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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.43 Medellín Jan./June 2011

 

Cortés Rodas, Francisco y Pierdrahíta, Felipe, De Westfalia a Cosmópolis.Soberanía, ciudadanía, derechos humanos y justicia económica global, Medellín, Siglo del Hombre Editores / Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Bogotá, 2011.

En alguna noche del siglo II de nuestra era, el emperador Marco Aurelio escribía lo que después se conocería como sus Meditaciones. En uno de estos fragmentos dice lo siguiente: “Si la capacidad intelectiva nos es común, también la razón, por la que somos racionales, nos es común. Si es así, también es común la razón que prescribe lo que debemos hacer o no. Si es así, también la ley es común. Si es así, somos ciudadanos. Si es así, participamos de alguna clase de constitución política. Si es así, el mundo es como una ciudad. Porque ¿de qué otra constitución común se diría que participa todo el género humano? Y de allí, de esa ciudad común, nos viene también la capacidad intelectiva, la racional y la legal. ¿O de dónde?”

La ciudad común de la que habla Marco Aurelio nombraba en aquel entonces la posibilidad de una comunidad humana organizada política y jurídicamente pero determinada en su calidad desde un punto de vista moral, a partir de un criterio normativo –diríamos nosotros hoy. Dos milenios después estamos nuevamente ante el mismo desafío. ¿Es posible hacer moralmente consistente un mundo que se ha convertido ya en una ciudad común?

Cosmópolis, la ciudad que abarca todo el orbe, es la perspectiva sobre la cual se desarrolla la sociedad contemporánea, y el problema de su constitución, no el sentido de su formación, sino del mecanismo regulador, es la pregunta base de la que parte el libro. Dicho más exactamente: la manera en que la sociedad internacional pasó del modelo de Estados-nación autónomos y separados, a ser un tejido supranacional donde la interdependencia es la característica más visible, así como los problemas y oportunidades que de allí se derivan, son los asuntos principales de este trabajo.

El fenómeno de la globalización constituye uno de los mejores ejemplos de lo que se podría denominar una “jungla conceptual”. La cantidad de material bibliográfico, el cúmulo de nociones, teorías, enfoques, perspectivas, temas, conceptos y demás instrumentos y procedimientos explicativos y evaluativos, conforman una masa tal que incluso para los mismos académicos se trata de una labor titánica la valoración acertada de semejante constelación. La común defensa frente a algo que es efectivamente un desafío teórico-práctico como la globalización, consiste en el desarrollo intuitivo de un sistema ciego de afirmaciones y de opiniones acomodadas a la circunstancia y amasadas según el déficit de información de quien las formula. Dicho sistema ciego puede generalizarse hasta llegar a constituirse en la visión común de la cosa misma, para al fin terminar nutriendo los mismos sistemas individuales de opinión. Se trata de una operación de verdadera retroalimentación.

De Westfalia a Cosmópolis se puede leer como una guía para adentrarse en la jungla teórica de la globalización. Ya desde ahí se constituye en un aporte valioso. El libro está construido sobre dos de los ejes centrales del problema de la globalización: la justicia política y la justicia social. El subtítulo da cuenta de ello al mencionar tres aspectos fundamentales en el problema de la justicia política, como son los conceptos de soberanía, ciudadanía y derechos humanos, mientras que el componente más propio de la justicia social está contenido bajo la noción de justicia económica global. El modo en que ambos aspectos se articulan y la manera en que se puede expresar su co-pertenencia se formula allí de la siguiente manera: si soberanía, ciudadanía y derechos humanos son conceptos claves a la hora de desarrollar una teoría de la justicia política, es decir, de la distribución equitativa y racional del poder y del acceso al poder, el problema de la justicia social, o de la equitativa distribución de la riqueza, de los beneficios y de las cargas, se integra al tema de la justicia política de manera natural y necesaria en toda sociedad compleja y diversificada. Una garantía de justicia social es el desarrollo de una distribución equitativa del poder. Este doble eje, tanto teórico como empírico, es analizado en el libro bajo los títulos de la democracia cosmopolita  y del constitucionalismo global. Ambas perspectivas ofrecen alternativas convincentes a los modelos realistas, liberal-políticos, al cosmopolitismo deliberativo y a las teorías liberales de la justicia global. El concepto clave para lograr una tal articulación, y éste es como tal el núcleo duro del libro, es el de constitucionalismo global-cosmpolita, lo cual equivaldría, según los autores, a “domesticar jurídica y políticamente la globalización”. (245)

De manera bastante concreta los autores indican cómo se vería un tal proceso de domesticación: “redefinición de las reglas de financiación de la inversión extranjera y de negociación comercial, de las normas que definen los derechos de propiedad intelectual como las patentes y copy rights, de las reglas para definir una nueva política de empleo a escala mundial, de las normas de la política monetaria internacional y de las normativas para articular el crecimiento de la economía con el desarrollo sostenible del conjunto del planeta… exigir, por razones de justicia global, que haya una nueva formulación de las políticas que determinan el funcionamiento de las instituciones que gobiernan el orden económico internacional, como el FMI, el Banco Mundial y los acuerdos de tarifas y de comercio de la OMC” (221 s.) Otros ámbitos de posibles procesos de reestructuración serían las relaciones de poder en el seno del capitalismo, como por ejemplo “la transformación de la empresa, es decir, la nueva definición de las relaciones de poder entre los asalariados y los accionistas en el seno de la empresa. [Así es] necesario que el poder contractual de los asalariados se convierta nuevamente en colectivo y que los asalariados puedan apoyarse en organizaciones representativas de sus intereses económicos.” (223)

El libro consta de seis capítulos y un epílogo. La estructura de la investigación ofrece una muestra de las dinámicas propias de la distribución del trabajo que han hecho posible, entre muchos otros elementos, el fenómeno de la globalización. Así, mientras los tres primeros capítulos se ocupan de un barrido y tamizaje conceptual, del análisis cuidadoso de conceptos fundamentales para la comprensión del problema, los últimos tres capítulos ofrecen una lectura crítica de las propuestas teóricas construidas sobre los conceptos analizados antes, añadiendo a ellos el tema de la justicia social global.

La contribución del libro es doble. De un lado, para quien quiera conocer el desarrollo del fenómeno desde una perspectiva conceptual, la primera mitad del libro presenta de manera clara la manera como ciertas ideas crearon una nueva imagen del mundo, cómo conceptos específicos fundamentaron el orden westfaliano, y el modo como luego se transformaron hasta integrar un nuevo orden global. La segunda mitad examina las teorías más relevantes acerca del fenómeno de la globalización, para, finalmente, esbozar las líneas generales del proyecto denominado constitucionalismo global. Así, quien desee conocer las nociones centrales del tema, tanto como quien quiera conocer desde un punto de vista crítico las perspectivas teóricas más importantes, encontrará en el libro una guía adecuada. Además de esto, el libro se inserta en la discusión al respecto, y cumple su objetivo en cuanto presenta una opción a la concepción exclusivamente economicista de la globalización. Pero no sólo la cara injusta e injustificable de la globalización aparece allí, sino también las oportunidades que se insinúan para la humanidad: la posibilidad de una expansión de la democracia y de la idea del constitucionalismo se da precisamente gracias al hecho mismo de la globalización. Así, los autores podrían al final suscribir la pregunta del viejo Marco Aurelio: ¿De dónde nos vendrían las respuestas sino de lo mismo de que estamos hechos?

Un aspecto que pertenece al argumento central, y que queda por explorar, es cómo la relación entre el poder del estado (soberanía), el poder del individuo (ciudadanía) y la salvaguarda de la justicia en el primero y de la calidad en el segundo (derechos humanos), que como tales son elementos de una teoría de la justicia política, son posible gracias a y a la vez necesarios para el problema de la justicia económica. Ello exigiría el tratamiento por separado, y por lo tanto de manera artificial –puesto que empíricamente son fenómenos vinculados íntimamente-, de los elementos de propios de la teoría de la justicia política de aquellos que son propios de la teoría de la justicia social, para luego determinar de manera más precisa el modo en que se dan influencias, soportes y tensiones entre ambas. En el nivel empírico se trata de estados de cosas que no se pueden separar, pero un tratamiento teórico tan detallado como el que presentan los autores podría haber hecho explícita la diferencia y extraer de allí una propuesta más diversificada. Así, por ejemplo, a partir de la consideración de que cosmopolitismo y democracia son modos de implementar la justicia política, y de que el mercado exige un tratamiento desde la óptica de la justicia económica, se puede llegar a la conclusión de que la justicia económica no puede darse por sí sola, tal como se esperaba de una entidad supuestamente dotada de la capacidad de autorregulación moralmente coherente, como se consideró inicialmente al mercado, sino que la justicia social, o económica, depende de una concepción coherente de la justicia política. La justicia económica está determinada, entonces, por la injerencia y los rendimientos de la justicia política, es decir, por la interrelación entre soberanía, ciudadanía y derechos humanos. La justa distribución de la riqueza es un asunto que depende de condiciones equitativas de participación, pero éstas a su vez sólo son efectivas y reales si se dan ciertas condiciones materiales que sólo una justa distribución de la riqueza puede garantizar. Ello llevaría quizá a pensar incluso la posibilidad de una socialdemocracia cosmopolita. Pero esto, luego de los altos rendimientos explicativos y teóricos del libro, resulta, de nuevo en palabras de los autores, una “tarea harto dispendiosa que tendrá que posponerse para ulteriores trabajos.” (245)

Andrés Eduardo Saldarriaga Madrigal

Instituto de Filosofía

Universidad de Antioquia

aesaldarriaga@gmail.com

 

Paul Ricoeur. Vivo hasta la muerte seguido de Fragmentos, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008.

En los últimos años de su vida, Ricoeur, filósofo fundamental de la segunda parte del siglo XX, con sus trabajos desde la fenomenología hasta la hermenéutica del texto y de la acción, se vuelca de manera prolija y a la vez amorosa, sobre cuestiones centrales que atraviesan su obra, y que en este breve texto cobran un sentido que liga su filosofía de manera especial con su existencia concreta.

Aún cuando se trata de un conjunto de papeles y documentos incompletos, tal vez, aparentemente inconexos, exponen la potente lucidez de quien, en el ocaso de su vida, reafirma el valor de la existencia desde distintos y a veces distantes tópicos que pueden ser comprendidos como coordenadas centrales de su producción intelectual. Las directrices de este pensamiento invitan al lector a un estado de complicidad con los espacios reflexivos delineados. Ciertamente se trata de una complicidad muy íntima,  que nos involucra desde el escenario-horizonte de nuestra  propia vida, su limitación-finitud y el diseño simbólico del más allá de la muerte.

 

Editado originalmente en francés por Catherine Goldstein  y Jean- Luis Schlegel en 2007,  con el título Vivant jusqu´a la mort suivi de Fragments, el texto expone dos grupos de documentos. El primero (1995-1996) titulado “Hasta la muerte. Del duelo y de la alegría”, y el segundo (2004-2005) “Fragmentos”. Este segundo corpus discursivo, contiene material con y sin título.

El trayecto y propuesta  de lectura  nos introduce a la obra, con un Prefacio de Olivier Abel que sitúa las problemáticas desarrolladas por Ricoeur en los textos agrupados como ya indicamos. De este modo, aparecen señalizadas las reflexiones sobre  el tiempo de la escritura asociado al tiempo mortal y el tiempo de la publicación desde donde arranca  el tiempo de la obra en una perdurabilidad ignorante de la muerte. Este tópico parece suficiente para echar a andar un pensamiento filosófico profundo cuya meditación central se desarrolla en torno a la muerte. Las tres cuestiones o tópicos respecto a los cuales se desarrolla esta meditación y que articulan los documentos de 1995-1996 son: Las figuras de lo imaginario, Del duelo y de la alegría y ¿Aún soy cristiano? Sobre estos tres elementos volveremos más adelante, ya que es necesario considerar previamente  que el tono de su escritura conserva la vitalidad de la filosofía de la voluntad diseñada y desarrollada por Ricoeur desde la década del 50´, plasmada finalmente en La Mémoire, l´histoire, l´oubli (2000). La clave fundamental  de esta postura filosófica  se traduce en el permanente estado agónico respecto de la vida, como un hambre de vivir  que involucra la fraternidad sin olvidar la búsqueda de ser sí mismo. Como señala Abel, Ricoeur opta sin cesar por el deseo de vivir. Desde esa actitud vital, el autor se hace cargo de los tópicos centrales señalados antes y que constituyen su meditación sobre la muerte.

En el conjunto de documentos titulados: “Hasta la muerte: Del duelo y de la alegría”, recoge tres grandes significaciones de la muerte, para tomar distancia de ellas y poder finalmente desligarse de sus cargas simbólicas. La primera de estas significaciones tiene que ver con la muerte de los otros  y las múltiples preguntas que los que siguen vivos hacen respecto a este hecho. Dicho cuestionamiento o conjunto de interrogantes deben ser exorcizadas, ya que toda significación al respecto, es una significación de sobrevivientes que se preguntan si también los muertos siguen existiendo. Se trata de una obsesión del antefuturo innecesaria, ya que aunque tendremos que morir, no sabemos ni cuándo ni cómo (mors certa, hora incerta). La segunda significación de la muerte  tiene que ver con la propia palabra muerte, en su sentido de pasar, finalizar o terminar. Sobre este segundo aspecto, el sobreviviente  debe hacer el duelo de la separación del difunto que se aparta del vivo para que éste sobreviva. Nuevamente el filósofo enfatiza en su reflexión  la condición del aún vivos. Toda la capacidad de pensamiento debe orientarse a dicho estado, hacia la movilización de los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose. En ese contexto-trance recurre al concepto de agonizante, aún vivo, que apela  a esos recursos profundos de la vida. Allí se encuentra la epifanía de lo  Esencial. La  lucha de la vida hasta la muerte. En el desarrollo de esta línea reflexiva Ricoeur recurre al testimonio de Jorge Semprún (La escritura o  la vida 1994) , como sobreviviente de los campos de deportación, en donde narra la muerte de Maurice Halbwachs (Buchenwald 1944). De esta experiencia, lo significativo tiene que ver con la compañía que Semprún da a Halbwachs  y por tanto, de la amistad en el morir acompañado. En ese proceso aflora lo Esencial: la dignidad, la humanidad vencida pero incólume. La tercera configuración imaginaria o significación simbólica tiene que ver con la muerte como personaje activo. Cuestión planteada por los sobrevivientes respecto de los muertos: ¿vive aún, en otra parte, de otra manera? Esta tercera reflexión-meditación sobre la muerte se vincula con lo sucedido en los campos de concentración y exterminio. En ese contexto, moribundos y muertos conforman una sola Masa indistinta (en términos de Agustín, una massa perdita). Ricoeur comprende  esta máquina de la muerte, auxiliado por el testimonio de Semprún, como la oposición del Mal absoluto a la fraternidad. Hechos estos alcances, el pensador vuelve al eje central de su tercer imaginario o significación simbólica para sentenciar que Toda muerte extermina. Esta sentencia centrada en la modalidad del exterminio no puede ser entendida por el solo hecho de morir, sino que por la acción del Mal.

La meditación de Ricoeur articulada sobre  los elementos que antes hemos sintetizado, debe ser entendida como proyección de la imaginación, proyección simbólica que se puede desdoblar  desde infinitos pliegues de sentido. No está en juego en este ejercicio, la experiencia propia, sino el infinito desarrollo de sistemas de significación, siempre a destiempo, siempre inminente. En tal sentido, el Duelo al que invita este pensador, es respecto a nuestra condición de víctimas de lo imaginario. Este es el exorcismo fundamental al que se nos llama y que finalmente será la motivación central de todo el texto. El autor pone su esfuerzo en entender que la nuda angustia de vivir  se manifiesta  a la sombra  de lo imaginario de la muerte.

Hacia el final de este primer grupo de documentos (“Hasta la muerte: Del duelo y de la alegría”), el pensador orienta sus meditaciones sobre su muerte. Utilizando el concepto de desapego de  Eckhart, llega  la renuncia a las proyecciones imaginarias del sí identitario tras la muerte propia. Su reflexión comienza de esta forma, a tocar los límites del lenguaje, y por tanto, los límites del accionar del imaginario simbolizado y simbolizante. Afirmaciones como la siguiente lo ratifican: la muerte es en verdad el fin de la vida en el tiempo común a mí, vivo, y a quienes me sobrevivirán. Las reflexiones posteriores adquieren el tono esencialmente humano de quien nos invita a transferir el amor por la vida al otro y también de amar al otro como nuestro sobreviviente. Esta línea de pensamiento que se va cerrando sobre el sí mismo, incluye la voz del exégeta jesuita Xavier-León Dufour expresada en su obra  Face á la mort: Jésus et Paul (1979).  Los análisis interpretativos de Dufour sirven a Ricoeur para plantearse la posibilidad de que el Reino de Dios  ya está entre nosotros (Lucas 17,21),  para quienes viven en la fe  del Cristo resucitado, acto sublime de amor fraterno por el que se ha pasado de la muerte a la vida (Juan 5, 24).  En tal caso se trataría de un existir, tal vez en la memoria de Dios (idea tomada posiblemente de A.N. Whitehead), que el autor señala no merecer. Nada espera en este sentido para él, para después de su muerte, finalizando esta parte de la meditación con una afirmación rotunda: Acepto no ser más.

Los documentos y papeles agrupados en la segunda parte del texto con el título “Fragmentos”, tocan variados tópicos, siempre de sumo interés para el autor. Su exposición se advierte o sospecha  inconclusa. Dentro de los tópicos tratados, destacan nuevamente sus reflexiones sobre el tiempo de vida recortado en el tiempo histórico y por otro lado, el tiempo de la obra perdurable más allá de la muerte. Esta reflexión tiene como referencia un cuadro de Watteau en el que se puede distinguir el nombre de la obra y su inmortalidad frente al período acotado de la existencia del propio artista. Desde esa perspectiva  distingue el tiempo inmortal de la obra, del tiempo mortal del existente vivo, asociando este último al tiempo del retiro, al tiempo del desaparecer, de tener que desaparecer con la tristeza que ello implica. Sin embargo, en ese estado de precariedad absoluta, el filósofo vuelve su mirada hacia la obra y su tiempo inmortal o angélico que será recepcionada por otros seres vivos en su tiempo propio y con ello la experiencia de estar vivo cobrará toda su plenitud y su potencia creadora.

Un segundo grupo de documentos destacable, (titulado Fragmento I), se refiere a su elección continua respecto al cristianismo.  Esta elección se presenta como una adhesión, más que como fe. Se trata, plantea el autor, de una adhesión al cristianismo, que implica  el apego a una figura personal bajo la cual el Infinito, el Altísimo se da a amar. Ricoeur avanza un poco más en las raíces de esta adhesión, haciendo alusión a sus herencias culturales. De este modo, su relación con la figura y persona de Jesús se establece a partir del conocimiento de textos canónicos, pertenecientes a la tradición evangélica reformada. En este sentido señala finalmente: Nada de fe inmediata.

El resto de papeles y documentos son muy breves y podrían ser la expresión de un filósofo debilitado físicamente. Sin embargo, hacia el final del texto hay una referencia a Jaques Derrida y su proyecto  filosófico. Sobre este punto, se manifiesta de manera enérgica para afirmar su distancia definitiva de  la deconstrucción. Cualquier adhesión hacia ella constituiría, señala Ricoeur, pedirme que muera.   El autor no puede comprometer fidelidad alguna, con un proyecto filosófico que, a su juicio, está vinculado a una revolución desgarradora y total del lenguaje que expresa un signo de narcisismo verbal. Esta afirmación le sirve para reafirmar ya por última vez, su interés de que su obra sea entendida como huella para los otros (los míos en términos del filósofo), sus sobrevivientes, forma de que dicha obra y legado viva en el tiempo inmortal.

Aún cuando el texto reseñado no tiene la extensión y desarrollo minucioso de los temas abordados en la obra más significativa de Ricoeur, no deja de constituir una reflexión, como siempre iluminadora, sobre  un tema que de una u otra forma está en todo el pensamiento filosófico, desarrollado de manera más o menos sistemático y también con mayor o menor obsesión. Sólo nos resta recordar, cuál es el mensaje de este pensador, qué nos quiere decir finalmente, más allá del esfuerzo discursivo y retórico. Al hacernos esta pregunta, no podemos dejar de pensar en Levinas, y con ello, interpretar este ejercicio expresado como conjunto de meditaciones sobre la muerte, en relación directa con la vida, con el valor de la vida en su dimensión agónica, desde esa hambre de vivir individual y fraternal.  La postura de Ricoeur, como la de Levinas, corresponde a la de los seres contra la muerte que ven en esta la imposibilidad de toda posibilidad. El duelo al que nos invita Ricoeur tiene como correlato la retirada del armazón metafórico que da expresión al imaginario sobre la muerte, simplemente para vivir entendido como lo esencial. La muerte, la individual, no debe proyectarse como una  sombra simbólica que oscurezca la plenitud de la vida, obstaculizando simultáneamente la posibilidad de entender el sentido del sí mismo  y de compartir con el prójimo la fraternidad más honesta del amor humano.

Jorge Brower Beltramín

Universidad Santiago de Chile

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