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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.63 Medellín ene./jun. 2021

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n63a06 

Artículos de investigación

¿Puede la verdad prescindir de artificios? De la retorización de la filosofía a la ontología de la veridicción en Michel Foucault* **

Could truth stand without artifice? From the rhetorization of philosophy to the ontology of veridiction in Michel Foucault

Julia Monge1 

1 Universidad Nacional de Córdoba. Córdoba, Argentina. E-mail: julia_monge@hotmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6758-8318


Resumen:

El presente trabajo se centra en la aparente inversión de valoración del discurso verdadero en los planteos de Michel Foucault entre principios de los años setenta y sus últimos cursos en los cuales presenta positivamente el decir veraz de la parrhesía. Reconstruyendo las contraposiciones entre el discurso filosófico y el sofístico, y entre la parrhesía socrática y la retórica que presenta en cada momento, proponemos abordar la cuestión como el problema de la operación del discurso verdadero en el campo de las prácticas sociales. Considerando las condiciones y efectos, tanto éticos como políticos, de la techné retórica y la téchne filosófica del discurso, planteamos que entre las tareas de “retorizar la filosofía” y la “ontología de la veridicción” que Foucault enuncia en cada ocasión, no se trataría de una inversión de la perspectiva sino de una especificación de la práctica del decir veraz que, frente a otros discursos indiferentes a la verdad, manifiesta una preocupación y apuesta por una construcción situada y relacional del ethos y la vida en común.

Palabras clave: oucault; discurso verdadero; techné; retórica; prácticas sociales

Abstract:

This paper aims to analyze the alleged inversion of truth discourse´s appraisal in Michel Foucault’s works between the early seventies and his last lectures of the eighties. We propose that, by reconstructing the contraposition between philosophical discourse and sophistical practice and the dispute between Socrates’s parrhesia and rhetoric presented in each moment, the question can be treated as the problem of truth discourse’s operation on the field of social practices. Considering the ethical and political stipulations and effects of both the rhetorical techné and the philosophical techné of discourse, we understand that between the “rhetorization of philosophy” and the “ontology of veridiction” that Foucault introduces in each occasion, there is not an inversion of perspective. Instead, there is a specification of the philosophical truth-telling as a practice that, confronted with other discourses indifferent to the truth, manifests a deep concern and commitment with a situated and relational construction of the ethos and the life in common.

Keywords: Foucault; truth discourse; techné; rhetoric; social practices

Introducción

En su lección inaugural en el Collège de France en 1970, Michel Foucault (1992) 1 proponía considerar que la producción del discurso está socialmente controlada para esquivar su materialidad, sus poderes y peligros, y su carácter de acontecimiento. Señalaba así en dirección de una historia política del discurso, procurando mostrar que el propio discurso verdadero no se instituyó sin conflictos: la exclusión de los Sofistas representaría un ejemplo paradigmático de aquellas operaciones de control, e incluso, de las luchas y constricciones ocultadas en la voluntad de verdad propia de la filosofía (Foucault, 2012). Sin embargo, diez años después cuando Foucault vuelve en sus últimos cursos a la Antigüedad, parece haber invertido su valoración del discurso de verdad. Aquel desenmascaramiento que sugería en sus primeras lecciones siguiendo a Nietzsche, se convierte en los ochenta en un análisis de las técnicas de sí y arte de vivir en los que el discurso filosófico es el único que consigue reunir el conocimiento con la acción recta. En el tratamiento de la parrhesía, Foucault presenta con vehemencia una economía del decir veraz que enlaza virtudes morales y confrontación con la retórica de un modo en que, precisamente una década antes, caracterizaba la ascética que impidió por demasiado tiempo pensar la verdad ligada a relaciones de poder.

Lectores como Lévy (2004) y Bénatouïl (2011) apuntan lo llamativo de este cambio en la perspectiva del profesor: sea en su silencio sobre el escepticismo o en el abandono de aquellos personajes con los que había abierto promisoriamente otra historia, “el fatalismo de Foucault respecto del predominio de la verdad resulta sorprendente” (Bénatouïl, 2001, p. 126). En la “Situación del curso” de Lecciones sobre la voluntad de saber, Defert (2012) señala esta incógnita en torno al personaje canónicamente opuesto a los Sofistas: aunque apenas nombrado, Sócrates es en estas lecciones el modelo de hombre teórico que Foucault, a través de Nietzsche, invita a “sacudir”; mientras que en el extremo final de sus clases reevalúa la interpretación nihilista de su muerte -“toda la enseñanza de Foucault en el Collège de France se desarrollaría en el intersticio de ese enigma nietzscheano de Sócrates” (p. 290).

Como señala Campioni (2011), no obstante, Sócrates ya era un monstrum de diversas máscaras a los ojos de Nietzsche: paradoja de racionalismo e instinto invertido, espíritu libre escrutador de almas y decadente; percepción cambiante en el tiempo y no sin relación con la búsqueda experimental del propio alemán. Foucault (2010a) admite en su pensamiento un ensayo similar, abierto a la historia como diversificación de escenarios para las tensiones que son la contextura de nuestra cultura, nuestra política, nuestra moral; tensiones propias también de nuestra filosofía, ya que en tanto práctica de veridicción, el análisis de sus “episodios y formas; formas recurrentes, formas que se transforman”, no puede desligarse de procedimientos de gobierno y modos de subjetivación (p. 355).

Sin soslayar las reformulaciones que efectúa el profesor en torno a la actuación del poder y la manifestación de la verdad en el transcurso de la década del setenta, es posible reconstruir y trazar un arco entre la confrontación de la filosofía con la sofística, considerada en su primer curso, y el contrapunto entre parrhesía y retórica, tal como aparece en sus últimas indagaciones. Atendiendo a que plantea en ambos casos una lectura de la Antigüedad que busca proyectar un campo de posibilidades en el presente, resulta relevante entonces analizar qué relaciones pueden establecerse entre las tareas de “retorizar la filosofía”, que Foucault proponía como consecuencia de su primera aproximación, y la “ontología del discurso de verdad” formulada en el contexto de sus últimos cursos. Dado que la comprensión del discurso como una práctica se mantiene en uno y otro momento, se trata de evaluar si entre la operación sofística y la veridicción filosófica se produce efectivamente una inversión de su valoración, o bien, si en el arte o techné involucrado en dichas prácticas discursivas -el arte retórico y el arte de vivir- puede iluminarse lo que pasa con la verdad y aquello que se juega en esta antigua y renovada disputa.

En tal sentido, a través de la disyuntiva exegética sobre el trabajo foucaultiano, interesan sus corolarios para repensar la relación entre la inquietud por la verdad y las prácticas sociales; particularmente en lo que respecta a la trama ético-política en que se desarrollan el discurso filosófico y el discurso sofístico. Si la supresión de la operación sofística se caracteriza primero como violencia de la voluntad de verdad que busca preservar un orden, pero luego son consideraciones éticas las que justifican poner límites a la retórica cuando confunde lo bueno y lo justo con lo agradable y persuasivo, entonces aquello que se encuentra centralmente en cuestión es qué poder, qué actuación, qué consecuencias tiene la manifestación de la verdad para la vida social. Es decir, en qué condiciones puede introducirse el discurso verdadero en las prácticas sociales y qué efectos se buscan con su injerencia. Barbara Cassin (2008), restituyendo voz a los Sofistas, subraya en efecto que la tensión máxima entre filosofía y sofística no se encuentra en la subordinación del logos a la ontología -ya que la segunda sostiene como variante una “logología”, según la cual el ser es lo creado por el discurso- sino en la lucha por una legislación ética del sentido: “¿hay un buen y un mal (uso del) logos? ¿el logos es o no, de por sí, factor de eticidad, de modo que de su buen o mal uso dependa toda la moral, y toda la moralidad de la política?” (p. 155). La argumentación se estructurará en tres pasos. En primer lugar, recuperando el tratamiento de los discursos filosófico y sofístico que Foucault realiza en Lecciones (2012) a fin de clarificar el objeto y la dirección de su crítica. En segunda instancia, se puntualizará la relación entre discurso de verdad y techné esclarecida en Subjetivité et vérité (2014c) y su composición con lo expuesto en Hermenéutica del sujeto (2008) en torno a la ethopoiesis. En el tercer momento, se enfocará el tratamiento que Foucault realiza de la parrhesía socrática en contraste con la retórica, para ensayar, finalmente, una reformulación del enigma presentado por Defert (2012) y delinear sus alcances para la problematización del discurso de verdad en las indagaciones del profesor.

1. ¿Qué quiere decir “retorizar”? Las dos caras de la Alétheia

Es a partir de Aristóteles, y no de Sócrates o Platón, que Foucault plantea en Lecciones (2012) la confrontación entre el discurso filosófico y el sofístico, puntualizando que para el primero no se trata tanto de denunciar a los Sofistas cuanto de desacreditar los sofismas y sus efectos. Recuperando pasajes fundamentalmente de Refutaciones sofísticas, Primeros Analíticos y Metafísica, el profesor subraya que el análisis de los sofismas se centra en clarificarlos como “apariencias de razonamientos”, que hacen de la sofística en su conjunto “una sabiduría que parece tal pero no lo es” (Refutaciones sofísticas, p. 58; 165a). Tal apariencia responde a una táctica interna a la materialidad del discurso, en sus diferentes aspectos -la escasez de las palabras en relación con la multitud de las cosas, lo dicho como acontecimiento, el juego aleatorio con los elementos de los enunciados- concebida como una sombra irreal de la realidad ideal del logos. Esta última, por contraparte, anuda en la significación “la relación del enunciado con el ser”, la cual resulta el índice de su verdad o falsedad (p. 83).

Sustituyendo la correspondencia por la realidad del discurso mismo que, al ser concebido como una cosa, no puede referir otras, el sofisma expone “una ontología insólita, parcial, limitativa, discontinua y defectuosa” (Foucault, 2012, pp. 80-81), la cual se desarrolla entre dos afirmaciones contrarias pero equivalentes: todo es verdadero - desde que es dicho, es o existe-, nada es verdadero -no se han utilizado sino palabras, símbolos materiales, que no dicen el ser. La operación de los Sofistas consiste así en establecer, a partir de ese elemento común y compartido por todos que es el lenguaje, una práctica que recusa cualquier tipo de arbitraje metalingüístico. Todo se juega en la manipulación de lo dicho en el plano de su actualidad discursiva (Refutaciones sofísticas, 175a 20), cuyo resultado es una relación de dominación entre quien puede sostener su enunciado y quien se ve obligado a aceptarlo porque no puede refutarlo. De esta habilidad depende precisamente la fama del sofista y su lucro.

Foucault (2012) propone que en esta caracterización que hace Aristóteles de los sofismas como teatro de superficie y disputa interesada, su propósito es reunir todo lo que simboliza “el exterior”, “el afuera del discurso filosófico” (p. 54), para mostrar que éste y el discurso sofístico no se encuentran propiamente en el mismo terreno, no hay suelo común de confrontación. En los sofismas no se trata de discursos falsos que se pueden hacer pasar por verdaderos, sino de razonamientos aparentes, que solo se apoyan en los nombres dejando intacta la referencia. De este modo, no son susceptibles de clasificarse según la distinción de lo verdadero y lo falso y, por ello mismo, son incapaces de perturbar esta discriminación que corresponde propiamente a la filosofía establecer: las distinciones lógicas bastan para separar el razonamiento verdadero y honesto de las mímicas discursivas que no representan un desafío real. Para Foucault, Aristóteles consuma así una afirmación filosófica de la verdad exenta de toda lucha, ajena al “agôn retórico y político” (p. 52): de la misma manera que en las primeras líneas de la Metafísica -“Todos los hombres por naturaleza desean saber” (980a)- el peligro del deseo se disuelve incorporándolo en el mismo movimiento del conocimiento (p.32); así como también se refuerza la continuidad de la verdad en la historia de la filosofía (ya que las filosofías precedentes, aunque “de manera confusa” y balbuceando, “lograron decir algo” de la Verdad; Metafísica 993a-993b); situando los sofismas en un profundo desnivel respecto de la verdadera sabiduría, se excluye la injerencia de las relaciones de poder en el campo filosófico. Estas relaciones sólo existirán en y por la rivalidad de mala fe, “perversa” (p. 76), que es útil al Sofista.

Si bien en las exégesis se ha trabajado la utilización que hace Foucault del modelo nietzscheano para invertir dicho esquema, al igual que su lectura de Edipo Rey y el análisis de la relación entre discurso de verdad y prácticas judiciales -todos temas presentes en Lecciones (2012) y retomados por el profesor en más de una ocasión-, no se ha atendido del mismo modo el tipo de reconstrucción histórica que le permite presentar allí la sabiduría como “lugar ficticio que funciona como un interdicto real”; “lugar inventado en que va a pronunciarse el discurso filosófico” (pp. 212, 215). Omisión que peligra hacer de dicha conclusión una aseveración gratuita; tal como la entiende, por ejemplo, Bouveresse (2016): darle la razón al Sofista no resulta una elección menos “arbitraria y contestable” que dársela a quienes reglan su discurso y conducta en función de la distinción entre verdadero y falso; opción esta última que “estuvo motivada, al contrario, por buenas razones” (p. 13).

Remontándose a Homero y Hesíodo, y apoyándose en trabajos de historiadores como Glotz, Gernet y Vernant, Foucault analiza detalladamente las transformaciones sociales y político-económicas que, en el curso de los s. VII-VI a.C., constituyeron el trasfondo de la partición entre filosofía y sofística como producto de la disociación de la Alétheia arcaica (Detienne, 1983). Atendiendo al antagonismo entre los ricos y los pobres, las luchas y alianzas entre la aristocracia y los artesanos y campesinos, en Lecciones (2012) se recorren medidas concernientes a la propiedad de las tierras, el trabajo esclavo, el papel de los hoplitas, el uso de la moneda, las prácticas religiosas. De la composición de todo ello, Foucault extrae como resultado la combinación entre la apariencia de un cambio en las legislaciones hacia una mayor igualdad social (dada por la distribución del poder), con una continuidad material de los privilegios en la atribución de las riquezas. En este horizonte, se sitúa entonces la configuración del nomos ligado a un saber puro, cuyas restricciones éticas para acceder al descubrimiento del orden verdadero que se expresará en la ley, permiten desconocer las relaciones entre lo político y económico.2 El nomos se instituye en el lugar neutro en que puede formularse lo verdadero y lo justo a la vez, ocupado por quien no tiene intereses que lo inciten a torcer esa recta medida -entre el tirano y el poder popular, entre el sofista y el político, un celoso legislador como Solón, un sabio, un filósofo.

Justamente en esta recuperación de las condiciones externas del discurso verdadero, que una década después el profesor caracterizará como un “estudio del decir veraz de una manera etnológica” (Foucault, 2014a, p. 38), es en la que este discurso puede aparecer como acontecimiento político-social que ha pretendido desconocerse en tanto tal; es decir, en tanto históricamente producido “entre instituciones, leyes, victorias y derrotas políticas; reivindicaciones, comportamientos, revueltas, reacciones” (Foucault, 2012, p. 216). La exclusión de los Sofistas es considerada entonces en clave de mostrar, como efecto correlativo y ocultado, la elisión de toda esa trama por parte de la filosofía; lo cual sentará la oposición irreconciliable entre el discurso filosófico y el sofístico. Siguiendo a Detienne (1983), de lado del primero quedará la revelación del orden que establece los repartos y la expresión de la verdad en una dimensión de “presente absoluto” distanciada de los demás planos de lo real; de lado del segundo, se asumirá en cambio la ambigüedad que comportaba la Alétheia arcaica, dando lugar a un saber inexacto de lo contingente que, sin embargo, hará de los primeros sofistas buenos consejeros para la política y próximos al hombre prudente, en tanto comparten “un mismo campo de acción y una misma forma de inteligencia” (p. 122).

Mientras Pierre Aubenque (1999) -posiblemente consultado por Foucault- propone una lectura de dicha aproximación desde una ontología de la contingencia que estaría involucrada en el entendimiento aristotélico de la praxis (en el cual la revalorización de la techné resulta, sugerentemente, un punto fundamental),3 Foucault opta ciertamente en este curso por hacer valer el contraste; pero teniendo como objetivo rastrear cómo la verdad “encontró su lugar de emergencia, su distribución y sus formas obligadas en la sociedad griega” (2012, p. 89). En efecto, en la conversación desarrollada luego de las conferencias sobre La verdad y las formas jurídicas tres años después, el profesor señala que su interés por los Sofistas radica en que en su actividad “esencialmente estratégica” permiten reconocer al discurso como una práctica que involucra un ejercicio de poder, con ciertos objetivos y para producir determinados resultados, y no como una expresión pasiva de una realidad exterior; razón por la cual contribuyen para un análisis que pueda “retorizar la filosofía” considerando el discurso de verdad en dichos términos (Foucault, 1994b, pp. 632-634).

¿Qué es, por tanto, lo que el profesor sugiere con tal “retorización”? Una simple inversión de la preeminencia de la filosofía respecto de la sofística, no significaría sino una repetición del gesto criticado a Aristóteles; es decir, desacreditar más que problematizar el funcionamiento de su discurso. Atendiendo al repaso que Foucault efectúa en la última clase de Lecciones (2012), parece tratarse en cambio de reponer la interpelación de la cual la filosofía ha intentado exceptuarse apartando al Sofista; a saber: dar cuenta de su operación, de qué es lo que hace con lo que dice, cuando define el lugar y el papel de su discurso, cuando establece la calificación de quien puede pronunciarlo y el ámbito de objetos que le incumbe. “Procurar ver si la emergencia de la verdad, tal como se la constata en Platón o en Aristóteles, no podría tratarse como un acontecimiento discursivo” (2012, p. 216): mostrar que el discurso filosófico no puede escindirse del plano del resto de las prácticas sociales; pero reconociendo, a la vez, que tiene una modalidad singular por el juego de verdad que practica, el cual debe analizarse “en términos de condiciones de posibilidad, de función, de apropiación, de codificación, y no de reflejo” (p. 217). Dicho de otro modo, se trata de aplicar a la práctica filosófica el análisis de las condiciones de la Alétheia arcaica que quedaron sólo admitidas del lado de la práctica sofística: su vinculación con el poder, su trato con la contingencia y su eficacia en medio de la existencia social.

Vernant (1992) subraya como rasgo central del advenimiento de la polis “la preeminencia de la palabra por sobre todos los otros instrumentos de poder”, en tanto las cuestiones de interés general están sometidas a una discusión que, a diferencia de las antiguas fórmulas mágico-religiosas, ahora se dirime por “una elección puramente humana que mide la fuerza de la persuasión entre dos discursos” (pp. 61-62): la razón griega “se ha desarrollado menos a través de las técnicas que operan sobre el mundo, que por aquellas que actúan sobre los demás y cuyo argumento común es el lenguaje” (p. 145, cursiva nuestra). Si los Sofistas pueden disputar la téchne technés, arte supremo del gobierno de los hombres al cual Foucault confiere especial atención (2014b), es entonces porque su juego logra enclavarse en la vida de la ciudad; allí donde deberá probarse igualmente el discurso verdadero si pretende conquistar su preferencia frente a esa sabiduría aparente

2. Discurso verdadero y techné

Del gobierno de los vivos (2014b) y Subjetivité et vérité (2014c), clases previas pero publicadas con posterioridad al resto de los cursos que Foucault dicta en el Collège entre 1982 y 1984, introdujeron indicaciones valiosas para reconsiderar su tratamiento del discurso de verdad. Si bien en el primero introduce el concepto de alethurgia y establece la importante distinción entre asumir la verdad como index sui y lex sui, rex sui, judex sui que decantará en una nueva definición de la idea de “régimen de verdad”; es en Subjetivité et vérité en el cual se detiene a analizar el estatus y actuación del discurso verdadero. Foucault presenta aquí un entendimiento del discurso verdadero en tanto juego añadido a lo real que no incumbe primordialmente a la objetivación, sino al modo en que se modifica la experiencia que puede hacerse de la realidad al entrar en tal juego. Gros (2013) señala que el profesor desplaza así el discurso verdadero como “instancia de cumplimiento o auto-revelación de lo real” y su historia como “el movimiento de una deducción”, para tratarlo desde un “principio de exterioridad” (pp. 80-81); tarea en la cual pueden reconocerse entonces ecos del proyecto formulado una década antes.4 Foucault (2014c) propone que el juego de veridicción es suplementario, inútil, y no fundamental respecto de la realidad sobre la que se pronuncia. En primer lugar, porque de lo real no se deduce la existencia del discurso que lo incorpora en la distinción de lo verdadero y lo falso, no da cuenta desde sí y por sí mismo de él. Segundo, porque no se sigue tampoco su eficacia, incluso pareciera que “a la escala de la historia humana el juego de la veridicción ha costado mucho más que lo que ha reportado” (p. 241). Por último, porque es polimorfo y cambiante, no hay un único juego y que además permanezca estable, la ciencia es sólo una de sus posibilidades. Carácter entonces superfluo, no utilitario e inesencial del discurso de verdad; a pesar de todo lo cual, no carece de efectos. Si se enfoca su inserción en las prácticas, el discurso aparece no como reflejo, enmascaramiento o racionalización de la realidad, sino como forma de hacer una experiencia: es “en la relación subjetividad-verdad que se marca el efecto” en tanto proceso de subjetivación ligado a la veridicción (p. 242).

El profesor especifica su propio análisis en comparación con aquellas tres aproximaciones: la explicación por el redoblamiento representativo, la denegación ideológica y la racionalización. Descarta las dos primeras ligándolas a una “evasión logicista” que consiste en hacer valer “el criterio de verificación como explicación de existencia”; es decir, remitir la razón de que la verdad de una cosa sea dicha (o enmascarada) en un discurso, al hecho mismo de que tal cosa es real -la necesidad del discurso, en cambio, no proviene de una necesidad interna de las cosas, sino de funciones y fines añadidos, “que hace falta en cada caso intentar determinar” (p. 238). La vía de la racionalización que propone que el discurso transforma lo discontinuo, diverso y tendencial de las prácticas en una unidad sistemática que constituye una regla universal de conducta, reviste dos grandes problemas. Por un lado, supone una concepción “arbitraria y problemática de la razón” y de la práctica en cuestión, ya que recortando una modalidad de acción como lo real y lo racional, envía al resto al dominio de lo irracional-irreal. Por otro lado, “el índice de eficacia de los procedimientos de racionalización es muy falible”, dado que lo real no funciona en la plenitud de lo racional, se da siempre “en el intersticio entre las leyes y principios y las conductas efectivas” y es por ese desajuste que las prácticas humanas pueden mantenerse en su “economía propia” que tiende “una distancia necesariamente infranqueable” con los esquemas de racionalidad (pp. 246-247).

Despejadas estas alternativas, Foucault (2014c) propone entender los discursos de verdad que se dan en el dominio de la regulación de los comportamientos precisamente como técnicas que tienen por objeto el bios y por función ligar el régimen de veridicción y los códigos de conducta:

procedimientos reglados, maneras de hacer, que han sido reflexionadas y están destinadas a operar sobre un objeto cierto número de transformaciones en vista de ciertos fines (…) la techné no es un código de lo permitido y de lo prohibido, es un cierto conjunto sistemático de acciones y un cierto modo de acción (p. 253).

Los discursos verdaderos, en tanto técnicas, definen las condiciones en las que el bios o subjetividad puede constituirse de cierta manera en relación con un código, especificando a la vez cómo y a qué se aplica (las pasiones, las representaciones, etc.); lo cual proporciona el índice para evaluar las transformaciones de la matriz de la experiencia entre los distintos esquemas históricos (antiguo, helenístico, cristiano, moderno). En Hermenéutica del sujeto (2008), Foucault enfatiza que para los griegos y romanos la función de dichos discursos es constituir un “armazón” o “equipamiento” (paraskeue), añadiendo otros dos factores fundamentales: la intervención de otro que trasmite el logos verdadero, y los acontecimientos del mundo como aquello frente a lo cual resultan necesarios y se prueban. Los logoi son principios de comportamiento persuasivos que, una vez asimilados, se funden con “la propia razón, la propia libertad, la propia voluntad”; definiendo la ascesis filosófica como la apropiación del logos verdadero por el ethos, de modo que ante los acontecimientos “el sujeto de conocimiento pueda ser a la vez sujeto de acción recta” (pp. 308-313).

En tal ethopoiesis,Foucault (2008) subraya que la relación entre el ethos y el mundo se forma en el “hueco” que dejan la estructura política, la forma de la ley, el imperativo religioso, en lo que respecta “a la organización de la vida”; el cuidado de sí es una vinculación particular con la verdad mediante la asistencia de otro que “se inscribe en la necesidad de la techné de la existencia” (p. 426). Precisamente en este marco, se vuelve fundamental la parrhesía: en la ascesis, el discurso de verdad proferido por el maestro reviste “esa especie de retórica propia o retórica no retórica del discurso filosófico”, que tiene sus cualidades propias, “su plástica propia y también sus efectos patéticos que son necesarios”, pero la manera de ordenarlos conjunta “una técnica y una ética, que es a la vez un arte y una moral” (pp. 350-351). Es en Sócrates que nos interesa enfocar qué estatus adquiere la parrhesía; la cual, en oposición a la retórica y a distancia de la política, desempeña de todos modos un papel “valioso y hasta esencial para la ciudad” (Foucault, 2010a, p. 317), ligada a lo que en el Alcibíades se presenta como la techné que subyace a y es necesaria para la buena coordinación de todos los demás (133e).

3. La verdad no se instituye sin más: hace falta realizar la trama del cuidado

En El gobierno de sí y de los otros (2010a) y en la primera mitad del curso del año siguiente, la práctica de Sócrates adquiere un tratamiento destacado que no recibió en Hermenéutica (2008), pero precisamente a partir de la diferencia que había quedado planteada en este curso: aunque el modelo platónico de la epimeleia era el menos rico en técnicas ascéticas, introducía diferencialmente un “lazo de finalidad, reciprocidad e implicación esencial” entre el cuidado de sí y la inquietud política (p. 176) -en el desenlace del Alcibíades, la ocupación de sí termina identificándose con ocuparse de la justicia (135e). Foucault (2010a) se centra ahora en la actuación del discurso verdadero frente a otros discursos, reasumiendo en clave de “una historia de las ontologías de la veridicción” -modo de ser que se confiere al discurso, a la realidad de la que habla y al sujeto que lo pronuncia a partir del juego de verdad que practica- aquella operación de la filosofía y su adversaria sugerida en su primer curso: “¿cuál es el saber o la techné, cuál es la teoría o la práctica, cuál es el conocimiento pero también cuál es el ejercicio que van a permitir sostener la parrhesía? ¿Será la retórica o será la filosofía?” (p. 206). En estos términos, Foucault (2010a) analiza Carta VII proponiendo que Platón, en papel de consejero a un gobernante, plantea la eficacia del discurso filosófico de un modo en que descarta “dos figuras complementarias: la del filósofo que vuelve la mirada hacia otra realidad y se aparta de este mundo, y la del filósofo que se presenta llevando en las manos las tablas de la ley ya escritas” (p. 265). Por otro lado, la parrhesía de Sócrates se indaga como el decurso eminentemente ético de la veridicción; una práctica que tampoco consiste en impartir lecciones de moral en la plaza pública sino en “el escrutinio, el examen y la prueba” (p. 330) en diálogo con los ciudadanos. En ambos casos, la operación de la filosofía como parrhesía, se encuentra mediada y aparece a la vez como mediadora. Mediada, por las condiciones situadas en las que debe desarrollarse, entre las cuales Foucault destaca la relación contrariada con la realidad democrática y la disputa con la retórica. Mediadora, porque en su práctica pone a prueba la eficacia de su discurso para conectar la verdad con aquella economía propia de las prácticas que se mencionaba en Subjetivité et vérité (2014c).

En tal sentido, la filosofía puede no ser, estrictamente conceptualizada, una techné; pero su operación discursiva se inscribe a partir de la techné tou biou como una mediación entre los principios verdaderos y la conformación de un modo de ser y actuar. Es decir, interviene justamente en la disputa por la techné que configura la relación reflexiva consigo mismo, los otros y el mundo -de allí que la sabiduría aparente de los Sofistas, fundada en el arte retórico, represente un peligro y un desafío que es preciso afrontar: es toda esa trama la que está en juego. Situándolo en relación con lo que Foucault planteaba en Lecciones (2012), el lugar ficticio proyectado como espacio del discurso verdadero, no resulta más que un ideal teórico de la sabiduría. Las condiciones de hecho para su actuación son la isonomía (igualdad ante la ley) e isegoría (igualdad en el uso de la palabra, expresión de la opinión), que en la democracia dan lugar tanto a la buena como la mala parrhesía y con el agregado de que, a diferencia de las anteriores, ésta no cuenta con una definición ni garantías institucionales: “no hay leyes sociales, políticas, institucionales de la verdad”, que determinen quién es capaz de decir la verdad (Foucault, 2017, p. 165). Buen y mal uso de la libertad de palabra, conducen al problema central que confronta a la filosofía con la sofística: lo verdadero puede no ser persuasivo y traer consecuencias perniciosas para quien lo profiere, lo malo verosímil puede conquistar adhesión pública y malograr el bien común.

Como trasfondo de esta tensión, Foucault (2010b) señala “una matriz y desafío permanente para el pensamiento político occidental” (p. 61), que consiste en ligar el principio cuantitativo a un isomorfismo ético que se traslada a la política. Esto es: el demos se divide fundamentalmente en dos grandes grupos que son los más numerosos y los pocos; ello coincide con la delimitación ética entre los malos y los mejores, lo cual se traspone a la diferenciación política que indica que lo bueno para los primeros es lo peor para la ciudad y, en cambio, lo bueno para los segundos resulta lo más conveniente para aquella. Narcy (1992) propone en esta línea que “el momento griego de la política no tiene representación adecuada en la filosofía” (p. 110), refiriéndose a que ésta no deja de introducir en la democracia diferenciaciones entre el buen político y el pueblo que reasumen rasgos aristocráticos. Los Sofistas, en cambio, asimilan enteramente ese escenario social redoblando incluso la apertura igualitaria: siendo el arte de la palabra la virtud política por excelencia, su aprendizaje comienza con la adquisición misma del lenguaje. Cassin (2008), sin embargo, reestablece la diferencia en esa aparente igualdad: no es lo mismo hablar que dominar el arte de la palabra; el logos no sólo distingue al ser humano del animal, sino que “es lo que hace diferir al hombre del hombre”; los Sofistas apoyan su poder de persuasión en la asimetría que les confiere precisamente su formación técnica frente a quienes carecen de ella -“modelo perfectamente democrático” que invoca el reparto del derecho a la palabra y, a la vez, “rigurosamente elitista”, en tanto hace del privilegio de la educación retórica el recurso para conquistar primacía (p. 142).

Tanto el discurso filosófico como el sofístico se encuentran entonces en tensión con la realidad democrática; parten desde una desigualdad -de los pocos que conocen la verdad y su identidad con lo bueno y lo justo, o de los privilegiados con formación retórica- pero disputan las relaciones de gobierno que atañen a la vida de la ciudad.

Si, por un lado, la sofística no precisa más que la adhesión de los oyentes para imponer su “efecto mundo”, cuya única norma es la competencia técnica que lo produjo (Cassin, 2008) y, por otro, el discurso verdadero es suplementario, inútil, costoso respecto de lo real, pero exige por la verdad un compromiso ético con el bien común que lo diferencia de la primera, es preciso considerar entonces cuáles son los efectos de ese compromiso que lo hacen preferible. Esto es, tomando prestados términos de Rancière (2010), si dado que al cabo ambos discursos comparten la dificultad de practicar la igualdad, se distinguirían en la preocupación por intentar reducir la desigualdad.

Tal cuestión puede afrontarse, a nuestro entender, considerando la caracterización de la parrhesía socrática que Foucault desarrolla a partir de pasajes de Apología, Fedro y luego Gorgias, en la cual precisamente en torno a la especificación de la techné del discurso verdadero, se plantea su oposición con la retórica.

En primer lugar, Sócrates se presenta como “un extranjero respecto del lenguaje” que se utiliza en los tribunales, aclarando que utilizará expresiones corrientes para decir las cosas que cree que son justas (Apología, 17a-18a); lo cual lo muestran “como el hombre del decir veraz al margen de toda techné” (Foucault, 2010a, p. 318). El logos étymos, auténtico, no precisa de adiciones porque en él están ligados directamente la verdad, el pensamiento y la creencia; no requiere adornos retóricos para hacer pasar por verdadero lo falso y lo injusto.

Segundo aspecto que se analiza hacia el final de Fedro: un discurso es bueno si quien lo profiere “es conocedor de la verdad de aquello sobre lo que va a hablar” (259e), pero la verdad no es un elemento previo, sino que el arte auténtico (étymos) del discurso la va presentando a través de distinciones y articulaciones sobre el objeto. Si la retórica es “un arte de conducir las almas por medio de palabras” utilizando el engaño, y éste se produce entre las cosas que difieren poco, es preciso que quien lo domine “sepa distinguir, con la mayor precisión, la semejanza y desemejanza de las cosas”, tanto de las que habla como del objeto de su persuasión que es el alma (261a-262a). Pero si psicagogia y conocimiento dialéctico van juntos en el verdadero arte del logos (270e-276e), éste ya no se encuentra en la retórica sino en la filosofía:

la techné filosófica del logos permite a la vez el conocimiento de la verdad y la práctica o ascesis del alma (…) la retórica es una atechnia (ausencia de techné) con respecto al discurso. La filosofía, por su parte, es la étymos techné del discurso verdadero (Foucault, 2010a, pp. 340-341).

Respecto de la parrhesía socrática se produce entonces una inversión con la retórica. Primero, se manifiesta como un discurso sin técnica en tanto es la continuidad del pensamiento hasta su expresión en la palabra, y la retórica, en cambio, el disfraz técnico que permite apartarse del razonamiento verdadero. Luego, se afirma la filosofía como la técnica verdadera en vistas de la cual la retórica no es ningún arte. Foucault no toma en cuenta o al menos no explicita esta oscilación. Sin embargo, atendiendo a lo que añade en el análisis del Gorgias, podría entenderse por qué no se trata de una contradicción sino de un desplazamiento del objeto: la parrhesía filosófica hace del discurso verdadero la techné del ethos -ése es el arte que está en cuestión, y no el de las palabras; es respecto de la formación del ethos y su relación con el mundo que se plantean la función social y la eficacia del discurso filosófico.

En Gorgias 479d-480a, Sócrates conviene con Polo en que dado que el mayor mal no es sólo cometer injusticia, sino cometerla y no pagar la pena que permite aprender, la retórica que presenta lo justo como injusto y viceversa, no sirve entonces para formarse. Interviene Calicles desarrollando un largo monólogo donde le señala a Sócrates que “embarulló” a Polo, llevando “a extremos enojosos y propios de un orador demagógico la conversación”; le reprocha que la filosofía no es valiosa para los hombres maduros porque apartándolos de los lugares concurridos los vuelve inexpertos, llegan a desconocer “las palabras que se deben usar para tratar con los hombres”, “susurrando en un rincón con tres o cuatro jovenzuelos”. Al cabo, lo interpela: “siento bastante amistad por ti”, pero “¿qué sabiduría es ésta, Sócrates, si un arte toma un hombre bien dotado y le hace inferior, sin que sea capaz de defenderse a sí mismo ni de salvarse de los más grandes peligros, ni de salvar a ningún otro…?” (482d-486c).

Esta exposición, que Foucault saltea hasta la respuesta de Sócrates, resulta sumamente interesante porque pone en cuestión tres elementos que están en el corazón de la parrhesía socrática: lo que hace con su discurso, que lo asimila a los artilugios sofísticos; la inutilidad y peligro para la ciudad, donde la mención de los jovenzuelos evoca la acusación que recibirá; y el hecho de que la filosofía no es beneficiosa para quien la practica ni capaz de salvar a ningún otro. Intercambiando los papeles, Sócrates tendrá que dar cuenta de sí mismo en relación con esas críticas, y su respuesta es igualmente decisiva: reconoce a Calicles como la “piedra de toque” que precisa (486d-e) e introduce dos cuestiones que definen el tipo de práctica que pretende con su parrhesía. Por un lado, producir la homología -“estoy seguro de que, en lo que tú estés de acuerdo conmigo sobre lo que mi alma piensa, eso es ya la verdad misma”- y por otro, la garantía de operarla rectamente, en tanto Calicles cuenta con los tres rasgos que conducen a ella: ciencia, benevolencia y decisión para hablar (episteme, éunoia, parrhesía) -otros no son capaces de probarlo porque no son sabios, o bien no le dicen la verdad porque no tienen interés por él, o incluso “porque les falta la decisión para hablar” (486e-487b). Foucault (2010a) propone que Sócrates define así nítidamente “el modo de ser del discurso filosófico y su forma de ligar el alma a la verdad, el Ser (a lo que es) y el Otro a la vez” (p. 370). Al plantear el juego de la prueba de un alma por otra, propone una búsqueda y una operación de a dos “que actúa en el registro de la realidad y actúa en el registro de la verdad” (p. 375), donde se suspende la economía de la superioridad y la intención de victoria del juego retórico y se establece, si no la simetría, al menos la posibilidad de una complementariedad entre los interlocutores para alcanzar el resultado. Si se dan las tres condiciones de que ambos dicen lo que realmente piensan, estiman al otro como un par interesándose por lo bueno en común, y utilizan la parrhesía para que el intercambio no se comprometa por vergüenza o temor, la homología no será sólo de palabra: la verdad emerge como acontecimiento por el acuerdo del discurso entre dos, que es a la vez acuerdo del pensamiento sobre la realidad. Frente al juego retórico que sólo reconoce “los muchos a quienes hay que convencer, los rivales sobre los cuales hay que imponerse, el orador que quiere llegar a ser el primero” (p. 374), la parrhesía liga a los interlocutores en la unidad de pensamiento, de formación del ethos y en un logos verdadero. Lazo que, por un lado, puede repetirse y se reinicia en cada encuentro, como una “gran cadena de cuidados y solicitudes” (Foucault, 2010b, p. 106); pero por otro, no podrá efectuarse sin esa apertura ética de ambas partes como precondición, la cual no supone la cancelación de las discrepancias, pero sí que a través de ellas se dispute abiertamente un bien común y no un privilegio de parte solapado.

Fimiani (2008) propone que el énfasis de Foucault en la parrhesía socrática responde a la síntesis de eros y polis que traduce, la cual tensa el cuidado desde su motivación primera hasta su destino. Se trata de una red que involucra en la verdad el compromiso de los agentes con los otros y con el mundo, “puesta en obra de sí y lo real”, donde “la vida se hace techné en el sentido complejo de habilidad e invención”:

la pluralidad de las fuerzas transformadas en poderes éticos no parece diseñar el campo de una guerra generalizada, donde se entrevé la espera de una batalla final, sino más bien aquella red de amor, lúdica y antagónica, que madura en la philia (pp. 50-51).

La eficacia y función social del discurso verdadero, apartando su valoración auto- referencial (vale porque es la verdad), tiene en el dominio de las prácticas corrientes -fuera de los tribunales y las cuestiones de la politeia en sentido estricto- una operación tanto más modesta como necesaria: interrumpir la evidencia, poner en perspectiva el propio lugar e interés, abrir el espacio de construcción de una trama que anude la transformación de sí, de las relaciones con los demás y el mundo. El sentido de un intercambio asociado a una búsqueda y no a la reafirmación de lo que ya se piensa, de una prueba en la cual el hablante se expone ante otros en lugar de imponerse velando la desigualdad, destaca el artificio humano o arte de la existencia como una construcción conjunta y situada de lo posible; como aquello que se dirime y se forja en medio del conjunto de determinaciones que circunscriben toda práctica.

La mediación e interdependencia en la que se coloca la práctica de la filosofía al abrirse a la contrastación dialógica, expone que el bien para sí y a la vez común que se conquista, es entendido por Foucault, siguiendo a Cutro (2010), como “una cuestión de acceso”, ligado “a la especificidad de las condiciones en las cuales se produce” (p. 158). La tensión entre el orden trascendente y la insuficiencia empírica es sustituida así por una operación en que la contingencia y condicionamientos que marcan los intercambios y sus resultados, no son un factor que haya que suprimir, sino el escenario donde los discursos de verdad deberán realizar y medir sus efectos: el arte del propio ethos y a la vez del mundo, esa trama de relaciones con los otros y con la realidad que delinean los contornos de la figura incierta de lo común. Esta figura, al igual que la respuesta al cómo vivir, se define entonces “por una aproximación, una búsqueda indefinida, de un fin que alcanzamos y no alcanzamos” (Foucault, 2014c, p. 256).

El sujeto en plural no es improcedente: de todas las ambigüedades que pueden plantearse en torno a la figura de Sócrates, quizás la que más cautive a Foucault sea la de ese individuo singular que no es tal sino entre muchos, desempeñando simultánea o alternativamente las tres funciones comprendidas en un acto de manifestación de la verdad -como operador, testigo y objeto (2014b, p. 104). Incluso cuando sus interlocutores son individuos distinguidos socialmente, la economía del diálogo no deja de ser la transformación de lo que creen que saben; manifestando que en la gente que ha tenido formación -los pocos-, también hay falsa opinión. De ahí que este personaje pueda irritar, quizás con mayor acritud, a una aristocracia confrontada con una realidad democrática que ponía lo anterior en evidencia y los colocaba entonces en la obligación de demostrar, convincentemente, su incuestionada desigualdad ética. De allí también que el profesor adhiera a la lectura de Dumézil (1989) contraponiéndola a la interpretación de Nietzsche: la curación que agradece el sacrificio del gallo no es la de la vida, sino el haber purgado las falsas opiniones que justificarían escaparse y dejar un ejemplo reprobable para la ciudad (Foucault, 2010b).

A modo de conclusión: del enigma y la tarea abierta

Foucault (2010b) entiende que en la aceptación de su condena, Sócrates asegura la continuidad de la cadena de los cuidados: las Leyes han sido el factor de su epimeleia -“te hemos criado, educado, y hecho partícipe de todos los bienes que éramos capaces” (Critón, 51c-d)- y Sócrates, a su vez, debe realizar como último acto, “última voluntad frente a los ciudadanos”, el imperativo del cuidado (p. 128). Se ha señalado que Foucault reelabora en estos últimos cursos el problema de la política de la verdad “desde el punto de vista de los gobernados” (Lorenzini, Revel & Sforzini, 2013, p. 16) y la encrucijada socrática parece elaborarse frente a las Leyes desde dicha posición: su opción es persuadirlas u obedecer.

Esa muerte y su paradoja -convalidando los lazos entre verdad y democracia y a la vez produciendo un desgarro-, sitúa ante la decisión de qué forma va adoptar como exemplum para el tiempo que seguirá su curso histórico: ¿será el testimonio del sacrifico grandioso de los mártires de la verdad por la mezquindad de los muchos? ¿O será la memoria de que la injusticia nunca es cometida por el Orden, proyección ficticia que encubre estrategias situadas, y que “uno de los rasgos fundamentales de nuestra sociedad es que el destino adquiere la forma de la relación con el poder, de la lucha con o contra él” (Foucault, 2010c, p. 681), en la cual el discurso verdadero introduce “una cesura necesaria, indispensable y frágil” en la democracia, “la cual lo hace posible y a la vez lo amenaza sin cesar” (Foucault, 2010b, p. 195)?

Si como Foucault (2012) señalaba en su primer curso, no se trataba de reintroducir al sofista “por la ventana de la historia revalorizadora” (p. 74) sino de apoyarse en él para interrogar al discurso filosófico sobre condiciones y funciones que evitaba explicitar, y luego presenta la parrhesía como la práctica del decir veraz que manifiesta en su necesaria relación e irreductibilidad los polos de la alétheia, la politeia y el ethos (Foucault, 2010c), se consumaría entre uno y otro extremo de una década el mismo trabajo crítico-genealógico sobre la verdad. Esto es, que la clarificación del discurso en su actuación técnica, que liga los principios a formas de pensar, actuar y efectuar una serie de transformaciones en el modo de ser y conducirse, en relación con otro y otros, muestra precisamente aquella actuación elidida, que es a la vez oportunidad y límite de la introducción de un juego de verdad en el dominio de las prácticas.

Entendemos que Foucault puntualiza así la operación filosófica que se contrapone a la práctica sofística en su mismo campo de acción: no como se opone el orden de las esencias al de las apariencias, sino como dos modalidades de la práctica del discurso que ligan de manera diferente a los interlocutores entre sí, con los demás y con el mundo, ambas efectuadas en el mismo plano de la existencia social. Puede comprenderse entonces que la “retorización” de la filosofía y la “ontología de la veridicción” nombran un mismo análisis cuyo objeto es cómo aparece históricamente la verdad en la trama de relaciones de saber, de gobierno y de subjetivación que constituyen la grilla de inteligibilidad de la experiencia. En lugar de un cambio de valoración respecto de la verdad, se trataría entonces de una especificación de la relación histórica y problemática entre alétheia, bios y nomos (Foucault, 2017): cómo vivir y cómo vivir juntos; interrogaciones que, en la tematización foucaultiana, ya no remiten al esquema de la adecuación sino a la realización posible precisamente en la inadecuación.

Así, pueden pensarse que entre comienzos de los setenta y de los ochenta, el enigma del discurso verdadero no ha dejado de residir para Foucault en cómo puede introducirse la verdad en medio de los asuntos humanos; cuál es su valor y cuáles sus costos, qué excluye y qué empodera, cuáles son los motivos de su crítica o conservación. Al cabo, la parrhesía que se caracteriza en los últimos cursos como acontecimiento disruptivo, cargado de poderes y peligros, ligando la manifestación de la verdad a la materialidad de un modo de ser y de vivir, recupera precisamente aquellas tres notas cuyo enmascaramiento se proponía indagar Foucault al inicio de su trabajo en el Collège de France. Más que un fatalismo respecto de la verdad, este arco ilumina una inquietud no menos obstinada por la cual la verdad se ha recuperado una y otra vez tanto de la proscripción como de la imposición definitiva en la vida política de nuestras sociedades: la generosa atención de la debida desobediencia crítica.

Como indica Fimiani (2008), lo interesante de la problematización foucaultiana es que señala una vía diferente tanto de “la recomposición democrática de tipo dialógico” que se apoya en la síntesis del ideal comunicativo, como del “conflicto frontal” entre posiciones antitéticas y su proceso dialéctico centrado en la contradicción (pp. 111-112). Entre los desajustes de concepciones diferentes del bien común, y los aciertos y desperfectos técnicos de su contrastación, lo que podemos llamar junto a Gros el “materialismo ético de la veridicción” (2002, p. 237) sugerido por Foucault, abre respecto del juego de verdad un artificio que compone el cuidado de sí y el cuidado del mundo como tarea siempre reiniciada de crítica y transformación de la trama de lo dado; como construcción plural, situada y no exenta de conflictos. Y que muestra, por ello mismo, la tarea filosófica de la veridicción tomando posición respecto de los procedimientos de objetivación y subjetivación que se desarrollan en el conjunto de las prácticas sociales, no sólo en las prácticas ascéticas. Los efectos de la articulación entre régimen de verdad y gubernamentalidad que el pensador francés analiza en el transcurso de los años setenta centrándose en las particiones normativas, las objetivaciones coactivas de los individuos y las técnicas de dominación, lejos de ser negados o subestimados, resultan reasumidos en la preocupación y apuesta por una operación del discurso verdadero que pueda disputarlos desde su misma implantación social. De este modo, se trata de dar lugar a otras posibilidades para las experiencias y relaciones que pretenden ordenar bajo el doble mecanismo de individualización y totalización, sean las de la producción económica, la educación, la salud; sea la agencia colectiva en la política y la cultura, hasta los vínculos afectivos y modos de auto-subjetivación; todo aquello en que se juega la realización de formas plurales de vida.

Foucault (2010c) señaló en sus últimas clases que el decir veraz en la modalidad parrhesiástica como tal desapareció, pero se lo puede encontrar injertado en otras modalidades, como el discurso político, filosófico, científico, pedagógico, cuando ejercen una función crítica. ¿Será conservador o ilusorio preocuparse por la verdad operada en forma de crítica, cuando en la escena pública se afirma la era de una “pos-verdad” que no tiene ningún cuidado por la diversidad y la disidencia que otrora desenmascararon la coacción de La Verdad? ¿Lo será en momentos en que discursos políticos están resueltos a borrar de lo común todas las prácticas, las relaciones, las identidades, que demuestran que una construcción dialógica puede ser tan aparente como opresiva si encubre y mantiene la desigualdad de las voces, la concentración de privilegios, los fueros de la “normalidad”? En cuanto al discurso filosófico, bien habrá podido entenderse como el más soberbio que se alzó entre muchos. Pero cabe también la posibilidad de que no haya sido más que una artesanía del pensamiento y de las palabras, que en medio de otras y junto a otras, intentan hilar como trama de los cuidados lo que antiguos y renovados ardides destejen en oscuras noches.

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1 La lección fue publicada bajo el nombre El orden del discurso.

2En este filón se inscriben dos motivos que Foucault (2015) trabajará en el curso del año siguiente: la relación saber-poder en términos de una “dinástica” (p. 125), que en una entrevista de septiembre de 1972 especifica como un nuevo nivel de análisis sobre “la relación que existe entre los tipos de discursos y las condiciones históricas, económicas, políticas de su aparición y su formación” (Foucault, 1994a, p. 406), y el vínculo entre lo jurídico y lo económico que discute la distinción marxista infraestructura-superestructura, pero a la vez encuadrada en las luchas sociales. Como bien señalan en la “Situación del curso” F. Ewald y B. E. Harcourt (2015), esto último permite repensar —dada su reciente publicación— la relación de Foucault con el marxismo y particularmente con Althusser, indicada también en una carta de E. Balibar dirigida a los editores incluida en la publicación del curso (pp. 285-289). Para una posible aproximación entre Foucault y Althusser, contemplando el problema de la práctica filosófica desde otra entrada pero en afinidad con la desarrollada en el presente artículo, nos permitimos referir nuestro trabajo Monge (2017).

3Según se refiere en nota 2 (p. 68) del aparato crítico de Lecciones (2012), Foucault parece seguir el planteo de Aubenque en El problema del ser en Aristóteles (1987), donde sin embargo el encuadre del trato de Aristóteles con los Sofistas difiere al subrayar que éstos representaron un serio problema y desafío para el filósofo; fundamentalmente en tanto su técnica les permitía “sustituir la universalidad ilusoria de un saber pretendidamente real por la universalidad real de un saber aparente” (p. 264). En esta línea, Aubenque (1999) propone una necesaria composición de la techné con la prudencia en el campo de la praxis, que no sólo explica la importancia concedida por Aristóteles al buen uso de la retórica, sino que su teoría de la acción asume centralmente la contingencia como “incompleción del mundo” (p. 105), que implica que “el prudente está en la situación del artista que tiene primero que hacer, para vivir en un mundo en el que pueda ser verdaderamente hombre” (p. 106).

4En un fragmento conservado de la transcripción de Lecciones (2012), se lee que Foucault explicitaba como tarea “poner a prueba la viabilidad del modelo nietzscheano” en sus cuatro principios: exterioridad, ficción, dispersión y acontecimiento. Este último se liga con el primero en tanto su objeto es “reencontrar la función del discurso dentro de una sociedad”; y en cuanto al principio de ficción que apuntaba que “el efecto de verdad” podía originarse en algo distinto del conocimiento (pp. 219-221), resulta interesante notar que cuando Foucault (2010a) define la “ontología del discurso verdadero”, indica que las ontologías “deben analizarse como una ficción” y la historia del pensamiento, a diferencia de la historia de los conocimientos, relacionada con “un principio de libertad, donde ésta se define no como un derecho a ser, sino como una capacidad de hacer” (p. 316).

* El artículo forma parte de los avances de una investigación posdoctoral, continuación de Tesis doctoral titulada “Política de la verdad, filosofía y formas de vida en Foucault: de Nietzsche a un nuevo materialismo”, financiadas con una Beca Posdoctoral y una Beca Doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y desarrolladas en el marco del Grupo de Investigación sobre fuentes y recepciones de la filosofía de Nietzsche, dirigido por el Dr. Sergio Sánchez (CIFFyH, UNC, Argentina).

**Cómo citar este artículo: Monge, J. (2021). ¿Puede la verdad prescindir de artificios? De la retorización de la filosofía a la ontología de la veridicción en Michel Foucault. Estudios de Filosofía, 63, 109-128. https://doi.org/10.17533/udea.ef.n63a06

Recibido: 20 de Diciembre de 2018; Aprobado: 28 de Febrero de 2019

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