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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.60 Medellín July/Dec. 2019

https://doi.org/10.17533/10.17533/udea.ef.n60a05 

Artículo de investigación

Precisión y agencia epistémica en Descartes: un recorrido por los márgenes de la Primera Meditación*

Accuracy and epistemic agency in Descartes: an exploration of the margins of the First Meditation

Ignacio Ávila Cañamares 1  
http://orcid.org/0000-0003-0984-3285

1Facultad de ciencias humanas, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia. E-mail: iavilac@unal.edu.co


Resumen.

En este ensayo propongo una lectura de los contornos de la primera Meditación. Con ella intento resaltar una dimensión importante del pensamiento de Descartes en torno a la virtud de la precisión. Contrasto la preocupación por la verdad en la vida cotidiana y en la indagación cartesiana, exploro la manera en que Descartes enfrenta algunos riesgos epistémicos en el curso de su meditación, señalo algunos aspectos de su concepción de la agencia epistémica y concluyo con una breve disquisición alrededor de la apuesta de Pascal.

Palabras clave : Descartes; precisión; investigación pura; acracia epistémica; agencia epistémica; apuesta de Pascal.

Abstract.

In this paper I advance a reading of the contours of the First Meditation. I try to bring out an important dimension of Descartes’s thinking about the virtue of accuracy. I contrast the concern for the truth in daily life and in the Cartesian inquiry. I explore the way in which Descartes faces some epistemic risks in the course of his meditation and highlight some aspects of his conception of epistemic agency. And, finally, I conclude with a brief note about Pascal’s wager.

Keywords: Descartes; accuracy; pure enquiry; epistemic akrasia; epistemic agency; Pascal’s wager.

I

En Truth and Truthfulness (2002) -una obra filosófica maestra- Bernard Williams busca elucidar y defender lo que él llama el valor de las virtudes de la verdad. Por “virtudes de la verdad” él entiende aquellas “cualidades de las personas que se ponen de manifiesto cada vez que quieren saber la verdad, descubrirla y contársela a otras personas” (Williams, 2002, p. 7). Williams distingue dos virtudes básicas de la verdad: la sinceridad y la precisión. Dicho muy toscamente -de hecho, el propio Williams introduce refinamientos posteriores cuando aborda en detalle cada virtud en los capítulos 5 y 6 de su libro-, la sinceridad es la disposición a asegurarse de que “lo que uno dice revela lo que uno cree”, y la precisión es la disposición a “hacer lo mejor que uno pueda para adquirir creencias verdaderas” (Williams, 2002, p. 11). La sinceridad se manifiesta entonces en las complejas formas en que nos comportamos con los demás cuando les contamos lo que creemos, y la precisión se manifiesta en las complejas formas en que nos comportamos con nuestros objetos de investigación cuando queremos descubrir algo sobre ellos. Una persona que posee las virtudes de la verdad es alguien que casi invariablemente opone resistencia a las propensiones epistémicas que puedan interferir con su propósito de adquirir y transmitir la verdad. Como observa Williams: “Cada una de las virtudes básicas de la verdad implica ciertos tipos de resistencia a lo que los moralistas podrían llamar tentaciones” (Williams, 2002, p. 45). Los virtuosos de la verdad deben preocuparse entonces por encontrar estrategias confiables que les permitan simultáneamente tanto alcanzar y transmitir la verdad como identificar y evitar los diferentes peligros con los que puedan enfrentarse en estos propósitos.

En el caso de la precisión, Williams señala que la persona que guía su comportamiento epistémico por esta virtud busca satisfacer como mínimo la siguiente condición: si p, creer que p, y si no p, creer que no p (Williams, 2002, p. 133).1 Satisfacer esta condición involucra, a su vez, dos dimensiones. De un lado, el virtuoso de la precisión debe tener métodos de investigación que -como señala Williams- sean adquisidores de verdad. A nivel general, esto simplemente quiere decir que los métodos deben ser tales que de modo confiable nos lleven a creer lo que es el caso. Si un método de investigación nos lleva a creer que p indistintamente de si p es el caso o no, entonces se trata de un método poco fiable e inapropiado. La dificultad de fondo, por supuesto, es diseñar métodos específicos que, para una clase dada de proposiciones o un área específica de la realidad, sean adquisidores de verdad. De otro lado, el virtuoso de la precisión debe contar con la voluntad epistémica apropiada para hallar la verdad. A las dificultades en torno a la búsqueda de métodos de investigación apropiados, se le suman así varios obstáculos internos con los que puede enfrentarse el investigador. La pereza intelectual, el descuido negligente, la arrogancia o la autocomplacencia son factores internos que pueden afectar su labor. Williams insiste también en que el pensamiento basado en el deseo y el autoengaño son serias amenazas que el virtuoso de la precisión debe resistir. Un método de investigación promisorio para adquirir la verdad puede ser muy vulnerable ante diversos factores internos, y una aplicación sesgada por el deseo de un método confiable puede echar al traste toda una empresa investigativa. El virtuoso de la precisión también necesita entonces buenas defensas frente a sí mismo.

La reflexión filosófica sobre la virtud de la precisión es uno de los ejes centrales del pensamiento de Descartes. Sus preocupaciones por el método pueden entenderse justamente como dirigidas a buscar las herramientas epistémicas para ser un virtuoso de la precisión. La duda metódica cartesiana -que en modo alguno agota tales preocupaciones- forma parte así de un esfuerzo mucho mayor por perfilar métodos confiables de adquisición de verdades. Mi propósito en este ensayo no es, sin embargo, abordar las reflexiones de Descartes sobre el método ni estudiar los estadios progresivos de la duda metódica. La literatura filosófica sobre estos asuntos es enorme y no estoy en condiciones de ofrecer aquí ninguna contribución adicional.2 Me interesa más bien abordar un segundo aspecto del interés filosófico de Descartes por la precisión que, en general, suele ser menos atendido. En paralelo a su preocupación por los métodos adquisidores de verdad, Descartes también se preocupa por desarrollar estrategias para combatir los obstáculos internos que amenazan con obstruir su investigación. De este modo, el proyecto de Descartes no sólo atiende a los métodos que debe emplear el investigador, sino que también toma en consideración el ámbito de su voluntad epistémica y los obstáculos internos que allí se presentan. La reflexión de Descartes responde así a los dos aspectos de la precisión que identifica Williams en su tratamiento de esta virtud. En este sentido, no deja de ser curioso que en su magistral estudio sobre el proyecto de investigación cartesiano (Williams, 2005, cap. 2), el propio Williams no se ocupe de este segundo aspecto del compromiso de Descartes con la precisión.

En este ensayo me propongo entonces explorar la forma como Descartes enfrenta algunos obstáculos internos con los que tropieza en la Primera Meditación y extraer de allí algunas enseñanzas sobre la precisión y la agencia epistémica. Me enfocaré principalmente en algunos pasajes del comienzo y el final de esta meditación. De esta forma, mi exploración sólo atenderá, de modo casi literal, a los contornos de la meditación y dejará de lado otros aspectos de ella que suelen ser más discutidos.3 En ocasiones, me daré también algunas licencias que, aunque quizá sean poco ortodoxas, espero que tengan cierto interés filosófico. Transitaremos por varios lugares en diversas escalas de detalle: contrastaremos la preocupación por la verdad en la vida diaria y en la indagación cartesiana; encontraremos por el camino algunos flagelos epistémicos y veremos la estrategia que emplea Descartes para superarlos; repasaremos la interesante concepción de la agencia epistémica que subyace a dicha estrategia; y culminaremos -a buena distancia de Descartes, pero inspirados por él- con una encrucijada que enfrenta el virtuoso de la precisión cuando se aventura por ciertos terrenos teológicos.

II

Descartes inicia su Primera Meditación, “acerca de lo que puede ser puesto en duda”, con la siguiente confesión:

Ya hace algunos años que he tomado conciencia de la gran cantidad de cosas falsas que, con el correr del tiempo, he admitido como verdaderas, así como lo dudoso que es todo lo que sobre ellas construí posteriormente, y que, por lo tanto, había que derribar todo ello desde sus raíces una vez en la vida, y comenzar de nuevo desde los primeros fundamentos, si deseaba alguna vez establecer algo firme y permanente en las ciencias; pero parecía ser una obra ingente, y esperaba aquella edad que fuera tan madura, que ninguna siguiera luego que fuese más apta para lograr estos conocimientos. Por lo cual la he aplazado tanto tiempo, que en adelante me hallaría culpable si consumiera en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar. Oportunamente, por lo tanto, he liberado hoy mi mente de toda preocupación, me he procurado un ocio seguro, me retiro solitario y me dedicaré por fin seriamente y con libertad a esta eversión general de mis opiniones (VII 17-8, p. 69).4

En este pasaje Descartes parte de una experiencia que todos hemos vivido en la vida diaria, pero también marca un complejo contraste entre nuestras indagaciones cotidianas y el tipo de investigación que él se propone. La experiencia que a todos nos resulta familiar es la de descubrir que algunas de nuestras creencias sostenidas desde hace tiempo en realidad son falsas y -al menos en algunas ocasiones- la consecuente necesidad de averiguar cómo son realmente las cosas sobre las que hemos estado equivocados. El contraste está dado por la forma como, a partir de la constatación de la falsedad de algunas de sus creencias, Descartes introduce su singular proyecto epistemológico.

En la vida diaria el afán de verdad y la necesidad de investigar que se revelan cuando nos percatamos de la falsedad de algunas de nuestras creencias están sometidas, sin embargo, a varias restricciones. De un lado, en la vida cotidiana -y también en la ciencia- los medios disponibles para nuestra indagación son siempre limitados. Con frecuencia no contamos con el tiempo o los recursos suficientes para investigar y se nos interponen continuamente otros asuntos que debemos atender. Tenemos entonces la noción -enfatizada por Williams- de inversión en investigación (cf. Williams, 2002, p. 123 y ss.). La búsqueda de la verdad tiene diversos costos y debemos buscar siempre un balance entre los recursos disponibles, el valor de la información y el beneficio de obtenerla. Esto incluye preguntarnos sobre si vale o no la pena explorar ciertas vías de investigación o determinar hasta dónde avanzar en una senda particular. Al virtuoso de la precisión estas cuestiones le son inescapables. De otro lado, en la vida cotidiana la investigación también está constreñida por el lugar que le asignamos a la verdad dentro del concierto de cosas que valoramos. Buscar la verdad puede ser -como pensaba Sócrates- crucial para vivir una vida digna de ser vivida, pero -como pensaba Nietzsche y como, a una escala diferente, saben quienes se han descubierto víctimas de autoengaño- la búsqueda de ciertas verdades también puede en ocasiones ir contra nuestro bienestar prudencial a niveles muy profundos. De modo similar, muchas veces la búsqueda de la verdad es un imperativo ético al que no podemos renunciar, pero en otras ocasiones nuestra investigación debe detenerse si no quiere traspasar ciertas fronteras morales. En la vida cotidiana, el virtuoso de la precisión tendrá que ponderar en más de una ocasión el lugar de esta virtud frente a otros tipos de virtudes, ideales, y deberes. La exigencia de buscar la verdad no será entonces puramente epistémica, sino que también involucrará otros aspectos que juegan un papel crucial en el modo en que realizamos nuestras investigaciones.

Al igual que lo que nos ocurre en la vida cotidiana, Descartes también se ha percatado de que muchas veces ha tenido creencias falsas en el pasado. Pero mientras que nosotros solemos darnos por satisfechos con algunos ajustes locales en nuestro sistema de creencias, a él este descubrimiento de la falsedad de algunas de sus opiniones le impone “derribar todo ello desde sus raíces una vez en la vida, y comenzar de nuevo desde los primeros fundamentos”. Esta exigencia tan radical está dada por su propósito de querer “establecer algo firme y duradero en las ciencias”. Como es bien sabido, para Descartes el conocimiento científico, si ha de ser posible, debe estar cimentado sobre fundamentos firmes e inamovibles. Su preocupación por la verdad no está guiada entonces por alguna dificultad práctica de la vida cotidiana o, en una escala más amplia, por alcanzar como Sócrates una vida digna de ser vivida. Tampoco está impulsada por algún imperativo ético ineludible. La preocupación de Descartes por la verdad es una preocupación puramente epistémica y está vinculada a su búsqueda de los fundamentos del conocimiento. Esto de inmediato marca un contraste tajante con nuestras ambiciones epistemológicas de la vida diaria. El meditador cartesiano es -como señala Williams- un investigador puro en el sentido de que está guiado únicamente por la búsqueda de la verdad (cf. Williams, 2005, p. 32 y ss.). No se trata de que para él la verdad tenga un valor intrínseco -algo que también damos por sentado en la vida cotidiana-, sino más bien de que es el único valor por el que guía su investigación. Sus deberes son entonces puramente epistémicos y sólo responden a la búsqueda de la verdad y el conocimiento.

Para el investigador puro es de suma importancia no estar constreñido por el tipo de limitaciones que enfrentamos en la vida cotidiana cuando buscamos la verdad. “He liberado hoy mi mente -nos dice Descartes en el pasaje- de toda preocupación, me he procurado un ocio seguro, me retiro solitario y me dedicaré por fin seriamente y con libertad a esta eversión general de mis opiniones”. Dado que su propósito es únicamente la búsqueda de la verdad, se ha procurado una situación en la que está libre de las demás preocupaciones y labores que nos impone la vida. Dispone entonces del tiempo necesario para su investigación, no tiene otras tareas que atender, no tiene elementos distractores ni compromisos sociales a la vista y, felizmente, no tiene que ir por vericuetos burocráticos para arañar una partida presupuestal. Además, al no estar guiado por nada distinto a la búsqueda de la verdad, tampoco tiene que preocuparse por ponderar el lugar que ella ocupa frente a otros aspectos a los que también les otorgamos valor intrínseco. Su proyecto ha diseccionado, por decirlo así, la búsqueda de la verdad del complejo entramado de otros valores con los que se entrecruza. A diferencia del virtuoso de la precisión que en la vida diaria también debe atender a otras dimensiones aparte de su interés por la verdad, el investigador puro sólo está consagrado a dicha virtud. Él es así un virtuoso de la precisión en su máxima pureza.

Estos contrastes entre nuestras indagaciones cotidianas y el tipo de investigación que se propone Descartes también marcan diferencias respecto a los métodos que son aceptables en cada una de ellas. En ambos casos queremos, por supuesto, métodos adquisidores de verdad. Pero en la investigación de Descartes el método es exigente al extremo. Puesto que su único propósito es encontrar la verdad, caer en la falsedad es fracasar por completo. De ahí que Descartes piense que basta con que nuestras creencias sean dudosas para desecharlas. Su carácter dudoso introduce precisamente el riesgo de falsedad que se quiere evitar a toda costa. En su indagación sólo son aceptables entonces proposiciones cuya verdad quede fuera de duda. De ahí también que Descartes nos diga que la revisión que se propone de sus creencias sólo debe realizarse “una vez en la vida”. Si el método nos permite hallar algo completamente indubitable, no habrá lugar para un nuevo ejercicio de duda sobre eso que hemos encontrado. Si el método no nos permite obtener ninguna proposición cierta, un nuevo esfuerzo de duda será simplemente redundante. Por último, Descartes observa que el examen que se dispone a realizar, dada su magnitud, debe hacerse a una edad “que fuera tan madura, que ninguna siguiera luego que fuese más apta”. Y tiene razón. Su proyecto de investigación es justamente el tipo de cosas -algo quijotescas- que uno sólo emprende en la madurez, y mirando de reojo y con nostalgia la juventud perdida.

Descartes sabe bien que las estrictas exigencias epistémicas de la investigación pura no tienen cabida fuera de ella. En la vida práctica, su consejo va de hecho en la dirección opuesta. En lugar de rechazar de tajo las creencias dudosas, en el Discurso del método él nos recuerda que en la vida cotidiana a veces debemos “seguir opiniones que sabemos muy inciertas como si fueran indudables” (Descartes, 1997, p. 93). La urgencia misma que nos impone la vida nos empuja a ello. Pretender alcanzar la certeza antes de obrar sería absurdo, y muy pronto quedaríamos sumidos en la inacción y la parálisis. Incluso en la Tercera Parte del Discurso, Descartes esboza una moral provisional que le permite obrar en los asuntos de la vida de modo confiable, aunque siempre expuesto al error. Por otra parte, al estar sometidos al tipo de restricciones que vimos antes, nuestros métodos cotidianos de adquisición de verdades no siempre nos protegen de que obtengamos creencias falsas. Pero esto no significa que en general no sean confiables o que cuando esto sucede debamos abandonarlos. A Descartes no le perturba que en la vida cotidiana siempre estemos expuestos al error ni que debamos adoptar allí una actitud falibilista.

El carácter y las exigencias de los métodos adquisidores de verdad son entonces distintas en la vida cotidiana y en la investigación pura. La actitud de Descartes frente a las proposiciones dudosas también es diferente cuando se trata de obrar y cuando se trata de indagar por los fundamentos del conocimiento. La pregunta que surge ahora es si la forma en que él opone resistencia a los obstáculos internos en la investigación pura es la misma que cabe esperar en la vida diaria, o si aquí también hay lugar para alguna contraposición. Abordaré esta cuestión muy esquemáticamente en última sección de este texto. Pero antes, en las secciones que siguen, debemos revisar en cierto detalle la manera como Descartes enfrenta los obstáculos internos en la investigación pura y lo que esto puede enseñarnos sobre la agencia epistémica.

III

La progresión de la duda metódica es bien conocida. Descartes empieza dudando de la fiabilidad de los sentidos en condiciones adversas de percepción, como cuando vemos un objeto situado a una gran distancia o bajo malas condiciones de iluminación. Luego, con el argumento del sueño, extiende el alcance de su duda al señalar que los sentidos podrían engañarnos incluso en condiciones perceptuales muy favorables, como cuando nos parece que estamos sentados junto al fuego con una hoja de papel en la mano. Cualquier ocasión de percepción, por apropiada y favorable que parezca, puede ser entonces una ocasión en la que los sentidos nos engañan y, por ende, puede ser una ocasión en la que las creencias perceptuales que nos formamos a partir de ellos pueden ser falsas. Por último, con el recurso del genio maligno o el Dios engañador, la duda se radicaliza aún más. Ahora no sólo cabe la posibilidad de que -como sugiere el argumento del sueño- cualquiera de nuestras creencias perceptuales sea falsa, sino que también todas ellas lo sean. En esta fase de su duda, Descartes pasa -como bien señala Williams- “de la posibilidad universal de la ilusión a la posibilidad de la ilusión universal” (Williams, 2005, p. 39). Incluso el expediente del genio maligno pone en vilo las proposiciones matemáticas y -aunque sobre esto hay discusión entre los comentaristas- quizá en cierta medida pone en cuestión también la confiabilidad de la razón. Una vez culmina este arrasador tour de force epistemológico, Descartes concluye:

Me veo obligado a confesar que no hay nada de lo que antes juzgaba como verdadero, de lo que no sea lícito dudar, y esto no por falta de consideración o por ligereza, sino por razones válidas y meditadas; y por tanto, si quiero encontrar algo cierto, debo en adelante negarles mi asentimiento también a estas cosas, no menos que a las abiertamente falsas (VII 21-22, pp. 75-77).

El veredicto de Descartes sobre el carácter dudoso de sus antiguas opiniones no es “por falta de consideración o por ligereza”, sino que está basado en “razones válidas y meditadas”. Y estas razones para dudar -nos dice- lo obligan a negarle su asentimiento a “lo que antes juzgaba como verdadero” “no menos que a las [cosas] abiertamente falsas”. En la vida cotidiana, la aceptación de que p es dudosa no siempre significa que debamos dejar de creer que p o abstenernos de afirmarla. Creer algo que también reconocemos como dudoso no nos lleva de inmediato a paradojas epistémicas como las de Moore. “Creo que p aunque p es dudosa”, o “afirmo que p y p es dudosa”, no tienen, dentro de ciertos límites, el carácter decididamente desconcertante de enunciados mooreanos como “creo que p y p es falsa” o “afirmo que p y p no es el caso”.5 Se trata más bien de una cuestión de grados. Si las dudas son tan demoledoras que anulan las razones que tenemos para p, habrá algo mooreano -por no decir tozudamente dogmático- en seguir sosteniendo p. Pero también puede ocurrir que el carácter dudoso de p sólo nos obligue a ser cautelosos respecto al grado de convicción con que profesamos la creencia en p. Bien puede ser que, pese a tener razones para dudar de que p, también tengamos razones -ya sea en términos de probabilidad, plausibilidad, poder explicativo, alternativas disponibles, etc.- para creer que p. En tal caso, del hecho de que tengamos razones para dudar de que p no se sigue que debamos abandonarla. Pero el ámbito de la investigación pura es distinto. Dado que el propósito es “encontrar algo cierto”, las solas razones para dudar de p nos obligan de inmediato a abandonarla porque muestran justamente que p no es indubitable. Cualquier otra razón que tengamos para p -su plausibilidad, su poder explicativo, etc.- no cuenta en este contexto como una buena razón, si p no alcanza la certeza. A diferencia de lo que ocurre con frecuencia en la vida cotidiana, en la investigación pura una vez encontramos razones para dudar de p no hay nada más que sopesar a su favor.

Para Descartes es claro que negarse a asentir que p no significa que podamos afirmar entonces que p es falsa. En el contexto de la investigación pura, el hecho de que p sea dudosa no nos autoriza ni a afirmar que p ni a afirmar que no p. Tanto la verdad como la falsedad de p son compatibles con su carácter dudoso y, por ende, debemos abstenernos por igual de afirmar o negar p. La duda metódica nos obliga entonces a suspender el juicio sobre p, y en la medida en que creamos previamente que p nos obliga también dejar de lado dicha creencia. Cualquier paso que demos en dirección de la afirmación o la negación de p será un salto que no está justificado por el ejercicio de la duda. Así, en el contexto de la investigación pura, un hipotético agente estrictamente racional -esto es, un agente que obra solamente con base en la razón y está libre de pasiones y hábitos que interfieran en sus creencias- suspenderá el juicio sobre p por el simple hecho de tener buenas razones para dudar de p. La duda metódica por sí misma no le brinda nada más para desprenderse de sus antiguas opiniones, pero el agente estrictamente racional tampoco necesita nada adicional a las razones “válidas y meditadas” que ella le ofrece. Sin embargo, curiosamente en este punto de su meditación Descartes se descubre en una situación distinta a la del agente estrictamente racional:

No basta con haberme dado cuenta de estas cosas [el carácter dudoso de sus antiguas creencias], sino que debo preocuparme por recordarlas; porque las habituales opiniones retornan con frecuencia y toman posesión de mi credulidad, como si la merecieran por el prolongado uso y el derecho de familiaridad, y casi contra mi voluntad; y no voy a perder la costumbre de afirmarlas y de confiar en ellas, mientras que suponga que son tales como son en verdad, a saber, en cierto modo dudosas, como se acaba de mostrar, pero sin embargo muy probables, y a las que resulta mucho más razonable creerlas que negarlas (VII 22, p. 77).

En la primera sección, vimos que el virtuoso de la precisión no sólo debe preocuparse por hallar métodos adquisidores de verdad, sino que también debe luchar contra los obstáculos internos que ponen a prueba su voluntad como investigador. Hasta ahora Descartes ha podido avanzar en su labor de revisar sus creencias apelando únicamente al método de la duda. Pero ahora un obstáculo interno ha aparecido -un obstáculo que no puede enfrentarse con el ejercicio de la duda y que no aqueja al agente estrictamente racional. A diferencia de este agente, Descartes está en una situación en la que no le basta dudar con “razones válidas y meditadas” de sus antiguas creencias para desprenderse de ellas. Descartes sabe que en el ámbito de la investigación pura tales dudas imponen racionalmente la suspensión del juicio. Sin embargo, una fuerza inercial lo arrastra de modo imprevisto hacia otro lado. Los términos del pasaje son muy dicientes: sus habituales opiniones “retornan con frecuencia”, “toman posesión de [su] credulidad”, y lo hacen “casi contra [su] voluntad”, “como si lo merecieran por el prolongado uso y el derecho de familiaridad”. Sus creencias habituales se revelan entonces como más pegajosas y en un sentido inmunes al ejercicio de la duda de lo que habría podido anticiparse en un primer momento. Además, Descartes observa que, a pesar de que sus viejas creencias son dudosas, no va “a perder la costumbre de afirmarlas y de confiar en ellas”, puesto que son “muy probables” y es “mucho más razonable creerlas que negarlas”. Pero esto es un serio problema. Ya hemos visto que -a diferencia de lo que ocurre en la vida cotidiana- en la investigación pura la probabilidad o la razonabilidad, al no ser garantes de certeza, no cuentan como buenas razones a favor de una creencia. Tampoco lo es el hecho de que se trate de opiniones a las que estamos habituados desde hace mucho tiempo. Descartes se enfrenta entonces con una intromisión indebida de los criterios epistémicos de la vida cotidiana en la esfera de la investigación pura. Parecía antes que, al haberse asegurado un ocio tranquilo y al enfocarse únicamente en la búsqueda de la verdad, lograba preservar esta esfera de las interferencias de la vida diaria. Pero ahora se da cuenta de que no es del todo así. Tiene que resistir también los obstáculos internos que lo llevan inercialmente a persistir en sus antiguas creencias. Esto es algo que no había previsto con antelación.

En una palabra, Descartes enfrenta aquí un riesgo de acracia epistémica. En el ámbito de la acción, la persona acrática es aquella que, dicho de manera muy condensada, actúa en contra de su mejor juicio. El fumador empedernido que ha llegado a la conclusión de que lo mejor para él es dejar de fumar y, con todo, sigue aspirando ansiosamente su cigarrillo sufre de acracia. En el plano epistémico, el análogo del fumador sería una persona que, habiendo concluido con sus mejores razones que no debe creer que p, sigue creyendo que p. Descartes no es como el fumador acrático, pero está en riesgo de serlo. Sabe que cuenta con buenas razones para dudar de sus viejas creencias. Sabe también que, de acuerdo con los estándares de la investigación pura, no cuenta con ninguna buena razón para retener tales creencias. Sabe que lo correcto es entonces dejarlas de lado. Sin embargo, se inclina a retenerlas hasta el punto de que -nos dice- “toman posesión de [su] credulidad”.

Su situación actual puede condensarse en algo como “sé que tengo razones de fondo para abandonar mi creencia de que p, pero sigo inercialmente creyendo que p”. Si no contrarresta esta inclinación y se deja arrastrar definitivamente por ella, habrá caído en una situación análoga a la del fumador acrático. Nada de esto le ocurre al hipotético agente estrictamente racional cuando lleva a cabo la duda. A él las razones para dudar le bastan para desprenderse de sus creencias. Descartes no es así un agente estrictamente racional. Ha descubierto que sus antiguas creencias son infundadas y dudosas, pero -a diferencia de dicho agente- todavía debe fortalecer su voluntad epistémica para liberarse de ellas. O, para decirlo a la manera de los filósofos modernos, aún debe resistir a las pasiones -en este caso epistémicas- que se interponen en su reflexión racional.

IV

La acracia -lo saben los filósofos- es filosóficamente desconcertante, tanto que algunos, empezando por el mismo Sócrates, han pensado que en realidad no existe.6 La acracia -lo saben los procrastinadores- también es psicológicamente agobiante y desgastadora. Es muy difícil de superar y, con frecuencia, requerimos de una buena estrategia para lograrlo. Por fortuna, Descartes encuentra un recurso muy ingenioso que parece ponerlo a salvo de la acracia epistémica. Inmediatamente después del pasaje -citado en la sección anterior- donde reconoce los obstáculos internos con los que se enfrenta, nos dice:

No haría mal si me engaño a mí mismo volviendo mi voluntad hacia lo completamente contrario, fingiendo por cierto tiempo que son por completo falsas e imaginarias [sus viejas opiniones], hasta que, por fin, igualado en cierta forma a uno y otro lado el peso de los prejuicios, ninguna mala costumbre vuelva a apartar mi juicio de la correcta percepción de las cosas. Porque sé que de ello no se seguirá entre tanto ningún peligro o error, y que no es posible que me exceda con la desconfianza, ya que ahora no atiendo a lo que se debe hacer, sino a lo que hay que conocer (VII 22, p. 77).

La estrategia de Descartes contra el riesgo de acracia epistémica consiste entonces en pasar de la duda sobre la verdad de sus creencias habituales a la suposición de que en realidad son falsas. Este paso no está soportado por la duda metódica. Ella sólo autoriza a suspender el juicio. Suspender el juicio sobre p no implica en modo alguno suponer que p es falsa (ni, obviamente, suponer que es verdadera). Pero Descartes tiene un buen motivo para dar este salto: es su recurso estratégico para contrarrestar su tendencia a persistir en sus viejas creencias pese al veredicto que sobre ellas ha arrojado la duda metódica. Es su forma de luchar contra los obstáculos internos con los que se ha topado en su investigación pura. Se trata, en una palabra, del mecanismo con el que Descartes intenta evitar la acracia epistémica. Al suponer que sus creencias habituales son falsas, él espera entonces neutralizar la tendencia a creerlas que no logró contener con la duda metódica. Su esperanza es que con esta jugada “ninguna mala costumbre vuelva a apartar [su] juicio de la correcta percepción de las cosas”. Además, en este contexto suponer que sus creencias habituales son falsas no entraña “ningún peligro o error”. Quizá podría entrañarlos si Descartes tuviera una tendencia previa a creer que ellas son falsas, pero dado que se trata más bien de combatir la inclinación opuesta este riesgo no se presenta. Quizá también en ciertas situaciones cotidianas suponer que una creencia dudosa es falsa sea caer en una desconfianza paralizante, pero no lo es cuando el propósito es “lo que hay que conocer” más que “lo que se debe hacer”.

La Primera Meditación nada nos dice acerca de qué tanto esfuerzo tuvo que hacer Descartes para aplicar su estrategia contra el riesgo de acracia epistémica. A juzgar por el hecho de que logró seguir adelante en sus meditaciones, la estrategia parece haberle funcionado. Pero esto no significa que haya sido fácil o que lo haya logrado en su primer intento. Las palabras con las que él cierra su meditación en este punto son muy reveladoras:

Este proyecto es laborioso, y una cierta pereza me vuelve a la vida cotidiana. Y así como un cautivo que tal vez gozaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando comienza a sospechar luego que está durmiendo, tiene miedo de despertarse y se muestra indulgente con sus blandas ilusiones; así recaigo espontáneamente en las viejas opiniones y tengo miedo de ser despertado, no sea que la laboriosa vigilia, que viene después de la plácida quietud, deba pasarla, no con alguna luz, sino en medio de las inextricables tinieblas de las dificultades que acaban de ser suscitadas (VII 23, pp. 77-79).

Estamos ante uno de esos pasajes profundamente conmovedores que a veces nos regalan los grandes filósofos. El prisionero que, ante la sospecha de tener que asumir la condición en la que se encuentra, prefiere aferrarse a una libertad imaginaria es un magnífico ejemplo de pensamiento basado en el deseo. Frente a su dura realidad busca refugio en un mundo ficticio. Pero el suyo es un intento desesperado, pues la sospecha ya lo ronda y su ilusión está a punto de resquebrajarse. Descartes capta entonces con gran exactitud la tensión psicológica que se experimenta en aquellas situaciones en las que el carácter ilusorio del pensamiento basado en el deseo sale a flote, poniéndonos cara a cara con esa realidad que no queremos aceptar. Luego compara estas situaciones con su actual situación epistémica. Si antes vivía en “la plácida quietud” de sus opiniones preconcebidas, ahora le espera una “laboriosa vigilia”, rodeado por “las inextricables tinieblas de las dificultades que acaban de ser suscitadas”. Como el prisionero, Descartes también tiene “miedo de ser despertado”, y recae “espontáneamente en las viejas opiniones”. Así como el sueño de su libertad imaginaria le sirve de refugio ilusorio al prisionero, así también las viejas opiniones le sirven al filósofo de ilusorio escudo de protección frente a la incertidumbre que se abre ante él.

La angustia del prisionero es ante todo una angustia vital. La sospecha de su situación real le horroriza porque indica el deprimente estado en que se encuentra su vida. La angustia de Descartes en este pasaje es ante todo epistemológica. La investigación pura -ya lo sabemos- se ha construido a buena distancia de las preocupaciones que nos impone la vida cotidiana. Pero esto no significa que dicha investigación esté desprovista de consecuencias para nuestra vida. Williams señala que la investigación pura puede traer grandes beneficios en la vida diaria, bien sea contribuyendo a que tengamos mejores métodos en circunstancias en las que nuestra indagación esté constreñida por factores externos, bien sea que nos ayude a un mejor ejercicio de la razón a partir de un cierto talante escéptico (cf. Williams, 2005, p. 33). Pero el pasaje citado pone de relieve un aspecto adicional del modo como la investigación pura puede impactar en la vida cotidiana. La angustia epistemológica de Descartes en este estadio de su reflexión tiene una profunda dimensión vital que hace que la comparación con el prisionero no sea un artificio. Descartes sabe que en la vida cotidiana una actitud falibilista es inevitable. En este sentido, las dudas a las que ha llegado en su investigación pura no marcarán una diferencia visible en su forma de actuar en el día a día. Pero hay algo que ha cambiado profundamente en él. A diferencia de la mayoría de nosotros, Descartes ahora sabe que sus viejas opiniones -a pesar de ser muy probables- carecen de firmeza epistemológica y sabe, por tanto, que no puede suscribirlas del modo irreflexivo en que lo hacemos los demás. Esto lo separa de todos nosotros y -como al prisionero- lo pone en una situación de aislamiento y zozobra. El confinamiento solitario que Descartes se había procurado para realizar su investigación pura se transforma así en una honda soledad. Es verdad que luego alcanzará la certeza y, con ella, vendrá el alivio de saber que vive en un mundo en el que el conocimiento es posible y en el que la subversión de sus viejas opiniones le permite alcanzar un fundamento firme. Pero, por lo pronto, está sumido en la incertidumbre. Ha sido justamente su férreo compromiso con la búsqueda de la verdad, encarnado en la investigación pura y la duda metódica, el que lo ha dejado en la dura situación en la que se encuentra.

Con lucha -dirá Nietzsche un par de siglos después- ha habido que con- quistar todo avance en la verdad, a cambio de él ha habido que entregar casi todo lo demás a que se adhieren el corazón, nuestro amor, nuestra confianza en la vida. Para ello se requiere grandeza de alma: el servicio a la verdad es el más duro de los servicios (Nietzsche, 1997, § 50).

En este punto de su reflexión, Descartes seguramente habría estado de acuerdo con estas palabras.

Ahora bien, al margen de la situación de zozobra en la que está de momento Descartes y del padecimiento emocional que trae consigo la lucha contra la acracia epistémica o el pensamiento basado en el deseo, el hecho es que él dispone de una interesante estrategia para combatir estos flagelos epistémicos. Al menos en el contexto de la investigación pura, si el investigador tiene serias razones para dudar de que p, pero se encuentra en una situación en la que desea que p y, además, tiende a creer que p, entonces debe suponer que no p para, de este modo, eventualmente neutralizar su impulso a creer que p y poder así avanzar libremente en su investigación. No sorprende, además, que Descartes utilice esta estrategia para combatir tanto el riesgo de acracia epistémica como el de pensamiento basado en el deseo. Aunque se trata de flagelos epistémicos distintos, en cierto punto la primera puede ser consecuencia del segundo. Justamente, allí donde nuestros deseos están a la base de lo que creemos es de esperar -sobre todo si se trata de deseos fuertes y profundos- que tengamos dificultades para abandonar nuestras creencias incluso habiendo reconocido su falta de fundamento. Después de todo, se trata -como sucede con cualquier forma de acracia- de luchar contra algo que en un sentido también deseamos fuertemente.

La estrategia de Descartes tiene, sin embargo, un alcance restringido en dos sentidos. En primer lugar, sólo puede aplicarse en casos en los que -como le sucede a él- ya tengamos la sospecha de que podemos estar siendo víctimas del pensamiento basado en el deseo o nos veamos en una situación de inminente acracia epistémica. Parte de la dificultad con el pensamiento basado en el deseo radica justamente en que, como transcurre por caminos ocultos e indirectos, no es fácil de reconocer por quien lo padece. Aunque cabe preguntarse si en estos casos no hay siempre ciertas señales de alarma, sin un reconocimiento previo de que podemos estar en una situación de este tipo difícilmente podremos combatirla. La sospecha es entonces un importante logro cognitivo que hemos de haber alcanzado antes de poder aplicar la estrategia que emplea Descartes. En segundo lugar, la estrategia no opera de modo automático ni tiene su éxito garantizado. Descartes nos dice en el pasaje del prisionero que recae “espontáneamente en las viejas opiniones” y que “una cierta pereza [lo] vuelve a la vida cotidiana”. En este sentido, aunque suponer que sus viejas creencias son falsas es un acto mental inmediato, su tendencia a persistir en ellas no se anula con un mero acto mental. La estrategia es entonces una manera indirecta de intentar inducir un cambio en nuestras inclinaciones doxásticas. Pero siempre está el riesgo de que -como puede ocurrir con cualquier forma de acracia y también con el pensamiento basado en el deseo- la estrategia fracase y tales inclinaciones no se anulen en absoluto.

V

La manera en la que Descartes enfrenta los obstáculos internos en la investigación pura pone de relieve una interesante concepción de la agencia epistémica en su planteamiento. El agente epistémico es un agente activo que, en el ejercicio de su actividad consciente de pensamiento, es capaz de realizar voluntariamente varias acciones mentales. Ciertamente, no está en su poder creer o dejar de creer a voluntad. En términos racionales, creer una proposición requiere contar con razones o evidencia a favor de ella y, de esta forma, no es algo que pueda lograrse por un mero acto de la voluntad.7 Creer una proposición también puede ser el resultado de ciertas fuerzas o inclinaciones que nos llevan a ella aun cuando la proposición como tal carezca de fundamento. Pero en este caso tampoco se trata de algo que pueda lograrse con un simple acto voluntario. Descartes no está comprometido entonces con un voluntarismo respecto a la creencia.8 Pero esto no significa que no haya un espacio crucial para la voluntad epistémica y la acción mental en el pensamiento consciente. Tampoco significa que el agente epistémico, aunque ciertamente no puede variar sus creencias a voluntad, esté impedido de realizar acciones dirigidas a cultivar o aminorar alguna de ellas. La estrategia de Descartes de suponer que sus creencias dudosas son falsas es justamente un recurso deliberado que busca detener el influjo que ejercen en su vida mental. Y es que la acción mental misma de suponer que una proposición es falsa (o verdadera) expresa de modo paradigmático la libertad del agente epistémico frente a algunos de sus contenidos mentales. Descartes lo anuncia desde el principio en la sinopsis de sus Meditaciones:

En la segunda [meditación], la mente, que usando su propia libertad supone que no existe nada de aquello de cuya existencia puede abrigar la menor duda, cae en la cuenta de que no puede ser que ella entre tanto no exista (VII 12, p. 61).

El acto de suponer es así un acto mental que podemos realizar sobre una amplia gama de proposiciones usando nuestra “propia libertad”. Existen, por supuesto, límites a esta libertad. El cogito es la primera de ellas. Como lo sugiere tácitamente el pasaje, la mente no puede realizar el acto mismo de suponer que no existe sin afirmar con ello su existencia. En general, Descartes encontrará luego que no somos libres de suponer que las ideas claras y distintas son falsas. Adicionalmente -y dejando de lado estos casos límite-, la libertad de suponer no está constreñida por lo que creemos. Podemos suponer libremente algo que es contrario a lo que creemos tanto como podemos suponer algo frente a lo cual no tenemos creencia alguna. Incluso podemos -como hemos visto que hace Descartes- suponer algo para contrarrestar nuestras propias inclinaciones hacia determinadas opiniones. Y así como podemos realizar una suposición a voluntad, también podemos dejar de hacerla a voluntad. Al dejar de lado la investigación pura y retornar a los quehaceres cotidianos, Descartes puede abandonar libremente la suposición de que sus creencias dudosas en realidad son falsas y puede retomar la actitud vital falibilista que nos recomienda. Finalmente -quizá no está de más decirlo-, la acción mental de suponer no es la única que podemos realizar a voluntad. También podemos, dentro de ciertos límites, imaginar voluntariamente ciertos estados de cosas. En opinión de Descartes, el acto mismo de juzgar o no juzgar es un acto de la voluntad.

La concepción del agente epistémico como un agente que actúa voluntariamente sobre ciertos estados mentales es bien conocida por los estudiosos de Descartes. También lo son los vínculos que él traza entre esta concepción de la agencia epistémica y su metafísica dualista. Pero nuestro recorrido por los márgenes de la Primera Meditación pone de relieve también un aspecto de dicha concepción que suele pasar más desapercibido. La contracara del rol activo del agente epistémico es -como hemos visto en las secciones anteriores- que él también está expuesto a fuerzas mentales que en cierto sentido pueden poner en vilo su libertad. Se trata de un complejo estrato de estados mentales pegajosos -creencias, pero también deseos- que están en la mente y que, eventualmente, pueden ir en contravía de lo que dicta la reflexión racional. En este sentido, la libertad del agente epistémico no radica únicamente en poder realizar ciertas acciones mentales, sino también en lograr resistir y oponerse a algunas inclinaciones de su mente. Su libertad es, por así decirlo, una libertad asediada. La lucha de Descartes frente a su tendencia a persistir en sus viejas opiniones pese al veredicto de la duda metódica sirve, una vez más, de ilustración. Su acción mental de suponer que sus creencias dudosas en realidad son falsas es una expresión de una voluntad que obra libremente, pero también lo es de su esfuerzo por no sucumbir a sus opiniones habituales y acatar así el dictamen racional de la duda. De esta forma, Descartes traza un estrecho vínculo entre la libertad del agente epistémico sobre su vida mental y su capacidad obrar de acuerdo con la razón. Actuar libremente es actuar racionalmente. Y, a la inversa, cuando el agente epistémico, en contra de lo que dicta su razón, no logra resistirse a las inercias que hay en su mente, entonces su libertad para la acción mental también queda comprometida. Así como el fumador acrático ha quedado preso de su deseo de fumar en contra de su mejor decisión, así también el que sufre de acracia epistémica queda preso de las creencias que la reflexión racional le recomienda abandonar, y el que es víctima del pensamiento basado en el deseo pierde la libertad de evaluar racionalmente la evidencia a favor o en contra de lo que desea creer. El agente epistémico cartesiano es así un agente que, en su actividad consciente de pensamiento, toma continuamente posición frente a sus propios estados mentales. En esta toma de posición, se juega su propia libertad.

A su vez, esta toma de posición del agente epistémico, cuando es el resultado de la libertad racional, ilustra un sentido importante en que él se constituye a sí mismo como agente de sus propias creencias. Al suponer que sus creencias dudosas en realidad son falsas, Descartes busca detener el influjo que ellas continúan ejerciendo en su vida mental pese al veredicto de la duda. Con esta suposición, Descartes allana entonces el camino para proseguir su ejercicio de reflexión racional libremente y sin la interferencia de sus viejas opiniones. En adelante sólo subscribirá una proposición cuando haya ganado el derecho a hacerlo. Este derecho sólo lo obtendrá en la medida en que, en el marco de las estrictas exigencias de la investigación pura, logre encontrar razones sólidas para dicha proposición. Así, al determinar lo que debe creer racionalmente determinará también lo que de hecho va a creer. El agente epistémico cartesiano es entonces un agente que, en el ejercicio de su reflexión racional, y en cuanto resiste los obstáculos internos que lo asedian, forja sus propias creencias. Este forjar sus propias creencias no es, por supuesto, un acto de creación ex nihilo, sino que es el resultado de su capacidad de obrar de acuerdo con el dictamen de la razón. De ahí precisamente la importancia de que el agente epistémico resista las propensiones de su mente que pueden interferir con el buen ejercicio de la razón. No hacerlo es simplemente vulnerar la libertad racional que le permite constituirse como agente de sus propias creencias.9

De acuerdo con esto, en el ámbito de la investigación pura el agente epistémico alcanza una doble libertad. De un lado, como hemos visto, al procurarse “un ocio seguro” en un “retiro solitario”, Descartes busca liberarse de los factores externos que en la vida cotidiana constriñen la búsqueda de la verdad. Sólo habiendo obtenido la tranquilidad necesaria puede -como nos dice al final del primer párrafo de la Primera Meditación- dedicarse “por fin seriamente y con libertad a esta eversión general de [sus] opiniones” (VII 17-8, p. 69). De otro lado, como también hemos visto, al suponer que sus creencias dudosas en realidad son falsas, Descartes busca liberarse de los obstáculos internos de su mente que le impiden dejar de lado sus viejas opiniones pese al veredicto de la duda metódica. Con esta suposición -nos dice en uno de los pasajes finales de la Primera Meditación- logra evitar que “ninguna mala costumbre vuelva a apartar [su] juicio de la correcta percepción de las cosas” (VII 22, p. 77). Así, al no estar constreñido ni por los factores externos de la vida cotidiana ni por los obstáculos internos de las inercias de su propia mente, el agente epistémico cartesiano alcanza un estadio en el que sólo está condicionado por la razón misma. Y estar sólo condicionado por la razón no es otra cosa que gozar de plena libertad epistémica en su indagación. Antes vimos que, al preocuparse únicamente por la verdad, el investigador puro era un virtuoso de la precisión en su máxima pureza. Ahora vemos que a esta escala un virtuoso de este tipo es también un agente epistémico que, en su búsqueda de la verdad, goza de una plena libertad racional. La preocupación filosófica de Descartes por la precisión, tanto en la búsqueda de métodos adquisidores de verdad como en la lucha contra los obstáculos internos que asedian al investigador, es así inseparable de una preocupación por la libertad epistémica. Visto desde esta perspectiva, su proyecto epistemológico de la Primera Meditación es entonces también un proyecto de emancipación racional.

VI

Tenemos todavía un asunto pendiente. En la sección II vimos que los métodos adquisidores de verdad están sometidos a restricciones distintas en la investigación pura y en la vida cotidiana. Esto hace también que el comportamiento del virtuoso de la precisión con relación al método sea distinto en cada caso. La pregunta que nos surgió allí era entonces si la estrategia que emplea Descartes para combatir los obstáculos internos en el ámbito de la investigación pura también es aplicable en la vida diaria o si cabe esperar aquí algún tipo de contraposición. En una palabra, nos queda por averiguar si el comportamiento del virtuoso de la precisión con relación a los obstáculos internos puede ser el mismo en ambos terrenos.

En el Discurso del método, Descartes desaconseja que apliquemos en la vida cotidiana el tipo de estrategia que él emplea en la investigación pura. Mientras que en la vida diaria -nos dice- “es a veces necesario seguir opiniones que sabemos muy inciertas como si fueran indudables”, en la investigación pura hay que “hacer todo lo contrario, y rechazar como si fuera absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda” (Descartes, 1997, p. 93). Al introducir su estrategia contra los obstáculos internos en las Meditaciones, Descartes también nos advierte que al usar dicha estrategia “no es posible que [se] exceda con la desconfianza, ya que ahora no atiend[e] a lo que se debe hacer, sino a lo que hay que conocer” (VII 22, p. 77). En un pasaje del Discurso, él agrega:

Como muchas veces las acciones de la vida no admiten demora, es una ver- dad muy cierta que, cuando no está en nuestro poder discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables; y, aunque no hallemos mayor probabilidad en unas que en otras, debemos, sin embargo, decidirnos por algunas y considerarlas después, en cuanto referidas a la práctica, no como dudosas, sino como muy verdaderas y ciertas, ya que lo es la razón que nos ha determinado a seguirlas (Descartes, 1997, p. 88).

El consejo de Descartes en estos pasajes no puede ser, por supuesto, que en la investigación pura asumamos que las proposiciones dudosas son falsas y en la vida cotidiana asumamos en cambio que son verdaderas. Una máxima de este tipo en la vida diaria es fácilmente un pasaporte para el desastre, y no sólo por razones epistémicas sino también prudenciales. Si uno sabe que es dudoso que la gasolina que hay en el tanque resulte suficiente para cruzar el desolado desierto, es cuanto menos temerario asumir que sí lo es e iniciar precipitadamente la travesía. En un caso así es mucho más sensato asumir -en sintonía con el proceder de Descartes en la investigación pura- que la gasolina no es suficiente y llenar el depósito antes de lanzarse raudo a la aventura. Pero esta forma de proceder tampoco puede convertirse en una máxima general. No es difícil imaginar casos cotidianos en los que lo más apropiado es asumir que una proposición dudosa es verdadera, y tampoco lo es imaginar casos en los que lo recomendable es no asumir ni la verdad ni la falsedad de la proposición en cuestión. El punto de Descartes no es entonces acerca del valor de verdad específico que debemos atribuirle a las proposiciones dudosas en la vida cotidiana. Su punto es más bien que mientras que en la vida diaria muchas veces debemos actuar tomando proposiciones dudosas como si fueran ciertas, en la investigación pura no podemos obrar de este modo sin traicionar el propósito mismo de la indagación. Pero el hecho de que en la vida cotidiana aceptemos proposiciones dudosas como guía de acción no excluye, por supuesto, que las evaluemos a la luz de consideraciones epistémicas como su plausibilidad y probabilidad y, con base en dicho examen, asumamos ya sea su verdad o su falsedad. Así las cosas, la estrategia de Descartes de asumir en la investigación pura que las proposiciones dudosas son falsas también puede resultar apropiada en algunas situaciones cotidianas.

Con todo, hay dos elementos que se desprenden fácilmente de los pasajes citados cuya combinación suscita ciertas perplejidades sobre la precisión en determinados escenarios. En primer lugar, Descartes observa que incluso en los casos en los que “no hallemos mayor probabilidad en unas que en otras” de las proposiciones en examen, en la vida cotidiana puede suceder que tengamos que optar por alguna de ellas. En este sentido, él concede que, al menos en ciertas ocasiones, podemos carecer de elementos epistémicos que nos permitan inclinar la balanza hacia la verdad o la falsedad de cierta proposición y, sin embargo, debamos actuar en una u otra vía. En tales casos, la razón por la cual nos inclinamos hacia la verdad o la falsedad de dicha proposición no es entonces una razón epistémica, sino de otro tipo. En segundo lugar, en los pasajes citados Descartes nada dice acerca de qué camino tomar en la vida diaria cuando ante una proposición dudosa tenemos una clara inclinación hacia su verdad o hacia su falsedad, y esta inclinación no está basada en factores epistémicos sino en la fuerza de nuestros deseos o en otros factores prudenciales. Si se trata de un caso en el que los elementos epistémicos que tenemos inclinan claramente la balanza hacia determinada proposición, está claro que debemos optar por ella al margen de lo que dicten nuestros deseos. Pero el problema complicado surge cuando -como se sugiere en el primer punto- estamos en una situación en la que debemos tomar partido frente a una proposición pese a no contar con elementos epistémicos a su favor o en su contra y, además, tenemos -como se sugiere en el segundo punto- una fuerte inclinación no epistémica ya sea hacia la verdad o hacia la falsedad de dicha proposición.

Un caso paradigmático y profundamente significativo de este tipo de situación es el escenario en el que Pascal formula su famosa apuesta a favor de la existencia de Dios. El punto de partida aquí es una posición agnóstica según la cual en el plano teórico carecemos de razones tanto para afirmar como para negar que Dios existe. “La razón -nos dice Pascal- nada puede decidir ahí […] ¿Qué apostáis vosotros? Por la razón no podéis preferir ni lo uno ni lo otro; por la razón no podéis eludir ninguno de los dos” (Pascal, 2008, p. 165). Pascal concede entonces que, ante la ausencia de razones a favor o en contra de la existencia de Dios, en términos epistémicos “lo justo es no apostar en absoluto” (Pascal, 2008, p. 165). Sin embargo, él cree también que esta no es realmente una opción: “Es necesario apostar. Esto no es voluntario, estáis embarcados” (Pascal, 2008, p. 165). La razón por la que debemos apostar es existencial. Para Pascal, la apuesta que hagamos definirá de un modo definitivo nuestra forma de vivir y determinará nuestra postura ante asuntos fundamentales como el sentido de la vida, la naturaleza de la moral, o la inmortalidad. Dada la ausencia de elementos epistémicos que nos ayuden, Pascal considera entonces que al momento de apostar debemos elegir lo que nos resulte mejor en términos prudenciales. En este sentido, el resto de su argumento está dirigido a mostrar que, desde un punto de vista prudencial, lo más racional es apostar decididamente que Dios existe y vivir en consecuencia.

Descartes, por su parte, se sentiría profundamente aliviado -“¡uff!”, casi que le oímos decir- de no estar en la situación del agnóstico pascaliano ni de tener que apostar en una u otra vía. Para él, la existencia de Dios se puede demostrar racionalmente y, de hecho, buena parte de su filosofía depende de eso. Pero, al margen de lo que haya pensado el Descartes histórico, vale la pena preguntarse cómo podría encarar el escenario de la apuesta pascaliana un virtuoso de la precisión inspirado por él. En una palabra, cabe preguntarse si el compromiso con esta virtud permite seguir la recomendación de Pascal o si, por el contrario, exige adoptar el tipo de estrategia que emplea Descartes contra los obstáculos internos en la investigación pura. Cerraré con una breve disquisición al respecto.

De entrada, cabe pensar que la estrategia de Descartes no tiene cabida en el escenario agnóstico en el que Pascal sitúa su apuesta. La razón radica en que esta estrategia tiene lugar en un contexto en el que la búsqueda de la verdad es todavía una cuestión abierta. Justamente Descartes la emplea como un modo de sortear los obstáculos internos que obstruyen dicha búsqueda. Por más compleja que sea su situación epistémica como resultado de la duda metódica, no hay nada en su indagación que lo lleve de momento a la conclusión de que la verdad es inalcanzable. En cambio, el escenario agnóstico en el que Pascal sitúa su apuesta excluye de antemano que podamos tener métodos adquisidores de verdad sobre la cuestión de la existencia de Dios. No se trata de una cuestión abierta a la indagación epistémica. En este sentido, la preocupación del virtuoso de la precisión por la obtención de métodos adquisidores de verdad no tiene cabida en el ámbito teológico. Al no tenerla, una estrategia como la de Descartes tampoco resulta pertinente en este contexto. Parece entonces que el virtuoso de la precisión puede seguir la recomendación de Pascal sin traicionar por ello su compromiso con esta virtud.

Sin embargo, no debemos olvidar que la apuesta de Pascal es sólo un momento de un proceso que -a través de prácticas como atender a misa o tomar agua bendita- busca culminar en una creencia genuina en la existencia de Dios.10 Y esta forma de proceder es epistemológicamente muy problemática, pues el motivo para inducir la creencia en Dios a través de tales prácticas no es que contemos con razones a su favor, sino que esta creencia es conveniente en términos prudenciales. En este sentido, en la ruta pascaliana hacia la creencia en Dios hay un riesgo de pensamiento basado en el deseo que el virtuoso de la precisión debe resistir. La estrategia con la que Descartes enfrenta los obstáculos internos en la investigación pura resulta así directamente pertinente para combatir este riesgo en el presente contexto. Parece entonces que el virtuoso de la precisión no puede seguir la ruta que sugiere Pascal hacia la creencia en Dios sin violentar su compromiso con esta virtud, sino que antes bien debe obrar de un modo similar a como lo hace Descartes en la investigación pura.

Estamos, pues, en una encrucijada. En general, los dos aspectos de la precisión que sugiere Williams -la búsqueda de métodos adquisidores de verdad y la resistencia a los obstáculos internos- apuntan en una misma dirección. Ellos son las dos caras de la preocupación general por obtener la verdad. Sin embargo, en el escenario teológico pascaliano ambos aspectos están en tensión. Si atendemos a la ausencia de métodos adquisidores de verdad respecto a la existencia de Dios, entonces la precisión no parece relevante en el ámbito teológico. Pero si atendemos a los obstáculos internos que están a la base de la ruta pascaliana hacia la creencia en Dios, entonces dicha virtud parece ineludible. Mi propósito aquí no es dictaminar si el virtuoso de la precisión debe apostar a favor o en contra de la existencia de Dios.11 Tampoco pretendo señalar la manera en la que debe salir de la encrucijada en la que lo pone su compromiso con dicha virtud. Mi punto es únicamente que la forma en la que enfrentemos esta encrucijada nos dirá cuál aspecto de la precisión nos resulta más fundamental. Desde esta perspectiva, la pregunta por la existencia de Dios no sólo está vinculada a diversas cuestiones sobre la naturaleza de la moral o el sentido de la vida, sino que, al menos si se la aborda en el escenario de la apuesta pascaliana, también resulta relevante para nuestra propia comprensión de la virtud de la precisión.

En síntesis, nuestro recorrido por los márgenes de la Primera Meditación nos ha permitido apreciar que la preocupación filosófica de Descartes por la precisión no se agota ni mucho menos en su reflexión sobre el método o en el andamiaje de su duda metódica. Tan importante como estos asuntos es su concepción de la agencia epistémica y su estrategia para combatir la acracia epistémica y el pensamiento basado en el deseo. A su vez, al extrapolar las consideraciones de Descartes sobre la precisión al contexto de la apuesta pascaliana, hemos logrado también ahondar en nuestra apreciación de dicha virtud.

Referencias

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20. Wilson, M. (1990). Descartes. México: UNAM. [ Links ]

*Este artículo forma parte de una serie de textos que estoy realizando sobre algunos filósofos modernos en el grupo de investigación Relativismo y racionalidad del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Agradezco a Vicente Raga por su generosidad y paciencia durante el proceso de elaboración de este ensayo. Agradezco también a Catalina González por sus útiles comentarios a una versión anterior. Finalmente, agradezco a los revisores de la revista por sus indicaciones y sugerencias.

Cómo citar este artículo: MLA: Ávila Cañamares, Ignacio. “Precisión y agencia epistémica en Descartes. Un recorrido por los márgenes de la Primera Meditación”. Estudios de Filosofía 60 (2019): 85-109. APA: Ávila Cañamares, I. (2019). Precisión y agencia epistémica en Descartes. Un recorrido por los márgenes de la Primera Meditación. Estudios de Filosofía, 60, 85-109. Chicago: Ignacio Ávila Cañamares. “Precisión y agencia epistémica en Descartes. Un recorrido por los márgenes de la Primera Meditación”. Estudios de Filosofía n.º 60 (2019): 85-109.

1Para una mayor discusión de esta condición, véase Williams (2002, secc. 2, cap. 7) y Williams (2005, p. 23 y ss.).

2Para un estudio consagrado por entero al método de la duda, véase Broughton (2002). Otras referencias clásicas ineludibles son Frankfurt (2008, parte I) y Wilson (1990, cap. 1). Algunos estudios más recientes son Carriero (2009, cap. 1), Larmore (2014) y Owens (2008), entre muchos otros.

3Un estudio más detallado de la agencia epistémica en Descartes también debería tener en cuenta al menos la Cuarta Meditación, Los principios de la Filosofía (parte I §§1-6 y 29 y ss.), y la respuesta de Descartes a las Quintas Objeciones. La razón por la que sólo me enfoco en algunos pasajes de la Primera Meditación es porque en ellos están los elementos que me interesan en este ensayo. Para un análisis diferente de tales pasajes, véase Carriero (2009, p. 26 y ss. y p. 60 y ss.) Carriero, sin embargo, no toca los asuntos que aquí trabajo.

4Para todas las citas de las Meditaciones empleo la excelente traducción de Jorge Aurelio Díaz del texto en latín (Descartes, 2009). Sigo el modo usual de citación de esta obra, indicando el volumen y la página de la edición canónica de Adam y Tannery, seguido de la página de la edición en castellano.

5Por lo demás, “creo que p, pero p es dudoso” es la incómoda y tambaleante forma que suelen tomar la mayoría de mis creencias filosóficas. Me pregunto qué tanto le sucede esto a otras personas que se dedican a este oficio. Al menos algunas de ellas se muestran muy seguras de lo que creen.

6La acracia epistémica es mucho menos discutida, aunque véase Battaly (2014) y Hookway (2001). Obviamente también tiene sus detractores, por ejemplo, Owens (2002).

7Para un ensayo clásico acerca de por qué no podemos creer a voluntad, véase Williams (1973).

8Williams (2005, cap. 6) y Wilson (1990, cap. 4) ofrecen dos excelentes tratamientos de este asunto. Véase también Newman (2008).

9Para un sugestivo tratamiento de la conexión entre acción mental y capacidad de autoreflexión crítica, véase Soteriou (2013, cap. 11).

10Pascal presenta todo el camino que va desde su apuesta teológica a los primeros estadios de la conversión del agnóstico en el parágrafo 418 de sus Pensamientos. Obviamente, mi presentación de Pascal aquí es en extremo selectiva y deja de lado muchos aspectos claves de su posición.

11Tugendhat (2008, p. 91 y ss.) sostiene que la persona intelectualmente honesta debe apostar en contra. Pero no estoy satisfecho con su argumento, entre otras cosas porque pasa por alto la encrucijada que trato de señalar.

Recibido: 08 de Marzo de 2019; Aprobado: 24 de Mayo de 2019

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