitutive of compassion.

Key Words: Slavery, compassion, humiliation, Kant.

 


 

 

En su artículo "¡Socialmente ni tan muertos! Las identidades esclavas en la Nueva Granada borbónica",[1] el historiador Renée Soulodre-La France lleva a cabo un análisis sobre las intenciones de la Corona, hacia finales del siglo XVIII, de intervenir en las relaciones entre los amos y sus "bienesmuebles humanos", los esclavos. La referencia institucional que de manera más notoria articula estas intenciones está contenida en lo que se conoce en la historia como "el código de esclavos" de 1789.[2] En dicho código el rey, Carlos IV, instruye a sus vasallos sobre el "trato y la ocupación" por los que deben ellos procurar a favor de los esclavos de los que son dueños. Los esclavos, bajo las normas de propiedad y cuidado de los colonizadores españoles, dice el rey, además de ser bautizados, habrían de ser instruidos en los preceptos de la religión católica, bien alimentados y asistidos en las enfermedades; no habrían de ser obligados a realizar trabajos de los cuales fuesen físicamente incapaces y tampoco habrían de ser castigados sin un proceso judicial previo. En suma, los vasallos de la corona habrían de actuar, en relación con sus esclavos negros, "conforme a los principios y reglas que dictan la Religión, la humanidad y el bien del Estado".

Estas referencias, junto con otras más que se introducen para destacar la renovación social que parecía inaugurarse en las colonias españolas con las disposiciones reales sobre el trato a los esclavos, en el artículo del historiador, vienen acompañadas de la siguiente insinuación: "Al tratar de establecer alguna forma de control sobre el tratamiento de esclavos, el estado colonial parecía más interesado en reflejar su propia humanidad que en afirmar la de los esclavos".[3] A pesar de que en su Real Cédula el rey manifiesta su preocupación explícita por la debida atención que "esta clase de individuos del género humano" le merece, la lectura del texto de Soulodre-La France, junto con la lectura de otros textos de la historia y de la literatura colombianas motiva una preocupación que da lugar a la siguiente pregunta: ¿qué humanidad era la que se designaba cuando el rey y sus funcionarios promulgaban que a los esclavos se les tratase conforme a los principios y reglas que dictan la Religión y la humanidad?[4] Para intentar responder a esta pregunta es preciso anticipar otra: ¿cómo debe ser entendido el sentido que con el término "humanidad" alude el rey a la preocupación que, según él, le merecen los esclavos? La cédula real contiene la afirmación acerca de que la religión y la humanidad dictan determinados principios. Según mi interpretación, si los principios de la humanidad son consistentes con los principios que dicta la vocación católica de la época, entonces los principios de la humanidad deben poder ser traducibles a un sentimiento de amor y preocupación por todos los individuaos del género humano ("amaos los unos a los otros"). Esto es, al "sentimiento humanitario", caritativo y compasivo hacia los demás. Si lo que afirmo es cierto, entonces, el contexto histórico al que se hace referencia en el artículo de Soulodre-La France, junto con la insinuación que este autor introduce en él, abre paso a la siguiente pregunta: ¿qué hay de malo, de haberlo, en el sentimiento de humanidad que, por lo que se lee en la cédula, parece promover el rey? ¿Cuáles son los límites morales de dicha preocupación? y ¿con qué criterios deben ser fijados esos límites? Teniendo en cuenta algunas de las afirmaciones que hace Kant sobre el sentimiento de compasión, quisiera, en la primera parte de este texto, intentar responder a estas preguntas. Con el propósito de ilustrar la posición de Kant, recurro a algunas fuentes de la literatura y de la historia colombianas para destacar la ambigüedad en las relaciones humanitarias y compasivas que con frecuencia se promovían en la Nueva Granada del siglo XVIII. La segunda parte del texto servirá para fortalecer la posición que advierte sobre los límites morales de la compasión. Teniendo en cuenta algunos episodios del debate sobre si las actitudes humillantes tienen un contenido cognitivo, en esta parte intento mostrar que el trato compasivo es, en una medida importante, el resultado de una creencia en la inferioridad de los supuestos beneficiados de la compasión.


1. La Marquesa de Yolombó

Antes del siglo XVIII la importancia de la población negra en Colombia había sido apenas notoria. El auge de la explotación minera y agrícola, así como la decadencia del régimen de encomiendas inauguraron y promovieron el interés explícito (por parte de la Corona y de los propietarios de minas y haciendas) en la suerte de los negros africanos y sus descendientes.[5] Dicho interés y el hecho de que con él la condición del negro fuera más visible en el Nuevo Reino de Granada se hicieron manifiestos, entre otras, en la legislación colonial que transformaba el conjunto de normas que hacían referencia a la población negra, para pasar de un régimen represor y policíaco a uno más humanitario.[6] Según el historiador Jaime Jaramillo Uribe, dichas normas y las disposiciones judiciales que a ellas les siguieron en el propósito de que fuesen efectivas entre los dueños de esclavos no se fundaban solamente en ideas humanitarias. Las necesidades políticas, militares y económicas del momento hicieron su parte también en el propósito de trasformar la conciencia colonial sobre la presencia de los esclavos negros en el Nuevo Reino de Granada.[7] Sin embargo, dichas necesidades no parecían opacar del todo el genuino sentimiento humanitario que subyacía a la preocupación por los negros por parte de la Corona, por parte de algunos de los colonos españoles e incluso por parte de muchos de sus descendientes criollos en la Colombia del siglo XVIII. Un buen ejemplo de la manera como se evidencia el sentimiento de humanidad hacia los negros de la época en la Colombia de entonces lo constituye el personaje central de una de las novelas de Tomás Carrasquillla: La Marquesa de Yolombó.

La Marquesa de Yolombó no constituye en sí misma una fiel fuente histórica; ella no sirve directamente al propósito de construir sobre los hechos que Carrasquilla pretende transmitir a sus lectores una evidencia de lo que realmente sucedía por entonces en la provincia de Antioquia. Más aún, en el prólogo de la novela el autor advierte sobre que todas las circunstancias que allí se describen son conocidas solamente a través de la tradición oral.[8] Sin embargo, tanto los hechos contenidos en la novela como la forma en que ellos son descritos hacen pensar que el relato de Carrasquilla contiene rasgos de verosimilitud que autorizan a caracterizar a La Marquesa de Yolombó dentro del género que se conoce en la literatura como "novela realista" (costumbrista). Así pues, aún cuando la novela no pretende ser un documento histórico, su contenido narrativo pareciera invocar en los lectores la creencia acerca de que todo lo descrito allí pudo perfectamente haber ocurrido. Dada, entonces, la posibilidad de establecer claros vínculos entre aquello que Carrasquilla cuenta en su novela y los hechos descritos por la historia,[9] La Marquesa de Yolombó bien puede servir para caracterizar los rasgos de las relaciones asimétricas, aunque humanitarias, frecuentes en la Colombia de finales del siglo XVIII.

Bábara Caballero, a quien, en deuda por los favores que durante años prestó a la Corona, el rey honraría con el título de Marquesa, había nacido en un pueblo minero de la provincia de Antioquia: San Lorenzo de Yolombó. Sus padres, colonos españoles, se habían establecido en Yolombó desde mediados del siglo XVIII. Puros españoles, los Caballero Alzate se ufanaban de no tener en su sangre una sola gota de morisco o judaico.[10] En medio de los beneficios que le reportaba su sangre impoluta, el interés de Bárbara por las cosas de la gente mayor se hacía con el tiempo más y más intenso. Así, de la curiosidad por el oro, pasó Bárbara a interesarse por el trabajo en las minas que administraban su padre y su cuñado. Con el tiempo, los oficios del oro y la distribución del trabajo entre los negros obligaban a Bárbara a permanecer en las minas durante meses. La siguiente es la manera como describe Carrasquilla la primera "asomada" de Bárbara a los trabajos en las minas:

Esa fila de negros que cavan en la playa, esos que llenan con las palas los zurrones, aquellos que se los echan al hombro, unos que van jadeantes, otros que vuelven descansados, le parecen algo así como banda de brujos simpáticos y bondadosos. ¡Pobres negritos! Cargaban como animales. ¡Y tan zarrapastrosos, tan hilachentos! ¡Si casi andaban en cueros! ¡Cómo les brillaba al sol el pellejo trasudado […]. Estos sí eran los verdaderos monicongos![11]

A partir del momento en el que los negros y su forma de trabajar producen en Bárbara Caballero aquella mezcla entre simpatía y pesar, ella se dispone y dispone de todo lo que tiene para convertirse en "la madrecita de sus negros"; para pasar de ser el tesoro infantil e inútil de sus padres a convertirse en "San Pedro Claver con enaguas".[12] El sentimiento de veneración que, por su parte, Bárbara Caballero genera en los negros de la mina es calificado por Carrasquilla como el resultado de la benevolencia, "hija de la caridad y madre de la nobleza".[13] En ocasiones este trato benevolente y caritativo hacia los negros se traducía en un desafío; a aquellos descontentos que insinuasen la posibilidad de retarla con la intención de dejar la mina, Bárbara procuraba mostrarles cómo se manejaba ella con "sus inferiores": los cuidaba en la enfermedad, "guardando la distancia" se divertía con ellos, les perdonaba sus pecados de pereza y codicia y les retribuía su trabajo mejor que cualquier otro minero de la provincia.

La descripción de Carrasquilla del carácter y la disposición humanitaria de "la madrecita de sus negros" coincide con lo que Kant, en La Metafísica de las costumbres llama "la forma no libre, pasiva de ser del sentimiento de humanidad".[14] Antes de proceder en su descripción sobre las características de esta forma "servil" y "contagiosa" del manifestarse el sentimiento humanitario, Kant advierte sobre una primera forma de ser del mismo sentimiento. En general, dice él, estamos, todos, dispuestos naturalmente para alegrarnos y para sufrir con los otros (sympathia moralis). Esta disposición natural puede y debe ser orientada para favorecer un uso libre y racional de nuestro vínculo afectivo con ellos. De cualquier manera, el que la naturaleza haya dispuesto a todos los seres humanos para ser receptivos a la sympathia moralis supone para Kant que a esa receptividad podemos anteponer las mejores razones. Las mejores razones remiten tanto a la posibilidad de afirmar nuestra autonomía como a la posibilidad de reconocer la de los demás. Tan pronto como se trata de afirmar nuestra propia autonomía, ante el dolor que otro padece, reconocemos la independencia de ese dolor en relación con nuestra propia situación y, con ello, ponderamos nuestras intenciones de dejarnos afectar por el sufrimiento ajeno con la pureza del deber (la ley moral). Separarnos del dolor que otro padece, equivale, así, a darle paso a nuestra propia autonomía, a reconocer en nosotros mismos la diferencia entre dos formas de motivación: una patológica y otra racional y, por último, a preferir la segunda de las dos. Allí donde percibimos que no está en nuestras manos liberar a otro de su situación dolorosa, tenemos la obligación con nosotros mismos de ponderar nuestra situación en relación con esa situación. Si en ese ejercicio de ponderación nuestras intenciones de ser compasivos están soportadas en una referencia racional y sistemática al deber, la disposición natural a la sympathia moralis adquiere un contenido moral. Tan pronto como, por otra parte, se trata de afirmar la autonomía de los demás, la asistencia a ellos en su dolor está igualmente condicionada al deber. En este caso el deber se anticipa en términos de una afirmación de la autonomía de quien sufre y en últimas en términos de un reconocimiento de que su condición dolorosa no le resta ni dignidad a su persona ni simetría a la relación en la que ella está con nosotros.

La segunda forma de manifestarse la sympathia moralies es traducible, en Kant, a lo que conocemos como el sentimiento de compasión. En términos de Kant, el sentimiento de humanidad puede convertirse en afección compasiva (Mitleidenschaft) si aquel que lo padece se relaciona pasivamente con el dolor de los demás. A través de este sentimiento la relación con el dolor que otro padece se reduce a una suerte de transferencia: percibimos el dolor ajeno y hacemos nuestro ese dolor, con lo cual hacemos extensivo el dolor de quien lo padece a la situación en la que estamos nosotros mismos. Dejarse contagiar de ese modo por el dolor que otro padece es actuar de una manera contraria al deber. Si como dice Kant en la Fundamentación, uno de los deberes para con nosotros mismos (al menos indirecto) es procurarnos el propio bienestar,[15] padecer contagiosamente el dolor que otro padece equivale a asegurarnos una forma de malestar. Y aumentar el malestar en el mundo no puede constituirse en un deber.[16] Ahora bien, si de lo que se trata es de afirmar la autonomía de los demás, la disposición contraria a ella, es decir, la disposición enfermiza de entregarse a su dolor parece ser, sino más grave, por lo menos sí más notoria que cuando lo que está en juego es la propia autonomía o el deber de procurarse el propio bienestar. En su relación con el otro y con su dolor, quien se dispone para la afección compasiva realmente no ve en el objeto de su compasión un sujeto autónomo, antes bien, dice Kant, lo humilla.[17]

Según mi lectura de la Metafísica de las costumbres y de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, la humillación con la cual el afectado por la compasión degrada la condición de otro viene acompañada de la convicción acerca de la indignidad de ese otro.[18] Si lo que afirmo es cierto, la reflexión del agente compasivo que precede a la afección procedería más o menos de la siguiente manera: "dado que no eres capaz de valerte por ti mismo, dado que no tienes las condiciones que tengo yo para poder asistirte en tu dolor, requieres de mí para salvarte de él". Con su actitud compasiva, entonces, el benevolente declara ante aquel por quien se compadece su propia superioridad y, en el mejor de los casos pone a prueba su inclinación a la honra, cuando no su vanidad. Por más utilidad que la vanidad o la inclinación a la honra reporten en términos de la felicidad ajena, por más amables que ellas sean, la falta de contenido moral en la máxima que las sustenta las descalifica moralmente.[19] El carácter ultrajante de la afección compasiva se devela, entonces, para Kant, en el hecho de que el sentimiento humanitario con el cual el agente compasivo se entrega al dolor de los otros queda reducido nada más que a una inclinación y, como bien se sabe, una inclinación no constituye un criterio confiable para determinar en qué medida quien la padece percibe humanidad en el objeto de su afección. Aquel que compadece a otros sólo pasivamente y no precisamente para ayudarlo, antepone, entonces, su amor patológico hacia sí mismo al reconocimiento de la humanidad en su supuesto beneficiario y, en términos de Kant, al respeto por su dignidad.

Lo anterior puede ampliarse con lo que llama Avishai Margalit, "una conducta humillante". Desde la perspectiva de este autor, lo humillante de la afección compasiva[20] puede ser visto de dos maneras. Cada una de ellas delata el carácter asimétrico de la relación que promueve. En primer lugar, quien padece la afección compasiva, implícitamente trasmite a su beneficiario una exigencia de gratitud. Aquel a favor de quien se siente la compasión, entonces, adquiere con el compasivo una deuda. Y quien adquiere con otro una deuda ve limitada su libertad hasta tanto la deuda contraída no se haya saldado. Este aspecto de la asimetría en la relación entre el compasivo y el humillado por la compasión que destaca Margalit es explícito en la Metafísica de las costumbres: "nos reconocemos como obligados a ser caritativos hacia a un pobre; pero, dado que este favor contiene una dependencia de su bienestar con respecto a mi generosidad, que, sin duda, humilla al otro, entonces debemos evitar la humillación al receptor".[21]

En su novela Tomás Carrasquilla deja ver de qué manera el "sistema" diseñado por el sentimiento de compasión de Bárbara Caballero y por la actitud condescendiente que derivaba de éste mantuvo a los 37 siervos de la "amita de oro" siempre con ella, disciplinados y adictos.[22] ¿Cómo querer otra cosa que lo que ella ofrecía? A "la madrecita de sus negros" no había ni en el cielo ni en la tierra con qué devolverle sus generosidades. La propia libertad parecía poco para pagar tanta bondad.[23]

Las acciones derivadas de la patología que, según Kant oculta el amor propio tras un supuesto amor por los demás no tienen un verdadero valor moral, por más conformes al deber que ellas sean. Si la calidad moral de una acción no se determina con base en la fuerza del sentimiento que la motiva —v. gr., la cantidad de amor que dispone al agente para ella—, ella tampoco se determina por la coincidencia de esa acción con lo dispuesto legalmente. Más aún, la misma deposición legal puede no tener como fuente una motivación realmente moral. De allí la posibilidad de interpretar el término "humanidad" que acompaña la cédula de Carlos IV sobre los esclavos nada más que como algo que designa un propósito no vinculante; un propósito que parece remitir más directamente al propio sentimiento humanitario que a la humanidad de aquel por quien, se supone, ese sentimiento se profesa. Por otra parte, aun cuando el código de esclavos hubiese sido acogido rigurosamente entre los vasallos del rey, queda aún la sospecha sobre la bondad de las razones por las cuales esas leyes fueron adoptadas en el Nuevo Reino de Granada. Es decir, que ellas hubiesen sido adoptadas no les confiere valor moral; no se lo confiere mientras haya la sospecha acerca de que quien las adoptó no haya subordinado su decisión de adoptarlas a la condición racional que impone la ley moral. Bien pudo, por ejemplo, la Marquesa de Yolombó, como cuenta Carrasquilla en su novela, ofrecerles a los negros de su mina siempre el trato humanitario. Bien pudo hacer esto, sin embargo para hacerse merecedora de un título nobiliario. Bien pudo permitir a sus negros descansar dos días a la semana, disponer para ellos de un alojamiento cómodo, de buenas prendas de vestir, de buenos medicamentos y, como mandaba el rey, bien pudo evitar castigarlos. Y sin embargo, difícilmente eran los negros de la mina de la Marquesa de Yolombó, a sus ojos, más que ¡Pobres negros! ¡Verdaderos monicongos!; adornos, que, en el mejor de los casos despertaban la envidia de los vecinos durante los desfiles por el pueblo en las fiestas de Semana Santa: al lado de su "alazán", de las sillas de terciopelo enchapadas en plata, al lado de la música y de los voladores, a los negros "los sacaban en cueritos" para que, ellos, "criaturas inocentes" "relumbraran al sol como los charoles".[24]

La segunda de las maneras como, según Margalit, la humillación se deja ver en la afección compasiva es la siguiente: el conjunto de actitudes que expresan la relación entre la afección compasiva y la ayuda limitan en el benefactor la posibilidad de verse él mismo necesitado. Así, la afección compasiva presupone la asunción, por parte de quien la siente, de que él es, en un segundo sentido, superior a su beneficiado. Su lástima lo inmuniza contra el dolor. Cada una de sus acciones compasivas es la expresión enmascarada de su superioridad; cada una de ellas es traducible, según Margalit, a la siguiente expresión: "esto te ha pasado a ti, pero no puede sucederme a mí".[25] Con esto volvemos a la inclinación a la honra soterrada, contra la cual Kant nos previene al referirse a la compasión. Cualquier forma de bondad, diría él, que en el hecho de manifestarse nos devuelva al agente está sospechosamente emparentada con el orgullo. Al parecer, Tomás Carrasquilla podía reconocer bien la posibilidad de que lo que llamó Kant sympathia moralis fuese confundida con el egoísmo o, en sus términos, con la egolatría. Hablando de Bárbara Caballero, dice él lo siguiente:

La egolatría, ese embrujo a que todos nos entregamos, a cualquier triquitraque que tengamos por triunfo, la va invadiendo con sus ardides y sutileza. Pronto el dios Yo, esa divinidad para la cual no hay ateos ni tan siquiera blasfemos, levanta en las honduras de su corazón un templo olímpico de sublimidades y excelencias. Aquello es el humo perfecto de los sacrificios y el perfume de las adoraciones.[26]

Tener en la inclinación a la honra un motivo para la compasión significa postergar el vínculo moral con los otros en nombre de lo que se piensa o de lo que se quiere que se piense acerca de sí mismo. De allí que la compasión tienda a expresarse en términos de superioridad: "esto te ha pasado a ti, pero no puede sucederme a mí". Esta forma de ser de la bondad tiene para Kant el problema de que no pasa por la reflexión, de que su presencia limita la presencia del otro, de que es, si se quiere, inmediata. El sentimiento bondadoso que define la afección compasiva no es, en suma, el resultado del trabajo propio de la conciencia moral que anticipa la igualdad en la condición de dignidad de aquel a favor de quien ese sentimiento es trasmitido. La afección compasiva es denigrante, no sólo porque es eso, una afección que no requiere de ningún esfuerzo sino que, en tanto tal, no promueve sistemática y reflexivamente relaciones de igualdad entre la persona que la siente y la persona a favor de quien se siente.


2. Sobre la creencia en la inferioridad del otro

El término "racismo" empezó a ser usado en el lenguaje común sólo hacia mediados del siglo XX para designar las teorías con las cuales se sustentaba la persecución nazi contra los judíos. Sin embargo, como ocurre con frecuencia en la historia, el fenómeno existía mucho antes de que el término fuese acuñado.[27] Desde el punto de vista del historiador George Fredrikson, las actitudes racistas se originan en una serie de convicciones acerca de que las diferencias significativas que separan a unos de otros son permanentes e infranqueables. La evidencia del carácter insuperable de las diferencias, dice el historiador, autoriza a una de las partes para ejercer su poder sobre la otra, de tal forma que si ese poder fuese empleado contra alguien que no sea tan distinto, la conducta, de parte de los "semejantes" sería calificada como cruel e injusta.[28] El maltrato contra quien pensamos que es irremediablemente distinto a nosotros, entonces, es el resultado de un proceso de estigmatización. El conjunto de creencias que derivan en la estigmatización contra los negros durante la época de la esclavitud en las Américas suele estar contenido en expresiones como: "servilismo", "incompetencia" y "estupidez". El término que, según Laurence Thomas, mejor describe dicho conjunto de creencias es el de "simplón moral" (moral simpleton).[29] Antes de ocuparse de aclarar el sentido de este término Thomas advierte que la serie de comparaciones entre blancos y negros que legitima el uso de la palabra "simplón" ha de ser significativa en el sentido de que, además de trazar la distancia, también la trace de un modo que le resulte a quien lo hace medianamente interesante. Si bien es cierto que somos muy distintos a la mayoría de objetos que hay en el mundo en ese sentido radical que coincide con la definición que da Fredrikson de las creencias que fundan el racismo (la permanencia y la imposibilidad de superar las diferencias), las diferencias que separan a unos de otros han de dar lugar a comparaciones moralmente relevantes. Para ser interesantes y moralmente relevantes, las comparaciones requieren que aquel con quien nos comparamos sea capaz de imitar en algún grado la excelencia que define la superioridad que nos atribuimos.[30] Mientras una vaca, por ejemplo, no sea capaz de comunicarse a través de un lenguaje articulado, mientras camine en cuatro patas y mientras no sea capaz de crear herramientas, la comparación con ella, en términos de excelencia, resulta inocua y trivial. En esa medida, para que el "sentirse superior" sea interesante y significativo es preciso que en la comparación aquello que degradamos tenga más atributos cercanos a nosotros de los que tiene, por ejemplo, una vaca.

Recordemos la historia: la "clase de individuos del género humano" a la que se refiere el rey en su cédula remite a aquel conjunto de personas que, dado que son iguales a los blancos (el rey y sus vasallos) en un sentido muy importante, no pueden ser tratados con crueldad; debe procurarse por que estén bien vestidos, bien alimentados y por que se les eduque en los preceptos de la religión. Sin embargo, esos individuos del género humano son de cierta clase. La clase a la que pertenecen autoriza a emprender medidas que de ninguna manera se emprenderían con otros de la misma clase, por ejemplo, obligarlos a ocuparse solamente en oficios como "la agricultura y demás labores del campo" o, cuando fuese necesario, castigarlos con la "muerte o la mutilación de un miembro".[31] El espacio que se abre para el juicio sobre la excelencia de las personas a las que él se refiere se sitúa, entonces, entre la semejanza y la diferencia insuperable. Un ejemplo de esto es el conjunto de términos con los que Bárbara Caballero adornaba su compasión hacia los negros mineros de Yolombó: "la negrería negligente y sediciosa", "divertida", pero "infeliz".[32] Al lado de la debilidad moral que esta serie de expresiones evoca, sin embargo, el poder físico de los negros junto con sus habilidades para el arte popular nunca fue puesto en duda durante la época tardía de la esclavitud.[33] De allí que, según la cédula del rey, ellos tendrían que ser dispuestos para menesteres propios de su condición física: "la agricultura y demás labores del campo". De allí también que sirvieran tan idóneamente para los propósitos decorativos de las fiestas de Semana Santa en Yolombó: "Cualesquiera que sean el arte y la calidad del rito, los corazones limpios de esos negritos infelices, le prestan hermosura, verdad y poesía".[34]

En el trozo de la historia colombiana a la que remite este artículo los beneficiarios de la compasión, a los ojos de quienes tenían que ver con ellos (desde la distancia o de cerca) eran poco más que cosas[35] y el trato compasivo que profesaban y que supuestamente constituía una lección de moralidad, no era tampoco más que una evidencia de esa condición. Alguien es degradado a una condición cercana a la de las cosas cuando, desde la perspectiva de quien lo degrada, ese alguien carece de los atributos que lo harían irremplazable o cuando, como en el caso de nuestra historia, el agente presume que, a falta de su compasión, los beneficiarios de ella no podrían valerse por sí mismos. El no poder valerse por sí mismo es la consecuencia de la falta del verdadero juicio moral que comporta tomar decisiones.[36] De allí que según el rey, los esclavos de las colonias tuviesen que ser dispuestos (como son dispuestas las cosas) para cierto tipo de trabajo y sólo para cierto tipo de trabajo; de allí también que en las minas de la Marquesa de Yolombó "la negrería negligente y sediciosa fuese distribuida según capacidades".

Una de las razones, no históricas, con las que quisiera fortalecer las referencias históricas al hecho de que la humillación suele estar soportada en una serie de creencias deriva de la reflexión kantiana acerca del carácter inescrutable de nuestras intenciones. Como se sabe, desde el punto de vista de Kant, las motivaciones últimas para la acción son insondables, incluso para el propio agente. ¿Cómo, si esto es así, saber si nuestra disposición a ayudar a otros es o no sincera? ¿Cómo saber si ella está arraigada en una referencia a la ley moral o es nada más que el resultado de nuestra inclinación a la honra? Al parecer, para poder determinar siquiera vagamente la fuente de nuestras actitudes hacia otros no nos queda más que el contenido de nuestras creencias. Desde la perspectiva de Kant, el hecho de que la sinceridad o la insinceridad con la que actuamos a favor de los destinos ajenos permanezca oculta no le resta valor moral a la preocupación por los otros y, sin embargo, le resta valor a la compasión. Ningún sentimiento, por más amoroso que sea, sobre el que haya la sospecha de que no está mediado por la capacidad racional de hacer corresponder nuestra disposición a él con la ley moral tiene asegurado su verdadero valor. Esta ley moral coincide con el imperativo categórico, a través del cual se afirma una creencia en la dignidad de los otros. Según él los otros "miembros del género humano" no son como cosas, esto es, no son sustituibles. En términos de Kant, los otros (todos los otros) son de tal manera que "en su lugar no se puede poner otro fin, al servicio del cual estuviesen meramente, como medios".[37] Hemos visto que los fines de la compasión bien pueden, no sólo ser ajenos a este principio, sino que suelen serlo. Cuando esto ocurre, aquellos a quienes compadecemos fácilmente se convierten, desde nuestra propia perspectiva, en cosas: las cosas que favorecen, por ejemplo, nuestra inclinación a la honra. En términos generales, entonces, los objetos de nuestra humillación son ante todo aquellos sobre quienes pensamos: 1) que no cumplen con las condiciones de excelencia humana dignas de nosotros mismos, 2) que son como herramientas de las que podemos disponer como si fuesen cosas o, en el mejor de los casos, 3) que no pueden valerse por sí mismos y entonces requieren de nuestra ayuda.

Por otra parte, si no contásemos con la posibilidad de establecer vínculos entre la compasión y determinados contenidos cognitivos no podríamos saber cómo es posible que ciertas actitudes derivadas de dicho sentimiento tengan efectos negativos sobre aquellos a favor de quienes las profesamos. En las páginas anteriores he dado algunas de las razones con las que se aclaran los efectos negativos de la compasión. Una de ellas remite a la autonomía del beneficiado. Como vimos, con el supuesto bienestar que deriva de la compasión el compadecido adquiere una deuda a favor del compasivo. Como diría Kant, el favor de estar obligado a beneficiar a otro implica una dependencia del bienestar de ese otro con respecto a la generosidad del compasivo; con lo cual, pocas cosas además de la gratitud son las que le restan al compadecido por decidir autónomamente. Hablando de su amo dice, por ejemplo, un negro en La Marquesa de Yolombó: "Liberto soy y con mi amo tengo que morirme. ¿Iba yo a dejalo? Ni porque fuera él a tirarme de la Torre de Santa Bárbara. No tengo más que mi cuerpo gentil; si más tuviera, toito era para mi amo".[38]

Quienes adhieren a la teoría cognitivista sobre las emociones sostienen que del hecho de sentir emociones es constitutivo, por lo menos, algún aspecto del pensamiento. Esto quiere decir que aquello que constituye a las emociones no se identifica únicamente con actitudes volitivas, sino también con series de creencias evaluativas.[39] Nuestra habilidad para el desprecio, por ejemplo, no es puramente volitiva; de serlo ciertas afirmaciones propias de las actitudes de desprecio, como la siguiente, no tendrían un claro sentido: "dado que tú no eres lo suficientemente valioso, no mereces un mejor trato de mi parte que el que te estoy dando".[40] La intención de hacer daño, expresada en afirmaciones como esta, no parece ser lo único en la habilidad para el desprecio. Más aún, dicha intención (el aspecto volitivo de la habilidad para hacer daño) bien podría ser sustraída del daño en el otro, de manera que lo que reste sea sólo él, el daño. Esto explicaría las situaciones provocadas por la compasión humillante en las que, sin querer, hacemos daño a los otros. La mayoría de estas situaciones pueden ser reducidas a la serie de creencias contenidas en afirmaciones como: "él es servil", "simplón", "malvado"; y, por lo tanto: "él hace parte de una clase de individuos del género humano que no merece un trato igual al que merecemos, nosotros, los de nuestra clase".

La actitud compasiva con la que puede expresarse la creencia en la inferioridad del otro tiene en la autonomía del compadecido un segundo y claro límite moral. Tan pronto como a alguien se le imponen desde afuera límites extremos a la capacidad de decidir sobre su propia vida, tan pronto como para sobrevivir no le queda más que la gratitud hacia el compasivo, la autonomía de ese alguien es extremadamente episódica. Según T. L. Zutlevics la condición episódica de la autonomía se manifiesta en la reducción de todo el ámbito de las elecciones que en circunstancias no coercitivas tendría una persona a un ámbito donde ella dispone de su vida solamente por un corto plazo y en un espacio muy reducido. Cuando algo así ocurre, la víctima de la coerción se ve privada de todas las oportunidades necesarias para tomar las decisiones propias de un plan de vida consistente. La libertad de quien así vive es relativa sólo a aquellas áreas de la vida que, en tanto periféricas, no constituyen lo que este mismo autor llama una "autonomía determinante" (resilient autonomy).[41] Para ser sujeto de una autonomía determinante es preciso que ningún aspecto importante de la propia vida esté sometido a determinaciones contingentes, como la creencia en los otros acerca del propio estatus de persona o al destino de quienes tienen dicha creencia.[42] La falta, entonces, de una autonomía determinante puede tener efectos negativos, incluso para el estrecho ámbito de acción que comporta la autonomía disposicional que se concede a través de la compasión. Si, por ejemplo, gracias a esa compasión algunos de los negros de la Colombia del siglo XVIII podían acaso decidir sobre los objetos de sus afectos, sobre los santos a quienes les rezaban, si podían caminar sanos y bien abrigados, incluso si podían decidir sobre si permanecer o no a lado de sus amos o patrones, ello tenía un claro límite en la circunstancia accidental de quiénes fueran sus amos o patrones. Así, si durante un tiempo los esclavos de Bárbara Caballero pudieron verse beneficiados con los pocos trazos de libertad que les dejaba su compasión, tan pronto como ella cayó en desgracia quedaron "sus negritos" "tutunientos", tendidos a la vera y pidiendo limosna.[43]

En la literatura sobre el racismo se hace énfasis en el hecho de que el racismo es una realidad social y que, en tanto tal puede ser descrita como un fenómeno que depende, en primer lugar, de acuerdos intersubjetivos. Normalmente, dichos acuerdos proceden de tal manera que lo que se acuerda es una creencia sobre algo.[44] Quienes defienden esta posición no van tan lejos como para sostener que en las actitudes de rechazo hacia otros y con ellas, en el racismo, la creencia sustituye del todo al contenido volitivo de esas actitudes. Todo lo que se quiere decir es que no necesariamente y con frecuencia ni siquiera accidentalmente las actitudes de desprecio están precedidas por el deseo de hacer daño aun cuando éste se produzca. Con esta conclusión volvemos a la definición de Fredrikson sobre el racismo. Según ella, las actitudes racistas se originan en una serie de convicciones. El acuerdo que, desde la perspectiva de este autor, tiene como resultado estas convicciones, como vimos, resulta de una comparación entre la situación de inferioridad insuperable de "ciertas clases de individuos del género humano" y la clase a la que se pertenece. Si se tiene en cuenta la definición del historiador, junto con la posición que defiende la impronta cognitiva de las actitudes de humillación, entonces, la evidencia del carácter insuperable de las diferencias es lo que, en primera instancia, autoriza a la clase superior de individuos del género humano para ejercer su poder sobre aquella a la que considera inferior. En la medida en que pueda derivar en una forma de humillación, la compasión puede también constituirse en un ejercicio hipócrita del poder. Allí donde, como vimos, la autonomía del compadecido se reduce a ser solamente disposicional, la compasión concedida a la víctima deja en manos del compasivo el poder de decidir por el destino de su compadecido. Allí donde para ejercer su libertad no le queda al compadecido más que el estrecho ámbito de la gratitud que profesa por su protector, incluso las razones para esa gratitud quedan en manos del beneficiario. Como vimos, con cada acto compasivo el supuestamente desinteresado afirma su superioridad sobre el beneficiado en la forma de trasmitirle que su situación dolorosa está lejos de ser vivida por él. Afirmar dicha superioridad equivale a afirmar el poder sobre él y, por lo tanto, a negarle el que él podría tener para ayudarse a sí mismo.



Referencias

* Este artículo hace parte del la investigación Historia moral de Colombia. Segunda fase. Presentado a la convocatoria de la Dirección de Investigación, Sede Bogotá. Agradezco a los miembros del grupo Ética, comportamiento y evolución, del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional por sus observaciones a una versión anterior de este texto.

[1] Bonnett, D. et ál. (comps.). La Nueva Granada Colonial. Selección de textos históricos. Uniandes/CESO, Bogotá, 2005, pp. 125-146.

[2] Real Cédula de su Majestad sobre la educación, trato y ocupaciones de los esclavos [en línea]. Disponible en: http://afehc-historia-centroamerica.org. Visitada el 11 de agosto del 2006.

[3] Soulodre-La France, R. "¡Socialmente ni tan muertos! Las identidades esclavas en la Nueva Granada Borbónica". En: Bonnett, D. et ál. (comp.). Óp. cit., p. 131.

[4] Real Cédula… Óp. cit. Véase también: Solulodre-La France, R. Óp. cit., p. 132.

[5] Cf. Jaramillo, J. Ensayos de historia social. CESO/Uniandes/Banco de la República/ICAHN/Colciencias/Alfaomega, Bogotá, 2001, pp. 3-13.

[6] Cf. ibíd., pp. 21-25.

[7] Cf. ibíd. También: Colmenares, G. Cali: terratenientes, mineros y comerciantes. Siglo XVIII. Banco de la República/Colciencias/Tercer Mundo/Universidad del Valle, Bogotá, 1997, p. 52.

[8] Cf. Carrasquilla, T. La Marquesa de Yolombó. Áncora, Bogotá, 1987, p. 13.

[9] Con estos vínculos me refiero a la coincidencia entre las fechas en las que transcurre la novela y la fecha en la que fueron promulgadas leyes borbónicas sobre esclavos y, por otra parte, al carácter de la Marquesa que Carrasquilla describe junto con la cultura paternalista que, según algunos historiadores, caracteriza la época. Cf. Jaramillo, J. Óp. cit., pp. 3-55; Colmenares, G. Óp. cit., pp. 52-57; Uribe, M. T. y Álvarez, J. M. Raíces del poder regional: el caso antioqueño. Universidad de Antioquia, Medellín, 1998, especialmente las dos primeras partes.

[10] Cf. Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 16.

[11] Ibíd., p. 22.

[12] Ibíd. San Pedro Claver (1580-1654) fue un cura jesuita evangelizador de negros. Partió de España hacia América en 1610 y permaneció en Cartagena durante casi cuarenta años, ocupado en la defensa y protección de los negros esclavos que llegaban de África. En: http://www.cartagenainfo.com/sanpedroclaver. Visitada el 15 de agosto del 2006.

[13] Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 21.

[14] Kant, I. Metaphysik der Sitten, Tugendlehre. En: Werke, Bd. 7. Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1983, A131.

[15] Cf. Kant, I. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. En: Werke, Bd. 6. Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1983, BA 12-13.

[16] Cf. ibíd.

[17] Cf. ibíd., A116, 117.

[18] Volveré sobre esto más adelante. Cf. Kant, I. Metaphysik der Sitten, Tugendlehre. Óp. cit., A131.

[19] Cf. Kant, I. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. Óp. cit., BA11.

[20] Cf. Margalit, A. La sociedad decente. Paidós, Barcelona, 1997, pp. 183-184. Aun cuando Margalit se ocupa de dejar clara la diferencia entre la lástima y la compasión, para mostrar que la compasión no necesariamente es humillante en el sentido en el que lo es la lástima, él advierte que Kant emplea indistintamente los términos "lástima" y "compasión".

[21] Kant, I. Metaphysik der Sitten, Tugendlehre. Óp. cit. A116-117. Traducción de la autora.

[22] Cf. Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 135.

[23] Cf. ibíd., p. 21.

[24] Ibíd., p. 149. Sobre la medida de la riqueza y prestigio social que, en general, develaba la presencia de los negros en una hacienda o en una mina colombiana del siglo XVIII, cf. Jaramillo, J. Óp. cit., pp. 13-18 y Colmenares, G. Óp. cit., p. 56.

[25] Margalit, A. Óp. cit., p. 183.

[26] Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 131.

[27] Cf. Fredrickson, G. Racism. A Short Story. Princenton University Press, New Jersey, 2002, p. 5.

[28] Cf. ibíd., p. 9.

[29] Cf. Thomas, L. M. Vessels of Evil, American Slavery and the Holocaust. The Pleu Press, Philadelphia, 1993, p. 119.

[30] Cf. ibíd.

[31] Real Cédula… Óp. cit.

[32] Carrasquilla, T. Óp. cit., pp. 19, 21 y 152.

[33] Cf. Thomas, L. Óp. cit., p. 122.

[34] Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 152.

[35] Cf. Jaramillo, J. La esclavitud en la cultura occidental. En: Brion, D. El problema de la esclavitud en la cultura occidental. Ancora/Uniandes, Bogotá, 1996, p. IX.

[36] Cf. Headley, C. Philosophical Approaches to Racism: A Critique of the Individualistic Perspective. Journal of Social Philosophy. Vol. 31 (2), verano de 2000, p. 241.

[37] Kant, I. Grundlegug zur Metaphysik der Sitten. Óp. cit., BA64-BA65.

[38] Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 48.

[39] Cf. Hampton, J. Forgiveness, Resentment and Hatred. En: Murphy, J. G. y Hampton, J. Forgiveness and Mercy. Cambridge University Press, Cambridge, 1988, p. 54, nota al pie. Sobre esto véase también: Shelby, T. Is Racism in the Heart? Journal of Social Philosophy. Vol. 33, (3), otoño del 2002, pp. 411-420; Headley, C. Óp. cit., pp. 235-242; y Thomas, L. Óp. cit., pp. 119-122.

[40] Hampton, J. Óp. cit., p. 44.

[41] Cf. Zutlevics, T. L. Towards a Theory of Oppression. Ratio. Vol. 15 (1), marzo del 2002, pp. 86-95.

[42] Cf. ibíd., pp. 90-95.

[43] Cf. Carrasquilla, T. Óp. cit., p. 312.

[44] Cf. ibíd., p. 244. Para una discusión ampliada sobre esto: cf. García, J. L. A. Racism and Racial Discourse. The Philosophical Forum. Vol. 32 (2), verano del 2001, pp. 125-145. En este texto se defiende una posición contraria a la que defienden Hardley, Shelby y Hampton.

 

 

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