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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.37 Medellín Jan./June 2008

 

ARTÍCULOS DE REFLEXIÓN

 

Schiller: la necesidad transcendental de la belleza*

 

Schiller: The transcendental need for Beauty

 

Por: Jacinto Rivera de Rosales

Grupo de Investigación Ontología, Lenguaje y Hermenéutica (Onlenher), Facultad de Filosofía, Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid, España

jrivera@fsof.es

(Fecha de recepción: 9 de abril de 2007; Fecha de aprobación: 18 de julio de 2007)

 

 


Resumen:

Partiendo del escrito de Schiller "Sobre la educación estética del hombre en una serie de cartas" (1795) se expone su pensamiento sobre la belleza que, influenciado por Kant y Fichte y proyectándose hacia el romanticismo, es presentada como una necesidad transcendental para la configuración y educación del hombre completo y libre, un proceso que culminaría en el Estado estético.

Palabras clave: Schiller, belleza, Kant, Fichte, transcendental, estética.

 


Abstract:

Schiller′s thought on Beauty is considered in his piece: "On the Aesthetic Education of Man in a series of letters" (1795). This thought on Beauty, influenced as it was by Kant and Fichte, projected itself towards Romanticism, and presents itself as a Transcendental Necessity for the Configuration and Education of A Complete and Free Man, a process that would culminate in the Aesthetic State.

Key words: Schiller, Beauty, Kant, Fichte, Transcendental, Aesthetics.

 


 

 

1. La Crítica del juicio y las razones de lo estético

Schiller comenzó en febrero de 1791 un estudio sistemático de la obra de Kant, que desembocó en una serie de escritos estéticos, los cuales tuvieron una influencia decisiva en el romanticismo y en el idealismo alemán, la cual llega no sólo hasta Marcuse (en un préstamo expresamente confesado) sino que también está en la raíz del auge y a veces incluso en el predominio ontológico de la estética en nuestros días. De estos escritos cabe destacar: Kallias oder Über die Schönheit (Callias o Sobre la belleza, 1793); Über Anmut und Würde (Sobre gracia y dignidad, 1793); Über die ästhetische Erziehung des Menschen in einer Reihe von Briefe (Sobre la educación estética del hombre en una serie de cartas, 1795); Über naive und sentimentalische Dichtung (Sobre poesía ingenua y sentimental, 1795-96, 1800 2ª ed.).

Mi reflexión se va a centrar fundamentalmente en las Cartas, que es donde el tema propuesto se encuentra más desarrollado. Pues bien, al inicio de las mismas Schiller confiesa la influencia que la estética kantiana ha ejercido sobre su pensamiento: "no quiero ocultarle que los principios en los que descansan las afirmaciones que siguen son en su mayor parte kantianos" ("Carta I", 3).[1] Pero a partir de la segunda entrega de las Cartas,[2] la influencia de Fichte, su colega de universidad, es asimismo reconocida ("Carta XIII", 2 nota).[3] Ambos, Kant y Fichte, eran los abanderados del nuevo método de filosofar, el de la filosofía crítica o transcendental. El uno, Kant, desde una visión que podríamos llamar geográfica y arquitectónica, partiendo de una idea organizadora de todo el sistema (KrV, A 832, B 860 ss).[4] El otro, Fichte, desde un método histórico y genético, obteniendo todo el sistema como desarrollo de un principio real-ideal: la subjetividad como acción real que sabe de sí o Tathandlung.[5] Desde ambos puntos de vista, la belleza se presentaba como un elemento necesario en la elaboración y comprensión transcendental de la realidad, como un momento transcendental en la construcción del sujeto. Y así también la expone Schiller. Veamos primero el planteamiento kantiano, para entender mejor el ámbito en el que inicia la reflexión schilleriana.

En la Crítica del juicio Kant se plantea el problema sintético de unir libertad y naturaleza. La subjetividad es una tarea sintética, y todo se da a la vez, pero no de manera confundida, caótica: en la confusión no habría conciencia. Por eso se pueden y se deben ir analizando los elementos en lo que cada uno tiene de específico, pero después es necesario abordar la síntesis. No hay que perder la perspectiva de ambos momentos, si bien es la síntesis lo más difícil para el pensar reflexivo, porque éste tiende al análisis y a solidificar las diferencias.[6]

Cuatro son los ámbitos que estudia Kant para abordar dicha síntesis: el estético, la particularización de la experiencia, la naturaleza viva y la historia. Pero lo estético se desmarca de los otros (KU, Introducción VIII),[7] en primer lugar porque aquél se dirige a la finalidad o adecuación formal del objeto con la subjetividad, mientras que los otros tres se dirigen a la finalidad real y objetiva. Y eso ocurre así debido a que, en segundo lugar, lo estético no nace de un interés material sobre esa realidad, o tal vez sería más claro decir que nace de otro interés. Por eso Kant divide su tercera crítica en dos partes, el juicio estético y el teleológico. Es en la segunda parte, en la crítica del juicio teleológico, donde se estudia la finalidad real, o sea, la síntesis real de libertad y naturaleza: cómo es posible que la libertad realice sus fines, que son ideas, en una naturaleza esencialmente mecánica. Kant apunta, entre otros aspectos, a los seres orgánicos, entre los que deberíamos pensar nuestro cuerpo propio como el punto de unión entre libertad y naturaleza, aunque él no llega a tratarlo —Fichte sí—.[8] Si tenemos en cuenta que para Kant la síntesis es lo primero (KrV § 15), a saber, el primer acto de la subjetividad, podríamos tener la idea de que esa naturaleza subjetivizada muestra una natura naturans de la que saldría la libertad por escisión y salto. Ése fue el camino de la filosofía romántica de la naturaleza, el de la de Schelling y después el de la de Hegel.

Por el contrario, el juicio estético se queda en una finalidad o adecuación formal del objeto al sujeto, y nos podemos entonces preguntar ¿para qué la necesitamos? ¿Por qué es transcendentalmente necesaria? ¿Es que no basta con vivir, con realizar realmente la libertad? ¿Para qué la belleza, el juego y la mirada desinteresada? ¿No es un lujo inútil y en todo caso prescindible cuando hay tanta tarea moral, de justicia y de conocimiento por hacer? Pues bien, el serio y rigorista Kant nos dice que no, que la belleza es necesaria para la construcción de la subjetividad y de su experiencia.

Esa necesidad subjetiva de la belleza se expresa en Kant diciéndose que está regida o exigida por un principio transcendental propio, específico, pues, dado que la subjetividad es, en su piedra angular, libertad y tarea, estos principios a priori expresan una exigencia que nos impele a su realización. Que exista dicha necesidad transcendental de la belleza fue un descubrimiento tardío en Kant. En carta a Reinhold del 28 de diciembre de 1787, le dice:

Así que me ocupo ahora de la crítica del gusto, con cuya ocasión se descubre otra clase de principios a priori que los descubiertos hasta ahora. Pues las facultades del ánimo [Gemüts] son tres: facultad de conocer, sentimiento de placer y displacer y la facultad de desear. Para la primera he encontrado los principios a priori en la Crítica de la razón pura (teórica), para la tercera en la Crítica de la razón práctica. Los estoy buscando también para la segunda, y, aunque antes pensaba que era imposible encontrarlos, sin embargo, el aspecto sistemático que el análisis de las facultades estudiadas hasta ahora me ha permitido descubrir en el espíritu humano y que me proporcionará para el resto de mi vida materia suficiente para admirar y en lo posible para fundamentar, [este aspecto sistemático] me ha puesto en ese camino, de modo que ahora reconozco tres partes de la filosofía, cada una de las cuales tiene sus principios a priori. Estas partes pueden ser enumeradas, y se puede determinar con seguridad la extensión del conocimiento posible según cada una: [ellas son] la filosofía teórica, la teleología y la filosofía práctica. De entre ellas es ciertamente la de en medio la más pobre en fundamentos a priori de determinación (Ak. X, pp. 514-515).

Este descubrimiento significó una revolución tal en la escritura de la obra que ésta, en los primeros meses del año 1790, se ve aumentada en una segunda parte: la Crítica del juicio teleológico, lo que le obligará a cambiar el título del conjunto y a escribir otra introducción, diferente a la primera introducción que no será la publicada con la obra. Sabemos que ese principio a priori del sentimiento de placer y displacer es la finalidad o adecuación a fines (Zweckmäβigkeit), y que en el gusto sólo se aplicará a la forma.

Si el gusto careciera de a priori, entonces no podría servir de juez o juicio sobre la belleza, sino que sería un sentimiento meramente empírico que expresaría nuestra finitud y nuestra pasividad, mas no una espontaneidad y una exigencia del sujeto; no serviría como criterio de validez, sino que sería simplemente un fenómeno más del mundo, algo que habría de ser juzgado con las mismas leyes que cualquier otro fenómeno natural causado heterónomamente. Dado que, según Kant, no es así, cabe entonces la pregunta que nos hacíamos: ¿para qué le es necesaria al sujeto la belleza y el ámbito de lo estético en general? Podríamos aducir tres razones que recoge el texto kantiano.

1ª. En la mirada estética se hace posible la comprensión reflexiva de la singularidad del objeto y del sujeto. En efecto, con los conceptos teóricos y los fines (los fines se expresan en conceptos) traspasamos los objetos como simples casos de un universal o como meros instrumentos de un fin, en una lectura reductiva del mismo (eso es el esquema). Así, por ejemplo, con el concepto de jarra de mesa traspasamos y utilizamos ese objeto que tenemos sobre la mesa del comedor con el propósito de servirnos el agua en el vaso; ella sólo nos interesa como caso de ese concepto, y de ella únicamente reparamos en los aspectos concretos que sirven para ese uso, según el esquema relativo a ese concepto. En la contemplación estética, por el contrario, nos paramos en la singularidad del objeto bello, jugamos con su forma, y nos detenemos (verweilen) gozosamente en ella. Siguiendo con nuestro ejemplo, supongamos que una jarra de mesa nos sorprende por su belleza. En ese momento nos detenemos en ella, no la traspasamos ya con el concepto-esquema, sino que nos paramos a contemplar la singularidad de su forma. En eso consiste el cambio cualitativo de mirada, el que da entrada a la experiencia estética (por eso Kant comienza el análisis de lo bello por la categoría de cualidad).

Pero este pararse en la singularidad del objeto hace a su vez que este nos sirva de espejo en donde el sujeto se comprenda en su propia singularidad, en su síntesis singular de libertad y naturaleza, de proyecto y facticidad (Heidegger), en su modo concreto de ser-en-el-mundo, tanto natural (bello natural) como interpersonal o social (lo bello artístico). Esa singularidad no se alcanza a comprender a través de un concepto, sino que dicha conciencia es un sentimiento, y en concreto de un sentimiento reflexivo, como lo requiere un logos completo. La reflexión sobre la mera forma introduce una cierta distancia respecto a la seriedad de los intereses materiales (tanto pragmáticos como prácticos) y deja espacio-tiempo para explorar (jugando) múltiples formas, es decir, múltiples posibilidades de ser-en-el-mundo; así, por ejemplo, la novela, el teatro o el cine nos presenta la singularidad de muchos personajes, de muchos modos de vivir, frente a los cuales podemos comprender mejor el nuestro y elegir otros caminos.

2ª. Por medio de lo estético, del cambio de mirada sobre el mundo, salimos de la cerrazón y particularidad de nuestro sentir, de nuestros sentimientos empíricos, y nos abrimos a una comunidad, a la posibilidad de comunicarnos el sentimiento, a un sentir común capaz de transmitir lo singular, un sentir basado en la armonía o adecuación del juego libre de la imaginación con el entendimiento en general, o sea, de la comprensión prerreflexiva en el ámbito de la conciencia reflexiva. Sin el gusto estético (en el más amplio sentido del término) quedaría sin ser captada dicha armonía, base de la comunicación, y sin realizar esa necesidad del sujeto de habitar sentimental y reflexivamente su concreto ser-en-el-mundo con los otros, sin comprenderla y por tanto sin comprenderse y sin realizarse como tal. Nuestro carácter intersubjetivo no sólo necesita compartir objetos y acciones justas, sino también sentimientos. Sin la belleza viviríamos como en un desierto.

3ª.En tercer lugar, lo estético cumple la función de expresar las ideas de la razón, sobre todo las ideas prácticas o morales, porque éstas no encuentran expresión (Darstellung) adecuada en lo objetivo: los objetos son finitos y condicionados, mientras que las ideas racionales expresan lo infinito y lo incondicionado. Sólo aparecen adecuadamente a la sensibilidad por medio del poder simbólico de la imaginación estética, tanto en las ideas estéticas creadas por el artista, como en lo bello natural en su conjunto y más directamente aún en el sentimiento de lo sublime. Eso nos proporciona no sólo una captación reflexiva de las mismas, sino también afectiva. Las ideas estéticas o metáforas son un vehículo adecuado de la expresión sensible de las ideas racionales, es decir, de las exigencias más profundas de la subjetividad, porque son formas sensibles que nos hacen pensar más allá de todo concepto determinado, propio del entendimiento.

Claro que, por último, nos podemos preguntar lo siguiente: si la belleza, y lo estético en general, tienen que cubrir esas necesidades transcendentales del sujeto, ¿cómo se puede hablar entonces aquí de desinterés?[9] Más bien parece lo contrario, y se tendría que decir que el sujeto tiene un gran interés de que exista la belleza. En efecto, podríamos hablar aquí de un interés y no de indiferencia, pues interés es un término que cae siempre de pie, siempre es pertinente en el ámbito de una subjetividad libre y teleológica. Por tanto, cuando Kant habla de desinterés como cambio cualitativo que da entrada a lo estético, se ha de comprender lo que ahí quiere ser pensado: que la mirada estética aparece como desinterés si es vista desde los intereses teóricos, prácticos y pragmáticos. Pero él surge de otro interés (de ahí su principio transcendental) y abre otra realidad u otro modo de comprenderla.[10]


2. La educación estética del hombre

Con lo visto ya podemos sacar conclusiones acerca de la necesidad transcendental de la belleza tal y como la considera Schiller: en relación con su poder educativo sobre el sentir humano. Las razones para ello ya las sabemos. En primer lugar, la forma bella surge ante nosotros cuando nos despegamos de los intereses inmediatos materiales propios de mi finitud empírica. Esa liberación emotiva de la inmediatez nos conduce a medio camino de la moralidad, la cual se sitúa más allá de las inclinaciones, en la acción libre misma. Además la belleza hace que comprendamos reflexiva y emotivamente las ideas racionales, que culminan en las ideas morales, con lo cual llevan al ánimo sensible a acomodarse más fácilmente a ellas. Y por último, la belleza nos introduce en el ámbito del sentir común, de la comunidad del sentir, creando así las bases afectivas de una humanización más universal.

El gusto estético, dice Kant (KU § 41), puede proporcionar un tránsito de lo agradable a lo bueno, del goce sensible al sentimiento moral, y "vendría a ser representado como el eslabón intermedio" en ese proceso de liberación desde la necesidad empírica hacia la libertad autónoma. En efecto, el gusto por lo bello muestra "una cierta liberalidad en el modo de pensar, es decir, una independencia en la satisfacción respecto al mero goce sensible, una libertad en el juego" de las facultades (KU B 116, § 29, observación general).  En la mirada estética, el hombre se alza por encima de sus necesidades materiales y comienza a jugar. El "hombre sensible", como lo llama Schiller, atento sólo a sus inclinaciones naturales, sale de ese círculo estrecho y egoísta y se alza a la universalidad de lo bello. Por eso:

El gusto hace posible, por decirlo así, el tránsito del encanto sensible al interés moral habitual, sin un salto demasiado violento, al representar la imaginación también en su libertad, como determinable conforme a un fin para el entendimiento, y enseña a encontrar, hasta en objetos de los sentidos, una libre satisfacción, también sin encanto sensible (KU § 59, al final).[11]

Por eso, la parte más cultivada de la sociedad se sirvió siempre del arte para llevar a la otra a configurar una sociedad, como puente entre la naturaleza autosuficiente y la cultura superior (KU § 60).

Éstas son las ideas que nuclean el discurso de Schiller en sus Cartas e incluso su propuesta política: educar estéticamente al hombre para que se haga sensible a las ideas morales de la razón y no ocurra lo que sucedió con la Revolución Francesa que acabó en el terror. Si el Renacimiento estuvo preocupado por la educación del príncipe (recuérdese la Educación del príncipe cristiano de Erasmo de Rótterdam), la Ilustración lo estuvo por la educación del hombre y del ciudadano, sobre todo a partir del Emilio de Rousseau, que fue seguido en Alemania por Basedow, cuya escuela (Philanthropin, en Dassau) fue apoyada por Kant en los años 70, y en Suiza por Pestalozzi,[12] este último influido también por Kant. Pestalozzi defiende asimismo un principio que encontramos en Rousseau y en Schiller: la necesidad de un desarrollo integral del individuo, que no sólo tenga en cuenta la inteligencia, sino también el sentimiento y la moralidad. Abogaba, como Rousseau, por una educación en armonía con la naturaleza, con el desarrollo evolutivo natural del niño y de su experiencia individual, en donde se diera primacía a la libertad creativa del alumno; pero a diferencia de aquél estaba interesado en la creación de instituciones pedagógicas públicas con suficientes recursos económicos para los más menesterosos. La propuesta de Schiller, si bien llegará a formular la necesidad de un Estado estético, donde se daría dicha armonía, desarrollo y libertad creativa, no se para a delinear una praxis política concreta, y se queda en el terreno de los principios filosóficos. Por eso tuvo más influencia teórica y poética que política.

Ya Lessing había publicado anónimamente en 1777 y 1780 su Educación del género humano. Pero él pensaba en educación hacia la racionalidad procedente de la Biblia, y explicaba cómo allí se veía que la revelación divina se acomodaba al modo de comprensión propio del hombre de cada época. De ese modo, Dios había ido conduciendo a la humanidad progresivamente, en la medida de sus capacidades culturales, hacia el pensamiento racional, hacia la Ilustración. Ahora, en este nuevo recodo del camino histórico que se inicia con Schiller y continuarán algunos románticos, la revelación divina es sustituida por lo estético, por su capacidad de síntesis de lo reflexivo y lo sentimental. Mejor dicho, lo que se produce es una divinización, como en Wackenroder (1773-1798), quien en su librito Desbordamientos del corazón de un hermano monje amante del arte, publicado anónimamente en 1796, defiende que el arte es lo supremo que puede producir el alma humana, la cual en sus más profundas honduras siente su eterna afinidad con él. Más aún, aboga incluso por una religión del arte, en cuanto que éste es verdadera revelación, pues el arte purifica nuestros sentimientos, y gozar de él es como una oración. Para el artista "el arte ha de ser su amada superior,[13] pues es de origen celeste; al igual que la religión, le ha de ser querida a él; se ha de convertir en un amor religioso o en una religión amada, si se me permite hablar así".[14]

Decía que una idea central en esta reforma educativa (Rousseau, Pestalozzi) es la de una educación integral de todas las capacidades humanas, no sólo de las intelectuales, como era el caso en la Ilustración, sino también de las emotivas, morales, sociales, técnicas, físicas, etc. El progreso de la civilización y el consecuente alejamiento de la naturaleza nos han forzado a especializarnos, a dedicarnos al cultivo sólo de una parte de la cultura, y ahora impera una formación parcial, escindida, lo que conlleva una deformación. "Eternamente encadenados sólo a un pequeño fragmento (Bruchstück) particular de la totalidad, el hombre se forma él mismo sólo como un fragmento" ("Carta VI", 7), de modo que la totalidad del Estado se le hace extraña al individuo. Ahora bien, no todo es negativo; esa fragmentación y "ese antagonismo de las fuerzas es el gran instrumento de la cultura" ("Carta VI", 12), dice Schiller siguiendo en esto la idea de la "insociable sociabilidad" presente en la filosofía de la historia kantiana (Ak. VIII, pp. 20-21).[15] Los griegos representan un maximum de plenitud que no podrá ser superado, pero esa plenitud es ingenua, es decir, la unidad conseguida por ellos se sitúa antes de la fragmentación, una valoración de la cultura griega que sigue los pasos de Winckelmann. En el desarrollo de la cultura, la especialización se hizo necesaria. En esa fragmentación sufre el individuo y es llevado al error —la verdad está en la totalidad, dirá Hegel—, pero gana la especie —de nuevo una idea de Kant en su filosofía de la historia (Ak. VIII, pp. 115-116)—,[16] pues el individuo concentra todas sus fuerzas en un punto y conduce más allá los límites culturales que él encontró, por ejemplo escribiendo la Crítica de la razón pura ("Carta VI", 13).

Pero si éste fuera nuestro destino, seríamos como esclavos de la humanidad futura ("Carta VI", 14). "Luego entonces debemos ser capaces de restablecer en nuestra naturaleza humana esa totalidad que la cultura [Kunst, industria, arte] ha destruido, mediante otra cultura más elevada [eine höhere Kunst = un arte superior]" ("Carta VI", 15). Por tanto, esta escisión (Entzweiung) y alineación (Entfremdung) de las fuerzas sociales y de las capacidades del individuo no se resuelve pretendiendo un retorno imposible al estado natural (contra cierta interpretación de Rousseau), pues es algo históricamente necesario, es "el gran instrumento de la cultura, pero sólo el instrumento, pues mientras permanezca, sólo se está en el camino hacia la cultura" ("Carta VI", 12). Estamos aquí en una historia pensada en tres momentos, como la concibió Joaquín de Fiore (1145-1202), que esperaba la venida de la tercera edad o reino del Espíritu Santo. Pero también Kant, al final de la Crítica de la razón pura, presenta su filosofía transcendental como una tercera etapa, la crítica, después del dogmatismo y del escepticismo. Los tres momentos históricos del proceso cultural son para Schiller, primero, el mundo ingenuo de los griegos, en segundo lugar el escindido actual, la cultura del entendimiento, y por último la cultura o arte superior, la realización de la libertad a través del arte, la unión de naturaleza e ideas racionales, "la meta a la que el hombre aspira mediante la cultura, y que ha de ser infinitamente preferida a lo que él consigue mediante la naturaleza".[17] Esa cultura o arte superior y salvador, dice Schiller, no puede venir del Estado, porque el Estado racional aún no ha llegado. Hemos de superar la escisión o fragmentación en el hombre interior ("Carta VII", 1), convirtiendo la verdad en impulso ("Carta VIII", 3), el miedo y la pereza (que Kant había detectado como los verdaderos impedimentos a la Ilustración, a pensar y actuar por sí) en coraje y energía ("Carta VIII", 5-6) por medio de una transformación y educación de su sensibilidad.

Por no haber atendido a ello se malogró la Revolución Francesa:

Él admitía (escribe Friedrich Wilhelm von Hove refiriendo una conversación que tuvo con Schiller en 1793/4) que muchas ideas verdaderas y grandes, que antes sólo se encontraban en los libros y en las cabezas de hombres de claro pensamiento, se habían convertido en objeto de discusión pública; pero para introducir una Constitución verdaderamente lograda, eso no basta ni de lejos. Finalmente, los principios mismos que tienen que fundar tal Constitución, no están en modo alguno suficientemente desarrollados, pues hasta ahora, decía él señalando a la Crítica de la razón de Kant que estaba justamente sobre la mesa, aún están sólo aquí; y en segundo lugar, que es la cuestión principal, también el pueblo ha de estar maduro para semejante Constitución, y para eso aún falta muchísimo, prácticamente todo. Por eso está firmemente convencido de que la República francesa desaparecerá tan rápidamente como ha surgido, la Constitución republicana derivará tarde o temprano en anarquía, y la única salvación de la nación consistirá en que aparezca un hombre fuerte, venga de donde venga, conjure la tempestad, establezca de nuevo el orden, tenga bien agarrado en sus manos las riendas del gobierno, incluso si tiene que convertirse en dominador ilimitado no sólo de Francia, sino también de parte del resto de Europa.[18]

Esta preocupación político-estética está en la raíz de las Cartas, como ya se ve en la correspondencia que Schiller mantiene con el Príncipe Friedrich Christian von Augustenburg, base de las mismas. La constitución de un Estado al modo como lo piensa Kant, en cuanto reino de la razón y de la libertad, se le presenta a él como el más importante de los asuntos humanos. Allí se ventila "el gran destino de la humanidad […], lo más sagrado para el hombre",[19] pues la libertad política y civil, el "transformar un Estado natural en un Estado moral" ("Carta III", 2), es "la meta más digna de todos los esfuerzos y el gran centro de toda cultura",[20] "la obra de arte más perfecta de todas" ("Carta II", 1). Para esa obra no bastan los conceptos y la filosofía, se precisa el ennoblecimiento y "la purificación de los sentimientos", porque la mayor parte de los hombres se determinan a la acción por ellos, y no por puros motivos raciones.[21] "El camino hacia la cabeza lo ha de abrir el corazón. Educación de la sensibilidad (Ausbildung des Empfindungsvermögen) es, por consiguiente, la necesidad (Bedürfniß) más apremiante de la época", dice en esta correspondencia y repite en Cartas ("Carta VIII", 7). Si el modo de sentir y de querer se encuentra muy alejado de lo moral, entonces sólo los ánimos heroicos serán capaces de actuar conforme a la razón. Pero ¿cuántos pueden ser heroicos? Lo que sucederá en ese caso es que los individuos tendrán que ser oprimidos por el Estado, o bien por la fuerza en un Estado natural y despótico, o por la ley en un Estado justo y moral ("Carta IV", 2 y 5). Si, por el contrario, educamos "sentimentalmente" a los hombres y acercamos su naturaleza y sus inclinaciones hacia el bien y a la justicia, entonces podríamos lograr el ideal sin sacrificar lo natural, sino haciendo que la naturaleza sea nuestro aliado, utilizando sus mismas fuerzas. "El hombre ha de aprender a desear de una manera más noble a fin de que no le sea necesario querer de manera sublime" ("Carta XXIII", 8) y que no haya de cumplir el deber luchando con sus inclinaciones naturales. Para que la reforma racional del Estado no acabe como en Francia, en las barbaridades de siempre, es necesario transformar al hombre desde el interior, en su parte más básica, hacer nacer un hombre nuevo, provocar en él "una revolución total en su manera de sentir" ("Carta XXVII", 1), dice Schiller, queriendo con ello completar la propuesta kantiana de una revolución en el modo de pensar. Hay que fomentar en el hombre una inclinación hacia el deber, una unión de su sensibilidad y de su razón, como ideal de plenitud humana que supere la escisión kantiana entre ambos, "y al hombre no sólo le está permitido, sino que debe poner en conexión placer y deber; él debe obedecer con alegría a su razón",[22] ésa es la propuesta de Gracia y dignidad, que mereció una nota del pensador de Königsberg en su libro Religión dentro de los límites de la mera razón (Ak. VII, pp. 123-124, nota).[23]

Pues bien, el instrumento para esa educación, para dicha revolución en la manera de sentir, es el arte ("Carta IX", 2). Pero un arte que, liberándose de las miserias de la época, sea capaz de alzarse hasta el ideal ("Carta II", 3 y "Carta IX", 3-5). El artista ha de acercar al sentimiento y al gusto de los hombres los ideales morales, para atraerle y educarle ("Carta IX", 7). Haciendo que el hombre juegue con la mera forma, con la mera apariencia, lo despega de la urgencia de las necesidades materiales; la belleza y lo inútil van invadiendo su vida y lo liberan del yugo de lo materialmente útil, para que pueda degustar las ideas de la razón.

Con esto acaba Schiller la primera entrega de sus Cartas. En la segunda aparece más decisivamente la influencia de Fichte, pues Schiller comienza a utilizar su método sintético-genético de filosofar, el que después derivará en el dialéctico. Detengámonos ahora por un momento en Fichte.


3. Fichte y el método genético-sintético de filosofar

Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) llega a la Universidad de Jena el 25 o 26 de abril de 1794, invitado por Goethe, Ministro de Cultura de Weimar, para sustituir a Reinhold, a fin de que continuara con la enseñanza de la filosofía dentro de la tradición kantiana. Allí había ido Schiller en mayo de 1789 como profesor de historia, aunque a la venida de Fichte estaba dando lecciones de estética.[24] El éxito y la fuerza oratoria de Fichte en esos primeros años de docencia fue arrolladora, y su influencia llegó también a Schiller.

El método o modo de filosofar de Fichte en Jena consistía en deducir todos los elementos del sistema, todos los momentos de la conciencia y de la realidad, como condiciones necesarias para la subjetividad, para la génesis del sujeto y de su conciencia. Siguiéndolo, ya al final de la "Carta X" Schiller se plantea la necesidad de deducir el concepto de belleza, no de la experiencia sino a priori, pues ha de ser un concepto capaz de determinar qué merece ser llamado bello, o sea, capaz de servir de criterio. Por tanto, "ese concepto racional puro de belleza" ha de ser buscado por el camino transcendental: "la belleza tendría que ser mostrada como una condición necesaria de la humanidad" ("Carta X", 7), y en concreto para que esa humanidad llegue a su plenitud; sin belleza no hay hombre en el pleno sentido de la palabra. Ése será el argumento.

Kant también había realizado su propia deducción del juicio de gusto, y en concreto la justificación de su pretensión de universalidad —cantidad— y necesidad —modalidad— (KU §§ 6-9, 18-22 y 30-42), basándose en el a priori de la armonía entre el libre juego de la imaginación y el entendimiento. De ahí concluía la necesidad del gusto, sin el cual no llegaría a la conciencia esa óptima disposición, tan esencial para la comunicación humana y su carácter intersubjetivo.

Lo que añade Fichte claramente de su cosecha es que, primero, la deducción no va desde abajo hacia arriba, desde la experiencia (objetiva, moral o estética) a sus condiciones de posibilidad transcendentales, como lo hacía Kant, sino en dirección inversa y de manera genética, desde el Yo como acción que parte de sí, libre y espontáneamente, hacia sus momentos (sentimiento, intuición, concepto, conciencia moral, derecho, religión, etc.) entendidos como etapas y limitaciones necesarias para que el Yo llegue a ser consciente de sí y se realice como sujeto. Así, por ejemplo, Kant parte de la belleza y el gusto, y se alza a la armonía de imaginación y entendimiento como su fundamento transcendental. Schiller recorrerá el camino inverso: desde la constitución del sujeto según dos impulsos deducirá la belleza como síntesis de ambos.

En segundo lugar, esa construcción del sujeto y de su experiencia se realiza mediante una contradicción o conflicto originario y dinámico, es decir, de fuerzas originarias, en el seno mismo de la subjetividad. Por ello, el primer principio de Fichte forma en realidad una tríada: 1º Yo, 2º No-Yo, 3º yo y no-yo limitados. El conflicto básico de Kant entre el sujeto y la cosa en sí, se desplaza a lo práctico, a la acción. No es el Yo ideal, el Yo pienso, el que se encuentra primeramente con la limitación real, sino el Yo soy, el Yo actúo. Es éste el que siente esa limitación, y el sentimiento es la primera conciencia que tiene de sí y del mundo, la base de toda otra conciencia de realidad. Esa limitación engendra una contraposición en el Yo mismo, que quiere y no puede, contraposición que se manifiesta en él como una dualidad de impulsos, de los que parte Schiller.

Tercero, esa dualidad es un conflicto para el Yo porque la subjetividad tiende a la unidad, a la identidad, necesita saber quién es, a qué atenerse, realizarse plenamente desde sí como Yo, pues ése es justamente el primero de los principios. Al tener que contar con lo otro de sí, dicha unidad habrá de ser sintética. Esto le impone la tarea de solucionar esa contradicción básica que le configura mediante el conocimiento y la acción transformadora de lo otro. Ésta es para Fichte la acción moral,[25] mientras que para Schiller lo será la póiesis, la acción poética, dando entrada entonces al modo de pensar romántico.

Cuarto, esa tarea de unidad nunca llegará a triunfar enteramente. El Yo es libre pero finito, y por tanto su destino no es alcanzar la perfección, sino el progreso indefinido hacia ella, estar siempre en camino.[26] En consecuencia, el Yo no es en Fichte (como sí llegará a serlo en Schelling) causalidad infinita u omnipotencia, sino Streben: esfuerzo, aspiración, Trieb: impulso, fuerza finita consciente de sí. La primera conciencia que se tiene de ello, o sea, que el Yo tiene de sí como acción libre y voluntad originaria, es de nuevo un sentimiento, que se contrapone al sentimiento de limitación, anteriormente visto, mientras que la conciencia plena y racional que el Yo tiene de ser una acción originaria será el imperativo categórico. En el sentimiento de limitación, lo limitado y lo que se siente es la actividad real del Yo, mientras que la ideal, justo por ser ideal, es ilimitada, va más allá del límite, retorna sobre sí y capta al Yo como querer limitado. Esa captación es de nuevo un sentimiento, que Fichte llama Sehnen: anhelo, anhelo de plenitud o de infinitud, que atrajo tan poderosamente a los románticos. Ambos sentimientos, el de limitación y el de anhelo, forman en realidad uno sólo, pues únicamente en la contraposición de ambos nace la conciencia. En efecto, anhelo porque me siento limitado, y me siento limitado porque anhelo y quiero ir más allá del límite.[27] Mientras que la limitación me revelará mi ser natural, el "anhelo es el vehículo de todas las leyes prácticas"[28] surgidas de mi querer originario. Schiller interpretará esa dualidad siguiendo más su inspiración kantiana, pues mientras que Fichte acentúa el carácter real de la acción originaria del Yo como libertad, la reflexión de Kant por su parte, sin contradecir aquello, pone el acento en el carácter de forma del imperativo categórico y de los a priori transcendentales. Por eso Schiller pensará la fuerza que se siente a sí misma en el anhelo fichteano como un impulso por la forma.

Fichte no llegó a desarrollar propiamente una estética.[29] Fundamentalmente se resumen en Sobre el espíritu y la letra en la filosofía. En una serie de cartas, que Schiller rechazó publicar en su revista Las Horas, en el número que tenía que salir a finales de julio o principios de agosto de 1795, y el § 31 de su Ética de 1798: "Sobre los deberes del artista". En este breve y denso texto encontramos algunas ideas que ya hemos oído. El arte forma al hombre en su unidad, tanto al entendimiento como al corazón. Presenta además en el ámbito de la conciencia común la acción creativa y libre del yo, convierte por tanto el punto de vista transcendental en común (por eso es el órgano de la filosofía, dirá Schelling)[30] y nos ennoblece. Como el arte surge del interior del artista, éste nos conduce hacia el interior, hacia el yo autónomo, hacia la autonomía de la razón, nuestro destino último (Fichte defiende el idealismo ético de Kant, mientras que Schiller y los románticos abogaran por la primacía de lo poético):

El sentido estético no es la virtud, pues la ley moral exige autonomía según conceptos, mientras que el sentido estético viene por sí mismo, sin ningún concepto. Pero él es preparación para la virtud, le prepara el terreno, y cuando aparece la moralidad, encuentra ya concluida la mitad del trabajo: la liberación de los lazos de la sensibilidad.[31]

El arte debe, por tanto, representar el ideal.


4. La deducción transcendental de la belleza

Schiller utiliza el método fichteano a partir de la "Carta XI", que son a su vez traducciones de conceptos kantianos. Según Kant, estamos constituidos por una dualidad básica: 1) somos espontaneidad: Yo pienso (espontaneidad ideal), libertad real, gusto y genio artístico, 2) y a la vez fenómenos, sujetos empíricos, dependientes. Schiller aplica a esta dualidad básica los conceptos de reflexión materia y forma, y construye desde ahí la suya propia: 1) en el hombre, su persona, su inteligencia pura, permanece y es eterna, eso le da forma, identidad, 2) mientras que su estado, el hombre como fenómeno, cambia en el tiempo, y le confiere materia, existencia. Leamos al respecto un texto clave:

Aunque es únicamente su sensibilidad la que hace de su capacidad una fuerza activa, sólo su personalidad es la que convierte su actuar en algo suyo. Por tanto, para no ser mero mundo [objeto y perderse en él], el hombre ha de darle forma a la materia [ha de ser activo y configurador]; para no ser mera forma [mera posibilidad vacía, como los conceptos sin intuiciones para Kant (KrV A 51, B 75)[32]], ha de conferir realidad (Wirklichkeit) a la disposición que lleva en sí. Él realiza la forma [o sea, da materia a la forma de su persona, de su razón, de sus exigencias morales, de su conocimiento, de su gusto y genio artístico] cuando crea el tiempo [el tiempo como forma a priori de la sensibilidad y aceptación primaria de la multiplicidad] y opone la variación a lo permanente, la multiplicidad del mundo a la unidad eterna de su yo; da forma a la materia cuando vuelve a suprimir/superar [aufhebt, piénsese en la Aufhebung hegeliana] el tiempo, cuando afirma la permanencia en el cambio y somete a la unidad de su yo la multiplicidad del mundo. De ahí surgen dos exigencias opuestas para el hombre, las dos leyes fundamentales de la naturaleza sensible-racional […]:

— debe exteriorizar todo lo interno [debe conferir materia a toda su forma para que sean reales, wirklich, para llegar a ser]

— y dar forma a todo lo externo [a fin de que sea algo para él].

Ambos cometidos, considerados en su realización más perfecta, nos devuelven al concepto de divinidad del que habíamos partido ("Carta XI", 8-9).

O sea, al ideal de humanidad que se persigue. Lo uno no va sin lo otro, al igual que en Kant y en Fichte, pero mientras que Fichte pone siempre la iniciativa en el Yo, Kant y Schiller (lo vemos al inicio de la última cita) hacen iniciar todo el proceso con la afección. En la "Carta XIX", Schiller nos explica que sólo sintiendo la limitación somos despertados a la acción y a la realidad:

Aquí hemos de recordar que nos las habemos con el espíritu finito, no con el infinito. El espíritu finito es aquel que no llega a ser activo de otro modo que mediante la pasividad, que sólo llega a lo absoluto por las limitaciones, que recibe materia sólo en la medida en que actúa y configura ("Carta XIX", 9).

Para llevar a cabo la doble tarea señalada, somos movidos por dos fuerzas contrapuestas. Y aquí Schiller introduce la teoría fichteana de los impulsos (Triebe), aunque modificada a su manera, siguiendo el par materia-forma ya señalado: 1) somos, por una parte, impulso sensible o impulso de cosa (Sachtrieb), impulso hacia la materia (Stofftrieb) o impulso de vida (Lebenstrieb), que exige tiempo, materia, cambio, contenido, sensación, límites, multiplicidad, un impulso que se encamina hacia la afirmación exclusiva del individuo, como lo hacían las inclinaciones en Kant (la finitud), 2) y, por otra parte, somos impulso hacia la forma (Formtrieb) que, partiendo del ser absoluto del hombre, aspira a la libertad, a la identidad, a la eternidad, a superar el tiempo, el cambio y todo límite, a la justicia y la ley, a la afirmación de la especie ("Carta XII"), en una contraposición individuo-especie que hemos encontrado ya en la filosofía de la historia de Kant.[33]

Ninguno de esos impulsos se funda en el otro, y esa dualidad real, presente también en Kant y en Fichte (en el de Jena, el primer Fichte), pero contraria al punto de vista absoluto desde donde filosofan Schelling y Hegel (y el segundo Fichte, el de Berlín), es lo que separa al método transcendental del pensar especulativo. Tampoco debe desaparecer ninguno de esos impulsos, pues en caso contrario el hombre se convertiría en un animal o en un dios. Ni ha de ser aplastado el uno por el otro sin que sufra una parte del hombre, o sea, el hombre como tal ("Carta XIII", 2 y 5). Ambos deben ser afirmados por igual (en contra de la acentuación kantiana del deber) y estar en relación recíproca (Wechselwirkung, un concepto clave en Fichte). La cultura ha de preservar los justos límites a ambos mediante la formación tanto de la capacidad de sentir, de recibir, de apertura, como de la capacidad racional de ser activo, libre, autónomo ("Carta XIII", 2-3), tanto del sentimiento como del carácter (capacidad de actuar según principios), y no oprimiendo el sentimiento para formar dicho carácter, como hace la educación ilustrada ("Carta XIII", 4). Ambos impulsos no han de estar limitados por medio de la incapacidad, o expandidos de tal manera que aplasten al otro, sino puestos en sus justos términos por la energía y plenitud de ambos ("Carta XIII", 6 y XIV, 1), una reconciliación que fascinará a Hegel.

Esta relación recíproca de ambos impulsos es ciertamente sólo una tarea de la razón, que el hombre únicamente será capaz de solucionar totalmente en la plenitud de su existencia. Es, en el sentido más propio del término, la idea de su humanidad, y por tanto algo infinito al que puede irse acercando cada vez más en el transcurso del tiempo, pero nunca alcanzarlo ("Carta XIV", 2).

De nuevo encontramos aquí, como en Kant y en Fichte, un proceso al infinito, que complicará inevitablemente la solución final que Schiller buscará en lo estético, tal vez porque sea la tensión básica e irrebasable que nos constituye y nos abre.

Sin embargo, piensa Schiller (y después con él Schopenhauer), hay casos en los que esa plenitud se daría de manera simbólica, como si se realizara lo infinito en lo finito ("Carta XIV", 2 y "Carta XXV", 5-6) (así presenta Schelling, en el final de su Sistema del idealismo transcendental, lo que se lleva a cabo en el arte). En nuestra ayuda surge un nuevo y tercer impulso, síntesis de los otros dos: el impulso de juego o para el juego (Spieltrieb). En ello opera la necesidad de unidad del sistema que impone la tesis, a la autoposición del Yo absoluto fichteano, pero que Schiller introduce sin mencionarlo, sin más fundamento. "El impulso de juego se encaminaría a suprimir/superar el tiempo en el tiempo [la experiencia adorniana del momento estético], a conciliar el devenir con el ser absoluto, el cambio con la identidad" ("Carta XIV", 3), la receptividad con la productividad, la materia o realidad con la forma, los afectos con la razón, la inclinación física con la necesidad moral, con lo cual desaparecería o dejaríamos de sentir tanto la coacción física como la moral, y nos sentiríamos y seríamos enteramente libres ("Carta XIV", 4-6; "Carta XIX", 10 y 12; "Carta XX", 4). En consecuencia, allí no se sienten limitaciones, porque se unifica toda realidad ("Carta XXI", 2). "Sólo lo estético nos conduce a lo ilimitado", a lo infinito, como acentuarán después los románticos, configurando una totalidad arrancada del tiempo ("Carta XXII", 1). La vida estética es "el mayor de todos los regalos", pues le devuelve al hombre la humanidad perdida ("Carta XXI", 5). La verdadera belleza sería "nuestra segunda creadora", la que nos vuelve a crear ("Carta XXI", 6), y nos hace aptos para cualquier dirección del espíritu, para la pasividad y para la actividad, para el reposo o para el movimiento, para ceder o para resistir, para pensar o para intuir ("Carta XXII", 2-3).

Es importante darse cuenta que está naciendo aquí una nueva comprensión de la realidad y del destino del hombre. La puerta de entrada a lo verdaderamente real no es ya la conciencia y la libertad morales, como en Kant y Fichte, sino la acción y la contemplación estética (romanticismo), de manera que la dualidad básica propia de lo ético ha de ser reemplazada por la síntesis artística. La finitud en la que se sitúa todo deber es salvada por la infinitud estética, que nos promete la curación de toda escisión, de toda herida abierta por la conciencia reflexiva y el progreso de su civilización. La síntesis de libertad y naturaleza que veía Kant en lo estético se interpreta ahora como el ideal humano de ser-en-el-mundo. Lo estético era antes un camino hacia lo racional: "no hay otro camino para hacer racional al hombre sensible que hacerlo antes estético" ("Carta XXIII", 2), porque libera de las cadenas de lo material y el ser humano comienza entonces a apreciar desinteresadamente la apariencia y la forma pura, "una revolución total en su modo de sentir" ("Carta XXVII", 1). Ahora lo estético pasa de ser el camino a convertirse en la meta, el final, el ideal. La metafísica, o si se quiere, la ontología se gira hacia la estética, viene a habitar el ámbito del arte, al igual que lo practicará Nietzsche, el segundo Heidegger, o también Gadamer, para el cual el arte se presenta como la experiencia privilegiada de la hermenéutica, pero también gran parte de la filosofía postmoderna actual. Está naciendo, pues, un nuevo paradigma ontológico, que llega hasta nuestros días. Pero prosigamos en su presentación.

En los otros impulsos hay seriedad, nos sigue diciendo Schiller, la seriedad de la realidad o necesidad material y la seriedad de la dignidad. Desde esa seriedad propia de cada uno de ellos, ambos se desprecian mutuamente. Al unir a los dos en la plenitud de su afirmación, el impulso de juego, por el contrario, hace que la urgencia material pierda su carga y la ley moral se haga fácil. Juego hay en la abundancia de fuerzas: "El animal trabaja cuando es una carencia el motivo impulsor de su actividad, y juega cuando la abundancia de fuerza es lo que le mueve, cuando la vida exuberante se estimula a sí misma a la actividad" ("Carta XXVII", 3). En el juego hay necesidad, reglas, no arbitrariedad, y no obstante uno se siente libre, sin coacción. Juego se le dice a "todo lo que no es ni subjetiva ni objetivamente contingente, y sin embargo no coacciona ni interior ni exteriormente" ("Carta XV", 5). Une por tanto necesidad y libertad. Si en Kant el juego estético se entablaba entre la imaginación y la capacidad de las reglas en general, aquí, en Schiller, hay juego cuando la forma domina la materia pero potenciándola, no oprimiéndola, y en esa abundancia de materia, de vida sensible y multiplicidad (primer impulso), la forma de la identidad y de la coherencia camina como dueña, sin disminuirla, sino confiriéndole más potencia. Hay, por consiguiente, forma, reglas, necesidad (luego será posible el Estado estético), pero eso no entorpece, sino que facilita el gozo de lo material, ni esa abundancia material mengua la regla, sino que muestra la energía de ésta y su capacidad de unificación. ¿Ocurre eso también en el arte contemporáneo?

Pues bien, si el objeto del primer impulso es la vida, el ser material, y el objeto del segundo es la forma, el objeto del impulso de juego es la forma viva, die lebende Gestalt, y esto es la belleza, unión lograda de materia y forma. Mientras que Kant habría sostenido la "imposibilidad de establecer un principio objetivo del gusto",[34] aquí habríamos logrado "una característica objetiva y afirmadora de la libertad en el fenómeno",[35] y "la belleza es la única expresión posible de la libertad en el fenómeno" ("Carta XXIII", 7 nota). De ese modo es deducida la belleza desde la necesidad de una unidad para un hombre escindido, una unidad sintética que no anula ciertamente la dualidad, ni debe hacerlo sin suprimir al hombre, pero sí la reconcilia, le quita su aspereza y agresividad. Por tanto, la libertad que es esencial a la belleza no es "carencia de ley, sino armonía de leyes, no es arbitrariedad, sino suprema necesidad interna" ("Carta XVIII", 4). En esto Schiller sigue el vuelco copernicano de Kant, para el cual la subjetividad, y aquí la imaginación, no es caos en su libertad, sino el origen del orden libre y del sentido, pero también hay cierta inspiración spinozista en esa unión de libertad y necesidad, que volveremos a encontrar en Hegel. "El ánimo en el estado estético actúa ciertamente de forma libre, y en sumo grado libre de toda coacción, pero en modo alguno libre de leyes" ("Carta XX", 4), sino guiado por "la interna necesidad de lo verdaderamente bello" ("Carta XXII", 4), por la necesidad del espíritu y de la síntesis.


Conclusión:

La razón exige por fundamentos transcendentales [como condición de posibilidad de la subjetividad]: debe haber una comunidad [o síntesis] entre impulso formal e impulso material, es decir, debe haber un impulso de juego, porque sólo la unidad de la realidad con la forma, de la contingencia con la necesidad, de la pasividad con la libertad lleva a su plenitud el concepto de la humanidad.[36] La razón ha de plantear esta exigencia, porque por su misma esencia reclama la plenitud [ése es el bien supremo en Kant: libertad o virtud más felicidad] y la supresión de todos los límites [coactivos; Fichte había dicho que eso era imposible, que nuestro destino no es la perfección, pero aquí se la piensa desde otra perspectiva, no desde la moral, sino desde la estética, claro que no como simple plenitud simbólica, sino que llegaría a tener realidad práctica en un Estado estético], y toda actividad excluyente de uno u otro impulso [como lo hace la educación ilustrada] deja incompleta la naturaleza humana y origina una limitación [no debida, no correcta, no acorde con su ser libre] en la misma. Por consiguiente, al pronunciar su exigencia: debe existir una humanidad, formula con ello la ley: debe haber belleza ("Carta XV", 4).

La belleza es una condición necesaria para la subjetividad, pues sin belleza no seríamos plenamente hombres. El hombre, en cuanto unión de materia y espíritu, encuentra su consumación en la belleza ("Carta XV", 5). "Sólo el juego es lo que le hace al hombre completo y desarrolla de una vez su doble naturaleza" ("Carta XV", 7) sensible y racional. Entramos en el mundo de las ideas sin por ello dejar el mundo sensible ("Carta XXV", 5), pues lo bello ideal surge en el equilibrio y unión perfecta de los dos impulsos contrapuestos ("Carta XVI", 1).

Pero:

[L]a razón formula también esta exigencia: el hombre sólo debe jugar con la belleza, y debe jugar sólo con la belleza. Pues, para expresarlo por fin de una vez, el hombre sólo juega allí donde es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre allí donde juega. Esta afirmación […] sostendrá todo el edificio del arte estético y del aún más difícil arte de vivir ("Carta XV", 8-9).

La belleza y el arte dejan de ser entonces mero instrumento o camino hacia un Estado moral, como lo era en la primera entrega de las Cartas, que aún seguía en la órbita de Kant y Fichte, y se convierte, en la tercera entrega, en el ideal de la humanidad, en la utopía romántica, cuya cultura o arte superior inauguraría el tercer momento histórico: el Estado estético.

En medio del temible reino de las fuerzas y en medio del sagrado reino de las leyes, el impulso estético de formación (Bildungstrieb) va construyendo inadvertidamente un tercer reino feliz, el reino del juego y de la apariencia, en el cual este impulso quita al hombre todas las cadenas y le libera de todo lo que significa coacción, tanto en lo físico como en lo moral. Si en el Estado dinámico de derecho el hombre encuentra al [otro] hombre como fuerza y limita su actividad, si en el Estado ético del deber el hombre se opone al otro con la majestad de la ley, y encadena su querer, en el Estado estético, en el círculo del trato bello, el hombre sólo debe aparecer ante el otro como forma, únicamente como objeto del libre juego. Dar libertad por medio de libertad es la ley fundamental de este reino [una expresión que en Kant tiene un sentido moral y jurídico, y que aquí se interpreta en clave artística]. El Estado dinámico puede hacer la sociedad meramente posible domando la naturaleza por medio de la naturaleza; el Estado ético sólo puede hacerla (moralmente) necesaria, sometiendo la voluntad individual a la voluntad general; únicamente el Estado estético puede hacerla real, porque realiza la voluntad del conjunto mediante la naturaleza del individuo […] confiriendo al hombre un carácter social […]. Únicamente lo bello lo gozamos como individuo y como especie […]. Sólo la belleza es capaz de hacer feliz a todo el mundo, y todos los seres olvidan sus limitaciones mientras experimentan su magia ("Carta XXVII", 8-10).

¿Pero puede el arte tener tanta potencia si su substancia es la forma y el juego? Justamente esa forma es la mejor manera de dominar y comprender un contenido ("Carta XXII", 5). Pero además el contenido, que no procede de lo estético mismo, tiene que salir en definitiva del ideal de la razón (moral) y el nuevo arte ha de exponerlo, de modo que en Schiller se trata aún (al menos aún) de una colaboración entre la estética y la moral. Si bien la imperfección de los hombres hará que no se llegue enteramente a ese ideal, el cual, por tanto, no hemos obtenido de la experiencia, sino que desde él medimos toda experiencia ("Carta XVII", 3 y "Carta XXII", 4), "la necesidad (Bedürfniß) de tal Estado estético se da en toda alma finamente acordada, aunque de hecho sólo existe en algunos círculos reducidos, como la iglesia pura o la república pura" ("Carta XXVII", 12).

 


Referencias

* Este artículo hace parte de una conferencia pronunciada en la Universidad Nacional de Colombia el día 10 de mayo de 2005. Está adscrito a la investigación con el mismo nombre.

[1] Schiller, F. Sämtliche Werke. Carl Hanser Verlag, München, 19755, 5 tomos. Hay una buena edición bilingüe alemán-español: Schiller, F. Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Anthropos, Barcelona, 1990 ("Carta I", 3 = carta I, párrafo 3).

[2] En la primera entrega de las Cartas se publicaron las cartas núm 1-9, en la revista que el mismo Schiller dirigía: Die Horen el 25 de enero de 1795. La segunda entrega contenía las cartas núm 10-16, publicadas el 20 de febrero de 1795, y la última entrega, las cartas núm 17-27, no se publicaron hasta el 22 de junio de 1795.

[3] Ya habían sido citadas con anterioridad ("Carta IV", 2) las Lecciones sobre el destino del sabio, de Fichte, las cuales habían tenido un éxito sin precedentes en la Universidad de Jena.

[4] Véase sobre todo "La arquitectónica de la razón pura". Sigo la edición de la Academia (Ak): Kant, I. Kants gesammelte Schriften. Hrsg. von der Preußischen und der Deutschen Akademie der Wissenschaften. Berlin, 1900 ss., pero en su reproducción por la Editorial Walter de Gruyter, Berlin, 1968 (KrV = Crítica de la razón pura).

[5] Así sonaba en su primera aparición en público en la reseña que hizo Fichte (1794) al libro Enesidemo (1792) de Gottlob Ernst Schulze (1761-1833): "Evidentemente hemos de tener un principio fundamental real y no meramente formal, pero tal principio no tiene por qué expresar precisamente un hecho [Tatsache, como piensa Reinhold], puede expresar también una acción [Tathandlung]" (FW I/8 = GA I/2, 46; trad. española: Fichte, J. G. Reseña de "Enesidemo", Hiperión, Madrid, 1982, p. 66). Véase también su escrito programático: FW I, 27 ss = GA I/2, 107 ss; trad. española: Fichte, J. G. Sobre el concepto de la doctrina de la ciencia. UNAM, México, 1974. FW hace relación a Fichtes Werke, Walter de Gruyter, Berlin, 1971, 11 vols. GA se refiere a la edición de la Academia: Fichte, J. G. Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der Wissenschaften. Ed. de Reinhardt Lauth et al. Frommann, Stuttgart, 1962 ss.

[6] Esa idea es un Leitmotiv en Hegel. Léase también al respecto las interesantes cartas de Descartes a la Princesa Elisabeth del 21 de mayo y del 28 de junio de 1643 (Œuvres philosophiques. Tomo 3. Ed. de Ferdinand Alquié. Garnier, Paris, 1973).

[7] KU = Crítica del juicio.

[8] Sobre este asunto me he extendido más en mi artículo Reflexión transcendental sobre el cuerpo propio. Kant, Fichte y Schelling. En: Rivera, J. y López, M. C. (coordinadores). El cuerpo. Perspectivas filosóficas. UNED, Madrid, 2002, pp. 33-75.

[9] Es bien conocida la crítica de Nietzsche a Kant y a Schopenhauer en este punto del desinterés estético que, con esa fuerza poética que le caracteriza, expone en La genealogía de la moral, Tratado tercero, § 6.

[10] Muy interesante, en este sentido, es la contrarréplica que Heidegger lleva a cabo a la crítica de Nietzsche, antes reseñada, en su libro Nietzsche I: La doctrina de Kant sobre lo bello. Su mala interpretación por parte de Schopenhauer y Nietzsche (Gesamtausgabe Band 6.1, pp. 106-115; hay traducción de esta obra en Ediciones Destino, Barcelona, 2000).

[11] Hay traducción española: Kant, I. Crítica del juicio. Madrid, Espasa Calpe, 1981, pp. 263-264.

[12] Johann Heinrich Pestalozzi, Suiza, 12/1/1746-17/2/1827, su obra Cómo enseña Gertrudis a sus hijos (1801) fue leída con pasión por Fichte, que vio en ella el desarrollo pedagógico de sus propias ideas.

[13] En alemán arte es femenino: die Kunst.

[14] Wackenroder, W. H. und Tieck, L. Herzensergiessungen eines kunstliebenden Klosterbruders. Reclam, Stuttgart, 1955, p. 28.

[15] Véase el Cuarto Principio de Idea para una historia universal con propósito cosmopolita.

[16] Véase Presumible inicio de la historia humana, nota.

[17] Schiller, F. Über naive und sentimentalische Dichtung. En: Sämtliche Werke. Tomo 5. Óp. cit., p. 718. También en Hegel la cultura del entendimiento, propia de la modernidad, se queda presa en las contraposiciones, si bien no es el arte el que nos lleva a la máxima comprensión de la realidad, sino el concepto filosófico. Pero en el jovencísimo Hegel, al igual que en Schiller, hubo un tiempo en el que el arte era aún la última palabra de esa cultura superior y conciliadora de todas las oposiciones y escisiones, como revela el llamado El más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán (1796 o 1797), que concibió junto a sus compañeros de seminario Schelling y Hölderlin.

[18] Hove, F. Die Französiche Revolution im Spiegel der deutschen Literatur. Reclam, Leipzig, 1979, pp. 259-260.

[19] Schiller, F. Schillers Werke. Nationalausgabe. Tomo 26. Verlag Hermann Böhlaus Nachfolger, Weimar, 1992, p. 260 (carta al Príncipe von Augustenburg del 13 de julio de 1793).

[20] Ibíd., p. 265.

[21] Ibíd.

[22] Schiller, F. Über Anmut und Würde. En: Sämtliche Werke. Tomo 5. Óp. cit., pp. 464-465.

[23] Dos observaciones sobre lo dicho. Kant excluye la felicidad y la sensibilidad del primer principio de la moralidad, porque nuestro ingreso a ella no se basa en nuestra finitud, sino en nuestra libertad o ser originario. Pero él no la excluye de todo el ámbito de la moralidad, como puede verse en el concepto de "bien supremo" y en la segunda parte de la Metafísica de las costumbres, la Doctrina de la Virtud, donde contribuir a la felicidad de los otros es también un deber. La segunda observación se refiere a la idea de Schiller de que hay primero que cambiar al hombre antes de poder hacer un Estado: "pero esta magnífica construcción sólo se llevará a cabo sobre el sólido fundamento de un carácter ennoblecido, y se tendrá que comenzar procurándose ciudadanos para la constitución antes de poder dar una constitución a los ciudadanos" (carta al Príncipe von Augustenburg del 13 de julio de 1793, Reclam, p. 269). Esta idea no habrá de entenderse al modo como la utilizaron los conservadores, diciendo que no se le puede dar libertad al pueblo hasta que no esté preparado y educado para ella. Sólo la libertad educa a la libertad, como defendió Kant en su Religión (Ak. VII, § 4, p. 188, nota), y por eso la educación del sentir que propone Schiller no procede de una disciplina militar, dictatorial o carcelaria, sino muy al contrario del libre juego de la estética.

[24] El 3 de mayo de 1794 tuvieron el primer encuentro personal.

[25] Veamos la primera formulación publicada por Fichte de esta idea básica: "En efecto, y para exponer los momentos de este razonamiento en su más alta abstracción, si el Yo es en la intuición intelectual [en el saber originario de sí] porque es y es o que es, entonces es poniéndose a sí mismo, absolutamente autónomo e independiente. Pero el Yo en la conciencia empírica, como inteligencia, es sólo en relación a un inteligible [a un objeto], y en esta medida existe dependientemente [no es un Dios omnipotente]. Ahora bien, este Yo contrapuesto a sí mismo [libre y a la vez necesariamente dependiente para poder saber de sí] no debe constituir dos [Yoes], sino sólo un Yo [con una identidad], lo cual es imposible según lo exigido, pues dependiente e independiente están en contradicción. Pero dado que el Yo no puede renunciar a su carácter de autonomía absoluta [así elabora Fichte la libertad moral kantiana], se origina una tendencia a hacer lo inteligible [al mundo] dependiente de sí mismo [de su razón] para reducir a unidad el Yo que lo representa y el Yo que se opone a sí mismo. Y éste es el significado de la expresión: la razón es práctica. En el Yo puro la razón no es práctica, tampoco en el Yo como inteligencia; lo es sólo en cuanto aspira a unir a ambos". Fichte, J. G. Reseña de "Enesidemo". Óp. cit., pp. 85-86. (FW I, 22 = GA I/2, 65).

[26] Véase la primera de Algunas lecciones sobre el destino del sabio (trad. española en: Istmo, Madrid, 2002), que sirve de magnífica introducción al pensamiento de Fichte y su primer principio.

[27] Me he detenido más sobre éste asunto en mi artículo: La relevancia ontológica del sentimiento en Fichte. En: López-Domínguez, V. (ed.). Fichte 200 años después. Complutense, Madrid, 1996, pp. 45-73.

[28] Fichte, J. G. Grundlage, FW I, 304 = GA I/2, 432.

[29] Sus escritos relativos a esta materia están recogidos en: Fichte, J. G. Filosofía y estética. Ed. de Manuel Ramos y Faustino Oncina. Servei de Publicacions de la Universitat de Valencia, Valencia, 1998.

[30] "Si la intuición estética sólo es la transcendental objetivada, es evidente que el arte es el único órgano verdadero y eterno y a la vez el documento de la filosofía que atestigua siempre y continuamente lo que la filosofía no puede presentar exteriormente, a saber, lo no consciente en el actuar y en el producir y su originaria identidad con lo consciente. Por eso mismo el arte es lo supremo para el filósofo, porque, por así decir, le abre el santuario donde arde en una única llama, en eterna y originaria unión, lo que está separado en la naturaleza y en la historia y que ha de escaparse eternamente en la vida y en el actuar así como en el pensar. La visión que el filósofo se hace artificialmente de la naturaleza es para el arte la originaria y natural. Lo que llamamos naturaleza es un poema cifrado en maravillosos caracteres ocultos" (Schelling, Sistema del idealismo trascendental. Anthropos, Barcelona, 1988, p. 425).

[31] Fichte, J. G. Ética o Sistema de la doctrina de las costumbres según los principios de la doctrina de la ciencia. Akal, Madrid, 2005, § 31. (FW IV, 354-355 = GA I/5, 308).

[32] "Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas".

[33] En esta contraposición de impulsos básicos podemos ver la prefiguración de lo dionisíaco y lo apolíneo en Nietzsche, lector de Schiller.

[34] Schiller, F. Sämtliche Werke. Tomo 5. Óp. cit., p. 394 (Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Anthropos, Barcelona, 1990, pp. 4 y 5).

[35] Schiller, F. Schillers Werke. Nationalausgabe. Tomo 26. Óp. cit., p. 240 (carta de Schiller a Körner del 5 de mayo de 1793).

[36] Como puede verse, hay en el estilo schilleriano un gusto por las contraposiciones, cuyas raíces podríamos encontrar en la retórica rousseauniana.

 

 

Bibliografía

1. DESCARTES, R. Œuvres philosophiques. Ed. de Ferdinand Alquié, Garnier, Paris, 1963, 1967 y 1973.        [ Links ]

2. FICHTE, J. G. Fichtes Werke. Walter de Gruyter, Berlin, 1971.        [ Links ]

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