SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue47The project of a transcendental phenomenology that is non-idealistAnother turn of the screw on Dennett and artifactual hermeneutics: tensions and aporias author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.47 Medellín Jan./June 2013

 

ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN

 

La pervivencia de la duda en la posteridad de Descartes*

 

The Persistence of Doubt after Descartes

 

 

José María Sánchez de León Serrano**

** Profesor invitado Intituto de Filosofía Freie Universität de Berlin Berlin, Alemania E-mail: eiusmodi@yahoo.es

 

Fecha de recepción: 13 de enero de 2013 Fecha de aprobación: 12 de febrero de 2013

 


Resumen.

¿Cómo debe entenderse que una de las innovaciones de mayor alcance epocal del pensamiento cartesiano, a saber, su duda metódica, no haya sido adoptada por la inmediata posteridad filosófica de Descartes? Este artículo investiga las razones de esta supuesta desaparición de la duda en las filosofías de Spinoza y Leibniz mediante una revisión del rol de la duda en las Meditaciones de Descartes. Partiendo de una caracterización del proyecto cartesiano como la búsqueda del fundamento, el artículo muestra que la interpretación de Descartes de la realidad inmediata en términos de representación constituye en realidad la apoteosis de una concepción más antigua que percibe la totalidad de lo ente como contingente y vana. De este modo, la duda no es la suspensión libre del juicio, sino el inevitable estado de irresolución que se deriva de la falta de solidez ontológica que muestra la realidad inmediata entendida como imagen o representación. Se muestra entonces que el pensamiento postcartesiano propiamente no elimina la duda, sino que la incorpora como un supuesto básico, lo cual explica por qué no hay un lugar definido para la misma en el discurso. El desarrollo ulterior del pensamiento moderno puede ser explicado de modo decisivo por medio de esta asimilación implícita de la duda y sus consecuencias.

Palabras clave: Cogito, discurso, duda, fundamento, imagen, infinito, representación.


Abstract.

How it is to be understood that one of the most epoch-defining innovations of Cartesian thought, i. e., methodic doubt, has not been adopted by Descartes' immediate philosophical posterity? This paper investigates the reasons for this supposed disappearance of doubt in the philosophies of Spinoza and Leibniz by means of a reexamination of the role of doubt in Descartes' Meditations. Starting from a characterization of the Cartesian project as a search for the ground, the paper shows that Descartes' interpretation of immediate reality in terms of representation is actually the apotheosis of a more ancient view that conceives the totality of being as contingent and vain. Thus, doubt is not a free suspension of judgement, but the inevitable irresolution that results from the lack of ontological solidity that is a feature of immediate reality when interpreted as image or representation. It is then shown that postcartesian thought actually does not dismiss doubt, but incorporates it as a basic assumption, which explains why there is no definite place for it in discourse. The further development of modern thought can, in crucial ways, be explained by means of this implicit assimilation of doubt and its consequences.

Key words: Cogito, discourse, doubt, ground, image, infinite, representation.


 

I

El carácter reformador del pensamiento cartesiano parece estar indisolublemente ligado con ese elemento básico de su doctrina conocido como duda metódica. Si el pensamiento de Descartes inaugura una nueva época de la filosofía es ante todo porque eleva a requerimiento esencial del pensar empezar por el principio, i. e., a partir de un fundamento absolutamente primero y radical (Cf. Descartes, 1964-1974: VII, 17). Como bien se sabe, el cumplimiento de tal requerimiento en Descartes pasa necesariamente por desmantelar sin excepción todo el conocimiento disponible, no solamente el tenido ya por dudoso o incierto, sino también el considerado más firme y seguro. Dado el papel central que esta destrucción universal desempeña en Descartes, es razonable esperar que ella esté igualmente presente como elemento constitutivo en las filosofías posteriores a Descartes. Sin embargo, constatamos lo contrario. La operación preliminar de derribar el conocimiento disponible es desechada por la posteridad cartesiana como un elemento superfluo y prescindible (Leibniz), cuando no directamente absurdo (Spinoza). ¿Qué significación hay que atribuir a semejante desplazamiento? ¿Cómo hay que interpretar el hecho de que la operación fundamental de Descartes, mediante la cual se inaugura una nueva época del pensar, se esfume en el estado de cosas al que ella da lugar? ¿Significa ello que el carácter radical del cartesianismo se pierde en el pensar posterior y que éste, por consiguiente, degenera en dogmatismo? ¿O hay que interpretar esta ausencia más bien como un avance, como una suerte de depuración de elementos superfluos? Si este es el caso, ¿en qué consiste exactamente la innovación que Descartes transmite al pensamiento posterior? Con estas cuestiones nos ocuparemos a continuación. El primer paso de nuestra investigación consistirá en precisar la trama conceptual en el interior de la cual la cuestión de la duda cartesiana adquiere propiamente sentido (II). Tras ello se examinará en detalle el modo en que Descartes suprime la así llamada ''duda hiperbólica'' (III). Ello nos proporcionará los instrumentos conceptuales para poder indagar a continuación la recepción de la duda cartesiana en las filosofías de Spinoza (IV) y de Leibniz (V).

 

II

La investigación que desarrollan las Meditationes de Descartes puede ser adecuadamente descrita como una búsqueda del fundamento.1 Semejante descripción no parece decir mucho acerca de la empresa cartesiana en particular, pues comúnmente se entiende que toda investigación de carácter filosófico es ya de modo inherente una búsqueda de causas, una determinación de porqués. Pero la multiplicidad de sentidos asociada a términos como ''causa'', ''principio'' o ''fundamento'' no debe confundirnos respecto al carácter específico de la búsqueda cartesiana del fundamento. En el marco de este breve estudio no podemos indagar la compleja cuestión del surgimiento de la problemática del fundamento (cuestión tratada ya en detalle por autores como M. Heidegger o J.-L. Marion). Nos limitaremos, pues, a la siguiente observación. Como ha señalado Marion, Descartes no se encuentra con la cuestión del fundamento ya hecha y formulada, como si se tratase de un problema ''eterno'' de la filosofía (sea lo que sea lo que significa eso), sino que él la construye y la articula por primera vez (Cf. Marion, 1981: 20). Lo esencial, por tanto, en la búsqueda del fundamento, entendida como el rasgo definitorio de la empresa cartesiana, es que ella comporta una manera muy determinada (y no proyectable a situaciones filosóficas previas) de articular el preguntar filosófico en cuanto tal. Veámoslo con más detalle.

¿Qué conlleva exactamente este modo de articular la cuestión filosófica? Al plantear la pregunta filosófica como la búsqueda del fundamento se está caracterizando ya el fundamento como lo ausente, como lo que falta.2 Por otro lado, nótese que la referencia al fundamento tiene lugar mediante el artículo determinado singular. No se busca por tanto un fundamento cualquiera, uno entre varios, sino el fundamento.3 De modo muy general, ''fundamento'' significa aquello en lo que las cosas tienen su apoyo, su asiento, su suelo. Puesto que aquí se trata del fundamento (no de un fundamento entre varios, ni tampoco de varios fundamentos), el fundamento buscado lo es de todas las cosas,4 i. e., de la realidad tomada en su totalidad, no de un determinado conjunto de entes. La búsqueda del fundamento implica por consiguiente que las cosas tomadas en su conjunto están menesterosas de un suelo, de un cimiento que las asegure. En dicha búsqueda los entes son, pues, captados como esencialmente caedizos, frágiles, inconsistentes.5 Del carácter de esta búsqueda se desprende la imposibilidad de que una cosa particular, una cosa entre las cosas existentes, disponibles, encontrables, oficie de fundamento de las demás; el fundamento buscado debe ser concebido como radicalmente diverso de todo lo que hay. Debemos concluir, por tanto, que la búsqueda del fundamento conlleva una devaluación o rebajamiento generales del valor (ontológico) de los entes.

Se objetará que semejante concepción es muy anterior a Descartes y que por tanto la búsqueda cartesiana del fundamento no introduce nada esencialmente nuevo en la filosofía. A ello se puede responder que, si bien es cierto que la concepción descrita no surge con Descartes, ella alcanza en Descartes su punto álgido, y lo hace de tal manera que obliga a reformular la pregunta filosófica misma (Cf. Martínez Marzoa, 1994: II, 38). Esta última observación es de suma importancia de cara a las reflexiones que siguen. Acabamos de señalar que la búsqueda del fundamento rebaja el valor general de las cosas; los entes, por cuanto se busca el fundamento originario de las mismos, se muestran en este contexto como precarios. Dicha precariedad es tal en el caso de Descartes que difícilmente se puede seguir manteniendo el término ''cosa'' en referencia a lo dado, pues una cosa es justamente algo que es, algo con consistencia ontológica. En el marco de la búsqueda filosófica del fundamento, las cosas pasan a ser, debido a su precariedad ontológica, mixtos de ser y no-ser. Lo que está suspendido entre el ser y el no-ser no puede ser ya considerado cosa, sino apariencia de cosa, digamos imagen o representación.6 De ahí se sigue: en el contexto definido por la búsqueda del fundamento la realidad inmediata, lo directamente encontrable y hallable, no tiene ya el carácter de cosa, sino de algo menos que cosa, esto es, de imagen o representación de la cosa.

Es importante prestar atención aquí a las elecciones terminológicas. Al decir que la realidad inmediata tiene el carácter de imagen o de representación no se está diciendo que dicha realidad es lo que las cosas muestran o manifiestan de sí mismas. Se está diciendo justamente lo contrario, a saber: que lo inmediatamente encontrable no es de la cosa, en el sentido de que no procede de la misma, y que por tanto no nos permite deducir la presencia efectiva de cosa alguna. La imagen de la cosa no es la cosa misma ni un elemento perteneciente a la misma, sino algo distinto, desgajado —si podemos expresarnos así— de la cosa.7 Este aspecto es aún más patente en el término ''representación'': la representación no presenta la cosa directamente, sino que se refiere a la cosa en ausencia de la misma (pensemos, por ejemplo, en el concepto de representación política). Tampoco debemos entender esta comprensión de la realidad inmediata en términos de imagen o de representación como si estuviésemos dividiendo la realidad en dos ámbitos yuxtapuestos, el de las imágenes y el de las cosas. En la concepción que estamos analizando, las imágenes no están ''al lado de'' las cosas, sino que las imágenes son de modo inmediato lo único que hallamos, pasando a ser la existencia de cosas y su constitución una incógnita. Al consistir la realidad inmediata en puras imágenes, las cosas son simplemente lo ausente, lo que no se encuentra ni se certifica por ningún lado. Precisamente porque no se certifican de entrada cosas, porque inmediatamente sólo hay imágenes —que son mixtos de ser y no-ser—, es preciso hallar un fundamento, esto es, un soporte o punto de anclaje que nos permita determinar en qué consiste propiamente una cosa. Entiéndase bien: no se trata de buscar las cosas ''tras'' las imágenes, pues de las imágenes, en tanto que desgajadas de las cosas, no es posible saltar a las cosas. Si hay algo así como cosas además de imágenes, i. e., entes con autarquía ontológica, ello será únicamente verificable mediante un rodeo que pase por el fundamento mismo, previo tanto a las imágenes como a las cosas.

En este punto se inserta la cuestión cartesiana de la duda. Repitámoslo: la búsqueda del fundamento supone una devaluación general de los entes, la reducción de los mismos a mixtos de ser y no-ser, a meras imágenes. La realidad inmediata, en tanto que mera imagen (de la cual, como ya ha sido señalado, no es posible saltar a la cosa), es de este modo indistinguible de la pura irrealidad. La precariedad ontológica de las cosas, llevada a su grado máximo, las hace indistinguibles de una quimera. En esta imposibilidad de distinguir lo real de lo irreal consiste la duda cartesiana. Aquí puede ser de utilidad señalar que el término ''duda'' (en latín dubium y dubitatio) proviene etimológicamente de la palabra ''dos''. En este sentido, ''dudar'' significa estar suspendido o indeciso entre dos cosas. Lo contrario de este estado es la decisión (de caedere: cortar, talar), en la cual algo —un estado de cosas dudoso, indeterminado, nebuloso— es tajado, cortado, y de este modo claramente determinado (Cf. Severino, 1980: 390; Martínez Marzoa, 2009: 20-21). Puesto que en la situación que estamos describiendo lo inmediatamente dado, por su condición de mera imagen, no nos da a conocer nada de las cosas ni nos permite determinar sus contornos, a esta situación le es inherente la duda. Ahora bien, hay en esta caracterización de la duda cartesiana algo que parece colisionar no sólo con las interpretaciones más extendidas, sino también con lo que los textos mismos sugieren. Pueden identificarse dos dificultades en este punto:

1. La primera puede formularse del siguiente modo. Acabamos de describir la duda cartesiana como si ella fuese la consecuencia inevitable de un estado de cosas dado. Por el contrario, es unánimamente aceptado entre los estudiosos de Descartes que la duda cartesiana no tiene nada de ''natural'', en el sentido de que ella no se basa o no está fundada en la naturaleza de las cosas (Cf. Gueroult, 1953: I, 40-41; Williams, 1986: 135). Dicho de otra manera: Descartes no se limita a constatar un estado de cosas dudoso, sino que, en un gesto más radical y, por decirlo así, más metafísico, declara todas las cosas sin excepción como falsas y carentes de realidad, no sólo las cosas en sí mismas dudosas, sino también las tenidas por más verdaderas y firmes. Por esta razón recibe la duda cartesiana comúnmente el adjetivo de ''hiperbólica''. ''Hiperbólico'' significa originalmente exagerado, desproporcionado. La duda cartesiana es en este sentido hiperbólica porque no se atiene a la cosa, no respeta ninguna proporcionalidad o medida dada. Esta comprensión de la duda cartesiana, si bien parece contradecir lo dicho hasta ahora, no hace en realidad otra cosa que confirmarlo. Pues el estado de cosas o situación del cual hemos ''derivado'' la duda cartesiana (i. e., el estado de cosas definido por la búsqueda del fundamento) se caracteriza precisamente por consistir en la pura ausencia de cosa. La duda que trae consigo la concepción de lo real expresada en la fórmula ''búsqueda del fundamento'' es necesariamente hiperbólica, pues en dicha concepción la cosa (en tanto que menesterosa de un fundamento) pierde su carácter de medida o criterio, es desposeída de todo valor determinante (Cf. Marion, 1976: 29). Lo que sí rechaza nuestra interpretación es que la duda cartesiana surja de una iniciativa personal, libre y espontánea, como han sostenido algunos autores (especialmente Gueroult; Cf. Gueroult, 1953: I, 40-41). Eso es confundir el relato mismo que Descartes nos ha proporcionado con la lógica interna que rige su pensamiento. Descartes no hace más que articular conceptualmente una situación determinada, una situación de la cual —por ser en ella todas las cosas ontológicamente precarias— se desprende una duda no natural, no basada en una presunta naturaleza de las cosas.

2. La segunda dificultad es aún más seria. Como acabamos de ver, la duda cartesiana es hiperbólica en tanto que no se ajusta a la naturaleza de las cosas. En cuanto tal, la duda no cuestiona simplemente lo que se presenta ya como dudoso, sino también lo que vale como más cierto, como p. ej., las verdades matemáticas. Por otro lado, hemos caracterizado la duda cartesiana como la imposibilidad de distinguir lo real de una quimera. Ahora bien, Descartes mismo declara que las verdades matemáticas son independientes de que la realidad sea o no una quimera o un sueño. La validez de tales verdades no está afectada por semejantes consideraciones, con lo cual una duda verdaderamente radical debe ir más lejos que simplemente declarar la realidad como indistinguible de lo irreal. Y en efecto, con su duda hiperbólica, Descartes llega hasta el punto de —bajo la suposición de un ser todopoderoso que hace que nos engañemos hasta en nuestros razonamientos más seguros y fiables— proclamar la falsedad de las verdades matemáticas. La duda cartesiana parece ser así más hiperbólica de lo que imaginábamos inicialmente: ella no se limita a declarar la precariedad ontológica de los entes (que hace que la realidad sea equiparable a un sueño), sino que llega hasta el extremo de declarar la inconsistencia de la racionalidad misma (Cf. Marion, 1981: 313-346). Todo parece indicar, pues, que en nuestra caracterización de la duda cartesiana nos hemos quedado cortos y hemos pasado por alto precisamente aquello que convierte la duda en hiperbólica. Hemos asumido que la duda surge indefectiblemente de la consideración de las cosas como imágenes, como mixtos de ser y no-ser, mientras que en realidad la duda se extiende más lejos, hasta aquello que no es mera imagen, sino razonamiento. De los dos escalones o estadios que componen la duda hiperbólica, el de las cosas y el de la racionalidad misma, parece que no hemos ido más allá del primero. Con ello la primera objeción que hemos considerado vuelve a ganar fuerza: la duda hiperbólica no puede fundarse en un estado de cosas dado, sino que únicamente puede surgir de una decisión espontánea que —independientemente de cómo sean en realidad las cosas— se arriesga a proclamar la falsedad de incluso lo más verdadero.

Ahora bien, esta objeción sólo es pertinente si se asume que la duda hiperbólica efectivamente se compone de dos escalones o grados diversos, uno referido a las cosas y otro referido a los razonamientos. De acuerdo con esta suposición habría, por así decirlo, una duda hiperbólica ''débil'', que niega sólo la realidad del mundo, y una duda hiperbólica ''fuerte'', que niega también la racionalidad misma. Pero, ¿es esto realmente así? El hecho de que la devaluación universal de los entes a meras imágenes, mixtos de ser y no-ser, deje en principio las verdades matemáticas intactas, no implica que la duda hiperbólica tenga que ''desdoblarse'' (la expresión es de Marion, 1981: 321). Es preciso preguntarse en este punto: ¿qué lleva a Descartes a negar la certidumbre de las matemáticas? ¿Qué otra cosa puede ser, salvo que las verdades matemáticas no sean el fundamento buscado (Cf. Marion, 1981: 336)? Recordemos que el fundamento buscado lo es de las cosas en su totalidad, incluida la racionalidad. ¿Pueden las matemáticas ejercer semejante función? ¿Pueden las verdades matemáticas, por el mero hecho de ser evidentes, ser tomadas por el fundamento último de lo real? Evidencia y carácter fundante no deben ser tomados aquí como sinónimos. Las verdades matemáticas, a pesar de quedar intactas tras la reducción de lo real a meras imágenes, son con respecto al fundamento buscado algo derivado, metafísicamente secundario, y eso —no una presunta falta de evidencia— es lo que las hace objetables (Cf. Marion, 1981: 336). Como señala Marion, lo que está aquí en juego no es la naturaleza de la duda, i. e., si ella es o no capaz de cuestionar lo evidente, sino la naturaleza de la verdad buscada (Cf. Marion, 1981: 339).

Aclarado el aspecto hiperbólico de la duda cartesiana, y antes de pasar a otras cuestiones, es preciso que digamos algo brevemente acerca del otro rasgo comúnmente asociado a la duda cartesiana, a saber, su carácter metódico. Del mismo modo que el rasgo hiperbólico, el rasgo metódico se sigue del tipo de pregunta que guía la investigación cartesiana. Puesto que la tarea consiste en buscar el fundamento, la duda —entendida como indefinición, indecisión— sólo persiste mientras se mantiene la búsqueda. Una vez hallado el fundamento, la duda forzosamente se disipa. Por consiguiente, la duda no vale por sí misma, sino que está subordinada a un determinado objetivo, que es justamente disolverse. El calificativo de ''metódica'' no hace más que aludir a este carácter subalterno (que no accesorio) u ordenado a un fin de la duda. Esto muestra de nuevo claramente en qué medida la duda, lejos de ser un gesto individual e inmotivado, se sigue inevitablemente del tipo de indagación filosófica en que está embarcado Descartes.

 

III

A continuación examinaremos algunos de los pasos mediante los cuales Descartes lleva a cabo la búsqueda del fundamento y abole de este modo la situación o estado de cosas que hemos caracterizado como ''duda''. La realidad inmediata, en tanto que menesterosa de un fundamento que asegure su carácter real, ha resultado ser mera imagen o representación y, por consiguiente, indistinguible de lo irreal. Que lo real como imagen sea indistinguible de lo irreal significa que lo que los distingue sólo puede ser —como ha señalado Williams— una diferencia ''enteramente extrínseca'' (Williams, 1986: 129), venida de fuera, y por tanto accidental. Para aclarar esto tomemos como ejemplo (proveniente de Descartes mismo) dos fragmentos del flujo continuo de la vida psíquica, uno perteneciente a un sueño y otro perteneciente a una vivencia ''real''. Si la realidad es esencialmente imagen, lo que hace que el fragmento de vivencia real se distinga del fragmento de sueño sólo puede ser una circunstancia externa. Pero esta circunstancia externa es, como el nombre mismo lo indica, algo puramente advenido y accidental; el fragmento de vivencia real, considerado en sí mismo y sin referencia a nada externo, presenta la misma constitución que el fragmento de sueño (Cf. Williams, 1986: 129). De acuerdo con este ejemplo podemos afirmar que la tarea de Descartes consiste fundamentalmente en establecer una distinción entre lo real y lo irreal que no apele a circunstancias externas (lo que la tradición filosófica llama denominatio extrinseca), de por sí inaccesibles. Esto equivale a decir que lo real debe manifestarse como tal en virtud de sí mismo, sin necesidad de marcas externas. Lo real coincide así con lo evidente, i. e., con lo que es visible (videre) a partir de (prefijo latino ex: a partir de, de, desde, etc.) sí mismo. Puesto que no podemos salir del estado de cosas que hemos denominado ''duda'' refiriendo las imágenes a instancias externas, no queda más remedio —si queremos hallar algo evidente— que ceñirnos a las imágenes mismas, sin consideración de otra cosa. Ninguna imagen en particular puede ser considerada más cierta o más real que las demás, pues todas son, en tanto que meras imágenes, mixtos de ser y no-ser. Si la evidencia no puede, pues, ser predicada de ninguna imagen o representación en particular, entonces lo único que puede ser considerado evidente es el hecho de la representatividad en cuanto tal (Cf. Gueroult, 1953: I, 40). El mero hecho de que haya imágenes constituye una certidumbre que no puede ser dudada, es algo manifiesto por sí mismo. Esta evidencia es lo que se conoce como cogito.

El cogito, entendido como el mero hecho de que hay imágenes, se constituye así como primera certidumbre en la búsqueda filosófica del fundamento. Mas, ¿se trata por ello del fundamento buscado? Si efectivamente lo fuese, su hallazgo traería consigo inmediatamente la completa abolición de la duda. Mas eso no es exactamente lo que ocurre, como vamos a mostrar a continuación. En el cogito la duda, por decirlo así, cobra conciencia de sí misma (Cf. Gueroult, 1953: I, 40; Caton, 1973: 142). La relación puramente exterior y accidental entre las imágenes y las cosas comporta, como ya hemos visto, que la realidad inmediata se haga indistinguible de lo irreal. La duda surge así claramente de la consideración de dos cosas diversas, heterogéneas, lo cual confirma una vez más el nexo indisoluble (no sólo en sentido etimológico) entre duda y dualidad, o duda y diferencia (Cf. Severino, 1980: 399). Ahora bien, si la atención se centra exclusivamente en la imagen (o representación) en cuanto tal, dejando de lado toda posible relación con algo heterogéneo, la duda es imposible (Cf. Gueroult, 1953: I, 36). Al no haber aquí alternativa posible, la imagen en sí misma, por muy indistinguible de una ficción que ella sea, presenta una evidencia insoslayable. El cogito en este sentido no es más que la constatación de la evidencia (i. e., el ''ser visible a partir de sí mismo'') inherente a la representatividad en cuanto tal, considerada única y exclusivamente en sí misma. Se ha afirmado repetidas veces que con la formulación del cogito Descartes da por primera vez expresión filosófica a la subjetividad. La afirmación nos parece en principio justa, a condición de no interpretar dicho hallazgo como el de una realidad particular dada, yuxtapuesta a la realidad de las cosas. El cogito o la mente es la realidad misma de las cosas, pero consideradas como caedizas, precarias, inconsistentes (Cf. Martínez Marzoa, 1994: II, 54). Como ya hemos señalado, las cosas llevadas a su grado máximo de precariedad ontológica dejan de ser cosas y pasan a ser imágenes o representaciones. La mente no es entonces otra cosa que el elemento simple que engloba todas las representaciones; acerca de él no cabe duda alguna, pues es simple, y en cuanto tal no hay en él composición o diferencia alguna que permita el surgimiento de la duda (Cf. Gueroult, 1953: I, 36).

No obstante, la mente no puede ejercer de fundamento originario. Como primera certidumbre, el cogito (o la afirmación de la realidad de la mente) constituye un paso necesario para poder disipar la duda, pero no suficiente. ¿Por qué? Justamente porque la duda, como acabamos de observar, implica dos términos y la indubitabilidad del cogito o de la mente reside en que es una realidad simple, sin discontinuidades ni interrupciones.8 Esto explica por qué la ficción del genio maligno sigue vigente tras el establecimiento del cogito. La suposición de un engaño universal, orquestado por una instancia todopoderosa, es perfectamente compatible con la realidad incuestionable del cogito (Cf. Gueroult, 1953: I, 155-156). Mostrar la imposibilidad de un engaño universal requerirá, por tanto, hallar una certidumbre en la que estén implicados dos términos, o que comporte una cierta relación. Dicho de otra manera: el engaño sólo puede ser eliminado mediante su contrario, la verdad, y la verdad, como bien se sabe, es algo propio de relaciones, no de términos simples. Al carácter dual de la duda le corresponde el carácter compuesto o, si se quiere, sintético (del griego synthesis: composición) de la verdad.

Observemos cómo Descartes, una vez establecida la indubitabilidad del cogito, lleva a cabo la disolución definitiva de la duda. Hemos visto cómo la exterioridad de las cosas con respecto a las imágenes o representaciones obliga a Descartes a ceñirse estrictamente al ámbito simple e indiviso de lo único que propiamente se da, i. e., la representatividad. Para disipar la duda, Descartes tiene forzosamente que permanecer en este ámbito, si no quiere incurrir en un circulus in probando. Dicho de otra manera: Descartes no puede invocar una instancia externa al cogito para demostrar que hay verdad en el sentido de adaequatio rei et intellectus. Eso significa que si, tal como lo requiere la articulación dual de la verdad, hay que establecer un nexo con una realidad extramental, dicho nexo ha de constituirse desde ''dentro'' de la mente misma. La única manera de llevar a cabo esta tarea consiste en localizar, entre las representaciones disponibles, el vestigio o la huella inequívoca de una realidad que no pueda tener su origen únicamente en el cogito. En otras palabras: ha de haber una representación que, en virtud de propio contenido, nos permita concluir la existencia de una realidad que exceda al cogito mismo, que desborde su ámbito. Ahora bien, hemos señalado ya que las imágenes están constitutivamente desligadas de todo objeto, de tal modo que ellas no permiten concluir la existencia de nada externo a las mismas. La representación en cuestión deberá por tanto estar unida por un vínculo interno a su referente, lo cual equivale a decir que dicha representación no es simplemente representación o imagen, sino el aparecer de la cosa misma.

¿De qué representación se trata? Antes de pasar directamente a la respuesta, es preciso hacer algunas observaciones. Hemos mostrado ya en qué medida la exterioridad o accidentalidad del nexo que une a las representaciones con sus objetos depende de una concepción general de los entes como ontológicamente precarios. Como ya sabemos, la terminología aquí empleada de ''representación'' e ''imagen'' no designa otra cosa que esa precariedad llevada al extremo, de modo que al hablar de una representación particular nos referimos a algo que, por su carácter insustancial, no nos permite deslindar o fijar una realidad autosuficiente. Lo que por tanto distingue dicha representación de otra sólo puede ser una operación externa (recordemos el ejemplo invocado más arriba), como el acto arbitrario de dividir una línea en diversos segmentos. Por consiguiente, si ha de haber una representación unida por un vínculo interno a su referente, dicha representación no puede ser una realidad dada entre otras, de contornos puramente accidentales. La representación en cuestión no puede serlo de una cosa particular, finita, limitada, pues toda representación de ese tipo se distingue de las demás de modo puramente contingente. La representación buscada no puede por consiguiente ser otra que la idea de lo más real, de lo real sin restricciones, o si se quiere, del infinito. En el caso de la idea del infinito no es posible escindir imagen y cosa: la imagen y la cosa misma coinciden. Esto significa nada más y nada menos que lo siguiente: cuando nos representamos el infinito contemplamos el infinito tal cual es, a pesar de que por nuestra limitación constitutiva no lo podamos comprender.9

¿Qué autoriza a Descartes a dar este paso? ¿Por qué está la idea de lo real sin restricciones necesariamente conectada con su referente? ¿Acaso no es concebible suponer que nuestra representación del infinito no sea más que una mera aproximación, una metáfora o un símbolo que alude de modo indirecto a su objeto? ¿No cabe también pensar que dicha idea haya sido forjada por nuestra imaginación? Para responder adecuadamente estas cuestiones es necesario mostrar que la idea/representación de lo real sin restricciones (o infinito) no es, estrictamente hablando, una representación entre otras, sino más bien la condición previa de toda representación particular. Recordemos lo que dijimos más arriba acerca del fundamento: la búsqueda del mismo devalúa la solidez ontológica de las cosas dadas. De ahí se sigue que la concepción general de los entes como ontológicamente precarios sólo es posible si estos están ya de entrada referidos a una realidad autosuficiente, con respecto a la cual ellos se forman y se constituyen (Cf. Martínez Marzoa, 1994: I, 233-234). Sólo es posible hablar de representaciones como mixtos de ser y no-ser si desde el principio nuestro intelecto tiene, por decirlo así, acceso al ser como tal, al ser sin límites, el cual se evidencia de este modo como el apriori de todo contenido particular.10 Así, nuestra representación del infinito y el infinito mismo no pueden estar unidos por un vínculo puramente externo y accidental, pues si lo estuviesen la idea de infinito sería una idea entre otras. Mas eso es imposible, porque las representaciones particulares se definen como tales con respecto a la noción de infinito, de la cual ellas, en tanto que particularizaciones suyas, proceden o derivan.

La idea de lo real sin restricciones coincide en Descartes con lo que suele entenderse bajo el término ''Dios''. Dios es por tanto —en la época de la filosofía inaugurada por Descartes— el nombre que corresponde a la vez a lo real por antonomasia y al fundamento buscado. ¿Qué hemos logrado con ello? Ciertamente, identificar a Dios con el fundamento buscado no parece una hazaña tan extraordinaria, habida cuenta que Dios es ya comúnmente entendido como el creador de todas las cosas. El logro de Descartes está en otro lugar, a saber, en haber articulado el concepto de una representación unida por un vínculo intrínseco con su referente y en haber captado dicha representación como la condición previa de todo representar. A esta representación le corresponde sin lugar a dudas la función de fundamento originario, pues en ella la exterioridad de la imagen y la cosa —que caracteriza a la realidad inmediata, caediza, insustancial— se abole en favor de un nexo intrínseco, imposible por tanto de ser dudado.

¿Cómo logra exactamente la articulación cartesiana del fundamento disipar la duda hiperbólica? Dicho de otra manera, ¿en qué sentido permite la idea de una representación unida por un vínculo intrínseco a su referente eliminar la suposición de un engaño universal? El carácter intrínseco de dicho vínculo no deja espacio alguno para la duda, pues ésta obtiene toda su fuerza precisamente del hecho de que, tal como ocurre en el caso de lo real inmediato, la imagen está constitutivamente desligada de todo objeto. La exterioridad, i. e., el carácter puramente accidental del vínculo entre imagen y cosa, constituye la grieta por la que la duda se cuela. Al abolirse esta distancia entre ambos términos —tal como ocurre en la noción de infinito—, la duda forzosamente desaparece. Pero con ello la cuestión no está enteramente resuelta, pues no se pregunta por qué esta idea es indudable y las otras no, sino más bien cómo puede el carácter indudable de esta idea disipar la duda en el resto de representaciones. La clave estriba en que esta idea constituye, como ya hemos indicado, la matriz de todas las demás. Si todas las ideas se forman con respecto a la noción de lo real sin restricciones, si toda representación no es otra cosa que una particularización de esta representación primigenia, entonces la idea de un engaño con carácter universal es imposible, siendo la realidad y el engaño conceptos mutuamente excluyentes.11 Como mucho cabrá hablar de engaño a nivel local, parcial, etc., pero en ningún caso en sentido universal. El problema que pasa a tener Descartes tras haber establecido la indubitabilidad de la idea de lo real sin restricciones es precisamente dar razón del error, de la falsedad y de la confusión.12 Al haber disipado la idea del engaño universal no parece quedar espacio ni tan siquiera para un engaño local, pues ¿de dónde puede surgir tal engaño, si todo contenido particular tiene su origen en la noción apriórica de una realidad sin límites? Se entiende también así algo que señalamos más arriba, a saber, que la comprobación de si efectivamente existe algo ''además'' de meras imágenes sólo es posible a través de un rodeo o desvío que pase por el fundamento mismo. Puesto que las imágenes, consideradas en sí mismas, propiamente no remiten a nada, la idea de una correspondencia entre imágenes y cosas sólo puede estar garantizada por un tercero que, en tanto que origen común de ambas, asegure su concordancia. De este modo, las ideas son ideas de algo —y dejan así de ser meros mixtos de ser y no-ser— en Dios como matriz universal de todo contenido particular, el cual pasa así a ser concebido no meramente como causa u origen (nociones inevitablemente oscuras), sino ante todo como una estructura omniabarcadora (Cf. Martínez Marzoa, 1999: 9-10). Esta concepción del ser sin límites como orden y estructura se afianzará en las filosofías posteriores a Descartes, como tendremos ocasión de ver más abajo a propósito de Spinoza y Leibniz.

Falta todavía aclarar una cuestión, a saber: ¿qué ocurre exactamente con el cogito una vez establecida la indubitabilidad de la noción de lo real sin restricciones? Recordemos que el cogito fue ya desestimado como fundamento, debido a que su existencia es compatible con la suposición de un engaño universal. Por lo demás, la idea del infinito se ha mostrado como la matriz universal a partir de la cual se forma el resto de contenidos. En consecuencia, debemos asumir que el cogito se constituye igualmente a partir de esta matriz universal (Cf. Descartes, 1964-1974: VII, 51-52). Ahora bien, el cogito fue caracterizado como el ámbito indiviso que engloba todas las imágenes-representaciones. Con el establecimiento de la idea de infinito como el fundamento buscado, este carácter englobador pasa inevitablemente del cogito a Dios, con la diferencia de que en Dios las representaciones no son meras imágenes, mixtos de ser y no-ser, sino representaciones verdaderas, fundadas, en conformidad con objetos externos. A consecuencia de este traspaso de funciones, el cogito mismo pasa entonces a figurar entre las imágenes o representaciones particulares, al cual le corresponde también un correlato externo, digamos su cuerpo. Mas el cogito es también imagen en otro sentido. Entendido como el hecho mismo de la representatividad, el cogito precede esencialmente a todo contenido representativo particular, y en este sentido presenta una clara similitud con la noción de infinito. El cogito es así esencialmente imagen de Dios.13 Observemos que Descartes reserva para esta relación los rasgos que él niega a la relación entre las imágenes y las cosas, a saber: similitud, semejanza, analogía, etc. El cogito no puede ser captado por tanto como un mera cosa entre cosas, sino más bien como la manifestación concreta del infinito en medio de las cosas; esto explica la ambigüedad esencial que acompaña al concepto de sujeto durante todo el pensamiento moderno, y que alcanza su apogeo con la idea hegeliana del concepto-sujeto como coincidencia de universalidad y singularidad. Mas de este asunto y sus innumerables ramificaciones no podemos ocuparnos en el marco de este breve estudio. Con ello concluimos nuestras reflexiones acerca de la duda en Descartes y pasamos a la cuestión de su pervivencia (o no) en las filosofías de Spinoza y Leibniz.

 

IV

Tras todo lo dicho hasta aquí ha quedado claro en qué medida la cuestión de la duda en Descartes debe ubicarse forzosamente en el principio de su reflexión filosófica, y no en el medio o al final. Siguendo a Marion, hemos caracterizado dicha reflexión filosófica como la búsqueda del fundamento. Se ha mostrado, además, que la situación de irresolución e inestabilidad que designa la voz ''duda'' se deriva necesariamente del contexto definido por esta búsqueda. Ahora bien, hemos visto asimismo cómo la articulación cartesiana del fundamento hace que la cuestión inicial se desplace y que lo problemático no sea ya la verdad misma o la certidumbre, sino más bien su contrario, el error. Cabe entonces preguntarse: ¿Qué espacio puede quedar para la duda en la investigación filosófica, una vez ha quedado establecido que sólo la idea (indubitable) de lo real sin restricciones puede oficiar —tanto epistémica como ontológicamente— de fundamento? Mas antes de dar respuesta a esta pregunta es preciso adelantar la siguiente observación, que servirá de guía en las reflexiones que siguen: El destino de la duda en el poscartesianismo —y, nos atrevemos a decir, en todo el pensamiento moderno— depende de modo crucial de cómo se articule y conciba el comienzo de la investigación filosófica.

A diferencia de Descartes, cuyo pensamiento comienza con la duda y la indefinición, Spinoza comienza con la definición.14 En el Tractatus de intellectus emendatione Spinoza observa: ''La vía correcta para investigar consiste, pues, en formar pensamientos a partir de una definición dada (cursivas mías, J.S.L.), lo cual tendrá lugar con tanto más éxito y facilidad cuanto mejor hayamos definido una cosa'' (Spinoza, 1925: II, 34). En esta simple declaración se halla ya en cierta manera contenido in nuce todo lo que distingue a a Spinoza de Descartes. Coherentemente con la misma, Spinoza inicia la Ética con la definición de aquel rasgo que caracteriza esencialmente al fundamento, a saber, el ser causa de sí mismo (causa sui). Es sabido que Descartes ya se había servido de esta formulación para definir la esencia del fundamento, pero lo que importa destacar aquí es ante todo que dicha formulación está ubicada en el arranque mismo del discurso filosófico. El fundamento es así no solamente aquello en lo que las cosas tienen su asiento, ni tampoco simplemente la noción primera del pensamiento (como ya había observado Descartes), sino también y especialmente el primer término, la primera alocución del discurso filosófico mismo. Únicamente la noción claramente definida y determinada de la cosa en cuestión (i. e., el fundamento) puede inaugurar el discurso sobre la misma; el discurso filosófico sólo puede referirse adecuadamente a su objeto si de entrada se instala, por decirlo así, en el mismo.

Las razones de semejante desplazamiento pueden ser encontradas ya en Descartes. Se ha insistido ya suficientemente en que la idea de lo real sin restricciones presenta un vínculo intrínseco con su referente, y por esa razón es imposible dudar de la misma. Como señala Gueroult, el hecho de que la realidad designada por dicha idea esté contenida ya en la misma ''nos dispensa de considerar su correspondencia [de la idea en cuestión, J.S.L] con la cosa'' (Gueroult, 1970: 60 [46]). Así pues, si la apertura del discurso filosófico debe estar encabezada por la determinación de semejante contenido, dotado de una confirmación y justificación internas, entonces todo lo que coherentemente se derive de este contenido tendrá la virtud de ser, por decirlo así, discurso autoverificado, sancionado como cierto independientemente de toda instancia externa. No debe sorprendernos entonces que Spinoza llame al saber que se constituye a través de este discurso autoverificado ''ciencia intuitiva''15. Tradicionalmente, las nociones de intuición y discurso se contraponen; mientras que ''intuición'' designa un acceso cognitivo a las cosas de carácter instantáneo y directo, sin intermediarios de ningún tipo (de modo semejante a la visión directa de una cosa), ''discurso'' designa un modo de conocimiento indirecto, mediado por signos, y que —a consecuencia de su carácter indirecto, diferido— tiene lugar en un transcurso temporal. Pues bien, en Spinoza, el carácter intuitivo de la ciencia del fundamento y su necesaria articulación discursiva, i. e., por medio de un encadenamiento sucesivo de razones, pruebas, etc., no se contradicen. Lo discursivo no desmiente aquí lo intuitivo, pues se trata de un encadenamiento discursivo que, a diferencia de los demás, no se refiere de manera exterior e indirecta a su objeto, sino que lo ''contiene'' o lo ''encierra'' ya en sí mismo desde el principio (Cf. Gueroult, 1974; 467-471).

Como cabe esperar, no hay en semejante planteamiento espacio alguno para la duda metódica, tal como Descartes la concibe. La posición inicial de la idea de lo real sin restricciones, no solamente en el orden del ser, sino en el orden del discurso mismo, hace totalmente innecesaria una operación escéptico-destructiva preliminar que separe lo absolutamente cierto de lo dudoso. Dicha separación viene ya dada por la idea de lo real sin restricciones; ella misma se distingue de todo contenido dudoso, pues contiene en sí la garantía de su verdad. Y lo que vale para dicha idea vale igualmente para todo aquello que de modo consecuente y necesario se sigue de ella. Lo que el discurso despliega a partir de la idea (autoverificada) del fundamento debe seguirse de ella de la misma manera que las propiedades del triángulo se siguen de la idea del triángulo. Por consiguiente, si es imposible dudar de la noción de lo real sin restricciones, igualmente lo es de todo aquello que la scientia intuitiva deriva (sin interrupciones) de su definición. Observemos que la imposibilidad de dudar estriba aquí en el hecho de que el discurso propiamente no abandona nunca su contenido inicial, definido o delimitado con claridad al comienzo. Dicho de manera más llana: no hay aquí riesgo alguno de error porque se está hablando siempre de lo mismo. Puesto que todo lo que el discurso filosófico efectivamente dice y expresa lo hace partiendo exclusivamente de una noción vinculada intrínsecamente con su referente real, no es posible que el discurso incurra en falsedades, por lo menos mientras no interrumpa el desarrollo deductivo inicialmente fijado por la definición de su objeto.

Se entiende así también que Spinoza rechace firmemente la posibilidad de una duda fruto del libre arbitrio. La idea de una suspensión del juicio o epoché libre, desligada de todo contenido dado, es según Spinoza un contrasentido (Cf. Spinoza, 1925: II, 131-136).16 Propiamente sólo se puede dudar de aquello que en sí mismo ya es dudoso; lejos de ser el fruto de una decisión libre, el estado anímico de inestabilidad e indecisión en que consiste la duda no es más que el correlato forzoso de un contenido oscuro, mutilado o borroso. El asentimiento y la denegación son rasgos inherentes a los contenidos mismos; dudamos de aquello que tenemos razones para dudar y aceptamos como evidente aquello que se presenta como tal. Por otra parte, hemos visto que la idea de lo real sin restricciones y todo aquello que se sigue de ella no son susceptibles de duda. Por consiguiente, dado que la indubitabilidad de un contenido dado proviene de su estar referido al fundamento, dudoso será todo aquello que se presente aislado, inconexo, separado del encadenamiento discursivo. De esta índole son justamente los contenidos de la imaginación y de la percepción, frente a los contenidos de la razón. Los contenidos de la imaginación y de la percepción sensible son esencialmente conglomerados arbitrarios, mixturas caóticas sin cohesión interna. Los contenidos de la razón, por el contrario, se presentan y se organizan según un riguroso orden deductivo. Tanto en un caso como en el otro, la libertad de dudar está excluida: no está en mis manos tomar las ficciones de la imaginación como evidentes, de la misma manera que no puedo poner en duda libremente los encadenamientos deductivos de la razón.

Spinoza da de este modo con la clave del error de las filosofías anteriores. El error fundamental cometido hasta ahora ha consistido en empezar por donde no toca y tomar lo derivado por el principio.17 Como ya hemos señalado repetidas veces, la búsqueda del fundamento rebaja la solidez ontológica de los entes, reduciéndolos a mixtos de ser y no-ser. Por consiguiente, partir de todo aquello que no sea el fundamento mismo, i. e., comenzar por las cosas en lugar de comenzar por Dios, conlleva inevitablemente no salir jamás del círculo de las imágenes y de la duda que le es inherente. Vemos por tanto que la duda hiperbólica no se desvanece en Spinoza, sino que se transmuta. Indicamos más arriba que la duda hiperbólica es tal porque no se ajusta a la cosa misma, porque no respeta ninguna norma o proporcionalidad dada; la duda hiperbólica es, de este modo, el reverso de un saber que podríamos calificar igualmente de ''hiperbólico'', por cuanto no toma como norma o vara de medir las ''cosas'', sino Dios. Podemos atribuir a Spinoza el haber intentado elaborar un saber de este tipo, i. e., un saber que, a diferencia del resto de saberes particulares, no toma como punto de partida cosa dada alguna y perturba así el orden del sentido común. Para ser por tanto rigurosamente exactos, debemos decir que el pensamiento de Spinoza, lejos de excluir la duda hiperbólica, es la expresión más acabada de la misma. Si no hay sitio para ella en el interior del sistema no es porque ella esté ausente, sino todo lo contrario, porque ella gobierna implícitamente el despliegue discursivo mismo.

 

V

Acabamos de ver que en Spinoza la duda hiperbólica no desaparece, sino que más bien se consuma. Algo semejante ocurre en Leibniz, si bien con consecuencias totalmente diversas, e incluso opuestas. El origen de la divergencia reside, como ya anunciamos más arriba, en el modo de concebir y articular el comienzo mismo de la investigación filosófica. En el caso de Spinoza, se ha mostrado que todo lo que se deriva del comienzo es, por el mero hecho de estar referido a él, estrictamente indubitable. La duda pasa así a ser algo propio de los contenidos sueltos, inconexos, aislados, no integrados en el encadenamiento discursivo. Esta concepción de la duda es en gran medida coherente con la de Descartes: la duda (la irresolución, la indecisión) es inherente a las cosas tal como ellas se presentan de modo inmediato, esto es, como meras imágenes o mixtos de ser y no-ser. Referidos al fundamento, los contenidos dejan de ser meras imágenes y pasan a ser efectos necesarios (y por tanto indubitables) de la noción de lo real sin restricciones. La referencia al fundamento da por tanto a los contenidos una estructura y un orden dados, y eso es precisamente lo que los libera de la duda. Por consiguiente, la indubitabilidad consiste fundamentalmente en una cierta estructuración, en un ordenamiento. Es exactamente en este punto donde se produce la divergencia de Leibniz con respecto a Descartes y Spinoza.

Tanto para Descartes como para Spinoza el carácter cierto de un encadenamiento discursivo proviene en última instancia del contenido intuitivamente captado al inicio del mismo que constituye su basamento y su punto de partida. Dicho de otra manera: la validez de un discurso proviene de algo que a su vez no es de naturaleza discursiva, y en este contenido no-discursivo (o prediscursivo) tiene el discurso propiamente su fundamento (Cf. Sepper, 1996: 117). Sin este elemento prediscursivo al inicio del discurso, éste carecería no sólo de comienzo (pues algo sólo puede comenzar verdaderamente a partir de lo que él no es), sino de referente real. Se trataría de lo que Schelling más tarde llamó un ewiger Kreislauf (Schelling 1976 ss.: I. 2. 85), un circuito eterno cerrado en sí mismo sin vínculo con la realidad. La indubitabilidad, por tanto, que acabamos de atribuir a la estructuración y al ordenamiento, debe ser en realidad atribuida a algo que por su carácter prediscursivo se sustrae a toda estructuración y a todo ordenamiento. Recordemos que en Spinoza el rasgo intuitivo y el rasgo discursivo no se contradicen, debido a que el discurso filosófico comienza con un contenido captable y certificable por sí mismo, y por ende intuitivo. De este modo la intuición, entendida como el límite del discurso, es en última instancia lo que confiere al mismo su ''realidad''. En resumidas cuentas: el discurso, para poder proporcionar acceso cognitivo a lo real, debe forzosamente partir de un principio en sentido absoluto, entendido como algo que no es continuación de otra cosa y se deja captar por sí mismo.

Leibniz no niega la existencia de contenidos simples captables por sí mismos, ni tampoco que dichos contenidos constituyan la base de todo discurso, entendido como un encadenamiento de elementos diversos. Lo que Leibniz niega expresamente es que dichos contenidos simples expresen algo real. ''Real'' es fundamentalmente para Descartes y Spinoza lo que no precisa de otra cosa para poder ser concebido; lo ontológicamente autosuficiente coincide así con lo autointeligible. Ahora bien, que un contenido sea autointeligible se debe, según Leibniz, más bien a su naturaleza abstracta, a que está separado de toda realidad concreta y en virtud de ello se deja captar sin referencia a otra cosa (Cf. Leibniz, 1960-1961: VI, 582; Gueroult, 1953: I, 55). Por consiguiente, lo que Descartes y Spinoza toman por ''real'' y ontológicamente autosuficiente no es otra cosa que un contenido aislado de toda ''realidad''. Leibniz, por el contrario, identifica lo real con lo concreto. ''Concreto'' es aquel contenido que en virtud de su riqueza y complejidad no se deja aprehender intelectualmente de modo instantáneo; a semejante contenido sólo se puede acceder cognitivamente por medio de un discurso, es decir, no en virtud de una captación inmediata, sino de manera indirecta y ''ciega'', a través de un encadenamiento de contenidos articulado sígnicamente (Cf. Martínez Marzoa, 1991: 46). Si cabe hablar aún entonces de una captación intuitiva de lo real (i. e., de una imagen o representación que coincide con su objeto), ello no puede tener el sentido de un límite del discurso o de aprehensión directa de un contenido prediscursivo, sino que sólo puede designar la idea de un discurso completo que ''abraza'' la totalidad concreta de lo real y es uno con la misma (Cf. Martínez Marzoa, 1991: 62-65). En otras palabras: la intuición, entendida como aprehensión directa de lo real, no es en Leibniz lo contrario del discurso, sino la máxima realización del discurso, el discurso perfecto. Puesto que no tenemos conocimiento fáctico de algo semejante —se trataría de algo así como el entendimiento divino—, sólo se puede hablar de ello en sentido hipotético (Cf. Martínez Marzoa, 1991: 65-66).

La consecuencia más inmediata de esta nueva concepción de las relaciones entre discurso e intuición es que, propiamente hablando, el discurso filosófico no puede tener un comienzo. Puesto que la intuición no es lo contrario del discurso, sino que ella equivale al discurso completo, un discurso dado no puede estar limitado más que por otro discurso. Dicho de otra manera: ningún discurso comienza absolutamente, a partir de una noción unida intrínsecamente con su referente (i. e., una intuición en sentido cartesiano-spinoziano), sino que todo comienzo de un discurso es ya en cierto modo la continuación de otro. Esto explica la perplejidad que reina aún entre los estudiosos de Leibniz ante el hecho de que su pensamiento, a pesar de que la naturaleza sistemática del mismo está fuera de toda duda, no presenta ningún basamento o punto de partida claro e incontestable —a diferencia, quizás, de Descartes y Spinoza (Cf. Krämer, 1991: 221-224; Serres, 1968: 26 ss)—. El mismo Leibniz ha afirmado: ''In situ omni est ordo, sed arbitrarium est initium'' (Leibniz, 1903: op. 545). Justamente porque realidad (sin restricciones) y estructura son, según Leibniz, términos intercambiables, no es posible encontrar un punto en el que la estructura como tal empiece a ser. En ausencia de un comienzo absoluto, el discurso filosófico mismo —como ha señalado justamente Serres— no puede consistir en otra cosa que en una pluralidad de acercamientos fragmentarios, de enfoques diversos de una misma estructura/realidad (Cf. Serres, 1968: 392 ss).

¿Qué se sigue de ello con respecto al tema que nos ocupa, la duda? Ya observamos que la cuestión de la duda está íntimamente ligada al problema del comienzo de la reflexión filosófica. Pues bien, el hecho de que no haya comienzo absoluto según Leibniz comporta que tampoco hay certidumbre absoluta, pues ésta sólo puede corresponder al discurso perfecto, omniabarcador, idéntico con la totalidad concreta de lo real (cuyo conocimiento exhaustivo sobrepasa nuestras facultades). Si no tenemos acceso a semejante certidumbre absoluta y sólo cabe hablar de ella en sentido hipotético, entonces todo es, en mayor o menor medida, dudable. Esto exlica por qué para Leibniz —por razones distintas a las de Spinoza— la duda cartesiana, entendida como una operación escéptico-destructiva preliminar, es totalmente superflua y prescindible (Cf. Couturat, 1961: 94-96), pues dicha operación sólo tiene sentido si ella nos ha de conducir a un contenido absolutamente indubitable. El rasgo metódico de la duda, como ya indicamos más arriba, consiste en que ella se disuelva; mas si no hay certeza absoluta (pues tampoco hay comienzo absoluto), entonces no hay modo de disolver completamente la duda, y entonces la duda, desde un punto de vista metodológico, carece de sentido. Vemos por tanto que la ausencia de la duda en Leibniz —o la ausencia de un lugar para la misma en su sistema— no hace más que evidenciar su omnipresencia. De modo semejante a Spinoza, la desaparición de la duda en Leibniz como elemento de la doctrina filosófica certifica, en realidad, la plena asunción de la misma.

Concluiremos este estudio con las siguientes observaciones. A lo largo de esta investigación se ha insistido en que la duda cartesiana, lejos de ser el gesto espontáneo y libre de un individuo, es un aspecto esencial de una situación filosófica determinada, situación convencionalmente designada como ''edad moderna''. Hemos tratado de caracterizar dicha situación por medio de diversos abordajes, enfatizando en todo momento la devaluación o rebajamiento general de los entes que ella comporta. La duda se ha mostrado, entonces, como el corolario de este estado de cosas: duda es esencialmente irresolución, oscilación entre dos términos, y dicha oscilación es inevitable cuando las diferencias entre las cosas, a causa de su precariedad ontológica, se diluyen. La tarea fundamental del pensar filosófico inmerso en esta situación es entonces construir una noción de realidad compatible con esta disolución general de los entes. Se entiende así que a la destrucción de las certidumbres en Descartes le siga el establecimiento de la idea de infinito (o de lo real sin restricciones) como certidumbre fundamental, o que en Spinoza la negación de la substancialidad de todo ente particular comporte la afirmación de una substancia omnienglobante, de la que todo ente particular es un modo. De modo análogo debe entenderse el así llamado ''multiperspectivismo'' de Leibniz, es decir, como la afirmación de un todo omnienglobante, pero que se reproduce en función de los distintos puntos de vista desde los cuales se lo considera. De estos ejemplos se desprende claramente que la afirmación moderna de un ente total es —como ya lo ha observado Martínez Marzoa— el correlato necesario de la disolución de los entes (Cf. Martínez Marzoa, 1999: 9-10). Asimismo podemos decir: la duda (la irresolución, el titubeo) es de modo paradójico el reverso de una certidumbre o de un saber sin restricciones, absoluto. Ya se ve en qué dirección va esto: el idealismo alemán, y en concreto Hegel. Baste este apunte para indicar que la historia de la duda cartesiana no termina en Leibniz; ella se prolonga más allá y determina el curso de la filosofía moderna hasta llegar a nuestros días. La reconstrucción detallada de esta historia es una tarea todavía pendiente de realización; considérense por tanto las reflexiones previas como una humilde contribución a ese proyecto.18

 


* El artículo es resultado de una investigación financiada por la fundación Fritz Thyssen Stiftung y llevada a cabo en la Freie Universität de Berlin.

1 Entre las investigaciones que han indagado el carácter específicamente ''fundacional'' del proyecto filosófico de Descartes, quisiéramos destacar aquí las de Caton (1973), Marion (1981) y Williams (1986).

2 Cf. Marion (1981: 20): ''Le fondement ne devient une question pour la pensée que sous la figure du fondement recherché (...)''.

3 Así puede entenderse la siguiente famosa declaración de Descartes en las Meditationes (Cf. Descartes, 1964-1974: VII, 24): ''Nihil nisi punctum petebat Archimedes, quod esset firmum & immobile, ut integram terram loco dimoveret; magna quoque speranda sunt, si vel minimum quid invenero quod certum sit & inconcussum''. Observemos el contraste en la segunda parte entre ''magna'' y ''minimum''; el fundamento requerido no consiste en ''varias cosas'', sino más bien en algo ''mínimo'', i. e., algo distinto de todo contenido ''positivo'', y en ese algo ''mínimo'' tiene su fundamento lo ''mucho'', lo ''vario''.

4 No se trata por tanto simplemente del fundamento de las ciencias, como se ha afirmado en muchas ocasiones. Nos adherimos de este modo a la posición sostenida por Caton, según la cual la investigación de las Meditationes aporta el fundamento de una ciencia o de un saber que, al menos en el caso de Descartes, ya existe. De acuerdo con Caton, esto convierte a dicha investigación en una suerte de ''recapitulación'', cuyo carácter ''fundacional'' consiste precisamente en ''its capacity to unify the ontological and epistemological orders'' (Caton, 1973: 107).

5 Concepción que, según Martínez Marzoa, tiene su origen en el vuelco de Grecia al helenismo (Cf. Martínez Marzoa, 1994: I, 233-235).

6 Debo estas consideraciones sobre la naturaleza de la imagen en gran medida a las agudas reflexiones de Alexander García Düttmann presentadas en las jornadas Sichtbar machen. Praktiken visuellen Denkens, que tuvieron lugar en el Institute of Cultural Inquiry (ICI) de Berlín del 15 al 17 de diciembre de 2012.

7 Cf. Düttmann (2000: 27): ''The image, a mere trail and thus different to what it represents, maintains itself on the verge of indeterminacy and designates the limit of nothingness [...] Hence, an image proves to be independent of the object it represents because it is not simply determined by the nature of its object''.

8 Esta afirmación puede parecer objetable si se tiene en cuenta el carácter reflexivo, y por tanto desdoblado, del cogito (Cf. Caton, 1973: 135). Pero a pesar de que el cogito se constituya como tal —como bien ha señalado Caton— en una vuelta del pensamiento sobre sí, ello no desmiente su carácter unitario. La gran dificultad del concepto moderno de sujeto reside precisamente —como los pensadores del idealismo alemán ya observaron— en que su carácter unitario difiere radicalmente de toda unidad inerte, inmóvil, carente de vida, propia de una cosa.

9 Cf. Descartes (1964-1974: VII, 46): ''Nec obstat quod non comprehendam infinitum, vel quod alia innumera in Deo sint, quae nec comprehendere, nec forte etiam attingere cogitatione, ullo modo possum; est enim de ratione infiniti, ut a me, qui sum finitus, non comprehendatur; & sufficit me hoc ipsum intelligere, ac judicare, illa omnia quae clare percipio, & perfectionem aliquam importare scio, atque etiam forte alia innumera quae ignoro, vel formaliter vel eminenter in Deo esse, ut idea quam de illo habeo sit omnium quae in me sunt maxime vera, & maxime clara & distincta''.

10 Cf. Descartes (1964-1974: VII, 45-46): ''Nec putare debeo me non percipere infinitum per veram ideam, sed tantum per negationem finiti, ut percipio quietem & tenebras per negationem motus & lucis, nam contra manifeste intelligo plus realitatis esse in substantia infinita quam in finita, ac proinde priorem quodammodo in me esse perceptionem infiniti quam finiti, hoc est Dei quam mei ipsius. Qua enim ratione intelligerem me dubitare, me cupere, hoc est, aliquid mihi deesse, & me non esse omnino perfectum, si nulla idea entis perfectionis in me esset, ex cujus comparatione defectus meos agnoscerem?''. Véanse al respecto las agudas reflexiones de Marion (1981: 401): ''De fait, l'idée de l'infini, unique et incomparable, suffit à faire éclater tout le modèle de la cogitatio qu'avait mis en oeuvre la science du code, et à ouvrir l'ego sur un domaine que ne régit plus sa maîtrise. De fait, l'absolu se manifeste par une expérience extatique qui impose à l'ego de ne plus cogiter, ni regarder (intueri), mais d'admirer et d'adorer (...)''. Cf. también: Caton, 1973: 130.

11 Cf. Descartes (1964-1974: VII, 52): ''Ex quibus patet illum fallacem esse non posse; omnim enim fraudem & deceptionem a defectu aliquod pendere, lumine naturali manifestum est''.

12 De dicha cuestión se ocupa Descartes, como es bien sabido, en la cuarta meditación.

13 Respecto al concepto de similitudo Dei, Cf. Marion, 1981: 400-424.

14 Aspecto tratado en detalle por Kopper, 2004: 38-42.

15 Para un tratamiento exhaustivo de la ciencia intuitiva (o tercer género del conocimiento) en Spinoza, Cf. Gueroult, 1974: 416-486.

16 Véanse al respecto las agudas consideraciones de Mason, 1997: 93-108.

17 Cf. Spinoza (1925: II, 93-94): ''Cujus rei causam fuisse credo, quod ordinem Philosophandi non tenuerint. Nam naturam divinam, quam ante omnia contemplari debebant, quia tam cognitione, quam natura prior est, ordine cognitionis ultimam, & res, quae sensuum objecta vocantur, omnis priores esse crediderunt (...)''.

18 Quisiera expresar aquí mi profundo agradecimiento a la fundación Fritz Thyssen Stiftung por su generosa ayuda financiera, la cual ha posibilitado la investigación de la que ha surgido este artículo.


 

Bibliografía

1. Caton, H. (1973) The Origin of Subjectivity. An Essay on Descartes, New Haven and London: Yale University Press.         [ Links ]

2. Couturat, L. (1961) La logique de Leibniz, Hildesheim: Olms.         [ Links ]

3. Descartes, R. (1964-1974) OEuvres de Descartes, ed. Ch. Adam y P. Tannery, 11 vol., Paris: Vrin/C. N. R. S.         [ Links ]

4. Düttmann. A. G. (2000) ''Lifeline and self-portrait'', en: Gill, C. B. (ed.), Time and the image, Manchester: Manchester University Press.         [ Links ]

5. Gueroult, M. (1953) Descartes selon l'ordre des raisons, 2 vol., Paris: Aubier.         [ Links ]

6. Gueroult, M. (1968) Spinoza I: Dieu, Paris: Aubier.         [ Links ]

7. Gueroult, M. (1974) Spinoza II: L'âme, Paris: Aubier.         [ Links ]

8. Gueroult, M. (1970) Etudes sur Descartes, Spinoza, Malebranche et Leibniz, Hildesheim: Olms.         [ Links ]

9. Kopper, J. (2004) Das Unbezügliche als Offenbarsein. Besinnung auf das philosophische Denken, Frankfurt am Main: Peter Lang.         [ Links ]

10. Krämer, S. (1991) Berechenbare Vernunft. Kalkül und Rationalismus im17. Jahrhundert, Berlin/New York: De Gruyter.         [ Links ]

11. Leibniz, G. W. (1960-1961) Die philosophischen Schriften von Leibniz, ed. C. I. Gerhardt, reimpresión Hildesheim: Olms.         [ Links ]

12. Leibniz, G. W. (1903) Opuscules et fragments inédits de Leibniz. Extraits de manuscripts de la Bibliothèque royale de Hanovre, ed. L. Couturat, Paris: Alcan.         [ Links ]

13. Marion, J.-L. (1975) Sur l'ontologie grise de Descartes. Savoir aristotélicien et science cartésienne dans les Regulae, Paris: Vrin.         [ Links ]

14. Marion, J.-L. (1981) Sur la théologie blanche de Descartes, Paris: PUF.         [ Links ]

15. Martínez Marzoa, F. (1991) Cálculo y ser (Aproximación a Leibniz), Madrid: Visor.         [ Links ]

16. Martínez Marzoa, F. (1994) Historia de la filosofía, 2 vol., Madrid: Istmo.         [ Links ]

17. Martínez Marzoa, F. (1999) Heidegger y su tiempo, Madrid: Akal.         [ Links ]

18. Martínez Marzoa, F. (2009) Pasión tranquila. Ensayo sobre la filosofía de Hume, Madrid: A. Machado Libros.         [ Links ]

19. Mason, R. (1997) The God of Spinoza: A Philosophical Study, Cambridge: Cambridge University Press.         [ Links ]

20. Micraelius, J. (1966) Lexicon philosophicum terminorum philosophis usitatorum, Düsseldorf: Stern/Verlag Janssen & Co.         [ Links ]

21. Schelling, F. W. J. (1976 ss.) Historisch-kritische Ausgabe, im Auftrag der Schelling-Kommission der Bayerischen Akademie der Wissenschaften, hrsg. v. H. M. Baumgartner, W. J. Jacobs, H. Krings u. H. Zeltner, Stuttgart: Fromann Holzboog.         [ Links ]

22. Sepper, D. L. (1996) Descartes's Imagination. Proportion, Images, and the Activity of Thinking, Los Angeles: University of California Press.         [ Links ]

23. Serres, M. (1968) Le système de Leibniz et ses modèles mathématiques, Paris: P.U.F.         [ Links ]

24. Severino, E. (1980) Destino della necessità, Milano: Adelphi.         [ Links ]

25. Spinoza, B. (1925) Opera, im Auftrag der Heidelberger Akademie der Wissenschaften hrsg. v. C. Gebhardt, Heidelberg: Winter.         [ Links ]

26. Williams, M. (1986) ''Descartes and the Metaphysics of Doubt'', en: Rorty, A. O. (ed.) Essays on Descartes' Meditations, Los Angeles: University of California Press.         [ Links ]

27. Wilson, M. D. (1986) ''Can I Be the Cause of My Idea of the World? (Descartes on the Infinite and Indefinite)'', en: Rorty, A. O. (ed.) Essays on Descartes' Meditations, Los Angeles: University of California Press.         [ Links ]