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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.46 Medellín July/Dec. 2012

 

ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN

 

Los fundamentos de una política de la justa memoria1

 

The Basis of a Politics of Just Memory

 

 

Jefferson Jaramillo Marín**

** Grupo de investigación identidades y prácticas de poder

Departamento de Sociología

Facultad de Ciencias Sociales

Pontificia Universidad Javeriana

Bogotá, Colombia

jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co

 

Fecha de recepción: 20 de enero de 2012

Fecha de aprobación: 30 de abril de 2012

 


Resumen

Con el nombre de política de la justa memoria el pensador francés Paul Ricoeur elabora un ambicioso proyecto filosófico sobre la representación del pasado. Es un proyecto estructurado alrededor de tres elementos: deber de memoria, trabajo de la historia y deber de justicia. Este artículo de reflexión recoge algunas propuestas de Ricoeur alrededor de esta política de la justa memoria, la cual implica recuperar y usar el pasado, pero también pensar críticamente sobre sus abusos en el presente, además de encontrar el sentido de justicia y de promesa en la memoria justa.

Palabras clave: Ricoeur, memoria, olvido, historia, justicia, hermenéutica


Abstract

With the expression, politics of just memory, the French thinker Paul Ricoeur elaborates an ambitious philosophical project of representation of the past. It is a project structured around three elements: the duty of memory, history's work, and the duty of justice. This article shows some of Ricoeur's proposals on Politics of just memory, which involves retrieving and using the past, as well as thinking critically about abuses in the present, in addition to finding a sense of justice and promise in just memory.

Keywords: Ricoeur, Memory, Oblivion, History, Justice, Hermeneutics


 

 

Introducción

La pregunta: ¿para qué volver sobre el pasado violento?,2 además de ser fundamental en nuestra historia reciente, resuena una y otra vez en los oídos de los que han vivido experiencias traumáticas. A propósito de tan complejo cuestionamiento, son varios los pensadores enfrentados al reto de proporcionar alguna ruta de esclarecimiento. Pensemos rápidamente en Walter Benjamin (2005), Primo Levi (2002, 1994), Tzvetan Todorov (2000), Manuel Reyes Mate (2006, 2008), entre muchos otros. Desde diversas orillas del conocimiento, algunos de estos pensadores subrayaron en su momento la naturaleza imperativa del cuestionamiento; otros ponderaron reflexivamente su contenido, y unos cuantos señalaron sus limitaciones y abusos.

Del amplio grupo de filósofos contemporáneos, Paul Ricoeur es uno de los intelectuales que más ampliamente ha discutido alrededor del tema. En su obra más célebre al respecto, La memoria, la historia, el olvido (2000/2010a) argumentó que el deber para con el pasado y sus huellas vivas no era sólo un imperativo, sino también parte de un trabajo hermenéutico condensado en lo que él mismo denominó política de la justa memoria. En dicha política estaba contenido un principio fundamental: recordar es mucho más que una obligación moral. Es, ante todo, un reconocimiento crítico sobre qué, cómo y para qué se recuerda. Es, además, un desafío sutil pero penetrante a la artesanía del historiador, a la toma de decisiones del juez y a la vida cotidiana del ciudadano.

Bajo dicha política se reconoce que el deber de memoria es urgente y necesario, en tanto impide doblegar al pensamiento ante el silencio impune. Sin embargo, a través de ella se pondera reflexivamente cómo a través de un exceso de memoria se puede perturbar el trabajo crítico de la historia o de la justicia, o dejar anclada la memoria de una comunidad histórica a su desgracia singular, desarraigándola del sentido de promesa futura de cambio. En ese sentido, la visión de Ricoeur alrededor de esta política es que, mediante ella, ''la memoria encuentra el sentido de la justicia en el camino de la crítica histórica'' (2010a: 640). Haciendo eco de las propuestas de Ricoeur, este artículo pretende discutir sobre los fundamentos de la política de la justa memoria. La discusión se articula en varios niveles. En el primero, señalamos que un primer fundamento de esta política lo encontramos en lo que Ricoeur denomina una hermenéutica de la condición histórica. Este fundamento permite avanzar especialmente en una reflexión crítica que Ricoeur sostiene alrededor del deber de memoria, el trabajo de la historia y en la artesanía del juez, del historiador y del ciudadano. En el segundo, evidenciamos las diversas implicaciones filosóficas, sociales y morales de dicha política. En el tercero, mostramos cómo en ella se imbrican dialécticamente perdón y olvido, memoria y justicia, perdón y castigo. Finalmente, terminamos por enunciar, sin desarrollarlo por completo, el papel de la política de la justa memoria en clave aleccionadora para el caso colombiano.

 

1. La hermenéutica de la condición histórica como fundamento de una política de la justa memoria: avanzando críticamente sobre el deber de memoria y el trabajo de la historia

Para entender el deber de memoria y el trabajo de la historia en la óptica de Paul Ricoeur, ambos elementos centrales de un debate crítico sostenido en la política de la justa memoria, hay que partir de una preocupación central en sus últimos trabajos, especialmente en su obra ya célebre La memoria, la historia y el olvido (2000/2010a).3 Esta preocupación surge a raíz de lo que este filósofo denomina un ''inquietante espectáculo que ofrecen el exceso de memoria (...), el exceso de olvido (...), la influencia de las conmemoraciones y los abusos de memoria y de olvido'' (Ricoeur, 2010a: 13). En esencia, su preocupación como filósofo está orientada a la búsqueda de un ejercicio ético-político de la rememoración cuyo interés sea establecer una especie de equilibrio reflexivo entre razones de olvido y razones de memoria, entre un olvido feliz, del que tanto hablara Nietzsche4 (aunque Ricoeur mencione este tema con mucha reserva al final de su libro) y una memoria feliz o una memoria justa.

Esta búsqueda filosófica de Ricoeur es básicamente una reactualización de una fórmula de la sabiduría antigua, con una clara estampa aristotélica: ''nada en exceso'' (2010a: 532). De todas formas, este asunto se articula a una problemática más amplia que tiene relación con la representación del pasado, a partir de la vena histórica que siempre tuvo este filósofo. Esta cuestión es abordada por él a partir de un triple proyecto de indagación: una fenomenología de la memoria, una epistemología de la historia y una hermenéutica de la condición histórica. La primera de estas tareas convierte a la memoria en objeto, tanto en su dimensión veritativa como en su dimensión pragmática.5 La segunda se pregunta por la operación historiográfica, por los testimonios, los archivos y la escritura de la historia. La tercera se interesa por los límites del conocimiento histórico, por las modalidades de temporalización y por el olvido. Podríamos entonces decir que, a diferencia de muchos pensadores contemporáneos preocupados también por la temática, Ricoeur es el que con más profundidad elabora una arquitectónica filosófica para comprender la representación del pasado.

El deber de memoria, que sería parte de esta búsqueda filosófica de la política de la justa memoria, se situaría más allá de la fenomenología de la memoria y de una epistemología de la historia, llegando hasta el ''corazón de la hermenéutica de la condición histórica'' (Ricoeur, 2010a: 117). Es decir, para Ricoeur, al descifrar el sentido de este imperativo ético-político,6 se acomete también la labor de comprender las limitaciones y bondades del mismo, y especialmente las fronteras de la historia y el sentido del olvido, que da siempre al deber de la memoria un carácter dramático y agonístico (Ricoeur, 2006). Ahora bien, antes de dilucidar el sentido de ese deber de memoria, hagamos un breve rodeo analítico. Dado que hay diversas hermenéuticas, cuando se habla de hermenéutica en Ricoeur se la entiende como un proyecto epistemológico y ontológico que se propone, como una de sus tareas primordiales, descifrar maneras particulares de interpretar correctamente relatos que son los textos por excelencia (Ricoeur, 1997: 51).7

Es crucial entender los relatos porque la filosofía de Ricoeur, que tanto influyó en el giro lingüístico y cultural operado a partir de la década de los sesenta en las ciencias sociales, se orienta a responder la pregunta: ¿cómo debemos interpretar? En este caso, la pregunta: ¿qué y para qué se representa el pasado?, está directamente entrelazada con esta otra pregunta. De todas formas, bien se sabe que Ricoeur orienta este proyecto de lo interpretativo, al menos en sus primeras obras, hacia la exégesis de los símbolos y mitos (por ejemplo, en la Simbólica del mal) para luego extender su proyecto a ''todos los textos y a los grandes relatos culturales a través de los cuales procuramos comprendernos''. Lo anterior se evidencia con mayor profundidad en su célebre obra Tiempo y narración (Grondin, 2009: 41).

Ahora bien, es claro que cuando Ricoeur habla de hermenéutica de la condición histórica está procurando entender un proceso amplio de generación de objetivaciones de sentido, pero en el registro de la configuración del tiempo histórico a través de la narración. Es decir, lo que se busca es desentrañar cómo los relatos que, según Dosse (2009: 45), son yacimientos de saber y de inteligibilidad, resignifican la relación de pertenencia de las personas con el tiempo. Se pretende comprender, entonces, en qué medida el pasado imprime una marca o deja una huella8 en lo que somos; pero también se persigue reconocer que el presente es al mismo tiempo lo que vivimos y lo que anticipamos de un pasado remoto (Ricoeur, 2009b), y que el futuro es un horizonte de expectativas, un futuro que se vuelve presente. A su vez, esta hermenéutica permite luchar contra la tendencia mecánica de considerar el pasado como algo acabado y caducable, el presente como un simple instante puntual o el futuro como algo indeterminado.

Así, la hermenéutica de la condición histórica posiciona básicamente la idea de que el pasado hay que ''reabrirlo, reavivar en él las potencialidades incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas'' (Ricoeur, 2009b: 953); que el presente conlleva una intencionalidad longitudinal que atraviesa y delinea continuamente la existencia y la experiencia humanas; y que el futuro puede ser susceptible de determinación reflexiva, que no es únicamente un horizonte impredecible (Ricoeur, 2009b), sino ante todo promesa (Ricoeur, 2006). En el fondo, a Ricoeur le interesa mediante este proyecto dar cuenta de la imbricación del pasado en cuanto medio del recuerdo y de la historia, del futuro como medio de la espera y de la esperanza, y del presente en tanto momento de la atención y de la iniciativa (Ricoeur, 2006).

Luego de esta breve digresión sobre la perspectiva hermenéutica de este pensador, podemos retomar de nuevo el tema del deber de memoria considerando, en primera instancia, que Ricoeur lo plantea como una exhortación a no olvidar. De hecho, es una especie de intento desesperado ''por arrancar algunos restos al gran naufragio del olvido'' (2006: 148). Deber de memoria es, entonces, en primera instancia deber de no olvidar. Aún así, considerado más profundamente, Ricoeur reconoce que este deber se plantea siempre como una política que reconoce los límites de una memoria en exceso y los alcances del olvido en su justa medida. Entiéndase aquí de un olvido que no puede nunca plantearse como un imperativo, un mandato o una orden para ocultar el mal, como sí se puede hablar de un deber de memoria para revelarlo. Más bien está contenida en la expresión un ''deseo de expresarlo de manera sosegada y sin cólera'' (Ricoeur, 2010a: 580). Es decir, aunque el mal no pueda ser ocultado, al revelarlo hay que ser consciente de cómo se hace. El deber de memoria es, en ese sentido, un trabajo de memoria que se impone como tarea entender el olvido decretado (religioso o jurídico) o el olvido necesario, aquel donde confluyen tanto las disposiciones jurídicas como las prescripciones sociales y morales (Ricoeur, 1999).9 Así las cosas, el deber de memoria es en esencia una meditación profunda sobre el olvido, porque el olvido no es simplemente una forma patológica o una disfunción, sino que está contenido plenamente en el ejercicio de memoria. El deber de memoria se plantea, entonces, la necesidad de reflexionar sobre su significado, sobre sus paradojas, enigmas y usos.

Ricoeur es consciente de esto último, puesto que el asunto es un tema cargado de equívocos por varias razones. Así, la invitación a recordar y no olvidar puede ser leída como una provocación de la memoria contra el trabajo de la historia, más aún de una reivindicación de la memoria contra la historia, lo que puede tornarse pronto en una respuesta inversa a dicha reivindicación, es decir, de la ''historia contra la memoria'' (Ricoeur, 2010a: 118). Pero el filósofo francés no defiende ni lo uno ni lo otro.10 Se opone a que la memoria subordine la artesanía histórica, sobre todo porque la historia puede ''ampliar, completar, incluso refutar, el testimonio de la memoria sobre el pasado'' (Ricoeur, 2010a: 636). No obstante, se opone también a que la historia convierta a la memoria en un simple objeto de historia, en una pieza más del taller del historiador. Incluso, siendo más radicales en el argumento, a lo que se opone es a que el historiador fácilmente en su camino, y bajo criterios arbitrarios, decida abolir el estatus de matriz que ostenta la memoria, o para decirlo en palabras más coloquiales, de útero de la historia, de guardiana celosa de un pasado vivo. Para Ricoeur, la historia escribe y reflexiona sobre el pasado, convierte al pasado en objeto, lo disecciona y lo colecciona, pero quien realmente vigila que no desaparezca como artefacto y como representación es la memoria. De ahí su famosa expresión: ''la memoria es fiel al pasado'' (Ricoeur, 2010a:40).

 

2. Las implicaciones de una política de la justa memoria

Una política de la justa memoria implica ante todo una imbricación dialéctica entre memoria e historia en su justa medida. Examinemos esto con detenimiento. Desde la óptica de Ricoeur, la memoria puede ayudar a que las víctimas no desaparezcan ante el silencio impune de la historia; y puede hacerlo porque ella es la guardiana entre el ya no (lo que quedó abolido, superado) y el sido (lo que fue, pero que resulta indestructible en el presente). La memoria, en tal sentido, da cuenta de que algo sucedió, lo cual puede ser discutido y criticado, pero no eliminado de la representación (Ricoeur, 2010a: 638). Por su parte, la historia, más aún el trabajo de la historia, frena el exceso de memoria e impide que la artesanía del historiador, y por ende de las víctimas mismas, se vea perturbada ante unas memorias manipuladas o manipuladoras que anclan todo a una desgracia singular, desarraigando la reivindicación de un sentido de justicia venidero más amplio para todos.

En este asunto tendría que entrar indefectiblemente el historiador, el juez y el ciudadano. El historiador escrutaría la memoria a través de la investigación crítica, especialmente por medio de la escritura y la revisión de fuentes. Además, haría un trabajo de duelo narrativo que permitiría esclarecer históricamente la separación del pasado respecto del presente, proyectando ambos hacia el futuro. El juez, por su parte, sopesaría la prueba histórica y la verdad procesal, a través del juicio garantizado. Si bien ambos actuarían con pretensión de imparcialidad, como maestros de la sospecha, sus objetivos serían diferenciados: el uno ante la verdad histórica, el otro ante la verdad jurídica.

Por su parte, el ciudadano sería el portador militante de los valores sociales que permiten garantizar en última instancia ''la equidad del procedimiento penal en el recinto del tribunal y la honestidad intelectual del historiador en los archivos'' (Ricoeur, 2010a: 434). Lo interesante es que corresponde también al ciudadano establecer el balance entre historia y memoria (Ricoeur, 2010a: 638). Más aún, el historiador y el juez quizá contribuyan cada uno desde sus lugares de enunciación (por ejemplo, el archivo o el estrado) a resucitar o escrutar el pasado, pero será al ciudadano a quien le quede la tarea de decidir qué hacer con ese pasado.

Ahora bien, Ricoeur llama la atención alrededor de cómo el imperativo contemporáneo condensado en la expresión ''tú te acordarás'' y cuyo correlato directo es otra expresión, ''no te olvidarás'', bajo la rúbrica de una política de la justa memoria podría conllevar la caída en las trampas de un recuerdo traumatizante que agobia por siempre y no libera. Al querer recordarlo todo bajo ese mandato, el individuo se podría ver limitado en su trabajo de cierre. Sin embargo, haciendo eco de la noción de trabajo de duelo que en el psicoanálisis freudiano aduce que al decir todo el paciente se proyecta hacia adelante, no quedando sometido al imperio de los objetos perdidos, el trabajo de memoria, según Ricoeur, sería a la vez un trabajo de duelo. Es decir, conlleva que los recuerdos traumatizantes no anclen al individuo a un pasado literal absoluto o a un rencor total, sino que transformen la memoria en proyecto o en promesa.

Así, trabajo de duelo y trabajo de memoria son la expresión de un ''olvido emocional del rencor'' necesarios para la reconciliación (Orozco, 2009:19). Pero eso sólo lo encuentra Ricoeur en la idea de justicia, dado que ella es ''la que extrae de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar'' (Ricoeur, 2010a: 119). Es decir, el deber de memoria, a través de la justicia, es a la vez imperativo, pero también promesa. Más aún, el deber de memoria es imperativo de justicia. Esta idea es quizá muy parecida a la de Todorov que, como bien se sabe, hace relación a la compleja dinámica entre memoria ejemplar y memoria literal.11

La idea de justicia en el marco de un deber de memoria no es un asunto fácilmente digerible por varias razones. Por una parte, al hablar de deber de justicia, estamos pensando en un deber de hacer justicia que conlleva no sólo ser subjetivamente justos, sino también un ejercicio de alteridad, es decir, ser justos para otros y frente a otros. Al recordar, hago justicia a otro; al no olvidar, hago justicia con otro. Ese otro es distinto de lo que soy, pero es también aquel con el que comparto referentes o historias. Ese otro me obliga ontológica y políticamente a ser consciente de su condición diferencial, marginal, de exclusión o de victimización. Estoy atado a ese otro, y a través de su recuerdo me libero, nos liberamos. Por otra parte, el deber de memoria en tanto deber de justicia conlleva el estar obligado respecto a una ''deuda con alguien que ya no está pero que estuvo'' (Ricoeur, 2010a: 120). Es decir, no es sólo justicia para con el que ha sido victimizado y está vivo, sino para aquel que ha desaparecido y para quien no hay retorno más que en el recuerdo. En ese sentido, más allá de ser reservorio de huellas, este deber es una invocación permanente a estar obligados al otro en su doble condición de presencia y de ausencia.

De todas formas, Ricoeur admite que la obligación que emana de este deber es mayor para con las víctimas de violencia, es decir, con aquellas que han sufrido y han sido vulneradas al límite. Precisamente, dado que el tema es tan importante hoy, vale la pena traer a colación aquí al filósofo Reyes Mate, quien junto con Ricoeur es del parecer que la víctima no es todo el que sufre, ni tampoco todo el que reclama reparación. Víctima es esencialmente quien sufre violencia humana sin razón alguna. Su condición de fragilidad, impotencia e indefensión requiere del verdugo, pero también implica una condición de anulación y de negación de su subjetividad por parte de éste. A esto se añade que su sufrimiento, plural y en ningún caso igual para todos los sujetos, no puede sernos absolutamente indiferente (Reyes Mate, 2008: 37). Víctimas serían tanto los sobrevivientes (los salvados) como los que no lograron sobrevivir (los hundidos).12 Víctimas también serían las familias, aunque Reyes Mate insista en que no se puede perder de vista que la palabra interpuesta de éstos en ningún momento puede ''suplantar la significación objetiva de la víctima'' (2008: 83).

El deber de memoria y el deber de justicia para con las víctimas, ambos equivalentes, ambos formando la política de la justa memoria, conllevarían una reflexión densa al menos sobre tres dimensiones: reparación del daño personal, político y social. Respecto al daño personal, es a toda costa irreparable porque fractura la dignidad de la persona a través de la muerte, la tortura o el secuestro. Aún así, siempre plantea la exigencia de resarcimiento del victimario a la víctima hasta donde sea posible. Aquí la sociedad civil es crucial para lograr que el victimario siempre tenga consciencia de una deuda irreparable, aunque haya sido liberado de la falta cometida. Por su parte, el daño político niega la condición de ciudadanía. Su reparación necesita del reconocimiento institucional del ser político, obliga a repensar y a reelaborar el estatus de sujeto activo de una comunidad de derechos. Finalmente, el daño social supone un empobrecimiento y fractura de la sociedad. Reconocerlo y repararlo no es ya un asunto privado, ni sólo institucional, sino social. Supone recuperar para la comunidad a la víctima y al verdugo, sobre todo para ''una superación de las fracturas sociales'' y ''la creación de una política futura sin violencia'' (Reyes Mate, 2008: 40-41; 102). El daño social obliga básicamente a ser conscientes de que, frente a la escisión social que causa el terror, la sutura de las heridas es la reconciliación. Esta última comienza con la memoria y está atravesada por ciertas dosis de perdón, pero no culmina con ellas. Es decir, debe haber un tránsito de la reconciliación política a la reconciliación social.

Sin embargo, al intentar legitimar en el terreno de una política de la justa memoria un deber de memoria como un deber de justicia, Ricoeur es consciente de que hay un deslizamiento del uso al abuso que se manifiesta al menos de dos maneras. La primera se relaciona con la idea de que la memoria, en su afán de ser portavoz de la demanda de justicia histórica de las víctimas, puede terminar cautiva del síndrome de obsesión. Así, el deber de memoria sólo se colocaría en función de exorcizar un trauma histórico imborrable, inacabado, pero que puede revelarnos también aguas turbias cuando se desentraña aquello alrededor de lo cual se organiza la conmemoración o la celebración del recuerdo. Aquí Ricoeur recupera el famoso ''Síndrome de Vichy'' del cual habla Henry Rousso (2001). Recordemos que la obsesión por el pasado es vista por Rousso en clave de un hecho como la ocupación alemana en Francia entre mayo de 1940 y diciembre de 1944 donde hay un duelo inacabado, un retorno constante de lo inhibido, por ejemplo, la ocupación y el mito de la resistencia. En dicho texto, muestra cómo este mito se hace añicos y cómo se fija demasiado la mirada en la ocupación, dejando de lado el exterminio de los judíos. El problema en sí no es la conmemoración de un episodio, sino la impostura histórica sobre la cual subyace ésta. Así, frente a este deber de memoria que toma un cauce a veces perverso, siempre son necesarias preguntas del tipo: ¿qué se conmemora? Nuevamente, para ayudar a desentrañar el asunto, se necesitará entonces de los buenos oficios del juez, del ciudadano y del historiador para combatir la falsificación o para aportar claridad en ''el agua turbia de la memoria colectiva dividida contra sí misma'' (Ricoeur, 2010: 576).13

La segunda manera en que se expresa este deslizamiento la encontramos en lo que Ricoeur denomina el ''frenesí de la conmemoración'' (Ricoeur, 2010a: 121), y que no es otra cosa que ''la bulimia conmemorativa de época'', expresión utilizada por Pierre Nora (2008). Con este frenesí, que deviene en una especie de orgía celebrativa, se transforma totalmente la relación del sujeto con el pasado. Pareciera que el pasado y su densidad terminarán recluidos en el horizonte de la solemnización por la solemnización. El mayor riesgo que se corre es que este deber de memoria quede eclipsado por la lógica de la musealización de la experiencia traumática, que se confine el dolor, que se exhiba como una simple pieza de museo, que termine dramatizado al extremo y que colapse bajo un dolor ritualizado. Quizá el riesgo mayor, nos dirá Ricoeur, se viva cuando a una memorialización forzada se una también una conmemoración convenida (Ricoeur, 2010a: 116).

 

3. Una política de la justa memoria para enfrentar la culpabilidad y el perdón

Lo anterior nos lleva a postular entonces que la política de la justa memoria que propone Ricoeur, si bien tiene como punto de partida la hermenéutica de la conciencia histórica, termina trascendiéndola. Lo llamativo aquí es que su argumentación parece retornar a un problema que había decidido colocar en suspenso: la problemática moral de la culpabilidad y el perdón. Pero, ¿por qué la política de la memoria tiene relación con estas dos lógicas? Básicamente porque, si es cierto que el deber de memoria es un deber de hacer justicia con las víctimas, la pregunta aquí es: ¿cómo perdonar, evitando al mismo tiempo que se consume la impunidad para el culpable? ¿Dónde establecer la justa medida? Desde nuestra óptica, lo que plantea Ricoeur es que, al enfrentar el deber de memoria, debe reconocerse que el perdón es una empresa radicalmente difícil de llevar a cabo, tanto moral como política y jurídicamente. Es decir, no es ''ni fácil ni imposible'', simplemente es y será ''una empresa inconclusa'' (Ricoeur, 2010a: 585). Y es una empresa inconclusa por varias razones. Por ejemplo, la primera prueba problemática que se le plantea al perdón se encuentra en el terreno de lo judicial, donde se plantea la imprescriptibilidad de los crímenes.14 Si perdonar exige renuncia, ¿cómo compaginar eso con algo que es imprescriptible en el tiempo? Pero también el perdón puede terminar refugiado en gestos incapaces de transformarse en instituciones, es decir, puede terminar siendo un perdón frágil, un perdón perchero que se usa y se cuelga al amaño, y que se escurre fácilmente en el lenguaje de lo políticamente correcto. Precisamente, esto explicaría por qué esta palabra es tan susceptible de ser utilizada y ensamblada como fetiche lingüístico en muchos contextos, provocando una avalancha muchas veces descarada de ''solicitudes públicas de perdones''.15

Ante una falta imperdonable jurídicamente y un perdón moral y político imposible, ¿cuáles serían entonces las alternativas propuestas por Ricoeur? Su propuesta está orientada en dos direcciones en extremo complejas, pero igualmente significativas para el debate en nuestro país. El primer camino ofrecido por este filósofo es apostar por lo que él denomina un sutil trabajo de liberar y de vincular. Por un lado, quien perdona libera a otro de la falta, porque ''la deuda raya en la falta y se confina en la repetición'' (Ricoeur, 2010a: 643). Pero por otro lado, quien perdona también debe vincular a su deudor-victimario para siempre. Este doble juego del liberar-atar, de mantener en la memoria la huella de la deuda pero sin falta, de reconocer la deuda pero desnudando el rencor, es esencial a un proyecto de perdón siempre inconcluso. En este camino, víctimas y victimarios deberán corresponderse mutuamente. La primera ha de poder liberar y atar; los segundos han de poder aceptar y reconocer ser liberados y atados. Lo común a ambos es que deberán mantener su promesa.

Visto así el asunto, la política de la justa memoria implicará mantener la obligación de la deuda en la memoria nacional, a pesar de haber perdonado al victimario y se haya olvidado su falta. Pero también mantener la promesa de que la sociedad cumplirá su parte con aquel al que perdonó. Y este tema es importante traerlo a colación dado que, así como hay un poder de promesa con la política de la justa memoria, también hay a través de ella una tentación permanente de romper la promesa, sobre todo cuando se quiere inclinar la balanza de un lado o de otro (Ricoeur, 2006: 170). Es por eso que en una política de la justa memoria, si seguimos las palabras de Ricoeur, no hay que prometer demasiado.

Lo anterior resulta ser una enseñanza crucial para nuestra reciente justicia transicional colombiana, donde del lado del gobierno anterior se prometió demasiado a los victimarios y en el nuevo se ha prometido ampliamente a las víctimas, sin haberles cumplido aún en varios temas.16 Incluso, hay que tener cuidado aquí, como alguna vez lo comentó Tzvetan Todorov (2000), con el peligro que puede acarrear el que el victimario se convierta para siempre en un deudor de créditos y la víctima en un acreedor interminable de ellos. Si bien puede ser un privilegio necesario y urgente para la víctima y un deber permanente para el victimario, también puede ser un privilegio exorbitante para ciertas víctimas, especialmente aquellas que hacen un uso adecuado del mismo en aras de la reconciliación. Además puede ser la mejor disculpa para el victimario que decide arbitrariamente liberarse de responsabilidades históricas. Puede a la larga impedir superar el traumatismo y bloquear el tránsito de la memoria literal a la ejemplar.

El otro camino, más problemático aún, es el de separar o desligar el agente del acto, bajo el principio filosófico de una fórmula moral simple: el individuo vale más que sus actos. Bajo este signo, con amplias complicaciones jurídicas, ''el culpable sería tenido por culpable de otra cosa distinta de sus delitos y de sus faltas'' (Ricoeur, 2010a: 632). De esta manera sería devuelto a su capacidad de obrar, sería reintegrado a la comunidad y se le daría la oportunidad de continuar. Esto permitiría que el deber de memoria no ancle en el resentimiento, sino que más bien proyecte la acción hacia el porvenir, se oriente hacia la promesa, permitiendo que el culpable, luego de ser perdonado, esté capacitado para comenzar de nuevo. De todas formas, Ricoeur es consciente de los problemas que acarrea esta perspectiva, por ejemplo, una renuncia fácil a la justicia en favor de la reconciliación. Aún así, la considera una propuesta filosófica seria, aunque difícil de sedimentar socialmente. En ella estaría contenida la idea de Derrida de que hay que perdonar al culpable sin dejar de condenar su acción, dado que se perdona a un sujeto distinto al que cometió el acto.

Bajo esta perspectiva, el sujeto moral se sobrepone en su valoración al sujeto delincuente o al sujeto victimario. Desde la óptica de Ricoeur, esto es también un acto de fe que supone un trasfondo de antropología filosófica, dado que se asume a la manera kantiana que, si bien hay una inclinación radical al mal, existe también una disposición originaria hacia el bien, tema subrayado ampliamente por el filósofo alemán en los Fundamentos de la metafísica de las costumbres (Ricoeur, 2010a: 630). En ese sentido, para Ricoeur, como antes lo fue para Kant, la disposición sería más fuerte que la inclinación. Si bien el debate puede ampliarse aún más, no es nuestro objetivo aquí. Más bien invitamos a pensar en una orilla distinta de antropología filosófica y política, quizá más realista como la que proponen Hobbes o Schmitt. Y es que, sin adherirnos totalmente a las posturas realistas, somos conscientes de que no es posible pasar de largo ante las razones pragmáticas que parecen sobreponerse a las razones ideales. Es quizá lo que acontece en el escenario colombiano donde no son pocos los que, a contravía de Kant y posiblemente de Ricoeur, consideran que en un pueblo de demonios no hay posibilidad para los resquicios éticos. Sin embargo, aunque bajo una perspectiva realista en un pueblo de demonios aparentemente todo estaría permitido, la perspectiva de Ricoeur sobre la política de la justa memoria permitiría contrarrestar como horizonte reflexivo aquellos elementos que podrían bloquear una razonable apuesta por la reconciliación.

Finalmente, valdría la pena mencionar que la política de la justa memoria en Ricoeur es esencialmente un proyecto orientado a pensar en la idea de una memoria feliz. Una memoria que puede hacer que el otro, al que me sujeta también un deber de justicia, pueda supervivir o revivir a través del reconocimiento. Ricoeur lo dirá de manera muy bella al sostener que el pequeño milagro de la memoria es el reconocimiento: el reconocimiento de aquello que es indestructible, de aquello que fue, pero con lo cual me reencuentro nuevamente. Este reconocimiento implicará, a su vez, la representación presente de una cosa ausente que, en últimas, es la solución al más antiguo problema de la memoria: ¿cómo hacer presente una cosa ausente? (Ricoeur, 2006: 162). Ese reconocimiento del otro ausente que se hace presente implica un reconocimiento de sí mismo. Así, la memoria feliz será también una memoria reflexiva, una memoria apaciguada, una memoria reconciliada y una memoria que cura (Ricoeur, 2010a: 636).

 

4. Epílogo: la política de la justa memoria en clave aleccionadora

Concluimos este artículo diciendo que, al igual que Benjamin, Levi o Semprún, Ricoeur fue un pensador marcado por la guerra. Al igual que en todos ellos, en su propuesta de la política de la justa memoria sobresale un sentido aleccionador desde la experiencia traumática. Lo interesante es que este sentido aleccionador se torna en un reto para alguien que escribe desde Colombia sobre el tema. Un país donde la guerra aún no termina y donde un ejercicio de justa memoria debe emprenderse a pesar de ella. Lo anterior no significa que la reflexión sobre la memoria apenas comience en el país. Todo lo contrario, desde hace cerca de una década asistimos a una especie de ''boom de la memoria'', desde múltiples lugares y sujetos de enunciación.17

Pero, ¿por qué resulta aleccionadora la propuesta de este filósofo? Básicamente porque nos muestra, a través de su propia vida, que las huellas que infringe la guerra son tan cercanas como lejanas. En esto quizá se parezca a la experiencia de muchos de nosotros con la guerra casera, con la cual siempre existe una sensación de proximidad, pero también de distanciamiento. Aunque ella nos atraviese a diario y sea parte fundacional de la existencia de varias generaciones que hasta ahora no han conocido las cosechas de la paz, también es innegable una sensación de lejanía, que tiende a traducirse en expresiones como la guerra está en otro lado o esta guerra no es nuestra. Sensación de lejanía que o bien se rompe cuando la guerra y los guerreros llegan, arrasan, estigmatizan, desplazan, masacran o exilian;18 o se mantiene en suspenso, otorgando cierta tranquilidad y respiro, desmedido en muchas ocasiones, en nuestra posición de académicos, estudiantes o expertos, más aún, bajo las comodidades de las aulas y las letras.

En el caso de Ricoeur, la sensación de cercanía se expresa en que la guerra lo sorprende estando muy joven, con 22 años (1935), hecho que lo impacta para siempre en los aspectos humano e intelectual (Ricoeur, 1997: 22-23). Además, le sorprende de variadas formas, según comenta en su autobiografía intelectual: como civil movilizado, combatiente en disponibilidad, combatiente vencido y oficial prisionero. La guerra además le permite compartir la vida cotidiana con miles de hombres cautivos; a ella también logra arrebatarle un buen tiempo para conocer la obra de otros pensadores que serán decisivos en su trayectoria, entre ellos a Karl Jaspers, Martin Heidegger y Edmund Husserl. Sin embargo, la experiencia con ella es también de lejanía, pues tras cinco años de cautiverio en campos de prisioneros, no en un solo campo de concentración, no recibirá el tratamiento de prisionero y cuando lo liberan cerca del campo de Bergen-Belsen19 será testigo distante de los horrores de los lager y de los padecimientos de los sobrevivientes (Baliñas, 2006: 174). De esta manera, a diferencia de Levi o de Semprún, no será un sobreviviente directo de la catástrofe del campo de exterminio, y a diferencia de Benjamin o de Halbwachs no será una víctima radical del nazismo.

Lo potente de este autor es que, siendo un testigo distante, logra exorcizar y saldar su cuota de lejanía con la reflexión sobre la política de la justa memoria. Precisamente, la importancia de su lectura para un contexto como el nuestro radica en que esta política, en tanto ejercicio hermenéutico, permite entender de forma más sosegada acontecimientos históricos y socialmente en curso, en constante mutación, y frente a los cuales la mayoría de nosotros que escribimos sobre ellos nos mostramos incapaces de trazar una distancia objetiva plena, quizá precisamente porque esa distancia no puede ni debe existir. En esa medida, su política de la justa memoria es una propuesta hermenéutica que involucra un hacer sentido20 profundo sobre lo que hasta ahora nos ha resultado como país, innombrable e inenarrable.

 


Notas al pie

1 * El artículo se encuentra en el marco de discusiones del grupo de investigación identidades y prácticas de poder, reconocido por Colciencias en categoría C. Una versión del texto fue presentada inicialmente como conferencia en la Pontificia Universidad Javeriana (Cali, Colombia) el 28 de marzo de 2011. Se ha corregido totalmente para su publicación a partir de algunas reflexiones sostenidas en un seminario reciente sobre Políticas de la memoria, orientado en el Doctorado en Ciencias Humanas en la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá), durante el segundo semestre del 2011. Agradezco a los pares evaluadores por las sugerencias al mismo.

2 Esta reflexión ha sido abordada también en Jaramillo y Delgado (2011).

3 En términos de su obra, esta inquietud surge luego que en textos clásicos como Tiempo y narración (1983/2009a) y Sí mismo como otro (1990/1996) dedicara toda su atención al problema de la ''experiencia temporal y la operación narrativa (...) a costa de un estancamiento respecto de la memoria y el olvido'' (Ricoeur, 2010a: 13). Sobre la experiencia temporal y la acción narrativa en el marco de su obra se recomienda la Autobiografía intelectual de Ricoeur (1997).

4 Cf. al respecto, Nietzsche (1998, 2006).

5 Dos dimensiones esenciales al ejercicio fenomenológico, la veritativa preocupada por la fidelidad epistémica del recuerdo y la pragmática, preocupada más por los usos y abusos de la memoria. En esta segunda dimensión es que se ubica este artículo.

6 Entiéndase aquí la noción de imperativo en un doble sentido: algo que se impone desde fuera, pero que a la vez es asumido subjetivamente como obligación moral (Ricoeur, 2010: 119).

7 Para una ampliación de la visión del filósofo francés sobre los textos se recomienda Ricoeur (2010b).

8 La noción de huella es crucial en la representación del pasado. Desde antiguo este tema ha abrumado a la memoria y a la historia. Hoy sigue siendo una cuestión de especial atención. Para Ricoeur, las huellas son de tres tipos: las corticales o cerebrales (las improntas corporales en nuestro cerebro) y de las que tratan las neurociencias; las psíquicas, relacionadas con las impresiones que han dejando en nuestros sentidos y afectos los acontecimientos sorprendentes y traumáticos, de las que se ocupa el psicoanálisis; y las documentales, que están relacionadas con las improntas escritas y archivadas, de las cuales se ocupa el historiador (Ricoeur, 2010a: 30-32).

9 Al respecto, Nicole Loraux (1998) muestra el imperativo social y moral del olvido para los antiguos griegos con dos episodios históricos que serán cruciales. El primero de ellos fue la Toma de Mileto por los persas tras el alzamiento de Jonia en 494 a. C., y que condujo al aplastamiento de la revuelta, a la esclavitud y a la destrucción de santuarios. Esta tragedia fue recordada en una tragedia de Frínico en Atenas. Según cuenta Herodoto, los asistentes al teatro para presenciar el drama irrumpieron en lágrimas e impusieron una multa de mil dracmas al autor por haberles recordado algo que sólo concernía a ellos. El segundo de ellos fue la derrota militar de Atenas y la sangrienta oligarquía de los Treinta. A partir del regreso de la democracia, fue promulgado un decreto en el 403 a. C., en el que se prohibía a todos los atenienses recordar las desgracias. Esto fue consignado por Aristóteles en la Constitución de Atenas (Loraux, 1998: 28-31). Frente a este último episodio refiere también la suerte que corrió el demócrata Arquino quien, según cuenta Aristóteles en la Constitución de Atenas, pretendió recordar luego del decreto del 403, siendo arrastrado a una muerte sin juicio, constituyéndose ''en un ejemplo disuasivo a todo promotor de memoria'' (Loraux, 1998: 34).

10 Este es un debate inacabable, en el sentido en que resurge permanentemente una y otra vez en los estudios sociales sobre el pasado, a pesar de encerrar muchas aporías. Para el interesado en el tema, las relaciones entre historia y memoria han sido abordadas de manera sistemática por una enorme cantidad de autores. Nuestra perspectiva es que oponerlas bajo la idea de que la primera corrige a la segunda, o que la memoria es acrítica y mítica, mientras que la historia es objetiva e imparcial, no es muy convincente hoy, especialmente tras todo el giro hermenéutico en las ciencias sociales y humanas. Aunque memoria e historia son diferentes en sus abordajes epistemológicos y políticos del pasado, ambas se cruzan y confrontan, se conjugan y se repelen constantemente. Esto ocurre en nuestro país alrededor de temas como la guerra y la violencia. En síntesis, nuestra perspectiva es que la memoria tiene historia y la historia se pluraliza con la memoria. Para ampliar el debate se sugiere Halbwachs (2004; 2005); Bensoussan (1998); Huyssen (2002); Jelin (2002); Nora (2001); LaCapra (2005); Rabotnikof (2007); Ricoeur (2010a); Rousso (2001); Todorov (2000); Reyes Mate (2006); Rodríguez (2008); Sánchez (2003); Dosse (2009).

11 Desde la perspectiva de Todorov, la memoria ejemplar engloba el reconocimiento de verdades y perdones responsabilizantes para todos los implicados en un pasado violento, pero siempre en función de un presente reconciliador. Por su parte, la memoria literal enfatiza en el reconocimiento de los horrores sufridos, pero con la finalidad de generar juicios punitivos. Ambas tienen sus virtudes y deficiencias. La primera ayuda a sanar heridas, además de permitir la justicia reparadora; la segunda a reabrirlas cuando nadie lo ha hecho o ha querido hacerlo, siendo eficaz y necesaria como dispositivo de denuncia. Sin embargo, no debidamente tramitados y procesados los pasados tanto por las víctimas, los gobiernos y los victimarios, la primera puede provocar la clausura de ciertas verdades, forzando cierto tipo de perdones; la segunda puede anclar en el resentimiento y generar sistemáticamente una esterilización de la posibilidad de la reconciliación (Cf. Jaramillo y Delgado, 2011).

12 Esta alusión surge de la lectura que Reyes Mate hace del libro de Levi (2002).

13 Y también del cineasta, o si no recordemos el famoso documental de Ophüls (1969) Le Chagrin et la Pitié en el que se articulan piezas de archivo y entrevistas a diversos personajes protagonistas de la ocupación nazi en Clermont-Ferrand. Allí se liberan mitos y se revelan falsificaciones alrededor de la ocupación francesa, del gobierno de Vichy y de la Resistencia.

14 Así lo reconoce la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, adoptada y ratificada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1968, la cual entró en vigor en1970.

15 El papa Juan Pablo II pidió perdón en Jerusalén por algunos errores de la Iglesia; Bill Clinton lo hizo en el caso de Mónica Lewinsky; el canciller alemán Helmut Kohl también lo hizo de cara a los actos de barbarie cometidos por los nazis. En Colombia, hace algunos años el presidente Samper pidió perdón, por primera vez en la historia del país, por una masacre, la de Trujillo, Valle. Más recientemente, el presidente Uribe Vélez pidió perdón a las víctimas de la ''amenaza terrorista''; su vicepresidente Francisco Santos pidió perdón a las víctimas de El Salado y los victimarios de la masacre de Mampuján (Uber Enrique Bánquez Martínez, alias ''Juancho Dique'' y Edward Cobos Téllez, alias ''Diego Vecino'' condenados a ocho años en Justicia y Paz) lo hicieron también en pleno juicio. También lo hizo recientemente un director técnico de fútbol luego de haber golpeado a una mujer. Más allá de estas exclamaciones, como dice Mario López, ''algo está fallando cuando, por así decirlo, tan diversos personajes invocan con semejante solemnidad esa palabra mágica, más aún cuando de esta palabra se transita tan fácilmente a otras como 'borrón y cuenta nueva', 'olvido', 'amnistía', 'amnesia''' (López, 2007: 86). La discusión sobre el impacto y problemas que encierran los discursos, las lógicas y las prácticas de perdón en el siglo XX ha sido bellamente abordada por Derrida (2003).

16 Uno de estos temas, quizá el más complejo de llevar a cabo, ha sido el de la restitución de tierras mediante la ley de víctimas 1448 de 2011. Mediante ella se pretende restituir y formalizar 312 mil hectáreas de tierra a casi 130 mil familias campesinas. Sin embargo, a mayo del 2012, el senador por el Polo Democrático, Jorge Robledo, había subrayado las inconsistencias en las cifras y en el proceso de reparación. Cf. http://www.moir.org.co/El-gobierno-ha-faltado-a-la-verdad.html

17 A propósito de esto, una reciente investigación de la Universidad de Antioquia orientada a construir un estado del arte sobre los estudios y las tendencias en el país en los estudios sobre la memoria colectiva del conflicto ha identificado 226 estudios entre 2000 y 2010 en esa materia, que incluyen tesis de pregrado y posgrado, artículos de investigación, capítulos de libro e informes a instituciones (Giraldo et al, 2011).

18 Al respecto es muy diciente el caso de la masacre de El Salado, en la región de los Montes de María, departamento de Bolívar (Colombia). El Salado era un pueblo próspero y con tejido social vivo, hasta la llegada de 450 paramilitares en febrero de 2000, donde acontece la masacre de 60 personas y hechos concomitantes a esta como el desplazamiento forzado de más de 4000 personas, el despojo, la violencia sexual, la tortura física y psicológica y sobre todo la estigmatización de toda la comunidad como un ''pueblo de guerrilleros''. Además de la masacre que borra vidas y sueños, la estigmatización rompe para siempre la condición subjetiva del saladeño: nadie en El Salado es el mismo después que la guerra lo marca. De ahí el nombre diciente del informe del Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, El Salado: esa guerra no era nuestra (2009). Para una revisión más amplia de estos informes y del papel del Grupo de Memoria Histórica (hoy Centro de Memoria Histórica) en la labor de reconstrucción de las memorias de la guerra contemporánea, cf., Jaramillo (2011a; 2011b).

19 Situado en el Estado de Baja Sajonia, Alemania, funcionó desde 1936 hasta 1945 y murieron más de 50.000 personas.

20 La expresión la tomo libremente de la obra de Nancy (2002).


 

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