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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.44 Medellín July/Dec. 2011

 

¿Arte o publicidad? Argumentos para defender el carácter artístico de la publicidad*

Either Art Or Advertising? Arguments To Defend The Artistic Nature Of Advertising

Por: Inmaculada Murcia Serrano

Departamento de Estética e Historia de la Filosofía

Facultad de Filosofía

Universidad de Sevilla

Sevilla, España

E-mail: imurcia@us.es

Fecha de recepción: 24 de enero de 2011

Fecha de aprobación: 15 de junio de 2011


Resumen: En este artículo se intenta demostrar que los argumentos esgrimidos para negar que la publicidad creativa pueda ser considerada como artística descansan sobre falsos fundamentos, lo que relativiza su verdad. Ni el argumento de la fórmula, ni el de la pasividad del espectador, ni el de la inutilidad del arte, como los ha caracterizado en otro contexto Noël Carroll, resultan válidos para lograr dicho propósito. A ello hay que sumar que carecemos de un concepto definitivo y universal de “obra de arte”, por lo que resulta imposible negar con él el carácter artístico de la publicidad.

Palabras clave: arte, publicidad, arte de masas, fórmula, originalidad, pasividad, distracción

Abstract: This article attempts to show that the arguments to deny the artistic nature of creative advertising usually rest on false foundations, which plays down its truth. Neither the argument of the formula, nor that of the passivity of the viewer, or the futility of art, such as Noël Carroll has characterized, are valid for this purpose. Furthermore we lack of a definitive and universal concept of “artwork”, so it is impossible to deny the artistic nature of advertising.

Keywords: art, advertising, mass art, formula, originality, passivity, distraction


I

Son muchos los argumentos que se han esgrimido para negar que la publicidad sea una actividad artística. Si bien se han repetido una y otra vez, existe una muy buena síntesis, claramente formulada, en el artículo del investigador en Ciencias de la información, Javier G. Solas titulado “Arte & Publicidad. La estrategia de la sustitución” (Solas, 1999), que voy a utilizar como ejemplo y como guía.

En un primer e importante razonamiento, Solas destaca que la definición de la belleza como finalidad sin fin y la diferenciación entre placer sensorial o particular y placer estético, universal y basado en el “juicio reflexionante”, constituyen una herencia de Kant que aún no ha sido abandonada. Rememorando ciertos tópicos supuestamente kantianos, el autor considera que el placer estético es desinteresado porque el arte es inútil, intransitivo, un valor en sí y un referente incluso del concepto de valor. Por el contrario, la mercancía o el objeto de la comunicación publicitaria se basarían, como la comunicación misma, en un sistema de intereses. La mercancía vale, y ese valor se expresa, concreta y materialmente, transformándose en valor de cambio, es decir, en algo circulable y vendible. Por lo tanto, el receptor de la publicidad no podría ser sujeto de un placer estético a menos que considerásemos que éste equivale a un placer de tipo meramente sensorial, ya que la función dominante de la publicidad es la conativa o persuasiva, lo que coloca la apariencia estética en una posición vicaria que se limita a conseguir cierto agrado para vender. Solas llega a decir que sería incluso un error cortar el circuito comunicativo publicitario en el aspecto estrictamente estético, puesto que, si así se hiciera, el creativo habría realizado una obra de arte, pero habría puesto en entredicho su profesionalidad. Esto tendría también que ver con el hecho de que la producción artística es posible sin un encargo externo, mientras que ninguna publicidad puede existir sin producto y productor interesados. Los intereses de la publicidad, como mediación entre la producción y el consumo, no se cifrarían, por lo tanto, en la elevación del nivel de disfrute estético, sino en la circulación efectiva de los bienes materiales cuyo logro pasa necesariamente por la competitividad mercantilista.

 

Buena parte de los conceptos que se usan en este primer argumento proceden, efectivamente, de la estética de Kant, aunque están leídos –como Noël Carrolll ha indicado a propósito de otros pensadores- de forma infiel. Carrolll ha demostrado que algunos filósofos refractarios a aceptar que el arte de masas sea arte, entre ellos Collingwood, Mac Donald, Greenberg o Adorno, convirtieron la estética trascendental kantiana en una teoría del arte.[1] Más grave aún es que utilizasen a Kant para desprestigiar el arte de masas, una preocupación que en absoluto pudo tener el filósofo de Königsberg. Lo mismo que Carrolll denuncia de estos pensadores se puede aducir con respecto a la primera tesis aducida por Solas en relación a la falsa equiparación entre el arte y la publicidad. Concretando más, el argumento descansa sobre una lectura empírica, no trascendental, del principio kantiano de la finalidad sin fin que desvencija la complejidad que éste ostenta en la Crítica del juicio. A raíz de ello, Solas llega a la conclusión de que la publicidad sólo provoca agrado sensorial, no placer estético; y de que la publicidad, puesto que constituye un sistema de comunicación sometido a intereses comerciales, deja de ser publicidad cuando convierte en fin ese placer que no le es impropio.

Recordemos brevemente que Kant distingue tres especies de a priori: el de la intuición, el de los principios, y el de las ideas. El primero determina las formas generales de la experiencia; el segundo, su contenido; y el tercero, su tarea. El primero indica que lo dado no puede estarlo más que dentro de las condiciones mismas que constituyen la sensibilidad; el segundo, que la experiencia se construye por y en las leyes mismas que la constituyen; el tercero, que las direcciones de la conciencia tienen límites, pero no están limitadas, que pueden y deben avanzar en su eterna tarea. El primero y el segundo constituyen el objeto de conocimiento; el tercero expresa el deber o el problema. A esta tercera clase pertenece el a priori de la finalidad (Kant, 1999: 54).[2]

El principio de la finalidad tiene en la filosofía kantiana una misión teórica que surge de la comprobación de las deficiencias del modelo mecanicista de explicación de la naturaleza. Me refiero a la de fundar una concepción del universo organizado. Para lograrlo, Kant necesitaba presuponer un principio de concepción abarcador que permitiera concebir el organismo natural teleológicamente (Kant, 1999: 55). Gracias al principio de la finalidad, que cae bajo la potestad de la razón, es decir, que hace de fundamento trascendental del juicio de conocimiento, podemos, en efecto, juzgar un producto de la naturaleza como hecho con algún fin por la propia naturaleza (Kant, 1999: 122).

En el plano estético, el principio de la finalidad posee también la función de servir de fundamento trascendental del juicio, pero, esta vez, del juicio de gusto. Kant considera que sólo buscando una fundamentación trascendental a los juicios de gusto, es decir, un principio que sea a priori, puede la estética formar parte de la filosofía crítica. Para lograrlo, plantea una especie de analogía entre la función que el principio de la finalidad ejerce en el plano del conocimiento y el que desempeña en el de la sensibilidad estética. Lo que dice, concretamente, es que cuando, por medio de una representación dada, la imaginación se pone, sin propósito, en concordancia con el entendimiento y provoca un sentimiento de placer, el objeto de la representación puede y debe ser considerado como final para el juicio reflexionante (Kant, 1999: 119). Se trata de una determinación no objetiva, sino subjetiva, porque esa finalidad no se apoya sobre el agrado que acompaña a la representación, ni sobre el concepto de bien, ni tampoco sobre la representación de la perfección o la utilidad del objeto, sino que revierte sobre la propia acomodación o libre juego que en la experiencia de lo bello tiene lugar entre la imaginación y el entendimiento. La estética de Kant, como se sabe, no pretende conocer los objetos como tales, sino que estudia, más bien, el estado mismo del sujeto. El principio de la finalidad, en el plano estético, se convierte, por eso, en un principio de finalidad subjetiva, un fundamento trascendental de la satisfacción que experimentamos ante ciertas representaciones que nos resultan bellas (Kant, 1999: 154). Cuando conseguimos percibir la finalidad del objeto sin representarnos ningún otro fin, tenemos, pues, una experiencia de la belleza: “Belleza es forma de la finalidad de un objeto en cuanto es percibida en él sin la representación de un fin” (Kant, 1999: 173).

Así como la finalidad subjetiva es una finalidad sin concepto, también lo es sin interés en la existencia del objeto. El interés, definido por Kant como la satisfacción unida a la representación de la existencia de un objeto, rige de hecho para el agrado o la utilidad, es decir, para la facultad de desear. Según el filósofo, en las cosas útiles y agradables se mezcla siempre un interés y, por tanto, un fin objetivo, determinado por la existencia misma de esas cosas (Kant, 1999: 57). Por el contrario, en la representación de lo bello, el placer es desinteresado con respecto a la existencia del objeto de representación. Por eso, cuando algo es bello, no importa la existencia de la cosa, sino sólo cómo la juzgamos en la mera contemplación.

Cuando Solas, entre muchos otros, acude al principio de la finalidad sin fin para desautorizar la idea de que la publicidad pueda ser un arte está eximiendo a la teoría kantiana de su dimensión trascendental. Con esa tesis se quiere hacer depender del principio kantiano de la finalidad sin fin -que constituye, como hemos visto, el fundamento del juicio de gusto-, el tópico de la inutilidad del arte y de la utilidad de la publicidad; subsidiariamente, se pretende que dicha utilidad publicitaria –traducida en la práctica a una supeditación a las funciones conativas o persuasivas del lenguaje- obstaculice el placer estético del receptor, obligándole a conformarse con el placer de tipo sensorial que Kant denominaba, en efecto, agrado. Desde esta lectura empírica de la estética kantiana, Solas concluye que, si se corta la función comunicativa de la publicidad en su dimensión estética, se traiciona su naturaleza.

Empecemos comentando esta última cuestión, que explica la confusión de partida que subyace al argumento. Cuando Solas se lamenta de que la publicidad se interrumpa en el plano estético y que deje de ser publicidad, lo que está haciendo es mezclar el plano de la producción estética con el de su recepción; y, dado que su apoyo argumental se encuentra, supuestamente, en la filosofía kantiana, su lectura convierte a Kant en un teórico de la actividad creadora, lo cual no es del todo cierto. Una parte de la Critica del juicio, a partir del parágrafo cuarenta y tres, se detiene, en efecto, en las cuestiones relativas al genio, al sistema de las bellas artes y a la producción de las ideas estéticas, pero el apartado del que Solas extrae su argumento constituye cabalmente una estética de la recepción. Kant habla, en la primera parte de su tercera crítica, del placer estético como una experiencia que tiene el receptor, no el creador (en todo caso, el creador en posición de receptor) y, en la medida en que el juicio de gusto lo expresa el sujeto contemplativo, en absoluto resultan importantes los intereses, más o menos definidos, que hayan podido conducir al artista. Aplicando esto al caso de la publicidad, podríamos decir que el espectador de un anuncio sí que puede, en su experiencia contemplativa, interrumpir el circuito comunicativo de la publicidad en su aspecto estrictamente estético, y hacer abstracción, por decirlo así, de la función persuasiva que le acompaña. Por decirlo de otra manera: se puede contemplar desinteresadamente algo concebido con múltiples intereses. Cuando eso ocurre, el sujeto está teniendo una experiencia estética susceptible de comunicarse en un juicio de gusto, aunque esa experiencia haya sido provocada, no por la naturaleza o por una obra de arte, sino por un producto publicitario. Esto quiere decir que el objeto de representación de esa experiencia puede ser cualquier cosa, pues, al no circunscribir Kant la experiencia de lo bello a la obra de arte, en su estética se abren las posibilidades de que la representación de cualquier otro objeto pueda ser motivo de satisfacción. Lo único que exige Kant es que ese juicio de gusto sobre el objeto en cuestión se aborde desde una actitud desinteresada, es decir, dejando a un lado los intereses varios que pueden interferir en la experiencia estética del receptor. La cuestión del desinterés afecta, en suma, no al creador, sino al contemplador y, en consecuencia, la publicidad puede ser objeto de un juicio de gusto y proporcionar placer estético al margen de que su creador haya tenido unos intereses determinados a la hora de concebirla.

II

La contra-argumentación anterior sobre el razonamiento de Solas sirve para desacreditar otra de las ideas que subyacen a su planteamiento. Me refiero a que la publicidad se conciba, necesariamente, por encargo, mientras que el arte no. Acabamos de comprobar que, a efectos receptivos, el que una obra haya sido creada por requerimiento, no afecta a que sobre ella se pueda realizar un juicio puro de gusto, sea éste positivo o negativo. Lo que quiero que veamos a continuación es que la presuposición de que el arte se hace libremente es también históricamente falsa.

Los estudios que Peter Burke ha realizado sobre el arte renacentista demuestran lo inconsistente que resulta esta argumentación. Burke se ha detenido a estudiar, entre otros aspectos, el procedimiento por el cual los patronos elegían para sus encargos a los artistas, el equivalente –podríamos decir- de las empresas actuales que quieren vender un producto y contratan al publicista para que diseñe su campaña. Según ha estudiado Burke, algunos patronos parecen haber elegido entre ofertas opuestas basándose en cuestiones financieras, mientras que otros lo habrían hecho por razones de estilo. Así procedió Ludovico Sforza, duque de Milán, cuando eligió con este criterio entre Botticelli, Filippino Lippi, Perugino y Ghirlandaio. En otras ocasiones, se convocaban concursos para adjudicar los encargos, especialmente en Venecia y Florencia, no por casualidad, puras repúblicas de mercaderes (Burke, 1993: 102). Se sabe además, por el testimonio de autores contemporáneos, que la influencia del patrono sobre el producto final del artista era considerable. Según Burke, los contratos contenían una serie de cláusulas que resultan importantes para entender el papel del arte y del artista en esa sociedad. En primer lugar, establecían el tipo de materiales que se debían utilizar, una cuestión crucial debido, sobre todo, al elevado precio del oro y el lapislázuli de los cuadros, así como del bronce y del mármol empleados en las esculturas. En segundo lugar, estaba la cuestión del precio y de la moneda que habría de utilizarse. En tercer lugar, los contratos establecían la fecha de entrega, que podía ser más o menos precisa y contener o no sanciones si el artista la incumplía. En cuarto lugar, se fijaba el tamaño de la obra y la cuestión de los ayudantes. Finalmente, se estipulaba el contenido del cuadro, que se reservaba para el último lugar porque no gozaba de demasiada importancia. De cuando en cuando se describía el tema, en ocasiones, incluso con detalle, pero en la mayoría de los casos con bastante brevedad. En este sentido, Burke ha estudiado cómo una de las fórmulas más comunes consistía en dar una descripción relativamente somera de los elementos iconográficos esenciales que habían de incluirse en la obra. Isabella d´Este, por ejemplo, dejó a Perugino un escaso margen de libertad. En cambio, Miguel ángel, a finales del período, “pero todavía de forma excepcional”, según matiza Burke, parece que consiguió imponer sus criterios, lo que demuestra, en otro orden de cosas, el cambio de estatus que había logrado el artista en el transcurso temporal que va desde la aurora del Renacimiento hasta su culminación. Precisamente, a medida que la consideración social del artista fue mejorando, los patronos rebajaron sus demandas. Pero, en definitiva, ni los artistas ni los patronos tenían total libertad para hacer elecciones estéticas (Burke, 1993: 104-139). Si esto es así, como parece demostrado por Burke, entonces hay que decir que, al contrario de lo que supone Solas, no siempre en la historia del arte los creadores han gozado de libertad. Veremos, no obstante, que esta evolución tiene importantes consecuencias en la redefinición histórica de la noción misma de arte.

Sigamos por ahora señalando algunas cuestiones relacionadas con el uso que se hacía en aquellos momentos de las obras de arte, una manera de demostrar que éstas servían también a diversos intereses extra-artísticos. Según Burke, el más evidente de las pinturas y las esculturas en la Italia renacentista era, como es fácil suponer, el religioso, lo cual condiciona, de partida, la relación que el espectador había de tener con ellas: “En una cultura secular como la nuestra –dice Burke al respecto-, es bueno recordar que la que nosotros vemos como una ‘obra de arte’, era vista por sus contemporáneos primeramente como una imagen sagrada” (Burke, 1993: 123-124). Cómo hemos pasado de la percepción religiosa de la obra a una visión estética de la misma es algo que Burke no estudia, pero que otros autores sí han explicado. Volveremos más adelante sobre esta cuestión. Digamos, en este momento, que otro uso de las pinturas fue el didáctico y, dentro de él, el propagandístico, supeditado, como la publicidad, a la función persuasiva del lenguaje: “Como la retórica, la pintura era un medio para persuadir”, dice Burke (Burke, 1993: 128). Las pinturas encargadas por los papas del Renacimiento, por ejemplo, presentaban argumentos a favor de la preeminencia de su mandato sobre los concilios generales de la Iglesia, y para ello se utilizaban, en algunas ocasiones, paralelismos históricos sutiles que pretendían reforzar su estatus. Botticelli, por ejemplo, pintó para el papa Inocencio VIII El castigo de Korah, que ilustra una escena del Antiguo Testamento en la que la tierra se abrió para tragar a Korah y a sus seguidores por haber amenazado a Moisés y Aarón. Rafael, por su parte, pintó para el papa Julio II -en esos momentos en conflicto con la familia Bentivoglio de Bolina- la historia de Heliodoro, quien trató de saquear el Templo de Jerusalén y fue por ello expulsado por los ángeles. En otras ocasiones, especialmente después de la Reforma, las pinturas de las iglesias católicas de Italia y otros lugares tendieron a incidir en puntos de la doctrina que habían sido cuestionados por los protestantes, en un intento de contrarrestar al adversario (Burke, 1993: 128).[3]

Burke dedica un último apartado de su estudio a lo que él denomina, no sin ciertas cautelas, el “uso natural de las artes”, a saber, el de proporcionar placer. El propio autor lo entrecomilla porque de natural tiene poco en ese momento. Veremos más adelante cuándo se convirtieron en casi sinónimos arte y placer desinteresado. Por ahora me limitaré a indicar que, según Burke, el lado alegre del arte no debe ser olvidado en el contexto del Renacimiento italiano, si bien considera que la importancia creciente de esta función es el más significativo de los cambios que se produjeron en aquel período, pero que, en cualquier caso, estamos aún muy lejos de las ideas actuales referentes a la “búsqueda del arte por el arte”. El arte para el placer es, más bien, en ese momento, el de la mera decoración (Burke, 1993: 138).

Lo anteriormente explicado indica que considerar, de forma general, la autonomía y el desinterés del arte como conditio sine qua non de la práctica creativa o, sin más, como su definición, es un error histórico o una falacia argumentativa basada en tomar la parte por el todo, que, en consecuencia, no puede resultar convincente.

III

En el artículo que estamos contra-argumentando, se expone otro motivo que pretende negar también la equiparación entre arte y publicidad. De nuevo, este razonamiento descansa en una supuesta estética de la creación en la que desempeñaría un papel medular la idea o el tópico romántico de la originalidad. ésta es analizada tanto desde un punto de vista ideológico -en el caso de la publicidad, supuestamente incompatible con la mentalidad consumista y mercantilista-, como desde un punto de vista formal, más relacionado con la práctica concreta que han de llevar a cabo en su quehacer tanto el creativo publicitario como el artista.

Con respecto a la primera cuestión, Solas denuncia que la mal llamada creatividad publicitaria se limita a “movilizar el repertorio” ya que la publicidad no se cuestiona nunca una interpretación del mundo, dado que ya la tiene de antemano, y que ello hace innecesaria o infructuosa cualquier tentativa de originalidad en las ideas. La única idea que maneja la publicidad es, de hecho, según este autor, la promesa continua de felicidad, que no constituye sino un “deformado reflejo del placer y la pluralidad del arte”. Frente a la tendencia del arte a problematizar las ideas y, por tanto, a inventar, la publicidad se presenta como una práctica pseudocreativa por monotemática.

En relación al aspecto formal de la creatividad, Solas concede que la publicidad difunde en ocasiones los hallazgos ya explorados y propuestos por el arte, es decir, que actúa como su escaparate. Pero, puesto que está obligada a cumplir sus funciones socioeconómicas dentro del campo de la comunicación, la publicidad se somete, finalmente, a las leyes de la información y de la redundancia, lo que trae como consecuencia que apenas se le permitan pequeños grados de innovación, siempre superficiales, que se limitan a crear la impresión de una apariencia distinta. Como dice Solas, el riesgo se afronta únicamente cuando existe probabilidad de que la sensibilidad del público objetivo no se escandalice ni conmocione (Solas, 1999). La publicidad, por eso, es creativamente conservadora. Por el contrario, el arte no vería coartada su originalidad. Más bien, sería propio de él descubrir aquello que en la realidad no está descubierto, tanto en el aspecto cognoscitivo como en el de la apariencia. Por eso, el arte está involucrado en una especie de vanguardia permanente, en una ininterrumpida renovación e innovación ideológica y formal.

Es posible que Solas desconozca que algunas de las ideas que sustentan este otro argumento tienen contraída una deuda con el llamado por Noël Carrolll “argumento de la fórmula” (the formula argument), un argumento más contra el arte de masas que fue esgrimido, por primera vez, por R. G. Collingwood (Carrolll, 1998: 49).

El argumento de la fórmula se puede sintetizar de la siguiente manera: si algo es arte verdadero, entones no puede estar basado en fórmulas o en recetas, ni en lo que respecta a los fines que se persiguen, ni tampoco en lo que tiene que ver con el significado; el arte de masas está basado en fórmulas en los dos sentidos, pues, por un lado, pretende provocar determinadas sensaciones en el espectador, razón por la cual se agencia de las fórmulas adecuadas y a priori eficaces para conseguirlo; y por otro, porque se mueve siempre en el margen abierto por una libertad limitada a una serie de contenidos y significados repetidos incesantemente. El argumento de Solas en relación a la falta de creatividad publicitaria encaja perfectamente con estos presupuestos, pues también la publicidad, desde su perspectiva, estaría condicionada por el logro de determinados efectos –que el espectador consuma–, y por su limitada posibilidad de crear una nueva perspectiva de la realidad –a la que le pone cotos el hecho de que ya parta de una manera preconcebida de ver el mundo: la consumista.

Mi opinión es que Solas es todavía preso de una manera de entender la creatividad que, en determinados campos del propio mundo del arte y de la filosofía contemporánea, resulta, sin embargo, cuestionable. No sólo desde las corrientes estructuralista o posestructuralista –las más obvias al respecto- se ha puesto ya entre interrogantes el papel de una conciencia constituyente y controladora que pudiera hacer las veces de fundamento de la creatividad[4] (pienso, especialmente, en la tesis barthesiana de la muerte del autor), sino que, además, el concepto de “originalidad” hace tiempo que ha dejado de ser creíble, al menos en su sentido tradicional de raigambre, como se sabe, religiosa o teológica. Tanto es así, que muchos artistas posmodernos, igual que, desde el plano teórico, los estetas, han renunciado a la consigna moderna de la búsqueda de la novedad artística con la que tanto se relaciona la categoría estética de la originalidad, supuestamente opuesta a la de fórmula. Omar Calabrese, por ejemplo, ha dicho que la significación negativa que lo repetitivo ostentaba después del idealismo y de las vanguardias históricas está, desde los años sesenta, ampliamente superada, y que fue ella, justamente, la que logró dar el golpe de gracia al mito de lo original o irrepetible (Calabrese, 1994). Por su parte, prácticas como el pastiche, la parodia o el apropiacionismo, tan características de los últimos años, desmienten también la importancia que parece ostentar la cuestión de la originalidad.[5] Matizo, incluso, lo de que sea algo característico de los últimos veinte o treinta años. Ingeborg Hosterey, por ejemplo, ha señalado que en la Enciclopedia ilustrada se admiraba el pastiche por su maestría a la hora de copiar (Hoesterey, 2001: 7), lo que quiere decir que las connotaciones negativas que suscita ese término estaban ausentes en el siglo dieciocho. El mismo autor ha ofrecido la sugerente tesis de que fue justamente en el XIX cuando la noción de originalidad adquirió el valor que aún conserva entre los teóricos y los pensadores conservadores, y que fue, por tanto, en esa época cuando el pastiche experimentó la devaluación semántica que hoy día se le asocia (Hoesterey, 2001: 8). Más aún, Hosterey recuerda que los artistas romanos también copiaron y practicaron eclecticismo con las obras de arte. La teoría de la “selección” de un canon estético en artistas como Bernini podría ser considerada como un ejemplo de eclecticismo y de pastiche, mientras que el hecho de que Tintoretto, por poner otro ejemplo, combinara el diseño de Miguel ángel con el color de Tiziano, indica, para Hosterey, que ha sido habitual entre los grandes artistas de la historia apropiarse de los elementos técnicos e iconográficos de sus predecesores (Hoesterey, 2001: 2). Monica Kjellman-Chapin, estudiando el arte moderno, es decir, el más sometido, teóricamente, al ideal de la novedad, entrevé también semejanzas entre el pastiche y el collage cubista, y defiende que ambos pertenecen a la misma familia, en la medida en que tanto uno como otro constituyen prácticas paratácticas, es decir, que usan la combinación y la yuxtaposición de elementos heterogéneos (Kjellman-Chapin, 2006: 86-99). Pero tal vez la autora que más ha insistido en desacreditar la idea de originalidad sea Rosalind Krauss, quien deconstruyó el modernismo en su texto La originalidad de la vanguardia tomando lo que ella consideraba la clave terminológica que le subyacía: la idea de originalidad o creación, e intentando mostrar que sus opositores “reprimidos” –la copia o la repetición o apropiación- eran más habituales de lo que parecía en la práctica misma del arte moderno (Sandler, 1996: 356).

Podemos seguir enumerando ejemplos de la historia del arte y de la filosofía contemporánea que desmienten la importancia del tópico romántico de la originalidad. Pero lo que me interesa señalar es que, a pesar de los datos contrastados con que contamos, seguimos pensando con un doble rasero: cuando de arte de masas se trata, como ocurre con la publicidad, la repetición y la copia son censuradas, pero cuando hablamos de artistas de la talla de Bernini, Tintoretto o Picasso, nadie se atreve a expresar que sus producciones artísticas carezcan de valor por basarse en la imitación o por practicar, con más o menos descaro, el apropiacionismo.

La práctica apropiacionista suscita, sin embargo, enorme interés entre los filósofos y estetas contemporáneos porque niega o interroga el supuesto carácter valioso de conceptos heredados como “originalidad”, “autenticidad, “expresión”, “liberación” o “emancipación”, esos a los que Solas se aferra para defender el divorcio inquebrantable entre arte y publicidad. La apropiación crítica implica, para estos otros pensadores, un sano ejercicio de cuestionamiento de la linealidad del discurso historicista y teleológico en el seno del cual se ha escrito la historia del arte y, lo más importante para nosotros, en el cual descansa, en último término, la idea de “originalidad”, que requiere, necesariamente, de la diacronía (Martín, 2001: 11). El apropiacionismo, en sus dimensiones artísticas y teóricas, se apoya, además, sobre la deslegitimación pos-metafísica del privilegio concedido al fundamento y a lo que muchos posmodernos no dudan en calificar como el “mito del origen”. La “originalidad” artística, que le es subalterna, sugiere en cambio que la búsqueda del grado cero de expresión es posible, que se puede transitar del discurso artístico a su génesis primordial, y que el arte funciona, en definitiva, en virtud de un esquema simplista y unidireccional, basado en la relación causa-efecto que bloquea por su propia idiosincrasia la repetición.

La asunción de que ese paradigma está ya obsoleto ha traído incluso consigo la sospecha de que la vanguardia artística, en contra de lo que sostiene Solas, ya no es posible. Sin duda, se perciben cambios en los hechos artísticos contemporáneos, pero se trata, como han estudiado muchos autores, de movimientos azarosos, dispersos y desprovistos de una clara dirección (ante todo, de una dirección acumulativa). Como indica, por ejemplo, Zigmunt Bauman, la expresión “vanguardia posmoderna” constituye una contradicción en los términos (Bauman, 2001: 126). Perry Anderson, por su parte, afirma que, desde los años setenta en adelante, los movimientos colectivos y combativos de innovación han venido siendo cada vez menos numerosos, y que cada vez es menos frecuente la etiqueta de un “ismo” consciente de sí. En contraposición, el universo de lo posmoderno se celebran los entrecruzamientos, lo híbrido y el “batiburrillo” (Anderson, 2000: 128). En este contexto, puede entenderse también la influyente tesis de Achille Bonito Oliva en torno a la llamada transvanguardia italiana de los años sesenta, que actúa, desde su perspectiva, movida por un paradigma sincrónico y a-teleológico cuya mejor imagen es la de la catástrofe, la elipse o la espiral,[6] es decir, la que dibuja una concepción de las obras no planeada o accidental, que favorece el tránsito de los artistas hacia el futuro o el pasado. La expresividad artística transvanguardista, favorecida por la crisis general del sistema y de la mentalidad moderna respecto al tiempo, constituiría así, en palabras de Bonito Oliva, un “nomadismo a la deriva” (drifting nomadism), una especie de vagabundeo estético sin desarrollo preestablecido o consecuente, aunque con el deseo de encontrar anclajes provisionales en los movimientos de la sensibilidad (Bonito, 1983: 19).

Mi opinión es que Solas es preso del prejuicio idealista de la novedad artística y de la idea, detectada por ejemplo por Néstor García Canclini, de que “no hay peor acusación contra un artista moderno que señalar las repeticiones en su obra” (García, 2001: 65). No se da cuenta de la paradoja que ello implica, a saber, que, para estar en la historia del arte, hay que estar saliendo constantemente de ella (García, 2001: 65).

IV

Otro argumento que cabe encontrar en el artículo de Solas atañe a las modificaciones perceptivas que la publicidad puede estar trayendo consigo y que implican una negación de la contemplación ensimismada, en esencia reflexiva, que caracteriza tradicionalmente la experiencia estética. En opinión de Solas, la publicidad estaría favoreciendo la pasividad del espectador, una actitud muy distante del esfuerzo y la actividad intelectual que requiere la atención artística (Solas, 1999). Solas afirma incluso que aplicar el detenimiento y la contemplación genuinamente artísticos al caso de una comunicación publicitaria “destila generalmente tales dosis de sentimiento de ridículo que se hace insoportable”. No sólo eso; dice que es fácil comprobar cómo, ante cierta publicidad que presenta estímulos estéticos, “es inevitable la frustración”, la “caída”, puesto que no podemos sino experimentar “la reducción que nos aboca a un simple producto de consumo”. Esto le conduce a afirmar que no se puede contemplar la publicidad como si fuera arte, ni viceversa; que tan sólo cabe la opción divulgada por el pop art, que, a modo terapéutico, mostró la publicidad desde el extrañamiento, la descontextualización y recontextualización de la imagen de los productos de la sociedad de consumo para permitirnos ver lo que realmente estamos viendo cuando vemos publicidad. Pero, para él, ese efecto de distancia que acomete el pop no es posible frente a la publicidad real, puesto que ésta “transforma al espectador en parte de su lógica, en segundo (y secundario) término de su sistema, no permitiendo la separación, sino la fascinación” (Solas, 1999). El espectador, podríamos decir, queda pasmado.

Esta nueva argumentación de Solas es igualmente un reflejo lejano de la que Clement Greenberg expuso en “Avant-garde and kitsch” para desprestigiar el arte de masas y a cuyo razonamiento medular Noël Carroll ha bautizado con el nombre de “argumento de la pasividad” (the passivity argument). Para Greenberg, el kitsch sería el arte de la nueva sociedad de masas y estaría basado en la incentivación de productos que no son sino sustituciones inauténticas de la cosa real (Carroll, 1998: 31), (recordemos, a este respecto, que kitsch viene del verbo verkitschen que puede traducirse como “hacer pasar gato por liebre”). Hay que entender esta afirmación dentro de la tesis greenbergiana de que la historia del arte genuinamente moderno constituye un progresivo proceso hacia la abstracción radical (del cubismo al expresionismo abstracto), mientras que el arte de masas sería representativo o imitativo y estaría implicado en las prácticas comunes de la vida. Si el primero es autónomo o arte puro, el segundo es heterónomo e impuro (Carroll, 1998: 33).

Asentada la diferencia entre arte genuino y arte popular o entre vanguardia y kitsch, Greenberg pudo formular la tesis de que el primero es y debe ser difícil y requerir un espectador activo, mientras que el segundo –dentro del cual podríamos incluir la publicidad– implica una diversión no reflexiva o un espectador-ameba cuya respuesta coincide con la no respuesta, es decir, con la pasividad (Carroll, 1998: 34). Cuando Solas dice que la contemplación de la publicidad se ve mermada porque supone “una reducción que nos aboca a un simple producto de consumo”, se está haciendo eco, desconozco si conscientemente, de la idea greenbergiana de que la contemplación del kitsch siempre es inferior, poco reflexiva y sustancialmente inactiva.

Al argumento de la pasividad se le pueden oponer también algunos contra-argumentos que lo desmienten o ponen, al menos, entre interrogantes su supuesta universalidad. Carrolll ha llevado a cabo esta empresa constatando, en primer lugar, que la accesibilidad o facilidad no es en absoluto incompatible con una audiencia activa, es decir, que no es tan claro que sencillez implique pasividad (Carroll, 1998: 38). Lo ha expresado así porque está convencido de que el acto de comprensión de una ficción de masas en cualquiera de sus géneros implica siempre una actitud cognitiva, por muy simple que sea, puesto que por actividad cognitiva cabe entender operaciones variopintas como inferir, interpretar, completar con suposiciones, seguir las huellas de los acontecimientos narrativos, comprender metáforas, etc. (Carroll, 1998: 54). En muchas obras de ficción masiva, hay que seguir, por ejemplo, una historia y estar atentos a la narración, lo cual entraña un continuo proceso de construcción de sentido (Carroll, 1998: 41). Más allá de los aspectos cognitivos, Carroll recuerda que, ante la narración de masas, la audiencia también se ve involucrada de manera emocional y/o moral, lo que activa igualmente sus facultades mentales. A ello añade que existe también un arte genuino y “elevado” fácilmente comprensible, lo que indica que la dificultad no es consustancial a su naturaleza (Carroll, 1998: 43-47).

Pero podemos ir más allá. Que la publicidad altere la forma de percibir, si es que ése es el caso, no es nada escandaloso o traumático, como Solas quiere hacernos ver. Las alteraciones que los medios de comunicación de masas han introducido en el fenómeno de la percepción ya han sido discutidas con anterioridad y no siempre el tono es negativo. El término “distracción”, acuñado por Benjamin, puede servir para ilustrarlo. Su modelo perceptivo se opone, precisamente, a las características del modo de atención promovidas por el arte aurático y moderno o vanguardista, por seguir con la terminología de Greenberg, y que coincide, para Benjamin, con aquel que envuelve modalidades como la concentración, la adoración, la contemplación y la absorción (Carroll, 1998: 124).

Como ya se ha dicho, W. Benjamin es uno de los iniciadores de una especie de neokantismo que se interroga por el esquema o por el a priori de la percepción de la realidad en las condiciones de una sociedad de las masas, de la industria cultural y de la técnica generalizada (Marín, 2007). Analiza, en consecuencia, al sujeto mediático, que es, esencialmente, un sujeto histórico no pre-constituido, sino siempre constituyéndose en todos los niveles, incluido el perceptivo. Con estos presupuestos, analiza también las condiciones de posibilidad de su experiencia en las nuevas circunstancias sociales, y otorga un especial protagonismo al cine y su capacidad de mostrar el llamado por él “inconsciente óptico”.

Como ha explicado Carrolll, distracción, en los textos de Benjamin, implica la atención accidental, esa que usamos, por ejemplo, cuando vemos la televisión (watching television, en el sentido en que lo usa Raymond Williams al hablar del planned flow, o “flujo total” televisivo) (Williams, 1990: 86). A diferencia de Adorno, Benjamin no cree que la audiencia que asiste a esta visión accidental quede corrompida perceptivamente por los medios, sino que disfruta, más bien - y en virtud de esa misma alteración-, de una variedad de objetividades críticas que se construyen en el seno mismo de los mass media (Carroll, 1998: 124). Ocurre cuando, viendo, por ejemplo, una película, nuestra atención empieza siendo intermitente o distraída, pero, gracias a la estructura que imprime sobre el film la técnica del montaje, determinados momentos o escenas captan con mayor fortaleza nuestra atención. Ello proporciona, en opinión de Benjamin, una distancia crítica (Carroll, 1998: 125). Benjamin contrapone, por tanto, disipación o distracción con recogimiento. Para él, en el caso de la obra de arte, el recogimiento implicaría que el sujeto se sumerja en el propio objeto, se adentre en la obra y se diluya en su interior. La distracción, por el contrario, permitiría que el sujeto sea el que sumerja dentro de sí la obra de arte, que se apropie de ella y que no se deje invadir. El cine, que constituye su principal agente, reprimiría, por eso, el valor cultual de la obra de arte aurática y pondría al público, como dice Benjamin, en situación de experto. Carrolll concluye con que la distracción estética refleja el entorno de la sociedad emergente industrial y urbana en la que la percepción de la ciudad es también distraída y constantemente salpicada de shocks (Carroll, 1998: 125), lo cual debe entenderse – como recuerda, desde la asunción del materialismo histórico, el propio Benjamin–, como un rasgo normal del proceso evolutivo del fenómeno de la percepción humana, y no, necesariamente, como algo lamentable que debiéramos evitar.

V

Los argumentos analizados hasta ahora, el del interés, el de la fórmula y el de la pasividad, parten de una concepción tradicional del arte que hace de éste una actividad gratuita o desinteresada, original o creativa, y activadora de un ejercicio intelectual en el receptor. Los tres son deudores de una forma de entender el arte que, hundiendo sus raíces en la filosofía trascendental de Kant, el romanticismo encumbró a la gloria. Eso quiere decir que, cuando se define, desde estos parámetros, el arte, se está haciendo pasar por natural una noción histórica, que, naturalmente, tiene fecha de nacimiento y que, como todo lo que nace, también tiene un final. Esto hace necesario recordar que el arte no es una actividad universal, ni tampoco natural, que todas las culturas de la historia hayan practicado. Como actividad humana, el arte es efímero (“nada eterno hay en el hombre”, exclamaba Ortega). El arte es, antes que nada, un invento occidental, cuyo origen puede datarse en la civilización griega. La apariencia de universalidad que le asociamos constituye, como dice José Jiménez, una de las consecuencias de que, en los dos últimos siglos, por la influencia del idealismo y el romanticismo, se haya extendido el vocablo de manera acrítica a otras manifestaciones estéticas de diversas culturas, un deslizamiento conceptual y teórico que conlleva una gran equivocación categorial, pues lo único que es universal al género humano es la dimensión estética (Jiménez, 2004). Por decirlo de otra manera, la noción “arte” es totalmente moderna y occidental, aunque las galerías y los museos nos animen a disiparla cronológica y geográficamente. A lo largo de varios siglos, la noción griega de arte (techne), asociada a lo que hoy denominaríamos un “saber hacer” (artesanía), va siendo recubierta de valores cada vez más espiritualistas cuyo propósito no es otro que dignificar la actividad. De ser un ejercicio, en su origen, manual, pasa entonces a adquirir dimensiones incluso metafísicas, lo que permite que empiece a ubicarse en el plano superior de las actividades humanas. Este cambio es trascendental para el decurso de la noción y también para que otras actividades materialmente similares encuentren dificultades a la hora de ser consideradas como artísticas -como es el caso, en lo que a nosotros respecta, de la publicidad.

No vamos a detallar aquí la historia semántica de la noción “arte”. Tan sólo reparemos en que es, efectivamente, en el Romanticismo cuando la tendencia, iniciada en el Renacimiento, a dignificar y espiritualizar la labor de los artistas, alcanza su culminación. Son los románticos los que introducen en el imaginario colectivo el prejuicio de que el arte es una actividad especial, desinteresada y sin normas o poéticas formularias, bien diferente de otras actividades poiéticas que quedan a su lado convertidas en simulacros de la creación.  Por eso se suele decir que uno de los rasgos más importantes del antitradicionalismo romántico es la lucha contra la concepción de un arte gobernado por la Razón o, lo que es lo mismo, por una bien disciplinada conformidad a ciertas normas transmitidas e impersonales, fórmulas, según hemos analizado aquí.[7] La gran conquista de la Revolución romántica fue de hecho, en el ámbito del arte, la conciencia de la unicidad y de la imposibilidad de sustituir la expresión artística individual. Todo el arte moderno puede entenderse como un resultado de este movimiento de liberación.

Lo paradójico es que, los que más reclaman creatividad en el plano del arte o de la publicidad, los que más defienden que sólo lo nuevo es artístico, se aferran a un pasado teórico – es decir, viejo– que data de hace más de doscientos años, y que, para más inri, se le hace pasar por intemporal. Ocurre así porque la consideración romántica del arte ha contribuido, como ninguna otra, a asentar lo que hoy todavía consideramos como tal. Alfredo de Paz, entre otros, se muestra convencido de que el tópico del arte como revelación (en el sentido secularizado de “iluminación profana” o de expresión de lo indecible), tan característico del Romanticismo, no se ha agotado todavía (De Paz, 1992: 141). Gimpel, por su parte, afirma que la religión del arte, que en los comienzos solo era la de una minoría, ahora ha sido adoptada por buena parte de los intelectuales de Occidente (Gimpel, 1979: 15). Ello le conduce a plantearse, no sin cierto tono provocador, que: “Las civilizaciones futuras se preguntarán cómo nuestra sociedad, que en tantos dominios contribuyó a hacer progresar a la humanidad, pudo apasionarse por problemas tan fútiles como los del arte, lo mismo que nosotros nos preguntamos cómo la civilización de Bizancio puedo apasionarse en 1453 por la cuestión del sexo de los ángeles” (Gimpel, 1979: 17).

Así pues, una de las formas de defender que la publicidad es un arte consiste en poner entre interrogantes esas definiciones heredadas que se condensan en los tres argumentos analizados, de forma que se relativice su significado y su atemporalidad y se deje espacio para el arte publicitario. La relativización a la que hago mención no es ninguna muestra de provocación. A lo largo de la historia, cada vez que un colectivo gremial quería adjudicarse el calificativo de artístico, los teóricos que a él se han dedicado han tenido que replantear sus presupuestos y definiciones, resemantizando el término y ampliándolo. No nos vamos a detener en ello, pero puede ser instructivo recordar que, con la aparición de la fotografía, muchos pintores, como Ingres, Isabey o Puvis de Chavannes, arrojaron a la cara de los fotógrafos la misma injuria de “trabajo manual y mecánico” que los hombres de las artes liberales dispararon contra los pintores del Renacimiento (Gimpel, 1979: 131); la misma injuria, repárese, que ahora se lanza contra los creativos publicitarios. El conflicto actual que genera el matrimonio entre arte y publicidad no es sino una repetición más de este esquema histórico. Me pregunto si no estaremos corroborando una vez más lo que ya advertía George Santayana: que aquellos que rehúsanprender de la historiaestán condenados a repetirla.

Referencias

* El artículo está vinculado con los productos del grupo de investigación de Estética y Teoría de las Artes (HUM-345) de la Universidad de Sevilla, del cual la Doctora Murcia es responsable.

[1]  “If my diagnosis is correct, then a major source of the widespread failure of philosophical aesthetics with respect to mass art involves the frequent assumption of a framework- call it the ersazt kantian theory of art- that is not only a controversial (indeed, I would say discredited) theory of art, but that –more importantly for own purposes –is categorically inhospitable to mass art” (Carrolll, 1998:107).

[2]  Kant define así la finalidad: “La causalidad de un concepto, en consideración a su objeto, es la finalidad (forma finalis)”.  (Kant, 1999: 152).

[3]  Más ejemplos sobre el uso propagandístico y político del arte pueden encontrarse entre las páginas 128 y 137 de su libro.

[4]  Véase, para este tema, Sandler, 1996: 359.

[5] El pastiche es el término tal vez más generalizado para aludir a una serie de fenómenos característicos del arte posmoderno, aunque no debemos olvidar que también pueden nombrarse con vocablos distintos. La lista, en algunos libros o artículos, es interminable: adaptación, apropiación, bricolaje, hipertextualidad, capricho, cento, collage, cotrefaçon, falsificación, imitación, montaje, palimpsesto, parodia, plagio, reciclaje, refiguración, simulacro o travestismo. Véase Hoesterey, 2001: 12-15.

[6]  Entre sus representantes estarían Sancho Chia, Francesco Clemente, Enzo Cucchi, Nicola de Maria, Mimmo Pasadino (Bonito, 1983: 13).

[7]  “A partir del romanticismo los artistas han tratado de huir de cualquier sumisión derivada del gusto o de las exigencias de un grupo determinado y exclusivo, y se han abandonado a la anarquía y a la libertad de juicios provenientes de los grupos más diversos. De ahí precisamente la continua tensión, las eternas polémicas entre creadores y público, entre artistas y crítica, entre la eventual “sublimidad” del mensaje del artista y el “prosaísmo” de la fruición por parte del espectador-consumidor” (De Paz, 1992: 187).

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