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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.44 Medellín July/Dec. 2011

 

Revisiones de la ética de la virtud*

Some Revisions of Virtue Ethics

Por: Diana Hoyos Valdés

Departamento de Filosofía

Universidad de Caldas

Manizales, Colombia

E-mail: diana.hoyos_v@ucaldas.edu.co

Fecha de recepción: 24 de febrero de 2011

Fecha de aprobación: 17 de septiembre de 2011


Resumen:Como resultado del renacimiento de la ética de la virtud se generaron por lo menos dos grandes reacciones: una que afirma que esta ética es redundante, porque las teorías morales modernas incluyen —o pueden incluir— las virtudes, y otra que afirma que ésta es más amplia y completa, porque aborda la vida moral de mejor manera al poner el énfasis en lo más importante: el carácter moral. En el presente trabajo examino tanto el renacimiento del tema como el debate posterior, y planteo una posible razón para preferir la ética de la virtud.

Palabras clave:Anscombe, Hursthouse, ética de la virtud, ética kantiana, utilitarismo.

Abstract:There are at least two reactions to the reemergence of virtue ethics: first, there are those who believe that such ethics is unnecessary because the modern moral theories include –or can include— the virtues. Secondly, there are those who think that the ethics of virtue is a more wide and complete moral theory than the modern ones. In this paper, the reemergence of virtue ethics is presented and the two reactions mentioned are examined. Finally, it is asked for the reason to prefer the ethics of virtue.

Keywords: Anscombe, Hursthouse, virtue ethics, Kantian ethics, Utilitarianism.


En un trabajo anterior (Hoyos, 2007) he usado la caracterización popular de las éticas de la virtud según la cual éstas se distinguen por su interés en responder la pregunta ¿cómo debemos ser?, en oposición a las teorías interesadas por responder a preguntas del tipo ¿qué debemos hacer? o ¿cómo debemos actuar? Esta diferencia en el análisis de lo que más importa en la evaluación moral hace que las primeras sean llamadas éticas del agente, y las segundas éticas del acto. Otra diferencia entre ambos enfoques es que las éticas del acto están centradas en el concepto de deber, y buscan desarrollar reglas o principios para actuar; mientras que las éticas del agente están centradas en los conceptos griegos de areté (virtud o excelencia), phrónesis (sabiduría práctica) y eudaimonía (término de difícil traducción, pues ha sido entendido como felicidad, bienestar o florecimiento, y en todos los casos se le da un matiz distinto)[1]

En el presente trabajo busco comprender mejor el panorama en el cual se da el debate entre ambos enfoques, para lo cual examino los principales argumentos a favor de cada una de las posturas acerca de la importancia de las virtudes en la teoría ética. En la primera sección presento el diagnóstico que de los problemas de la ética moderna hizo Elizabeth Anscombe y que dio lugar al renacimiento de la ética de la virtud. En la segunda sección presento la forma en que dos tipos de teoría ética moderna pueden integrar las virtudes, y en la tercera explico un segundo punto de vista según el cual la ética de las virtudes constituye una alternativa genuina a tales teorías modernas.

I.            El diagnóstico de Anscombe

En “La Filosofía moral moderna”, Anscombe diagnosticó lo que consideró la enfermedad general de las teorías morales de la modernidad: los términos de obligación y deber moral en los cuales se basan estas teorías han perdido su sentido, por lo cual es necesario desecharlos. Y esto se dio, en su opinión, debido a que tales términos sólo funcionan cuando se tiene un modelo legalista de la ética, uno que contenga la idea de un legislador (que en el Medioevo era Dios), modelo que pretendió abandonarse en la modernidad. En sus palabras: “Los corrientes (e imprescindibles) términos “tiene que”, “necesita”, “debe”, “ha de”, adquirieron este sentido especial (moral) cuando se los equiparó, en los contextos apropiados, con “está obligado” o “está comprometido” o “se le exige que”, en el sentido en el que alguien puede estar obligado o comprometido por una ley, o algo puede ser exigido por la ley” (Anscombe: 2005, 101).

Y estos términos adquirieron tal sentido y fuerza en el modo de hablar, ver y pensar los fenómenos morales gracias al cristianismo, como puede verse en la transformación de la palabra “ἀµαρτάνειν”, que en griego clásico significaba “errar”, “no acertar”, “hacer lo incorrecto” y con el cristianismo pasó a significar “pecar”. Así, términos que en un principio pretendían ser meramente descriptivos, pasaron a ser evaluativos y usados con el fin de dar una fuerza psicológica proveniente de la idea de un juez o un legislador que vigila y castiga el no cumplimiento del deber u obligación.

Pero, luego del período Medieval, los filósofos intentaron abandonar toda justificación o explicación del fenómeno moral que hiciera referencia explícita a una idea de esa naturaleza y, en su lugar, pusieron la razón o sus variantes y derivados como guías de la acción. En medio de tal intento, argumenta Anscombe, conservar los viejos términos, sin el soporte que les daba fundamento, no es sensato ni fructífero. Afirma que: “Sería más razonable abandonarlos. No tienen sentido fuera de un modelo legal de la ética; ellos no van a mantener una concepción semejante y, además, es posible hacer la ética sin ese término, como se ve en Aristóteles. Sería un enorme avance si, en lugar de “moralmente incorrecto”, siempre se nombrara un género como “mentiroso”, “impúdico”, “injusto” (Ibíd.: 107).

De este modo, un aspecto llamativo de esta solución al problema teórico de la modernidad, es que constituye el renacimiento de una teoría antigua: la teoría aristotélica de la virtud y, al tiempo, una fuerte crítica a los autores modernos. En su corto y afilado artículo, Anscombe no sólo diagnostica la causa general de la enfermedad, sino que identifica sus diversas manifestaciones. A la teoría ética de Kant, por ejemplo, le critica la noción de “legislar para uno mismo”, no sólo por considerarla absurda, sino por su regreso a la ética legalista; así como el hecho de que su regla sobre máximas universalizables no estipule “qué valdrá como una descripción apropiada de la acción, de forma tal que podamos construir una máxima acerca de ella” (Ibíd.: 97).  Crítica ésta que también le hace a Mill pues, afirma, si no se establece qué es una descripción adecuada, “…más o menos cualquier acción puede describirse de tal manera que caiga bajo una variedad de principios de utilidad… si es que cae bajo alguno”. (Ibíd.: 98). Le critica, igualmente, el haber hecho del concepto de placer uno de los conceptos centrales de su teoría, conservando lo ambiguo del mismo. Y su crítica más fuerte al consecuencialismo la lleva finalmente a considerarlo una “filosofía superficial”, por cuanto pone el énfasis sólo en lo externo: las acciones y sus consecuencias o, en el mejor de los casos (Sidgwick), le otorga valor moral a la consideración de las consecuencias previsibles que el sujeto pueda hacer, lo cual resulta absurdo, pues: “…si esto es así, tú has de juzgar la maldad conforme a las consecuencias que tú prevés; y por lo tanto, sucederá que siempre puedes exculparte de las consecuencias reales de las acciones más deshonrosas, en la medida en que puedas aducir que no las habías previsto” (Ibíd.: 111).

De esta manera ambas teorías, la kantiana y la utilitarista, pese a que han sido vistas tradicionalmente como teorías opuestas, terminan haciendo parte de un mismo grupo. Uno que deriva de la enfermedad de retener de algún modo el modelo de la ética como un conjunto de leyes, reglas o principios. Y esta enfermedad hace, en opinión de Anscombe, que se apele a diferentes fuentes de ley, con el fin de conservar el modelo legalista sin recurrir a la idea del legislador divino. Diferentes teorías que hacen parte de este grupo echan mano entonces de la idea de normas de una sociedad, de la conciencia, de la noción de legislar para uno mismo, de las costumbres de los antepasados, de las leyes de la naturaleza, entre otras. Pero todas estas ideas no son más que expresiones de lo mismo, que buscan otorgarle a los conceptos de deber y obligación una fuerza psicológica que no se obtiene sin la idea del legislador.

Anscombe propone, en cambio, que tal fuerza se derive de “una explicación de la naturaleza humana, la acción humana, el tipo de característica que es una virtud o, por encima de todo, del ‘adecuado desarrollo’ humano” (p. 121).  Y esto parece resolver el problema inicial, en la medida en que, desde este punto de vista, los conceptos de deber y obligación serían reemplazados por el de necesidad, del siguiente modo. Afirma que la transición del ‘es’ al ‘debe’ puede ser analizada como la transición del ‘es’ al ‘necesita’; de las características de un organismo al medio que necesita, por ejemplo. En sus palabras:

Ciertamente, en el caso de lo que necesita una planta, el pensamiento de que necesita algo sólo influirá en la acción si quieres que la planta se desarrolle. Aquí, pues, no hay ninguna conexión necesaria entre lo que puedes juzgar que ‘necesita’ la planta, y lo que quieres tú. Pero sí que existe cierta conexión necesaria entre lo que crees que tú necesitas y lo que quieres. Se trata de una conexión compleja. Es posible no querer algo que has juzgado que necesitas, pero, por ejemplo, no es posible no querer nunca nada de lo que juzgas que necesitas. (Ibíd.: 105).

De este modo, Anscombe busca que nuestra comprensión de lo que sea la naturaleza humana, el florecimiento humano, le dé al razonamiento moral la fuerza psicológica que requiere para guiar la acción[2]. Pero es una fuerza que proviene no de un mandato promulgado por un legislador -en cualquiera de sus presentaciones- sino de la necesidad de cada hombre de florecer como hombre.  Y esto constituye un cambio en la dirección del análisis con respecto al énfasis de las teorías morales modernas en los principios para actuar bien, en la medida en que la propuesta de Anscombe busca más bien conceptos que nos permitan comprender al agente moral. 

Como lo sugiere el título de esta sección, el trabajo de Anscombe debería ser visto más como un diagnóstico que como una ética de las virtudes propiamente dicha, en la medida en que no desarrolla in extenso la noción de virtud, de agente virtuoso, ni da indicaciones acerca de qué prescripciones se derivarían –si es que eso es posible- de este enfoque. Su gran contribución a la filosofía moral ha sido la de rescatar un tema que estuvo olvidado por varios siglos. A partir de este artículo se generaron dos reacciones distintas acerca de cómo debía interpretarse su sugerencia, y es lo que examinaré a continuación.

II. La ética de la virtud es complementaria: las teorías modernas pueden integrar las virtudes

Como dije anteriormente, la ética de la virtud se presenta como revolucionaria respecto a la manera moderna de entender el fenómeno moral, aunque en un sentido muy importante es heredera del pensamiento antiguo. Sin embargo, hay una manera de entenderla como un desarrollo de temas que ya habían sido tratados en la modernidad y, en este sentido, como pretendiendo hacer algo que ya se había hecho antes, con lo cual parece que no aporta realmente nada original y resulta innecesaria.

Aquí es útil la sugerencia de Roger Crisp de distinguir entre teorías de la virtud y éticas de la virtud (Crisp, 2003: 5). Según él, las primeras comprenden un área de investigación interesada por la virtud en general, mientras que las segundas comprenden un campo más estrecho que busca prescribir y que aboga por la centralidad de las virtudes[3].

Una reacción general que encaja en la primera clase es la de quienes afirman que la ética de la virtud es el complemento necesario de cualquier teoría moral que se pretenda completa.

Sostienen, en primer lugar, que la ética de la virtud captura varias intuiciones importantes que tenemos respecto al valor moral (de las acciones o agentes, vamos a dejarlo así por el momento); como, por ejemplo, la de que no sólo importan las consecuencias de los actos[4], sino también la motivación moral y, muy especialmente -y en contraposición con la teoría kantiana- los sentimientos y las emociones morales. Por eso la ética de la virtud constituye una especie de reconciliación con la idea de que la razón y los sentimientos no tienen que ser vistos necesariamente como fuerzas en constante pugna. Un virtuoso actuaría siguiendo sus emociones y sentimientos morales, los cuales han sido habituados a querer lo que se adecua a la recta razón según sea el caso[5]. En este sentido, sostienen quienes propugnan esta visión, la ética de la virtud ofrece una explicación natural y sugestiva de la motivación moral y constituye un intento real y juicioso por lograr la comprensión del carácter moral. Greg Pence (1995) dice:

Este tema conduce a un defecto común de las teorías ajenas a la virtud. Según las teorías del deber o de los principios, es teóricamente posible que una persona pudiese obedecer, como un robot, toda norma moral y llevar una vida perfectamente moral. En este escenario, uno sería como un ordenador perfectamente programado (quizás existan personas así, y sean producto de una educación moral perfecta). En cambio, en la teoría de la virtud, tenemos que conocer mucho más que el aspecto exterior de la conducta para realizar juicios así, es decir que tenemos que conocer de qué tipo de persona se trata, qué piensa esta persona de los demás, qué piensa de su propio carácter, qué opina de sus acciones pasadas y qué piensa sobre lo que no llegó a hacer (Pence, 1995: 356). 

En segundo lugar, en la medida en que la ética de la virtud hace énfasis en que la pregunta realmente importante que la filosofía moral debe hacer y tratar de responder es qué tipo de personas deberíamos ser (en vez de cómo debemos actuar), recupera también una idea de la antigüedad clásica que parece haberse perdido con los ideales modernos de libertad e individuo: la idea de que se trata más bien de buscar una especie de unidad narrativa en lo que hacemos[6].  Al respecto, Pence sostiene:

Un profundo error de las teorías que no consideran las virtudes es que prestan poca o ninguna atención a los ámbitos de la vida que forman el carácter… Los escritores que operan en tradiciones éticas basadas en los derechos, la utilidad o la universalización kantiana, han considerado mayoritariamente que estas áreas suponen elecciones no morales. Pero como la ética trata sobre cómo debemos vivir, y como estas áreas ocupan una parte tan importante de nuestra forma de vida, ¿no es éste un colosal defecto? (Pence, 1995: 357-358).

Dada esta idea general, se puede intentar integrar las virtudes en las teorías éticas modernas que se basan en nociones distintas a la de virtud. Consideremos esta posibilidad en dos de los casos más prominentes: el utilitarismo y la ética kantiana.

1. Utilitarismo y virtud

Aunque puede parecer difícil sostener que la ética utilitarista contiene elementos incipientes de la ética de la virtud, dado el énfasis que hace en que la corrección de las acciones se encuentra en sus consecuencias (en la medida en que éstas proporcionen la mayor felicidad o bienestar al mayor número de personas involucradas), podría decirse lo siguiente. Cuando en El Utilitarismo Mill sostiene que “[el criterio utilitarista\ no consiste en la propia felicidad del agente, sino en la mayor cantidad de felicidad total; y si bien puede dudarse de que un carácter noble sea siempre el más feliz a causa de su nobleza, no puede haber duda de que dicho carácter hace a otros más felices, y que el mundo en general se beneficia enormemente de él. El utilitarismo, por tanto, sólo puede alcanzar su fin por el cultivo general de la nobleza de carácter” (Mill, 1863: 16), podría interpretarse caritativamente como diciendo que es necesario que los agentes morales estén bien desarrollados para que sepan elegir cuál es el mayor bien para el mayor número[7].

Una sugerencia de este tipo es la de James Rachels (2007) quien, luego de hacer una exposición clara y detallada de lo que es una virtud, de los tipos de virtudes, de por qué es bueno tenerlas, y de las ventajas en general de esta teoría ética, sostiene que sucumbir a lo que él llama “una ética radical de la virtud” sería un error, porque se incurriría en el problema de la incompletud. Y este problema lo expresa mostrando:

a. Que la expresión de una virtud típica como la sinceridad, por ejemplo, no parece más que la disposición a acatar reglas como la de “no mientas”[8].

b. Que la explicación de por qué es bueno tener un rasgo como el de la sinceridad “parece llevarnos más allá de los límites de una teoría de la virtud sin complementos”.

c. Que “es difícil ver cómo una teoría de la virtud sin complementos podría enfrentarse a casos de conflicto moral” entre dos valores como la sinceridad y la amabilidad, por ejemplo.

 

Por esta razón, termina afirmando que sería más fructífero considerar esta teoría como parte de una teoría general, total o global de la moralidad, que incluya tanto una concepción de lo que es la acción correcta como de lo que es un carácter virtuoso. Rachels anticipa un esbozo de lo que podría ser una teoría tal, en un espíritu bastante afín al utilitarismo, del siguiente modo:

Nuestra teoría total podría empezar tomando el bienestar humano –o para el caso, el bienestar de todas las criaturas que sienten- como el valor de suprema importancia. Podríamos decir que, desde un punto de vista moral, deberíamos querer una sociedad en que todos pudieran llevar vidas felices y satisfactorias. Podríamos entonces continuar considerando tanto la cuestión de qué tipos de acciones y de políticas sociales contribuirían a este fin como la cuestión de qué cualidades de carácter se necesitan para crear y sostener vidas individuales. (Rachels, 2007: 289). 

2. Teoría kantiana y virtud:

Parece más sencillo, por otro lado, sostener que la ética kantiana implica el mismo planteamiento de la ética de la virtud en la medida en que aquélla no le otorga valor moral a las acciones dependiendo de sus consecuencias, sino de la motivación del agente que las realiza. Faviola Rivera (2003), por ejemplo, sostiene que en la moralidad kantiana es necesario distinguir entre las esferas de la ética y la justicia, como respuestas diferentes a preguntas distintas que se plantea el ser humano. En sus palabras:

Por un lado, los seres humanos nos planteamos la pregunta sobre los valores supremos que nos deben guiar; esto es, nos planteamos qué tipo de personas deberíamos aspirar a ser y qué tipo de carácter deberíamos adquirir (...) La respuesta a esta pregunta, de acuerdo con Kant, consiste en principios que nos guían en la formación de un carácter moral, i.e., las máximas de fines que encontramos en La Doctrina de la Virtud. Por otro lado, al relacionarnos con los demás también nos planteamos qué podemos exigir legítimamente los unos de los otros empleando medios coactivos... El principio supremo de la virtud, que rige a la ética, y el principio universal de la justicia, que rige a la justicia y el derecho, son las respuestas a estas dos preguntas más específicas de acción. (Rivera, 2003: 17-18).
   

Así, la autora rechaza varias de las tesis que caracterizan el debate. En primer lugar, considera que no es muy clara la distinción que suele hacerse entre éticas del acto y éticas del agente. En segundo lugar, no está dispuesta a admitir que, de existir tal distinción, Kant se encuentre del lado de las éticas del acto. Y, tercero, rechaza la idea de que una ética de la virtud sea una legítima alternativa a otras teorías morales.

Afirma que la distinción entre ambos tipos de ética es borrosa, pues puede significar al menos dos cosas: i) que una teoría se ocupa únicamente de la moralidad de las acciones, o ii) que le otorga prioridad normativa a las acciones sobre la cualidad del carácter del agente. Y dado que unas veces se hace la distinción entre ambas basándose en uno u otro criterio, en ocasiones se dejan por fuera teorías que podrían hacer parte de ambos grupos como, por ejemplo, la kantiana. Dice que es así porque Kant no se ocupa únicamente de la moralidad de las acciones, sino también de la cualidad del carácter moral del agente, aunque no le otorga a éste la prioridad normativa[9]. Dicho de otro modo, en la medida en que Kant se preocupa por la motivación o las razones para actuar del agente moral –porque afirma que toda acción debe estar guiada por el respeto al imperativo categórico- y busca que éste realice acciones moralmente valiosas, estas acciones repetidas producirán en el agente moral una formación del carácter que, podría decirse, es la misma que buscan las éticas de la virtud.  Rivera lo plantea así:

(…) la ética kantiana no le otorga prioridad a la realización de actos particulares; el imperativo categórico no exige que llevemos a cabo o que omitamos tales o cuales actos específicos, sino que adoptemos ciertas máximas. Al adoptar una máxima un agente afirma ciertas consideraciones como razones para realizar cierto tipo de actos (…) proponerse adoptar una máxima implica necesariamente practicar de manera constante el tipo de acciones contenidas en ella y tal práctica puede conducir a la adquisición de una disposición moral (aquella especificada por la máxima) (Rivera, 2003: 25).

Como ya lo mencioné, Rivera afirma que las éticas de la virtud no deben verse como una alternativa a las éticas del acto, sino más bien como teorías alternativas de la psicología de la virtud, en la medida en que su mayor énfasis está puesto en ofrecer una descripción del ideal de carácter virtuoso al cual deberíamos aspirar, y en el tipo de acciones que deberíamos realizar para alcanzarlo, más que en especificar el contenido de las exigencias morales y la fuente de la fuerza normativa. No obstante lo anterior, admite que esta teoría “debe formar parte de cualquier teoría de la moral personal” (Ibíd.: 28)[10].

III. La ética de la virtud como teoría normativa rival

De la misma manera que las éticas del acto han respondido, o bien afirmando que las teorías modernas ya apuntaban hacia la virtud, o bien ajustando las teorías a versiones contemporáneas que incluyan el tratamiento de la virtud, algunos proponentes de las éticas de la virtud han respondido afirmando que también este enfoque puede usarse para evaluar las acciones.

 

En este sentido, las sugerencias de integrar las virtudes en las éticas modernas que expuse en la sección anterior han sido rechazadas por Rosalind Hursthouse (2003: 19), pues se limitan a decir que las éticas de la virtud no han hecho más que señalarles a los teóricos de las éticas deontológicas o consecuencialistas que es necesario complementar sus teorías con anotaciones sobre las virtudes para que sus enfoques ofrezcan una visión más completa de nuestra vida moral. Y esto se debe, afirma Hursthouse, a que la ética de la virtud ha sido vista como incapaz de ofrecer indicaciones acerca de qué debemos hacer, de cuáles acciones son correctas o incorrectas o, en otros términos, como una teoría no normativa, lo cual es un error.

Para apoyar su idea de que la ética de la virtud es normativa, ella muestra que tanto las teorías utilitaristas como las deontológicas, luego de especificar qué es una acción correcta, requieren una premisa adicional antes de ofrecer una guía práctica para la acción. Así, un utilitarista del acto diría que una acción es correcta si (y sólo si) produce las mejores consecuencias[11]. Pero esto aún no proporciona una guía para la acción mientras no se nos diga cuáles serían las mejores consecuencias. Entonces debería agregar que las mejores consecuencias ocurren al maximizar la felicidad, o algo por el estilo. Por su parte, un deontologista diría que una acción es correcta si (y sólo si) es ejecutada con la intención de cumplir una regla moral correcta. Pero también debe agregar una especificación de lo que es una regla moral correcta (aquí tiene varias opciones, como lo señala Hursthouse: i) hacer una lista de las reglas que deben seguirse, o ii) suscribir alguna lista de mandamientos divinos, o iii) enfocar alguna característica que sea condición necesaria y suficiente para que una regla sea correcta, como, por ejemplo, que sea universalizable, o iv) especificar las condiciones bajo las cuales sería racional elegir una regla moral y luego deducir de ellas las reglas que deberían seguirse –como en el contractualismo; entre otras opciones).

De la misma manera, afirma, la ética de la virtud puede especificar las condiciones necesarias y suficientes para que una acción sea moralmente correcta diciendo, por ejemplo, que “una acción es correcta si y sólo si es lo que un agente virtuoso haría característicamente (i.e. actuando según su carácter) en las circunstancias” (Ibíd.: 22). Y, obviamente, para que esto sirva como una indicación práctica hay que especificar qué es un agente virtuoso. Lo cual muestra que los tres tipos de teoría están en el mismo nivel. Así, lo que complementaría la definición de acción correcta desde la ética de la virtud, sería algo como: “Un agente virtuoso es uno que actúa virtuosamente, esto es, uno que tiene y ejercita las virtudes. Una virtud es un rasgo del carácter que…” Y la especificación de los rasgos del carácter que constituyen una virtud puede hacerse, sostiene, bien sea por enumeración, bien suscribiendo la posición humeana según la cual una virtud es un rasgo del carácter que beneficia a otros y a uno mismo, o la posición aristotélica que define la virtud como un rasgo del carácter que favorece la eudaimonía o el florecimiento humano.

De este modo, su idea es que cada virtud genera una prescripción -como “actúa con honestidad, caridad, justicia…” y cada vicio una prohibición –“no actúes de manera deshonesta, no caritativa, injusta…” Sin embargo, es necesario aclarar que su enfoque rechaza la idea, expresada por algunos filósofos (Véase: Frankena, “Moral Value and Responsibility” (1973); Rachels (2007)), de que el agente virtuoso no es más que el que exhibe un rasgo de carácter bien dispuesto a seguir reglas o principios. Según ella, lo que lleva a un agente virtuoso a actuar siguiendo la regla “actúa con justicia” no es más que su deseo y su firme convicción de que ser justo promueve la eudaimonía propia y la de los otros (en la versión neo-aristotélica). Adicionalmente, afirma, cuando enseñamos a los niños a seguir la regla “sé honesto”, por ejemplo, también les queremos enseñar el valor de la verdad y las consecuencias de la mentira, y eso no se logra sólo con la regla[12].

La caracterización de Hursthouse busca mostrar que la ética de la virtud puede incluso proveer elementos para enfrentar dilemas morales, tal como lo hacen las otras éticas. Su balance general es que la ética de la virtud puede ser una guía práctica para la acción en el mismo sentido y con el mismo alcance -limitado- que lo hacen las otras. Obviamente, considera que hay razones suficientes para preferir esta ética a las otras, por ser más completa.

IV. Consideraciones finales: /

Si las teorías éticas modernas pueden integrar las virtudes adecuadamente en su marco teórico, ¿qué ventajas puede tener la insistencia en la necesidad de una ética de las virtudes? Además de las observaciones de la sección anterior, quisiera sugerir otras posibilidades de respuesta. Pero antes, esbocemos una síntesis de las principales diferencias.

Uno podría decir que las teorías morales modernas sostienen:

a. Que la corrección moral de las acciones depende de si han sido realizadas siguiendo unas reglas o principios, 

b. Que la cualidad moral del agente depende de su capacidad para seguir esas normas o principios, y

c. Que para la formación del carácter moral de los agentes es fundamental que éstos se habitúen a seguir esas normas o principios morales.

Como se ve, para ellas las normas y principios ocupan el lugar central. Y, por otro lado, las éticas de la virtud afirman:

a. Que para la formación del carácter moral de los agentes es fundamental que éstos se habitúen a actuar desde la virtud[13], lo cual podría incluir en ocasiones seguir normas y principios.

b. Que la cualidad moral del agente depende del grado de desarrollo de sus virtudes y de la actuación desde ellas (pero no necesariamente de sus resultados).

c. Que la corrección moral de las acciones depende de si son una ejemplificación de una virtud del agente moral.

 

Llegados a este punto podemos preguntar: ¿es el seguimiento de reglas o principios, entre otras cosas, lo que fundamenta un carácter virtuoso? ¿O es el carácter virtuoso lo que permite seguir reglas o principios, entre otras cosas? Quiero sugerir que una forma interesante de aproximarse a estas preguntas –y, por tanto, de abordar el debate entre las éticas modernas y las de la virtud— es enfocar la cuestión de en qué dirección debe ir la educación moral. En otras palabras, si la enseñanza del seguimiento de principios es suficiente para el carácter virtuoso o si, a la inversa, éste debe desarrollarse más allá de dicho seguimiento. Este, además, es un buen punto para tomar una decisión con respecto a qué tipo de enfoque ético debe uno adoptar, puesto que toca uno de los propósitos centrales de la teoría ética: las implicaciones para la vida moral.

Referencias

* Vinculación del artículo con proyecto de investigación. El presente artículo es el resultado de un proyecto del grupo de investigación Tántalo, adscrito a la Vicerrectoría de Investigaciones y Posgrados de la Universidad de Caldas, titulado: Consideraciones sobre la ética de la virtud. Fecha de inicio: mayo de 2010, fecha de finalización: mayo de 2011.  Investigación financiada por la Universidad de Caldas.

[1] Caracterizaciones más detalladas de la ética de la virtud pueden encontrarse en Hursthouse, R.: http://plato.stanford.edu/entries/ethics-virtue/. Devettere, R. J. En: Introduction to Virtue Ethics, Insights of the Ancient Greeks, ofrece un excelente recorrido por las nociones clásicas de la ética de virtud.

[2] Esto lo desarrolla posteriormente con más amplitud Philipa Foot (2002), quien afirma: “… la racionalidad que hay detrás de acciones como decir la verdad, mantener una promesa o ayudar al vecino, por ejemplo, es paralela a la racionalidad que hay detrás de las acciones dirigidas a la supervivencia…” (Ibíd.: 31) ¿por qué debería sorprendernos la idea de que el estatus de virtud que le atribuimos a ciertas disposiciones de conducta viene determinado por una serie de hechos bastante generales acerca de los seres humanos?” (Ibíd.: 88). “…si el vicio es un tipo de ‘deficiencia natural’ y la virtud es una bondad de las acciones humanas, ¿qué lugar le corresponde a la felicidad humana dentro del esquema de la normatividad natural?” (Ibíd.: 148).

[3]  En otro sentido, Hursthouse (2003: 31) señala que se ha dado recientemente un enfoque llamado ‘anti-teoría en ética’, cuyo objetivo es precisamente diferenciar la ética de la virtud de la manera como ha sido entendida una teoría normativa: “un conjunto de principios generales que provee un procedimiento de decisión para todas las cuestiones acerca de cómo actuar moralmente”. Este enfoque quiere dejar claro que la ética no debe buscar los estándares que se le atribuyen tradicionalmente a la teoría en sentido científico, esto es, universalidad, consistencia, completud y simplicidad.

[4]  La noción de virtud incluye también la de efectividad o eficacia en la consecución de un fin moral, aunque no es prioritario. Dicho de otro modo, es posible considerar que alguien es virtuoso, incluso si en ocasiones no actúa de modo correcto (véase: Swanton: 2010, 227-248).

[5]  Esta última afirmación hace que algunos, como Martha Nussbaum, afirmen que otra ventaja de la ética de la virtud es que es contextualista; es decir, que busca un punto medio entre el universalismo y el particularismo (aunque MacIntyre sostiene que la ética de la virtud es y solamente puede ser comunitarista, que es lo mismo que decir particularista). El universalismo, generalmente caracterizado a partir de la ética kantiana, sostiene que hay principios universales aplicables a cualquier sociedad, independientemente del momento histórico en el que se encuentre y de las tradiciones que tenga. El particularismo, por el contrario, acentúa el valor del momento histórico y de la tradición en la cual se encuentra una sociedad, y afirma que el valor moral depende de las prácticas que enmarcan las acciones o los agentes morales. El punto medio que, en opinión de Nussbaum, constituye la ética de la virtud con el contextualismo, es diferente a las dos opciones anteriores, en la medida en que busca lo general en lo particular o, para decirlo de otro modo, busca la universalidad y, al mismo tiempo, ser sensible al contexto (ver: Nussbaum, 1996).

[6]  Creo que uno de los autores que mejor desarrolla este concepto es A. MacIntyre en Tras la Virtud (2001). Su idea general es que el intento de la filosofía moderna de evaluar las acciones de manera aislada no tiene sentido, pues las acciones sólo pueden entenderse en el marco de una narración unitaria que las abarque, una narración con una identidad y un propósito; en definitiva, en la narración de la vida de una persona.

[7]  Más adelante afirma: “Es noble ser capaz de declinar completamente la propia porción de felicidad o a la posibilidad de lograrla pero, después de todo, este autosacrificio debe hacerse por alguna razón; no es su propio fin. Y si se nos dice que el fin no es la felicidad, sino la virtud, que es mejor que la felicidad, yo pregunto: ¿habría tenido lugar el sacrificio si el héroe o mártir no creyeran que con ello han librado a otros de sacrificios similares?, ¿lo habrían hecho si pensaran que esa renuncia a la felicidad propia no daría otro fruto para sus semejantes que dejarles un destino parecido al suyo poniéndolos así en la misma condición de renunciar a la felicidad?” (Ibid., p. 23). Una versión del utilitarismo que podría verse como una teoría de la virtud en este sentido amplio es el utilitarismo de los motivos (Cf. Adams, 1976).

[8]  A esta manera de ver la acción virtuosa se opone Hurtshouse: “Aunque es un error, he afirmado, definir un agente virtuoso simplemente como uno dispuesto a actuar en concordancia con reglas morales, es un error comprensible, dada la obvia conexión entre, por ejemplo, el ejercicio de la virtud de la honestidad y abstenerse de mentir. Los teóricos de la ética de la virtud quieren enfatizar que, si a los niños se les va a enseñar a ser honestos, se les debe enseñar a apreciar la verdad, y que con enseñarles sólo a no mentir no se alcanzará ese fin. Pero ellos (los éticos de la virtud) necesitan reconocer que para alcanzar ese fin enseñarles a los niños no mentir es útil, incluso indispensable” (Hurtshouse, 2003: 27).

[9]  Rivera cuestiona incluso la afirmación de los proponentes de la ética de la virtud según la cual el concepto central de la moralidad personal deba ser la cualidad del carácter de los agentes (Ibíd.: 22).

[10]  Aunque esta afirmación pretende concederle un espacio a la ética de la virtud, muchos autores, como Victoria Camps por ejemplo, no estarían de acuerdo con ella. En su libro Virtudes Públicas (2003), Camps aboga por la vuelta a la teoría, pero admite que es necesario hacerle varias revisiones generales, entre las que se encuentra una que tendría que ver con cómo concebir el concepto de virtud en las sociedades abiertas, liberales y pluralistas del mundo contemporáneo en el que vivimos. Algunas de las virtudes que propone son la solidaridad, la responsabilidad, la tolerancia y la profesionalidad. 

[11] En esta comparación entre las éticas consecuencialista, deontológica y de la virtud sigo a Hursthouse (2003: 20-23).

[12]  Esta aproximación a la definición de la corrección de las acciones a partir de las virtudes es la más conocida, y ha sido denominada por Swanton (2003: 227) como la del “agente cualificado”, pues la evaluación de las acciones es derivativa de la cualificación del agente. Swanton muestra que otra manera de entender el asunto ha sido expresada por Michael Slote, “de acuerdo con la cual una acción es correcta si y sólo si exhibe o expresa un motivo virtuoso (admirable), o al menos no exhibe o expresa un motivo vicioso (deplorable)”. Y ella propone una tercera manera de hacerlo que encaja con su visión pluralista de la ética de la virtud, según la cual “1) una acción es virtuosa respecto a V (e.g., benevolente, generosa) si y sólo si alcanza el objetivo (realiza el fin de) la virtud V (e.g. benevolencia, generosidad). 2) Una acción es correcta si y solo si es totalmente virtuosa.” (Swanton, 2010: 228).

[13]  Acá es importante señalar que esto podría parecer un sin sentido, en la medida en que parece requerir que un agente que apenas se está formando y que, por lo tanto, no puede llamarse virtuoso en sentido estricto, se comporte virtuosamente. Sin embargo, Aristóteles reconoció que, aunque no son naturales, las virtudes tienen una base natural que debe cultivarse. Del mismo modo, Hume (1978, T 477) distinguió entre virtudes naturales y artificiales, y es a esto a lo que apunta este literal: un carácter moral virtuoso se forma mediante la habituación a actuar virtuosamente, es decir, desde esas bases naturales de la virtud.

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