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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.44 Medellín July/Dec. 2011

 

Naturaleza del acto liberador del delirio zambraniano: acción esencial, evidencia y despertar*

Nature of delirium liberating act: essential action, evidence and awakeing.

Por: José Barrientos Rastrojo

Departamento de Metafísica

Corrientes actuales de la filosofía, ética y filosofía política

Universidad de Sevilla

Sevilla, España

E-mail: barrientos@us.es

Fecha de recepción: 4 de abril de 2011

Fecha de aprobación: 15 de octubre de 2011


Resumen: La mayor parte de los estudios sobre el delirio se detienen en su caracterización conceptual, a saber, su etiología y sus elementos básicos y sintomatología explícita. Este artículo analiza la metafísica que subyace a esta entidad sobre la base del pensamiento zambraniano. Asimismo, estudia el esqueleto filosófico de las posibles salidas. Con ello, se expone una visión cuyo foco es la naturaleza del acto liberador del delirio antes que las estrategias específicas de la curación.

Palabras clave: Delirio, despertar, acción esencial, esperanza, intemporalidad

Abstract: Most studies on delirium spend time discussing its conceptual portrayal, namely, its etiology, its basic elements and its explicit symptoms. This article analyzes its metaphysical grounds by means of zambranian thought. Furthermore, it studies the philosophical skeleton of this pathology exits. By this way, it is exposed a perspective whose focus is the nature of the delirium liberating act and not just specific strategies of healing it.

Keywords: Delirium, to wake up, essential action, hope, timelessness


1. Introducción. Descripción sumaria sobre la naturaleza del delirio.

1.1. El delirio como mecanismo defensivo.

En un trabajo anterior, nos detuvimos en el concepto “delirio” en relación a sus bases metafísico-zambranianas. Establecimos su vinculación con las esperanzas frustradas. Explicamos las dos modalidades de delirio diferenciadas por el hecho de generar apertura o clausura existencial. El primero mueve a la trascendencia de la racionalidad de cada época y espacio. El segundo ciega y obstaculiza el desarrollo de la persona. Este artículo indaga en estrategias zambranianas que facilitan la salida de circuito sisífico inherente al segundo tipo de delirio. Comenzaremos aquí, resumiendo la descripción de la segunda modalidad delirante, foco de este trabajo, citando a una estudiosa de Zambrano:

Lo que caracteriza al delirio es la creencia patológica en hechos irreales o en concepciones imaginarias desprovistas de fundamento. El hombre tiende a la realización de la función de la aprehensión de la realidad, pero al mismo tiempo busca la satisfacción de los deseos y la tranquilización de sus ansiedades. Las ideas delirantes sobrepasan toda lógica y razonamiento de tal forma que no existe una clara delimitación entre ideas falsas, delirios o supersticiones (Aguayo 2004: 40).

Nuestra pesquisa precedente mostró reservas respecto a la reducción de todas las modalidades delirantes a una patología mental. Desde una visión más amplia, consideramos al delirio como un filtro metafísico-perceptivo que, desde la acepción obliterante, puede concretarse en la mencionada enfermedad, no así desde la concepción del delirio como apertura fenomenológica.

El delirio patológico surge de una insatisfacción de los deseos al confrontarse el sujeto con la realidad. Tal y como concluye Castilla del Pino a partir de las aseveraciones de Schopenhauer, el delirio institucionaliza un mecanismo de defensa por falta de tolerancia ante elementos estresantes de la realidad.

Schopenhauer señala como causa del delirio el sufrimiento constante e intolerable para el sujeto y la posibilidad de sucumbir a él (…). “Cuando este pensamiento se hace intolerable y el individuo va a sucumbir a él la naturaleza, en su angustia, se ase a la quimera como último medio de salvación; el espíritu atormentado rompe, por decirlo así, los hilos de la memoria, llena las lagunas con ficciones y se sustrae al dolor moral que le hace sucumbir, refugiándose en la quimera (Castilla del Pino 1998: 263).

A partir de la distancia entre las dos modalidades delirantes y constatados los beneficios de la primera, sería posible abrir un turno de cuestiones: ¿hay solución de continuidad entre ambas?, ¿es posible hacer transitar al individuo de una a otra tipología?, ¿cómo superar el segundo tipo de delirio?[1] He aquí el interés de nuestro proyecto.

1.2. El delirio como esperanza fallida.

“La esperanza fallida se convierte en delirio” (Zambrano, 1989: 247), aseverará Zambrano. Nuestra autora localiza experiencialmente su delirio en varios eventos: la derrota de la promesa republicana tras la Guerra Civil, la imposibilidad de llegar a ver a su madre en su regreso desde América a Francia y el dolor de su hermana ante el encarcelamiento y fusilamiento de su pareja Manuel Núñez. Cronológicamente, este punto coincide con su regreso a Francia después de la muerte de su madre a mediados de la década de los cuarenta. En ese momento, se abre, con lacerante desgarro, su evidencia de que “la esperanza abandonada delira; la necesidad insatisfecha fabrica pesadillas” (Zambrano, Manuscrito 12: 1).  En este momento, comienza la segunda parte de Delirio y destino, a saber, allí donde se clarifica el destino y se inicia el delirio.

Desde una óptica transnacional, el delirio se identifica con el camino trazado por nuestro continente en la modernidad: Europa consiste en el argumento de una historia sedienta de sí misma y que, al mismo tiempo, se autotrasciende. Cada proyecto conseguido se continúa con otro mayor, en una progresión inagotable. Por tanto, Zambrano tilda este itinerario como la “historia de  un gigantesco fracaso”.

Por ello el mayor valor será siempre el hombre que está detrás de la empresa y de toda la historia europea, historia de un gigantesco fracaso, de un fracaso único en que los éxitos suceden tan sólo y no más que para permitir la continuidad. Son éxitos mínimos que permiten seguir adelante con los fracasos. Y la mayor gloria es que así sea.
Toda la historia es un fracaso porque la esperanza que la ha movido es imposible de realidad (Zambrano, 2000: 82).

Repárese en que la misma definición empieza a dar respuestas: si el delirio es una esperanza abandonada, fracasada y delirante, ¿acaso la salvación no depende de conseguir otra ilusión? Eso es lo que ha hecho Europa: detrás de cada caída, afianzarse en un nuevo argumento en que volvía a salir vencedora para volver a caer. En ningún momento, se aceptaba la propia limitación, la posibilidad de que quizás no haya que endiosar al proyecto o de que otras posiciones sean válidas.

El delirio parte desde claves análogas: no acepta la caída, la esperanza fallida, sino que se autoafirma en una mentira que sostenga al sujeto. El delirio genera una realidad paralela a la de la alteridad, a la validada por la generalidad de los sujetos.

La verdad del delirio, aquella instancia con poder terapéutico, se nos antoja como entidad perdida por la falsía a que se somete la realidad. Esa verdad emerge de la aceptación de la esperanza fallida. Acceder a ella implica el ascenso por medio de una escalera experiencial que exige aceptar el abandono. Una forma de explicar este viaje procede del análisis zambraniano de la palabra.

No podrá entender que algo así suceda con la palabra sino aquel que haya padecido en un modo indecible el haber sido dejado por ella, sin que sea necesario que una tal situación llegue a la total privación. Es la palabra interior, rara vez pronunciada, la que no nace con el destino de ser dicha y se queda así, lejos, remota, como si nunca fuese a volver. Y aun como si no hubiese existido nunca y de ella se supiera solamente por ese vacío indefinible, por esa a modo de extensión que deja. Pues que es una suerte de extensión la que se revela. La extensión de toda ella, ¿será el resultado de un abandono? (Zambrano, 1993a: 93)

Este fragmento nos sugiere la idea de que esa palabra sea pronunciada en el delirante para que se produzca la devolución de su verdad, la salida de su delirio…

1.3. El delirio como detención temporal.

El delirio fragua una apertura fenomenológica temporal particular: la detención del tiempo, o intemporalidad, por reiteración en torno a un tema singular[2], aquel que protege al delirante de la verdad que no puede asumir. Situación análoga se opera cuando ciertos poderes impositivos, por una parte, han implantado una teoría y, por otra, han sancionado la heterodoxia que no se pliega a ella. Al fin y al cabo, el delirio es un modo de dictadura sobre la libertad del sujeto, sobre su capacidad para ser sí mismo. La intemporalidad, sea en el delirio o en la dictadura, anula el tiempo puesto al obstaculizar todo intento de progreso. Los sujetos, bien sean individuales o como grupo, se anquilosan en una superficie fraudulenta y se bloquea la profundización y el crecimiento personal. Los despotismos de la culturas anteriores a la occidental – de raíz no humanista- tendían a anular el tiempo, mas en esa forma que corresponde a lo que sucede en los sueños. Es un no saber andar en el tiempo, un no saber qué hacer con él, un padecerlo simplemente, si es que esta situación puede ser simple (Zambrano, 1960:64)

El contenido del delirio, aquel que inicialmente cumple una función psicológica (proteger de la situación intolerable), se torna en realidad opresora, en entidad que ciega partes de la vida y fragua una lógica específica: la, así denominada por Remo Bodei, lógica del delirio: “Cuando fracasa la tarea de conectar en la medida suficiente las distintas épocas de la vida, hay una parte del sujeto que queda desterrada y es incompatible con el resto. Se aísla el foco de displacer al precio de crear temporalmente un enclave extranjero en una provincia psíquica donde rigen leyes que han sido suprimidas en otras partes y donde los materiales psíquicos siguen procedimientos que a posteriori se consideran arcaicos” (Bodei 2002: 21).

Al “aislarse el foco del displacer”, la persona niega posibilidades que son parte de su ser y obstruir el avance de la persona. Esta coyuntura atemporal tiene una consecuencia subrayable: la desaparición de la persona. Ser persona exige una continuidad, una construcción que escape de la sofocante atmósfera delirante y que fomente la creación del sujeto (si se quiere, el delirio funcional): “La quimera corta el tiempo, se interpone en su pasar, deja en suspenso a la persona que por ella se convierte en personaje. Y la persona sufre la ilusión de que el tiempo no pasa para ella; como todo fascinado o hechizado, hasta que un día despierta y ve que ha pasado su tiempo, todo su tiempo” (Zambrano, 2004a: 78).

Esto le sucede a los sujetos, grupos y culturas cuando comienza a salir de su delirio. Avistan la devastación a que han sometido la realidad, descubren las pérdidas, destacándose una sobre todas: han perdido el tiempo. Perder el tiempo no sólo implica la ausencia cronológica del segundero en la vida, sino el abandono de la propia vida. Si ésta es historia y la historia es construcción personal, cuando se está en sobre un itinerario que no avanza el sujeto no se decide, sino que es decidido por el contenido delirante. En suma, se pierde a sí mismo, al no asumir su propio tiempo, al no asumirse como tiempo en construcción.

2. Desarrollo I: la intemporalidad del decir y la acción esencial.

2.1. Inoculando espacio y tiempo en la atemporalidad.

La tarea que nos conmina en este trabajo implica una relevancia antropológica radical: el tipo delirante aquí referido es menos que una persona. Sea esto entendido como un paso más allá del epígrafe precedente: su obcecación extraviada le impide arrancarse de su delirio. En lugar de ser persona, consiste en un personaje, en una imagen de sí mismo inventada con contornos definidos, es decir, circunscrito a una efigie clausurada. Volveremos a este punto más adelante.

Salir del delirio requiere una doble labor. Desde un enfoque negativo, arrancar al personaje patológico, generando un vacío relativo a las certezas que lo han sustentado (y que el individuo intuye como insoportable). Desde una consideración positiva, el hecho de generar condiciones de edificación del sujeto autónomo emerge como antagonismo del delirio. Ambos objetivos se co-implican e impulsan a la recuperación del tiempo de la persona frente a la atemporalidad de la psique inicial[3].

El salto desde el delirio a su liberación se patentiza en el cambio ontológico respecto a la relación del sujeto con su circunstancia. Durante el delirio, la imagen, o la circunstancia delirante, se hace cargo de la persona vedando su avance (figura 1). La evasión de la patología convierte al delirio en un elemento más en el sujeto, ítem más, lo transforma en una instancia que permite la expansión y profundización del individuo (figura 2). La representación gráfica del itinerario entre uno y otro podría figurarse de la siguiente forma.

La primera figura muestra un yo sin oportunidad para salir de la tenaza concéntrica de la circunstancia delirante. Esta coyuntura rompe la posibilidad de que la persona disponga de un tiempo propio, un lugar en que pueda profundizar en sí mismo; consecuentemente, la circunstancia se yergue como una dimensión diametralmente opuesta a la capacidad humana de engendrar sentidos. El miedo a exponerse mas allá del marco delirante y la convicción de que si se da el paso allende la mencionada se desplomará todo porque no hay otro fundamento que inmovilice al sujeto. En otro nivel, asistimos al temor de las sociedades apoltronadas en un argumento hecho que les proporciona tranquilidad existencial, pero a la vez suponen el vacío del subsuelo al que se aferran: “Un temor indecible hace que lo que queda de las normas sociales y de las viejas formas y creencias sea salvaguardado precisamente porque debajo de la superficie no hay ningún volcán, sino una gélida inhibición, una vacilación que ahoga cualquier llama incipiente” (Zambrano 1945: 91).

Debido a que esta coyuntura conduce a una detención, parecería lógico pensar que un modo de contrarrestarlo se operaría en un “hacer circular” la vida, es decir, romper las costuras del corsé delirante en aras de una visión que vaya más allá: “Toda locura viene del encierro de la razón incomparablemente más que del gemir de las entrañas (…) La razón por su propia “naturaleza” pide circular, recorrer, transitar, discutir como sostén del trascender irreprimible” (Zambrano, Manuscrito 130, inédito: 60).

Ahora bien, ¿cómo llevar la teoría a la práctica?, ¿qué exige este acto de tránsito antropológico? El individuo no se apartará de su circunstancia hasta que no disponga allende su tema recurrente. El sentido al que dirigirse no es esencial, lo relevante es tener la disposición para recorrer el camino, exponerse al peligro y no seguir amedrentado por el pánico a un supuesto vacío subsiguiente: para ganarse hay que perderse.

Recurriendo a una analogía basada en el relato de Sísifo, el delirio no se supera en el acto iterativo de cargar con la roca montaña arriba sino cuando se decide llevar a término la acción esencial mediada por la confianza en que es posible otra forma de existencia.

La superación acarrea una nueva relación con el tiempo. Al igual que en la depresión, el delirante sólo ve el tiempo pasado y claudica ante el presente, el futuro y el porvenir: “Es lo que constituye el fondo de la depresión, de toda depresión normal o patológica. El individuo por ella afectado no es que rememore su pasado, lo recorra ni se deje invadir por él, es que está yacente en el pasado, hundido en el pasado, inmovilizado en pasado, materializada su presencia para sí mismo” (Zambrano 1998:98).

En el delirio, “el tiempo se ha vuelto y revuelto sobre sí mismo; sus dimensiones, que normalmente se presentan extendidas […] se encuentran entrañadas unas en otras” (Zambrano 2004b:102-103). Por eso, el tiempo, siguiendo una lógica freudiana, ha de recuperar la dinámica de la sucesividad. Frente a la intemporalidad que repite una y otra vez el tema delirante, la sucesividad y el tiempo de la persona se identifica con la vida en que se proyecta, en la que los acontecimientos se suceden, en la que el pasado no los envenena en un eterno retorno asfixiante. Repitámoslo: siendo la relación con el tiempo del delirante similar al de un estanque emponzoñado, el objetivo será que corran las aguas para que aquella entidad patológica sea una más en la apertura fenomenológica de la persona. En suma: extraer a alguien del delirio incluye como exigencia enseñarle a tratar con el tiempo de modo adecuado.

En este camino, es preciso seguir concretando: ¿qué estrategia zambraniana ayuda en este proceso? El diálogo atento y/o la escritura. ¿Por qué? Porque mediante ella se concede a la vida un espacio y un tiempo a las circunstancias que no lo tuvieron. Como  describimos al principio, el delirio parte de una esperanza fallida, hay que colmar y rellenar, de alguna forma, la mencionada esperanza para facilitar la salida de las aguas estacadas. Si ayer no se pudo vivir la victoria republicana y hoy no tiene sentido ese paso, la reflexión, el diálogo y la escritura atenta da un espacio y un tiempo a la esperanza tricolor que nunca fue. Al fin y al cabo, se persigue “des-entrañar” el tiempo y abrir las compuertas del dique que obstruye el paso del agua regeneradora.

Se podría objetar que hay una diferencia entre la vivencia dialogada o escrita y la realidad experimentada. Responderíamos afirmativamente desde un planteamiento que explique la escritura como un discurso sobre la realidad. Ahora bien, la realidad para Zambrano es una construcción dependiente de la vivencia fenomenológica. Así, lo crucial no es la realidad objetiva sino la realidad de cada sujeto, es decir, la re-presentación. La re-presentación sería el modo en que cada individuo se presenta la realidad. La filosofía zambraniana permite acceder a esa objetividad tanto desde el relato escrito como desde la pretendida objetividad real, puesto que el texto es ya realidad palpitante. Esto es debido al valor de la palabra en nuestra pensadora. El texto es un intermediario para trasladarnos a una experiencia y no un mero discurso secundario sobre la realidad. Por eso, el texto es ya experiencia y vida. Para muestra, un botón: cuando nuestra pensadora describe la aparición de la moral deontológica lo hace en los siguientes términos: “Anfibios instantes de epiléptico temblor; en que giraban, mezcladas, todas las pasiones que encierra en los hondos subterráneos de su recinto el corazón humano. Turbias apetencias de un orden nuevo. Ansias obscuras de una luz que se columbraba lejana” (Zambrano 1996a: 240).

El texto obliga a un traslado ontológico del sujeto y no sólo a una comprensión cognitiva del mismo. La palabra en Zambrano es vital en tanto en cuanto es vida actuante o si queremos, punto de toque para la evasión esperada: “Más que nunca, ahora, se hace necesario un adentramiento lúcido en la locura y el crimen como sueños prologados de la primera especie, es decir en que se padece la falta de tiempo. La solución sería conseguir que pase algo, que el tiempo transcurra nuevamente” (Zambrano, 1986:28).

2.2. El decir activo.

Conjurar la aespacialidad y la atemporalidad a través del decir exige una palabra de naturaleza específica. Del mismo modo que la acción alienada del obrero (poner y quitar tornillos, realizar informes de forma estandarizada y sin implicar compromiso personal, unir estructuras mecánicamente, etc…) no redunda en cambios esenciales, la palabra dilapidada en verborrea o aquella que es fruto del tema repetido delirante y se cierra respecto al desvelamiento de la verdad no genera transformación alguna.

La eficacia activa de la palabra exhorta a ser experiencial. La experiencia conlleva a padecer comprometidamente la realidad, es decir, permitir y fomentar que el evento sea vívido, además de vivido, que la coyuntura provoque una profunda impresión en el sujeto. En palabras de Zambrano: “Entiendo por experiencia el saber trágico -que Zeus había de aprender padeciendo-. Según Santo Tomás, la mística ¿no es el conocimiento experimental de Dios? Pues en eso estamos queramos o no queramos. Y una servidora añade siempre: <recibiéndolo> pasivamente, y padeciendo activamente” (Zambrano 2002a: 80)[4]

El padecimiento activo del decir experiencial se funda en la misma etimología del término experiencia que ya aludiera el maestro de Zambrano: Ortega y Gasset:“Per se trata originariamente de viaje, de caminar por el mundo cuando no había caminos, sino que todo viaje era más o menos desconocido y peligroso. Era el viajar por tierras ignotas sin guía previa” (Ortega y Gasset, 1994a: 176).

La experiencia, como la palabra imbuida de sus propiedades, suscita cambios esenciales en el sujeto y lo resitúa ontológicamente en un nivel de conocimiento superior. El paso de un nivel ontológico depende del paso a través de puertas que conectan ámbitos existenciales diferentes. Así, Ortega y Gasset advierte la vinculación entre “peiro”, relacionado con nuestra ex-per-iencia, y “portus”, puerta. Por otra parte, el filósofo de la razón vital incorpora la ligazón entre “peiro” y “póros”, que sería camino o bien el acto de “atravesar”. En suma, la experiencia comprende la transformación del sujeto puesto que alude a la necesidad de (1) realizar un viaje épico del que el sujeto sale diferente y (2) atravesar puertas sin retorno. La palabra experiencial consigue idénticos resultados. En concreto, esa palabra se identifica con la palabra poética y con la del sabio que parte de una experiencia de vida. En relación al delirio, esa palabra es la que emana de la persona que al ser confrontada experiencialmente, se atreve a dar un salto que lo extraiga de su colapso personal. Alcanzarla supone conseguir un primer efecto contundente: el comienzo de la licuación del monolito delirante.

2.3. La acción esencial.

Ciertamente el decir, en muchos casos, consiste por sí mismo en una acción esencial. En otros momentos, es preciso llevarla a término allende el decir. Este epígrafe profundiza en las notas de la mencionada, completando el cuadro presentado por la especificidad anterior, del decir activo. Como en la experiencia, la acción esencial no permite regreso porque desinstala al sujeto de sus creencias anteriores. En las creencias, se está; las ideas se poseen[5]. Ahora bien, cuando las creencias caen por una acción o decir esencial, no sólo muta la creencia sino la existencia entera, fundada en aquellas: “Una acción del ser, pues, que la entera vigilia permite tanto como es humanamente posible. Acción verdadera en la que el protagonista se transforma. Ha sido llevada a un lugar que no puede, aunque quisiera, abandonar. Lo que no es el resultado, en verdad, de una decisión de la que no es posible volverse atrás” (Zambrano 1986a: 92. Las cursivas son nuestras.).

Zambrano se sirve como ejemplo de la acción esencial de Antígona. Después de que uno de sus hermanos lucha contra el tirano vigente, éste decide prohibir un entierro digno dentro de la ciudad. Ella habrá de decidir entre oponerse a la ley, lo cual le traerá un castigo mortal, o vivir en una mentira. Su determinación queda registrada como una “acción verdadera en la que el protagonista se transforma” (Zambrano 1986a: 92), pues posee todas las notas arriba referidas: “En Antígona, su acción es sólo en apariencia voluntaria. Es sólo la forma que su verdadera acción, nacida más allá de la voluntad, ha tomado. Su voluntad no podría cambiarla. Es su ser el que ha despertado, convirtiéndola en otra para los demás, en una extraña para todos” (Zambrano 1986a: 92. Las cursivas son nuestras).

Su decisión la transforma en heroína y modifica el curso de su naturaleza, ante sí misma y ante los demás. En este tipo de acciones, se constata aquel adagio zubiriano según el cual “hacer es hacer-nos” y se asienta la aserción de que el hombre “se encuentra inexorablemente lanzado a tener que determinar la forma de realidad que ha de adoptar” (Zubiri, 1998: 104), una forma esencial.

Cuando el delirante lleva a término esta acción, niega el eje de su dolencia; si bien, esto no es fácil cumplimentarlo por dos razones. En primer lugar, hemos indicado que su tema delirante lo protege de la angustia de la realidad insoportable. En segundo lugar, el delirio pertenece al ámbito creencial, por tanto, dentro del delirio no se percibe la dualidad sujeto y objeto delirante, sino que el mismo sujeto es delirio. Así pues, negar el delirio es negarse a uno mismo como individuo y, en última instancia, esta decisión conduce al vacío (en una primera instancia, que se verá como definitiva en el delirante).

En síntesis, la acción esencial permite despertar a una evidencia que va más allá del simple acto de conocer intelectivamente una nueva circunstancia. La verdad de la evidencia posee un fuerte contenido vivencial y capacidad catártica. Despertar, visión y evidencia son el desenlace feliz del delirio. Consecuentemente, tomamos estas categorías para aplicarlas al problema que aquí se nos plantea en los siguientes párrafos.

3. Desarrollo II: el despertar, el ver y la evidencia como salidas del impasse delirante.

3.1. Evidencia: el contorno de la salida.

Una evidencia es un contenido epistémico donde resplandece la entraña vivencial antes que la conceptual de un argumento. Derivada de su condición, se infieren sus potencialidades: “La evidencia suele ser pobre, terriblemente pobre en contenido intelectual. Y sin embargo, opera en la vida una transformación sin igual que otros pensamiento más ricos y complicados no fueron capaces de hacer” (Zambrano, 1995: 69).

  

Durante el acto evidencial el sujeto se apercibe de verdades que, quizás, conocía previamente pero que no intervenían de modo efectivo en su existencia. Las razones de tal incoherencia son varias: se oponía a ellas, mantenía una postura práctica que se le enfrentaban, la necesidad vital o física le obligaba a mantener la falsía de su vida, etc… En cualquier caso, si la evidencia se abre como real, el sujeto no puede continuar viviendo sin seguirla, puesto que fractura como un rayo toda la existencia. La evidencia fusiona sin fisuras el pensar, el ser (“se recibe en el ser y desde el ser” (Zambrano, 2004b:30), el querer y el hacer. Un ejemplo sería el instante en que una joven da a luz a un hijo y evidencia el significado de la maternidad. Previamente, podría conocer las implicaciones de esta circunstancia, pero la experiencia de haber parido a su criatura transforman de forma radical el modo de acceder al mundo, su voluntad, sus pensamientos y, en suma, su propia esencia: ahora es madre.

La conexión entre evidencia y acción esencial se recoge en un fragmento de El sueño creador, donde la evidencia aparece como una conciencia lúcida de la realidad: “Esta conciencia lúcida no sólo aparece en los momentos de conocimiento sino en los de la libertad. En ella, la vida tiene la contextura del sueño, mas es un sueño que unifica a la par los datos dispersos y confusos de la realidad exterior y la vida del sujeto humano, que es sujeto de padecer y de hacer; de sentir y actuar y entonces pensamiento y sentir están unificados y surge la voluntad pura, verdadera, es decir la libertad” (Zambrano 1986: 26).

La evidencia disipa las oscuridades y las dudas. La evidencia provoca la implosión de los bloqueos delirantes y facilita que la persona continúe su progresión vital[6]. Tanta utilidad muestra la evidencia para el delirio como con la salida de la crisis creencial, es decir, con aquellos momentos en que no se consigue atisbar una certeza (Zambrano, 1995: 67-70).

En suma, la formalidad de la salida del delirio se escribe con renglones evidenciales, aquellos en que coincidirán verdad, ser y realidad (Zambrano 2002b: 231).

3.2. Despertar y ver.

La evidencia va a conectarnos con otros dos conceptos: la visión y el despertar.

La visión capacita al alma para trascender las limitaciones impuestas por el delirio. Ni que decir tiene que se trata de esta facultad, responde a las mismas prerrogativas de la acción esencial. El delirio obstruye la realidad con una percepción reducida y falsa, esto es, constituye una ceguera programada y una determinación motivada por una abulia existencial: “La ceguera se establece por un fallar del ser en ese decisivo instante, por detenerse en él o por un error de dirección. Adviene, entonces, la situación trágica como un fatum; se crea el círculo mágico” (Zambrano 1986: 83).

El sueño creador concreta esta ligazón con el relato de la ceguera de Edipo. éste, en un primer momento, “no ve que ha de nacer ante todo como hombre y no como rey” (Zambrano 1986: 84; las cursivas son nuestras). Vive el delirio megalómano que obstruye todo aquello que está más allá de su grandeza egocéntrica. Situación muy distinta era la de la aludida Antígona, agente de una “acción pura”, puesto que ha “apurado el conflicto en el padecer ya despierto” (Zambrano 1986: 91).  El despertar es consecuencia de una luz evidencial que “abre todas las cárceles del sentir” (Zambrano 2004c: 87). El delirio se equipara a un sueño esclavizante en el que vive el personaje: “Lo novelesco de un personaje reside en eso: en vivir dentro de un sueño agarrándose a él con un esfuerzo tal que casi lo despierta. Y en la linde del despertar retrocede para volver a hundirse en su sueño” (Zambrano 2004a: 60).

Como en el sueño, el personaje no asiste pasivamente a la acción. La cordura implica “estar despierto ante la realidad” (Zambrano 2004a: 61). “Vivir humanamente es eso; ese perenne, nunca resuelto, salir del sueño a la realidad” (Zambrano 2004ª: 60). Salir requiere ponerse en búsqueda de la autenticidad personal, a pesar del dolor que causa el delirio alienante: “El hombre ha estado enajenado desde siempre, y trabajosamente,  lentamente, se ha ido rescatando en algunos de los aspectos de su enajenación. Mas sólo se logra en la medida que se desenajena desde la raíz, lo cual le ha sido dado por el pensamiento, cuando se dispone a buscar la verdad” (Zambrano 1996b: 100).

La búsqueda de la verdad se yergue sobre la mentira del delirio y efectúa la captura del sí mismo y de sí mismo. “El estar despierto parece consistir en un estar presente el sujeto a sí mismo; en un sentirse inmediatamente como uno” (Zambrano, 1998: 51. Las cursivas son de la autora). El delirante no dirige sus actos y sino que se deja llevar por el circuito perverso que se ha construido. Aunque, esto adosa una ventaja: evita el cansancio de la decisión. El estar despierto fatiga al sujeto. La fatiga se produce por disponerse en un constante incipit vita nova, a saber, esa energía embrionaria que alimenta la creación proyectiva de la persona  que le hace ser más sí mismo. Porque éste es el método de la edificación de la persona y, al mismo tiempo, una excelente tarea que combate la detención delirante: “Un método surgido de un “Incipit vita nova” total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes” (Zambrano, 1993a: 15).

Si seguimos describiendo el orbe de la sanación del delirante, diremos que el sujeto despierto se está “siendo presente a sí mismo”, captura un “lugar propio, que le pertenece porque se está adueñado de él constantemente” (Zambrano, 1998: 52); en suma, se repite la idea del itinerario que representamos más arriba: el yo dominando la circunstancia y no viceversa.

Una vez liberado, la persona que sale de la consternación delirante responde con “la alegría de un ser oculto que comienza a respirar y a vivir, porque al fin ha encontrado el medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida” (Zambrano, 1993a: 15). Despertar es entrar en la vida humana y, aun más básicamente, provee la “entrada en el propio cuerpo” (Zambrano, 1998: 57), pues hasta eso se le hurta al delirante; en este sentido, no son extrañas las derivaciones psicosomáticas

Durante el delirio, se forja un abismo entre el yo y el mundo, puesto que lo que el individuo entiende como mundo es una construcción que no se corresponde con la realidad. El círculo concéntrico de la circunstancia maníaca impide tal contacto. Por su parte, al despertar, el individuo consigue “formar parte de una totalidad” (Zambrano, 1998: 57), ser uno con el mundo, entender que su proceso de crecimiento coincide con una forma de fundirse con todo.

El despertar forja el engarce entre dos instancias: la verdad (que conduce a una emancipación de la falsedad opresora del delirio) y el reingreso en la realidad. Desde esta cincunvolución, se puede entender ahora el bosquejo zambraniano en uno de los manuscritos a resguardo en la Fundación de nuestra filósofa: “Realidad + libertad es la ecuación del despertar, su cifra” (Zambrano, Manuscrito 119, inédito: 2).

4. Conclusión y fronteras de la tarea.

El problema es que se puede llevar al claro pero esto no es sanación es precisa la gracia.

Reintegrarse en el proceso de la creación personal implica, eo ipso, salir del delirio. Paradójicamente, si el delirio surge de una esperanza fallida, ser persona requiere abrirse a otra esperanza. Para ello, se ha de asumir activamente el riesgo de entrar en una vida nueva incipiente y mantenerse ahí. No se trata de conseguir otra vida sino permanecer con contumacia en la reiteración del despertar: “ser persona es rescatar la esperanza, venciendo la tragedia” (Zambrano, 1993b: 250).

Caer, lo repetimos, caer, en una nueva existencia conduce a la salida de un delirio; ahora bien, mantenerse en esta nueva existencia podría favorecer un nuevo delirio. Por eso, la propuesta zambraniana corre más cercana al “incipit” que a la “nova vita”. Rescatar la esperanza entraña posicionarse en el claro de la luz, en el de la evidencia, aproximarse en una progresión creciente a la captura de sí mismo, a la escucha del sí mismo, y no cejar en el empeño.

Despertar es evitar el personaje y mantenerse en la lucha por ser persona. Para ello, es preciso vencer la tragedia, afianzarse en la prueba y aceptar el desafío de la ex-per-iencia.  Porque la vida es tragedia en tanto en cuanto, para ser persona hay que desposeerse una y otra vez de sí mismo, de cada sueño o delirio que nos conmina a un estancamiento existencial. Precisamente, esta es la gran falacia que el delirante no consigue entender ni se atreve a dar por cierta: la única forma de vencer la tragedia es padecerla. El delirante piensa que cruzar la frontera, es decir, probar la posibilidad de que, quizás, uno mismo esté en un error, trae como única consecuencia el extravío y la nada. La realidad es la contraria.

Negar la verdad para evitar el daño constituye un magnífico mecanismo de defensa delirante, aunque dramático. Su tragedia se funda en que, por un lado, el sujeto es personaje de su propio delirio y, por otro, no se vence la esclavitud sino que se asume como inevitable. Esta asunción no conduce a acción esencial alguna porque la aceptación que se precisa es la de un sujeto que acepta su fragilidad. En lugar de esto, se obceca en trasferir el error a los demás.

Ser persona, liberarse del delirio, implica apercibirse que la esperanza fallida es ante todo un recurso para que el sujeto, abismado en el dolor que la provocó, tope con un despertar y comprenda que el camino no es la materialidad de la senda sino la entelequia  del caminar.

Cosechar un resultado exitoso depende de una acción, un decir y un ver activo, es decir de un despertar. Esto es un trabajo personal e intransferible: quien intenta ayudar al delirante puede conducirlo al claro del bosque… aunque, claro, no puede obligar al sol a que se manifieste. He aquí la gran limitación terapéutica en este recorrido. Dejamos esa investigación para otro momento.

Referencias

* Grupo de investigación “Filosofía aplicada: sujeto, sufrimiento, sociedad” (HUM 018) (Junta de Andalucía – Universidad de Sevilla). Proyecto de investigación I+D+i “Ciencia, Tecnología y Sociedad: Estudio multilineal de las comunidades de conocimiento y acción en el ciberespacio” (Referencia: FFI2009-07709). Ministerio de Ciencia e Innovación del gobierno de España..

[1]  En suma, se trataría de alcanzar ese otro delirio que no es “desatino” sino al “modo de ser vistas ciertas cosas que son verdad, quizá de un género de verdad que solo en el delirio pueda ser captada” (Carta enviada por María Zambrano el día 28/5/1930, p. 6).

[2]  El delirio “suscita la interminable serie de razones o la única razón repetida interminablemente de la justificación” (Zambrano, 2004: 78). La falsía reiterada del delirio la singularizan, según nuestra autora, las propias de la ama de Nina, el personaje de Galdós (Pérez Galdós, 2004), también se encuentran en el marido y padre de las Miau (Pérez Galdós, 1995) o en las ínfulas ingenuas y des-madradas de Tristana (Cf. Pérez Galdós, 2007). En torno a la interpretación zambraniana de la Nina de Pérez Galdós, puede consultarse el siguiente interesante artículo “Historia e intrahistoria en Misericordia de Benito Pérez Galdós a la luz de María Zambrano” (Teresa, 2007: 50-60).

[3]  Sobre la multiplicidad de los tiempos, destacamos la excelente obra zambraniana El sueño creador (Zambrano, 1986). En cuanto a la literatura secundaria sobre este aspecto, recomendamos la lectura de “La multiplicidad de los tiempos. María Zambrano en diálogo con Koselleck, Hans Blumenberg y Emmanuel Levinas” (Beneyto, 2004: 477-503).  

[4]  Cursivas de la autora. El conocimiento trágico aludido aparece en El sueño creador como “ese que se adquiere padeciendo el conflicto hasta apurarlo” (Zambrano, 1986:79).

[5]  Según Ortega, las creencias constituyen el magma de la existencia. “No arribamos a ellas por un acto particular de pensar […Α. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, “creencias” constituyen el continente de nuestra vida” (Ortega y Gasset, 1994b: 384).

[6]  Al otro lado, quedan aquellos que se mantienen en su delirio como la mencionada, en una nota a pie de página, Tristana o la Celestina: “Celestina personifica la singular tragedia del devorado, no por un sueño, sino por el ansia de ser personaje en el vacío de su ser sin haber recibido el sueño correspondiente (…). Ansia de personería que se mezcla con su inextinguible sed de juventud, y aun de conocimiento. El espíritu fáustico habita en ella” (Zambrano, 1986:103).

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