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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.58 Medellín July/Dec. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a07 

Artículos de investigación

El valor cultural del arte en la época de la barbarie: la fenomenología estética de Michel Henry*

The cultural value of art in the age of barbarism: Michel Henry’s aesthetic phenomenology

Agustín Palomar Torralbo 1  

1G.I. La imagen barroca del mundo Universidad de Granada Granada, EspañaE-mail: agupalomar@yahoo.es ORCID: 0000-0002-4333-7418


Resumen.

En este trabajo la barbarie es tomada como la cuestión política fundamental y se examina a partir de la fenomenología estética de Michel Henry. En primer lugar, el trabajo expone el nuevo concepto de barbarie que es descrito por Michel Henry como la prevalencia del dominio de la objetividad, constituida por la ciencia y la técnica, sobre la vida. En segundo lugar, presenta el concepto de cultura como manifestación originaria de la vida; un concepto que se opone, por ello, al saber teórico de la ciencia. Y, por último, el trabajo señala cómo el arte, al hacer posible el saber de la estética, regenera el sentido de la cultura desplazado en nuestra época por la barbarie.

Palabras clave : barbarie; estética; fenomenología; cultura; Michel Henry

Abstract.

In this work, barbarism is assumed as the key political question and it is examined through the view of Michel Henry´s aesthetic phenomenology. Firstly, this paper reflects upon the new concept of barbarism, which is described by Michel Henry as the prevalence of the concept of objectivity created by science and technology over life. Secondly, it presents the concept of culture as an original manifestation of life; a concept that opposes, therefore, to the theoretical knowledge of science. Finally, the paper highlights the way art restores the sense of culture which has been displaced by barbarism in our times.

Keywords : barbarism; aesthetics; phenomenology; culture; Michel Henry

“¿Por qué, pues, permanecemos en la barbarie?” (Schiller, 1991, p. 123). Esta pregunta, que aparece en la carta VIII en Sobre la educación estética del hombre, atraviesa la reflexión sobre nuestra cultura desde los tiempos de Schiller hasta los nuestros. Y la atraviesa porque la barbarie, más allá del significado del término en sus diferentes contextos históricos,1 parece acompañar siempre, como algo ineliminable, a todo proceso de cultura, cabe decir, a todo proceso civilizatorio. La cuestión enunciada por Schiller, en la estela de la ilustración kantiana, bien puede tomarse como una pregunta fundamental acerca del valor que el arte y la experiencia estética tienen para los ideales políticos. En este sentido, recuérdese que Schiller pretendía prologar el proyecto kantiano de la Ilustración2, pero reorientándolo en el aspecto que él creía más deficitario del pensamiento de Kant: la necesidad de una educación estética para hacer más accesible alcanzar los fines de la humanidad conforme al principio moral. Kant había abierto este camino en la Crítica del Juicio, pero aún en él reinaba cierta anarquía, según escribe Schiller el 14 de Septiembre de 1794, respecto a cómo la estética tendría que estar al servicio del bien de la humanidad (cf. Safranski, 2011, p. 401). La obra de la libertad requeriría, en definitiva, de la educación de la sensibilidad. Sólo mediante esta educación veía Schiller que era posible evitar la barbarie como resultado de aplicar los principios abstractos de la razón a la pluralidad de los hombres. La estética vendría a ser el término medio para sortear en el hombre el abismo en el terreno práctico entre lo temporal y real y lo eterno e ideal. “No es lícito -afirmaba- poner en peligro la existencia del hombre por respecto a la dignidad del hombre” (Schiller, 1991, p. 104).3

Hoy, en la distancia que nos separa de Schiller, vemos que el proyecto de reforma de la Ilustración a través de la estética ha quedado atrás en el tiempo, no sólo porque hemos aceptado, de una manera u otra, el fracaso del antiguo proyecto ilustrado, ni sólo por la huella que ha dejado en la historia las ideologías totalitarias del siglo anterior,4 ni por la presencia en nuestro siglo de esa otra ideología totalitaria de los integrismos, sino porque la educación en general y el propio sistema del saber en particular, que tendría que ser custodiado, ampliado y valorado por las instituciones educativas, especialmente por la universidad, han entrado también en la barbarie al abandonar la tarea de la educación del hombre según principios estéticos y morales. Quien entre otros ha repensado hoy la cuestión de la estética en respuesta a la aplicación de los principios abstractos del saber a la vida del hombre, ha sido Michel Henry en el ensayo publicado en 1987 que lleva por título La Barbarie.

1. El rostro visible de la barbarie

“Entramos en la barbarie” (Henry, 1996, p. 15). Con estas palabras abre Michel Henry su ensayo reconociendo que, otra vez, volvemos a caer en la noche de la barbarie. Las actas de la destrucción ocasionada por la barbarie han sido levantadas por historiadores y arqueólogos. De la barbarie puede decirse que está en el origen de la desaparición de las civilizaciones antiguas. Pero, también, puede decirse que, desde el punto de vista de la narración histórica, a cada civilización desaparecida le ha sucedido otra que en parte recogía y ampliaba el contenido de la civilización precedente. De una civilización destruida se recogía para la civilización siguiente, en gran medida, su cultura, esto es, el contenido de sus saberes prácticos, teóricos, y técnicos. En Henry (1996, p. 15) se dice, en este sentido, lo siguiente: “A cada fase de expansión le sucede una de declive, pero allí o en otra parte, un nuevo despegue tiene lugar, llevando más lejos el desarrollo de la vida”. Así fue el caso, afirma el autor, para las civilizaciones sumeria, asiria, egipcia, griega, romana, bizantina, para la época medieval y para la renacentista. La relación de lo que llamamos “civilización” y “barbarie” muestra siempre en su oposición un rostro jánico: si es cierto, por una parte, que cada civilización oculta tras sí en su construcción la destrucción de otra, también lo es que en esa construcción se ha preservado fundamentalmente el contenido del saber de la civilización precedente.

Pues bien, para Michel Henry esta entrada en la barbarie tiene su particularidad en que lo que se destruye es, precisamente, aquello que conformaba la tradición de lo que una civilización dejaba en herencia a la siguiente: el saber. El nuevo tipo de barbarie no podemos figurárnosla como la destrucción de una civilización en cuyas ruinas se ha levantado otra, así como sobre las ruinas de una ciudad se ha levantado, a menudo, históricamente otra, o como sobre las ruinas de un templo se ha erigido otro. Para Michel Henry, esta entrada en la barbarie se presenta paradójicamente como la forma de un verdadero saber -el científico-, el cual colonizando sistemáticamente el mundo de la vida, empleando aquí la expresión de Habermas, ha expulsado de las disciplinas de pensamiento todo modo de saber que no puede ser sometido a los criterios de la ciencia. La novedad está justamente en esto: en que la barbarie queda oculta por ser precisamente la forma en la que se dispone el saber. En el prefacio a la edición de 2001, texto escrito un año antes, dice Michel Henry que es la primera vez en la historia de la humanidad en que cultura y saber divergen, de tal modo que el predominio del segundo puede entrañar la desaparición de la primera (cf. Henry, 2014, p. 1).5 Efectivamente, Michel Henry hace suya la lectura husserliana acerca de la crisis de las ciencias europeas a causa del predominio de la ciencia galileana como una matemática pura que se ocupa sólo de formas abstractas y que evita tener que habérselas con el mundo corporal (cf. Husserl, 1991, p. 29).6 Este conocimiento abstracto de la naturaleza material es exponente máximo, a su vez, del predominio del conocimiento teórico frente al conocimiento práctico (cf. Henry, 2014, pp. 1-2). Las disciplinas de la cultura, tales como la literatura, las lenguas clásicas y la filosofía, influidas por este principio galileano, se han alejado de su tarea fundamental: el desvelamiento de la vida de los hombres (cf. Henry 2014, pp. 157-160).

Desde este trasfondo, puede comprenderse adecuadamente que con respecto al saber estemos ante algo que antes no había sido visto. (Ce qui ne s´etait jamais vu, es, justamente, el título de la Introducción de la Barbarie). Todas las formas de saber “tradicionales”, todas aquellas que no siguen los protocolos del saber científico moderno, que no siguen sus evidencias, sus demostraciones o pruebas, son tenidas en nada, frente al saber riguroso, objetivo, incuestionable y verdadero de la ciencia. La ciencia marca el domino del saber de tal modo que aquello que no entra dentro de este dominio es un saber aproximado, dudoso, basado en meras creencias subjetivas o incluso en supersticiones. Sólo así puede comprenderse que la ética, la estética y la religión, ejemplos de saberes fundamentales para la vida, no sean consideradas como verdaderos saberes, ni pueda esperarse de ellas que algún día se encumbren al dominio de la ciencia. A lo sumo, estas formas de saber, que se ajustan a la disciplina del saber teórico, han quedado relegadas a ser expresión de meras vivencias subjetivas, o ser como un barniz que cubre la puerta por la que se entra al verdadero conocimiento científico. Pareciera que no puede haber fundamento para el saber allí donde sólo hay experiencia, nuda experiencia, y el problema de la religión, de la estética y de la ética es que no pueden controlar técnicamente esa experiencia para hacer de ella un saber científico sin perder su especificidad en cuanto saber de la vida del hombre. Por tanto, sólo cabe ante estos modos de saber una disyuntiva: o bien se las expulsa del ámbito del saber o bien se las reduce a los fundamentos de las que ya sí son consideradas ciencias. Piénsese, en este sentido, en disciplinas como la neurofilosofía, la neuroestética, la neuoroética, etc.

Michel Henry, siguiendo el camino abierto por Husserl, advierte que la cuestión del modo como se dispone el saber y se reconozca como tal afecta profundamente al concepto que se tenga del propio hombre. Recuérdese, en este sentido el dictum husserliano: “Meras ciencias de hechos hacen meros hombres de hecho” (Husserl, 1991, p. 6). Desde su origen, la suerte de la fenomenología ha estado ligada a la necesidad de ver que de la experiencia humana se puede tener un saber riguroso, no relativista, que no se circunscribe, sin embargo, al concepto de saber del conocimiento científico y que responde, a su vez, a una necesidad de la existencia humana: la del sentido de la experiencia. Aunque los especialistas pueden resolver problemas técnicos de nuestra vida cotidiana facilitándonos la vida, no pueden en modo alguno solucionar la cuestión del sentido, ni pueden ofrecernos un saber acerca de esta. Hoy tenemos conciencia de que la solución de problemas particulares por parte de la ciencia no sólo no ha mitigado, sino que ha aumentado nuestra incertidumbre y desasosiego en el mundo. No puede, por ejemplo, repararse el sufrimiento y el dolor de nuestra existencia como el saber científico y técnico repara los aparatos de nuestra vida cotidiana. Para la “reparación” del sufrimiento siempre ha de estar presente, de una manera u otra, por ejemplo, el sentido de la experiencia de la dicha.

Hay, por tanto, un “malestar de la cultura” que se manifiesta en todos los órdenes de la vida, porque, aunque contemos con el hiperdesarrollo del saber científico y técnico, estamos ayunos del saber de la vida y de los modos en que ella se manifiesta, por ejemplo, como vida sensible o como vida afectiva o como vida del espíritu. La barbarie hunde sus raíces en la ruptura de la experiencia con el modo en el que se manifiesta la vida originariamente en el mundo que, a su vez, hunde sus propias raíces en una ruptura mayor: la que ha tenido lugar entre el modo en el que experimentamos el mundo y el modo en el que experienciamos la vida. Como se afirma en O´Sullivan (2006, 142, p. 144), la barbarie está en el seno de la propia ciencia al crearse una radical oposición entre la evidencia apodíctica del conocimiento científico que esperamos tener del mundo y la inmanencia radical de la subjetividad. No es sólo, en este sentido, que la ciencia deje en su abstracción el mundo corporal como decía Husserl, sino que ha dejado fuera de manera mucho más radical la vida de la subjetividad. Es en esta brecha última donde, en definitiva, ha echado raíces el positivismo del saber de las ciencias y, con él, la barbarie de nuestro tiempo. Tan honda es esta separación y tan olvidada está de la unidad de su origen que dice Michel Henry que en nuestro mundo “no es seguro que esta vez -la barbarie- pueda ser superada” (Henry, 1996, p. 17). La imposición del modo de saber científico en modelos objetivos de conocimiento y el rechazo a todo saber arraigado en la vida de la subjetividad ha hecho que se altere profundamente la correlación entre objetividad y subjetividad, entregando la experiencia de la vida y sus saberes al terreno de lo arbitrario y, por tanto, relegando el saber de esta experiencia fuera del lugar donde se asienta el verdadero conocimiento.

Efectivamente, el saber científico sólo es posible sobre la base de la objetividad. El criterio fundamental de la ciencia es que su saber ha de dejar fuera, en la medida de lo posible, toda subjetividad. Pero, ¿cuál es la condición fundamental que hace posible la objetividad? Fenomenológicamente, la objetividad del saber científico se asienta en la capacidad de la ciencia de demostrar, es decir, de hacer presente algo de tal manera que lo presentado se haga patente para cualquiera o, dicho de otra manera, para una conciencia en general. Lo mostrado, como lo que puede estar ahí delante para todos, toma el carácter de lo que es verdad de suyo, de modo que “toda mirada podrá descubrir, ver, con el fin de estar segura de lo que ve” (Henry, 1996, p. 25). El conocimiento de la ciencia, si se tiene por verdadero, es en tanto que conocimiento, un saber que es visto como lo que está ahí para toda conciencia. La objetividad tiene aquí el fundamento de su propio modo de aparecer, modo que presupone el esfuerzo de la propia conciencia por iluminar y mantener en la luz lo que se muestra, depurándolo de todo aquello que lo impide ser visto como un objeto para cualquier conciencia. El saber, se dice en Henry (1996, p. 25), “es siempre ver; ver es ver lo que es visto; lo que es visto es lo que se presenta delante de nosotros; lo que se presenta-delante, esto es el objeto”.

Pero, para que este saber de la claridad, que persigue el telos de la evidencia, sea efectivo tiene que realizarse sobre la base de una abstracción: hay que hacer epojé de lo sensible y lo afectivo para atenerse sólo a lo que presenta una determinación ideal, quedándose fuera lo que constituye la vida misma del hombre. La barbarie, nuestra barbarie, surge de la incapacidad para pensar la vida sin el recurso a esta abstracción porque, finalmente, esta abstracción es también un modo de experimentarla como un dominio que tenemos sobre ella. En su fondo se muestra como la incapacidad de volver de la experiencia de la vida en el mundo a la experiencia cabe sí de la propia vida, esto es, como la incapacidad de comprender la reflexión como la experiencia de la vida en el seno de nuestra subjetividad, no como algo que puede ser representado, sino como la experiencia de lo que lo que ella misma puede ejecutar.7

Que el saber científico es una abstracción respecto a este saber primero, a este saber originario, lo pone en claro Michel Henry con ejemplos en los que experienciamos un saber de la vida que no se hace disponible para el saber de la ciencia: el saber mover-las-manos, el volver-los-ojos, el saber de la experiencia del salto de júbilo, etc; Son estos sencillos ejemplos manifestaciones de un saber in-objetivibable que la ciencia no puede producir, que la conciencia no puede hacer traslúcido y que, en modo alguno, puede ser representado dentro un saber en general. En términos husserlianos, por ejemplo, no se trata, por tanto, del contenido noemático de lo que es visto en el acto de la visión que lleva como telos la evidencia, sino del saber en el que la vista se revela como tal a sí misma en su capacidad de ver experienciándose patéticamente como vida. Efectivamente, el saber originario que corresponde al acto de visión refleja algo más que la experiencia de lo que es visto en este acto: “el poder de revelación revelador de la visión misma” (Henry, 1996, p. 31), esto es, el poder o la potencia que hace posible fenomenológicamente el acto de la visión misma. Los actos del yo se caracterizan más que por ser portadores de un conocimiento teórico por mostrar una capacidad del propio yo.

Ahora bien, este poder, que se experiencia como la potencialidad de la subjetividad, está enraizado en el cuerpo, comprendido este, a su vez, como un cuerpo vivo, cuya esencia es el de ser en tanto que ser afectado o, mejor dicho, en tanto que ser que es afectividad, que es definido por ella. El saber de la subjetividad del cuerpo se nos da como una experiencia que no puede ser ni exteriorizada ni objetivada, porque, en definitiva, se trata de una experiencia que el sujeto no puede elevar a una representación que pueda ser objeto de un acto de visión.8 El contenido del saber de la experiencia de la subjetividad como afectividad, a diferencia del saber de la subjetividad como conciencia, no puede tornarse visible, ni descubrir en acto alguno un objeto que ver. Que la ciencia se justifique, en tanto que saber objetivo, como un saber para la conciencia en general significa que pone su saber en el poder de hacer visible lo que esencialmente permanece invisible, sin detenerse en la cuestión acerca de si hay también un saber de eso que no se hace traslúcido a la conciencia trascendental. El saber de la ciencia no amenaza al saber de la vida porque la ciencia niegue la vida, sino porque su modo de saber ha desterrado al ostracismo todo otro saber de la experiencia, convirtiéndose, en una ideología que impone lo que es y no es un verdadero saber.9 El tipo de experiencia que requiere el saber de la ciencia presupone en su origen ya una separación, una restricción, una reducción no sólo del curso ordinario de la experiencia en el mundo, sino de la experiencia más radical de nuestra subjetividad, que es la que, en definitiva, hace posible originariamente toda otra experiencia en el mundo. De este modo, el saber de la ciencia, que tan efectivo ha resultado ser, se asienta en la abstracción y eliminación de lo que constituye originariamente la experiencia de la vida en la subjetividad. Sobre esta abstracción se erige el dominio de la barbarie.

2. La cultura como manifestación de la vida

Efectivamente, la barbarie, en su raíz última, surge de la negación de la experiencia de la subjetividad como experiencia del poder de una afectividad que se revela como un deseo que no logrará jamás hacerse traslúcido en la experiencia del mundo y, por tanto, representable como un contenido en general para la conciencia. El saber de la ciencia se torna en una ideología que daña el saber de la vida porque impide que el deseo llegue a tener sus modos específicos de cumplimiento. La primera tarea de la ideología del saber de la ciencia está en negar que aquello que proviene siempre de la afectividad y del deseo se constituya en el contenido de un saber, que tenga un modo específico de cumplimiento, aunque no se corresponda con el modelo teórico de la evidencia, porque la vida en su radicalidad no queda satisfecha en la hondura de su padecer y de su querer con la simple experiencia de lo que se ve, de lo que puede ser presentado y formalizado. La vida queda satisfecha sólo si se experiencia a sí misma como vida en su radical padecimiento pero también en su radical plenitud. El arte, la ética y la religión, para Michel Henry, son esos saberes que surgen originaria e internamente de la experiencia de la vida que tiene en la afectividad su modo básico de ser. Pero, si esto es así, entonces, la afectividad no puede ser comprendida como un estado de ánimo o un sentimiento que, ora va a un lado, ora al otro, sino más bien como lo que hace posible todo sentir, lo que hace posible las diferentes modalidades del sentir. Para Michel Henry es “lo histórico (historial) de lo Absoluto, la manera infinitamente diversa y variada como llega a sí, se experimenta y se abraza a sí mismo en este abrazo de sí que es la esencia de la vida” (Henry, 1996, p. 55). La afectividad es el modo fundamental en el que lo Absoluto se nos revela como histórico, y, por tanto, el modo como lo Absoluto se experiencia a sí mismo de manera infinitamente variada. La afectividad es así la que hace posible la variedad del sentir y la que en esta variedad mantiene su esencia con lo Absoluto. Estos modos fundamentales son, para Henry, el del Sufrimiento y el de la Alegría. Que estos sean los fundamentales del sentir, que remiten, al modo spinozista, a la “sustancia” de la afectividad, tiene su prueba en que la Alegría y el Sufrimiento, en este movimiento fundamental, no pueden separarse, y que uno, bien visto, siempre nos muestra también el rostro del otro. La vida como la “materia” de lo Absoluto no puede comprenderse como el conocer del Ser sino como el páthos del Ser. Del saber de la vida, así caracterizado, sólo da cuenta la fenomenología. Pues bien, la tesis de Michel Henry es que la cultura, como lo otro de la barbarie, como el modo de saber que le hace frente a la barbarie, no es que haya de estar arraigada en la vida, sino que es originariamente su primera manifestación.

Pero, ¿no decimos que la cultura es uno de los temas fundamentales de estudio de la antropología? ¿No ha encontrado la antropología cultural el camino seguro de las ciencias sociales? ¿No determina la cultura el estudio de la vida de los individuos concretando el concepto abstracto de humanidad en la vida de las comunidades?10 Pues bien, frente a esta concepción, para Michel Henry la cultura no forma parte de los estudios de antropología, sino de la fenomenología: la cultura ha de ser pensada como un fenómeno fundamental del ser en el que aparece la vida. No puede pensarse, por ello, de manera dialéctica en relación con la barbarie, sino siempre como lo que la antecede. Así, la barbarie siempre será lo otro, lo que viene después de la cultura y de tal modo que si “caemos en la barbarie” o “entramos en ella” es porque ya siempre la cultura es el modo primero en el que se manifiesta el ser. La cultura está ligada ab origine a lo que somos, pues ella es la manifestación primera de la vida. Si la cultura es primum ontologicum con respecto a la barbarie es porque surge como manifestación de la vida misma, como su primera manifestación que puede, por ello, ser negada, destruida pero no radicalmente aniquilada. La cultura muestra la vida pero, a su vez, de la vida invisible sabemos en tanto que esta toma forma en las obras de la cultura. La vida alcanza en el trabajo de esta formación la experiencia de un modo específico de cumplimiento que dista de ser la experiencia del cumplimiento de elevar lo que se da la claridad de las ideas.11 Es la obra misma la que hace visible en su formación la invisibilidad de la vida. De la vida llegamos a saber a través de la cultura y la cultura ha de ser entendida como verdadero cultivo de la subjetividad. Por esta razón, también, desde la otra perspectiva, las obras de la cultura han de ser vistas como estrellas en medio de la oscuridad de la noche.

Dice Henry, en este sentido, que toda cultura es una cultura de la vida, en el doble sentido del genitivo: tanto una cultura que tiene como objeto la vida, como una cultura que se arraiga en la vida. Justamente, porque la cultura está sujeta a la vida, la cultura tiene como objeto propio la vida. No es sólo que toda educación o formación haya de ser comprendida como un aprender a ver la vida que se hace presente como cultura, sino que toda formación, como cultivo de la humanitas, tiene su asiento en ese experienciar pasivamente la vida en la mediación con las obras de la cultura. A este experienciar se llama propiamente “experiencia estética”, en tanto que esta experiencia lo es de la subjetividad en tanto que sensibilidad. La barbarie es la experiencia de la destrucción del modo como se manifiesta la vida o el modo como se experiencia su falta de cumplimiento, su insatisfacción. La barbarie es, por eso, también un reclamo de la vida como prueba de que la potencialidad de la propia subjetividad es la experiencia de un saber. Si la destrucción de obras artísticas provoca desolación es porque ellas son testigos del carácter absoluto de la vida que trascienden de alguna manera la muerte de los individuos. Más allá de estos, las obras que quedan en el mundo se suman a la tradición histórica de un pueblo. La cultura es por esto también el modo fundamental en el que puede llevarse a cumplimiento la vida en comunidad, es decir, la vida en la comunidad política.

En su novela L´amour les yeux fermés, Michel Henry narra cómo la destrucción de la ciudad de Aliahova corre paralela a la violencia con la que se destruye la vida de sus personajes. La vida se torna asunto de la narración en la medida en que con los personajes de la novela vamos asistiendo al proceso de decadencia de la ciudad que culmina con su destrucción en un incendio.12 Michel Henry se inspira, para esta narración de esta destrucción, en un cuadro del taller de Lucas de Leyden que representa el aniquilamiento de Sodoma y Gomorra (cf. Henry, 2016b, p. 377). Pero lo más interesante de la novela es que, tratando de narrar la destrucción, al filo del relato de la barbarie, se va apreciando cómo la cultura, que revela la vida, al mismo tiempo crea el espacio humano para protegerla, desarrollarla y llevarla a plenitud. Ahora bien, esto es posible, en la propia novela, porque la ciudad está levantada atendiendo principalmente a su carácter artístico. Porque se trata de una ciudad ideal y no empírica lleva a cumplimento el propósito de la vida. Tras la primera descripción de la ciudad desde la ventana de su habitación, el protagonista, Sahli, declara el carácter ideal de Aliahova: “Es una ciudad de ningún lugar, pensé, y fuera del tiempo” (Henry, 2016a, pp. 21-22). Se trata de una ciudad que se construyó, nos dice un poco más adelante el protagonista, por la obsesión de una Idea, y añade: “era esta la que iluminaba todas las miradas con las que me cruzaba, la que privaba a los habitantes de estos parajes de toda nacionalidad precisa para hacer de ellos sus servidores y adoradores de la belleza” (Henry, 2016a, p. 22). Es decir, la configuración de la ciudad se presenta a sus ojos como el lugar para una experiencia estética a la luz de la Idea de Belleza, y es esta Idea la que rige, cuasi al modo platónico, la vida de la ciudad. Aliahova está concebida al modo de las ciudades renacentistas tales como Bizancio, Florencia o Génova. La ciudad por ser ideal, por escapar a la descripción minuciosa y problemática de una ciudad concreta, puede narrar la historia esencial. De esta forma puede Michel Henry decir lo siguiente:

Su historia es esencial debido a que escapa de la historia precisa. Tuve que darle, naturalmente, una cierta personalidad, poblarla de seres particulares. Pero lo que he querido contar es la historia de la vida (Henry, 2016b, p. 377).

Pero, justo después de esta primera descripción ideal de Aliahova, en el declive del sol bajo el que el protagonista contempla la ciudad, comienza el relato de su destrucción, una destrucción que no viene, como en tantas otras ciudades históricas, por ataques externos, sino por la pérdida del valor del saber sobre el que se construyó. “¡Ay! -exclama Sahli- ¿De qué te sirven tus murallas, Aliahova?” (Henry, 2016a, p. 23). Y a continuación exclama proféticamente: “¡Aliahova! ¡Aliahova! De tus basílicas de mármol y de tus palacios suntuosos no quedará piedra sobre piedra. Tus higueras se secarán, y arrojarán sal en tu tierra desolada” (Henry, 2016a, p. 23). A partir de aquí, comienza el relato de cómo la degeneración del saber, que en la novela está centrado en el trabajo de la Universidad, termina por ser la causa interna de la descomposición de la ciudad. Porque hay una ley de la constitución interna de las obras más bellas, tal y como afirma el protagonista en la descripción de la Plaza de la Señoría (cf. Henry, 2016a, p. 74), hay también “una ley de la descomposición” (Henry, 2016a, p. 67) que opera en la destrucción de la ciudad, aunque todo se presente como aparentemente normal. “Todos cierran los ojos y callan”, dice Sahli (Henry 2016a, p. 70). Débora, acompañante de Sahli en su recorrido por la ciudad, nos presenta, ya desde las primeras páginas de la novela, de este modo, la relevancia política de la barbarie como algo que sucede con aparente normalidad:

Es verdad -repuso- que en apariencia nada ha cambiado. Lo que caracteriza la situación es precisamente este intento de hacer creer que todo es normal, que las cosas van incluso muy bien (Henry, 2016a, pp. 68-69).

Esta “normalidad” lleva, sin embargo, el germen de la barbarie, porque los responsables del saber en esta ciudad, construida según los cánones clásicos de la Belleza, ya han abandonado su quehacer propio. Así, la propia tarea de la Universidad ha sido suspendida y en su lugar se ha formado una asamblea constituyente en la que participan todos sus miembros, estudiantes y ayudantes en pie de igualdad con los profesores, para llevar a cabo una reforma universitaria. Mientras tanto, en este ambiente revolucionario, se ataca a la Universidad y se crea una antiuniversidad en el antiguo claustro de un convento: la Gran Jora. Pero, en un segundo momento, en la narración, este ambiente traspasa el espacio de la Universidad para apoderarse del control de la vida social. Sahli descubre por boca de Débora que existen tribunales revolucionarios secretos que vigilaban, castigaban y depuraban, sin garantías de ningún tipo, a los “enemigos” del pueblo. Si la barbarie acaba con la destrucción física de la ciudad en el incendio final, es porque en esta ya había sido destruido antes el éthos de la ciudad. Por cierto, en la novela la construcción de este éthos tuvo mucho que ver la presencia de obras artísticas. Por eso, no es extraño que la barbarie se presente también como una destrucción de las obras de arte o la pérdida de su valor. Así, por ejemplo, en una escena, un loco rompe la mano de una escultura y los propios artistas, escultores y pintores lo celebran como un acto revolucionario; en otra, un artista lleva sus propios excrementos a una exposición cuyo título es “excremento humano” y se disculpa porque no había realizado la obra en medio de todos.

La conclusión que el lector saca de la lectura de la novela ratifica lo que muestra el ensayo de Michel Henry sobre la barbarie: sólo una cultura que sea manifestación de la propia vida y que no sólo esté enraizada en ella puede ser el fondo sobre el que puede constituirse la vida de una ciudad. Pero, ahora bien, ¿cómo ha de pensarse la vida para que, al mismo tiempo, sea fondo último y manifestación de ese fondo que aparece en las obras de la cultura? ¿Cómo ha de aproximarse el pensamiento a la vida para que esta sea inmanencia radical -carezca de un Afuera- pero al mismo tiempo se haga manifiesta y visible en las obras de la cultura? Pues bien, para Michel Henry la vida ha de ser pensada al mismo tiempo como actividad y pasividad, como la actividad en la pasividad y como la pasividad que requiere toda actividad. Que este sea el radical modo de ser de la vida sólo es posible en tanto que la vida es auto-reflexión, de tal manera que todo ex-poner-se de ella misma es al mismo tiempo una vuelta a sí. En la experiencia de sí puede transformar lo otro de sí, pero, a su vez, en la transformación de lo otro de sí se experiencia a sí misma. La vida es transformación, esto es, tanto lo que toma forma en las obras de la cultura como lo que hace trascender esas formas. Efectivamente, el prefijo “trans” alude a la actividad de una inmanencia que hace posible la trascendencia misma. Y toda trascendencia, toda transformación, apunta al modo como se experiencia la vida, experiencia que, como hemos insistido, es anterior a toda predicación y toda posición del pensamiento. Es, sin paradoja alguna, movimiento que siempre permanece.

Pero, esta re-flexión, que alumbra la cultura, que es el modo de volver al fondo donde se cultiva lo humano, no debe tomarse como si el movimiento de la vida apuntara, al modo de la metafísica clásica, a una substancia o un sustrato. No. “Permanece” en un movimiento incesante. La barbarie, en la destrucción de la cultura, es destrucción de la vida, de tal manera que si se destruyera totalmente la cultura no sabríamos que aspecto tendría la vida como vida humana. Precisamente, que sea posible un renacimiento de la cultura implica que la vida afectada en sí misma por la experiencia de la destrucción, re-quiere experienciarse en un movimiento de re-novación. La cultura no puede entenderse como si fuera un epifenómeno de la vida, sino como su primera manifestación en el mundo. La barbarie es la negación de la cultura y, por tanto, el cierre a la querencia de la vida de experienciarse a sí misma poniéndose en el mundo como obra. Y es que la cultura es para Michel Henry aquel modo de exposición de la experiencia patética o estética de la vida. La vida se nos da en el modo de saber de la sensibilidad que es irreductible, fenomenológicamente hablando, si quiere mantenerse en lo que es, a un fenómeno dispuesto teóricamente a la vista. La fenomenología de la sensibilidad o estética es el tipo de saber que requiere la cultura pues esta se asienta, en última instancia, en la experiencia radical de la subjetividad como un puro sentirse, donde “puro” significa aquí, no ya lo que no tiene contenido sensible, sino, por el contrario, aquel contenido sensible que no puede ser nunca reducido a algo exterior a sí mismo y, por tanto, expuesto a la disposición teórica de la mirada. Para Michel Henry, la cultura ha de ser puesta en relación con la vida y esto en un doble sentido: la vida ha de ser siempre el trasfondo en el que surge la cultura y la vida ha de ser siempre aquello que ha de tener como objeto la cultura. No se trata solamente de la tarea ética de conformar la cultura de acuerdo con la vida, sino de entender la relación entre vida y cultura como la correlación fundamental, esto es, como aquella relación originaria desde la cual se comprende la experiencia humana como manifestación de la vida en el mundo.

Ahora bien, si esto es cierto, entonces el modo donde esta vida inmanente se hace presente en el mundo es través del cuerpo o, mejor dicho, a través de la sensibilidad como propiedad esencial del cuerpo. En este sentido, para el análisis fenomenológico, la vida es al mismo tiempo experiencia de la más absoluta pasividad y de la más excelsa actividad del cuerpo. La experiencia primordial en la que se revela la vida es la experiencia estética como experiencia de la sensibilidad del cuerpo. La cultura se constituye en la experiencia estética que, en definitiva, es la experiencia de la transformación de la vida que se pone en obra, es decir, que se pone a sí misma en obra experienciándose en su propia ejecutividad y que se pone a sí misma en cuanto obra experienciándose como algo que toma forma en una obra artística que queda ahí en el mundo. En esta co-apropiación de vida y cultura, la fenomenología radical de Michel Henry muestra que originariamente el saber de la experiencia estética, que es el saber de la actividad de la creación, hunde sus raíces en el saber de la experiencia de la pasividad de la vida. Mostrar esto es poner, al mismo tiempo, en claro de qué modo la barbarie de nuestro tiempo viene marcada por el predominio de la técnica y de la ciencia: estas, en su unidad, han impuesto un modo de saber que ha terminado por cortar las raíces de nuestra experiencia en lo invisible de la vida.13 Permanecemos en la barbarie mientras no se restaure el sentido de la cultura como aquella fragua donde se forja la experiencia de nuestra actividad en el mundo como manifestación de la inmanencia de la vida. Pero ¿hacia dónde hemos de mirar para llegar a experienciar este saber fundamental de la cultura formado como experiencia estética? Pues, evidentemente, hacia aquel modo en el que se constituye principalmente el saber de la experiencia estética de la subjetividad: el saber del arte. Es por esto que el arte revela, más que cualquier otro tipo de saber, la barbarie.

3. La experiencia estética en el arte

Efectivamente, el arte, constituyendo la esencia del modo de ser de la experiencia de la cultura, es revelador de la barbarie. Y, específicamente, en La Barbarie se afronta la cuestión del arte para poner de manifiesto donde radica la ideología y las prácticas de esta barbarie de la ciencia. El capítulo segundo lleva por título “La ciencia juzgada según el criterio del arte” y es aquí donde Michel Henry retorna a la cuestión del arte como un saber específico que no obedece a los criterios de la ciencia y que, frente a la racionalización y abstracción de esta, se nos da como el saber de la experiencia estética. Porque la ciencia tiene el lugar de su praxis, precisamente, en la exclusión de esta sensibilidad14 y se desarrolla en la creencia de que la sensibilidad no es índice de un verdadero conocimiento, al acercarnos al saber del arte para inquirir su modo de saber, nos invade, dice Henry, un vértigo en el que pareciera que nos acercamos a la experiencia de la nada, a la experiencia de un saber que queda en nada (Henry, 1996, p. 39). Pero esto, en principio, no significa sino que el saber del arte de este modo se presenta como un contenido completamente heterogéneo al saber de la ciencia.

Ciertamente, podría decirse que la ciencia o determinados aspectos de las ciencias pueden sernos dados bajo criterios estéticos como la belleza. Piénsese en este sentido, como dice Henry, en las imágenes que nos proporciona la propia ciencia de la naturaleza e incluso, más allá de lo que él dice, en el estudio de la estructura de las teorías científicas como una cuestión relativa a las bellas artes.15 Pues bien, en estos casos sostiene Henry que si algo perteneciente a la ciencia puede ser estimado como bello, no es porque esa belleza provenga de los criterios de la ciencia que rehúye de la sensibilidad, sino, por el contrario, de “las leyes estéticas de la sensibilidad” (Henry, 1996, p. 40). Que a las teorías científicas se las califique de “bellas”, que la simplicidad sea, por ejemplo, un criterio para juzgar la belleza de una teoría científica, es algo que tiene su origen en la sensibilidad misma y no en los criterios de cientificidad. En este sentido, el saber de la ciencia recurre a criterios que son tomados del saber que excluye la propia ciencia.

Que el arte sea el elemento fundamental que constituye el saber de la cultura, viene dado por la preeminencia con la que en él se muestra el saber de la sensibilidad. El arte es el modo privilegiado en el que comprendemos que la cultura tiene su origen y, por tanto, fenomenológicamente, su cabal comprensión en la sensibilidad. De este modo, si es cierto que la experiencia en el mundo-de-la-vida está ligada a la sensibilidad, a la afectividad, entonces el arte es el modo fundamental en el que se revela la vida en la experiencia humana. El arte se convierte en una buena guía para describir la experiencia estética al encontrar en la sensibilidad su razón de ser. En este sentido, como se afirma en Talón-Hugón (2012, p. 6), la exclusión de la sensibilidad del arte significa la muerte del arte y una manifestación entre otras del nihilismo. Pero, para ello, el propio arte hay que comprenderlo ontológicamente como el saber fundamental que toma su contenido directamente de la vida.16 Este contenido viene en el contacto que tenemos con todo lo que está a nuestro alrededor. Las cosas, nos recuerda Henry, propiamente no se “tocan”, no se mantienen en relación en virtud de un contacto. Solo nosotros, en tanto que seres sensibles, podemos tocar las cosas y dejarnos tocar por ellas. Lo que hace de nosotros seres en el mundo es la actividad y la pasividad con la que estamos en relación con las cosas del mundo y que constituye el modo más básico de nuestra relación con ellas. Todo “tocar” algo es para el sujeto corporal al mismo tiempo tanto una experiencia de nuestra actividad como de nuestra pasividad. Y es relevante apuntar que este modo fundamental en el que se nos da nuestra experiencia en el mundo no está restringido a un dominio particular como el saber de la ciencia, ni queda confinado a la experiencia aislada, controlada y dominada de los experimentos, sino que abarca toda experiencia humana, pues toda experiencia tiene su origen en un primer contacto sensible de nuestro cuerpo.

El arte surge como creación de una experiencia estética y retorna a ser experiencia estética cuando constituye esencialmente la cultura. Por ello, la experiencia estética ha de ser tomada como el modo en el que se actualiza la vida en la sensibilidad y como tal, en esta experiencia, aparecen las notas propias de la vida: crecimiento, cumplimiento, desarrollo, etc. Que en la experiencia estética aparezcan estas notas, implica que la finalidad del arte no es disponer de un acopio de conocimientos teóricos, sino señalar un modo de cumplimiento de la vida. Pero, ¿no está el arte dispuesto para ser visto? ¿No son los museos de los pocos lugares donde se aprende a ver las obras de arte? ¿No es la experiencia estética el cumplimiento del acto teórico que corresponde a la visión?

Al final de una conferencia pronunciada en la New School de New York en 1989, dice Michel Henry que “la vida contemplativa no es en sí menos praxis que la vida activa; ella es, pues lo Mismo. La vida contemplativa no es una contemplación en el sentido de una teoría” (Henry, 2010, p. 96). Y añade: “Quien verdaderamente contempla no ve nada, los personajes de Rembrandt carecen de mirada” (Henry, 2010, p. 96). Ver una obra de arte, leer una obra de literatura pertenece a este tipo de experiencia contemplativa que es, bien vista, uno de los modos más elevados de actividad. Y esto es así en un sentido fuertemente fenomenológico: para ver una obra de arte en su dimensión ontológica, por ejemplo, un cuadro de Rembrandt, es necesario que el espectador “neutralice” los elementos materiales para que pueda figurarse más allá de ellos “una única y nueva dimensión de ser” (Henry, 1996, p. 47). El cuadro que se pinta y el que cuadro que se ve es, por ello, una totalidad en la que los diferentes elementos son integrados en un todo estético. Esta “integridad” remite al concepto de la obra como totalidad. La experiencia estética requiere de esta totalidad, aunque se origine sobre un elemento particular de la misma. Ahora bien, para Michel Henry, esta totalidad de la experiencia estética requiere también de otra totalidad previa: la del sustrato material. Sin este sustrato material no hay lugar para la experiencia estética. Pero este sustrato, como señalábamos más arriba, desde un punto de visto fenomenológico, no puede pensarse al modo de la metafísica substancialista, esto es, como si la materia fuera una substancia que hace posible en un segundo momento la experiencia estética, sino como un continuum en el que la unidad material de la obra hace posible, al mismo tiempo, la experiencia de su unidad como experiencia estética. Esto es fundamental para comprender por qué debemos preservar la obra de arte: su destrucción priva de un lugar para la experiencia estética y deja como un hueco en el que la vida ya se manifestaba. Esta es la razón -dice Henry- por la que ese continuum debe ser preservado a cualquier precio, restablecido y reconstruido cuando ha sido deteriorado o destruido” (Henry, 1996, p. 48).

La ciencia puede ser importante para esta tarea de conservación material de la obra de arte haciendo, por ejemplo, análisis químicos y determinando qué fue originario y qué fue añadido después. Pero no debe tener la última palabra sobre lo que sea la obra. Henry nos hace ver esto con el ejemplo del monasterio de Dafne. En virtud de este análisis, las teselas del monasterio que datan de 1890 pueden ser calificadas de “no originales” y, por ello, pueden restituirse por teselas como las primitivas. Este es un saber científico que puede conformar nuestra mirada sobre lo que tenemos que ver. La ciencia así reconduce, obliga y nos dice cómo una obra de arte es. Pero la cuestión, apunta Henry, es que la datación, los análisis, el decir de forma inequívoca el tiempo de una obra de arte, el restaurarla quitando elementos sobre los que se ha formado a lo largo de la historia, pudiera ser también una destrucción de sedimentos y motivos de la experiencia estética. La obra de arte se asegura en su materialidad, pero no queda, sin embargo, reducida a ella. Aunque haya una continuidad entre la materia y la experiencia estética, la experiencia estética requiere como una puesta entre paréntesis de esa continuidad para atender a la obra de arte, no en su materialidad, sino en su afección a la vida. Pues bien, en la estela de la fenomenología, a este carácter de la obra en la que de alguna manera queda en suspenso su materialidad, Henry lo nombra como “irrealidad de la obra” (Henry, 1996, p. 53). Pero, para Henry, esta irrealidad no es algo que pueda comprenderse en relación con la percepción o, podríamos decir nosotros, con una neutralización de la percepción. “Más bien -afirma- debe ser considerada en su concesión original con la esencia de la vida y como su efecto de principio” (Henry, 1996, p. 53). Esto es sumamente interesante, pues nos permite comprender, en este aspecto, la diferencia entre la fenomenología de Husserl y la de Henry. Para Henry, que la obra de arte se presente en su aspecto de irrealidad, que no pueda ser representada como una realidad, tiene su origen en que la fenomenología no debe atender al mundo y al modo en el que este queda convertido en fenómeno para la conciencia, sino a la vida como lo irrepresentable mismo, esto es como aquello de cuyo contenido no podemos disponer noemáticamente. Por ello, la vida se nos hace presente más que por un acto de libertad por parte del sujeto que lleva a cabo la epojé como una revelación de la vida en la experiencia de la subjetividad. Ahora, desde aquí, también puede comprenderse mejor que la vida en tanto que no deja apresarse en el domino del concepto es lo Absoluto y que el arte, porque mantiene esa conexión originaria con la vida, es saber acerca de lo Absoluto. En Henry (1996, p. 53) se afirma taxativamente lo siguiente: “El arte es la representación de la vida”. El arte presenta una y otra vez lo mismo: la vida como lo Absoluto. Y la vida comprendida de este modo es algo que nunca puede ser apresado en las mallas de las ciencias, ni su contenido puede quedar vertido o con-vertido en datos objetivos. Lo esencial del arte es lo que se nos da como experiencia estética de lo Absoluto.

Volviendo al ejemplo del Monasterio de Dafne, el Pantócrator, que está en lo alto de la cúpula, re-presenta la Fuente o el Principio naturante del que todo procede, aquí, el conjunto de las figuras que se muestran como formas “naturadas” en los muros del Monasterio. Todo se ordena a partir de este Archi-Icono. El Monasterio es una composición metafísica que tiene su origen en la vida. La ciencia con-funde la obra de arte con su soporte material y no puede estimarla más allá de él mismo en el continuum que proporciona la experiencia estética, que es siempre, en tanto que estética, una experiencia de la carne de la sensibilidad que se da en la esfera de la subjetividad absoluta. La irrealidad del arte hace posible, en la experiencia estética, que el arte revele la vida. En su esencia, nada del mundo dice primordialmente el arte, pero este de modo, en su irrealidad, nos abre a lo Absoluto.

En L´amour les yeux fermés, a propósito de la descripción de la plaza de la Señoría, nos da el protagonista la clave para la comprensión de la relevancia del arte para el conocimiento: el arte es el que nos revela que todo procede del Uno y que de sus modos de difusión y de refracción resultan las diferencias y las particularidades (cf. Henry, 2016a, p. 75). Y, de entre todas las artes, una de las que mejor revela esta concepción monista de la vida es la arquitectura.17 Los arquitectos de Aliahova, al igual que los artistas renacentistas, quisieron mediante la construcción de sus obras, “remontarse a este punto original de la creación” (Henry, 2016a, p. 75). Ni unos ni otros lo consiguieron; sin embargo, orientaron su trabajo hacia ese punto y se quedaron próximos a él. La pintura del Pantócrator, como ArchiIcono del monasterio de Dafne, que no deja de ser una composición metafísica que tiene su origen en el Uno, re-presenta, ese saber de lo Absoluto, no como un saber que se ha hecho cargo de la experiencia de la historia elevándola e integrándolo en el saber teórico del concepto, sino como el saber que se difunde y se refracta a partir de este punto originario de la creación sin que puede ser integrado por saber teórico alguno, aproximándolo, de este modo, a la experiencia de un movimiento eterno y absoluto que llega a revelarse en nosotros en la patencia en la que la vida se nos muestra como crecimiento de sí misma en la sensibilidad de nuestro cuerpo y no como algo que pueda ser representado, mirado y llevado a la evidencia en el conocimiento teórico. En Hart (1999, p. 255) se dice, en ese sentido, gráficamente, remontándose al comienzo del evangelio joánico, que el lógos originario es un páthos. Si el arte es revelación de la vida, no puede avenirse en su esencia a ser una mera representación. El arte, todo arte, es verdaderamente abstracto, aunque de esta abstracción que define el arte se haya tomado conciencia especialmente en la pintura abstracta en tanto que, según Michel Henry, en ella, el rechazo a la figuración muestra, con más claridad el carácter esencial de la vida: su invisibilidad. En García (2007, p. 461) se afirma, en este sentido, lo siguiente: “Sólo cuando los elementos han perdido su sentido objetivo o representativo es cuando la revelación de la vida se les confía a ellos en tanto que soporte de su desnuda presencia; sólo en esta afección pura se cumple el desvelamiento”. La vida es la trascendencia absoluta en la inmanencia, la interioridad que no puede hacerse traslúcida como apariencia a la conciencia, como la experiencia que no puede tornarse clara a la luz de la idea. La abstracción es el modo como la invisibilidad de la vida, más allá de toda representación, nos deja ante la nuda experiencia de la sensibilidad en las formas, los colores, etc.18

Lo que es la cultura frente a la barbarie queda en el arte claramente evidenciado. Hacia el final de su importante libro sobre Kandinsky Voir l´invisible, Michel Henry nos dice que si la cultura es el modo en el que la vida se desarrolla esencialmente y donde culmina los poderes que constituyen la vida, el arte es el hecho cultural por antonomasia, porque es en el arte donde se asumen estos poderes de la vida de los que tenemos experiencia en la sensibilidad. La barbarie crece allí donde la experiencia ya no tiene su origen en la patencia de la vida Absoluta. La barbarie que lleva a la destrucción de la ciudad de Aliahova, que lleva a la destrucción de esta y de toda pólis, la barbarie que termina por ser la destrucción de nuestras formas de vida en común, nace en la imposibilidad de experienciar en sí la vida, no como manifestación natural de lo que naciendo tiene que morir, sino como lo eterno que, en la experiencia de la subjetividad en el mundo, se revela como experiencia de algo que no puede venir del propio mundo, sino de lo que no puede verse, pero de lo que, sin embargo, podemos llegar a tener un saber en la experiencia estética. Por ello, como se señala en Giraud (2012, p. 42), la estética en el pensamiento de Michel Henry puede ser tomada como una filosofía primera en tanto que ella es la vía de acceso para revelar la invisibilidad de la vida y, sin embargo, esta filosofía primera, en tanto que viene determinada por la afectividad, puede situarse al margen al destino de la metafísica, tal y como este viene caracterizado en Heidegger.19 Ahora bien, no debe pensarse que este saber se oculta para el hombre común y que está reservado para unos cuantos. No. De este saber tiene experiencia, por ejemplo, como dice unos personajes de L´amour les yeux fermés, quien se ha revolcado por la hierba de los prados, quien ha respirado el perfume de la tierra húmeda o quien ha experienciado la proximidad de los cuerpos que se abrazan. Se trata de un saber arcano, de un saber que no evoluciona, de un saber tan primitivo como el saber de la experiencia de la vida, pero que ha quedado envilecido como un no saber en aras del poder del saber científico y técnico que ha desarrollado nuestro mundo. Pero con este olvido, también, se ha desterrado fuera del conocimiento a la experiencia estética como la que lleva en sí, en su aproximación a lo Absoluto, el sello de la eternidad. “¿Qué ocurrirá -pregunta Sahli- cuando los hombres ya no pudieran repetir ni comprender lo que lleva el sello de la eternidad? Y Débora responde: “Eso se llama barbarie” (Henry, 2016a, p. 79). Permaneceremos en la barbarie, retomando la pregunta con la que iniciábamos nuestro trabajo, no sólo mientras estemos ayunos de una educación estética que evite los excesos de la razón en la política, sino mientras no se estime el saber de la estética como un saber que no progresa y que no se muestra, por esto, por el querer de nuestra intencionalidad, sino porque se revela a sí mismo en la más activa pasividad en la experiencia cabe sí de la propia sensibilidad. Sólo con una cultura que sea manifestación de esta experiencia y que, a su vez, en su institucionalización, la proteja bajo las formas en la que ella se manifiesta, sólo una cultura así, decimos, podrá hacer frente a la barbarie de la destrucción de toda ciudad como lugar donde la vida absoluta se manifiesta como vida común. Esta es hoy la más alta función que puede asignarse al arte como cultura para la política.

Referencias

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* El artículo hace parte de los productos del grupo de investigación “La imagen barroca del mundo”, que pertenece a la Universidad de Granada y al plan de investigación de la Junta de Andalucía.

Cómo citar este artículo: APA: Palomar, A. (2018). El valor cultural del arte en la época de la barbarie: la fenomenológica estética de Michel Henry. Estudios de Filosofía, 58, 143-167.

1Sobre la relación de oposición entre el significado de la barbarie y el de civilización véase: Todorov, 2014, pp. 29-79.

2Safranski ha descrito cómo Schiller pensó que el arte y la literatura podrían provocar una reacción liberadora en Alemania que supusiera una auténtica revolución espiritual frente al fracaso de la Revolución en Francia y a los déficits de la Ilustración, la cual, aun procurando la formación de una cultura teórica, no hizo salir al pueblo de la barbarie (cf. Safranski, 2018, p. 41).

3Partiendo de los estudios de Rancière, una hermenéutica que quiere llevar la propuesta de educación estética al ideal de la democracia, puede verse en: Rivera, 2010.

4Entre otros, los análisis de Arendt nos han hecho ver, en el sentido indicado ya por Schiller, el rostro de la barbarie como la imposición mediante las técnicas de terror de la lógica de las ideologías totalitarias. Sobre esta cuestión véase: Palomar, 2009, pp. 142-148.

5Poco después de una década de la publicación de la primera edición del libro, en el prefacio a la edición de 2001, sentencia Henry que el fenómeno de la autodestrucción de la cultura, analizado en La barbarie, se ha intensificado tenazmente con la extensión del nihilismo, esto es, con la apología de todo lo está contra la vida y con el autodesarrollo de la técnica fuera de toda norma (cf. Henry, 2014, p. 6).

6Sobre el objetivismo naturalista y la superación de este objetivismo por parte de la fenomenología trascendental, puede verse: Gómez-Heras, 1989, pp. 47-62.

7En O´Sullivan (2006, p. 144) se sugiere que esta separación del acto de aparecer de la objetividad del mundo y su reducción a una manifestación o revelación de la propia vida tiene su origen en una lectura adecuada de Descartes. Efectivamente, en Descartes ya estaría presente la separación entre la manifestación del ser como una noción de la intencionalidad que constituye la objetividad del mundo y una noción originaria de manifestación del cogito comprendido, como alma o vida. La propia fenomenología material de Michel Henry estaría ya incoada en esta radical heterogeneidad entre el conocimiento teórico del mundo y de los cuerpos y la idea de espíritu. Sin embargo, tal y como se ha mostrado en Palomar (2016, pp. 95-97), la concepción de la subjetividad en Michel Henry más que en Descartes tendría su origen en Maine de Biran y en su concepción de las categorías como disposición, posibilidad y poder.

8Para la relación entre Henry y Husserl en torno al problema de la corporalidad y de la temporalidad: Tengelyi, 2009, pp. 51-66.

9Aunque, bien vistas las cosas, el progreso de la ciencia presupone que el sentido de su quehacer está orientado por el horizonte de lo que no se torna enteramente visible pero que siempre está subyaciendo a la praxis de la ciencia como su condición ontológica de posibilidad. Efectivamente, la praxis de la investigación presupone que hay aspectos del mundo que pueden ser mostrados a la luz de los procedimientos de la ciencia, pero la propia ciencia no puede vivir ya en la creencia de que en algún momento podrá atesorar el conocimiento de toda la realidad en sus diferentes ámbitos.

10Desde la fenomenología también, en San Martín (1999, p. 13) se sostiene que la disolución antropológica de la filosofía ha llevado consigo la disolución filosófica de la antropología. A partir de esta tesis, San Martín lleva a cabo una propuesta teórica sobre el concepto de cultura atendiendo tanto a su descripción fenomenológica desde un punto de vista estático y genético como a su aspecto axiológico.

11Sobre el lugar de la fenomenología de Michel Henry en relación a las ideas y, concretamente, a la fenomenología eidética puede verse en: Palomar, 2013.

12La literatura tiene en la fenomenología de Michel Henry mucha relevancia, pues como se sostiene en Kühn (2016, pp. 277-283), la novela de ficción hace posible la narración de la vida absoluta como el a priori fenomenológico que antecede a la vida de cualquier individuo.

13En el tercer capítulo, Henry estudia la técnica que requiere la ciencia moderna a partir de la genealogía del concepto de tekhné. Este, a diferencia del concepto que está implicado en la ciencia moderna, está referido originariamente a un savoir-faire que es experiencia de un poner a prueba la propia subjetividad del cuerpo produciendo algo que es en sí mismo un proceso de conocimiento. Este concepto de techné, propia de la antigüedad, está, por otra parte, ya muy próximo al concepto de praxis en Marx tal y como es analizado este concepto por Michel Henry. Sobre esta cuestión véase: O´Sullivan, 2004, pp. 147; 134-136.

14En este sentido, es muy interesante poner en relación el lugar del arte en Henry y en Hegel: recuérdese que para Hegel el arte se da, como en la religión, en la unidad de lo subjetivo y lo objetivo, aunque a diferencia de esta “entra más en la realidad y la sensibilidad” (Hegel, 1989, p. 110). El arte tiene su verdad en la intuición sensible. Ahora bien, este elemento es tomado como un “resto” que ha de ser suprimido, elevado e integrado como concepto en el saber de la ciencia que es el saber absoluto. Michel Henry hace de este “resto” la materia fenomenológica fundamental para comprender la relevancia del arte tomando la sensibilidad como el lugar de la manifestación de lo absoluto. Para Michel Henry, la religión, el arte y la moral son las formas superiores de la cultura, en un sentido análogo a como Hegel considera que el arte, la religión, y la filosofía son las formas superiores del espíritu. Para la relación de la religión con la cultura en Michel Henry véase: García-Baró, 2015, pp. 310-312.

15En Moulines (1991, p. 89) se argumenta que tanto la interpretación como la reconstrucción de la morfología de la ciencia llevada a cabo por la metaciencia como filosofía formal se parece en lo fundamental a la interpretación y reconstrucción que se realiza en el arte, especialmente, en las artes plásticas y la novela.

16En O´Sullivan (2004, pp. 171-172) se destaca que el arte es fundamental para la fenomenología porque con él se abre una región en la que se hace patente que la realidad para los seres humanos no queda reducida a la existencia de las meras cosas y, por tanto, en el arte se hacen presentes originariamente aspectos de la realidad que de otra manera permanecerían escondidos.

17En este sentido creemos que no es acertado afirmar, como se dice en Llorente (2017, p. 254), que Michel Henry, en virtud de un reduccionismo, deja fuera el arte figurativo y, especialmente, la escultura y la arquitectura, porque las considera quizás deudoras de la categoría de mundo objetivo que él abiertamente rechaza.

18Para una comprensión de la pintura abstracta en el pensamiento de Michel Henry como una fenomenología estética y genética: Palomar, 2010, p. 385-396. Por su parte, en Yamagata (2006, p. 265), se señala de qué modo la abstracción en la pintura funciona como una reducción fenomenológica y de qué manera el análisis de Henry trabaja aquí a la manera del análisis eidético.

19Efectivamente, en Heidegger (2016, p. 141) la obra de arte es tomada como un objeto de la aisthesis. Partiendo de esta consideración en Giraud (63, nota 86), se considera que la determinación de la estética en Michel Henry rompe con la estética en el sentido tradicional de la palabra. Sin embargo, creo que la cuestión no es tan sencilla porque lo que precisamente hace que Heidegger recuse la estética como metafísica es justamente la vivencia, la necesidad de que el origen de la obra de arte tenga su verdad en la vivencia, porque, en última instancia, la vivencia remite a la experiencia de la subjetividad. Pero, en Michel Henry la estética sí que toma el sentido originario de la aisthesis como experiencia de una subjetividad que experiencia la vida, no como correlación de un contenido noemático sino radicalmente en sí misma. Por esta razón, más que de una estética fenomenológica, habría que hablar en Michel Henry de una fenomenología estética, pues la fenomenología de la vida no puede sino comprenderse en sí misma como estética o experiencia en la afección de la sensibilidad.

Recibido: 19 de Noviembre de 2017; Aprobado: 09 de Febrero de 2018

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