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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.66 Medellín jul./dic. 2022  Epub 31-Ago-2022

https://doi.org/10.17533/udea.ef.348998 

Artículo de investigación

¿Es posible la justicia epistémica sin un lugar común? (Hacia una reconceptualización del espacio público y las relaciones sociales)* **

Can there be epistemic justice without a common place? (Towards a reconceptualizacion of the public space and social relations)

Ángeles Eraña1 

1Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México, México. Email: mael@filosoficas.unam.mx ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8595-8693


Resumen

Defenderé que la búsqueda de la justicia implica una reconfiguración completa del espacio público y una transformación (radical) de nuestras relaciones sociales. Argumentaré desde la vía negativa, es decir, desde la comprensión de la injusticia epistémica. Esta ilustra cómo el daño injustificado se origina en la estructura de las relaciones que acontecen en las sociedades reales. Para lograr mi objetivo haré dialogar a dos debates filosóficos distintos -aquél que se centra en la noción del espacio público y el que habla sobre la injusticia epistémica -. Esto hará visible que la epistemología tiene una dimensión política y que comprender la faceta epistémica del espacio público contribuye a la búsqueda de vías para alcanzar la justicia. La tesis central es que la posibilidad de construir un espacio común funcional depende de reconocer el carácter confrontativo de la sociedad y de la política, de no pretender borrar las diferencias o allanarlas bajo la idea del consenso.

Palabras clave: espacio público; injusticia epistémica; consenso; exclusión; opresión

Abstract

In this manuscript, I claim that the search for justice implies a complete reconfiguration of public space and a (radical) transformation of our social relations. I will argue through a negative path, i.e. starting from the comprehension of the experience of injustice. I will focus on the case of epistemic injustice since it illustrates how the unjustified harm it produces is originated in the structure of social relations. To reach my goal, I will attempt to bring into dialogue two different philosophical debates -that which deals with the notion of the public space and that which discusses epistemic injustice -. This will help me show that epistemology has a fundamental and profound political dimension which needs to be addressed to find better avenues to search for and reach (epistemic and otherwise) justice. My main contention is that the possibility of constructing a functional public space depends on recognizing the confrontational character of politics and on not trying to erase the differences that make up society, nor trying to undo them under the idea of a (rational) consensus.

Keywords: public space; epistemic injustice; consensus; exclusion; oppression

I. Introducción

La noción de espacio público ha sido fundamental en la teorización filosófica de la política. A lo largo de su historia, ha encontrado formulaciones diversas, pero podemos decir que en su núcleo se encuentra la idea de que su referente son tanto “los lugares comunes, compartidos o compartibles (plazas, calles, foros), como a aquellos donde aparecen, se dramatizan o se ventilan, entre todos y para todos, cuestiones de interés común” (Rabotnikof, 2011, p. 10). Como haré ver en lo que sigue, a esta idea general le subyace una dimensión epistémica que resulta útil discernir y comprender para intentar alumbrar la noción de injusticia epistémica que, a su vez, tiene una dimensión política. La tesis que aquí defenderé es que la posibilidad de combatir la injusticia epistémica depende, al menos parcialmente, de repensar lo común y, en este sentido, de una transformación importante de la realidad social en que se despliega. Para defender esta hipótesis argumentaré que es necesario rechazar los siguientes tres supuestos que se desprenden de cierta manera de pensar acerca del espacio público: (i) este hace posible un debate racional (en el que se deberían escuchar todas las voces); (ii) es deseable fundar la vida social sobre los consensos que pueden alcanzarse en él; y (iii) existe una noción común del bien común.

En lo que sigue presentaré en primer lugar y de manera breve la noción de injusticia epistémica en sus dos vertientes: la testimonial y la hermenéutica.1 Posteriormente mostraré que esta tiene una vertiente política innegable ya que no se trata de un fenómeno de individuos, sino de uno que ocurre en el contexto de un conjunto de relaciones de poder que dan lugar a desigualdades significativas para acceder y contribuir en la producción y distribución del conocimiento (García Álvarez, 2019, p. 159) y que producen exclusiones sistemáticas de los espacios en los que se debaten los problemas de interés común y donde se toman decisiones importantes para la vida colectiva. Esto me llevará a examinar dos nociones distintas, pero con un fondo común del espacio público, cada una de las cuales se relaciona con una de las siguientes dos maneras de comprender la política: como (a) el conjunto de relaciones de poder y dominación que prevalecen en una sociedad; o (b) las formas autónomas de vida colectiva que imbrican a una comunidad (Rabotnikof, 2011). En la medida en que esta noción involucra la posibilidad de ponerse de (o de crear un) acuerdo, ella tiene una dimensión epistémica importante: en este sitio se fijan los significados de algunos términos y conceptos, así como las interpretaciones de ciertos hechos, sucesos o fenómenos sociales. Además, es el espacio de diálogo, escucha y acción donde quienes participan ofrecen opiniones que son epistémicamente valorables: quienes las profieren pueden o no ser fiables y pueden o no ser consideradas como agentes epistémicos, sus aseveraciones son susceptibles de tener valores de verdad y, por tanto, de ser significativas o constituir conocimiento. Los análisis anteriores me llevarán a cuestionar la necesidad del consenso en la construcción de lo común y de mis objeciones surgirá un modo alternativo de pensar el espacio público y una propuesta (apenas trazada) de algunas vías que verosímilmente nos permitirán combatir la injusticia epistémica. Sostendré que para que el espacio público cumpla su función es necesario partir de principios y fundamentos diferentes a los que le sirven hoy de sustento: es necesario reformular nuestras relaciones sociales y la lógica que les subyace.

El argumento central que presentaré puede resumirse como sigue. Si pensamos a la injusticia como la vivencia de un daño injustificado que se origina, al menos en parte, en las relaciones de poder que rigen al mundo y que hacen posible la dominación de algunas sobre otras o sobre el mundo (Villoro, 2009), entonces podemos pensar al concepto de injusticia como la negación de la posibilidad de un consenso racional entre sujetos libres e iguales. La injusticia epistémica es una de estas formas del daño injustificado que muestra ostensivamente que en sociedades como las nuestras2 la posibilidad de dicho consenso está negada en tanto que en ellas está imbricada de manera ineludible la desigualdad y la opresión (en ellas, unas establecen significados y determinan criterios de verdad y validez; otras los hacen suyos o se vuelven inexistentes). El espacio público, por otra parte, se ha pensado como el sitio del consenso racional. Si esto es así y si pensamos que el mundo está plagado de injusticia y que la sistematicidad de la injusticia epistémica hace poco probable que dicho consenso exista, entonces tendríamos que sostener o bien que no es posible alcanzar la justicia en general y la epistémica en particular; o bien que el espacio público es un lugar imposible. Desde mi perspectiva, este es un falso dilema que puede resolverse con un modo alternativo a los prevalecientes de pensar lo común y los procesos que nos conducen a encontrarlo.

Antes de iniciar es importante mencionar que uno de los retos de poner a dialogar las literaturas que atienden a estos dos conceptos es que la metodología empleada por cada una de ellas no sólo es diferente, sino que a veces es incompatible. Mientras que el primero suele aparecer en teorías ideales que buscan establecer las condiciones que deben satisfacerse para el desarrollo de una vida social (razonablemente sana) y en muchas ocasiones para el (buen) funcionamiento de la democracia; el segundo suele asociarse a un acercamiento por la vía negativa, es decir parte de casos reales que sirvan para ilustrar y sustanciar el concepto. Desde mi perspectiva, y aquí lo argumento tangencialmente, la teoría ideal requiere alimentarse de los ejemplos que provee esta última forma de examinar un fenómeno para ajustarse de manera más adecuada a los fenómenos reales. Por ello aquí no sólo pongo a dialogar estos dos debates, sino que además utilizo las lecciones que los ejemplos de la injusticia epistémica nos arrojan para repensar la noción del espacio público.

II. La prevalencia de la injusticia epistémica

En casi cualquier parte del mundo encontramos que sistemáticamente se cometen una inmensa cantidad de casos de injusticia de muchos tipos. Me interesa en este texto subrayar la ocurrencia de instancias de injusticia epistémica ya que ellas sirven para ilustrar algunas de las dificultades subyacentes al debate público y a la construcción de un espacio en el que las distintas posiciones y miradas que habitan la sociedad puedan ser expuestas y encuentren lo que esta entre ellas. Esto es, hacen ver algunas de las dificultades que se presentan a la hora de organizar las relaciones sociales de un modo que no implique el antagonismo que vivimos día a día y que se desprende de los privilegios asociados a ciertas posiciones sociales, de las relaciones dispares que colman a nuestra sociedad. Me interesa hacerlo también porque deja en claro que combatirla requiere disputar la forma de organizarnos que prevalece. Antes de esto, sin embargo, es necesario describir y examinar brevemente esta forma de la injusticia.

Lo primero que importa hacer notar es que las que en seguida presentaré son formas epistémicas de la injusticia porque el menoscabo que ocasionan a las personas (por ejemplo, suprimir o tergiversar su testimonio, silenciar sus experiencias, invisibilizar su identidad) afecta directamente su calidad de conocedoras, pero además porque empobrecen (o evitan el enriquecimiento de) la reserva común de conocimiento y significado, con lo cual distorsionan la comprensión de la realidad y depauperan a la realidad misma (Pohlhaus, 2017, p, 13). El tipo de daño que producen tanto en lo individual como en lo colectivo tiene que ver con formas diversas de exclusión y aislamiento, con rupturas en la confianza y con la promoción de la ceguera epistémica. Finalmente, su dimensión epistémica se aprecia en el fomento de la ignorancia hermenéutica que ella lleva consigo, misma que hace que no se usen los recursos epistémicos más adecuados (Dotson, 2012, pp. 31-32) para analizar, comprender y eventualmente transformar la realidad.

En segundo lugar, vale la pena subrayar los dos modos de presentación de la injusticia epistémica que han sido identificados y mayormente debatidos en la literatura especializada: la testimonial y la hermenéutica. La primera es un “perjuicio en la economía de la credibilidad” (Fricker, 2017, p. 18) que ocurre cuando un hablante es objeto de un déficit de credibilidad debido a un prejuicio identitario3 y puede ser incidental o sistemática. Las primeras son dañinas sobre todo si son persistentes. Las últimas revisten una importancia particular para el patrón general de la justicia social no sólo porque se producen por prejuicios que persiguen “al sujeto a través de las diferentes dimensiones de la actividad social: económica, educativa, profesional, sexual, jurídica, política, religiosa, etc.” (Fricker, 2017, p. 57), sino también porque al reproducirse fortalecen un sistema de relaciones sociales (y epistémicas) inequitativo y parcial que produce otras formas de la injusticia real o potencial. Los daños que esta ocasiona inciden sobre la credibilidad que la persona que testifica (o que emite una aseveración cualquiera) tiene frente a los ojos (y oídos) de quienes escuchan. Este perjuicio puede afectar la confianza que ella tiene sobre su propia opinión y, así, en un mediano o largo plazo una persona que acumula experiencias de injusticia testimonial puede llegar a ver entorpecido su desarrollo intelectual (Fricker, 2017, p. 88) e incluso perder su calidad de sujeto cognoscente (ya sea ante las otras, ante sí misma o ambas). Esta forma de la injusticia no tiene que ver exclusivamente con asignaciones de confianza a ciertos testigos, o de credibilidad a sus afirmaciones. Se relaciona también con el uso (político o de otro tipo) que puede hacerse de ciertos testimonios. Estos, por ejemplo, pueden enrarecerse o descontextualizarse, esto es, “presentarse en un marco no pertinente, de manera que se cuestiona la relevancia de lo testificado para el asunto en discusión” (De Requena Farré, 2015, p. 50). Dicho de otra manera, un testimonio que estorba (al estatus quo, a los grupos privilegiados o al poder político, o que puede hacerlo) dados ciertos fines determinados puede forzarse o desvirtuarse y, así, ser descalificado (o usado equivocadamente) como evidencia a favor (o en contra) de cierto posicionamiento u opinión. Los casos de las confesiones falsas (Lackey, 2021) o los testimonios históricos que pueden utilizarse para banalizar o espectacularizar el horror del pasado (incluso del pasado muy reciente) (De Requena Farré, 2015, p. 63) son ejemplos de esto último.

La injusticia hermenéutica, por otra parte, es un daño estructural “en la economía de los recursos hermenéuticos colectivos” (Fricker, 2017, p. 18). Esta ocurre cuando los miembros de un grupo desfavorecido son relegados de la interpretación de los hechos sociales que es compartida por los grupos favorecidos y en virtud de la cual se establecen normatividades y modos de relacionarse que estructuran la vida social. Esta apreciación constituye el eje sobre el cual se organizan las relaciones sociales y se estipulan los significados de los términos (o las condiciones de aplicación correcta de los conceptos), la comprensión adecuada de los fenómenos y/o la formulación apropiada de los problemas comunes. Ahí se establece cuáles son dichas cuestiones e incluso qué acontecimientos sociales existen (comienzan a hacerlo, o desaparecen).

Esto no sólo propicia y reproduce una participación desigual en las decisiones sociales y/o políticas, sino que además fortalece los conceptos y estereotipos prevalecientes en los que se sostienen los prejuicios identitarios y, así, preserva los modos y las relaciones injustas (García Álvarez, 2019, p. 165). La marginación aquí involucrada puede terminar por producir una incapacidad de ciertos grupos o personas para hacer inteligibles sus experiencias sociales y una sordera de otros grupos o personas en torno a aquellas interpretaciones de los problemas compartidos.

Como pueda quizá apreciarse, la injusticia hermenéutica ocurre en un nivel previo (o más básico) a la testimonial (Alcoff, 2010): esta no hace posible siquiera la evaluación de la credibilidad de las aseveraciones de algunas personas pertenecientes a ciertos grupos sociales porque les previene de hablar y/o porque predispone a ciertas escuchas a la incomprensión del habla de ciertas otras hablantes. Sin habla es imposible expresar deseos o creencias y, por tanto, es imposible atribuirles valor o comprender las interpretaciones de la realidad que les subyacen. Esta imposibilidad induce una merma en la economía social de la credibilidad y ésta aumenta la ininteligibilidad recíproca (Medina, 2013). Estos ciclos terminan por producir un círculo vicioso en que la injusticia y la incomprensión se perpetúan y alimentan relaciones sociales en las que predominan las imágenes especulares de la otra, esto es, ideas o representaciones de una misma en las otras personas. La diferencia que no puede apreciarse (porque se mira siempre la semejanza) produce insensibilidad y desinterés ante ella. La mirada eterna en el espejo termina por mostrar lo que una quiere (porque es lo que puede) ver.

Fricker ilustra la primera de estas formas de la injusticia aludiendo a una escena en la que la declaración de una mujer en un juzgado es menospreciada y desestimada como evidencia por ser el resultado de la (desdeñable y nada fiable) intuición femenina (2017, p. 29). En su libro Injusticia epistémica ofrece también ejemplos de injusticia hermenéutica. Entre ellos, encontramos el que se refiere a la dificultad que tenían las mujeres para dar a entender la situación en que se encontraban cuando padecían de la depresión posparto. Esto, sostiene esta autora, se debía, al menos parcialmente, a que no existía el concepto en cuestión o, mejor dicho, no existía un discurso capaz de capturar y comunicar la experiencia de esas mujeres. Como estos dos podemos encontrar una inmensa variedad: el desdén a los testimonios ofrecidos por miembros de distintas etnias indígenas en juzgados diversos por provenir de esas personas; la falta del concepto de feminicidio para capturar, explicar y posteriormente juzgar y sancionar de manera adecuada el absurdo número de asesinatos a mujeres por ser mujeres, etc. Estos ejemplos no sólo dejan ver cómo los testimonios ofrecidos por mujeres o por personas pertenecientes a algunas de las naciones múltiples que constituyen a países como México son desprovistos de credibilidad, también sirven para exhibir la exclusión que viven las personas sujetas a estas formas de la injusticia. Esta última se presenta de muchas maneras y con diferentes profundidades. Entre ellas se hallan los distintos tipos de silenciamiento e invisibilización, el ostracismo (al que son destinadas ciertas personas o grupos) de los espacios en los que se produce el fondo común de conocimiento y significado, el quebranto de la inteligibilidad de la realidad y las experiencias sociales, etc. La ubicuidad de la injusticia epistémica ofrece razones para pensar que en nuestras sociedades existirán siempre voces sordas e identidades invisibles, sobre todo si las relaciones sociales (y epistémicas) que las tejen son (como hoy) gobernadas por los patrones de desdén que hacen posibles estas formas de la injusticia. Si así fuese, entonces parecería que en ellas no puede existir un espacio en el que el diálogo (y/o el encuentro) sirva(n) como base o fundamento de la comprensión mutua, de la construcción de lo común, esto es, de aquello que nos urde en tanto sociedad a pesar de las diferencias y la fragmentación que con ellas viene. Veamos.

III. Sin justicia no hay lugar común

La injusticia epistémica (en cualquiera de sus dos versiones) encuentra una de sus fuentes en lo que Lisa Bergin llama la diferencia epistémica, esto es, “el hueco que existe entre las distintas formas de ver el mundo causado por las situaciones sociales (económicas, sexuales, culturales, etc.) diferenciadas [que] producen maneras dispares de comprender el mundo y conocimientos desemejantes de la realidad” (Bergin, 2002, p. 198). La idea central es que existen lagunas o vacíos epistémicos que se producen, en parte, por la falta de una buena comunicación entre personas que ocupan posiciones distintas en una sociedad. Esta falta de comunicación puede deberse a múltiples factores, pero uno fundamental es la disparidad constitutiva de la realidad social actual y que implica valoraciones desiguales (e injustas) de las distintas miradas: mientras que algunas se consideran como fiables y muy probablemente verdaderas, otras se descartan como falsas o distorsionadas en tanto que quienes las sostienen se consideran poco fiables o epistémicamente culpables (esto es, injustificadas, irresponsables, irracionales, etc.). Las primeras suelen asociarse con los grupos privilegiados -con aquellos colectivos que detentan el poder (social, político, económico)- y se utilizan para delimitar los criterios que determinan qué es valioso y meritorio. Las segundas generalmente se asocian con grupos minoritarios y marginados. El que las posiciones sociales se correlacionen con las asignaciones de valor epistémico produce una estructura de silenciamiento e invisibilización que resulta dañina para todos los miembros de una sociedad: unas sufren el perjuicio de ser ignoradas y excluidas; las otras se mantienen ignorantes de la complejidad social (y con ello deterioran su situación epistémica). Esta ignorancia es usada a favor de los grupos privilegiados:4 con ella mantienen la estructura opresiva y sus privilegios. Estas estructuras de invisibilización y silenciamiento son configuraciones excluyentes por definición y forman parte de un sistema de organización social que produce y promueve la desigualdad. La injusticia epistémica, en este sentido, se origina en relaciones de dominación que ejercen el control sobre lo que es deseable, posible y correcto decir, pensar o hacer. Si pensamos que “es en el mirar donde el otro, la otra, lo otro aparece. Y es en la mirada donde eso otro existe, donde se dibuja su perfil como extraño, como ajeno, como enigma” (Subcomandante Marcos, 2013), entonces podemos percatarnos de que en dichas configuraciones sociales esas otras no aparecen: no sólo no se escuchan, sino que (se considera que) no existen, se les trata como si fuesen irreales o imaginarias. Esas personas -sus miradas y sus voces- permanecen silenciadas e incomprendidas, no son tomadas en consideración a la hora de conceptualizar los fenómenos, de normar la vida social o de tomar decisiones acerca del mejor rumbo de acción. Otras miradas y voces -sordas, negligentes e incapaces de comprender perspectivas distintas de la propia- son vociferadas e impuestas al resto de la sociedad.5 Esto termina por generar un círculo vicioso en el que la comunicación se dificulta porque las expresiones de los grupos marginados u oprimidos se vuelven ininteligibles, porque la ignorancia asociada al privilegio se fortalece y se robustece. Esto ocurre entre grupos jerarquizados, pero la estratificación también sucede al interior de los grupos. En particular en aquellos que se encuentran en la parte alta de la escala social hay discriminaciones locales que suelen apelar a un ideal meritocrático que promueve cierta soberbia y fomenta en las personas la convicción de que “se merecen el destino que les ha tocado en suerte y de que los de abajo merecen también el suyo” (Sandel, 2020, p. 37).

Distintos movimientos sociales en el mundo han buscado combatir estas estructuras. Hay algunos triunfos notables tanto entre los ambientalistas, como entre las naciones originarias (o los grupos indígenas), en el feminismo y en el movimiento trans. Siobhan Guerrero nos dice, en este tenor, que los movimientos políticos centrados en las identidades han logrado “la resignificación de la relación entre lo colectivo y lo individual… las identidades son a una misma vez singulares y colectivas y… son los elementos comunes los que unen mientras… revelan la unicidad y singularidad de cada persona” (2021, p. 132). Algunos teóricos también han hecho planteamientos en esta dirección. Medina, por ejemplo, propone crear genealogías que eviten la monopolización “de la imaginación social… [que nos] provean con nuevos escenarios para apropiarnos imaginativamente del pasado heterogéneo [y]… abran caminos nuevos… al futuro” (2013, p. 292). La disputa entre movimientos y teóricos respecto de cuál es el mejor camino para alcanzar el fin en cuestión está abierta. Podemos entonces preguntar cuál de los dos siguientes escenarios contribuiría a combatir de manera más definitiva la injusticia epistémica. Podríamos proponer: (a) emparejar el terreno, esto es, reciprocar las distintas posiciones que están disponibles en una sociedad, de modo que la estructura dispar desaparezca y, por tanto, no existan voces y miradas suprimidas; o (b) cambiar las prácticas y relaciones sociales constitutivas de nuestra sociedad de modo tal que las diferencias sean reconocidas y no involucren desdén. Desde mi perspectiva, lo primero no es posible. Así, creo que la alternativa viable es la que apunta en la segunda dirección. Esta posibilidad involucra repensar la idea de lo común y la noción de espacio público ya que, como veremos, es en él donde aparece, se construye o se consensa lo común. Antes de defender esta posición y para comprender la imposibilidad de la primera opción vale la pena ahondar en la naturaleza de la exclusión asociada a la injusticia epistémica.

Como vimos someramente, la exclusión que da lugar a y que se origina en la injusticia epistémica mantiene a algunos individuos o grupos fuera del debate público, los expulsa de los procesos de toma de decisión, los excluye del control en torno a posibles cursos de acción. Esto puede ocurrir de maneras burdas y explícitas, por ejemplo, cuando se obliga a ciertas naciones (en países multinacionales) a no usar su lengua para expresar sus posturas y pensamientos, o cuando se les cierran los mecanismos formales e institucionales de opinión. Pero también puede suceder de formas sutiles e implícitas, por ejemplo, cuando los términos del discurso prevaleciente “hacen supuestos que algunos no comparten y la interacción privilegia estilos específicos de expresión, la participación de algunas personas se desestima como fuera de lugar” (Marion Young, 2000, p. 53). Estas dos formas de la exclusión se asocian a fallas de distinto nivel en nuestros sistemas de relaciones sociales y epistémicas.

Siguiendo a Dotson (2014; 2012) podríamos identificar un primer nivel en el que hay un funcionamiento inadecuado de algunos aspectos de los recursos epistémicos compartidos con respecto a algún fin o valor (2014, p. 123). El problema en este caso se encuentra en la mala distribución de esos recursos: darles más voz a unos grupos parecería suficiente para atenderlo. En un segundo nivel, lo que hay es una insuficiencia de recursos (2014, p. 128). En este, ofrecer la voz a las personas acalladas es insuficiente para resolver la cuestión ya que entre los recursos faltantes se encuentran la disposición (y la capacidad, misma que se desarrolla, en gran medida, cuando la interacción con la otra no parte de una actitud de desdén) a escuchar y la humildad para reconocer que existen perspectivas diferentes de la propia. La exclusión en este nivel tiene una dimensión de segundo orden: los grupos privilegiados no sólo exhiben una tendencia a ignorar lo que los miembros de los demás grupos piensan, saben o desean, sino que además son ignorantes de su propia ignorancia. Hay aun un tercer nivel, el problema aquí radica en la conformación misma del sistema o estructura social y epistémica (Dotson, 2014, p. 129): las otras dos formas de la exclusión ocurren, pero la causa es la configuración del sistema que promueve los vicios ahí exhibidos. En este caso, no es posible combatirla si no se lleva a cabo una transformación completa del mismo.

Desde mi perspectiva, tenemos muy buenas razones para pensar que la exclusión que prevalece en nuestras sociedades es del tercer tipo. Si esto es el caso, entonces la posibilidad de emparejar el terreno parece imposible: el sistema funciona de manera (y se reconfigura para) que eso no ocurra (Eraña, 2021). En este punto, la idea de Rancière (1996, p. 17) de que una buena distribución de las ventajas supone la eliminación previa de cierto régimen de la distorsión parece exacta. El problema es que este régimen es constitutivo de nuestras sociedades, ellas subsisten (tal como existen) porque la opresión y la ignorancia (activa) persisten. En ellas no existe un terreno común, más bien hay un conjunto de principios, deseos, modos de mirar, etc., impuestos por los grupos privilegiados. Esta imposición pone en duda que haya algo común en lo común. Si lo hasta aquí dicho es correcto o verosímil, entonces parece que la mejor opción que tenemos disponible para combatir la injusticia epistémica es la segunda arriba mencionada. Para defenderla es necesario examinar, aunque sea brevemente, la noción de espacio público. A ello me aboco.

IV. El espacio público: sitio de aparición de lo común

La noción de espacio público ha sido central en mucha de la discusión de la filosofía política todo a lo largo de la modernidad y hasta la fecha, de manera que no es de sorprender que ella haya sido pensada de muchas maneras diferentes. Todos estos modos, sin embargo, comparten la idea de que este es un lugar alternativo al Estado en el que ocurre la “participación ciudadana frente al monopolio decisional” (Rabotnikof, 2011, p. 14) que hace posible un poder alterno basado (al menos en principio) en un consenso que se produce frente a la pluralidad de intereses, deseos, creencias, necesidades y demandas de los ciudadanos (y de los grupos sociales) que pueblan a la sociedad. Como podrá verse en lo que sigue, suele suponerse que en este sitio se articulan (construyen, constituyen, clarifican o identifican) los problemas comunes. En otras palabras, desde la perspectiva prevaleciente (si es que podemos generalizar las diferencias importantes que existen entre los modos en que el espacio público se ha pensado), esta es la arena en la que se despliega la política en tanto actividad racional; el sitio en el que pueden presentarse, examinarse y contraponerse de manera civilizada e instruida las distintas miradas que habitan una sociedad.

Ahora bien, las maneras distintas de pensar acerca de este espacio provienen de los modos diversos en que se piensa la noción de espacio y las maneras en que se habla acerca de lo público. Respecto al primer elemento podemos identificar un sentido general metafórico que sirve para imaginar un ámbito en el que ocurren encuentros (reales o potenciales) de personas o grupos. Fraser (1990) sostiene que Habermas lo concibe, por otra parte, como un teatro en el que se escenifica un intercambio verbal racional en el que todas pueden participar de manera libre y autónoma. Hay otra acepción más material del mismo, el cual que hace referencia, por ejemplo, a los parlamentos, los foros, las ágoras (Rabotnikof, 2011) e incluso a los medios de comunicación que sirven para dar voz a las distintas posiciones que se presentan frente a problemas reales y comunes o compartidos en una sociedad.6 En lo que sigue utilizaré la comprensión metafórica en tanto que es más general y no es incompatible con distintas posibles materializaciones.

Ahora bien, respecto de lo público, Nora Rabotnikof identifica los tres sentidos siguientes para pensarlo: (i) lo común, lo que atañe al colectivo (y se contrapone con lo individual); (ii) lo que no está oculto, es decir, lo manifiesto y ostensible; y (iii) lo abierto o accesible para todas (2011, p. 29). De acuerdo con esta autora, las distintas maneras de concebir lo público suelen mezclarse entre sí (e incluso confundirse tanto en el habla ordinaria como en el teorizar experto), pero con cierto cuidado es posible notar un tipo de correspondencia entre ellas y diferentes modos de pensar acerca de la política y lo político, entre las que se destacan las siguientes dos: una que la “vincula […] con las relaciones de poder y dominación, y otra que la asocia a formas autónomas de vida colectiva; una que la remite ineludiblemente al Estado […] y otra que la reivindica […] como forma de comunidad autónoma” (Rabotnikof, 2011, p. 263). Si elegimos la primera tenderemos a pensar que las decisiones que atañen al colectivo son responsabilidad del Estado y las razones para ellas pueden ser ocultas (si así se necesita; el secreto de Estado, por ejemplo). La segunda probablemente nos conduciría a sostener que lo común se construye en colectivo y por tanto no es algo secreto o encubierto. Estas concepciones tienen implicaciones para su apertura y nos llevan a indagar sobre si la construcción de lo común es una empresa de todas y para todas; abre la pregunta acerca de quiénes pueden participar en el espacio público. Veamos brevemente dos posiciones que sirven para comprender mejor esta imbricación conceptual.

Habermas (1981; 1988; 1991) tiene una concepción de la política (que podríamos llamar) pendular: reconoce una contradicción entre el poder y la dominación y la idea de su disolución que él ubica en la vocación de racionalizar la política (Rabotnikof, 2011, p. 263). Desde su perspectiva, el espacio público es el sitio en el que “los privados se reúnen en calidad de público, donde debaten sobre las reglas generales que gobiernan las relaciones en la esfera privatizada, pero públicamente relevante, del intercambio mercantil y del trabajo social” (1981, p. 106) y funge como mediación entre el Estado (que es el instrumento de dominación) y la sociedad que representa la diversidad de intereses individuales. En él la política adquiere su carácter racional ya que ahí se exhiben, discuten (e incluso se resuelven) los problemas a través de la argumentación razonada y ordenada. Desde esta posición, dicho sitio está constituido por una serie de procedimientos formales y formalizados que sustituyen el gobierno de los hombres por el de las leyes (Rabotnikof, 2011) y que hacen posible tratar y dilucidar los asuntos de interés general. El debate racional que en él ocurre es manifiesto y produce una mirada común, esto es, elabora una formulación unificada y correcta de un problema; alcanza una interpretación única (por concertada) de cierta experiencia social. Esta manera de pensar ha sido muy criticada por diversas razones. Nancy Fraser (1990), por ejemplo, sostiene que ella supone que es posible poner entre paréntesis las diferencias profundas que existen entre los grupos en una sociedad, lo cual deja en desventaja a los grupos que están de por sí en desventaja. Dicho de otra manera, la construcción “correcta” de los problemas y la manera adecuada de presentarlos está siempre asociada a las concepciones y modos de los grupos privilegiados que las determinan. Así, los grupos marginado siguen siéndolo, pero bajo el manto de una supuesta inclusión democrática. En términos de Fraser “el espacio público oficial era -de hecho, es- el sitio primario institucional para la construcción del consenso que define la nueva manera hegemónica de la dominación” (1990, p. 62; la cursiva es de la autora). Formar parte de él, participar en él, involucra un adiestramiento ilocucionario y de conducta, una renuncia a nuestra singularidad y una sumisión a estilos de debate ajenos.

Nótense dos consecuencias de esta posición: (i) toda aquella persona que no satisfaga los criterios de racionalidad adecuados no podrá participar en él y; (ii) alcanzar la formulación o interpretación única (o correcta) -llegar a un consenso - involucra reducir el conjunto de perspectivas que pueden existir sobre un tema a aquellas que se aceptan en ese sitio. El punto (i) hace referencia al límite de apertura del espacio público que bajo esta concepción es estrecho: este no es un sitio para cualquiera, toda aquella que no pueda ceñirse a las reglas que en él operan quedará ipso facto excluida. El punto (ii) se sigue de la concepción formal de la política subyacente a esta perspectiva e implica la idea de que lo común es aquello que resulta del consenso, que se construye en el diálogo racional y que puede ser aceptado por todas. Si esto es así y si aceptamos que en el espacio público se discuten (y ventilan) solamente posiciones defendidas por actores reales, (y ni siquiera por todos, ya que aquellos que no satisfagan los criterios de razonabilidad o racionalidad necesarios para participar en él no podrán entrar en el debate), entonces es razonable pensar que esta forma del consenso deja fuera toda aquella posición que no sea escuchada y, en este sentido, es excluyente: todo aquel grupo que no sea escuchado será excluido y, por tanto, víctima de injusticia epistémica.7 Además, si la noción de bien común (y sus contenidos) se desprende(n) de la construcción de lo común tiene sentido pensar que, desde esta perspectiva, existe una única concepción del bien común.

Arendt (1958; 1997), por otra parte, defiende la segunda manera de pensar acerca de la política. Desde su perspectiva, el espacio público es “la sede de una de las caras de la política -la que tiene que ver con compartir el mundo, actuar en concierto y fundar una comunidad” (Rabotnikof, 2011, p. 265). Dado que es el sitio en el que actuamos colectivamente, su carácter es abierto y transparente para todas. Esta autora liga la noción de espacio público a la de la “acción autónoma y al ejercicio de [un] poder sin dominación” (Rabotnikof, 2011, p. 267), a la de un poder urdido desde las voces diversas de las múltiples personas que habitan el mundo en común. Este es el sitio en el que se originan los acontecimientos políticos y en el que, por tanto, encuentran una formulación (común) los problemas de esa naturaleza. Su preocupación no es por los procedimientos para abordar los problemas, sino con la constitución de los problemas mismos. Esta concepción supone que hay una “comunión sustancial de la comunidad” (Rabotnikof, 2011, p. 292) que se expresa o manifiesta en este espacio. En este sentido, este es el lugar en el que se tejen y despliegan las solidaridades, es un sitio de y para todas. Esta manera de pensar acerca de la noción que aquí he intentado someramente caracterizar tiene elementos interesantes que comparto y que creo pueden ser repensados para articular un concepto que sirva para borrar las desigualdades propiciadas por el modo en el que se ha habitado el espacio público y que genera casos abundantes de injusticia epistémica. En ella, la apertura es más amplia, al menos en tanto que no establece reglas explícitas de conducta. Sin embargo, estoy de acuerdo con Rabotnikof (2011) en que en el planteamiento arendtiano hay un presupuesto acerca de la existencia de la comunidad que borra la dificultad de construirla y los problemas que acarrea intentar hacerlo. En particular, me parece que esta posición no da suficiente cabida a la confrontación y el conflicto que ocurren en el espacio público y podría, por tanto, caer en una trampa semejante a la que atrapa a Habermas, esto es, la idea de que es posible poner entre paréntesis los diferendos o los desencuentros. Desde mi perspectiva, la incomprensión sistemática sólo puede ser remediada si es reconocida como parte de la realidad social.

Para que el espacio público pueda cumplir su función (i.e., ser un lugar de encuentro y diálogo, el sitio en que se construye lo común y provee el tránsito de la muchedumbre a la sociedad) debería ser el caso que toda y cualquier voz fuese en él escuchada, considerada, ponderada. Esto no es el caso de facto. La pregunta que aquí me atañe es si esto es posible en principio. El espacio público, al incluir a algunas, excluye inevitablemente a otras porque tiene un rango de apertura limitado. La pregunta es si este rango está fijo, si siempre es el mismo. Si esto no es así, entonces podríamos pensar en formas de la exclusión que no son dañinas, que no son sordas, que están dispuestas a abrirse y dejarse afectar. Retomaré la posición de Arendt con este tipo de consideraciones en mente para defender que ella puede contribuir a encontrar un modo de reestructurar nuestras prácticas y detener la injusticia epistémica. La idea es que nuestro “estar juntas” no implica una noción común del bien común, que esta está siempre en flujo y se actualiza constantemente.

V. El consenso como obstáculo de lo común

La discusión y los planteamientos en torno a la injusticia epistémica que presenté al inicio de este texto dejan ver que “el daño no es lo injusto o mal contado dentro de [un] orden, sino lo que [ese] orden cuenta mal” (Quintana, 2020, p. 52). Dicho de otra manera, el mal o perjuicio ocasionado por las injusticias testimoniales y hermenéuticas (entre otras formas de la injusticia) tienen una dimensión individual y potestativa, pero tienen otra fundamental -más difícil de combatir y diagnosticar- de orden social o colectivo. El menoscabo que ellas ocasionan no proviene exclusivamente de la falta de voluntad o capacidad de ciertos sujetos particulares para escuchar, mirar o atender a otras personas, sino de una sordera y ceguera estructural, de una invisibilización y un silenciamiento resultado de una configuración social, de cierto modo de relacionarnos que propicia y hace posible la displicencia hacia la otra como punto de partida. Esta configuración social se materializa en prácticas e instituciones que reproducen (y garantizan) esta forma de relacionarnos. Dado que el sistema que da cabida a estos fenómenos se da por sentado y se asume como el mejor y único posible (y existente), se cree que todas debemos ajustarnos a sus exigencias (Eraña, 2021). Quienes no lo hagan, quienes salgan de ese orden, deberán ser disciplinadas para encontrar cabida en el mundo o bien, si no lo hacen, continuarán como inexistentes.

Si estas ideas son aceptadas y si el argumento que esgrimí antes en contra de la posibilidad de emparejar el terreno para combatir la injusticia resulta razonable, entonces parece que la mejor manera de hacer esto último es a través de una reconfiguración total de la sociedad, del establecimiento de nuevas prácticas y formas de relacionarnos distintas de las actuales. Esto involucra, entre muchas otras cosas, repensar nuestros espacios de encuentro o confrontación (incluso revisar críticamente estas dos nociones y sus implicaciones prácticas), entre los cuales se encuentra el espacio público. Algunos de los problemas principales con su materialización en nuestra realidad política tienen que ver con que actualizan tres de los supuestos prevalecientes en la posición teórica tipo habermasiana sobre él, a saber (i) el espacio público hace posible un debate racional (en el que se escuchan todas las voces); (ii) es deseable fundar la vida social sobre los consensos que pueden alcanzarse en él; y (iii) existe una noción común del bien común.8 Estos tres supuestos son falsos, al menos en el mundo tal como es hoy. Si lo que prevalece aquí es la exclusión, entonces ninguno de ellos se satisface. Veamos.

En la medida en que existan grupos silenciados y/o invisibilizados (i) será simplemente falso. La idea de que el espacio público es un lugar de debate, uno en el que se escucha a la otra, en el que se exponen puntos de vista propios y que avanza hacia un consenso suena como algo en principio deseable, pero es un lugar simplemente inexistente. La idea del debate racional parte de dos conjeturas importantes: (a) la racionalidad se exhibe a través del despliegue educado de ciertas habilidades verbales y (b) hay significados fijos y compartidos que se expresan en las proposiciones emitidas por los hablantes y estos son escuchados por los oyentes. Como han argumentado un número importante de teóricas feministas (Cf.Fraser, 1990), lo primero involucra una renuncia a la personalidad propia, un oscurecimiento de la singularidad y una imposición de modos que terminan por modelar expectativas y formas de relación con las otras. Lo segundo borra la diferencia y dificulta la posibilidad de cuestionar nuestra capacidad para comprender lo que la otra dice.

El primer punto presupone que “hay hablantes, argumentos y situaciones que pueden contar como… razonables”, y que es esta razonabilidad lo que nos permite “ponerle fin a la discusión sobre estos términos y con esto […] descartar el desacuerdo” (Quintana, 2020, p. 239). La idea es que el acuerdo es posible porque hay un fondo de racionalidad común que hace posible la comunicación y comprensión mutua. Desde esta perspectiva, existe un vínculo intrínseco entre “ser racional” y “ser un hablante”. Ser racional significa ser capaz de hablar de una forma educada, esto es, requiere de un conocimiento y uso correcto de las reglas de la retórica, una capacidad para aplicar adecuadamente (y en la mayor medida posible) los principios básicos de la lógica a la hora de argumentar y hacer inferencias, y un estilo expresivo que se adecue a las expectativas de ese público así educado. Quien no satisfaga estos criterios de racionalidad, no contará siquiera como hablante (las voces que tengan un origen distinto al del privilegio no serán voces, sino ruido).9 Aquí es importante tener en mente que hay distintas teorías que dan cuenta de los procesos de fijación de significado y que algunas de ellas nos permiten pensar que no por fijos los significados son compartidos, ni viceversa. También tiene sentido sostener que la fijación es indeterminada, contextual y temporal. Así, lo que unas dicen y lo que otras oyen no necesariamente tiene el mismo sentido (y si pensamos que este fija la referencia, entonces tampoco compartirán necesariamente referente).

Además, y en relación con esto último, vale la pena pensar respecto de la diferencia que existe entre oír y escuchar: lo primero en general involucra la traducción o adaptación de lo dicho a lo que se quiere (o puede) oír (a lo que una habría dicho en ese lugar); lo segundo involucra un esfuerzo por fijar la atención en lugares no sobresalientes para la posición que una ocupa, o estar dispuesta a hacerlo en lugares desconocidos, no habitados y probablemente incómodos. La escucha involucra a la imaginación y es polifónica: se trata de pensar cómo no soy (Yébenes, 2020, p. 256) y desde ahí imaginar posibles modos distintos de ser; involucra “producir un mundo que no fue y debió llegar a haber sido” (Acosta, 2020, p. 35), o uno que probablemente no ha llegado a ser pero que puede ser, implica reconocer que puede haber mundos que son sin ser vistos y que hay otros que están por ser. Dicho de otro modo, aquélla requiere de la capacidad de percatarse de la posible incomprensión y de la pregunta constante respecto de quién (es la persona que) habla y qué es lo que dice (cuestionar si esto es lo que oigo). La idea es que entre más puntos de vista diversos tengamos presentes cuando escuchamos lo que otras dicen, mejor podremos imaginar cómo sentiríamos y pensaríamos si estuviésemos en su lugar (Yébenes, 2020, p. 26), esto es mejor podríamos escuchar y, por tanto, comprender sus experiencias y afirmaciones. Por otra parte, siempre será posible (y casi siempre será el caso) que aquello que quienes detentan el poder consideran como “bueno” o como “lo mejor para todas” no sea tal para toda o cualquiera y por tanto la tercera suposición (iii) es en principio y de hecho falsa. En principio porque la posibilidad de que existan distintas concepciones del bien (y del bien común) estará siempre abierta, y de hecho porque en nuestro mundo hay tantas maneras de pensar el bien común como pueblos lo habitan. Para muestra basta un botón: hay un profundo desacuerdo y diferencia entre “un común pensado, desde la perspectiva de la financiarización y la prosperidad económica […], y un común pensado desde la vida en los territorios, desde preocupaciones ambientales que atañen a la forma de vida” (Quintana, 2020, p. 195). Me resta examinar la verosimilitud de (iii), esto es, de la idea del consenso como fundamento de la vida social.

Finalmente, respecto del segundo supuesto (ii), Laura Quintana (2020) argumenta convincentemente a favor de la idea de Rancière según la cual “la exclusión no es sino el otro nombre del consenso” (Rancière, 1996, p. 145). Desde la perspectiva de esta autora, la lógica que subyace a la noción de consenso es la de la inclusión, donde esta involucra una exigencia de transformación de toda la que no cabe, un borramiento de las diferencias epistémicas y la desaparición de algunos pueblos y personas. La idea central es que el consenso fija una realidad y cualquier voz o experiencia que no quepa bajo la descripción que aquél determina del mundo se convierte en peligrosa, en extranjera, en ajena; es una amenaza para la existencia toda. El consenso, continúa Quintana, es una forma de gobernar que “evita los conflictos entre las partes de la población concernida” (2020, p. 198), pero este es un acuerdo ciego y sordo montado sobre la homogenización (y la hegemonización) de la realidad. Esta autora nos dice que el consenso supone una comprensión de lo común que reduce la dimensión del conflicto de la vida social[…] no meramente porque dejen de reconocerse distintas visiones que podrían producirse sobre la realidad social o porque el espacio público deje de verse como un espacio para la deliberación y tienda a asumirse[…] como un espacio de gestión y administración[…] El conflicto se reduce e incluso se anula porque se cierra el espacio para que puedan aparecer interpretaciones realmente otras de la realidad social (Quintana, 2020, p. 200).

La idea es que pretender en algún punto el terreno común queda fijo -creer que y actuar como si el espacio público fuese un terreno parejo o un territorio neutral y las posiciones que lo organizan fuesen equivalentes en términos de su capacidad de movilización- puede alejarnos del conflicto, pero también nos impide mirar la complejidad de la realidad social. No todas ocupamos el mismo lugar, ni compartimos posturas. La manera de estar colocadas en nuestro “estar juntas” es variada. Una ubicación particular lleva consigo un modo específico de ser vista, un modo peculiar de relacionarse con las otras. Nuestras posiciones nos dan una perspectiva desde la que miramos el mundo social, esta se hace cuerpo en nosotras y nos lleva a actuar, hablar, expresarnos de cierta manera y también -y de manera muy importante- a generar expectativas específicas para nosotras mismas y de las otras. Esta posicionalidad no es horizontal, las sociedades son disparejas y eso significa que hay cosas ocultas para unas posiciones, pero no para otras. Hay condiciones materiales posibles y reales para las unas, pero inaccesibles para las otras. Un asunto paradójico es que la posibilidad de tránsito entre posiciones cuando de lo que hablamos es de formas de mirar la realidad es mayor para los grupos marginados, pero si hablamos en términos de las condiciones materiales, entonces el tránsito es inviable o muy difícil para ellos. Esto hace que los grupos marginados tiendan a tener una mirada más amplia y comprehensiva de la realidad, pero también más desdeñada y comúnmente silenciada. Suponer que el consenso apisona el terreno involucra modos de proceder que promueven los silenciamientos y las invisibilizaciones. Como dije antes, la transformación de la realidad social y el hallazgo de lo común requieren de la escucha, pero también de la confrontación.

Para sustanciar la importancia que esto tiene a la hora de pensar acerca del espacio público, la injusticia epistémica y la construcción de lo común parece útil distinguir la confrontación del enfrentamiento. Este último no hace uso de la escucha, sino que se monta sobre imágenes especulares que nos regresan siempre nuestra propia mirada, nuestra propia comprensión y percepción de los fenómenos, nuestro propio pensamiento acerca de ellos (quizá distorsionado o acaso invertido, pero nuestro siempre). En un enfrentamiento la palabra ajena es ruido que puede dejarse pasar porque el objetivo en estos casos es triunfar frente al oponente, imponer una posición, corroborar su corrección y validez a través de interpretaciones que usen siempre el marco propio. La confrontación, por otra parte, alude a un choque de posiciones o miradas que, precisamente al colisionar hacen a la otra mirar que hay otro modo de mirar, de imaginar y de habitar el mundo. Esta nos obliga a salir de nosotras mismas y ocurre cuando nos dejamos afectar por las otras, por lo otro; cuando lo que ellas dicen, piensan o hacen nos sorprende y permitimos a nuestra curiosidad hurgar; cuando las vulnerabilidades propias y ajenas se encuentran y se hablan en silencio. Esta no ocurre a menudo y no puede hacerlo en entornos donde existen estructuras opresivas que nos obligan a esconder nuestra fragilidad, nuestras dudas y certezas. La confrontación hace visible lo que está entre las posiciones diversas y contribuye a hacer ostensible lo que no comprendemos e incluso lo que quizá no podemos aceptar. Esto que se encuentra en el medio, que aparece como puente entre unas y otras posiciones, es lo común.

Estos argumentos ofrecen buenas razones para comenzar a imaginar un lugar de encuentro que no aspire al consenso, sino que se estructure desde otras coordenadas. Para ello quizá debamos modificar la pregunta que guía nuestras inquisiciones sobre la política (su racionalidad y su naturaleza). Quizá en vez de preguntar qué somos todas juntas y/o cómo podemos ser todas juntas, vale la pena indagar la manera de trazar puentes entre las muchas que somos. Quizá vale la pena preguntar qué vínculos podemos trazar para seguir siendo todas diferentes. Quizá vale la pena pensar en cómo hacer de este un mundo donde quepan muchos, que de lo que se trata no es de hacernos iguales entre todas, sino de mirar cómo es cada una y aprender que los ojos son para mirar al otro, para “saber que es y que está y que es otro y así no chocar con él, ni pegarlo, ni pasarle encima, ni tropezarlo”, para “mirar dentro del otro y ver lo que siente su corazón. Porque no siempre el corazón habla con las palabras que nacen los labios. Muchas veces habla el corazón con la piel, con la mirada o con pasos se habla” (Subcomandante Marcos, 2008, p. 40).

VI. La búsqueda de la justicia: repensar lo común

Las sociedades como la nuestra son espacios estratificados que tienden a silenciar a las posiciones que se encuentran más abajo. La idea del espacio público se monta sobre la posibilidad de establecer un consenso que haga frente a la fragmentación propia de la posicionalidad y que priorice “la visibilidad y la transparencia frente al secreto y la negociación privada; la actuación y la participación ciudadana frente al monopolio decisional; el énfasis en lo general frente a la eclosión de los intereses particulares” (Rabotnikof, 2011, pp. 14-15). Pero, dada la configuración de nuestras sociedades, la serie de vicios que constituyen hoy al espacio público, no parece posible pensar en un espacio público que evite la injusticia epistémica (que evite los silenciamientos). Así, no parece posible salir de una sin evitar al otro, por lo que o bien aceptamos que la noción ideal de espacio público es irrealizable, esto es, que no existe un lugar común, o bien que debemos revisar dicho concepto y combatir la sordera prevaleciente frente a modos de pensar el mundo y la vida que no son acordes con los prevalecientes, el silenciamiento de modos de vida alternativos y la incomprensión (e incomprensión de la incomprensión) de las experiencias ajenas.

El combate a la injusticia no consiste únicamente en la creación de nuevos derechos. Tampoco consiste en incluir -en un espacio construido con modos determinados- a quienes tienen otros modos de mirar, de vivir, de experimentar el mundo. Ella requiere de la reconfiguración de las relaciones sociales, de la aparición de nuevos actores y de la producción de nuevos espacios y nodos en la sociedad. La justicia requiere de “procesos de subjetivación política que afirmen la capacidad de cualquiera para intervenir sobre los asuntos que les conciernen, y no en instancias de representación que busquen o puedan dar lugar a cierto consenso” (Quintana, 2020, p. 347). Las estructuras sociales que nos tejen y hacen hoy promueven la ignorancia y dan lugar a distintas formas de arrogancia asociadas a ella. Lo que parece hacer falta para hacer posible la escucha y la mirada es la humildad, esto es, el desarrollo de una capacidad para reconocer que nuestra mirada es limitada, incompleta y que quizá incluso esté errada. Esta humildad no es algo que depende de la voluntad individual, es más bien una virtud que sólo puede desarrollarse en un entorno social, que requiere de modos de relacionarnos que no pongan en riesgo nuestra dignidad y nuestra autoestima al mostrar nuestra vulnerabilidad, nuestra falibilidad, nuestra incompletud. La verdadera humildad “es producida y alentada por el tipo correcto de relación con la alteridad” (Yébenes, 2021,p. 92), en este sentido, es una virtud relacional, que requiere que cada una salga de sí, que todas permitamos que las otras personas -las que son más diferentes de nosotras y más nos confrontan con nosotras mismas- nos afecten, nos hagan movernos del lugar en el que nos encontramos.

Si es cierto que la noción de espacio público busca dar cuenta de la racionalidad de la política y si pensamos que no existe una única noción de racionalidad, ni una manera determinada y fija de ser racionales, entonces podemos empezar a imaginar un espacio múltiple, o quizá podemos pensar que no existe un espacio público, sino distintas maneras de pensar lo común y distintas formas de hacerlo común. Lo que hay son distintos públicos para quienes se hacen ocultas o transparentes distintas formas de habitar un espacio y, en este sentido, el espacio que cohabitan está siempre en construcción, es el lugar en el que se hace visible lo no-común, en el que sistemáticamente hay una confrontación que hace posible la construcción de distintos sujetos políticos y epistémicos. Es aquí donde la posición que presento se encuentra con Arendt (1997): se trata de un lugar en el que se tejen las diferencias a través de la construcción de puentes, donde se expresan las distintas maneras de vivir y sentir el mundo social, donde se exhiben y constituyen los problemas; a diferencia de ella también sostengo que es ahí donde aparece la confrontación que ilumina los desacuerdos, los hace palpables y permite la movilización de la sociedad. Bajo esta mirada, la búsqueda de la justicia pasa por el reconocimiento de la diferencia y por la construcción de interpretaciones múltiples y variadas de la realidad (social) que den cabida a todos los modos de vida actuales y potenciales, que amplíen nuestro bagaje común de conocimiento y nos conduzcan hacia una comprensión cabal de la realidad. Desde mi perspectiva, el espacio público está hecho de una serie de procesos en los que continuamente se revisa y define qué es la comunidad, lo común, lo razonable. En este sentido, la política es la construcción continua de lo que somos y de la expresión de lo que podemos ser. Si la pensamos así, podemos empezar a caminar hacia la justicia, podemos empezar a reconocer que podemos ser otras (esto es, podemos ser las que queremos ser y no estamos determinadas a ser las que aquí hoy podemos ser o somos).

Ahora bien, pensemos en la política como las formas de vida colectiva que articulan y se articulan en torno a las diferencias y la confrontación que las hace visibles. Esto nos permite pensar en el papel que la resistencia epistémica tiene en el combate a la injusticia y en la reorganización social. Los grupos marginados y marginales han desarrollado mecanismos de resistencia, esto es, han producido dispositivos para mantener vigentes y vivas sus maneras de comprender e interpretar la realidad social, han encontrado modos de producir ecos (al menos locales) para sus voces e incluso de que estas introduzcan temas, problemas y miradas en los espacios compartidos con los otros grupos. Medina sostiene que esta resistencia consiste en retar ciertas sensibilidades para confrontarlas con sus propias limitaciones, puntos ciegos y adormecimiento afectivo (Medina, 2019, p. 30). Dice, además, que el activismo epistémico busca erradicar lo que él llama la fricción emocional negativa, esto es, los obstáculos que los sujetos enfrentan para superar su complicidad con la opresión, y promover la fricción positiva, esto es, las actitudes emocionales y las respuestas que requieren ser movilizadas para resistir la opresión tales como la empatía y la rabia (Medina, 2019, p. 26). De acuerdo con Medina, la obligación a resistir lleva consigo muchas responsabilidades epistémicas: luchar contra la ignorancia, conocerse a una misma y a las otras en ciertos respectos, resistir vicios epistémicos, entre otras (Medina, 2013, p. 14). La resistencia está conectada con la solidaridad y, en este sentido, puede asociarse con la noción de política relacionada con la comunidad y con las formas de vida autónoma. Desde mi perspectiva, para que esta manera de pensar y hacer política no se quede atorada y caiga en la sordera y ceguera en que vivimos es necesario reconocer que lo que se solicita no es un despliegue de empatía que comúnmente se asocia a la condescendencia. La solidaridad, más bien, debe empujar y promover desplazamientos “de las propias suposiciones, convicciones y sentido de control” (Yébenes, 2021, p. 94), debe fomentar procesos de transformación de las subjetividades a través del encuentro (no siempre sutil, agradable o terso) con la otra. Uno de los puntos cruciales de comprender esto último tiene que ver con la posibilidad de combatir la injusticia epistémica. Esta depende (al menos parcialmente) de nuestra capacidad para comprender que la sociedad está hecha de miradas diversas y, sobre todo de distintas posiciones. En resumen: lo común puede exhibirse sólo si se reconoce que la estructura de privilegios es va en detrimento de las relaciones sociales y promueve la injusticia, si se hace de (re)conocimiento colectivo el privilegio de unas lastima a otras de manera injustificada.

VII. Reflexión final

La sociedad es un tejido que se anuda de distintas maneras en distintos tiempos. En este sentido, no es una entidad fija y determinada, sino que está en constante movimiento y configuraciones peculiares a través del tiempo. En ella habitan personas muy diversas y esta pluralidad -el inmenso número de interpretaciones reales y posibles del mundo y la realidad que existe- enriquece a la sociedad. Pero esta diversidad involucra el desacuerdo y, por tanto, la confrontación. Aquí he argumentado que no debemos temer a esto último, ya que sólo si reconocemos el carácter confrontativo del espacio público podremos promover la fricción epistémica (Medina, 2013) que nos permita contemplar las perspectivas diferentes que constituyen nuestra realidad social sin polarizarlas o dicotomizarlas, sin presentarlas como exhaustivas, correctas o mejores que las demás. La idea de fondo en mi planteamiento es que la racionalidad de la política no se encuentra en el lugar del acuerdo; sino en aquello que nos dice (de manera escandalosamente silente) el desacuerdo, en los espacios que quedan vacíos de ruido y que hacen posible comprender mejor nuestra propia voz y las voces ajenas. Esta posibilidad quizá abra el camino para buscar la justicia.

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1El fenómeno que ha sido recientemente capturado bajo el rubro de la injusticia epistémica es de larguísima data. El concepto que lo nombra, sin embargo, es de reciente cuño y suele atribuírsele a Miranda Fricker (2017). Otras nociones como las de violencia (Spivak, 1996) u opresión (Dotson, 2011) epistémica le preceden. Aquí me centraré en la caracterización de Fricker, aunque recurriré también a planteamientos más recientes y sofisticados para dar una idea somera de lo que busca capturarse con esta noción.

2Vale la pena aclarar que en lo que sigue haré una generalización (no garantizada) cuando haga referencia a nuestras sociedades. El ejemplo base sobre el cual hago esta acción es el de México y el permiso que tomo para hacerlo proviene del supuesto según el cual en el mundo prevalece una forma de organización social el capitalismo que tiene distintas formas de hacerse cuerpo, pero que opera bajo los mismos principios en cualquier lugar.

3Los prejuicios identitarios son juicios previos que no prestan la debida atención a la evidencia y, en este sentido, son epistémicamente defectuosos. Éstos se originan en los estereotipos que usamos para clasificar la realidad social y, más en particular, los grupos sociales. De acuerdo con Fricker, éstos nos sirven para construir nuestros juicios de credibilidad (2017, p. 61), mismos que se basan en concepciones colectivas de ciertas identidades.

4La idea de arriba expuesta hace eco de la noción de ignorancia activa propuesta por Medina (2013). Este autor dice que ésta es un mecanismo de defensa útil para preservar el estatus quo.

5Es importante mantener en mente que esta sordera no es necesariamente consciente o voluntaria, pero es, en todos los casos, dañina.

6Podría pensarse como un espacio lógico, esto es, como una distribución de todas las posiciones reales y posibles que hay respecto a problemas sociales o políticos (actuales o posibles). Si bien esta es una manera interesante de pensarlo en tanto que haría posible que existieran posiciones, opiniones o interpretaciones sin portadores reales, no conozco a nadie que la defienda. Aquí no la tomaré en consideración no sólo por esta razón sino también porque, como dije, me parece que la teoría ideal es más adecuada y sustantiva si se ajusta a las lecciones que trae consigo la metodología de la vía negativa. Esto es, desde mi perspectiva, si estamos hablando de posiciones políticas, entonces hablamos de posiciones que realmente son defendidas por personas en un tiempo y en un lugar determinado. Agradezco a una dictaminadora anónima hacerme ver y pensar en este punto.

7Incluso podríamos decir que algunos grupos que pueden participar en el espacio público porque satisfacen mínimamente los criterios de racionalidad en juego quedan también excluidos. Esto ocurre siempre que, por ejemplo, alguna minoría no se siente representada en la decisión final o en la formulación de un problema o una solución. Estos casos son complejos y sutiles: involucran lo que podríamos llamar el “mayoriteo”, esto es, una exclusión o un silenciamiento interno (Marion Young, 2000).

8Este supuesto es compartido, con variaciones, por las dos posiciones que presenté anteriormente respecto de qué es la política. La diferencia fundamental entre ellas es que una piensa que dicha noción es el resultado del diálogo racional, mientras que la otra (la que sostiene Arendt) sostiene que emerge de la acción autónoma y solidaria.

9En este sentido, serán discriminadas antes de poder hablar, serán sujetas de una exclusión externa. Es interesante pensar en este punto que el ruido en cuestión se produce por quienes discriminan y que es este ruido lo que les impide comprender. Parecieran no percatarse de que el ruido se transforma en voz y sentido cuando hay silencio, pero que ellas son incapaces de guardarlo.

* Con apoyo del Proyecto PAPIIT IN400221, UNAM

**Cómo citar este artículo: Eraña, A. (2022). ¿Es posible la justicia epistémica sin un lugar común? (Hacia una reconceptualización del espacio público y las relaciones sociales). Estudios de Filosofía, 66, 9-31 https://doi.org/10.17533/udea.ef.348998

Recibido: 21 de Abril de 2021; Aprobado: 30 de Abril de 2021

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