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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  n.43 Medellín ene./jun. 2011

 

Fundamentos de la antropología metafísica de Clarence Finlayson*

The foundations of Clarence Finlayson´s metaphysical anthropology

Por: Hugo Ochoa Disselkoen

Instituto de Filosofía

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Valparaíso, Chile

rochoa@ucv.cl

Fecha de recepción: 4 de abril de 2011

Fecha de aprobación: 11 de mayo de 2011


Resumen: Clarence Finlayson fue un pensador americano, nacido en Valparaíso y que enseñó en Medellín, Indiana, Ciudad de México y otras ciudades de América. El presente texto pretende dar cuenta de los fundamentos metafísicos de su antropología, arraigados en la corriente escolástica, pero con evidentes influencias del pensamiento contemporáneo. La concepción metafísica de Clarence Finlayson constituye una recomprensión de los principios aristotélico-tomistas pensados a partir de una articulación entre ser y nada, como polos fundamentales de todo devenir, característico de los seres compuestos. Asimismo, dado que, según Finlayson, la filosofía se funda en una intuición metafísica, como esta intuición se realiza en el reconocimiento experiencial del fenómeno de la muerte en contraste con el anhelo de ser absolutamente, la filosofía es la disciplina esencial del hombre, paradójicamente, en un sentido existencial.

Palabras clave: metafísica, Finlayson, muerte, ser, nada.

Abstract: Clarence Finlayson, born in Valparaiso, was a Latin American thinker that taught in Medellín, Indiana, Mexico City and other cities of Latin America. This article aims at explaining the metaphysical foundations of his anthropology which, though rooted in the scholastic school of thought, are evidently influenced by the contemporaneous thought. Clarence Finlayson´s metaphysical conception is to re-understand the Aristotelic-Thomistic principles, thought from an articulation between being and nothing, as the basic poles of every becoming, which is distinctive to all compounded beings. Likewise, according to Finlayson, given that philosophy is grounded on a metaphysical intuition, since this intuition takes place in the experiential realization of the phenomenon of death in contrast with the desire of being absolutely, philosophy is, paradoxically, the essential discipline of mankind in an existential sense.

Keywords: metaphysics, Finlayson, death, being, nothingness.


Clarence Finlayson nace en Valparaíso el 23 de febrero de 1913 y muere en Santiago de Chile en 1954. En su época alcanzó gran reconocimiento, desempeñándose entre los años 1939 y 1942 como profesor en la Universidad de Notre Dame (Indiana) y en 1943 en la Universidad Nacional de México donde recibe el grado de Doctor Honoris Causa. En 1943 tuvo a su cargo elSeminario de Filosofía y la cátedra de Filosofía Jurídicaen la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y desde 1944 hasta mayo de 1947 dicta clases de Filosofía, Inglés, Historia y Sociología General en la Universidad de Antioquia, dirigiendo en 1945 su Departamento de Extensión Cultural. Allí publica su obra más importantes Dios y la Filosofía, Medellín: Universidad de Antioquia, 1945, y numerosos artículos en la revista de la Universidad entre los años 1939 y 1946, siendo entre esos años también asiduo colaborador del Suplemento Literario del diario El Colombiano. En años siguientes será profesor de la Universidad de Panamá, Visiting Lecturer en la Universidad de Harvard y en la Universidad de North Carolina, profesor en la Universidad Central de Venezuela y luego en la Universidad de Zulia, Maracaibo, para retornar a Chile en 1954, muy deteriorado físicamente, donde se incorpora como profesor en la Universidad Católica de Chile. El 15 de septiembre de ese año Finlayson tenía que dictar una conferencia en la Escuela de Derecho de dicha Universidad a las 18:00 horas. No obstante, la conferencia no se lleva a cabo porque muere misteriosamente al caer desde el séptimo piso de un edificio de Santiago.

Clarence Finlayson se declara tomista y puede ser inscrito en esa corriente de renovación de la escolástica fundamentalmente liderada por Maritain. En la lectura que hace Finlayson de las obras de Maritain, según él mismo declara (Cfr. Finlayson, 1939), encuentra un tomismo no reducido a fórmulas, en el que se encaran problemas contemporáneos, acudiendo a principios tomistas, pero repensados desde una perspectiva antropológica. Así, si bien la lectura que Finlayson hace de los pensadores modernos y contemporáneos es crítica, en razón de su filiación filosófica, no obstante, por una parte, no puede eludir los problemas que tales filosofías plantean y, por otra parte, es claramente influenciado por lo que, en general, se podría llamar “la perspectiva moderna”, que se caracterizaría por la centralidad del sujeto humano. En este sentido, el núcleo del tomismo de Finlayson radica en una reflexión desde la finitud, pero orientado hacia una posible superación de ésta que, en la medida que esa superación se abre como un misterio, queda el ser humano también referido existencialmente al no ser y a la nada.

Así pues, a este respecto, la pregunta fundamental de la filosofía interroga por el ser, pero enraizado en el ser humano como enclave en el que, al cobrar éste conciencia de una identidad existencial escindida, el ser se muestra como problema ineludible. Y es ineludible porque surge como una exigencia radical frente a la incomprensibilidad e insatisfacción que significa ser, pero no ser absolutamente. “Lo existente está suspendido –absoluta y totalmente– entre Dios y la nada. En este último extremo la creatura ‘persiste y permanece’ sobre la nada” (Finlayson, 1945: 19). La filosofía, en tanto pregunta que interroga por lo que es, ha de dar cuenta, pues, de una suerte de dialéctica entre el ser y la nada; el hecho de estar en el filo del no ser significa que la actividad esencial de estos seres, en el sentido más radical, consiste en afirmarse en la persistencia, lo cual tiene siempre el carácter de lo provisorio. De allí que en varios estudios Finlayson insista en que el fenómeno de la muerte es una cuestión metafísica fundamental, porque pone en evidencia no sólo la finitud humana, sino también porque la intuición del ser necesariamente está mediada por la presencia de la nada y, en el caso del sujeto humano, por la muerte. Así, “el existir es una acción trascendental que recae sobre el ser para ponerlo fuera de la nada, fuera de su propio orden inteligible en que era solamente una posibilidad” (Ibíd.: 25). Si en la concepción metafísica de Finlayson los principios existenciales paradójicamente son pensados desde la muerte, la intuición metafísica misma surge como correlato necesario de la experiencia de la propia finitud. La experiencia del limite, de la finitud, impulsa a saltar “la valla del límite, el apartamiento de la nada, la huida hacia la cumbre eidética, hacia la Plenitud” (Ibíd.: 13). La esperanza de plenitud surge sólo de la conciencia de la finitud, en el vislumbrar de la nada, como una reacción ontológico-existencial ante el abismo.

Efectivamente, puesto que la potencia es de suyo potencia de lo contrario (Aristóteles, Metafísica, IX, 8, 1050 b 9; 9, 1051 a 5; Retórica, II, 19, 1392 a 11; De Caelo, I, 12, 283 b 4.), la composición acto-potencia pone de manifiesto que el orden propio a cada ente está contaminado de una contradicción radical y que, por lo tanto, la actualización de la potencia, de alguna manera, significa un existir que surge en una suerte de tensión respecto de la nada, en la medida que para los seres potenciales ningún acto puede agotar la posibilidad que los constituye esencialmente. De allí que Finlayson afirme que “el existir tiene algo de divino” (Finlayson, 1945: 28), por cuanto ningún ente potencial puede darse a sí mismo el ser y, por lo tanto, la misma tensión que tiene como uno de los polos a la nada, reclama un fundamento que dé en primer lugar plena cuenta de sí mismo y, por ello, pueda ser principio de explicación y de sentido de lo que es incapaz de dar cuenta de sí mismo. Así pues, se debe tener presente que esto de divino que tiene el existir es, paradójicamente, el necesario correlato de su doble filiación, es decir, su carácter divino surge del hecho mismo de que el existir se destaque sobre la nada. Así pues, el acto no puede ser entendido como mero correlato de la potencia, por cuanto “siendo [el existir] acto solamente, su causalidad recae sobre lo no-existente, es decir, sale al encuentro de la esencia sobre el abismo de la nada” (Ibíd.: 29). Para los entes finitos, ser es, ante todo, escisión, la identidad esencial se gesta como una versión existencial radicalmente insuficiente, como no puede ser de otra manera dado su origen, pero también ese mismo origen marca su destino, cual es la muerte y el retorno circular a la nada, esto si acaso no hay una divinidad que los sostenga más allá de sí mismos.

Se trata de una identidad móvil, es decir, que se realiza como tal en el movimiento; por decirlo así, el ser humano no puede limitarse meramente a ser, sino que debe “operar”, “actuar”, en definitiva, construirse contra la nada en la conservación de su identidad. De allí que, como afirma Finlayson, “la zona del movimiento existe sólo entre dos términos y es esencialmente relativa. únicamente Dios y la nada son inmóviles” (Ibíd.: 120). Los seres móviles buscan la inmovilidad del ser absoluto, como sostiene Aristóteles, pero si no la logran, y no pueden lograrlo por sí mismos, “tienden nuevamente a rupturarse” (Ibíd.). Finlayson entiende este anhelo de completitud en una perspectiva teológica, no obstante debe quedar claro que todo ser finito por sí mismo caerá ineludiblemente en esa ruptura. De este modo se puede afirmar que la concepción metafísica de Clarence Finlayson constituye una recomprensión de los principios aristotélico-tomistas pensados a partir de una articulación dialéctica entre ser y nada, como polos fundamentales de toda identidad característica de los seres finitos. Asimismo, dado que la filosofía es la disciplina esencial del hombre, según reza el título de uno de sus artículos, y que la filosofía, según afirma, se funda en una intuición metafísica, esta intuición es tal porque se realiza en el reconocimiento experiencial del fenómeno de la muerte en contraste con el anhelo de ser absolutamente.

De aquí que Finlayson critique (Finlayson, 1949: 18) la metafísica tomista de las escuelas que asumen, por decirlo así, la perspectiva de la divinidad, es decir, una metafísica que, como entiende que el paradigma radical del verdadero saber es el divino, pretende instalarse en tal perspectiva. Finlayson, sin embargo, intentará una metafísica que parta de las condiciones reales del ser humano, a partir de la concreción de su modo propio de existir, caracterizado no sólo por la finitud, sino por la conciencia vivencial de su contingencia. Así, pues, la condición fundamental de lo humano no es sólo la finitud, sino la conciencia de esa finitud, y sólo desde allí, sobre la base de esta experiencia radical que se da al interior mismo de la existencia cotidiana, cabe una metafísica. Sin embargo, en el límite que marca la finitud se muestra, de alguna manera, lo que está allende el límite. En este sentido, si bien la existencia debe ser entendida como la articulación dinámica de un ser vuelto sobre sí mismo, como afirma Finlayson citando a Spinoza, “cada cosa, en tanto que es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser” (Finlayson, 1945b: 8), no obstante, sólo puede perseverar en la medida que se esfuerza por trascender su límite a partir de una vocación irrenunciable de infinito. De modo que aunque esta tensión sobre sí, este esfuerzo de ser, está desde un principio contagiado de nada, porque de allí proviene, también la misma tensión del acto lo remite, casi como una memoria de plenitud, más allá de sí mismo.

Así, pues, la estructura hilemórfica de lo real tensa a cada existente sobre sí mismo, de modo que “el existir presiona al ser esencial para que se mueva, crezca, produzca, tal es el primer ‘tensor’ por excelencia siendo como es el acto del ente” (Finlayson, 19553d: 278). Tensor es “el elemento que pone en el seno de una realidad cualquiera una tendencia al movimiento, a la actividad o a la operación” (Finlayson, 1953a: 195). No obstante, esta misma tensión a ser revela una radical falibilidad que impulsa o bien a la rebelión, o bien a la esperanza, por cuanto este “impulso a saltar la valla del límite” (Finlayson, 1945c: 12-13) puede ser comprendido como una “huida” (Ibíd.) o también como un deseo positivo de “ruptura del límite” (Ibíd.: 16); rebelión y esperanza surgen como correlato de la experiencia del límite y son las alternativas existenciales de quien toma conciencia cabal de la propia finitud. De allí que, como Finlayson sostiene más adelante “el metafísico es el hombre que constantemente está rupturando límites” (Ibíd.: 19).

Pese a que la condición individual del sujeto humano significa el reclamo de un sobrepasamiento de sí bajo la forma de un salto, de una ruptura consigo mismo, no obstante, nunca logra trascender lo individual, “Todo lo que vivimos, lo vivimos como individuo, lo trascendente lo inmanentizamos, lo ilimitado, lo finitizamos” (Ibíd.: 26).

En la tradición aristotélica el problema del movimiento y de la temporalidad constituyen sin duda un punto de arranque central de la teoría hilemórfica, sin embargo, en Finlayson la temporalidad y el movimiento son aprehendidos en su carácter existencial y esto significa que la metafísica que propone no es tanto una metafísica del ser en sí mismo como de la intuición del ser. Ahora bien, la intuición del ser ha de ser necesariamente por vía conceptual. “La intuición metafísica recae sobre su objeto propio que es el ser: No hay intuición filosófica sin concepto” (Ibíd.: 7). Se trata de hacer una metafísica a escala humana y, por lo tanto, ha de surgir desde la limitación y la finitud. “El conocimiento intuitivo-representacional muestra [la] barrera en que el yo se limita. La intuición de la nada es traída y arrastrada en nuestra misma actividad que sale del Yo para perfeccionarse, para hallar objeto, en último extremo carente en nosotros” (Ibíd.: 8). El sujeto mismo en la búsqueda de su propia perfección tropieza ineludiblemente con su propia nada y sólo a partir de allí puede “comprender” o “dirigirse” hacia el ser absoluto.

En este sentido constituye un misterio la misma intuición del ser, por cuanto si bien, como veíamos, no se da intuición metafísica sin concepto, sin embargo, en esta misma limitación, en el contraste de todo y nada que se encastilla en la finitud, se revela el ser absoluto como su ausencia. “Entre lo inmanente nuestro y lo trascendente, entre el alma y la idea, existe un intersticio, una solución de continuidad, un no-ser, un extranjerismo, algo que tiende a ser llenado, pero que es inllenable como el tonel de las Danaides” (Cfr. Ibíd.: 28). Se trata de una finitud radical, por cuanto la conjunción de materia y espíritu es un compuesto trágico (Finlayson, 2006a: 32; 2006d: 35; 2006b: 110) que, como causa de la contingencia del ser humano, lo arroja cada vez fuera de sí mismo en la búsqueda de lo que pueda aquietar el ansia de infinitud. “Por huir de la nada, nada que conducimos en nuestra íntima y esencial estructura de seres limitados, recortados y acostados sobre el no ser, nos movemos continuamente en busca desesperada de sostén” (Finlayson, 2006e: 26). Fruto de esa desesperación ineludible, el ser humano hace filosofía, se transforma en un ente metafísico.

La vía filosófica transita ineludiblemente por la frontera entre el ser y la nada, de allí que, como sostiene Finlayson, “el hombre camina en este mundo tratando incesantemente de escapar de su propia nada” (Finlayson, 2006b: 108). La vida humana es comprendida, pues, como una “lucha agónica” (el término es de Finlayson) contra la negación de sí, pero una negación que no es extranjera a lo humano, sino que le es consubstancial, y en esto consiste el carácter trágico, pues no puede huir de su propio ser. Cualquier forma de presencia del ser absoluto en la vida humana e, incluso, la misma intuición del ser, surgen de la experiencia existencial de la finitud. Ahora bien, la finitud proviene del carácter potencial y, como sostiene Aristóteles en el De caelo, la potencia debe ser referida al límite máximo de su posibilidad, de modo que es necesario que todos los seres potenciales tengan un tiempo máximo de no ser y un tiempo máximo de ser (Aristóteles, De caelo, I, 11, 181ª7 ss.), de allí que la limitación, entraña necesariamente muerte; una vez alcanzado el final al cual la potencia de cada ser se ordena, por una ley ineluctable de la naturaleza, se desintegra y muere. “La muerte aparece así como una ley casi metafísica” (Finlayson, 2006c: 231)

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Asimismo, la experiencia de la propia contingencia revela la fragilidad estructural del cosmos, de modo que la experiencia de la finitud se expande analógicamente al resto de los seres. “Metafísicamente hablando, todo ha salido de la nada y todo, por una ley ineluctable, ha de volverse a la nada” (Ibíd.: 237). Más aún, Finlayson afirma a continuación que, como todo ser finito hunde sus raíces en la nada, a éste le brota un conato hacia el no-ser, de modo que en el ser humano hay dos tensores contrapuestos; por una parte tiende a perseverar en el ser y, por otra, producto del peso de la finitud, tiende a retornar a la nada. Pero es eso precisamente lo que caracteriza a lo potencial, esta doble y contradictoria tensión, que es insuperable por lo finito mismo. De allí que “la necesidad de la muerte para todo organismo resulta, a mi parecer, fundada primeramente en una necesidad metafísica, inherente a todo ser limitado” (Ibíd.: 240). Por eso la cuestión del ser, objeto propio de la metafísica tal como la entiende Finlayson, requiere ser tratada en la perspectiva de lo limitado, y la “intuición del ser”, paradójicamente complica al ser humano en su finitud con lo que carece de límites. Si, a partir de la concepción clásica de la metafísica, los principios son pensados cabalmente como potencia y acto, pero referidos a la condición humana tal como se presenta en la experiencia de tales principios, entonces la intuición metafísica misma surge como correlato necesario de la experiencia de la propia finitud. Esta perspectiva supone un giro respecto de cierta tradición escolástica que Finlayson había criticado, y abría la perspectiva de un diálogo, que el mismo Finlayson inició, con el pensamiento moderno y contemporáneo.

Se puede decir, a la luz de lo anterior, que la antropología de Finlayson es constitutivamente metafísica, como lo señala Sánchez de Irarrázabal (Sánchez de Irarrázabal, 1988: 94), pero ese carácter no significa meramente que la comprensión del ser humano se remonta a principios metafísicos, lo cual, a la postre, no significaría ninguna originalidad, sino que la existencia humana misma debe ser esencialmente metafísica, si ha de ser propiamente humana. Esto significa que la comprensión de sí como existente es, por decirlo así, radicalmente insuficiente para dar cuenta de la propia posición, tampoco es suficiente la comprensión de sí como ser inteligente y racional, ni tampoco como ser dotado de voluntad, si bien ciertamente se cuenta con tales disposiciones; la cuestión central es cómo se hace presente esa existencia, cómo se configura el entendimiento y cuál es el objeto propio de esa voluntad. Existencia, voluntad y entendimiento se presentan a la conciencia en una experiencia paradójica: la experiencia de la radical insuficiencia para alcanzar el fin más propio de cada uno, no obstante estar constitutivamente tendido hacia él.

La plenitud del ser, la absoluta libertad y la aprehensión cabal de las esencias tensan a la existencia humana en el límite de lo imposible, pero, precisamente por ello le abren un espacio propio inusitado. “El único ser que intuye la nada es el espíritu finito, Dios no puede intuirla” (Finlayson, 1945c: 8), tampoco los seres irracionales, de modo que la vida humana se caracteriza de hecho por ser una huida del no ser. “El hombre es un constante fugitivo de la nada” (Finlayson, 2006a: 31). En torno a este carácter de fugitivo se gesta la posible grandeza o miseria humanas, porque la nada reclama su propiedad tanto como el ser y, por ello, el afán de remontarse al ser que es absoluto ser, sería el rasgo más específicamente humano y que lo distingue de todos los demás seres. Se trata de la experiencia del límite, ya que lo intuido en esa intuición es el borde del propio ser. La intuición del ser, tal como el ser humano lo intuye, tiene como correlato ineludible la intuición de la propia nada, pero no se trata meramente de una intuición extática, de una aprehensión en la que no está complicada la existencia misma del sujeto, sino de una intuición que tensa la existencia entre esos dos polos de tal modo que define una dirección absoluta. La realidad es dinámica, pero no sólo porque de hecho esté en movimiento, sino porque la misma estructura óntica de lo real exige un modo existencial de ser caracterizado por un movimiento que está radicalmente tensado entre la existencia y el no ser. “La esencia adquiere operatividad para responder al impulso de la existencia” (Sánchez de Irarrázabal, 1988: 86). Sin embargo, este impulso se agota en el logro de una cierta plenitud, siempre parcial, proceso angenésico, lo llama Finlayson, por lo que alcanzada esa plenitud se inicia un proceso catagenésico, por el que se desciende en virtud de una corrupción que termina en la muerte.

Desde esta perspectiva, la respuesta humana a este ‘tensor’, que es el ansia de plenitud existencial, no consiste en limitarse a meramente sobrevivir y perseverar en la existencia, porque el ‘tensor’ que tensa la esencia humana la temporaliza de tal modo que, en el devenir angenésico y catagenésico que la caracteriza, es este último el que establece el sentido del devenir, de allí que la “sobrevivencia” sea siempre vivida como, en definitiva, un escalamiento hacia la nada, escalamiento en el que también se ve envuelto el mismo mundo. Así, si “el proceso del devenir está en la urdimbre óntica del mundo” (Finlayson, 1953a: 258), el despliegue de sí que el ser humano realiza en esa urdimbre está marcado por la experiencia de un desfondamiento que reclama absolutamente un fundamento trascendente. De tal modo que, en tanto ser individual, el ser humano se debate contra sí mismo, por cuanto “la individuación por medio de la materia prima está más cerca de la nada que del ser” (Finlayson, 1969: 96). Y a continuación, citando a Maritain (Ibíd.: 97; de Maritain, s/a: 148), refiriéndose a la individuación, afirma que ésta “es la diferencia que proviene de la limitación: no deriva de la plenitud ontológica, sino de la indigencia ontológica esencial de todo lo que es creado y especialmente de lo que es material”. De modo que, en su condición de individuo, que no es sino el “yo soy siendo”, el ser humano es radicalmente mundano, en la medida que está sujeto al devenir angenésico y catagenésico que es la característica central del vaivén del mundo.

Pero el ser humano es, además de individuo, persona, y esta constitución es un verdadero misterio. No se trata de que el ser humano sea por una parte individuo y por otra persona, “la individualidad y la personalidad son dos líneas metafísicas que se cruzan en la unidad de cada hombre. Parte una de los confines del no-ser y sube del átomo a la planta, al animal al hombre, y más arriba aún, al ángel; parte la otra del super-ser y baja de Dios, al ángel y al hombre” (de Maritain, citado por: Finlayson, 1969: 97). La condición humana queda, pues, definida por el cruce de estas dos “líneas metafísicas”. La línea individuante que asciende desde la materia, y la línea personalizadora que desciende desde la divinidad. Los demás caracteres han de ser explicados metafísicamente a partir de esta condición existencial que prefigura toda operación, acción y actividad del ser humano. Eso convierte al ser humano en una creatura radicalmente singular, única, al punto que es casi un monstruo, en la medida que contiene en sí una suerte de contradicción existencial. ”Nada más absurdo, desde un punto de vista de la pura razón, que la conjunción del espíritu y del cuerpo para constituir una sola realidad substancial” (Ibíd.: 102). Efectivamente, cada uno de estos elementos es tensionado por un tensor opuesto, Así, si el llamado de la nada constituye el motor original que impulsa a la huida, a la búsqueda de un modo de ser que no esté contaminado de no ser, el otro tensor, la vocación de divinidad lo impulsa más allá de sí mismo, a crear al interior de su contingencia, su propia vida y muerte como una historia en la que la propia trascendencia surja como correlato paradójico de la simple búsqueda de sí mismo.

Referencias

*   Este artículo es resultado de investigación del proyecto con el mismo nombre adscrito a la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso con el código FONDECYT 1095076.

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