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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.63 Medellín Jan./June 2021

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n63a08 

Artículos de investigación

Responsabilidad y compromiso cívico* **

Responsibility and civic engagement

María Dolores García-Arnaldos1 

1 Universidad CEU-San Pablo. Madrid, España E-mail: dolores.garcia.arnaldos@usc.es ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9998-8060


Resumen:

El compromiso cívico favorece la integración y la cohesión social, pero el modo en que esto ocurre y el papel que la responsabilidad juega en estos procesos requiere un detenido análisis. A partir de los comentarios críticos de Arendt sobre el vínculo entre la ciudadanía y los derechos, la concepción de Weil de las obligaciones hacia el ser humano y, la reflexión de Zambrano sobre Europa, se sostiene que es preciso promover la cooperación y no solo las obligaciones. Una forma posible es revalorizar el papel de la empatía en su importante función social, ya que refuerza las relaciones sociales; pero no es suficiente. Se afirma que es necesario asumir nuevos paradigmas políticos y sociales, como el de la solidaridad o la fraternidad, para forjar un nuevo pacto social que promueva el compromiso cívico en los espacios sociales, económicos y políticos.

Palabras clave: responsabilidad; servicio; compromiso cívico; participación; solidaridad

Abstract:

Civic engagement favours integration and social cohesion, but the way in but how this happens and the role that responsibility represents in the process requires careful analysis. From Arendt’s critical comments on the link between citizenship and rights, Weil’s conception of obligations towards the human being, and Zambrano’s reflection about Europe, it is maintained that co-operation and not just obligations must be promoted. One possible way is to revalue the role of empathy in its important social function since it strengthens social relations, but this is not enough. It is stated that it is necessary to assume new political and social paradigms, such as that of solidarity or fraternity, to forge a new social covenant that promotes civic commitment in social, economic and political spaces.

Keywords: responsibility; civic engagement; service; participation; solidarity

Introducción

Una de las áreas más prolíficas actualmente en el campo de la ética social es la ética del servicio. En este artículo nos centraremos en la esfera del servicio público europeo, en concreto, en una de sus formas: el compromiso cívico y su relación con la responsabilidad. Hay que tener en cuenta que el escenario europeo (y mundial) se presenta como un espacio multicultural traspasado en nuestros días por una crisis social y sanitaria, que nos interpela fuertemente a buscar soluciones. Dicha crisis nos demanda respuestas que posibiliten fortalecer la vida social y comunitaria. Para ello es preciso, por un lado, dilucidar en qué consiste el compromiso de las personas y sus intereses con el bien público y, por otro, clarificar cómo se produce la integración social de sujetos que persiguen sus propios intereses.

En primer lugar, se constata que las formas convencionales de participación política están en declive y esto puede ser resultado o bien de la apatía o más bien debido a que se relegan las formas tradicionales de participación política en favor de otras actividades de participación voluntaria y menos directa que utilizan nuevos medios de comunicación social y/o política (Zani y Barrett, 2012).

Mientras por “participación” se entiende un modo de comportamiento activo, según Zani y Barrett (2012), el “compromiso” se puede definir más bien como el interés, el conocimiento o el prestar atención a asuntos políticos o cívicos. Este interés se puede observar en los niveles de conocimiento político o cívico, también en los niveles de atención a las noticias en los medios de comunicación (como periódicos, radio, televisión o Internet), y por cuanto una persona se involucra en debates políticos o en los asuntos cívicos con la familia o los amigos. Podríamos decir que mientras la participación se refiere a la conducta o proceder, el compromiso involucra además ciertas disposiciones y estados mentales cognitivos. Aquí no entraremos tanto en los comportamientos participativos, o en la ausencia de tales comportamientos, sino en las motivaciones que pueden llegar a revelar formas de participación basadas en ciertos factores o disposiciones, y, sobre todo, en el compromiso vinculado a ellas.

Según Levine (2011), si queremos construir un mundo donde no estemos aislados o en continuo conflicto con otros, sino donde podamos identificarnos con los demás, es necesario postergar o dejar de lado en ocasiones los propios intereses. Así, el ideal del compromiso cívico (civic engagement) respecto de uno mismo (self), se puede entender de dos modos distintos (Levine, 2011). Un primer sentido es el de auto represión (self- repression). El segundo sentido de compromiso cívico implica desarrollar un interés personal conectado con los ideales y con las instituciones públicas y encaminado en esa misma dirección. Hay que tener en cuenta que cuando se equipara el interés propio con la indiferencia o con la intención dañina hacia los demás se produce desconfianza (Levine, 2011). Tanto la desconfianza como la indiferencia deterioran el vínculo entre el sujeto y la comunidad, de modo que se termina por aceptar que la comunidad, o cualquier institución social, debe protegerse de los intereses propios de cada sujeto. Ante tal situación, se ha impulsado en estos últimos años un movimiento que contrarresta dicho deterioro del vínculo entre el sujeto y la esfera pública a través de una ética del servicio. Esta se ha desarrollado sobre todo en el ámbito del aprendizaje y servicio (Service-Learning), (Deeley, 2015), pero también en el de la salud, el servicio público y la educación social (Lewis y Gilman, 2005; McKeown, Malihi-Shoja y Downe, 2010). La propuesta de Levine, dentro de este marco, desarrolla la idea de compromiso -uno de los aspectos centrales de la ética del servicio- como una manera de entender el vínculo entre el yo (self) -con sus intereses particulares- y los demás en la esfera pública, de modo que no se requiera de la sola auto-represión para asegurar dicho vínculo (Levine, 2011).1

El problema es cómo se originan y se mantienen los vínculos interpersonales en la esfera pública entre diferentes individuos; de qué manera el compromiso cívico favorece la integración y la cohesión social y qué papel cumple la responsabilidad en todo ello. El supuesto implícito es que queremos una ciudadanía responsable. Por un lado, desde un punto de vista normativo, podemos afirmar que es mejor que los ciudadanos se sientan responsables del bien común. Por otro lado, desde un punto de vista descriptivo, asistimos a una pérdida de las referencias comunes que genera una ausencia de autointegración y esto mina el deseo de comprometerse y participar en todo aquello que se refiere al bien común.

En el segundo apartado considero las cuestiones normativas relativas a la participación y el compromiso cívico como elementos vinculados a la cohesión social. A continuación, se analizan, por una parte, los comentarios críticos de H. Arendt sobre el vínculo entre la ciudadanía y los derechos, y por otra, la concepción de S. Weil de las obligaciones hacia el ser humano como complemento necesario a la noción de derechos. Visto que el compromiso es necesario, pero no suficiente para forjar un nuevo pacto social, en el apartado tercero se muestra cómo la responsabilidad viene a completar el compromiso allí donde éste no alcanza; en el análisis se trata con especial énfasis la estrecha relación entre obligaciones y derechos como base de una necesaria solidaridad que promueva el compromiso cívico en los espacios sociales, económicos y políticos. La importante relación entre solidaridad y responsabilidad se aborda en el quinto apartado, para terminar con el análisis del compromiso en el ámbito de la Unión Europea y el papel de los nuevos paradigmas políticos y sociales en la configuración de una nueva convivencia democrática, integradora y humanizadora.

1. Participación y compromiso cívico

Unos de los problemas más acuciantes de nuestros días, como hemos señalado, es la cuestión del vínculo existente en el ámbito de la esfera pública entre los diversos individuos. ¿Qué significa “participación cívica”? ¿en qué medida podemos definir en qué consiste el compromiso de las personas con el bien público? ¿cómo surge la responsabilidad en el ámbito social y cómo se cultiva? En definitiva, ¿qué significa hoy en día ser ciudadano y estar comprometido?

Nuestra hipótesis es que se necesita partir de un cierto compromiso cívico, pero, a su vez, tal compromiso viene potenciado por la responsabilidad personal. Esta interacción entre responsabilidad y compromiso se genera por una necesaria empatía social que es la base de la solidaridad, de tal modo que partimos de los vínculos intersubjetivos. El problema es, precisamente, cómo se producen dichos vínculos y cómo se logra la integración entre diferentes personas, grupos e instituciones.

En primer lugar, vamos a aclarar algunos términos y conceptos. Se pueden establecer distintos tipos de participación (por ejemplo, participación cívica y política). Según el documento de las Naciones Unidas (2007), Civic Engagement in Public Policies. A Toolkit, por “participación cívica” se entiende todo tipo de acciones individuales y colectivas destinadas a identificar y abordar cuestiones de interés público. En dicho documento de las Naciones Unidas, se establece que la participación cívica puede adoptar muchas formas, desde tipos de voluntariado individual hasta la participación en diversas organizaciones y en elecciones. Esta participación puede incluir esfuerzos para abordar directamente una cuestión de un modo personal o de un modo colectivo, trabajando con otros en una comunidad para resolver un problema o interactuando con diversas instituciones (UN, 2007). La definición de “participación cívica” incluye la participación política: es decir, cualquier tipo de “actividad que tiene la intención o efecto de influir en la gobernanza regional, nacional o supranacional, ya sea directamente al afectar la elaboración o la aplicación de políticas públicas o indirectamente al influir en la selección de los individuos que hacen esa política” (Zani y Barrett, 2012, p. 274).2 Nos interesa considerar ese tipo de participación más amplia, la cívica y en particular, cuáles son los tipos de comportamiento relevantes para comprender el grado de compromiso en dicha participación.

Por su parte, para Levine (2011), la idea de “compromiso cívico” comprende las actividades que expresan conexión emocional del sujeto con los ideales e instituciones de la vida pública; es decir, actividades que reflejan cómo se experimenta en propia piel el significado de dichos ideales. La cuestión relevante, según señala Levine, es si consideramos el compromiso cívico únicamente como participación en los ideales e instituciones de la vida pública o como perteneciente a toda participación en la vida grupal y asociativa en sentido amplio, ya sea que ésta involucre directamente a las instituciones e ideales públicos o no. Tomada en el primer sentido, el compromiso cívico sólo se aplicaría a la vida política, de modo que la participación cívica interpretada de esta manera incluiría sólo las actividades emprendidas por los ciudadanos y destinadas a influir en la acción gubernamental y la formulación de políticas (Levine, 2011).

Por otra parte, es difícil pensar en una participación cívica que requiera esfuerzos o que conlleve trabajar con otros en una comunidad para resolver un problema, sin que al realizar esas actividades no haya una implicación, cierta empatía social o un sentido de la responsabilidad (pensemos en los voluntarios que durante un confinamiento debido la pandemia de la Covid-19, se ofrecen a llevar alimentos o medicinas a los ancianos aislados en sus casas, por poner un ejemplo entre muchos). Ahora bien, ¿en qué medida la responsabilidad y el compromiso favorecen la cohesión social?

2. Responsabilidad cívica

Uno de los pensadores de mayor calado a finales del siglo XX ha sido Hans Jonas (1903-1993). Jonas propuso soluciones del calibre de los retos que tenemos por delante en su estimulante El principio de responsabilidad (1995). La meta de toda responsabilidad que se haga cargo del futuro de los seres humanos, para Jonas, se basa en un principio que puede formularse de diversos modos; dicho principio subraya, en definitiva, la necesidad de darse cuenta de los efectos de nuestras propias acciones respecto de las futuras generaciones: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra” (Jonas, 1995, p. 40).

Ahora bien, ¿cómo ajustar la práctica respecto de un imperativo ético? ¿cómo trasladarlo a la acción concreta? En primer lugar, al referimos a la responsabilidad, es conveniente distinguir entre responsabilidad personal y social o cívica. Aquí entendemos “responsabilidad cívica” como una de las formas de la responsabilidad colectiva. Según Smiley (2017), cuando nos referimos a cualquier tipo de responsabilidad ya sea colectiva, personal o compartida, en la mayoría de los contextos entendemos que se aplica tanto a la responsabilidad causal de los agentes morales por el daño en el mundo como a la culpabilidad que les atribuimos por haber causado dicho daño” (Smiley, 2017). En cualquiera de los casos se trata de una noción de responsabilidad moral, más que puramente causal. La diferencia es que la responsabilidad colectiva no está vinculada a personas concretas -ni toma como fuente de la responsabilidad moral el libre albedrío de los agentes morales individuales-, sino que está asociada a los grupos, y sitúa la fuente de la responsabilidad moral en las acciones colectivas de estos grupos (Smiley, 2017).

En el caso de la responsabilidad colectiva se toma a los grupos, por tanto, como agentes morales, sostiene Smiley, lo cual ha provocado numerosos debates ya que se pone en tela de juicio, por una parte, la posibilidad misma de asociar la agencia moral con los grupos como algo distinto de la agencia de sus miembros individuales. Para los detractores de este concepto, la responsabilidad colectiva viola los principios tanto de la responsabilidad individual como de la equidad. En cambio, para los defensores de la responsabilidad colectiva, tanto las intenciones del grupo, la acción colectiva, la culpabilidad del grupo, así como la misma responsabilidad colectiva “son metafísicamente posibles y pueden atribuirse a los agentes de manera justa en, al menos, algunos casos, si no todos” (Smiley, 2017).

Aquí, más que entrar en el debate, queremos analizar qué supone rehuir de la responsabilidad colectiva. Una de las pensadoras que de modo más claro ha puesto sobre la mesa los efectos negativos de la omisión de responsabilidades ha sido Hannah Arendt (1906 - 1975). A pesar de haber sido escrito hace más de 70 años, Los Orígenes del Totalitarismo sigue siendo un relato relevante e incisivo de la vida cívica, que puede ser fácilmente aplicado a los problemas que enfrenta la condición social y política actual. Un resurgimiento del interés por la filosofía política de Arendt puede verse en todo el mundo. Es de particular significación cómo las ideas de responsabilidad, obligación y compromiso ya son planteadas tanto por Hannah Arendt, como por Simone Weil, dos de las grandes pensadoras del siglo XX. Ambas, a pesar de su singular proximidad espiritual y también biográfica -judías, marcadas por la experiencia de la persecución y el exilio, como también, en cierta medida, es el caso de Zambrano- darán respuestas profundamente diferentes a las grandes preguntas que todavía nos interpelan.

Arendt nos pone en alerta sobre los costos devastadores de ignorar la responsabilidad cívica:

Las guerras civiles que marcaron el comienzo y se extendieron a lo largo de los veinte años de paz precaria no sólo fueron más sangrientas y crueles que todas sus predecesoras, sino que fueron seguidas por migraciones de grupos que, a diferencia de sus más dichosos predecesores en las guerras religiosas, no fueron acogidos en ninguna parte y no pudieron ser asimilados en ninguna parte. Una vez que dejaron su patria se quedaron sin hogar, una vez que dejaron su estado se convirtieron en apátridas; una vez que se les privó de sus derechos humanos, no tenían derecho, eran la escoria de la tierra (1979, p. 267).

Palabras fuertes y tan actuales en el espacio europeo como entonces. Arendt continúa y describe la situación de las personas desplazadas:

Las minorías ya existían antes, pero la minoría como institución permanente, el reconocimiento de que millones de personas vivían fuera de la protección jurídica normal y necesitaban una garantía adicional de sus derechos elementales por parte de un organismo externo, y la suposición de que esta situación no era temporal, sino que los Tratados eran necesarios para establecer un modus vivendi duradero; todo esto era algo nuevo, ciertamente a tal escala, en la historia europea (1979, pp. 274-275).

Hay que tener en cuenta que el término de posguerra “personas desplazadas” fue inventado durante la guerra con el fin claro de acabar con el apátrida y desentenderse de su existencia (Arendt, 1979). Estos comentarios críticos sobre la relación entre la falta de derechos, la ciudadanía y su posible aplicación vigorizan algunos de los retos a los que se enfrenta Europa en la actualidad, nos interrogan directamente sobre la situación de los refugiados y migrantes en nuestros países. Además, siguen siendo motivo de cuestionamiento de los valores promotores de la Unión Europea, como el de la solidaridad.

Obligaciones y derechos

De procedencia diferente, pero unida por una intensa pasión civil, Simone Weil respalda una concepción de las obligaciones para con el ser humano como complemento necesario de la noción de derechos humanos fundamentales. Simone Weil (1909 - 1943), una de las pensadoras más importantes de la época moderna, rechazó los cómodos privilegios familiares y eligió trabajar en campos y fábricas para experimentar la vida de las clases trabajadoras de primera mano. Era muy sensible al sufrimiento humano y dedicó su vida a ayudar a los menos afortunados que ella. El diario de esta experiencia (La condición obrera, París 1951) fue publicado póstumamente. Sus grandes reflexiones políticas sobre la guerra, la libertad, la violencia y la opresión social también se remontan a esos años. Una generación de pensadores de dentro y fuera de Francia reconoce su genio: Albert Camus creía que ella era “el único gran espíritu de nuestro tiempo”; y aseveró que “no podía imaginar un renacimiento de Europa que no tuviera en cuenta el análisis y las propuestas de reforma social que ella elaboró” refiriéndose a Weil (Miles, 2005, p. 105).

Para S. Weil, una democracia compuesta de procedimientos sin sustancia y, por lo tanto, de justicia, sería una democracia carente de aquello que constituye el origen propiamente político de la comunidad. El partido político, un pequeño monstruo totalitario capaz de disfrazar los medios como fines -así descrito por Weil (2005)-, se le presentaba a la pensadora francesa como síntoma y causa de la decadencia de las fuertes ideas de justicia, política y comunidad. En su análisis, sugiere que para salir de la crisis necesitamos “arraigar” nuestras buenas prácticas en la idea de una justicia verdaderamente común, esa justicia que encarna todo el camino histórico y significativo de otras tres palabras: libertad, igualdad y fraternidad. Palabras degradadas y traicionadas, según Weil, por los partidos políticos. Algunos de sus textos señalan un camino que hoy es más necesario que nunca: el de una fase constituyente de una política que realmente quiere ser nueva. En la primera parte del texto La Necesidad de Raíces, escrita durante 1942-3/2005, sostiene:

La noción de obligaciones precede a la de derechos, que es subordinada y relativa a la primera. Un derecho no es efectivo por sí mismo, sino sólo en relación con la obligación a la que corresponde, el ejercicio efectivo de un derecho que no proviene de la persona que lo posee, sino de otros hombres que se consideran sujetos a una cierta obligación hacia él. El reconocimiento de una obligación la hace efectiva. Una obligación que no es reconocida por nadie no pierde toda la fuerza de su existencia. Un derecho que nadie reconoce no vale mucho. No tiene sentido decir que los hombres tienen, por un lado, derechos y, por otro, obligaciones Weil, 2005, p. 106.

Según Weil, la noción de derecho no se puede separar de las nociones de existencia y realidad por ser de orden objetivo. La prueba está en que la obligación requiere una atención a los hechos y a las situaciones particulares reales. Mientras que las obligaciones están más allá de las condiciones, los derechos están relacionados en todo caso con ciertas condiciones. Y en el trato con cuestiones humanas, el objeto de toda obligación, asevera Weil, es siempre el ser humano como tal:

Existe una obligación para con todo ser humano por el solo hecho de serlo, sin ninguna otra condición que deba cumplirse, e incluso sin que se reconozca tal obligación por parte de la persona interesada. (...) Esta obligación es eterna. Es coextensiva con el destino eterno de los seres humanos. Sólo los seres humanos tienen un destino eterno. Las colectividades humanas no tienen uno. Tampoco existen, respecto a estos últimos, obligaciones directas de naturaleza eterna. El deber hacia el ser humano como tal -sólo eso es eterno. Esta obligación es incondicional (Weil, 2005, pp. 107-108).

Ahora bien, asumir este destino común de la familia humana, exige, si no una identificación plena colectiva, al menos una cierta empatía social. Hay que tener en cuenta que la capacidad de representarnos a nosotros mismos y a otros agentes es fundamental para la naturaleza humana. La percepción de uno mismo y de los demás constituyen formas básicas de representación, con muchos puntos comunes y diferencias. Si cada individuo no se percibe a sí mismo vinculado a este destino común, si la percepción social está basada en relaciones de indiferencia o desconfianza, difícilmente se puede generar una respuesta de compromiso o el sentido de obligación incondicional. Pero ¿cómo suscitar la motivación necesaria para promover la empatía social o el compromiso?

3. Solidaridad y responsabilidad

Una de las consecuencias sociales en este período de ausencia de auto-integración y de disolución del espacio público, radicalmente individualista, según Bauman (2015), es que las condiciones sociales provocan una especie de insensibilidad moral que él denomina adiaforización; es decir, ciertos actos humanos quedan fuera del “universo de las obligaciones morales”. Además, para Rorty (1991), en esta era de la globalización se produce un cierto igualitarismo, no tanto por altruismo o solidaridad, sino por el miedo al otro. Sin embargo, no es éste el único modo de percepción intersubjetiva. Se trata de comprender mejor qué es este percibir al otro, a través de la empatía, en su ser peculiar y con el mundo de valores del que es portador y por qué puede resultar una vía de salida al estado de disolución social.

Una de las autoras, aunque no solo ella, que ha reivindicado el papel de la empatía en el espacio democrático ha sido Esperanza Guisán (2000). Según Guisán, no basta hablar de igualdad. En lugar del “derecho a la igual consideración”, habría que ir más allá con un “derecho a la empatía desarrollada imparcialmente” (2000, p. 92). Para Guisán, la “empatía igual” como derecho, pone de relieve que, desde un desarrollo aceptable de dicha empatía, se resolvería el problema de cómo pasar de una moral privada egoísta a una ética pública desinteresada, ya que la empatía3 permite el cuidado de otros (también de los que nos quedan distantes). Precisamente, tomar a las personas en serio significa “considerar que todas y cada una merecen atención y cuidado (…) que todas tienen derecho no sólo al reparto justo de bienes, sino al reparto justo de afectos” (2000, p. 94). Asimismo, para esta autora, el cumplimiento de obligaciones de primer orden (a lo más cercanos) no exime del cumplimiento de obligaciones de 2º orden con respecto a personas que no conocemos o conocemos poco (deberes “supererogatorios”) (2000, p. 95).

Por lo demás, el desarrollo adecuado de la empatía hace que se produzca el sentimiento de que los intereses de los demás son nuestros propios intereses, y el desarrollo de los vínculos sociales implica, por tanto, identificar los propios sentimientos con el bien ajeno, de modo que el bien de los demás llegue a resultarme algo natural. Guisán (2000) se basa en el utilitarismo de J. S. Mill. Pero, también podemos encontramos un antecedente en la Fenomenología de Hegel:

Igual que al ser humano todo le es útil, también él lo es, y su determinación es, asimismo, hacer de sí un miembro de la tropa, útil a la comunidad y utilizable universalmente. Exactamente en la misma medida en que cuida de sí tiene que darse también a los otros, y tanto como se da, cuida de sí mismo: una mano lava la otra (Hegel, 2010, p. 659).

No obstante, si bien para Mill el requerimiento de tratar a los demás como si fueran próximos nos acerca de hecho a ellos y nos proporciona una cierta satisfacción que justifica todo esfuerzo (Guisán, 2000), a nuestro juicio, tomar únicamente la empatía como guía moral para nuestras acciones tiene sus inconvenientes. Entre otros, puede sufrir una serie de sesgos o puede tener efectos secundarios no siempre beneficiosos. En este sentido, entendemos la idea de Hegel “una mano lava la otra”, como una invitación a la interdependencia; idea que subraya la importancia de tener en cuenta el bien del otro, sin que por ello haya que sentir necesariamente lo que siente el otro, y que resulta un objetivo de mayor alcance. Sostenemos, pues, que la solidaridad humanitaria, basada en la constatación de esta interdependencia social, puede promover un mayor compromiso cívico. No podemos prescindir de las exigencias que emanan de nuestros lazos con los demás para auto-realizarnos, tenemos necesidad del reconocimiento de los otros para realizar nuestra propia identidad, tanto en el plano social como en el plano personal.

Pero todavía cabe un paso más, hay otra forma de ver las relaciones entre las personas (García-Arnaldos, 2018). Si en el espacio de las interacciones económicas, políticas y sociales, partimos de acciones e intenciones colectivas como la confianza pública y la cooperación, podemos fortalecer los vínculos intersubjetivos con un mayor compromiso que no nace de la mera obligatoriedad. Según Spicker (2006), mientras la solidaridad subraya la obligación moral, la fraternidad se basa en la cooperación. Un avance sería pasar de la solidaridad a la fraternidad como vínculo social paradigmático, es decir, como fuerza vinculante que guíe la acción social. Pero, sea la solidaridad sea la fraternidad, ambas comparten un compromiso de ayuda mutua y responsabilidad social. En cualquier caso, ambas suponen el compromiso y la responsabilidad cívica.

No obstante, si bien no se puede dudar del compromiso cívico de buena parte de la ciudadanía y de las instituciones en momentos dramáticos como los que vivimos con la pandemia del coronavirus, a la vez se advierte cómo la crisis sanitaria y social está afectando duramente no solo a la población sino también a las instituciones. Precisamente, una de las que se han visto más cuestionada en estos últimos años y que ha sido sacudida de modo especial es la Unión Europea. En un período en el que se buscan referencias y urgen soluciones globales de impacto social, la pregunta por la identidad patrimonial europea sigue sin tener respuestas adecuadas.

4. El compromiso en la “casa Europa”

Si examinamos la situación social europea actual, nos encontramos inmersos en una crisis, ahora aumentada por los efectos de la Covid-19, que afecta a un número considerable de países y se extiende a muchos aspectos de la vida personal, social y política de las personas y grupos que componen no solo el espacio europeo, sino la humanidad. Son muchas voces las que sostienen que los antecedentes de esta crisis abarcan múltiples variables; sin duda, es una crisis del individuo; es decir, es el mismo concepto de humanidad el que está en crisis. El ser humano no es visto más que como un factor de trabajo y economía. Las diversas comunidades y grupos sociales viven tiempos de radicalización que acentúan numerosas brechas sociales. Además, la pandemia del coronavirus está provocando una mayor fractura en el tejido social acentuando una mayor división económica, que será difícil recomponer.

También el siglo XX tuvo sus pandemias, no solo epidemias - como la “gripe española” (Gómez y Gómez, 2019) - sino pandemias sociales, en formas de totalitarismos, en las que la vulnerabilidad del ser humano quedó más que patente. Hannah Arendt (1999) caracterizó el estado totalitario como un estado de naturaleza en el que se dan situaciones (sociales, políticas, económicas, culturales) en las que los seres humanos se ven como seres superfluos, sin posibilidad de espacios comunes que compartir. Esta crisis globalizada, además de una crisis del individuo, es una crisis de la política y de la sociedad. Por una parte, desaparece el interés por los asuntos comunes y la conciencia de la existencia de una sociedad a la que se pertenece, con una cultura común que hace que el individuo tenga su punto de referencia. Esto genera, por otra parte, que el vínculo social se debilite, el espacio público se acabe por disolver y aparezcan en su puesto, los espacios del anonimato, los no-lugares (Auge, 2020). En consecuencia, los mecanismos de integración de la sociedad se debilitan y se produce una pérdida de las referencias comunes que provoca una ausencia de autointegración. La ruptura con los mecanismos de integración es, en parte, originada también por lo que el filósofo canadiense Ch. Taylor, denomina los malestares de la modernidad. Precisamente, en su libro La ética de la autenticidad (Taylor, 1994), Taylor analiza el malestar que causa el individualismo, malestar provocado por la concentración en un modelo de realización personal que instrumentaliza las relaciones con los demás, concentrándose en el éxito de su carrera a despecho de toda preocupación política o social y sacrifica a este fin incluso sus relaciones sentimentales y familiares.

Por otra parte, desde la perspectiva de la división internacional del trabajo, nos encontramos con que, mientras crece una cierta colaboración económica, esta no viene acompañada de acuerdos solidarios. Los acontecimientos actuales nos muestran que, desde el punto de vista social y de colaboración solidaria entre países, estamos a niveles primitivos, con más de un siglo de atraso respecto de los avances científicos y tecnológicos. En este marco ¿puede concebirse todavía la Unión Europea como una identificación experimentada con diferentes culturas de las que muchos individuos extraen y comparten sentimientos de pertenencia? Una de las hipótesis, precisamente, sobre el origen de la situación crítica de Europa, o como diría Zambrano, de la “agonía de Europa” (Zambrano, 2000), es que surge de la crisis de las relaciones y de la crisis de los valores humanistas fundadores del proyecto europeo, como la solidaridad (Steinvorth, 2017). Esto nos sitúa ante el profundo significado de la integración y nos lleva a preguntarnos de nuevo acerca del patrimonio compartido con raíces culturales y valores comunes en los que se basa el proyecto europeo, controversia abierta a la que pensadoras a lo largo del siglo XX contribuyeron con su propio análisis.

María Zambrano (1904-1991) cuya vida estuvo marcada -como la de sus contemporáneas Simone de Beauvoir, Hannah Arendt, Simone Weil y muchas otras- por la crisis de la modernidad4 que culminó en las dos guerras mundiales, hizo una interpretación particular de Europa. En su ensayo “La agonía de Europa”, publicado en 1945, Zambrano escribe sobre la historia europea de dominación y conquista. Aquel momento de agonía no era sino el desenlace de un largo proceso de declive y de traición de Europa a su propia esencia cultural:

Desde hace bastantes años se repite: Europa está en decadencia. Ahora ya no parece necesario decirlo. Muchas gentes que lo creen se refieren al suceso con frase velada y sonrisa irónica, como aludiendo a un secreto tan divulgado que hasta resulta elegante y misericordioso tratar de encubrir, aunque al hacerlo así se disuelve de una manera más humillante (Zambrano, 2000, p. 49).

“¿Dónde está Europa?” Es una de las preguntas recurrentes a principios de esta década, sobre todo al inicio de la primavera del 2020. Si bien instituciones comunes, como la Comisión y el Banco Central, han reaccionado, de algún modo, ante la actual crisis sanitaria, falta respuesta de aquella institución que representa a los pueblos europeos: el Consejo de Jefes de Gobiernos Nacionales. Así lo ha expresado, el 27 de marzo, el Presidente de la República Italiana, solicitando que haya más iniciativas conjuntas y que se superen las viejas disputas. El Presidente apela, para ello, a la solidaridad y al sentido de responsabilidad:

La solidaridad no sólo es requerida por los valores de la Unión, sino también por el interés común. (…) El sentido de la responsabilidad de los ciudadanos es el activo más importante con el que un estado democrático puede contar en momentos como el que estamos viviendo (Vecchio, 2020).

Pero, es precisamente, una crisis de las instituciones representativas la que pone en cuestión el corazón de la Unión Europea. Según Balibar (2004), la posibilidad de dar significado y contenido al proyecto de un estado europeo democrático ha de salvar dos escollos: por una parte, el vacío que existe en los movimientos sociales europeos y en las políticas sociales y, por otra, el problema del establecimiento de fronteras de exclusión respecto de la pertenencia a Europa.

Aunque, por su parte, se desconfía en que se lleguen a superar estos obstáculos y no falta el escepticismo, se pueden encontrar también propuestas positivas relevantes. Podríamos decir, siguiendo a Zambrano, que no todo es devastación. Para la pensadora malagueña, hay visos de esperanza: “porque Europa no ha muerto; Europa no puede morir del todo: agoniza. Porque Europa es tal vez lo único que puede resucitar” (2000, p. 48), de hecho, la construcción europea fue posterior y ha sido un gran logro.

En este sentido, cabe destacar que la historia de Europa no es sólo una secuencia de acontecimientos negativos y dolorosos, guerras e invasiones. Es, también, una historia con momentos de luz, que hoy parecen abocados a un eclipse (Lubich, 2002). A lo largo de sus siglos de vida, Europa ha recorrido un largo camino de luces y sombras. Apostar por el proyecto europeo requiere un enfoque que vaya más allá de la ambición, la competencia o el interés propio y aspire a una propuesta que aporte prosperidad y ayuda mutuas, interdependencia entre los pueblos, solidaridad. La situación de emergencia sanitaria provocada por la Covid-19, ha acentuado indudablemente la velocidad de transformación en esta era de cambios rápidos. En cada cambio de época nos encontramos en la misma circunstancia, esto es, aquello que pensábamos que era Europa en un momento dado, ahora nos resulta insuficiente. En esta ocasión, Europa se ve obligada, una vez más, a enfrentarse a algo nuevo, distinto, que la cuestiona y la instala en la crisis. El estado en el que nos encontramos, debido a la pandemia mundial, es el más nítido ejemplo, pero habría muchos otros: los encrespados debates que rodearon el voto de Brexit en el Reino Unido, la crisis de los refugiados y las profundas divisiones políticas que no son nuevas. Los acontecimientos recientes han ilustrado cómo la magnitud que pueden tomar algunos hechos y la dificultad de discernir un nuevo horizonte resultan una amenaza significativa para las democracias. Si a todo eso le unimos la proliferación de fake news, todavía resulta más difícil encontrar soluciones. A resultas de todo ello, se ha producido una pérdida de confianza, un aumento del descontento en la ciudadanía que ha provocado la desafección política y social. Europa se enfrenta al reto de comprender estos nuevos elementos, de asimilarlos, de modificarlos y de modificarse a sí misma. La tarea pendiente, según Zambrano, es la de “recoger lo que de Europa actúa y tiene vigencia” (2000, p. 49). Pero ¿qué pasaría si en Europa nos situásemos más firmemente dentro de su tradición de aspiración a la solidaridad?5

Para responder y teniendo en cuenta este contexto, retomamos nuestra pregunta original acerca de si es suficiente la responsabilidad para aumentar la cohesión social. La solución a la que llegamos es que no es suficiente, puesto que la cohesión social se gesta en vínculos solidarios. No obstante, si uno comprende la inevitabilidad del común destino de la familia humana, hay una primera responsabilidad, la de no separar el pensamiento de la vida. Para Zambrano (2000), la vida y el pensamiento son una cosa indisoluble: no puede seguirse un camino en la vida política y otro en la vida intelectual. También en el ámbito europeo: superar la polarización entre la idea intelectual de Europa y la respuesta efectiva de una participación europeísta suficientemente solidaria según los valores que la encumbraron, se presenta como una tarea pendiente. Nuestra propuesta es, ante el obstáculo existente en el vacío de los movimientos sociales europeos y de las políticas sociales, incluir la solidaridad humanitaria de un modo más firme tanto en la Unión Europea como en la agenda europea.

Si pensamos “Europa” meramente como una representación histórica de proyectos pasados que se han revelado insuficientes, no avanzaremos en hacer resurgir un nuevo proyecto. Porque, como ya indicó Balibar (2004), lo que está en juego no es la identidad europea en sí, sino la innovación de una ciudadanía que supere sus propias divisiones; lo que está en juego es un proyecto europeo que, elaborado y con el apoyo de sus propios pueblos, reconsidere su papel en el mundo. Lo que está en juego, depende también del compromiso cívico personal y social.

Conclusión

El objeto de este artículo es el compromiso y la responsabilidad social y cívica. El objetivo es reflexionar acerca de los elementos que los hacen efectivos. Europa se enfrenta al reto de comprender nuevos factores de cambio social, de asimilarlos, de modificarlos y de modificarse a sí misma. En esta búsqueda, hay muchos estudiosos, pensadores que han estado explorando diferentes posiciones, pero hemos sugerido un ángulo particular; a saber, la visión de algunas cuestiones esenciales para Europa -la conexión entre los derechos humanos y la ciudadanía; la concepción de las obligaciones hacia el ser humano como complemento necesario de la noción de derechos humanos fundamentales- mediante enfoques poco visitados que subrayan el papel de la obligación y la responsabilidad social. En segundo lugar, hemos visto que la idea de un compromiso cívico dependiente del desarrollo de un interés personal conectado con los ideales y con las instituciones públicas cuando hay una desconexión con dichas instituciones públicas, nos lleva a un callejón sin salida. Una vía posible es la de revalorizar el papel de la empatía en su importante función social, ya que fortalece los lazos sociales; pero no es suficiente. Se requiere apostar por una solidaridad humanitaria que favorezca y motive la cooperación a través del diálogo y una adecuada percepción social y, para ello, la fraternidad cumple un papel vital como fuerza vinculante que guía la acción social y promueve efectiva y naturalmente dicha cooperación. Si asumimos nuevos paradigmas políticos y sociales, como la solidaridad o la fraternidad, aseguraremos las bases de una nueva convivencia democrática.

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1 Se puede constatar, teniendo en cuenta la distinción señalada ya por Honneth (1997), que en el planteamiento de Levine subyace una teoría antropológica atomista, es decir, se toma al ser humano en su singularidad suponiendo la conducta humana natural como resultado de las acciones individuales, conducta a la que posteriormente se le aplican formas de constitución comunitaria desde fuera.

2Cuando no se diga otra cosa, la traducción es propia.

3Además de la “empatía igual” que subraya E. Guisán, se suele distinguir entre empatía emocional (sentir lo que el otro está sintiendo, ponerse en su lugar), empatía cognitiva (saber lo que el otro está sintiendo) y compasión (cuidar del bienestar de la otra persona). Si bien Guisán se basa en el utilitarismo, J. S. Mill hace referencia a la simpatía y no a la empatía en estos sentidos que acabamos de señalar. La simpatía, para Mill, es un sentimiento social que, junto a la educación, teje “una red de asociaciones aprobatorias a su alrededor” (Mill, 1984, p. 85).

4Una discusión de la idea de lo moderno y la modernidad está en Bruno Latour (1993) y Latour (2016).

5Recordemos, por ejemplo, las palabras de Robert Schuman, (ministro francés de Asuntos Exteriores, en la Declaración en el Salón del Reloj de París, el 9 de mayo de 1950) donde se muestra de modo claro que el proyecto europeo no es auto-referencial: “Europa, con más medios disponibles, podrá llevar adelante una de sus tareas esenciales: el desarrollo del continente africano” (Schuman, 1950).

* Agradezco las puntualizaciones y comentarios de los evaluadores anónimos y editores. Agradezco también a Pedro Amo López sus acertadas críticas que han contribuido a mejorar los argumentos de este trabajo. Gracias, también por sus lúcidas indicaciones y sus sugerencias lingüísticas.

**Cómo citar este artículo: García-Arnaldos, M. D. (2021). Responsabilidad y compromiso cívico. Estudios de Filosofía, 63, 151-167. https://doi.org/10.17533/udea.ef.n63a08

Recibido: 08 de Abril de 2020; Aprobado: 19 de Junio de 2020

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