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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.51 Medellín Jan./June 2015

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n51.a04 

ARTÍCULOS

doi: 10.17533/udea.ef.n51.a04

La soberanía como responsabilidad y los fundamentos del nuevo intervencionismo humanitario*

Sovereignty as responsibility and the foundations of the new humanitarian interventionism

Luis Felipe Piedrahita Ramírez1

G.I. Filosofía Política Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia Medellín, Colombia

1 Filósofo, Magíster en Ciencia Política. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia y coordinador del Grupo de Investigación de Filosofía Política. Titular de la Cátedra UNESCO en Resolución Internacional de Conflictos y Construcción de Paz. Correo electrónico: felpiedra@gmail.com

Fecha de recepción: 30 de marzo de 2014
Fecha de aprobación: 27 de junio de 2014


RESUMEN

Este artículo aborda la relación planteada por la doctrina de Responsabilidad de Proteger (R2P) en torno a los dilemas de la soberanía, la intervención, la seguridad y los derechos humanos. Para ello, se reconstruye la génesis del nuevo concepto de soberanía como responsabilidad (1) y el enfoque de seguridad humana (2) que subyacen a la formulación inicial de la R2P, para así contextualizar el aporte del informe de la ICISS a la formación de la nueva norma-doctrina (3). Finalmente, se repasará la forma en que la tradicional doctrina de la guerra justa es reformulada y actualizada en la R2P (4).

Palabras clave: soberanía, intervención, injerencia humanitaria, nuevo humanitarismo, guerra fría.


ABSTRACT

This article discusses the relationship posed by the Responsibility to Protect (R2P) around the dilemmas of sovereignty, intervention, security and human rights. The article deals with a reconstruction of the genesis of the new concept of sovereignty as responsibility (1) and human security approach (2) underlying the initial formulation of R2P, thereby contextualizing the contribution of the ICISS report to the creation of the new norm or doctrine (3). Finally, the paper reviews how the traditional doctrine of just war is reformulated and updated in the R2P (4).

Key words: sovereignty, intervention, humanitarian interference, new humanitarianism, cold war.



...si la intervención humanitaria es, en realidad, un ataque inaceptable a la soberanía,
¿cómo deberíamos responder a situaciones como las de Ruanda o Srebrenica y a las
violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos que transgreden todos los
principios de nuestra humanidad común?
Kofi Annan

La intervención militar de la OTAN en Kosovo (1999) dejó planteada una crucial cuestión sobre el uso de la fuerza que debía resolverse en el nuevo milenio: ¿qué hacer con el impedimento de legalidad para intervenir cuando aparentemente se ha logrado un consenso normativo a favor de la intervención? ¿Cómo resolver la tensión aparentemente insuperable entre el principio de soberanía y el deber de proteger los derechos humanos a escala universal?

La pregunta fue planteada con claridad y lucidez en el muy citado discurso de Kofi Annan (ICISS, 2001a: vii), que condujo a una amplia y compleja discusión académica y política sobre la configuración de un parámetro claro y certero acerca de los casos en que el uso de la fuerza estaría justificado para poner fin a violaciones graves, sistemáticas y masivas de derechos humanos. Si el problema radica en la incompatibilidad de defender simultáneamente los principios de soberanía y protección humanitaria, el desafío estaría en reevaluar las relaciones de tensión y complementariedad de ambos fundamentos del nuevo orden internacional.

Este artículo aborda la relación planteada por la doctrina de Responsabilidad de Proteger (R2P) en torno a los dilemas de la soberanía, la intervención, la seguridad y los derechos humanos. Para ello, se reconstruye la génesis del nuevo concepto de soberanía como responsabilidad (1) y el enfoque de seguridad humana (2) que subyacen a la formulación inicial de la R2P, para así contextualizar el aporte del informe de la ICISS a la formación de la nueva norma-doctrina (3). Finalmente, se repasará la forma en que la tradicional doctrina de la guerra justa es reformulada y actualizada en la R2P (4).

1. Dos conceptos de soberanía: de la autoridad como control a la responsabilidad como protección

La confusión que reina en la doctrina y en la práctica de la intervención proviene, de un lado, del sentido equívoco que se le da a la noción de soberanía, o, quizá, para ser más exactos, de los diferentes sentidos que se le atribuyen, y, de otra parte, de los posibles abusos de la soberanía (Ramón Chornet, 1995: p. 21).

En los debates contemporáneos sobre la soberanía suele plantearse su transformación o erosión debido a la cambiante naturaleza del orden internacional y de la relación que comienza a plantearse entre las autoridades soberanas de los Estados y los ciudadanos. Según el relato convencional de la literatura especializada (Glanville, 2013b)2, la concepción westfaliana de la soberanía se reconstruye para dar paso a una nueva forma de soberanía, acorde con las transformaciones de la posguerra fría, con las exigencias de protección de los derechos humanos y con la cosmovisión filosófico-política del liberalismo internacionalista (Ruiz-Giménez, 2005: 136ss)

La concepción tradicional de la soberanía ha estado anclada en una visión particular del poder y control del Estado, que supone un grado considerable de autoridad dentro de las fronteras territoriales y autonomía frente a todo tipo de poder externo (Ayoob, 2002: 82; Badescu, 2010: 21ss). El correlato de esta concepción tradicional de la soberanía es la defensa del principio de autodeterminación, consistente en la capacidad de las comunidades políticas para definir de manera libre y autónoma sus formas de organización política particulares, combinando así dos facetas de la autoridad soberana de la modernidad: de un lado la libertad de interferencia externa (soberanía en clave negativa), y del otro la autonomía de los miembros de la comunidad política para definir las normas bajo las cuales desean vivir (soberanía en sentido positivo - soberanía popular).

En los albores del sistema westfaliano, y en el período de descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial, resultó común afirmar el carácter absoluto de la soberanía estatal. La supremacía de las autoridades públicas internas resultaba un mecanismo de defensa de la independencia de cada comunidad política frente a los otros poderes, de manera especial, del expansionismo y colonialismo de las grandes potencias. Así, era posible salvaguardar el pluralismo cultural y político de las comunidades particulares, para lo cual resultaba imperativo reafirmar el principio de soberanía como valor supremo del orden internacional.

Durante la Guerra Fría, la concepción tradicional y absolutista de la soberanía gozó de popularidad debido a la relación que se planteaba entre ésta, el principio de autodeterminación colectiva y el principio de no intervención (Bellamy, 2009a: 15-19). De hecho, la mayor parte de los Estados pertenecientes a la ONU recurrían continuamente a la retórica de la soberanía para afirmar que era la única condición que igualaba legalmente a todos los miembros del sistema internacional, caracterizado por una profunda desigualdad de poder, y servía como garante para evitar la intromisión en los asuntos internos de cada comunidad para favorecer los intereses de los más poderosos dentro del sistema. Más aún, el carácter de defensa absoluta de la soberanía en la práctica iba en consonancia con algunas formulaciones teóricas que negaban la necesidad de que los Estados soberanos estuviesen sometidos a algún tipo de control o exigencia de rendición de cuentas frente a la comunidad internacional:

sovereignty is a legal concept which is absolute: Absolute in that sovereignty is either present or absent. When a country is sovereign it is independent categorically: there is no intermediate condition, either a state has legal sovereignty, i.e. 'is not subordinate to another sovereign but is necessarily equal to it in international law' or it does not have sovereignty; it is legally impossible to have some 'half-way house' and therefore, 'no question of relative sovereignty' (Robert Jackson, citado en Chandler, 2004: 78)

Este marco de soberanía tradicional encuentra sustento jurídico en la Carta de Naciones Unidas y en la jurisprudencia internacional producida en el seno de dicha organización. El compromiso de la mayoría de los Estados se manifestó firme en 1965, cuando mediante la Resolución 2131 de la Asamblea General se formuló una Declaración de la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos domésticos de los Estados y la protección de su Independencia y Soberanía:

No State has the right to intervene, directly or indirectly, for any reason whatever, in the internal or external affairs of any other State. Consequently, armed intervention and all other forms of interference or attempted threats against the personality of the State or against its political, economic and cultural elements, are condemned as a violation of international law (Citado en Glanville, 2013b: 86; Bellamy, 2009a: 16)

Sin embargo, durante el mismo período de la contienda bipolar, se hacían evidentes algunas tensiones entre la defensa absoluta de la soberanía y la protección de los derechos humanos, ahora también parte sustancial del derecho internacional posterior a la Carta de la ONU. Alex Bellamy (2009a: 10-15) identifica cuatro tendencias anómalas que desde la Guerra Fría establecían la necesidad de replantear la relación entre soberanía y derechos humanos, y pensar de forma novedosa el contenido de estos principios. En primer lugar, tenemos que la soberanía no ha sido una barrera efectiva contra la intervención extranjera, como lo demuestran las intervenciones unilaterales emprendidas durante la Guerra Fría; incluso en los casos en los que no están involucradas las grandes potencias, las intervenciones tienen lugar a pesar de la soberanía de los Estados receptores de la intervención. En segunda instancia, después de 1948 comienza a popularizarse la idea según la cual la soberanía en un derecho humano y no un derecho o prerrogativa de los Estados, resaltando una idea moderna según la cual los límites de la acción estatal están definidos en función de garantizar la voluntad popular y sus intereses. En tercer lugar se encuentran las limitaciones al poder absoluto que el Estado ampara en su soberanía, ya que el derecho internacional constriñe el accionar estatal en su soberanía externa y se tiende a afirmar que el Estado no debe comportarse de forma despótica y arbitraria en el ejercicio de su soberanía interna. Finalmente, se encuentra la posibilidad lógica y política de que el principio de no intervención no constituya un corolario del principio de soberanía: así ocurre cuando los imperativos de protección humanitaria se superponen o cuando es el mismo Estado quien soberanamente solicita la injerencia extranjera, en los denominados casos de la intervención por invitación.

Las tensiones entre soberanía y protección de los derechos humanos, así como los factores que inciden en la erosión de la autonomía y soberanía estatal, generan un marco propicio para el surgimiento de la nueva concepción de la soberanía. La idea de la "soberanía como responsabilidad", núcleo teórico y normativo de la R2P formulada por la ICISS, tiene sus antecedentes en el contexto del estallido de la ola de intervenciones y misiones de paz de la década de los noventa (Hehir, 2010: 112ss; Glanville, 2013a: 174ss). Formulada por primera vez por Francis Deng3, esta concepción de la soberanía aludía a la particular situación que vivía áfrica luego de las dos grandes derrotas del nuevo intervencionismo en Somalia y Ruanda (Cunliffe, 2007) y de la adopción de una supuesta política aislacionista que estarían empleando los grandes poderes para desentenderse de las crisis generadas en dichos contextos.

Dos Secretarios Generales de la ONU habían allanado el camino para la formulación de un nuevo concepto de soberanía, que planteando la necesidad de profundizar la protección de los derechos humanos, matizara la autoridad soberana del Estado sin menguarla radicalmente. En su Reporte a la Asamblea General de 1991, Javier Pérez de Cuéllar afirmaba que era necesario un cambio en el lenguaje utilizado para adjudicar obligaciones de protección humanitaria; si bien resultaba claro que la soberanía estatal no podría ponerse en cuestión de forma radical, debido a que allí residía un deber primario de protección de los individuos, también era evidente un "cambio irreversible" en la opinión pública mundial que hacía moralmente intolerable la opresión y la violación deliberada de los derechos del hombre, más aún cuando era perpetrada por el Estado (Glanville, 2013a: 173; Ruiz-Giménez, 2005: 138). Para el Secretario General, era prudente evitar la controversia suscitada por el 'derecho de injerencia', y más pertinente recurrir a la idea de una responsabilidad de la comunidad internacional de atender las emergencias humanitarias, ya que en el núcleo de sus obligaciones estaba el deber de promover la paz y la seguridad (pensada también en términos de protección de derechos), recurriendo a los mecanismos de prevención, influencia, presión y condena de las actuaciones que se encontrasen por fuera de la legalidad internacional y de los nuevos estándares morales derivados de las preocupaciones humanitarias.

Un año más tarde, Boutros Boutros-Ghali (el sucesor de Pérez de Cuéllar en la Secretaría General) planteaba de forma más contundente esa necesidad de reformular la noción tradicional de la soberanía, afirmando la existencia de una "soberanía universal" que reside en toda la humanidad y que se funda en los derechos de los individuos y los derechos de los pueblos (Glanville, 2013a: 174). Su planteamiento hacía referencia a la mentalidad institucional de Naciones Unidas respecto a las operaciones de paz que se daban en la posguerra fría, con el programa de desarrollo de una diplomacia preventiva que se configurase como esquema de seguridad colectiva para las nuevas amenazas a la paz.

La piedra angular de esta labor es y debe seguir siendo el Estado. El respeto de su soberanía e integridad fundamentales es crítico en todo progreso internacional común. No obstante, ha pasado ya el momento de la soberanía absoluta y exclusiva; su teoría nunca tuvo asidero en la realidad. Hoy deben comprenderlo así los gobernantes de los Estados y contrapesar las necesidades de una buena gestión interna con las exigencias de un mundo cada vez más interdependiente (Boutros-Ghali, 1992).

Fue justamente Boutros-Ghali quien designó a Francis Deng como Representante Especial del Secretario General sobre el Desplazamiento Forzado Interno en 1993, para investigar y visibilizar la creciente problemática de las personas que sufrían desplazamiento forzado dentro de las fronteras de sus Estados debido a las nuevas conflictividades bélicas. El primer dilema que enfrentaba Deng tenía que ver con el estatus débilmente definido de las personas en situación de desplazamiento interno, pues buena parte del derecho internacional y de las leyes humanitarias se habían concentrado en la definición del estatus de los refugiados y de las políticas de atención a estos (Ferris, 2011; Weiss, 2007: 90-95). El segundo dilema tenía que ver con los múltiples impedimentos para ofrecer la ayuda necesaria a estas personas, ya que los gobiernos donde se presentaban estas crisis humanitarias se mostraban reacios a dar atención a los desplazados, o se encontraban en medio del conflicto con fuerzas opositoras; además, los gobiernos vecinos adoptaban en muchos casos una política de cierre de fronteras para evitar un incremento en el ya alarmante número de refugiados. El resultado de dicha situación era dramático: en la primera mitad de la década de los 90 se contaban no menos de 30 millones de personas en situación de desplazamiento interno, y buena parte de la responsabilidad por dicha situación recaía en las autoridades soberanas de los Estados.

El desafío que enfrentaba Deng consistía en situar la problemática de los desplazados en el centro de la agenda internacional e idear mecanismos para persuadir a los gobiernos de mejorar la ayuda a los desplazados incluso en el escenario de hostilidad y negación de la ayuda por parte de los gobiernos que vivían las crisis (Bellamy, 2011: 10). Para Deng, resultaba paradójico que se asumiera que el cuidado de los desplazados internos recaía en los propios gobiernos cuando el hecho mismo del desplazamiento era causado por las autoridades estatales. Era necesario entonces desarrollar un marco conceptual que favoreciera la protección y el acceso de ayuda internacional a los desplazados y demás víctimas de las guerras que no habían traspasado las fronteras estatales. Esta protección requería una veeduría e interferencia internacional que en algunos casos implicaría la coerción y/o la intervención armada (Glanville, 2013a: 174); la justificación de estas acciones se encuentra en la formulación de la "soberanía como responsabilidad".

El núcleo de esta nueva concepción positiva de la relación entre soberanía y protección de los derechos humanos radica en el reconocimiento de la responsabilidad primaria de los gobiernos para proteger los derechos de los desplazados y demás víctimas de los conflictos que se encuentren en su territorio (Bellamy, 2009a: 21-23); el no cumplimiento de esta responsabilidad mina no sólo la legitimidad sino también la autoridad interna y externa del Estado en cuestión. La noción responsabilidad desplazaría así la concepción tradicional de control y autoridad como condición y núcleo esencial del principio de soberanía (Orford, 2011: 13-15). Para Deng (et. al. 1996) un gobierno debe ser reconocido como la autoridad dentro de un territorio sólo si puede garantizar la seguridad y la justicia; la soberanía estatal estaría entonces condicionada a la capacidad de garantizar estos bienes a los ciudadanos.

Tradicionalmente, la soberanía implica una autoridad suprema, independiente y original, pero en una época impregnada de un ethos democrático, debería significar que un pueblo se gobierna a sí mismo. La soberanía, incluso en su sentido tradicional, se refiere no sólo a la inviolabilidad del Estado sino además a su capacidad para llevar a cabo sus funciones de gobierno. La soberanía no es simplemente el derecho a no ser perturbado desde afuera, sino también la responsabilidad de realizar las tareas que se esperan de un gobierno efectivo. Normativamente, pretender lo contrario sería perder de vista su propósito en el contexto original del contrato social, tomando los medios como el fin. La autoridad soberana es sólo el medio para realizar la armonía y resolver los problemas cuando la armonía no existe, y los conflictos no son resueltos por la sociedad.

La obligación del estado de preservar los estándares de garantía de vida para sus ciudadanos debe ser reconocida como una condición necesaria de la soberanía. Y de hecho, aunque este principio normativo no es todavía completa o consistentemente observado en la práctica, está siendo cada vez más reconocido como la pieza central de la soberanía. El estado tiene el derecho de realizar sus actividades sin perturbaciones desde el exterior cuando actúa como el agente original para satisfacer las necesidades de sus ciudadanos. Pero ese derecho no es una licencia. Es simple -y normalmente- la obligación de primera instancia, y depende de la actuación del agente. Si la obligación no es cumplida, el derecho de inviolabilidad debe considerarse perdido, primero voluntariamente si el propio estado pide ayuda de sus pares, y luego involuntariamente si la ayuda se impone en respuesta a su propia inactividad o incapacidad y a las necesidades no satisfechas de su propio pueblo [...] En el plano internacional, entonces, la soberanía se convierte en una función combinada, para ser protegida cuando se ejerce responsablemente y para ser compartida cuando se necesita ayuda. (Deng et. al., 1996: xviii).

La pretensión de Deng y sus colegas era claramente justificar que la comunidad internacional se involucrase en estas crisis y conflictos, alegando que la responsabilidad soberana implicaba una rendición de cuentas ante los ciudadanos, pero también a nivel internacional: al plantear la soberanía como una responsabilidad y no como un derecho, el fallo en el ejercicio de dicha responsabilidad autorizaba a los actores internacionales a intervenir incluso en contra de la voluntad soberana de las autoridades estatales, pues la protección humanitaria dejaba de ser una posibilidad de ayuda para constituir una obligación de actuar en función de la responsabilidad compartida de proteger las poblaciones vulnerables.

Planteada en el contexto africano, donde los argumentos pro-soberanistas se enarbolaban en función de la autonomía y de evitar el neo-colonialismo de las grandes potencias, la idea de soberanía como responsabilidad desarrolla una teoría de la autoridad internacional para justificar el ejercicio de funciones gubernamentales por parte de distintos actores internacionales, insertadas en el marco general del desarrollo de una nueva doctrina de resolución de conflictos y construcción de paz amparada por la ONU (Orford, 2011: 13). En lugar de ver este desarrollo como un debilitamiento de la soberanía estatal que favoreciera un nuevo régimen intervencionista, Deng y sus colegas consideraban que la intervención internacional en realidad ayudaba a realizar y ejercer responsablemente la soberanía, mediante el fortalecimiento de las capacidades estatales que se veían menguadas en el contexto de estos nuevos conflictos y crisis humanitarias (Bellamy, 2009a: 22).

La nueva concepción de la soberanía implica, pues, desechar la idea según la cual el principio de no intervención constituía una aceptación tácita de que el Estado podría hacer dentro de sus fronteras lo que quisiera; supone además que la comunidad internacional tiene un deber de corregir la falla estatal allí donde los gobiernos son incapaces de proteger o culpables de vulnerar los derechos humanos. Si bien resultó una idea exitosa y ampliamente acogida en las recomendaciones que Deng planteó a propósito del problema del desplazamiento interno, rápidamente fue puesta a prueba en un contexto distinto al de los estados 'fallidos' en áfrica, al plantearse nuevamente el dilema de la protección humanitaria frente a las demandas de soberanía en el caso de Kosovo.

El Secretario General de la ONU -Kofi Annan-, quien se desempeñó como responsable del Departamento de Operaciones para el Mantenimiento de la Paz (DPKO) durante la Secretaría General de Boutros- Ghali, continuó con las ideas propuestas por sus antecesores sobre el problema de la soberanía, radicalizando la postura esbozada por Deng, a propósito de la crisis desatada por la intervención militar de la OTAN en Kosovo. Dos ideas fundamentales resumen el planteamiento de Annan en torno al problema de la intervención: que el ejercicio de la soberanía implica responsabilidad y no sólo poder (Annan, 1999: 6), y que la protección de los derechos humanos debe ser tomada en serio en su aspiración universal, esto es, que deben diseñarse los mecanismos idóneos para su protección más allá de las fronteras para satisfacer las crecientes demandas de justicia universal (Glanville, 2013a: 175-176). En su conocido discurso ante la Asamblea General de 1999, el Secretario General insistió en la necesidad de distinguir dos formas de comprender la soberanía y adoptar aquélla acorde a la naciente doctrina internacional sobre seguridad humana e intervención.

Las fuerzas de la globalización y de la cooperación internacional le han dado un sentido nuevo al concepto básico de soberanía de los Estados. Hoy se entiende, generalmente, que el Estado es el servidor de sus habitantes y no a la inversa. Al mismo tiempo, la soberanía del individuo, que incluye los derechos humanos y las libertades fundamentales de cada persona como se enuncian en la Carta de las Naciones Unidas, se ha fortalecido con una renovada conciencia de que cada individuo tiene derecho a controlar su propio destino. (Annan, 1999: 42)

Para Annan resultaba claro que el derecho internacional contemporáneo basado en la Carta de la ONU había sido redactado por los Estados, pero en nombre de los "pueblos" y no de los gobiernos; ello implicaría que el régimen de soberanía debe concentrase en el individuo y los pueblos, además de negar la posibilidad de que esa soberanía se convierta en una licencia para "pisotear los derechos y la dignidad de los seres humanos" (Annan, 1999: 5; Ruiz-Giménez, 2005: 138). Las ideas sobre intervención y protección que Annan planteó en múltiples discursos públicos4 contaron con varios apoyos y no menos contradictores, habida cuenta del terreno que se estaba preparando para justificar el uso de la fuerza con fines humanitarios, aún cuando no se contase con el beneplácito del Consejo de Seguridad, como ocurrió en el caso de Kosovo. Lo significativo de su discurso fue confirmar el giro en el pensamiento sobre soberanía que habían anticipado Deng y sus antecesores: a las características básicas de la soberanía tradicional debía añadirse la obligación por el respeto de los derechos humanos, que pasaría a condicionar moral, política y legalmente la autoridad de los Estados5 (ICISS, 2001b: 136-137; Chandler, 2004: 65).

2. El enfoque de la seguridad humana

La idea de soberanía como responsabilidad avanzada por Deng y Annan contenía otra de las nociones que fundamentan la R2P en la formulación propuesta por la ICISS: la responsabilidad primaria del Estado consiste en proteger la vida y seguridad de los ciudadanos, pero también en la promoción de un bienestar general que refuerce la sensación de seguridad dentro de la comunidad política. Al nuevo concepto de soberanía se correspondía un nuevo concepto de seguridad acorde con la nueva agenda global de desarrollo y que ponía al individuo en el centro de las preocupaciones internacionales (Thakur, 2011: 116).

El contexto global de la transformación en la naturaleza de los conflictos y amenazas a la seguridad, aunado a las transformaciones que en múltiples esferas de acción humana han provocado las dinámicas globalizadoras, han contribuido al surgimiento y progresiva consolidación del denominado enfoque de la 'seguridad humana'. El término fue utilizado por primera vez en el Informe sobre Desarrollo Humano realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1994, que planteó las "Nuevas dimensiones de la seguridad humana" (Beebe & Kaldor, 2010: 6ss; Evans, 2008: 34-35)6. El informe sostenía que el concepto de seguridad que se estaba manejando hasta el momento era demasiado estrecho, limitando su ámbito de aplicación a la "seguridad del territorio contra la agresión externa, como protección de los intereses nacionales en la política exterior, o como seguridad mundial frente a la amenaza de un holocausto nuclear. La seguridad se ha relacionado más con el Estado-nación que con la gente" (PNUD, 1994: 25), dejando de lado preocupaciones relacionadas con la seguridad en la vida cotidiana de las personas.

En contraste con el concepto tradicional de seguridad anclado en las fronteras nacionales, la noción de 'seguridad humana' se concentra en la cotidianidad individuos y comunidades, en la protección de su vida y dignidad. Se planteaba entonces una definición de la seguridad que implicaba la posibilidad que tienen las personas de optar por distintas formas de vida y bienestar sin temor de que las condiciones que permiten la pluralidad desaparezcan en el futuro (Hampson, 2008). El enfoque del Informe del PNUD, con su pretendido alcance universal, planteaba que existen distintas dimensiones humanas interdependientes que configuran la libertad de los individuos para "ejercer diversas opciones", obtener acceso a bienes de mercado y a las "oportunidades sociales" sin interferencias ni amenazas provenientes de dentro o fuera de las fronteras territoriales de la comunidad política. El elemento clave es que estas posibles amenazas no se limitan a lo estrictamente militar (Axworthy, 2012: 8).

En su formulación inicial plasmada en el Informe del PNUD, el concepto de seguridad humana se plantea de manera amplia, distinguiendo una serie de amenazas que se agrupaban en siete dimensiones o categorías integradoras de la seguridad: la seguridad económica, que abarca problemas como la pobreza, el desempleo, el trabajo precario, las crisis económicas, y los bajos ingresos; la seguridad alimentaria, que se preocupa por la mala distribución de alimentos; la seguridad sanitaria, relacionada con temas como la escasez y disponibilidad de recursos vitales como el agua potable, así como de los accidentes de tráfico, o las enfermedades crónicas como el cáncer o de contagio y propagación como el SIDA; la seguridad ambiental, que se ocupa de la situación actual de crisis de los ecosistemas, la contaminación del aire, del agua, la deforestación y desastres naturales; la seguridad personal, enfocada en la protección del individuo respecto a la violencia física (tortura, desaparición genocidio, violación a las mujeres, maltrato infantil, etc.); la seguridad de la comunidad, relacionada con las identidades y tradiciones colectivas y la amenaza de conflictos y limpieza étnica; y finalmente la seguridad política, que se refiere a la protección a los derechos humanos y a las libertades individuales frente a la represión política por parte del Estado (PNUD, 1994: 27-37; Kaldor, 2010: 280; Fuentes & Rojas, 2005).

Muchos analistas coincidieron en que este intento por expandir el concepto tradicional de seguridad era positivo de cara a los desafíos y expectativas frente al nuevo milenio. Dicha expansión se experimentaba en tres direcciones o dimensiones: por un lado, se presenta un cambio "hacia abajo", al pasar de la seguridad estatal a una seguridad centrada en el individuo, y un desplazamiento "hacia arriba", de la seguridad del estado a una seguridad internacional; de otro lado el concepto se extiende de forma "horizontal", es decir, se incorporan al lado de la seguridad física de la impronta militar, nuevas formas de seguridad ligadas a asuntos de desarrollo y bienestar social, de ahí que surjan términos como el de seguridad económica, social, política y ambiental; pero además, no solo se multiplican los tipos de seguridad, sino también los actores responsables de ella, de esta forma, aparte del Estado, surgen instituciones internacionales, organizaciones no gubernamentales, la opinión pública y el mercado, como actores reconocidos y relacionados con la provisión de seguridad (Morillas, 2007: 48; Sotomayor, 2007).

Esta expansión hacia una nueva forma de seguridad representaba, en cierta medida, una culminación del proceso iniciado en la década del 80, sobre la necesidad de establecer un "derecho al desarrollo", como discurso emancipador y de transformación política, orientado a una redistribución radical del poder y los recursos a escala internacional que favoreciese a los países cuyas estructuras sociales, políticas y económicas dificultaban la materialización amplia de derechos y vida digna para sus habitantes (Beebe & Kaldor, 2010). Esta demanda condujo al establecimiento del discurso del "desarrollo humano", que hacía énfasis en las personas más que en los indicadores económicos de riqueza tradicionalmente usados, como el PIB, el crecimiento económico, etc. Este discurso planteaba entonces la necesidad de atender otros factores como la expectativa de vida, el nivel de educación, la provisión de salud pública, entre otros, para medir los países en una escala de desarrollo más 'integral' (Newman, 2009a: 183-187). Es justamente de la institucionalización de esta visión integral del desarrollo humano en los Informes producidos por el PNUD que surge la versión inicial de la seguridad humana tal y como se reconstruye más arriba.

Sin embargo, la formulación básica de la seguridad humana resultará tan amplia, vaga y elástica, que al comprender tantas y tan variadas esferas, resulta difícil hacerla operativa y funcional (David, 2008: 126-128; Chandler, 2009: 80ss). En su núcleo convergían múltiples agendas internacionales que planteaban un esquema novedoso de las relaciones entre seguridad y desarrollo, bastante útil para el marco conceptual y normativo del liberalismo internacional en boga y de las críticas que el constructivismo dirigía hacia la interpretación realista de la seguridad internacional. Democratización, multilateralismo, interdependencia, esquemas de gobernanza global, poder 'suave' del creciente mercado internacional y correcciones a la falla estatal producida por los nuevos conflictos intra-estatales, eran algunos de los elementos subyacentes a la visión de la seguridad humana planteada durante los años posteriores al fin de la Guerra Fría. No obstante, su pretendido alcance universal vinculado al discurso de protección de los derechos humanos, enfrentaba el dilema de implementación y agencia: ¿qué actores debían promover esta nueva agenda de seguridad, paz y desarrollo? (Grasa, 2007).

La manera en que distintos gobiernos y organizaciones internacionales han integrado los presupuestos de la seguridad humana en la formulación de su política exterior, ha conducido a la formulación de distintas concepciones del enfoque (Hampson, 2008: 230-232; Ho, 2008). Cabe destacar dos grandes visiones o interpretaciones7: la amplia, defendida por Japón y la Comisión de Seguridad Humana, y la restringida, impulsada por Canadá, algunos países escandinavos y el Human Security Centre. La denominada visión amplia de la seguridad humana se concentra en la libertad frente a la necesidad ("freedom from need"), asumiendo que los actuales desafíos a la seguridad de las personas demandan una solución 'integral', enfocada a las necesidades básicas del individuo, a nivel económico, social, ambiental, sanitario, etc. Esta visión está más centrada en la ayuda al desarrollo que en los elementos de violencia asociados tradicionalmente a la seguridad; no se trata exclusivamente de proteger a las personas de los conflictos violentos, sino proveer los estándares mínimos de vida digna para esas personas, evitando que temas como la pobreza, las enfermedades y la falta de educación conduzcan a la agudización de la violencia física. La defensa fuerte de esta perspectiva, más allá de lo ya planteado por el PNUD en 1994, se encuentra en la forma en que el gobierno japonés reconducía su política externa:

Para Japón, seguridad humana comprende todas las amenazas que ponen en peligro la sobrevivencia humana, la vida diaria y la dignidad - degradación ambiental, violaciones a los derechos humanos, crimen transnacional organizado, drogas ilícitas, refugiados, pobreza, minas antipersonales, enfermedades contagiosas-, y el fortalecimiento de los esfuerzos con el fin de luchar contra esas amenazas. (Leal Moya, 2005: 1123)

Fue justamente el gobierno de Japón, junto a múltiples ONG's y Estados motivados por el Informe del Milenio de la ONU, los que promovieron el establecimiento de la Comisión de Seguridad Humana (CSH) en 2001, a cuya cabeza estuvieron Sadako Ogata y Amartya Sen. En el reporte final de la Comisión, Human Security Now, se planteó el que a la postre resultó constituyendo el enfoque oficial de Naciones Unidas sobre seguridad humana, considerando que si bien las amenazas físicas asociadas a los conflictos son acuciantes, la mejor forma de prevenirlas es mediante una política amplia, seria y sistemática de asistencia al desarrollo para que los países menos desarrollados puedan mejorar la provisión de bienes básicos, dignidad y equidad que sus ciudadanos requieren (Hampson, 2008: 231-232; Ho, 2008: 104ss). El componente desarrollista y economicista prima en esta visión amplia de la seguridad humana.

En contraste, la visión más restringida del enfoque considera la seguridad humana como libertad frente al miedo ("freedom from fear"), concentrándose en la eliminación del uso de la fuerza y la violencia (Morillas, 2007). La idea de libertad frente al temor centra su discurso y sus políticas de implementación en temas como la protección a civiles en los conflictos armados, la prevención y solución pacífica a los conflictos, la defensa de los derechos individuales, la promoción de la democracia y la gobernabilidad. Si bien esta perspectiva también considera que los problemas de hambre, pobreza y desigualdad no sólo son resultado sino además causa de los nuevos conflictos, la diferencia planteada con la visión amplia de la seguridad humana tiene que ver con el tipo de políticas y respuestas ofrecidas ante las nuevas amenazas de seguridad.

Desde 1995 el gobierno canadiense ha puesto el discurso de la seguridad humana como eje central de su política exterior (Ho, 2008; David, 2008: 127- 130, Grasa, 2007). La defensa de este enfoque es resultado de la pretensión de consistencia con una serie de políticas internacionales con las cuales Canadá ha mostrado un fuerte compromiso, sin generar el apoyo o impacto deseado a escala global: ha sido uno de los Estados que más ha contribuido a las operaciones de mantenimiento de la paz, ha financiado investigación institucional y académica, pública y privada, acerca de la necesidad de proteger a los civiles en el contexto de los nuevos conflictos y crisis humanitarias, promovió y organizó la Convención que condujo a la prohibición del uso de minas antipersonales en el Tratado de Ottawa (1997), y ha promovido una ambiciosa agenda sobre el tratamiento, transformación y resolución de conflictos coincidente con el proyecto normativo de la instauración de una paz liberal a nivel global.

Al concentrarse en las amenazas físicas a personas y grupos, teniendo como referente las crisis acontecidas en Somalia, Ruanda, Bosnia, entre otras, el enfoque de seguridad humana defendido por los canadienses situó la discusión en la misma línea de reformulación del concepto de soberanía a propósito de la necesidad de justificar el uso de la fuerza con fines de protección a los derechos humanos. A diferencia del enfoque amplio defendido por los japonenses y la CSH, para quienes la seguridad humana debía ser un complemento a la seguridad estatal y por ende no entraría en conflicto con la soberanía de los Estados, la visión restringida de los canadienses considera que la implementación de la seguridad humana puede implicar el despliegue del uso de la fuerza incluso en contra de las autoridades estatales, a propósito de los contextos de violaciones sistemáticas de derechos provocadas por los mismos Estados o de las situaciones en las cuales la falla estatal impide la protección real de los ciudadanos.

La visión canadiense desarrolla así una agenda de seguridad humana acorde con los vientos normativos del nuevo intervencionismo humanitario, al considerar que el éxito en la promoción de la democracia, el respeto a los derechos humanos, la consolidación de la paz y la seguridad internacional, dependía de un cambio de los marcos de interpretación y guía de la política internacional bajo un nuevo régimen internacional de soberanía y la difusión de los principios de seguridad centrada en los individuos y no en los Estados (Leal Moya, 2005). Los desarrollos en torno al problema de la intervención humanitaria y la formulación de la R2P constituyen una continuación del proyecto canadiense auspiciado cada vez de forma más generalizada por la comunidad internacional.

3. La Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía Estatal (ICISS) y la Responsabilidad de Proteger

En los primeros meses del nuevo milenio, un grupo de diplomáticos y políticos canadienses comenzaron un trabajo de discusión acerca de la urgencia de configurar una comisión internacional e independiente sobre el problema de la intervención humanitaria. La intención básica era resolver el complejo dilema sobre el enfrentamiento de los principios básicos del orden y el derecho internacional a propósito de la urgencia de protección universal de los derechos humanos, teniendo como trasfondo tres elementos significativos: el debate público mundial suscitado a propósito de la intervención militar de la OTAN en Kosovo; los debates suscitados en el seno de las Naciones Unidas, especialmente las propuestas del Secretario General Kofi Annan; y la necesidad de expandir y hacer operativo a escala global el enfoque restrictivo de la seguridad humana. El entonces Ministro de Asuntos Exteriores de Canadá -Lloyd Axworthy- propuso a Annan la creación de dicha comisión en el seno de la ONU, para que naciera con un apoyo político considerable que la hiciese viable; sin embargo, el Secretario General consideraba que, por motivos políticos, dicha comisión tendría que situarse por fuera del sistema de Naciones Unidas, dadas las profundas divisiones y reticencias que el problema de la intervención seguía suscitando entre buena parte de los Estados miembros (Bellamy, 2009a: 35ss; Evans, 2008: 38ss; ICISS, 2001a: 86-87; Hehir, 2012: 40ss).

En su intervención para la Cumbre del Milenio en la Asamblea General, Annan retomó la discusión que el mismo había planteado un año atrás sobre los desafíos que la intervención humanitaria planteaba al principio de soberanía estatal (Glanville, 2013a: 189ss). Le preocupaban particularmente tres tipos de respuesta que había suscitado su postura frente al caso de Kosovo: quienes consideraban que una política de intervención humanitaria podría convertirse en una carta blanca para erosionar la soberanía de algunos estados sin que hubiese justificación para ello; quienes temían que un contexto favorable al nuevo intervencionismo agudizara las tensiones separatistas y modificara la situación en las crisis donde se involucraban reclamos de autodeterminación y violación masiva de derechos; y los escépticos que planteaban dudas acerca de la selectividad con la cual se aplicaría un principio de justificación de la intervención, esto es, quién contaría con la autoridad legítima para decidir en qué casos y bajo qué medios se podría hacer uso de la fuerza para proteger los derechos humanos.

A los que consideran que la mayor amenaza para el futuro del orden internacional es el uso de la fuerza sin un mandato del Consejo de Seguridad habría que preguntarles -no en el contexto de Kosovo sino en el de Ruanda: si en los sombríos días y horas previos al genocidio una coalición de Estados hubiera decidido actuar en defensa de la población Tutsi, pero hubiera carecido de una rápida autorización del Consejo de Seguridad, ¿debería haberse mantenido al margen y haber permitido que el horror se desatara? (Annan, 1999: 44; cf. Chesterman, 2007: 175; Arredondo, 2012: 11ss)

Proseguiría el Secretario General ahora dirigiéndose a los que abogaban de forma optimista por ese nuevo intervencionismo:

A los que sostienen que la actuación en Kosovo inició una nueva era en la que Estados y grupos de Estados pueden ejercer acciones militares fuera de los mecanismos establecidos para hacer cumplir la ley internacional, cabría preguntarles: no existe el peligro de que estas intervenciones socaven el imperfecto y sin embargo resistente sistema de seguridad creado después de la Segunda Guerra Mundial, constituyendo un peligroso precedente para futuras intervenciones sin un claro criterio para decidir quién puede invocar estos precedentes y en qué circunstancias? (Annan, 1999: 45; cf. Bellamy, 2011: 15; Badescu, 2010: 48ss)

Los canadienses responden al desafío planteado por Annan y continúan con su intención original, cuando en septiembre del 2000 el Primer Ministro -Jean Chrétien- anuncia la conformación de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía Estatal, con la pretensión de construir una comprensión amplia de los elementos relacionados con el problema de la intervención humanitaria y generar un consenso político global (Bellamy, 2009a: 36; Axworthy, 2012: 11-12). La Comisión no representaba novedad alguna sobre la forma en que se propuso y conformó8, ni fue la primera en abordar el problema de la intervención9 (Welsh, Thielking & MacFarlane, 2005), sin embargo, su plan de trabajo y los miembros que la conformaban dejaban entrever un avance significativo en la búsqueda de un consenso sobre el desafío de la intervención. Encabezada por Gareth Evans - Presidente del International Crisis Group y ex Ministro de Relaciones Exteriores de Australia- y Mohamed Sahnoun - Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas y ex Representante Especial para Somalia y la Región de los Grandes Lagos-, la Comisión la completaban otros diez distinguidos miembros de distintas procedencias geográficas y opiniones divergentes10. Durante un año se celebraron conferencias y reuniones donde se avanzaron en los consensos que llevaron a la formulación del documento final, publicado y presentado a finales de 200111.

El informe La Responsabilidad de Proteger, se ocupa del "denominado "derecho de intervención humanitaria", es decir, la cuestión de si es adecuado que los Estados adopten medidas coercitivas, y en particular militares, contra otro Estado para proteger a personas que corren peligro en ese otro Estado y los casos en que pueden hacerlo" (ICISS, 2001a: vii). La estructura del reporte permite identificar un marco teórico más amplio para abordar el problema de la intervención, definiendo los principios y elementos que llevan a la nueva formulación del problema bajo la etiqueta de R2P, aunque el grueso del trabajo se dedique a los principios y criterios que deberían guiar una intervención legítima, tal y como era imperativo después del complejo debate de la década del 90. "No queremos que se repitan situaciones como la de Rwanda y creemos que la mejor manera de evitarlo es aprobando las propuestas contenidas en nuestro informe" (ICISS, 2001a: viii).

El reporte de la ICISS plantea avances y aportes considerables al debate internacional sobre los derechos humanos frente a la soberanía; el primero y más relevante es el giro conceptual propuesto para pasar del 'derecho de intervención' a la 'responsabilidad de proteger' (Strauss, 2009: 22). Al cambiar los términos del debate, la Comisión reconstruía la polémica sobre la injerencia humanitaria y la soberanía como responsabilidad para plantear una nueva perspectiva no desde el punto de vista de quienes podrían intervenir, sino desde aquéllos que necesitan la ayuda; el único 'derecho' en cuestión sería el de las víctimas de violaciones masivas de derechos humanos de ser protegidas de abusos y atrocidades (Evans, 2008: 39-41). También, con el cambio en los términos la Comisión también buscaba desplazar la terminología sobre intervención humanitaria más allá del componente estrictamente militar con el que usualmente se le asocia: al hablar de 'responsabilidad de proteger' se consideran otras medidas que no implican necesariamente el uso de la fuerza, respondiendo al reclamo de las organizaciones humanitarias, cuyo trabajo estaba en tela de juicio por la asociación que se estaba haciendo entre provisión de ayuda y fuerza militar (Newman, 2009a: 189; ICISS, 2001a: 10); y además, para plantear un nuevo lenguaje que permitiese un consenso con los actores que se mostraban reticentes a aceptar las premisas de necesidad de responder a las demandas de protección universal de derechos.

Los términos utilizados tradicionalmente en el debate sobre la soberanía y la intervención -"derecho a la intervención humanitaria" o "derecho a intervenir"- resultan inadecuados al menos por tres razones fundamentales. En primer lugar, centran necesariamente la atención en las reivindicaciones, los derechos y las prerrogativas de los posibles Estados participantes en la intervención y no en las urgentes necesidades de los posibles beneficiarios de la acción. En segundo lugar, al limitarse al acto de intervención, esta formulación tradicional no tiene debidamente en cuenta que es preciso emprender iniciativas preventivas o de asistencia después de la intervención, dos aspectos que con demasiada frecuencia se han pasado por alto en la práctica. Y, en tercer lugar, aunque no debe insistirse demasiado en este punto, el discurso familiar contribuye de hecho a situar a la intervención por encima de la soberanía desde el inicio del debate: concede ventaja a la intervención antes siquiera de que comience la discusión, pues tiende a deslegitimar cualquier disensión tildándola de antihumanitaria. (ICISS, 2001a: 17)

Así, la Comisión proponía una doctrina que definía de forma novedosa la soberanía como responsabilidad, volviendo a poner la autoridad estatal en el centro del debate, y ampliaba la necesidad de protección más allá de la mera reacción coercitiva, pues comprendía una amplia dimensión de prevención y de reconstrucción posconflicto (Orford, 2011; Reinold, 2013: 54ss). Los principios básicos establecidos por el reporte indican que los Estados, en el ejercicio de su soberanía, deben enfrentar la responsabilidad de proteger a su población. Esta protección está referida a la concepción restringida de seguridad humana que venía proponiendo el gobierno canadiense, pero que finalmente representaba una ampliación del enfoque tradicional de la seguridad nacional; en el caso en que el Estado falle en cumplir con esta responsabilidad, ya que la población esté sufriendo graves daños y amenazas debido a una guerra civil, un conflicto insurreccional, o por la represión del mismo Estado, y se encuentre en una situación en la que las autoridades no quieren o no pueden evitar el sufrimiento de los ciudadanos, la responsabilidad de proteger recaería en la comunidad internacional, incluso si ello implica socavar el principio de no intervención (Hehir, 2010:114-117; 2012: 40-43).

"A pesar de todo, la soberanía sigue siendo importante" (ICISS, 2001a: 9). Los Estados son responsables en primera instancia ante sus propios ciudadanos a nivel interno, y sólo ante la comunidad internacional de manera subsidiaria. Desde el punto de vista del derecho internacional, los fundamentos de la doctrina de soberanía responsable propuesta por la ICISS son:

A. las obligaciones inherentes al concepto de soberanía; B. el Artículo 24 de la Carta de las Naciones Unidas que confiere al Consejo de Seguridad la responsabilidad de mantener la paz y la seguridad internacionales; C. las obligaciones jurídicas específicas que dimanan de las declaraciones, los pactos y los tratados relativos a los derechos humanos y la protección humana, así como del derecho internacional humanitario y el derecho interno; D. la práctica creciente de los Estados, las organizaciones regionales y el propio Consejo de Seguridad. (ICISS, 2001a: xi; Arredondo, 2012: 42ss)

Claramente la intención de la Comisión era promover un nuevo régimen jurídico internacional que respondiera satisfactoriamente al dilema político planteado por Annan, para lo cual debían tenerse en cuenta algunos elementos ya presentes en el derecho internacional, especialmente la Convención contra el Genocidio y el reciente Estatuto de Roma que había dado forma a la Corte Penal Internacional. Si bien la ICISS reconoce las falencias del orden jurídico internacional vigente, será insistente en que el cumplimiento de las normas por parte de los Estados constituye cada vez más una condición para que éstos sean considerados legítimos por la comunidad internacional; en ese sentido, el ejercicio de la soberanía como responsabilidad podría entenderse como un requisito mínimo para que los Estados sean considerados buenos ciudadanos del orden internacional (Tardif, 2012: 289; ICISS, 2001a: 9). Ello significaría que los Estados ya no podrán comportarse como deseen, pues podrían ser sometidos a un control o rendición de cuentas tanto a nivel interno como a nivel internacional12.

La idea de la condicionalidad de la soberanía va acompañada del otro gran aporte novedoso que el reporte de la Comisión ofrece sobre el debate en torno a la intervención: la responsabilidad de proteger no se limita a las respuestas a crisis humanitarias por medio de la intervención, sino que comprende un espectro de acción más amplio (Welsh, Thielking & MacFarlane, 2005: 202). La doctrina defendida por la ICISS comprendería así tres fases diferenciadas: la responsabilidad de prevenir, relacionada con el intento de eliminar todas las causas posibles que pongan en peligro la seguridad de las poblaciones; la responsabilidad de reaccionar, relacionada con la necesidad de responder, con medidas adecuadas, a las situaciones en que la protección humana sea un imperativo urgente; y la responsabilidad de reconstruir, enfocada a los problemas suscitados después de una intervención militar. De esta manera, la Comisión planteaba una estrecha relación de continuidad con la agenda de diplomacia coercitiva, construcción de paz, resolución de conflictos y seguridad humana que venía desarrollándose con una década de anticipación.

Si bien la ICISS resultó insistente al afirmar que el componente preventivo era el más importante de todos, los desarrollos que al respecto se distinguen en el reporte resultaban poco novedosos y profundos (Bellamy, 2011: 17). La parte central de la propuesta está dedicada a la regulación del recurso a la reacción por medio de la intervención, planteando criterios específicos que justificarían el uso de la fuerza con fines de protección humanitaria. El tercer aspecto, relativo a la reconstrucción, tiene menos importancia, y no es retomado en la evolución de la responsabilidad de proteger como norma internacional después de la recepción institucional del reporte de la Comisión. Aún así, el notable impacto que en los debates políticos e intelectuales tuvo la propuesta de la ICISS da cuenta de la importancia y originalidad de su propuesta sobre una nueva política intervencionista de cara al nuevo milenio.

RtoP is revolutionary because it acknowledges for the first time in a global declaration that there are limits on the UN Charter's prohibition against international involvement in what goes on inside the sovereign state. RtoP does not displace sovereignty as the source of authority in the world order, it serves to re-enforce it. It recognizes, however, that sovereignty gives rise not only to rights and privileges, but also to duties and obligations. Based on the human security framework, it provide the terms trough which the members of the UN can fulfill their mandate to promote collective security, in a world of globalized threats. (Axworthy, 2012: 16)

4. La responsabilidad de reaccionar y la recuperación de la tradición de la guerra justa

La responsabilidad de reaccionar es el componente de la doctrina más relacionado con el dilema central que plantea el debate amplio sobre la intervención humanitaria, y es el aspecto que mayor atención atrajo en el debate académico y en las discusiones políticas. Al respecto, la ICISS se preocupa por detallar los criterios precautorios para definir cuándo una intervención puede ser llevada a cabo, determinar cuál es la autoridad bajo la cual podría implementarse, y establecer cuáles son las condiciones operativas que regirán la intervención como tal.

El marco de legitimidad para la autorización del uso de la fuerza empleado por la Comisión se sitúa por fuera de los estándares legales tradicionales, y comparte el espíritu de moralización internacional que acompañó el debate sobre intervención en la década anterior. Ello planteaba una particular interpretación del lenguaje utilizado después de la intervención militar de la OTAN en Kosovo: si el problema con dicha acción era su abierta ilegalidad pero su aparente legitimidad, el propósito giraría en torno a la definición de unos criterios de legitimidad que configuren un nuevo marco legal. La pretensión de la Comisión era que la doctrina propuesta configurara progresivamente un nuevo régimen internacional legal de intervención, que contemplara medidas no coercitivas, pero que terminaba haciendo énfasis en la posibilidad de las sanciones militares.

El lenguaje empleado por la ICISS retoma varios elementos presentes en la vieja tradición de la guerra justa. Formada a lo largo de varios siglos por teólogos y filósofos, esta tradición conjuga una argumentación moral con presupuestos legales para justificar el uso de la fuerza a la vez que se limita el ejercicio de la misma (Friberg-Fernros, 2011). De Cicerón a Francisco de Vitoria, pasando por San Agustín y Tomás de Aquino, esta tradición planteaba principios clave respecto a cuándo y cómo era justo acudir a la guerra, ya que si bien tendemos a considerar a ésta como un mal indeseable, en muchas ocasiones resulta inevitable. La evolución de la doctrina de la guerra justa durante cerca de dos milenios permite identificar una serie de criterios y condiciones ideales que pretenden tener alcance universal, pero que se materializaban según los intereses en juego de cada coyuntura histórica; es así como la tradición fue puesta al servicio de los grandes poderes expansionistas, a la vez que servía para criticar estas empresas impositivas (Bellamy, 2009b; Fisher, 2011; Tardif, 2012: 75-100).

En la década del 90 los debates en torno a la intervención reavivaron el interés por la tradición de la guerra justa, y muchos de los teóricos que defendían la visión del nuevo intervencionismo humanitario reconocían que sus criterios de legitimación provenían de dicha doctrina, o bien que su argumentación seguía el tono casuístico presente en la tradición (Hehir, 2010: 33; Wheeler, 2000: 33ss; Garzón, 2004). Las ideas de causa justa, intención correcta, autoridad legítima, probabilidad de éxito, proporcionalidad, entre otros, resonarán con nuevos referentes en el entramado normativo propuesto por la ICISS en el componente de reacción e intervención de la nueva doctrina (Focarelli, 2008: 196-198).

La responsabilidad de proteger responde a las preguntas sobre el por qué se justifica la intervención, quién debería emprenderla y cuándo debe ser aceptada, enumerando sus propios principios de guía de la intervención militar13 (Pattison, 2010). En primer lugar encontramos el denominado "criterio mínimo", relacionado con el viejo principio de la causa justa. La Comisión insiste en que las excepciones planteadas al principio de no intervención deben ser limitadas, y que la acción militar es siempre una "medida excepcional y extraordinaria", y para estar justificada debe existir o ser inminente un grave daño a las personas, como los que se contemplan en dos circunstancias especiales:

grandes pérdidas de vidas humanas, reales o previsibles, con o sin intención genocida, que sean consecuencia de la acción deliberada de un Estado, o de su negligencia o incapacidad de actuar o del colapso de un Estado; o una "depuración étnica" en gran escala, real o previsible, llevada a cabo mediante el asesinato, la expulsión forzosa, el terror o la violación. (ICISS, 2001a: 37)

Al especificar estos dos umbrales, la Comisión dejaba claro que no todas las amenazas a la seguridad humana ni todas las violaciones de los derechos humanos constituyen una justificación válida de la intervención; los actos deben ser cometidos a "gran escala" y debe ser posible establecer la responsabilidad por la comisión de las atrocidades. Si bien existen otro tipo de acciones que merecen condena y están relacionados con la protección humana, como la discriminación racial o el vivir bajo regímenes autoritarios, en estos casos pueden contemplarse otras sanciones, como las políticas y económicas, sin que sea necesario el empleo de los medios militares.

Existen para la Comisión otras cuatro condiciones necesarias para justificar la decisión de intervenir militarmente, denominadas "principios precautorios", y cuyo contenido también es fácilmente rastreable en la vieja tradición de la guerra justa. El criterio de la "intención correcta", formulado previamente por San Agustín, Graciano, Tomás de Aquino, la neo escolástica española y Grocio -en los albores del derecho internacional moderno- (Bellamy, 2009b; Fisher, 2011), significaba para la ICISS que quien intervenía militarmente debería estar motivado fundamentalmente, aunque no de forma exclusiva, por motivos humanitarios (Hehir, 2010: 115). El criterio del "último recurso" se alude a que la fuerza militar debe ser empleada sólo en la medida en que se hayan explorado exhaustivamente, sin éxito, otras medidas como las "vías diplomáticas y no militares de prevención o solución pacífica de las crisis humanitarias" (ICISS, 2001a: 41), esto es, cuando ha fallado la responsabilidad de prevenir. Pese a que en su definición este criterio resulta claro, algunos consideran que en el auge del intervencionismo de la primera década de la posguerra fría este no fue aplicado a cabalidad, como en el caso de Irak en 1991 y en Kosovo en 1999 (Newman, 2009a: 193). El criterio de los "medios proporcionales" implica que toda intervención militar debe ejecutarse con un estricto respeto de las leyes de guerra y el DIH, y usar el mínimo de fuerza posible de acuerdo a la finalidad de protección humana. El criterio final, las "posibilidades razonables", también presente en las formulaciones clásicas de la guerra justa, recomienda que la intervención militar sólo deba emprenderse cuando existen indicios que apuntan a que se obtendrá éxito, es decir, si se evitan o frenan las atrocidades (Weiss, 2007: 106-107).

El principio de la "autoridad legítima" es quizá el más complejo y contestado dentro del entramado propuesto por la ICISS. En este punto, la Comisión insiste que la ONU, y especialmente el Consejo de Seguridad, son los depositarios de la legitimidad legal y política del sistema internacional, lo cual resulta llamativo, pues los debates que dan origen a la Comisión misma se dan a propósito de una intervención no autorizada por dicho organismo - el caso Kosovo (Newman, 2009a: 198-200). La tensión generada por este principio se da entre la necesidad de impedir las intervenciones unilaterales llevadas a cabo por las grandes potencias y la posibilidad de que alguno de los cinco miembros permanentes recurran al poder de veto para bloquear medidas encaminadas a realizar la responsabilidad de protección humanitaria en el contexto de crisis graves y evidentes.

Ante esta posibilidad, la ICISS recomienda que toda intervención militar debiera ser multilateral, y que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no debieran ejercer su derecho al veto cuando se lidie con asuntos que no involucren sus intereses nacionales y el resto de los miembros, constituyendo mayoría, consideren que es urgente la acción en vistas a la protección humana. Si bien parece implícita allí una crítica a la falta de representatividad democrática de este órgano en la ONU, la Comisión termina siendo insistente en que deben respetarse los mecanismos ya presentes en el derecho internacional, especialmente en el capítulo VII de la Carta de la ONU. Dos excepciones son planteadas: una autorización que provenga de la Asamblea General, mediante el recurso excepcional establecido en la Resolución Unidos por la Paz, empleada por primera vez en 1950 (Chesterman, 2007: 180-184; 2001: 118ss; Hehir, 2010: 88-90); o la recurrencia a las Organizaciones Regionales, que intervienen según lo estipulado en el capítulo VII de la Carta y luego solicitan beneplácito del Consejo de Seguridad (Weiss, 2007: 108-109; Glanville, 2013a: 192). Aun así, no se plantea un consenso sobre el caso de la intervención militar unilateral, ya que la comisión resalta su carácter controversial, limitando a dejar suelta la pregunta sobre si es preferible este tipo de intervenciones o la pasividad e inacción frente a graves crisis humanitarias. Además, queda en el aire una cuestión igualmente problemática, referida a la voluntad de intervenir para proteger a extraños: qué debería hacerse cuando existe un reclamo generalizado de protección, pero no existe Estado o coalición dispuestos a emprender las medidas necesarias; tal parece ser el caso de las crisis humanitarias recientes, como en Darfur, la República centroafricana y Siria.


NOTAS

Como citar este artículo:
MLA: Piedrahita Ramírez, L. F. "La soberanía como responsabilidad y los fundamentos del nuevo intervencionismo humanitario". Estudios de Filosofía 51 (2015): 45-74.
APA: Piedrahita Ramírez, L. (2015). La soberanía como responsabilidad y los fundamentos del nuevo intervencionismo humanitario. Estudios de Filosofía. (51), 45-74.
Chicago: Luis Felipe Piedrahita Ramírez. "La soberanía como responsabilidad y los fundamentos del nuevo intervencionismo humanitario," Estudios de Filosofía n.° 51 (2015): 45-74.

* Este artículo es resultado de la investigación Las transformaciones contemporáneas del Estado, la seguridad y los conflictos: Un estado del arte sobre la Construcción de Paz y la Paz Liberal, aprobado y financiado por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI Acta 643 del 30/10/2012) de la Universidad de Antioquia.

2 Existen otros relatos que plantean que la visión absolutista de la soberanía no es más que una caricatura que sirve como instrumento para argumentar a favor de la nueva noción de soberanía compatible con la intervención (cf. Hehir, 2012: 181-192) o el famoso argumento de Krasner (2001) según el cual el régimen moderno de soberanía siempre ha estado amañado hipócritamente y deberían distinguirse cuatros formas distintas de soberanía de las cuales sólo dos se encuentran en actual crisis o erosión debido a las dinámicas de globalización. También está el discurso de Luke Glanville, para quien son tantos los antecedentes modernos de la idea de soberanía como responsabilidad que debería matizarse su impronta novedosa a propósito de la R2P (2011a, 2011b, 2013a, 2013b).

3 En compañía de Roberta Cohen y otros miembros de la Brookings Institution que desarrollaron sendos proyectos sobre el manejo de conflictos en áfrica y la crisis humanitarias relacionadas con refugiados y desplazados internos.

4 Además de su famoso discurso en la Asamblea General ("Dos conceptos de soberanía"), que había logrado notoriedad al ser publicado por el semanario The Economist, Annan había dado conferencias públicas en Dichtley Park (Inglaterra), La Haya y Ginebra, en las cuales avanzaba en la idea del valor relativo de la soberanía estatal frente a la soberanía individual, entendida como la exigencia de protección a los derechos humanos universales. (Weiss, 2007: 96)

5 "Al triunvirato westfaliano de territorio, gobierno y población, el respeto a los derechos humanos parece haberse agregado como un elemento definitorio de la soberanía. Los Estados, para poder ostentarse como miembros de la comunidad internacional, deben garantizar a sus gobernados la protección de los derechos humanos básicos internacionalmente reconocidos de potenciales violaciones masivas" (Tardif, 2012: 303)

6 Algunos teóricos remontan el nacimiento de la idea de seguridad humana al siglo XIX con el establecimiento de la Cruz Roja Internacional y el desarrollo de las leyes de guerra del viejo humanitarismo. Otros autores reconocen algunos elementos de este término en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las Convenciones de Ginebra, entre otros documentos y acuerdos internacionales. Sin embargo la mayoría de la literatura existente considera el Informe sobre Desarrollo Humano realizado por el PNUD en 1994, como el documento que funda la doctrina de la seguridad humana (Morillas, 2007; Sotomayor, 2007).

7 Existe una tercera visión que se plantea como síntesis de estas dos posturas predominantes, consignado en el Reporte de Barcelona sobre una Doctrina de Seguridad Humana para Europa. Defendido especialmente por Mary Kaldor, esta visión se concentra en las amenazas a la seguridad personal producida en contexto de violencia armada. Se plantean una serie de principios que guiarían la comprensión e implementación de la seguridad humana en el marco de la política exterior europea:
- La primacía de los derechos humanos
- Establecimiento de autoridad política legítima
- El multilateralismo
- El principio ascendente o aproximación de abajo-arriba
- El enfoque regional
- Uso de instrumentos legales
- El uso adecuado de la fuerza
(cfr. Kaldor, 2010: 283-291; Newman, 2009a: 188; Beebe & Kaldor, 2010: 8-9)

8 La ICISS fue estructurada bajo el modelo recurrente en la década de los 90 de Comisiones Internacionales conformadas por notables personalidades del mundo académico y político, cuya experticia suponía posible desarrollar consensos sobre problemas acuciantes en el orden internacional que debían resolverse apelando al multilateralismo. Para un recuento detallado de varias de estas comisiones resulta imprescindible el volumen compilado por Thakur, Cooper & English (2005). Especial atención merece la Comisión Brundtland, citada en apéndice del reporte de la ICISS: "Al igual que la Comisión Brundtland sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo en el decenio de 1980 tomó los temas aparentemente irreconciliables del desarrollo y la protección ambiental y, mediante un proceso de intenso debate intelectual y político, creó la noción de "desarrollo sostenible," cabía esperar que la CIISE encontrara nuevas formas de conciliar las nociones aparentemente irreconciliables de intervención y soberanía estatal." (ICISS, 2001a: 86).

9 Aparte del polémico reporte de la Independent International Commission on Kosovo: The Kosovo Report: Conflict, International Response, Lessons Learned, cabe destacar el trabajo avanzado por el Danish Institute of International Affairs: Humanitarian Intervention: Legal and Political Aspects (1999), el trabajo sobre intervención humanitaria del Advisory Council on International Affairs and Advisory Committee on Issues of Public International Law (La Haya, 2000), y el Pugwash Study Group sobre intervención, soberanía y seguridad internacional, cuyo trabajo se desarrolló de forma paralela al de la ICISS.

10 Los otros diez miembros son: Gisèle Côté-Harper (Canadá), Lee Hamilton (Estados Unidos), Michael Ignatieff (Canadá), Vladimir Lukin (Rusia), Klaus Naumann (Alemania), Cyril Ramaphosa (Sudáfrica), Fidel V. Ramos (Filipinas), Cornelio Sommaruga (Suiza), Eduardo Stein Barillas (Guatemala) y Ramesh Thakur (India).

11 Para un recuento detallado de la composición, financiación, personas involucradas a nivel académico y a nivel logístico, y detalles específicos sobre el trabajo de la Comisión, resulta clave el trabajo de Bellamy (2009a: 35-65), Weiss (2007: 98-112), Welsh, Thielking & MacFarlane (2005), Thakur (2011) y los apéndices del Informe de la ICISS (2001a) y su volumen suplementario (ICISS, 2001b).

12 Se encuentra en juego aquí la idea según la cual este tipo de respuestas a los problemas globales representarían un tránsito de la sociedad internacional de Estados a una comunidad mundial cosmopolita, basada en la materialización de los presupuestos normativos del intervencionismo liberal (Ruiz-Giménez, 2005:140ss; Archibugi, 2003; Habermas, 1999).

13 "Aunque no hay una sola lista universalmente aceptada, la Comisión estima que todos los criterios necesarios para adoptar una decisión pueden agruparse de modo sucinto bajo seis epígrafes: autoridad competente, causa justa, intención correcta, último recurso, medios proporcionales y posibilidades razonables." (ICISS, 2001a: 36)


REFERENCIAS

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