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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.42 Medellín July./Dec. 2010

 

El Contractualismo Moderno y la Culpa Política* 

Modern Contractualism and Political Guilt  

Por: Wilson Ricardo Herrera Romero

Escuela de Ciencias Humanas

Universidad del Rosario

Bogotá, Colombia

Wherrer29@gmail.com

Fecha de recepción: 20 de septiembre de 2010

Fecha de aprobación: 19 de octubre de 2010


Resumen: Este artículo analiza el problema de có mo lidiar con situaciones en las que nuestras creencias morales van en contravía de las demandas de un gobierno que cuenta con el decidido apoyo de la mayoría de los miembros de la comunidad política a la cual uno pertenece. Siguiendo las tesis que plantea Jaspers en el Problema de la culpa, se intenta mostrar que si se interpreta el concepto de culpa política propuesto por Jaspers en la línea del filó sofo liberal John Locke, se puede arrojar una nueva luz sobre lo que la responsabilidad política significa. Esto también nos permitirá mostrar que las llamadas obligaciones políticas de los ciudadanos se extienden más allá de los requerimientos institucionales, asunto que ha sido el foco de recientes discusiones entre aquellos estudiosos que tratan la cuestión de la legitimidad política desde la perspectiva del contractualismo moderno. Tal extensión consiste básicamente en que los ciudadanos tienen obligaciones políticas relacionadas con la cultura política que constituyen su identidad política.

Palabras clave: John Locke, Jaspers, culpa, política, contractualismo, ethos, identidad política, liberalismo.

Abstract: This article analyzes the problem of how to deal with situations in which our moral beliefs run contrary to the demands of a Government which counts on the decided support of the majority of members of the political community to which one belongs. Following the thesis set by Jaspers in The Problem of Guilt, we will try to show that if the concept of Political Guilt proposed by Jaspers is interpreted in the line of the liberal philosopher John Locke, new light can be cast on what Political Responsibility means. This will also enable us to show that the so-called Political Obligations of citizens extend beyond the institutional requirements, a theme which has recently been the focus of discussion among those scholars that deal with the question of Political Legitimacy from the perspective of modern Contractualism. The said extension consists basically in that the citizens have Political Obligations related to the Political Culture that constitute their Political Identity.

Key Words: John Locke, Jaspers, Guilt, Politics, Contractualism, Ethos, Political Identity, Liberalism.


I

En  El problema de la culpa, un texto que se ha vuelto de obligada referencia entre aquellos que tratan de la justicia transicional, el filó sofo alemán, Karl Jaspers, se propone dar cuenta de la acusación de que los alemanes son culpables como nación por las atrocidades cometidas por los nazis antes y durante la segunda guerra mundial.  Para él, esta atribución de culpa colectiva en un sentido tanto moral como criminal es totalmente inaceptable, pues con ello se estaría siguiendo la misma ló gica con el que los regímenes totalitarios trataron a sus enemigos. Así, mientras para los nazis, los judíos eran una plaga que amenazaba la existencia del pueblo alemán, para los estalinistas, los oponentes del régimen eran los  agentes del mal del capitalismo. Jaspers, sin embargo, reconoce que la idea de culpa colectiva tiene algo de justificación, al menos en un sentido político. Según Jaspers, la culpa en un sentido político tiene que ver con la responsabilidad de los miembros de una nación por las acciones hechas por un Estado que actúa en su nombre. Este tipo de culpa  se manifiesta en el hecho de que los ciudadanos tienen que sufrir los efectos de las políticas estatales; ellos tiene que pagar impuestos, obedecer las leyes vigentes, prestar el servicio militar e inclusive apoyar al gobierno.  En el caso de los alemanes, esto significa que, independientemente de su condición política y social, ellos son políticamente responsables y no tienen otra opción que aceptar las condiciones de los vencedores.  Se puede objetar contra esta forma colectiva de concebir la culpa política, que esta implica que los ciudadanos tienen que responder por acciones en los cuales ellos no están directamente involucrados.  La cuestión que emerge aquí es por qué y en qué medida es el pueblo en general, el responsable por las acciones del Estado. Jaspers comienza respondiendo esta cuestión, con la afirmación de que “cada persona es corresponsable de có mo sea gobernada”  (Jaspers, 1998: 53).  Algunas páginas después, él clarifica su posición diciendo lo siguiente:

Somos colectivamente responsables. La cuestión es, sin embargo, en qué sentido tiene que sentirse cada uno responsable. Sin duda en el sentido político de la corresponsabilidad de cada ciudadano por los actos que comete el Estado al que pertenece. Pero no necesariamente también en el sentido moral de la participación fáctica o intelectual en los crímenes. ¿Tenemos que responder nosotros los alemanes por las atrocidades que hemos sufrido por parte de alemanes o por aquéllas otras de las que nos hemos librado milagrosamente? Sí, en tanto que hemos tolerado el surgimiento de un régimen tal entre nosotros. No, en tanto muchos de nosotros, en nuestro fuero interno éramos contrarios a toda esa maldad, por lo que no tenemos que reconocer en nuestro interior complicidad moral por ningún acto o motivación  (Jaspers, 1998: 88).

De este pasaje, se puede inferior cierta paradoja en la respuesta de Jaspers, que como veremos es en parte debido a que en ella hay una especie de mezcla de dos concepciones de la culpa políticas que bajo ciertas circunstancias no son compatibles entre sí; una de ellas se desprende de la llamada realpolitik y la otra de la concepción contractualista del Estado de corte liberal. Pero antes de analizar estas dos visiones de la culpa política es necesario explicar cuál es el sentido de la paradoja.  Por una parte, cuando Jaspers sostiene que “la culpa política implica responsabilidad de todos los ciudadanos por las consecuencias de las acciones estatales”  (Jaspers, 1998: 54), es claro que para él todos los ciudadanos alemanes, incluyendo aquellos que se opusieron al régimen, son desde el comienzo responsables políticamente y por eso tienen que soportar las condiciones impuestas por las fuerzas aliadas. Por el otro lado, en el mismo pasaje citado, Jaspers a continuación hace una clarificación y señala que hay una importante excepción a esta acusación colectiva: aquellos que se opusieron al régimen no son políticamente culpables. Esta excepción es aplicable al mismo Jaspers, quien se opuso desde sus inicios al gobierno nazi. Pero es el mismo Jaspers, quien se dirige al auditorio con un “nosotros” y afirma enfáticamente “nosotros, los alemanes, somos políticamente culpables”  (Jaspers, 1998: 84). Así Jaspers se ve a sí mismo como culpable y no culpable políticamente. Esta paradoja no es un juego de palabras, es más bien una cuestión existencial que tiene que ver con el problema de la construcción de la identidad política. En sus reflexiones, Jaspers se considera como un heredero y renovador de la tradición alemana, pero él también se ha opuesto con todas sus fuerzas al régimen que configuró la identidad política alemana por doce años. Como alemán, Jaspers reconoce que él tiene que asumir las condiciones impuestas por los vencedores, pero como oponente del nazismo, él mismo ha sufrido las privaciones impuestas por el régimen. En esta conjunción, Jaspers enfrenta el dilema de có mo ser leal a su nación y al mismo tiempo combatir el sistema político que esa misma noción ha apoyado.

En líneas generales, el dilema que enfrenta Jaspers plantea la cuestión de có mo lidiar con una situación que cualquiera de nosotros puede experimentar en la que nuestras creencias morales van en contravía de las demandas de un gobierno que cuenta con el decidido apoyo de la mayoría de los miembros de la comunidad política a la cual uno pertenece. ¿Debo der  leal a la nación a la que pertenezco y apoyar las acciones del gobierno y dejar de lado mis principios morales que firmemente creo, o debo traicionar a mis conciudadanos y resistir en alguna forma las políticas y acciones injustas del Estado?

La respuesta de Jaspers a esta pregunta es ambigua. En un pasaje clave en el cual discute los límites del poder político él escribe: “la culpa política se convierte en culpa moral allí donde, por medio del ejercicio del poder, queda destruido el poder mismo- la realización del derecho, del ethos y de la pureza del propio pueblo”  (Jaspers, 1998: 55). Aquí claramente Jaspers pone juntos dos ideales que bajo circunstancias políticas extremas son mutuamente incompatibles. Uno encuentra, por un lado, el principio liberal defendido por Locke y Kant, según el cual el  límite del poder político está en la idea de unos derechos naturales, derechos que tienen un carácter universal y que deben ser protegidos por las instituciones políticas; y por el otro lado, en la última parte del pasaje citado, se menciona uno de las tesis centrales de la realpolitik que afirma que el fin último del poder político es la conservación de la nación. Ahora, uno podría decir que lo que Jaspers trata de hacer es volver compatible ambas pretensiones, diciendo que “el ethos de una nación” contiene e implica el respeto a los derechos universales. Pero para un realista como Carl Schmitt tal respuesta no es convincente. Para este autor, un ejercicio legítimo del poder exige una identidad sustancial entre el gobernante y el pueblo[1];  y en tal sentido, lo qué es políticamente legítimo, esto es, auténtico, tiene que ser una expresión de tal identidad. En esta forma de ver el poder político, los ideales que definen la identidad sustancial de una comunidad política pueden estar en contravía con la idea de un derecho universal. Dado esto, se puede decir que la respuesta al dilema de Jaspers es directo: las demandas del soberano y de la nación pasan por encima de las posturas morales que los ciudadanos puedan tener. Para el realista, una persona que esté enfrentando el conflicto entre las demandas de la nación y las demandas que emanan de sus propios principios morales debe decidirse por la primera opción. Carey Joynt and Sherman Hayden, en un artículo crítico sobre la obra Hans Morgenthau, uno de los padres de la realpolitik en Estados Unidos, y quien defendió fervientemente la doctrina de que en los asuntos internacionales, la defensa de los intereses nacionales deben prevalecer sobre otros intereses, señalan que para el realista “el poder político tiende a ser tratado como si tuviese un valor absoluto”  (Joynt & Hayden, 1955: 357). Así, en virtud de que el fin del poder es la preservación de la comunidad política, se sigue que tal fin se convierte en el principio supremo no solo de las instituciones políticas sino también de los seres humanos en tanto ciudadanos.

En los pasajes citados es claro que Jaspers defiende la posición liberal y se opone a quienes ponen la lealtad de la nación por encima de sus propios principios morales. Ahora bien, la idea de que el auténtico espíritu de la nación implica el respeto a los derechos de los ciudadanos sugiere una forma de ver la tradición alemana desde la perspectiva de la ilustración; no obstante, fueron el nacionalismo extremo y las ideas anti ilustradas las que dominaron la cultura política en Alemania en las décadas de los treinta y cuarenta y no la defensa de los derechos humanos. De acuerdo con esto, lo que Jaspers parece sugerir es que con el fin de tener una politeia gobernada por el principio ilustrado del respeto a la dignidad humana, es necesario cambiar la cultura de la nación. Esto implica que las naciones y en general las comunidades políticas deben ser vistas como entidades culturales que no son meramente dadas y cambiadas por fuerzas anónimas e incontrolables, sino también como algo que puede ser deliberadamente transformado por los ciudadanos.

Desde Platón y Aristó teles, es un truismo decir que para mantener el poder político en el largo plazo se requiere el apoyo del pueblo. Este apoyo no se obtiene solo a través del miedo, este demanda algo más que se fundamenta en razones éticas y morales. La humanidad ha sido testigo en el pasado siglo de atrocidades cometidas por Estados que han contado con el apoyo popular, se ha vuelto el principal argumento contra quienes ponen la defensa de los intereses nacionales como el principio absoluto de la política; este tipo de eventos claramente señalan que debe haber restricciones morales que trasciendan las particularidades de las comunidades políticas. Es en este punto en el que la realpolitik encuentra sus límites y donde la otra concepción de la responsabilidad política, mencionada arriba, resulta provechosa. En el resto de este artículo, lo que deseo mostrar es que si se interpreta el concepto de culpa política propuesto por Jaspers en la línea del filó sofo liberal John Locke, se puede arrojar una nueva luz sobre lo que la responsabilidad política significa. Esto también nos permitirá mostrar que las llamadas obligaciones políticas de los ciudadanos se extienden más allá de los requerimientos institucionales, asunto que ha sido el foco de recientes discusiones entre aquellos estudiosos que tratan la cuestión de la legitimidad política desde la perspectiva del contractualismo moderno[2]. Tal extensión consiste básicamente en que los ciudadanos tienen obligaciones políticas relacionadas con la cultura política que constituyen su identidad política.

II

En contraste con Aristó teles, que considera que la politeia es algo inherente a la naturaleza humana, para Hobbes y Locke el Estado es un sujeto artificial. Lo que Hobbes y Locke sugieren no es que los seres humanos dejen de vivir en sociedad, sino que la comunidad política y el Estado no son entes independientes y autónomos que deban estar por encima de los individuos. Para estos autores, la forma en que emerge y actúa un régimen político depende, finalmente, de la conducta de las personas[3]. En el famoso capítulo 16 del Leviatán, Hobbes afirma que una persona artificial es alguien “cuyas palabras o acciones se consideran representantes de las palabras y acciones de otro hombre”  (Hobbes, 1983: 217). Según él, mientras las personas naturales son autoras de sus propias acciones y palabras, en el caso de las personas artificiales, quien realiza un acto no es la misma que la persona responsable de éste. Uno de los dos tipos de personas artificiales corresponde a las personas que son dueñas de las acciones y palabras del otro; por ejemplo, en la relación entre capital y mano de obra, el capitalista, en tanto que paga salarios, es propietario de las mercancías producidas por los obreros. El otro tipo de persona corresponde al caso en que la persona representante no es dueña de las acciones y palabras de las personas representadas, sino que estas últimas son dueñas de las acciones y palabras de la persona artificial. Hobbes llama a las personas representadas, autores, y a la persona artificial, actor. Aquí el aspecto crucial es el proceso de autorización: si una persona autoriza a otra a actuar en su nombre, la primera es dueña o agente de las acciones de la segunda. Tanto para Hobbes como para Locke, ser dueño es ser responsable. Por lo tanto, el hecho de que autorice a alguien a actuar en mi nombre, siempre que dicha persona no exceda los límites de su autorización, me hace responsable de su acción. Una característica que comparten Hobbes y Locke es que describen al soberano en términos de este segundo tipo de persona artificial. Por ejemplo, Hobbes escribe que la comunidad es “una persona de cuyos actos, por mutuo acuerdo entre la multitud, cada componente de ésta se hace responsable, a fin de que dicha persona pueda utilizar los medios y la fuerza particular de cada uno como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos”  (Hobbes, 1983, Cap. 17: 228). Aquí es claro que el Estado es legítimo si es el actor autorizado por el pueblo, y el pueblo es el autor en cuyo nombre actúa el estado. De lo anterior se infiere que si el Estado es legítimo, entonces las acciones del Estado se realizan en nombre del pueblo y en virtud de su autorización, el pueblo se hace responsable de estas acciones. La forma en que se presenta esta autorización puede variar según las circunstancias; no obstante, se puede afirmar, en general, que un proceso político, al menos en una democracia liberal, consta de un proceso de negociación entre los ciudadanos y el gobierno[4].

En este punto, es importante aclarar el papel que según el contractualismo moderno tiene el pacto o contrato[5] entre el Estado y los ciudadanos. Se puede concebir el pacto como un experimento mental que muestra có mo una multitud, que para Hobbes es un agregado de voluntades separadas, puede formar una unidad. En Hobbes, la estabilidad y supervivencia de la comunidad depende del poder del estado. Por esta razón, cuando Hobbes afirma que “los convenios sin la espada no son sino palabras” (Hobbes, 1983, Cap. 17: 223), da a entender que el Estado, con su fuerza, es garante de la unidad y autonomía de la politeia. Mediante la fuerza, el Estado garantiza el respeto de la ley y la defensa contra enemigos externos. Pero dado que Hobbes supone una distribución equitativa del poder en el estado de naturaleza, el Estado es más poderoso si la mayoría o la totalidad de la poablación lo apoya. Por lo tanto, la comunidad no só lo exige la creación de las normas y aplicación de las normas jurídicas por parte del Estado, sino que el Estado también necesita la autorización de la comunidad.

Volviendo a la paradoja de Jaspers, desde el punto de vista contractualista, si el pueblo apoya el régimen Nazi, entonces el pueblo es políticamente responsable de las acciones que realice este régimen. En este caso, para una postura contractualista, se sostendría que só lo aquellos que se resistieron activamente al régimen no podrían ser juzgados como políticamente responsables de las acciones del estado. Aquí es importante recalcar que lo que importa en la política son las acciones y que las meras intenciones no son suficientes. Así, decir que estuve contra el gobierno, pero no hice nada, simplemente porque no quería molestar a los demás, o porque no quería malgastar mi tiempo, no es una excusa, toda vez que este tipo de conducta expresa indiferencia para con aquellos que sufren las injusticias al tiempo que legitima la acción del gobierno.

Visto así, la concepción de culpa política de Jaspers parece seguir el enfoque contractualista; sin embargo, en este punto aparece una diferencia importante. Para el contractualista, al menos en las versiones de Hobbes y Locke, la nación se entiende como una entidad política cuya unidad se basa en la legitimidad de las instituciones políticas. Desde este punto de vista, ser parte de una nación, como ser francés o estadounidense, significa básicamente prestar obediencia a las instituciones políticas de la nación. Para Jaspers, por el contrario, una nación es más que un conjunto de instituciones políticas: es un ethos, una cultura, compartido por un pueblo.

Para Jaspers, la identidad personal y política está determinada fuertemente por las tradiciones que constituyen el núcleo de la nación. Así, ser parte de una nación o, en general, de una comunidad, significa ser heredero de ciertas tradiciones. Considerando que el Estado expresa el ethos de una comunidad, la culpa política implica una especie de culpa colectiva en el sentido de que como miembros de la nación somos herederos de un conjunto de tradiciones que hizo posible la aparición de cierto régimen político. Es aquí donde encontramos otra fuente de la paradoja de Jaspers. Por un lado, Jaspers, siguiendo a los contractualistas modernos, piensa que los opositores del régimen Nazi no eran políticamente culpables. Pero, por el otro lado, dada su tesis sobre la conexión entre el ethos de una comunidad y las instituciones políticas, se considera a sí mismo como heredero de las tradiciones alemanas y, por consiguiente, culpable políticamente de la aparición del régimen Nazi. Se podría pensar que si se sigue esta segunda línea de pensamiento, la política no puede estar separada de la ética y la moralidad, pero si se sigue la perspectiva contractualista se podrían pensar que ambas esferas son separables. Sin embargo, esto no es  cierto. Como se mostrará a continuación, en el contractualismo moderno, en especial en la línea de Locke, la moralidad entra en escena mediante la idea de derechos naturales no transferibles.

Hasta aquí la perspectiva contractualista de la responsabilidad política solamente indica las condiciones bajo las cuales los ciudadanos son responsables por las acciones del Estado, sin establecer si éstas últimas son correctas o no. Sin embargo, la noción de culpa política de Jaspers implica la idea de que se ha hecho un daño y que el pueblo debe responder por él. La culpa política se refiere precisamente a la relación entre el poder y términos normativos tales como correcto o incorrecto. Nuestro problema central ahora es determinar el significado de estos términos en la esfera política. En la historia del pensamiento político occidental, al respecto se pueden encontrar dos posiciones con diferentes variantes. La primera se puede formular en pocas palabras con el famoso lema de Trasímaco: “Justo o correcto no significan nada, sino lo que interesa al más poderoso” (Platón, La República, 338e). La segunda posición sostiene, por el contrario, que aunque la justicia y el poder son conceptualmente diferentes, el poder debe ser determinado por la justicia. Desde esta perspectiva, nociones tales como derechos políticos y civiles, autoridad política y legitimidad política deben fundamentarse en la moralidad.  En la actualidad la versión más influyente de esta tesis está vinculada a la defensa de los derechos humanos; así, el objetivo central del Estado es garantizar y promover la integridad y dignidad de los ciudadanos. Es esta segunda posición la que defiende Jaspers en El problema de la culpa. En uno de los pasajes centrales del texto, escribe:

Derecho es la sublime idea de los hombres que deriva su existencia de un origen que está salvaguardado por la fuerza sola, pero no está determinada por la fuerza. Dondequiera que los hombres se hagan conscientes de su humanidad y reconozcan al hombre como hombre, éstos adoptan los derechos humanos y los basan en una ley natural a la cual pueden apelar tanto vencedores como vencidos  (Jaspers, 1998: 58).

Aquí es claro que Jaspers fundamenta su concepción de responsabilidad política en un argumento contractualista. Él, al igual que Locke, afirma que cuando las instituciones políticas no son apoyadas por el pueblo, la fuerza se convierte en el único determinante de nuestra existencia. En este tipo de circunstancias, el pueblo obedece las leyes solamente por temor a la reacción del Estado. Jaspers si bien reconoce que vivimos bajo relaciones sociales y políticas que no hemos escogido considera que el asunto central es si las instituciones existentes tienen legitimidad. “La fuerza –escribe Jaspers justo antes del pasaje citado – es la que decide entre los hombres, a menos que lleguen a un acuerdo”  (Jaspers, 1998: 58). Para Jaspers, hay un aspecto de la culpa política que consiste en la responsabilidad de organizar el poder de acuerdo con las exigencias de los derechos humanos. Cuando los seres humanos no somos capaces de crear instituciones políticas que garanticen estos derechos, entonces los ciudadanos no só lo somos políticamente culpables, sino también moralmente culpables[6]. En ese sentido, Jaspers concluye que “dejar de contribuir a la estructuración de las relaciones de poder, a la lucha a favor del poder entendido como servicio al derecho, constituye una culpa política de primer orden y al mismo tiempo una culpa moral”  (Jaspers, 1998: 54). En este pasaje, la noción de derecho que debe gobernar al poder político refiere a lo que se ha llamado como derechos naturales o morales. Para Jaspers, Alemania debe dejar atrás las tendencias anti-ilustradas de su ethos y adoptar principios políticos liberales. En esta conexión entre poder político y derechos naturales, es la teoría del consentimiento y de la resistencia de Locke la que se ha convertido en punto de referencia dentro de la tradición liberal.

Como sugiere A John Simmons, el atractivo de Locke en la actualidad radica en su idea de que el principio y fin de la política es la libertad individual. Sin embargo, según C.B. Macpherson, detrás de este “noble ideal” hay un intento ideoló gico de justificar el sistema de mercado. De hecho, al principio de su Segundo tratado, Locke afirma que “el poder político[…] es el derecho de dictar leyes que impongan la pena de muerte y, en consecuencia, otras penas menores, para regular y preservar la propiedad, y emplear la fuerza de la comunidad, para la ejecución de dichas leyes, y en defensa de la comunidad frente a agravios extranjeros, todo ello solamente por el bien público”  (Locke, 1990, Cap. 1: 3). Es evidente que aquí Locke aboga claramente por la protección de la propiedad como objeto central del gobierno. Como es bien conocido, para los defensores del capitalismo, la garantía de la propiedad privada es la condición necesaria para el funcionamiento apropiado del mercado. Por consiguiente, la formulación de Locke parece implicar que el estado debe estar al servicio de los intereses capitalistas. Aunque simpatizo con esta lectura crítica, creo que el principio de Locke de que la libertad individual es límite y fuente de la autoridad política contiene una intuición moral básica que debe preservarse y puede ayudarnos a entender el significado de lo que Jaspers llama “la vida de la libertad política”.

El presupuesto central de Locke es la idea de que “los hombres nacen libres”. De acuerdo con Simmons, lo que Locke realmente quiere dar a entender con esta afirmación es que los seres humanos “tienen derecho natural a la libertad”  (Locke, 1990: 63). En este contexto, la libertad se refiere a la capacidad o poder para actuar de acuerdo con nuestros propios deseos y creencias. Al mismo tiempo, la noción de derecho es la autoridad que tiene una persona para hacer o usar algo. Por consiguiente, decir que tenemos el derecho de libertad significa que tenemos el derecho de actuar según nuestro parecer. Esto no só lo implica que tengo la capacidad de escoger mis propias opiniones y mi propio plan de vida, sino también que nadie puede interferir en mi decisión sobre qué creer o qué hacer con mi vida. Para Locke, este derecho es natural y tiene dos características básicas[7]: primero, es un derecho que no se adquiere o, como lo expresa Simmons, “no es producto de ningún acto voluntario” (Ibíd.); segundo, es un derecho que se merece no por lo que hacemos, sino por el simple hecho de ser seres humanos; en este sentido, un derecho natural es un derecho universal. Pero que el derecho a la libertad sea universal no implica que todos tengamos la libertad absoluta para hacer lo que queramos. Para Locke, los seres humanos somos iguales, y son iguales no tanto por ser seres finitos, sino, mejor, porque todos tenemos el mismo derecho a ser libres, es decir, nadie puede reclamar más libertad que los demás. Por lo tanto, debe haber un límite para el ejercicio de la libertad. Es propio del enfoque liberal, y especialmente el lockeano, afirmar que la libertad no puede ser limitada por otro principio tal como, por ejemplo, la defensa del status quo, sino só lo en pro de la libertad. Como bien se sabe, de esta limitación mutua de mis libertades por la libertad de los demás se puede deducir el principio de la reciprocidad de los derechos y los deberes, según la cual mi derecho a la libertad implica el deber de los demás de respetar mi libertad e igualmente el derecho de los demás a ser libres implica mi deber de respetar sus libertades. Desde otra perspectiva, podemos decir que en esta concepción liberal, el derecho a la libertad puede considerarse como una esfera o un espacio que establece los tipos de acciones que se me permiten, y los actos que están proscritos o son obligatorios tienen que ver con la protección de la libertad de los demás.

Es un hecho histó rico que los seres humanos hemos vividos bajo el dominio de las instituciones políticas; nacemos en comunidades políticas en las que una institución (el estado) se encarga de tomar las principales decisiones de la comunidad así como de resolver los conflictos que surjan entre sus miembros. Pero, como dije anteriormente, el hecho de que un régimen pueda permanecer muchos años no implica que éste sea legítimo. Para Locke, la autoridad política de un régimen depende del grado de libertad que permita. Así, cuanto más extensa sea la libertad de los ciudadanos, tanto más legítimo es el régimen, al menos en un sentido moral. Pero como señala Hanna Pitkin, este principio de libertad introduce un nuevo criterio de legitimidad que no siempre es compatible con la idea de consentimiento.

En Locke el consentimiento que es fuente de legitimidad debe estar basado en buenas razones. Y en este caso una buena razón tiene que ver, fundamentalmente, con el principio de libertad. En otras palabras, la regla de deliberación que deben usar los miembros de la comunidad política para afirmar que un régimen existente merece su apoyo es si el grado de libertad individual que garantiza dicho régimen es mayor que en los regímenes alternativos. Ahora bien, podemos objetar, como hizo Hume, que si aceptamos este tipo de procedimiento, lo que importaría es el resultado, tener un régimen político que garantiza la libertad, pero no el mecanismo de decisión, es decir, el consentimiento. Así, si hay un gobierno en manos de un déspota benévolo que hubiese tomado el poder por la fuerza y el pueblo no simpatizase con él, pero al mismo tiempo su gobierno protege más la libertad individual que cualquier otro gobierno, incluyendo uno democrático, entonces dicho gobierno es más legítimo que sus posibles sustitutos, si se aplica el principio de la libertad. El problema de este tipo de gobierno es que conlleva cierta forma de paternalismo en nombre de la libertad. En defensa de Locke podríamos argumentar que en el ejemplo mencionado lo que sucede es que el pueblo no actúa de acuerdo con la idea de libertad. Parafraseando a Kant, en este caso el pueblo está en estado de “autoculpable minoría de edad”  (Kant, 1999). En Kant y en Locke, una forma de superar una situación semejante se basa en la educación de los ciudadanos, una educación basada en principios liberales, cuyo fin es que los ciudadanos se vuelvan autónomos. Admito que esta forma de encarar la objeción de Hume aún es débil; es aquí donde la noción de culpa política puede dar luces sobre este problema de la responsabilidad política de los ciudadanos.

La doctrina del liberalismo político en la línea de Locke, Kant y Mill cree que los seres humanos tenemos la capacidad de deliberación racional y que, por lo tanto, podemos aprender a ser libres. En el caso de la política, el objetivo de la educación es que las personas aprendan no solamente las obligaciones que tienen con respecto al estado, sino, aún más importante, que aprendan a evaluar la viabilidad y justicia de los proyectos políticos que compiten por el poder político. Es parte de este proceso de aprendizaje que las personas asuman la responsabilidad de sus decisiones políticas. Este proceso puede asumir muchas formas y utilizar diferentes espacios. Lo que es crucial para asumir esta responsabilidad es que las personas juzguen críticamente las instituciones y las tradiciones políticas que han construido la nación. En todo esto, los liberales son optimistas en cuanto a la naturaleza humana. Pero a la luz de la historia reciente, podríamos decir que son ingenuos. En muchas sociedades, incluyendo las democráticas liberales, se han presentado situaciones críticas en que las personas deben escoger, y a menudo han optado por seguir gobiernos opresores. Esto podría indicar que el pueblo es irracional y totalmente determinado por sus pasiones. Kant sostiene, contra este tipo de argumento, que los seres humanos ciertamente son influenciados por las pasiones, pero que éstas no los determinan completamente; los seres humanos son capaces de resistirse a sus inclinaciones y actuar conforme a la razón[8]. Pensar que el ser humano es completamente irracional y que la naturaleza humana exhibe una tendencia inherente a permanecer en la condición de minoría de edad es una visión extrema que tampoco está refrendada por la historia. Ha habido gobiernos con aprobación del pueblo que han avanzado significativamente en los derechos de los ciudadanos. Así  por ejemplo en los últimos treinta años,  en los países occidentales con regímenes democráticos se ha dado un avance substancial en la protección de los derechos políticos, sociales, econó micos y culturales, que contrasta con la manera como operaba el Estado en esos mismos países en la primera parte del siglo pasado, y en la que apenas se garantizaban los derechos políticos a una parte de los ciudadanos, a los nacionales hombres adultos de raza blanca.

   La existencia de revoluciones y los caminos imprevistos que estas han tomado muestran que la construcción de comunidades políticas es contingente, o al menos no está bajo el control absoluto de algún agente político. Por lo tanto, es posible pensar que el pueblo pueda cambiar y eventualmente, si no ha sucedido en el pasado, pueda tener la capacidad de ser influenciado por la razón y, por ende, por el principio de la libertad. Tal principio implica una obligación de parte de los ciudadanos de emprender la construcción de comunidades políticas guiadas efectivamente por el derecho moral a la libertad. En otras palabras, el principio de libertad exige que las personas se vuelvan responsables de los gobiernos que tienen. Por eso, cuando Jaspers afirma que el pueblo alemán es políticamente culpable, lo que quería decir es que el pueblo sacrificó su derecho de ser libre, su libertad política, como también lo llamaba, por otros intereses, como la defensa de la nación alemana. Esta reflexión nos abre otra senda para entender lo que debe significar una obligación política. Contrario al enfoque corriente de la teoría liberal del consentimiento que recalca la obligación política como una obligación especial de los ciudadanos de apoyar el gobierno y obedecer las leyes, la noción de culpa política de Jaspers nos mostraría que la obligación central de los ciudadanos tiene que ver con la evaluación y posible transformación de la comunidad política y del gobierno, en caso de que se necesite hacerlo para preservar la libertad. Este tipo de responsabilidad puede resumirse en la máxima de Jaspers: “Un pueblo responde por su gobierno”.

Admito que el argumento es bastante débil y hasta ingenuo y que puede considerarse como otra versión superficial de la defensa tradicional de la democracia liberal. La existencia de tal tipo de régimen tanto en países desarrollados como en países del tercer mundo no ha resuelto la desigualdad social y la pobreza, el racismo, el sexismo y, en general, la opresión aún existe en todos los países. Para los críticos del proyecto de la Ilustración, estas fallas indican que es hora de buscar otras alternativas políticas. Aunque concuerdo con estas críticas, aún creo que la primacía de la libertad individual de Locke y en general de los derechos humanos aún es defendible. Parte de la dificultad del argumento de Locke a favor de este principio es que una de sus premisas es la idea de que Dios es quien nos ha otorgado la ley natural que debe gobernar en los asuntos humanos. Su argumento es que Dios manda que “todos los seres deben ser preservados”. Y por esta razón, Dios nos da libertad. Para nosotros en la actualidad, que vivimos en un mundo secularizado, este argumento no es convincente. Podríamos preguntarnos si hay un camino alternativo para argumentar a favor de este principio de la libertad. Mi opinión es que el derecho a ser libres expresa una intuición moral tan básica que no se puede fundamentar en ningún otro principio moral, porque para nosotros hoy día es el principio moral más elevado. Una alternativa a favor es aducir un argumento metafísico como el de la idea de Dios, o un argumento naturalista como, por ejemplo, la teoría de la evolución. El problema de este último argumento es que no prueba la validez moral del principio, sino que propone una especie de fundamento metafísico que no es defendible en una sociedad pluralista. En contraposición a estas alternativas, creo que si seguimos el punto de vista de Levinas y sostenemos que el nivel ético debe preceder el nivel metafísico o científico, entonces debemos concluir que este principio fundamenta otras normas morales, pero él mismo no tiene otro fundamento que lo justifique. Tal principio es análogo al principio de no contradicción y es base de cualquier argumento razonable, pero no puede ser probado con otras premisas. Podemos decir que al igual que el principio de no contradicción, el derecho a la libertad es autoevidente, pero no en un sentido ló gico o conceptual, sino más en términos de las condiciones de la vida social. En mi opinión, la mejor forma de argumentar a favor de un principio como el de la libertad es mostrar lo que ocurriría si se pierde. El argumento es análogo a la defensa aristotélica del principio de no contradicción. Como bien sabemos, lo que hace Aristó teles es mostrar las consecuencias de no tener el principio de no contradicción: la primera y más relevante es que no tendríamos lenguaje para comunicar nuestros pensamientos. De igual manera, podemos mostrar lo que ocurriría en una sociedad en la no se garantizase la libertad de los ciudadanos. Por supuesto, la idea aquí no es probar que dicha situación no pueda existir, sino que tal mundo no sería moralmente aceptable. 

En el estado de naturaleza, Locke afirma que los seres humanos son perfectamente libres en el sentido de que tienen el derecho “de ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas según les convenga, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre”  (Locke, 1990, Cap. 2: 84). Pero actuar libremente significa más que tener nuestros propios pensamientos; es también una actividad corporal. Actuar a nuestro antojo implica que nuestro cuerpo actúe de acuerdo con nuestras ideas e intenciones; y que nuestros pensamientos sin coerción sigan los impulsos de nuestros cuerpos. Bailar, escuchar música, comer solo o acompañado, escribir una disertación de trescientas páginas son actos corporalmente libres. Dejando de lado la cuestión metafísica sobre la relación entre mente y cuerpo, el pensamiento, el lenguaje y la comunicación dependen de nuestros cuerpos e incluso podemos decir que son expresiones de nuestros cuerpos. Desde la perspectiva del cuerpo, el derecho natural a la libertad es el derecho de estar y vivir en algún lugar, es el derecho a movernos de un lugar a otro y también es el derecho a disfrutar la vida. Por supuesto, este derecho tiene límites: el derecho de los otros cuerpos humanos y no humanos. Pero dejando a un lado el problema de nuestra relación con la naturaleza, podemos decir que nuestra libertad está limitada por la libertad de los demás. Sentimos dolor cuando otros seres humanos traspasan nuestro espacio físico. En el llamado estado de naturaleza, cuando esto sucede, nuestro cuerpo intenta defender su espacio, su lugar de residencia. Recíprocamente, lo mismo ocurre con otros cuerpos en relación con el nuestro.

Como seres sociales, nuestros cuerpos interactúan. Un ejemplo es el baile. Bailar, tal y como lo entiendo, no es un acto solitario; en primer lugar, se necesita música, y ésta es una actividad humana que usualmente ejecuta una persona distinta a los bailarines; en segundo lugar, usualmente bailamos con otras personas. Intentamos coordinar nuestros pasos al ritmo de la música; la magia del baile consiste parcialmente en ese momento en que de repente nuestros cuerpos libre e inconscientemente, por así decirlo, comienzan a moverse armoniosamente de un lado a otro como si fueran un cuerpo compacto. En el baile no importa la raza, el género o la condición social de los bailarines, lo que importa es sentir la música. Lo que exige el baile es el consentimiento. Del modo en que lo veo, es contra la esencia del baile coartar a otra persona para que baile. Los cuerpos humanos necesitan vivir con otros cuerpos; cada cuerpo necesita una comunidad. Pero nuestros cuerpos no quieren vivir en una comunidad en la que su propio espacio físico sea traspasado por otros. Queremos disfrutar de la compañía de otros, pero no queremos ser obligados a seguir los deseos de los otros. No queremos vivir en un mundo en el que tengamos que luchar constantemente contra la intrusión; no queremos vivir en un mundo en el que otros cuerpos humanos se consideren enemigos potenciales. Para el contractualista moderno aquí yace la necesidad de un Estado; nuestros cuerpos necesitan una institución que se encargue de controlar y prevenir la posibilidad de ser traspasado o atacado por otros cuerpos. El punto aquí es que la sociedad en que queremos vivir es una sociedad en la que podamos confiar en que los miembros de la comunidad no penetrarán mi propio espacio sin mi consentimiento. Si esto se acepta, un estado está justificado en tanto que garantiza la confianza mutua que debe fundar la vida social. Por supuesto, el estado debe acometer actividades punitivas; pero si son justas, es decir, si el estado castiga a los que violan la ley y la confianza mutua, entonces estas actividades se encuentran justificadas. Para Locke, la relación entre el gobierno y la comunidad no está mediada por un contrato, sino que debe entenderse en términos de confianza, donde al que se le concede la confianza (el Estado) tiene la función de proteger la libertad de los individuos y, por lo tanto, establecer las bases de la confianza mutua.

El estado viola la confianza social cada vez que viola los derechos naturales básicos de cualquier ciudadano. Ciertamente es utó pico creer que pueda existir un Estado en el que nunca ocurran tales violaciones. La violación de los derechos humanos por parte del Estado existe en todo tipo de régimen político, incluyendo las democracias liberales. Sin embargo, podemos decir que los que distingue a un Estado fundado en la idea de libertad frente a otros Estados es que hay cuerpos o instituciones independientes cuya tarea primordial es proteger a los ciudadanos y permitir que presenten sus quejas contra el Estado. En las democracias liberales, algunos ejemplos de este tipo de instituciones son la independencia del sistema jurídico, el debido proceso y los cuerpos legislativos. En regímenes autoritarios o totalitarios, los ciudadanos no tienen este tipo de instituciones para protegerlos. Para comprender mejor lo que se pierde cuando los ciudadanos no tienen un mecanismo para defenderse de las políticas estatales y proteger su derecho natural a la libertad, el relato de Jean Améry es profundamente diciente.

En su corto ensayo titulado “La tortura”, Améry cuenta su experiencia al ser torturado por la Gestapo en la fortaleza de Breendonk en 1943.  En un fragmento clave del texto, Améry discute las implicaciones del primer golpe que sufre. Sostiene que quizá no es adecuado decir que lo que perdió en ese momento fue su dignidad, término que para él es aún muy ambiguo para describir esta experiencia. Por el contrario, cree que lo que le sucedió en ese momento fue una “pérdida de la confianza en el mundo”  (Amery, 2001: 32). Así escribe:

“Sin embargo, tengo la certeza de que con el primer golpe que se descarga sobre su humanidad ha perdido algo que quizá podríamos llamar provisionalmente una “confianza en el mundo”. La confianza en el mundo incluye todo tipo de cosas: la creencia irracional y ló gicamente injustificable en la causalidad absoluta, quizás, o la creencia igualmente ciega en la validez de la experiencia inductiva. Pero más importante como elemento de confianza en el mundo, y en nuestro contexto lo único relevante, es la certeza de que en virtud de un contrato social escrito o no escrito, la otra persona me resguardará –dicho más precisamente, que respetará mi ser físico, y con él, mi ser metafísico. Los límites de mi cuerpo son también los límites de mi yo”  (Amery, 2001: 28).

Para entender este fragmento es importante recordar que el primer golpe, la tortura de la cual habla Améry es infligida por un oficial que actúa en nombre de un Estado, el Estado Nazi que en ese momento es apoyado por los ciudadanos alemanes. En la última parte del texto citado, Améry afirma que lo que se pierde en el primer golpe es “la confianza en el otro”. Para Améry, el contrato social no es otra cosa que la confianza mutua entre las personas, como mencionamos anteriormente. Cuando estamos frente a otra persona al menos se esperan dos cosas: que ella no nos cause un daño injustificado , y recibir ayuda en caso de necesidad. Como afirma Améry en otra parte del ensayo, “la espera de ayuda, la certeza de la ayuda, es quizá una de las experiencias más fundamentales de los seres humanos” (Ibíd.). El estado que en nombre del pueblo fomenta de manera abierta o encubierta la violación de los derechos humanos de individuos o grupos rompe la confianza en este sentido: todo ciudadano espera del estado y sus funcionarios no ser herido y, en caso de dolor o necesidad, ser aliviado.

El daño al que se refiere Améry tiene que ver con el cuerpo. En el fragmento citado, dice que “Los límites de mi cuerpo son también los límites de mi yo”. Daño quiere decir al menos que nadie puede traspasar los límites de mi cuerpo sin mi autorización. Como lo plantea John Locke en el famoso capítulo sobre la propiedad del Second Treatise, “todo hombre tiene propiedad sobre su propia persona: nadie tiene derecho a ésta sino él mismo”  (Locke, 1990, Cap. 5: 27). De estos dos fragmentos se puede deducir que tanto para Locke como para Améry la libertad significa, en primer lugar, el derecho de mi cuerpo a no sufrir dolor causado por otro ser humano, a menos que, por supuesto, esté hiriendo a otra persona. En palabras de Levinas, mi cuerpo tiene el derecho de no soportar un sufrimiento innecesario[9]. Cuando el Estado pone en práctica políticas que causan sufrimiento innecesario a personas o grupos particulares, se les excluye del contrato social. Sin embargo, el contrato social no es entre el Estado y los individuos, sino solamente entre los miembros de la comunidad. Toda vez que el derecho a la libertad es un derecho moral natural, al menos desde una perspectiva liberal, todas las personas, sin excepción, que habiten el mismo territorio tienen el derecho a ser miembros de la comunidad política. La única condición es que cada persona prometa respetar el derecho a la libertad de las otras personas y transfiera su derecho a castigar. Así, bajo este punto de vista, si el estado con sus políticas excluye a algunos miembros de la comunidad política, socava los cimientos del contrato social y, por lo tanto, socava la confianza de la comunidad.

La experiencia de Améry nos muestra que cuando nuestro derecho a la libertad individual no está protegido, las bases mismas de una interacción pacífica se rompen. Una alternativa frente a una sociedad basada en la confianza mutua es una comunidad de enemigos, pero esto es menos una sociedad que un estado de guerra. Vivir en una sociedad en que las personas acepten ser humilladas, o que una parte de ella acepte humillarse es francamente injusto a nuestros ojos. Tanto para Locke como para Améry, cuando el soberano privilegia otros intereses y desprecia la libertad de los ciudadanos, la comunidad, como un todo, tiene el derecho de derrocar el gobierno. Esto nos lleva a la pregunta de si el pueblo tiene el derecho, o incluso el deber, de usar la coerción contra el soberano. Pero el análisis de tal cuestión sobrepasa los límites del presente trabajo

III

Este artículo comenzó con la tesis de Jaspers de “cada persona es responsable de có mo sea  gobernada”  (Jaspers, 1998: 53). El análisis que se acabó de hacer nos da algunas razones que justifican esta afirmación. Ahora bien, en “El problema de la culpa”, Jaspers introduce la noción de culpa metafísica que hace referencia la idea de que uno es culpable también cuando uno no ha sacrificado su vida o liberad en solidaridad con el sufrimiento del otro. Como el mismo Jaspers lo señala: “hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento” (Jaspers, 1998: 54).  Para Jaspers, aunque no es exigible moralmente que alguien sacrifique su libertad o vida por otro, si podemos exigir a cada ser humano que sea solidario con otro y en la medida de la posible actúe para evitar o aliviar el sufrimiento del otro.  A partir de esta noción de culpa metafísica es posible derivar la conclusión de que el pueblo tiene la obligación de resistir y luchar contra aquellos regímenes que violan los derechos o bien de la mayoría o bien de una minoría de ciudadanos. En esta sección del texto, tratare de mostrar que combinando la noción de solidaridad propuesta por Jaspers con el argumento a favor de la revolución es posible justificar un deber moral de resistir a regímenes opresivos.

Como es bien conocido, Locke, en oposición a Hobbes, considera que el soberano no tiene la potestad de imponer de manera absoluta su poder sobre sus súbditos. Para Locke, el pueblo tiene el derecho de destronar al soberano si este viola los derechos naturales de los ciudadanos y rompe la confianza puesta en sus manos. Así Locke afirma que la disolución del gobierno por parte del pueblo se justifica solo cuando hay “un quebrantamiento de la confianza al no haberse respetado la forma de gobierno acordada, y al no respetarse los fines del gobierno mismo, fines que consisten en el bien público y en la preservación de la propiedad”  (Locke, 1990: 239). En este enunciado, uno puede encontrar al menos dos razones de por qué Locke piensa que la resistencia es moralmente permisible: primero, el gobierno viola los derechos naturales de la población, y segundo el quebrantamiento de la confianza por parte del gobierno, en cuanto que no cumple con los términos del acuerdo con el pueblo[10]. Dado que para Locke, el consentimiento debe estar basado en buenas razones, igualmente la razón del pueblo para disolver el gobierno debe también estar basado en buenas razones. Esta conclusión implica asumir que el pueblo es capaz de deliberar racionalmente. Sin embargo, hay cierto tipo de situaciones en las que hay un conflicto entre una mayoría y una minoría con respecto a las acciones del gobierno,  en el que las dos razones mencionadas entran en conflicto. El análisis de este tipo de situaciones es fundamental para entender el alcance de este deber de resistir.  Pero para analizar este tipo de situaciones, es preciso explicar antes cada una de estas razones.

En relación con la primera razón, el argumento de Locke es el siguiente: desde que es una ley de la naturaleza “la propia preservación”  (Locke, 1990, Cap. 2: 6), uno tiene el derecho pero también el deber de defenderse contra aquellos que tratan de dañarlo a uno. Así pues, si el estado arbitrariamente decir violar mi derecho natural a ser libre, yo y cualquiera que esté en una situación similar a la mía tiene el derecho de repeler la acción del gobierno. Además, si yo veo que otros conciudadanos son arbitrariamente atacados por el gobierno, en virtud de que es una ley de la naturaleza “preservar a la humanidad” yo debo ayudar a los otros en su defensa, al menos que en dicha tarea mis derechos naturales se pongan en alto riesgo. De esto se sigue, que si el gobierno viola los derechos de cualquier ciudadano, cada uno tiene el derecho de resistirlo. Ciertamente, esta es una conclusión extrema pues como se dijo antes, en todo gobierno hay violaciones a los derechos de los ciudadanos. Locke, cualifica esta conclusión y dice que el derecho a resistir solo debe ser ejercido cuando las violaciones a los derechos son sistemáticas y generalizadas con respecto bien a la mayoría de la población o bien con respecto a una minoría.

En cuanto a la segunda razón, el argumento discurre en los siguientes términos: cuando por así decirlo, un pueblo contrata un gobierno, este último se compromete a cumplir ciertas tareas, en especial, la protección de los derechos de los ciudadanos, a cambio de lo cual, los ciudadanos renuncian tanto a su derecho de juzgar por sí mismas si los otros están violando sus libertades como a su derecho de castigar a los ofensores. Al igual que en otras formas de confianza,  si el gobernante no cumple con los términos del acuerdo, el pueblo tiene el derecho de recuperar sus derechos de juzgar y castigar y destituir al gobierno, y si este se opone, el pueblo tiene el derecho a usar la fuerza. En resumen, si los ciudadanos están en profundo desacuerdo con el gobierno por qué este no cumple con el fin de proteger sus derechos y promover el bien común, ellos no están obligados moralmente a obedecer al gobierno y tienen la potestad de resistir las decisiones estatales. Contra este argumento, un defensor del status quo podría argüir que no es cierto que el gobierno esté rompiendo con los términos del acuerdo y por ende con la confianza depositada en él, sino que más bien, es el pueblo el que se ha equivocado en su apreciación. En este caso, se tendría un conflicto entre las apreciaciones del pueblo y las del gobierno. ¿Quién debe decidir en un caso como este? ¿El gobierno quien fue contratado para ser juez? ¿O el gobierno quien es el agente que contrató al gobierno? El problema aquí es que no hay una tercera instancia a la cual acudir. Para un realista como Schmitt es el soberano quien tiene el derecho a juzgar. De hecho, para este autor, el soberano es quien tiene la potestad de decidir sobre el llamado estado de excepción (Véase Schmitt, Teología Política: 23), es decir, de si se suspende el orden jurídico o no. La razón por la cual el soberano puede llegar a tomar esa decisión es para mantener el status quo, es decir la defensa del régimen. Para Locke, por el contrario, “es el pueblo quien debe juzgar”  (Locke, 1990: 240). Esta tesis se sustenta en el derecho que cada ciudadano tiene a ser libre. Dado que cada uno tiene el derecho a decidir qué hacer con su vida, y en la medida en que una parte crucial de la vida de uno depende del gobierno, entonces cada tiene ciudadano tiene el derecho de dar o no su asentimiento a las decisiones del gobierno. Al mismo tiempo, decir que el gobierno tiene la última palabra en este asunto es lo mismo que decir que el pueblo no tiene el derecho a decidir sobre asuntos que directamente y de manera grave afectan a sus vidas, lo cual limita seriamente su derecho a ser libres. Así pues, y en virtud del rechazo de Locke al paternalismo estatal, es decir a que el Estado decida por nosotros que hacer con nuestras vidas,  los ciudadanos deben tener el derecho a dar su consentimiento a las decisiones del gobierno y el derecho a resistirlas si ellos piensan que esto es necesario.

En On the Edge of Anarchy, John Simmons señala que aunque para Locke el pueblo tiene el derecho de rebelión, el argumento arriba enunciado implica una conclusión, a saber: el pueblo tiene también el deber de rebelarse si el gobierno falla en alguna de las dos circunstancias señaladas. En Locke, los derechos naturales son derivados directamente de las leyes de la naturaleza, y tales leyes son prescripciones universales, que en últimas expresan deberes que todo ser humano debe obedecer; de esto se sigue cada ciudadano tiene al mismo tiempo el derecho y el deber de ser libre. Por esta razón, en una postura como la de Locke, nadie tiene la potestad de renunciar a su libertad. De esta manera, Simmons concluye que desde una perspectiva lockeana, el pueblo no solo tiene el derecho sino también el deber de resistir.

Una vez explicado los argumentos que dan cuenta de los dos motivos que Locke considera validos para justificar tanto un derecho como un deber de resistir, pasaremos a continuación a analizar una situación muy especial en la que estos dos motivos se encuentran en conflicto. Tal situación se refiera a aquella en la que un gobierno, por una parte, protege los derechos de la mayoría y es apoyado por la casi toda la población, y por otra, viola de manera arbitraría los derechos naturales de una minora, esto es su vida y libertad. En este caso, la mayoría podría considerar que en tanto sus derechos están siendo protegidos, el gobierno no ha roto su confianza. Para la minoría afectada, por el contrario, el gobierno no es legítimo, pues está violando sus derechos más preciados. Aquí hay un conflicto no solamente entre el gobierno y una minoría sino también entre una mayoría y una minoría, esto es, dentro de la misma comunidad política hay una división. Es claro que la tesis de es “el pueblo quien debe juzgar” como señala Locke, no es suficiente, y la cuestión ahora es quién dentro de esa comunidad es quién debe decidir. ¿Debe la mayoría aceptar las pretensiones de la minoría? Y si la minoría tiene la razón, ¿debe la mayoría acompañar a la minoría en sus reclamos y juntarse en una revuelta para destronar el gobierno opresivo? Según Simmons, aunque Locke es ambiguo en su respuesta, los dos argumentos expuestos arriba, dan pie para concluir que desde una perspectiva liberal de tipo Lockeano, la mayoría debe ayudar a la minoría y retirar su apoyo al gobierno. Para entender las dificultades e implicaciones de este argumento, es necesario descutir brevemente la llamada regla de la mayoría propuesta por regla; esta clase de regla de decisión es la que en principio debe usar la comunidad como un todo para decidir tanto la creación como la disolución de un régimen político. 

Para Locke, la constitución de una comunidad política exige el consentimiento de todos los ciudadanos que residen en un mismo territorio sin excepción[11]. Cada miembro de la comunidad estaría dispuesto a ser parte de ella y por lo tanto ceder su derecho de juzgar a la comunidad como un todo, si ella, a cambio se compromete a respetar los derechos de cada miembro. Ahora bien, la comunidad para garantizar la paz y proteger los derechos de los ciudadanos, tiene que crear una constitución e instituir un gobierno que haga cumplir la ley. Para tomar esta decisión se requiere establecer una regla de decisión; dicha regla según Locke debe ser la regla de la mayoría.

Aunque se pueden aducir varios argumentos a favor de la regla de la mayoría, hay uno en particular esbozado por Locke y defendido fervientemente por los liberales que tiene que ver con el control que debe ejercer sobre el Estado. El argumento afirma que una regla cercana a la regla de la unanimidad es la que mejor puede garantizar la protección de los derechos de todos los ciudadanos. Un aspecto inherente a la regla de la unanimidad es que todos sin excepción tienen que dar su consentimiento para tomar una decisión, en una regla como esta, cualquier minoría tiene poder de veto. Una regla como esta, es la que mejor protege los derechos de la minoría. El problema de esta regla es que en la mayoría de los casos, es imposible aplicarla de manera efectiva; de allí que se acuda a una regla como la de la mayoría que es menos exigente, pero es mejor que otras como por ejemplo aquella que establece que basta con la aceptación de uno o de unos pocos para decidir algo, en términos del control que se puede hacer sobre las decisiones y políticas del gobierno. Este argumento se basa en el supuesto de que cada persona solo aceptaría aquellas alternativas que implican menos riesgos con respecto a sus derechos e intereses. De acuerdo con esto, entre mas ciudadanos intervengan en la decisión más control tendrá la comunidad sobre el Estado. En la medida en que las decisiones que tienen que ver con la adopción de una constitución y con la creación o disolución de un gobierno son una cuestión de vida o muerte, la regla de decisión que se debe adoptar aquí es aquella que implique menos riesgo y esta corresponde a la regla más cercana a la de la unanimidad, esto es a la regla de la mayoría. Para Locke, la adopción de esta regla no implica, sin embargo, que la mayoría pueda decidir lo que ella desea. Los derechos naturales de los ciudadanos, y en concreto de las minorías, son un límite que la mayoría debe respetar. Esto significa que la mayoría no está autorizada a constituir o apoyar un gobierno que viole los derechos básicos de una minoría. Como bien lo observa Simmons, para la mayoría “no tiene el derecho de tener un gobierno que viole los derechos de la minoría”  (Simmons, 1993: 191). Desde esta perspectiva, la mayoría no simplemente tiene el derecho a decidir sino también el deber de velar por los derechos de la minoría.

Este argumento a favor de la regla de la mayoría es clave para entender la disputa entre la minoría que desaprueba el gobierno y la mayoría que lo aprueba. Si la violación de los derechos de la minoría es tan evidente que es imposible para la mayoría ignorarlos, ésta última tiene el deber de dejar de apoyar al gobierno y ayudar a la minoría en su lucha contra el gobierno. Y ello por cuanto la mayoría se ha comprometido a proteger los derechos de todos los ciudadanos sin excepción y también los de la minoría. Otro argumento que desde Locke se puede aducir para justificar este deber de la mayoría está en el deber de ayudar a quienes están sufriendo un daño inmerecido. Como se mencionó antes, para Locke, es una ley de la naturaleza “preservar la humanidad” y de allí se deriva el deber de asistir a otros en casos de peligro o necesidad al menos que la vida y libertad de uno estén en riesgo. Así, dado que los miembros de una minoría están sufriendo a causa de la violencia infringida por el gobierno, la mayoría debe ponerse de su lado y ayudarlos. Ahora, si el derrocamiento es la única forma de hacer que el gobierno pare sus acciones arbitrarias contra la minoría, y esto solo es posible si la mayoría decide hacerlo, la mayoría, en cuanto tiene el deber de ayudar a la minoría, tiene que esforzarse en esta dirección. La pregunta entonces es có mo llevar a cabo este cambio de régimen. Si la constitución vigente es democrática, y el gobierno a pesar de sus políticas opresivas, respeta las leyes establecidas, entonces el cambio de gobierno se debe hacer a través de un proceso democrático, pues un proceso pacífico es mejor en términos de protección de los derechos que un proceso violento. Pero si la constitución no es democrática o el gobierno no respeta las leyes vigentes, la mayoría tendría dos opciones posibles: o usar la coerción, esto es, la revolución, o alguna forma de resistencia no violenta. Pero cualquiera que se las medios usados en este caso, las consecuencias para la mayoría pueden llegar a ser desastrosas. Bajo estas circunstancias y dado el proviso de que uno está excusado de tratar de ayudar a los otros cuando la propia vida y libertad se ponen en serio peligro, la mayoría no tendría el deber de hacer la revolución en contra de ese gobierno. Dicha mayoría podría decir a la minoría oprimida que ellos sienten compasión por su lamentable situación, pero que ellos no pueden hacer nada para cambiar la situación. En principio, dado el proviso mencionado,  no hay nada más que una postura liberal como la de Locke  pueda decir; así pues, para esta concepción, cuando una mayoría hace la revolución con el fin de defender a una minoría, este es un acto heroico, que ciertamente es virtuoso pero que no se puede ver como un deber moral.

Hay situaciones críticas en las que parecería injusto para la minoría sometida que la mayoría se rehusase a resistir al régimen por miedo a las pérdidas que ello pudiese tener sobre la población en general. Por ejemplo, cuando un gobierno está cometiendo un genocidio contra una minoría, es injusto que la mayoría no trate de usar algún medio, inclusive la fuerza, para derrocar el gobierno. Naturalmente esta es una situación compleja y pueden haber muchos aspectos que deben ser considerados, pero aún así, la historia reciente nos ha mostrado que hay situaciones en las que es justo demandar a la mayoría de los ciudadanos el uso de la fuerza con el fin de detener las acciones del gobierno. Este tipo de casos, señalan los límites de una postura como la de Locke y en general de la visión general sobre la resistencia política. Para tratar con estas situaciones extremas, en las que un Estado ejecuta acciones atroces contra minorías, es preciso acudir a concepciones políticas que tengan una visión más exigente del deber de ayudar al otro. Una alternativa prometedora se encuentra en la noción de responsabilidad o responsabilidad absoluta defendida desde diferentes perspectivas teó ricas por Jaspers y Levinas. Aunque en muchos aspectos, las tesis de Levinas son más atractivas que la de Jaspers, me concentrare en este texto solo en las tesis de este último autor.

Para Jaspers y Levinas, la idea de responsabilidad absoluta expresa una demanda ética de poner al otro primero sobre cualquier otro interés, en otras palabras, la demanda de ayudar al otro antes de cualquier otra cosa, incluyendo la propia existencia.  Esta idea de responsabilidad absoluta o de una solidaridad incondicionada, nos puede ordenar sacrificar nuestra vida en consideración del otro. Esta clase de demanda, que para aquellos educados dentro de una tradición liberal es algo que solo los santos y los héroes pueden satisfacer, es especialmente relevante cuando las sociedades están enfrentando conflictos violentos o están viviendo bajo regímenes autoritarios o totalitarios. Para Jaspers – quien al igual que Locke, pensó que “no hay una exigencia moral de sacrificar la propia vida”- la solidaridad absoluta aunque no es una obligación moral, es el fundamento de la moralidad y en cierto sentido es una obligación de todo ser humano. Esto significa, que si bien no podemos juzgar moralmente a una persona por no llevar a cabo este tipo de sacrificio, si podemos decir que el pudo sacrificar la vida por el otro pero no quiso hacerlo y por eso mismo el debe sentirse culpable, pero no en un sentido moral, sino más bien, en cuanto no estuvo a la altura de lo que una solidaridad incondicionada exige. De acuerdo con este principio, por las víctimas mismas, uno debe resistir el régimen aún si ello implica morir o perder la libertad. Este argumento, que puede sonar hiperbó lico, toma al otro seriamente y nos da un sentido de por qué por ejemplo, los alemanes son políticamente culpables por las atrocidades nazis. En el periodo entre 1933 y 1945, los alemanes tenían el deber  de derrocar el régimen pero ellos no actuaron solidariamente con las víctimas, sino que la mayoría de ellos más bien prefirieron apoyar el régimen y ser indiferente con respecto a los crímenes cometidos; solo una pequeña minoría de alemanes se resistieron. De todo esto, se puede concluir que de la idea de solidaridad absoluta con el otro, se deriva el deber de los ciudadanos no solo de no apoyar un régimen opresivo sino también derrocarlo usando la fuerza si eso es necesario.

  Arriba se dijo que para Locke, “el pueblo debe ser juez”. Pero como el mismo Locke lo reconoce, el pueblo es ignorante y a menudo ciego con respecto al sufrimiento de las víctimas. Después de la guerra, muchos alemanes dijeron que ellos no sabían que estaba pasando. Empero, como lo muestra el historiador Raul Hilberg, las dimensiones de la organización para ejecutar la eliminación de los judíos en Europa era tan grande que era imposible no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Esta clase de negación no solo se dio en la Alemania Nazi, en otras latitudes también se ha dado; por ejemplo en Colombia, inclusive hoy mucha gente no ha reconocido las atrocidades cometidas por los grupos paramilitares, a pesar del hecho de que en el periodo 2002-2009 al menos dos y medio millones de personas han sido desplazadas por presiones de estos grupos (CODHES: 1). Pero aún asumiendo que en Alemania y en Colombia la gente no supiera lo que estaba pasando, ¿es esta una excusa válida para no hacer nada y continuar con su apoyo al gobierno? En mi opinión, cuando las atrocidades cometidas son parte de un esfuerzo largo y sistemático en términos de los recursos que el Estado usa, este tipo de excusa no es válida. En el Segundo Tratado, se encuentran el pasaje siguiente que puede servir para justificar esta tesis:

“…hasta que el malestar no llega a ser general, y los malos designios de los gobernantes no se hacen patentes y llegan a ser notados por la mayor parte de la población, el pueblo, que siempre está más dispuesto a sufrir que a luchar por sus derechos, no hace por sublevarse. No le mueven los ejemplos particulares de injusticia u opresión que allá visto aquí y allá padecidos por algún que otro desdichado. Mas si el pueblo en general llega a persuadirse, basándose en evidencias manifiestas, de que se está maquinando contra sus libertades y de que las cosas tienden a corroborar la sospecha de que sus gobernantes tienen malas intenciones, ¿a quién podrá censurarse de ello?”  (Locke, 1990: 230).

En este fragmento, Locke claramente sostiene que si el pueblo tiene una evidencia manifiesta de que el gobernante esta violando los derechos de los ciudadanos, ellos tienen el derecho a resistir. Pero aquí está el punto que es necesario enfatizar, y es la idea de que el pueblo tiene que ser perceptivo a la evidencia manifiesta. Las investigaciones hechas sobre atrocidades cometidas por Estados en distintas latitudes muestran que había evidencias palpables para todos los ciudadanos de que algo terrible estaba sucediendo; es difícil sino imposible ocultar que millones de personas están siendo asesinadas o desplazadas; basta ver los campos desolados o notar la desaparición en el vecindario de personas pertenecientes a ciertas minorías o grupos. En virtud de esto, se puede argüir que la ignorancia con respecto a crímenes de tales magnitudes como genocidios, desplazamientos masivos, masacres sistemáticas etc., no son una excusa válida.

 

Este argumento agrega un nuevo elemento a la tesis desarrollada hasta aquí, sobre el deber de resistir, y es la necesidad de evaluar la legitimidad moral de la comunidad política misma. Si la mayoría de la gente es indiferente al daño sufrido por las víctimas, hay un problema de autoridad en un sentido moral de tal mayoría. Esta cuestión de la indiferencia del pueblo está  obviamente relacionada a la cultura, a las tradiciones que constituyen lo que llama el ethos de una nación. Ciertamente, la mayoría de nosotros no decidimos vivir en la comunidad que actualmente habitamos. Pero en la medida en que vivimos en sociedades en las que se asume que los ciudadanos tiene la capacidad y el derecho de escoger sus propios planes de vida, en la construcción de nuestra propia identidad, está la obligación de reconocer al otro, de no ser indiferente a lo público, y en especial a la forma como el Estado trata a las distintas minorías.  Por otra parte, uno de los principios de la ilustración y que está detrás del contractualismo moderno es que los ciudadanos tienen el derecho pero también el deber de reflexionar sobre qué hacer con sus propias vidas. Decir que los seres humanos son racionales no solo es afirmar que ellos tienen la capacidad de pensar, sino también la obligación de hacerlo. Tal auto reflexión incluye una evaluación de nuestras propias tradiciones e instituciones, especialmente las de tipo político. En este sentido, en las sociedades modernas, los ciudadanos tienen la posibilidad de decider si aceptan o no las tradiciones e instituciones que forman la base de la comunidad política en la que viven y la incorporan como parte de su comunidad. Esto es quizá lo que constituye el significado básico de una concepción liberal como la de Locke según la cual la comunidad política no es algo simplemente dado, sino también es algo que nosotros elegimos o más precisamente aspiramos construir de manera deliberada.

Finalmente, al comienzo de este artículo, vimos que el dilema de Jaspers de sí todos los ciudadanos, incluyendo los opositores, son responsables del gobierno estaba relacionado con la cuestión de la obligación política, esto es, si los ciudadanos tienen la obligación de obedecer al Estado. Para responder a este asunto, se ha interpretado la tesis central del Jaspers de que “Un pueblo responde por su polis” desde la perspectiva de la concepción contractualista moderna en la línea de Locke. En contraste a la perspectiva de la realpolitik, que ve las obligaciones políticas como independientes de la moralidad, para una perspectiva liberal como la de Locke, este tipo de obligación es también una obligación moral. En la última parte de este texto, se ha tratado de probar que las obligaciones políticas se extienden más allá de la obligación de obedecer y apoyar al Estado; estas obligaciones políticas también incluyen aquellas actitudes y acciones que tienen que ver con la comunidad política como tal. En tanto que nuestra identidad política tiene que ver con nuestra lealtad hacia una comunidad política particular, la cuestión sobre las obligaciones políticas es también acerca de la constitución de nuestra propia identidad. La tesis central de este artículo, es que en una sociedad democrática que tiene entre  sus principios normativos fundamentales las ideas de la libertad y solidaridad, los ciudadanos en la construcción de sus identidades tienen la obligación de ser vigilantes de las instituciones políticas vigentes y de no ser indiferentes con respecto a lo que esté ocurriendo con los derechos fundamentales de sus conciudadanos y especialmente de las víctimas oprimidas que por lo general, histó ricamente, no hacen parte de las mayorías.

Referencias

*     El artículo está vinculado a la línea de Ciudadanía y al proyecto “Agencia Política y Democracia” del grupo de investigación Ética Aplicada, Trabajo y Responsabilidad Social de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario.

[1]  Schmitt expone sus tesis acerca de esta identidad, en sus análisis sobre la democracia. Sus tesis sobre la democracia y sobre la identidad substancial el pueblo y el gobernante las desarrolla en dos importantes textos:  (Schmitt, 2008: 264-267) y  (Schmitt, 1985: 9-12).

[2]  Véase especialmente el trabajo de John Simmons (Simmons, 1979);  (Pitkin, 1965) y (Beran, 1977).

[3]  Es importante observar que el contractualismo, al igual que cualquier otra doctrina política, asume que el apoyo del pueblo es un factor determinante en la supervivencia de un régimen político. Desde otra forma de vista de ver la política, Maquiavelo, tanto en el Príncipe como en los Discursos, sostiene que es mejor para los gobernantes ser amados por el pueblo que odiados por él.

[4]  En las teorías contractualistas modernas, se distingue entre Estado y gobierno. El primero haría referencia al conjunto de instituciones políticas, al régimen político en su totalidad, mientras que el gobierno haría referencia al ejercicio del poder por parte de quien en el momento detenta el poder.  Aunque esta distinción puede ser importantes para otras discusiones, como por ejemplo, sobre en qué medida los funcionarios de un gobierno tienen responsabilidad política y legal de sus acciones, para efectos del problema que se está analizando en este texto, tal distinción no es relevante. Por este motivo, se usuran como sinónimos Estado y gobierno, queriendo decir con ello, el régimen político que detenta el poder político. 

[5]  Para esta relación Hobbes prefiere usar el término de pacto que el de contrato, el primero hace referencia a “la transferencia mutua de un derecho” (Cap 14. 192), mientras que el segundo es algo más específico, y consiste en que las partes contratantes “pueden contratar ahora para cumplir más adelante” (Cap. 14, 193).

[6]  Para Jaspers la culpa moral se refiere a las acciones que los individuos hacen intencionalmente. Según él, alguien que con sus acciones y omisiones apoya o es indiferente con respecto las acciones de un Estado, es moralmente responsable por lo que ese Estado hace.  Al respecto véase  (Jaspers, 1998: 52) 

[7]  Aquí sigo de cerca la interpretación de Simmons. Véase  (Simmons, 1979: 62-63).

[8]  Kant presenta esta tesis en varias de sus obras, pero quizás dónde más elaborada esta es en La Religión dentro de los límites de la mera Razón (Kant, 1969: 35-43).

[9] Esta tesis la desarrolla Levinas en “El sufrimiento inútil”  (Lévinas, 1993: 116-125). 

[10]  En sus iluminadores comentarios sobre la teoría política de Locke, D.A. Lloyd Thomas nota que además de estas dos razones, hay otras dos: “la falla del gobierno de promover el bien común, y la falla del gobierno de actuar dentro de los límites de la ley positiva”  (Lloyd Thomas, 1995: 65). No discutiré estas dos razones en parte porque cuando Locke habla de acerca del bien común, usualmente tiene en mente la protección de los derechos de la gente y en parte porque para Locke, la ley positive debe estar subordinada a la ley natural.  

[11]  Aquí es posible objetar que la condición de residencia es una restricción muy fuerte, pues hay casos en los cuales la condición de membrecía es tener la misma cultura. Estoy de acuerdo con esta opinión, pero esto no afecta el argumento que estoy discutiendo.

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