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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.57 Medellín Jan./June 2018

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n57a08 

Artículos de investigación

Crítica al absolutismo moral consecuencialista*

Critique of consequentialist moral absolutism

Francisco García-Gibson1 

1G.I. Filosofía Política Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas -CONICET- Buenos Aires, Argentina, E-mail: garciagibson@hotmail.com


Resumen.

En este trabajo evalúo críticamente tres argumentos a favor del absolutismo moral. Quizás sorprendentemente, estos argumentos justifican el absolutismo por sus consecuencias. El primer argumento parte de señalar ciertos sesgos cognoscitivos de la epistemología humana para mostrar que tratar a las normas morales como absolutas maximiza nuestra conformidad con esas normas. El segundo argumento sostiene que en casos en que sería imposible compensar la infracción de un derecho debemos tratar a ese derecho como absoluto, de lo contrario los derechos perderían toda relevancia práctica. El tercer argumento parte del valor intrínseco de las relaciones especiales, como la amistad, para mostrar que si no tratamos a las obligaciones especiales como absolutas, las relaciones especiales se verán socavadas. Los tres argumentos fallan porque no logran mostrar que tratar a ciertas normas morales como absolutas sea necesario ni suficiente para lograr las consecuencias importantes que los argumentos identifican.

Palabras clave: Absolutismo moral; consecuencialismo, deontologismo, sesgos, derechos, obligaciones especiales

Abstract.

In this work, I assess critically three arguments in favor of moral absolutism. Perhaps surprisingly, these arguments justify absolutism because of its consequences. The first argument point out from certain cognitive biases in orden to show that treating moral norms as absolute maximizes our conformity with these norms. The second argument holds that we must deal with a right as absolute when it is not possible to compensate the infraction of that right; otherwise, rights would lose all practical relevance. The third argument starts off with the intrinsic value of special relationships, like friendship, to show that special relationships will be undermined if we do not treat special obligations as absolute. The three arguments fail because they do not show that treating certain moral norms as absolute is neither necessary nor sufficient to accomplish the important consequences that the arguments identify.

Keywords: Moral absolutism; consequentialism; deontologism; bias; rights; special obligations

Introducción

Según el absolutismo moral hay algunas acciones que son siempre impermisibles. El absolutismo se considera usualmente como opuesto al consecuencialismo, según el cual no existen acciones permisibles o impermisibles por sí mismas, sino que el estatus deóntico de las acciones depende exclusivamente de las consecuencias. Sin embargo, en el último tiempo algunos autores propusieron argumentos consecuencialistas a favor del absolutismo moral. Esos argumentos buscan mostrar que si tratamos a cierto tipo de acciones como absolutamente prohibidas, las consecuencias serán mejores que si tratamos a esas acciones como si estuvieran a veces permitidas y a veces prohibidas, según las consecuencias. En este trabajo evalúo algunos de esos argumentos y muestro que no logran defender al absolutismo moral.

El artículo se estructura de la siguiente manera. En la sección 1 explico la diferencia entre la manera usual de entender al absolutismo y la manera consecuencialista. En las secciones 2, 3 y 4 discuto tres argumentos consecuencialistas para preferir el absolutismo, uno basado en consideraciones epistémicas, otro basado en la importancia de los derechos y otro basado en la importancia de las relaciones especiales.

1. Consecuencialismos, deontologismos y absolutismos

En esta sección defino el absolutismo, el deontologismo y el consecuencialismo. El objetivo es mostrar que el absolutismo moral (que es la teoría según la cual existe un conjunto de acciones que están siempre prohibidas-y/o otras que son siempre obligatorias) puede defenderse tanto a partir de una teoría deontologista como por razones consecuencialistas.

Comencemos por el deontologismo. El deontologismo es un no- consecuencialismo, porque afirma que la moralidad de una elección no depende (únicamente) de las consecuencias de esa elección. Además, el deontologismo sostiene que la moralidad de una elección depende de su conformidad con ciertas normas morales (Alexander & Moore, 2016, sec. 2). Al deontologista, por ejemplo, no le importa únicamente cuánta gente se salvará si movemos la palanca en el caso del tranvía (Foot, P. 1967), sino que le importa también si mover la palanca infringe la norma moral contra el asesinato. Ahora bien, ser deontologista no implica comprometerse con que nunca sería permisible mover la palanca si ello infringiese una norma moral. Si el número de personas que podemos salvar moviendo la palanca es lo suficientemente alto, puede estar justificado infringir esa norma con el fin de cumplir con otra norma de más peso: la norma que nos obliga a evitar catástrofes.

Pensemos ahora en el consecuencialismo. Según una manera general de caracterizarlo, el consecuencialismo afirma que lo que determina si una acción es correcta o incorrecta son las consecuencias. Las distintas variedades de consecuencialismo difieren respecto a qué consecuencias importan (consecuencialismo hedonista, consecuencialismo bienestarista, consecuencialismo de los derechos y, el que más nos interesa aquí, consecuencialismo de los deberes) y respecto a si lo que determina la corrección de una acción son sus consecuencias (consecuencialismo de actos) o su conformidad con un código de reglas que se selecciona únicamente en base a sus consecuencias (consecuencialismo de reglas) (Hooker, 2016).

Pasemos ahora al absolutismo. Existen al menos tres tipos: deontologista, consecuencialista y mixto. El tipo más común es deontologista. Cierta clase de acciones está absolutamente prohibida porque existe una norma moral que los prohíbe, y esa norma moral pesa más que cualquier otra norma en competencia (o tiene prioridad lexicográfica sobre todas las demás normas). Un absolutismo de este tipo parece ser el que sostiene Alan Gewirth. Para él, el derecho a no ser víctima inocente de un proyecto homicida nunca puede ser justificadamente infringido, sin importar las consecuencias o cualquier otra consideración (Gewirth, 1981: 8, 16; 1982: 348).1

El segundo tipo de absolutismo, el consecuencialista, no es frecuente en la literatura filosófica. Pero de todos modos tanto el consecuencialismo de actos como el de reglas pueden ser, al menos conceptualmente, teorías absolutistas. Si por alguna razón de la física o de la naturaleza humana hay cierto tipo de acciones que siempre tienen las peores consecuencias, entonces para un consecuencialismo de actos esas acciones están absolutamente prohibidas. Y si una regla que prohíbe ciertos actos absolutamente es una regla que siempre tendría las mejores consecuencias, entonces según el consecuencialismo de reglas esos actos están absolutamente prohibidos.

El tercer tipo de absolutismo, el mixto, es el más importante para este artículo. Este absolutismo es deontologista porque parte del hecho de que existe una serie de normas morales que tenemos obligación de respetar. Normas “negativas” como la prohibición de robar, mentir y asesinar (es decir, normas que prohíben acciones), y también normas “positivas” como la obligación de rescate en casos fáciles o la obligación imperfecta de beneficencia (es decir, normas que prohíben omisiones o exigen acciones). Ahora bien, según el absolutismo mixto estas normas no son en sí mismas absolutas. En distintas circunstancias esas normas tienen distinto peso y en virtud de distintas consideraciones puede estar justificado infringirlas. Sin embargo, el absolutismo mixto sostiene que al menos algunas normas deben tratarse como absolutas, por razones consecuencialistas. La idea es que si tratamos a ciertas normas como absolutas vamos a obtener resultados claramente deseables, como por ejemplo maximizar nuestra conformidad a esas normas. A continuación evalúo una serie de argumentos de este tipo que destacan distintas buenas consecuencias de tratar a ciertas normas como absolutas.

2. Consecuencias de los sesgos epistémicos

Según una variante de absolutismo mixto, debemos tratar a ciertas elecciones como absolutamente prohibidas porque, dados ciertos defectos epistémicos de nuestra capacidad de razonamiento moral, tratarlas como absolutamente prohibidas vuelve más probable que actuemos conforme a las normas morales que se nos aplican.2

Este argumento consecuencialista a favor del absolutismo se restringe a una clase particular de elecciones. La prohibición absoluta recae sobre todas las elecciones que están prohibidas por una norma moral. Está absolutamente prohibido mentir, robar, asesinar inocentes, torturar, no rescatar en casos fáciles, etc. No importa si infringirlas evita un mal mayor.3

Como resulta evidente con sólo contemplar unos pocos ejemplos, este absolutismo tiene implicancias extremas. Por ejemplo, prohíbe absolutamente mentirle al asesino que toca a mi puerta buscando a una persona escondida en mi casa (como en el famoso ejemplo de Kant). Y también prohíbe absolutamente torturar a un inocente para evitar una catástrofe en la que mueren millones (como en el famoso ejemplo de Gewirth). ¿Cómo justifica el absolutismo estas implicancias aparentemente absurdas?

La justificación es epistémica. Pensemos en los casos en que infringiendo una norma moral podemos evitar consecuencias extremadamente malas o promover consecuencias extremadamente buenas. Cuando infrinjo una norma moral para prevenir un gran mal, siempre estoy completamente seguro de que estoy infringiendo una norma moral. Por ejemplo, cuando le miento al asesino en la puerta, tengo certeza absoluta de que le estoy mintiendo. Sin embargo, nunca puedo estar completamente seguro de que voy a poder evitar el mal que pretendo evitar. Quizás mi mentira no es suficiente para disuadir al asesino o quizás mi mentira facilita el asesinato en lugar de prevenirlo (como señala Kant [1996: 8 (427)]).4

Hasta aquí el argumento absolutista no parece probar mucho. Sin duda, el mero hecho de que yo no pueda estar seguro de que infringir la norma tendrá los resultados que espero no es suficiente para mostrar que esté absolutamente prohibido infringir una norma con el fin de prevenir una consecuencia mala. Tal inferencia sería una reacción exagerada a la incertidumbre. La forma correcta de hacer frente a la incertidumbre es simplemente ajustar nuestro juicio según las probabilidades. El agente no debe limitarse a sopesar la importancia de respetar la norma moral y la importancia de evitar la consecuencia mala, sino que también debe tener en cuenta cuál es la probabilidad de evitar esa consecuencia mala. Si infringir la norma genera una probabilidad suficientemente alta de prevenir un mal sustancialmente mayor, un agente moralmente responsable debe infringir la norma.

Pero el argumento absolutista no se termina allí, sino que en el paso siguiente destaca que nuestro juicio es vulnerable a sesgos. Los cálculos de probabilidad están sujetos a diversos sesgos que pueden provocar falsos positivos (es decir, situaciones en las que concluimos que infringir cierta norma es el mal menor, cuando en realidad no lo es). Consideremos en primer lugar el “sesgo de confianza excesiva”. Los seres humanos tienden a creer que pueden lograr más de lo que la evidencia disponible realmente justifica (Sharot, 2012). En un caso como el del ejemplo de Kant, tenemos una tendencia a amplificar la probabilidad de éxito que le atribuimos a mentirle al asesino. Este sesgo puede llevarnos a creer que haciendo un cierto mal tenemos mayores probabilidades de evitar un mal mayor de las que realmente tenemos. El sesgo de confianza excesiva puede reforzarse si se combina con el sesgo egoísta. Este tipo de sesgo distorsiona nuestra evaluación de las probabilidades en los casos en que infringir una norma podría proporcionarnos una ventaja económica (o de otro tipo) (Paulhus & John, 1998). El sesgo egoísta puede llevarnos a creer que infringiendo cierta norma probablemente evitemos cierto mal mayor, cuando en realidad las probabilidades no son lo suficientemente altas.

El argumento absolutista afirma que esos sesgos afectan seriamente nuestra capacidad para evaluar las probabilidades de evitar malas consecuencias mediante un acto inmoral, pero no afectan nuestra capacidad para advertir que estamos realizando un acto inmoral. Las malas consecuencias que podemos evitar suceden en el futuro e indirectamente, pero nuestra infracción moral sucede ahora y directamente. Cuando evaluamos consecuencias indirectas, tenemos que tener en cuenta las probabilidades. Por lo tanto, los sesgos pueden afectarnos. Pero cuando evaluamos infracciones directas, sabemos que su probabilidad es siempre 1. Los sesgos no pueden interferir en nuestro juicio.

El argumento absolutista concluye que debemos tratar a las normas morales como absolutas, incluso en aquellos casos en que infringirlas permitiría evitar realmente un mal mayor. El absolutista es consciente de que tratar a esas normas como absolutas va a provocar falsos negativos (es decir, situaciones en las que en realidad está justificado infringir normas porque la probabilidad de evitar consecuencias sustancialmente peores es suficientemente alta, pero debido a nuestra política absolutista nos negamos a infringirlas). Pero el absolutista sostiene que si sumamos las malas consecuencias de todos los falsos negativos veremos que son preferibles a las malas consecuencias sumadas de todos los falsos positivos.

Un problema obvio del argumento absolutista es que parece imposible confirmar o refutar su afirmación acerca de las consecuencias de todos los falsos positivos sumados comparadas con las consecuencias de todos los falsos negativos sumados. No está claro cómo medir un conjunto tan heterogéneo que incluye consecuencias de acciones de todas las clases posibles en todas las circunstancias posibles.

Pero incluso si le concedemos ese punto al absolutista, su premisa sobre el efecto (nulo) de los sesgos sobre nuestra evaluación de nuestras infracciones morales resulta dudosa. En efecto, no es cierto que los sesgos afecten solamente nuestra evaluación de las consecuencias y no también nuestra evaluación de nuestras infracciones morales. El absolutista está en lo correcto cuando afirma que al evaluar si infringimos una norma los sesgos no afectan a nuestra percepción de las probabilidades de esa infracción, pero los sesgos pueden afectar nuestra evaluación de si determinada acción es realmente una infracción.

Por ejemplo, imaginemos que Agustín es una persona muy egoísta con su dinero. Pero llegó el momento en que debe comprarle a su hija un abrigo, porque el invierno se acerca. Sin embargo, Agustín está posponiendo la compra porque lo único que puede encontrar son abrigos importados y cree que es moralmente incorrecto apoyar a las empresas extranjeras en lugar de las empresas nacionales. Esta creencia, sin embargo, es en realidad causada por su sesgo egoísta en contra de gastar dinero. Agustín no tendría esa creencia si no fuese por su sesgo. Ahora bien, Agustín no es tan mal padre y aunque cree que comprar ropa de empresas extranjeras está mal, no obstante acepta que no comprarle a su hija un abrigo a tiempo es aún peor.

Confundir una acción moral con una inmoral tiene consecuencias problemáticas si aceptamos el argumento absolutista. En el caso de Agustín, adoptar una actitud absolutista frente a las normas morales le impediría comprarle a su hija el abrigo, porque comprarlo implicaría hacer algo que él cree que es erróneo. Este es un caso de un falso negativo: Agustín debe comprar su abrigo pero sus sesgos lo llevan a formar una creencia (i.e., que comprar importado es incorrecto) que, si Agustín adopta una política absolutista, le impiden hacer lo que realmente debe hacer. Si Agustín adoptase una política no absolutista, terminaría comprando el abrigo. Su creencia sesgada acerca de las empresas extranjeras no le impediría hacer la compra, porque él de todos modos cree que dejar a su hija sin abrigo es aún peor que comprar ropa a empresas extranjeras.

Aunque este problema del absolutismo no es grave en sí mismo, genera suficientes dudas sobre la supuesta superioridad epistémica del absolutismo.5

3. Consecuencias para el valor de los derechos

El absolutismo respecto a todas las normas morales es implausible, pero quizás el absolutismo acerca de algunas normas particulares tiene más sentido. En esa línea, Terrance McConnell sostiene que hay razones consecuencialistas para prohibir absolutamente un tipo particular de acciones: aquellas que infringen derechos de un modo irreparable (McConnell, 1981: 551).6

Obsérvese que McConnell concede que hay casos en los que es permisible infringir normas morales, cuando ello es necesario para evitar un gran mal o promover un gran bien. McConnell Incluso concede que es permisible infringir derechos, siempre que la infracción no sea irreparable y la compensación sea posible (McConnell, 1981: 546-7).

McConnell ofrece dos argumentos a favor de su propuesta. En primer lugar, afirma que cuando un agente vulnera el derecho de una persona de una manera irreparable (con el fin de evitar un mal), la víctima es tratada como un medio solamente. Este no es el caso, afirma, cuando la vulneración de derechos es reparable (McConnell, 1981: 552). Más allá de los méritos de este argumento de McConnell, es importante señalar que se trata de un argumento deontologista, porque está basado en la norma moral que prohíbe tratar a los demás como medios. La idea es que esa norma tiene más peso que cualquier mal que se pueda evitar mediante su infracción. En este trabajo no voy a ocuparme de este argumento de McConnell, ya que mi interés son los argumentos de tipo consecuencialista, no deontologista.

El segundo argumento de McConnell sí es consecuencialista. Sostiene que si fuese permisible infringir derechos siempre que eso permita evitar un mal mayor, “la posesión de derechos sería de poco valor” (McConnell, 1981: 554). McConnell no desarrolla mucho el argumento, pero considero que está dando una razón de tipo consecuencialista. El argumento parece ser que adoptar la política de considerar que siempre está absolutamente prohibido infringir derechos de manera irreparable tiene un mejor resultado que adoptar la política de considerar que es permisible infringir derechos de manera irreparable cada vez que eso evite un mal mayor. La consecuencia indeseable de adoptar la segunda política es que los derechos pierden su valor, es decir, no hacen ninguna diferencia en nuestro razonamiento moral.

La idea parece ser que los derechos hacen una diferencia cuando infringirlos tiene alguna consecuencia normativa. La consecuencia normativa estándar cuando se infringen derechos es que se genera en el infractor (o en algún tercero) una obligación de compensación. Por ejemplo, cuando se vulnera mi derecho a la propiedad para evitar una catástrofe, quienes lo vulneran adquieren un deber de compensarme por el daño. Sin embargo, en los casos en los que la compensación es imposible de llevar a cabo y el cálculo moral indica que es permisible infringirlos de todos modos, el hecho de que yo tenía un derecho parece no hacer ninguna diferencia práctica. En cambio, si prohibimos absolutamente infringir derechos en esos casos, los derechos claramente hacen una diferencia práctica. Tomemos por ejemplo el derecho a la vida. Dado que es imposible compensar a la víctima de una infracción del derecho a la vida, afirmar que es permisible infringir ese derecho en algunos casos equivale afirmar que en esos casos el derecho no está jugando ningún papel normativo, porque su infracción no tiene ninguna consecuencia práctica.

La tesis de McConnell (según la cual los derechos no hacen ninguna diferencia práctica cuando se considera permisible infringirlos de manera irreparable) es exagerada. Según varias teorías usuales acerca de los derechos, éstos sólo pueden ser infringidos cuando ello permite evitar males sustancialmente más graves que el hecho de su infracción (por ejemplo Walzer, 1977: 259). Infringir mi derecho a la vida no sería permisible si con ello se pudiesen salvar sólo cinco vidas (como en el famoso caso del trasplante de Judith Jarvis Thomson (1985: 1396)). Mi derecho puede lícitamente ser infringido sólo si el número de vidas que podrían salvarse es sustancialmente mayor que el número de vidas que se pierden (en el caso del trasplante, se pierde una sola vida). Eso muestra que los derechos tienen consecuencias prácticas incluso en casos en que infringirlos es irreparable.

4. Consecuencias para las relaciones especiales

El absolutismo respecto a las vulneraciones irreparables de derechos no funciona, pero quizás sí funciona el absolutismo respecto a otras consideraciones morales. Thomas Hill Jr. ofrece un argumento consecuencialista para considerar a los deberes morales especiales como deberes absolutos, o casi absolutos (Hill, 1983: 225-226).

Hill señala que tratar a todos los deberes morales como no absolutos tiene efectos negativos sobre ciertos tipos de relaciones personales importantes como la amistad y las relaciones entre padres e hijos. Hill parte de la idea (que yo no pretendo cuestionar) de que ese tipo de relaciones es “moralmente ideal”, en el sentido de que tienen valor moral intrínseco (Hill, 1983: 226). Hill afirma también que ese tipo de relaciones suele entenderse como generando obligaciones casi incondicionales. En principio nunca está permitido mentirle a un amigo o padre, o no ayudarlos cuando tienen alguna necesidad urgente.

Sin embargo, hay situaciones en las que actuar inmoralmente hacia un amigo (o padre) podría evitar un mal mayor a otra persona. Por ejemplo, mentirles a mis amigos sobre mi trabajo para el servicio de inteligencia puede ser necesario para evitar que ellos y mi país sufran consecuencias muy graves. Pero actuar inmoralmente con un amigo obviamente daña la relación. Esa es la razón principal para no actuar inmoralmente con los amigos. Ahora bien, Hill destaca que adoptar una política no absolutista respecto a mis obligaciones morales hacia mis amigos dañaría mis amistades incluso si no se presentara ninguna oportunidad concreta en que fuese necesario hacer algo inmoral a mi amigo. Adoptar una política no absolutista haría que la amistad pierda su carácter incondicional. Si mis amigos supieran que yo estoy dispuesto a incumplir mis obligaciones hacia ellos tan pronto como eso me permita evitar algún mal mayor, mis amigos dejarían de considerarme su amigo. Y lo mismo pasaría con todas las relaciones de amistad. Si queremos preservar la institución de la amistad, entonces, debemos adoptar una política absolutista (al menos respecto a las obligaciones hacia los amigos y otras relaciones especiales).

Hill admite que no es necesario adoptar una política completamente absolutista respecto a las relaciones especiales. Lo importante es que mis amigos sepan que no voy a incumplir mis obligaciones cuando ello sea necesario para evitar un mal ligeramente mayor. El hecho de que mis amigos sepan que yo voy a incumplir mis obligaciones hacia ellos cuando el mal que puedo impedir es sustancialmente mayor no parece dañar mi amistad con ellos (Hill, 1983: 227). Después de todo, los casos en que incumplir mis obligaciones especiales podría evitar un mal muy serio (como una catástrofe) son casos excepcionales.

La conclusión del argumento de Hill es correcta: los deberes que tenemos hacia nuestras relaciones especiales son casi absolutos. Pero considero que si partimos de las premisas de las que parte Hill y pretendemos llegar a la misma conclusión, no es completamente necesario emplear la estrategia consecuencialista, como él pretende, sino que puede arribarse mediante una estrategia deontologista.

En efecto, como explica Hill, hacer algo inmoral a un amigo, como mentirle, socava la relación de amistad. Si, como sostiene Hill, la amistad tiene valor moral intrínseco, entonces hay una razón fuerte para no mentirle a un amigo. Sin duda, eso no implica que es impermisible mentirle a un amigo, pero sí implica que los casos en que es permisible mentirle a un amigo son casos en que el mal que se puede evitar mediante esa mentira es un mal sustancialmente mayor al mal que es necesario poder evitar para que sea permisible mentirle a un desconocido. Si mentir a un desconocido sólo es permisible cuando se evita un mal mayor, mentir a un amigo es permisible cuando se evita un mal todavía mayor. Sustancialmente mayor. Nótese que para llegar a esta conclusión no fue necesario un argumento consecuencialista como el de Hill. No hizo falta evaluar las consecuencias de adoptar una política no absolutista, sino simplemente evaluar el peso de la norma que nos exige respetar el valor de las relaciones de amistad.7

Es importante advertir también que, contrariamente a lo que sostiene Hill, adoptar una política no absolutista no socavaría mis relaciones especiales. Mi amigo me entendería si yo le dijese: “Me importa mucho nuestra amistad, por lo que sólo consideraría que tengo derecho a incumplir mis deberes de amistad en los casos en que ello sea necesario para evitar un mal muy grave”. De hecho, normalmente esperamos que nuestros amigos incumplan sus deberes de amistad en casos extremos. De lo contrario no les consideraríamos agentes morales responsables, dignos de nuestra amistad.

Observaciones finales

Los argumentos absolutistas mixtos evaluados en este trabajo son inviables. Sin duda, eso no muestra que el absolutismo sea incorrecto. Puede ser que existan otros argumentos absolutistas mixtos que no he considerado aquí y que no sean víctimas de las objeciones que aquí he presentado. También es posible que existan argumentos absolutistas no mixtos, es decir, argumentos absolutistas puramente deontológicos o puramente consecuencialistas que funcionen. En este artículo no excluí esa posibilidad. Sin embargo, el fracaso de los argumentos aquí considerados debería sin duda servir como advertencia a los intentos de defender el absolutismo. Repasemos brevemente por qué han fracasado.

El primer argumento absolutista se basa en consideraciones epistémicas. Los sesgos cognitivos humanos parecen tener un efecto dañino sobre nuestros juicios acerca de la permisibilidad de infringir normas morales en ciertos casos. Tratar a esas normas como absolutas quizás tendría efectos deseables, porque evitaría un número considerable de falsos positivos (y el número de falsos negativos quizás no sería lo suficientemente alto). Este argumento es problemático porque no tiene en cuenta otras formas en que esos mismos sesgos afectan nuestro juicio moral. Los sesgos pueden llevarnos a pensar que existen normas morales donde no las hay, lo cual tendría consecuencias graves si tratamos a todas las normas como absolutas.

El segundo argumento absolutista se basa en el valor de los derechos. En los casos en que es imposible compensar a la víctima de una infracción contra sus derechos parece que deberíamos tratar a esos derechos como absolutos. De lo contrario, la posesión de derechos no tendría ninguna importancia práctica concreta. Este argumento no funciona porque poseer derechos tiene consecuencias prácticas importantes incluso en casos en que es imposible compensar por su infracción. En esos casos los derechos importan de todos modos porque tuvieron un rol de peso en el razonamiento que, desafortunadamente, justificó finalmente que se los infrinja. Los derechos constituyen consideraciones de mucho peso que sólo pueden ser superadas por otras consideraciones de mucho peso.

Finalmente, el tercer argumento se basa en el valor de las relaciones especiales. El argumento señala con razón que debemos tratar a los deberes especiales como si fueran casi absolutos, como si sólo fuera permisible faltar a ellos en casos en que ello sea necesario para evitar un mal serio. Sin embargo, el argumento no logra mostrar que esa conclusión provenga de premisas consecuencialistas (como corresponde a todo absolutismo mixto). La razón por la cual debemos tratar a nuestras obligaciones especiales como si fueran casi absolutas es (tal como el argumento mismo presupone) que las relaciones especiales tienen valor moral intrínseco. La razón no es que tratarlas como no absolutas socava esas relaciones.

Podemos concluir entonces que a menos de que existan otros argumentos mejores a favor del absolutismo, debemos considerar que las normas morales no son obligaciones absolutas.

Referencias

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2. Donagan, A. (1977). The theory of morality. Chicago: University of Chicago Press. [ Links ]

3. Foot, P. (1967). The problem of abortion and the doctrine of double effect. Oxford Reviews of Reproductive Biology, 5, 5-15. [ Links ]

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9. Korsgaard, C. M. (1986). The right to lie: Kant on dealing with evil. Philosophy & Public Affairs, 15 (4), 325-349. [ Links ]

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15. Walzer, M. (1977). Just and unjust wars: a moral argument with historical illustrations. New York: Basic Books. [ Links ]

*El artículo hace parte de una investigación posdoctoral realizada con el patrocinio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

Cómo citar este artículo MLA: García, Francisco. “Crítica al absolutismo moral consecuencialista.” Estudios de Filosofía, 57 (2018): 161-174 APA: García, F. (2018). Crítica al absolutismo moral consecuencialista. Estudios de Filosofía, 57, 161-174. Chicago: García, Francisco. “Crítica al absolutismo moral consecuencialista”. Estudios de Filosofía n.° 57 (2018): 161-174.

1Kant parece sostener un absolutismo deontologista respecto a deberes tales como el de no mentir. Sin embargo, según algunas interpretaciones la filosofía kantiana permite algunas excepciones incluso a esas obligaciones (Korsgaard, 1986: 346-9).

2El argumento que evalúo en esta sección tiene algunas similitudes con la tesis de la justificación normal de la autoridad de Joseph Raz (1986). Para Raz, la justificación normal para obedecer a la autoridad es que hacerlo aumenta nuestra conformidad con las razones de primer orden que se nos aplican. Sin embargo, la teoría de Raz no justifica necesariamente que debamos obedecer absolutamente a la autoridad, mientras que el absolutismo que evalúo aquí sí.

3A este absolutismo se lo puede llamar “paulista” (Donagan, 1977), porque san Pablo afirma que es impermisible “hacer el mal para que venga el bien” (Rom 3:8, 6:1).

4Se puede argumentar que hay una diferencia entre intentar infringir una norma e infringirla efectivamente. Nunca estamos seguros de que al intentar mentir vamos a lograr mentir. Ahora bien, intentar infringir una norma ya es infringir una norma: la norma que nos exige ser morales.

5El absolutismo criticado en esta sección tiene un problema aún más grave. En casos como el de Agustín, ese absolutismo implica que no hay para él ningún curso de acción correcto. En efecto, los dos cursos de acción que Agustín puede tomar infringen alguna norma moral (o, más precisamente, lo que agustín cree que son normas morales): no apoyar a empresas extranjeras y comprar un abrigo a su hija.

6Los argumentos de McConnell están pensados para casos de chantaje en los cuales una persona amenaza con desatar una catástrofe a menos que otra persona infrinja un derecho de un tercero. Sus argumentos no están pensados para casos en los cuales el mal a evitar tiene causas naturales o no humanas (McConnell, 1981). Sin embargo, considero que nada en los argumentos de McConnell impide extenderlos a casos del segundo tipo.

7Además de la vía deontologista, otra manera distinta a la de Hill de arribar a la misma conclusión del autor es la vía del consecuencialismo de reglas. Si el sistema de reglas cuya adopción traería las mejores consecuencias es un sistema que incluye tanto una regla que exige no mentir a los amigos como una regla que exige evitar catástrofes, y en ese sistema de reglas la segunda tiene prioridad sobre la primera, llegamos a la conclusión de que casi nunca debemos mentirle a los amigos. Agradezco a un/a revisor/a anónima por esta observación.

Recibido: 06 de Agosto de 2017; Aprobado: 12 de Diciembre de 2017

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