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Estudios de Filosofía

versão impressa ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.68 Medellín jul./dez. 2023  Epub 03-Ago-2023

https://doi.org/10.17533/udea.ef.351748 

Artículos de investigación

Archipelismo y decolonialidad. Pensar con Edouard Glissant* **

Archipelagic Thought and Decoloniality. Thinking with Édouard Glissant

Marc Maesschalck1 

1Université catholique de Louvain, Louvain-la-Neuve, Bélgica E-mail: marc.maesschalck@uclouvain.be ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5422-1405


Resumen

Este artículo relaciona cuatro conceptos presentes en el pensamiento de Édouard Glissant (poética, opcionalidad, exterioridad y desaprendizaje) para demostrar que estos también están presentes en distintos autores de la teoría decolonial. Dichos conceptos permiten salir del cuadro del hipercriticismo moderno, para entrar en una filosofía de la relación que abre posibilidades nuevas de encuentro intercultural. En vir- tud del recurso permanente al contraste entre Glissant y la escuela decolonial, el texto recorre temas clásicos de esta última tales como: colonialidad del poder, del saber y del ser, y la pedagogía y el feminismo decoloniales.

Palabras clave: Édouard Glissant; decolonialidad; archipelismo; pensamiento; poética; opcionalidad; exterioridad; desaprendizaje

Abstract

This article relates four concepts present in the thought of Édouard Glissant (poetics, optionality, exteriority, and unlearning) to show that they are also present in different authors of decolonial theory. These concepts lead us out of the framework of modern hypercriticism and allow us to enter into a philosophy of relation that opens up new possibilities for intercultural encounters. Through the constant recourse to the contrast between Glissant and the decolonial school, the text goes through its classic themes, such as the coloniality of power, knowledge and being, and decolonial pedagogy and feminism.

Keywords: Édouard Glissant; decoloniality; archipelagic thought; poetics; optionality; exteriority; unlearning

Las tres decolonialidades

De entrada, si la presentamos en sus términos iniciales, es decir, en los del movimiento colonialidad-decolonialidad, desde finales de los años 80, la decolonialidad es el proyecto de concluir una decolonización suspendida y reprimida por un estado de sumisión a un modo de ser inauténtico, a saber, el de la colonialidad. Esta es una forma ontológica de institución que constituye el ser independiente sobre la denegación reprimida del sí dominado. De hecho, el sí independiente se acepta como sí dominado sanado y liberado por su emancipación y por su derecho de ser un dominante, según el código instituido primero por el dominador. Así pues, ese sí dominante se halla desposeído a sus espaldas de la elección de crear su manera de “dominar” o incluso más radicalmente todavía su manera original de ejercer, allende los discursos de independencia y de autenticidad, un “poder” sobre esa vida y sobre la naturaleza que la garantiza; se halla desposeído incluso del poder de crear su manera de exorcizar colectivamente su trauma.

Desde el comienzo, para la razón decolonial todo es cuestión de poder. No estamos ante la afirmación de un principio, sino de un hecho. En este sentido, el sociólogo peruano, padre del movimiento, Aníbal Quijano Obregón, focalizó la cuestión de las primeras trayectorias decoloniales sobre la matriz colonial del poder. Recurriendo a esta misma base, Walter Mignolo no ha dejado por demás de explicar su propia elección de un enfoque que privilegia la pregunta en torno a una matriz que determina los modos de intercambio entre productores, entre sexos, entre culturas, entre racializados, etc. Por otra parte, la propuesta de Quijano no cobra sentido solo dentro de su punto de vista marxista acerca de las relaciones de producción y de acumulación desigual inducida por la explotación capitalista. Esta permite también, como afirma la feminista Rita Segato, la reapropiación de las estructuras elementales de la violencia a partir de un esquema en el que las diferencias de sexo, color, función económica, estatus culturales conversan entre sí para constituir un universo único de discriminación y de represión. En este universo, la acumulación de vulnerabilidades (mujer + negra + trabajadora + analfabeta) adquiere un sentido operatorio como legitimador de la violencia. Cuanto más se acumulan las vulnerabilidades en una existencia singular, más se concentra el poder en alejar lo vulnerable del acceso al derecho, a la expresión de sí, al sentido, a la verdad. Quijano no busca simplemente describir el carácter multidimensional de la hegemonía; busca más bien su estructura elemental, que consiste en la intensificación de su poder de anulación de los derechos en función de la monstruosidad de un fuera- de-norma supuestamente imaginario, unificador de inferioridades o de vulnerabilidades. De dicha función estructural que define la violencia del poder hegemónico, Mignolo conserva, por su parte, el recurso epistémico a un enfoque matriz. Ciertamente, para Quijano es un asunto de decolonialidad del poder, pero la condición que activa espontáneamente para lograrlo -y que exige aún ser explicitada- es la elección epistémica de dicho enfoque matriz. Este enfoque permite denunciar la estructura hegemónica de la colonialidad, al tiempo que se distancia de ella develando así su estructura imaginaria, a saber: la monstruosidad de la inferioridad acumulada, el Todo-Uno del Otro que debe ser dominado, o sus partes de no-ser que lo vinculan a un saber de sí mismo que lo excluye y lo condena (no ser hombre, no ser blanco, no ser amo, no ser culto, etc.). Mignolo señala en este planteamiento de Quijano un aspecto epistemológico esencial. En efecto, Quijano se basa en una crítica implícita a la racionalidad puesto que lucha desde el principio por descentrarla de sí misma relacionándola con una elección. El hecho de tener o no en cuenta el carácter matriz de la colonialidad se relaciona con una ausencia de reflexión acerca de la opción del saber. A partir del momento en que dicha capacidad de opcionalidad del saber es puesta entre paréntesis, la colonialidad termina incorporándose a los espacios suspendidos de la decolonización, a través de discriminaciones de género, del racismo sistemático o de la marginalización de minorías... No hay decolonialidad del saber sin aceptación de la opcionalidad del saber. Aceptar el planteamiento de una hipótesis según la cual la incorporación de estructuras elementales de la colonialidad forma un orden rutinario de repeticiones, tanto como un horizonte de certezas reproducibles (habituales o estereotipadas), es una opción fundamentalmente accesible a todo itinerario racional. Pero esto se logra en la medida en que este admita que el hecho de rehusarse a incorporar dichas estructuras constituye simplemente la opción opuesta, que favorece el mantenimiento del statu quo y del no ver. Es necesario probar el enfoque matriz de la colonialidad para concebir la colonialidad del saber, lo mismo que podría decirse de otras teorías críticas radicales tales como el black feminism o el afropessimism, por mencionar algunas.

Al mismo tiempo, esta cuestión del desfase con relación a una matriz hegemónica no se limita a un ejercicio de radicalidad epistemológica. Pone en juego, más bien, un aspecto más fundamental todavía de las relaciones entre la razón y lo real: la condición ontológica de la relacionalidad. Tal es el aspecto en el cual Maldonado-Torres, lector de Levinas y de Fanon, insiste con más fuerza, a la hora de exponer su idea de una decolonialidad del ser. La opción decolonial va más allá de una transformación de la relación hegemónica con la racionalidad. Esta procura establecer, por su desfase, otro poder de relación con un real no imaginado por la dominación. Pero precisamente, un tal desfase exige al mismo tiempo desprenderse del ser predicativo ideal que promovía el deseo hegemónico. Se trata de una relación con lo indeseable, con lo que “no valía nada” y con lo que no podía más que “no ser” ante el derecho: los “condenados de la tierra” de Fanon o esos “cuerpos que no valen nada”, como diría hoy J. Butler. La relación buscada de este modo debería, desde entonces, proceder tanto de lo que había sido apartado y eliminado, del ser suspendido por la existencia colonial, como de un no ser producido por la existencia colonial, para ser más coherente ontológicamente. Este no ser es un fuera-de-norma y fuera del sentido, como la vida nuda propia de un estado vegetativo en el que aparece la huella de un “coma desvitalizado” [!] La decolonialidad del ser desemboca en una ontología del no ser producido y querido por el orden colonial e incorporado por la colonialidad, un no ser fuente posible de otra forma de relacionalidad con lo que no es esencia común, verdad universal, justicia incondicional (todo lo que le gusta, por el contrario, a la metafísica liberal, según Rorty, y al humanismo, según Althusser). Con Maldonado-Torres nos hallamos ciertamente tras las huellas del otro modo que ser del no ser del rostro, o del otro como mandamiento o llamada a una forma diferente de relacionalidad.

La plusvalía feminista

Colonialidad del poder, colonialidad del saber, colonialidad del ser: tres etapas decisivas; matriz hegemónica, opcionalidad, no ser: he aquí lo que nos conduce, en este escrito, a una nueva peripecia de la aventura decolonial, es decir, al feminismo decolonial y particularmente a la peripecia del regreso al asunto inicial, a saber el de las estructuras elementales de la violencia (Segato, 2011).

Si el aspecto acumulativo (interseccional incluso) de la violencia ha sido bien puesto en evidencia, otro aspecto debe todavía ser tomado en cuenta en función del no ser. Se trata más estrictamente de la aniquilación o del homicidio, el aspecto de la mutilación y del desmembramiento de los cuerpos como signo de la potencia patriarcal, especialmente ejercida sobre la facultad de dar a luz. La pulsión de destrucción que fue transmitida desde los genocidios y las masacres coloniales a las masacres y los genocidios poscoloniales se refleja de manera particularmente alarmante en el recurso a los feminicidios. Estos actos expresan otra dimensión de la estructura elemental de la violencia que conjuga hoy el gozo depredador con un proceso “pedagógico” que es, de suyo, la clave de su repetición. La iniciación al gozo en las violencias contra las mujeres funciona como una pedagogía de la insensibilización y de la banalización colectivas. Mientras que los agresores ostentan su fuerza bruta y su soberanía imaginaria, los códigos de la matriz hegemónica tratan de enviar estos actos al desván del no ser de las personas concernidas. Ora se los contiene dentro de la esfera doméstica como si esos actos malintencionados caracterizaran derivas pasionales o pulsiones mórbidas provenientes de traumatismos de guerra; ora se los reinterpreta como mensajes dirigidos a grupos dominantes, en un odio escrito sobre los cuerpos de las mujeres desmembradas; ora se banalizan esos actos presentándolos como consecuencias patológicas producidas por la droga, las guerras entre narcotraficantes, o la errancia migratoria que ofrece presas fáciles a coyotes y traficantes de toda laya… Esta “pedagogía de la crueldad” (Segato) es de una eficacia aterradora puesto que constituye ya relatos de que se apropian los públicos de la esfera mediática y de la esfera política. Se desprende así, en la razón colectiva (y no únicamente en el imaginario), el no ser de una mujer joven, desenraizada, indocumentada, desligada de la protección familiar o tribal que permite (se sobreentiende: que facilita, que incluso autoriza o justifica) su captura y su utilización para marcar un territorio o simplemente para gozar de un sentimiento de conservación o de potestad sobre la vida.

Esta estructura elemental, estudiada por demás por otra investigadora, la colombiana Daniella Prieto Arrubla (2020), revela una pedagogía que asegura la repetición de la matriz del poder en función del no ser que niega. Por esto, el feminismo decolonial, el de Catherine Walsh ciertamente, pero también el de Rita Segato o el de Raquel Gutiérrez insiste tanto en el asunto de una contrapedagogía. Si experimentar la opcionalidad de la razón es tan importante para abordar los estudios decoloniales es porque dicha opcionalidad no tiene que ver únicamente con un desfase respecto a una factualidad de la razón, de la que podría uno abstractamente desprenderse aceptando una hipótesis acerca de su condición de matriz heredada. La opcionalidad indica más radicalmente una contraviolencia necesaria respecto a una estructura práctica -patriarcal (Bolla, 2019)- que nos condiciona actualmente y que permea nuestra aprehensión tanto de la violencia como de la manera de reaccionar a esta y de poder someterla a normas.

Tal contraviolencia hoy en la investigación decolonial concierne al lenguaje como forma privilegiada del discurso de la razón (y por lo mismo en tanto que estética), de lo verdadero, de lo universal. Pero concierne asimismo el vínculo con un pasado, con una tradición y con su transmisión como garantía de una pertenencia, a la manera de una línea patriarcal-seminal. La contrapedagogía decolonial comporta así dos dimensiones cardinales que estructuran la acción de la decolonialidad sobre las bases, inconscientes en gran medida, de la colonialidad. La primera de estas dimensiones aparentemente lingüísticas -y sin embargo, más fundamentalmente aesthésica- como lo sugieren Mignolo y Vázquez, es la de una contrapoética forzada. La deformación de los conceptos en tanto que palabras en sí mismas portadoras del bloqueo constituido por la evidencia de las ideas claras y distintas del orden moderno (el ego conquiro, por ejemplo, hoy como arquetipo de la mathesis universalis) busca más radicalmente el recurso a otro lenguaje “creolizado” de la “transmodernidad” (Dussel) que lleva en sí mismo la huella de una expresión compulsiva y obsesiva con su represión del espacio de evidencia. Este aspecto de contrapoética se traduce, a veces, haciendo uso de lenguas perdidas o exterminadas, de indigenismos impuestos por medio de un razonamiento en el que surgen repentinamente el quechua o el aimara de los mapuches. Es el caso también de la referencia a la Pachamama en Dussel y muchos otros, o la referencia al muntu en F. Eboussi-Boulaga, o incluso la exigencia de “pensar como los árboles” para referirse a las cosmovisiones indígenas y a ciertas investigaciones que tratan de “indigenizar” (Burkhart, 2019) la filosofía, principalmente con el fin de repensar la relación al territorio y a los derechos que de ello se desprenden. Como se da cuenta Carolina Sánchez (2017), en Ecuador y en Bolivia los derechos de la naturaleza o de la Pachamama incluyen una noción de buen vivir (küme mogen), central en distintas lenguas ancestrales como el aimara (sumak qamaña) de las comunidades indígenas de Chile y de Argentina.

La segunda dimensión de la contrapedagogía tiene que ver con el lazo entre la producción intelectual y el reconocimiento de su origen, su validación por parte de la autoridad de una unidad imaginaria, a saber, la autoridad de una comunidad epistémica que controla el tiempo puesto que se define por filiación. Procediendo de este modo, dicha comunidad genealógica otorga medida y razón de ser a la autoridad intelectual como si todos los lugares de ayer y hoy pudieran concatenarse unos con otros en virtud del tiempo que los transforma en figuras seminales de un mismo padre o de un mismo linaje. Esta es la razón por la cual, como sugiere Edouard Glissant, la prueba última de la decolonialidad del poder, del saber y del ser es la de desafiliación, o sea, interrumpir la unidad imaginaria de los tiempos impuesta a la diversidad de lugares y de experiencias o romper la filiación colonial respecto a las certezas atávicas del antiguo continente de la verdad. Podríamos decir, como Eboussi Boulaga, que se trata de dar a la deformación decolonial la oportunidad de una contrapedagogía que abra una brecha en el “tribalismo europeo”, atado a sus teorías de la justicia y a esas ambiciones inclusivas que tantas injusticias reales han terminado encubriendo, a la postre.

Salir del etnocentrismo: el ejemplo de Dussel

Las teorías decoloniales contemporáneas no son, ni más faltaba, las únicas que han criticado el eurocentrismo y el occidentocentrismo. Estas críticas ni siquiera están relacionadas fundamentalmente por ser pensamientos formulados a partir de lugares “periféricos”, “subalternos” o dominados. Ciertamente, los estudios decoloniales no han dejado de subrayar el centralismo occidental evidente en numerosas perspectivas de las ciencias sociales que han condicionado las visiones dominantes de los continentes y las civilizaciones destruidas o puestas en suspenso por las grandes empresas colonizadoras. Sin embargo, es posible hallar también en los debates internos de la doxa occidental conflictos acerca de ilusiones engendradas por la mitología de la “indoeuropeidad” (Fussman, 2003) o por las construcciones teóricas en torno al origen de las lenguas que tienden, en este sentido, a marginalizar al mundo eslavo en beneficio de un Occidente lingüísticamente mejor logrado. Con Trubetzkoy, el joven Jakobson (1962) había ya alzado su voz, por ejemplo, contra los grandes relatos científicos fundadores de la lingüística moderna.

Las críticas al etnocentrismo han alimentado también algunos debates entre teóricos occidentales como Rorty que usó la noción de etnocentrismo a la hora de evaluar los argumentos comunitaristas usados contra Rawls (Cruickshank, 2000), o aun cuando Habermas o Putnam (1994) retomaron a su vez la idea de etnocentrismo de Rorty para usarla en su contra y medir el alcance exacto de sus declaraciones antifundacionalistas. Pero, a pesar de su apariencia técnica, tales debates tienen en común una serie de presupuestos que se esfuerzan por ocultar: es el caso de la elección de un debate de naturaleza epistémica acerca de los fundamentos, posibles o no, de una teorización del orden social, de una capacidad nueva de la razón de articular el ser sociohistórico de un conjunto de normas y convenciones intersubjetivas con una adhesión reflexionada a su legitimidad lógica. Esta tarea racional se ancla en un espacio mental dedicado específicamente a esta libertad de pensar la cosa pública en su esencia o su no-esencia, en función de una relación que instituyen los individuos concernidos a través de una forma de discursividad erudita capaz de anticipar el sentido ideal de la comunidad justa, en una palabra, la esfera de la razón pública. Es más bien este sobrecentramiento mental característico de una manera de posicionarse frente a la existencia colectiva lo que no viene interrogado como tal porque constituye precisamente una forma de identidad ya compartida para acomodarse a la fecundidad posible de tales debates.

Al respecto, es posible considerar particularmente significativos los encuentros entre Enrique Dussel y Karl Otto Apel, que tuvieron lugar gracias al programa de diálogo Norte-Sur iniciado por Raúl Fornet-Betancourt (Hurtado López, 2007). Estas discusiones Norte-Sur, como fueron llamadas, se han extendido de facto y se han directamente autodenominado discusiones “interculturales”.1 Con ocasión de estos encuentros, y por medio de numerosos ensayos, Dussel (2013) ha buscado por todos los medios hacer oír un punto de vista descentralizado en el cuadro fundacional de una ética de la discusión, usando la red argumentativa y la escolástica específica de dicha ética. Buscaba, pues, hacer aparecer en ella la necesidad de tener en cuenta un punto de vista diferente por sus propias precondiciones y no únicamente por su aceptación del proceso global de simetrización de puntos de vista en un cuadro determinado por los principios de universalización de intereses particulares. La enunciación misma de un principio de universalización de intereses en un cuadro ideal de comunicación sin coerción (o sea, en un cuadro ético óptimo) es ya en sí misma una hipótesis de la que no pueden hacer uso, incluso en forma experimental, enunciadores determinados por la experiencia de una asimetría radical. En estos intercambios, a menudo fallidos y sin verdadera reciprocidad entre Dussel y Apel (Saint-Georges, 2016), no son tanto los numerosos argumentos dados por Dussel lo que resulta más significativo; es más bien el rechazo categórico de que estos han sido objeto y su reducción empírica a la predefinición de lo que constituye una particularidad respecto de la cual habría que distanciarse (Apel, 2013). La voz venida de otros lados no puede incitar al descentramiento puesto que, a partir del momento en que logra hacerse oír, se convierte en parte implicada de dicho asunto común que la conduce a las condiciones puestas por el trabajo de universalización de puntos de vista particulares. Hacerse oír es ya deshacerse de la alteridad absoluta que escapa a toda reconstrucción ética.

Este punto es esencial puesto que prueba también, en su principio, una comprensión de la alteridad hasta en la esfera nouménica, que la sustraería a la posibilidad de un itinerario ético. De hecho, esta alteridad existe de manera hipotética como en sí, puesto que se espera que constituya una identidad particular de referencia. En este sentido, es “lógico” que Dussel la reivindique, incluso si lo que dice al respecto no puede ser audible más que para él y sin tener otra opción más que la de fiarse de ella, para quien no participa de esta identidad. ¿Es acaso un elemento que bastaría para volver caduco el principio general de una universalización de intereses particulares? Ciertamente no, puesto que este principio se apoya en dicha posición irreductible de la identidad de una particularidad.

Sin embargo, la afirmación de una identidad no es la base de la recriminación que Dussel le hace a Apel. Es más bien lo contrario: es la afirmación de una no-identidad de sí. Incluso si Dussel es capaz de expresar a través de su itinerario intelectual una relación particular con una experiencia que lo determina fundamentalmente en su diferencia y le indica un anclaje en un espacio de dominación denegado por el alma cándida del pensador occidental, no indica a través de sus enunciados más que una doble marca de la no-identidad: a) Su enunciación formateada por el discurso ético filosófico no está en consonancia real con este universo excluido del discurso en cuestión y b) su posición de polemista exportado hacia los lugares del saber “universal” no es la de los individuos y comunidades de quienes se hace eco, al tiempo en que se distancia de dicho eco por este acto. No-identidad de sí es quizá al mismo tiempo un punto de partida más seguro que la ilusión trascendental de la que proceden el universalismo y su postura racional de polemista universal abierto a todas las formas de particularidad, indiscutibles en sí, aunque susceptibles de hacerse oír y de ser redefinidas por el ámbito del reconocimiento.

Del ejemplo de Dussel, en fin, retendremos dos aspectos que nos resultan esenciales para formular con Eboussi un pensamiento de la decolonialidad: en primer lugar, la experiencia de un descentramiento imposible puesto que impensable; y luego, la persistencia de una referencia a la identidad de sí que enmascara fundamentalmente una relación de no identidad consigo mismo, único punto de partida realmente practicable.

1. ¿Cómo pensar la decolonialidad con el archipelismo de Edouard Glissant?

Antes que lanzarse a una interpretación erudita del pensamiento y de la teoría poética de Edouard Glissant, este artículo se limita a marcar un territorio metodológico a través de cuatro conceptos que nos parecen esenciales para una filosofía de la interculturalidad hoy, a saber: poética, opcionalidad, exterioridad y desaprendizaje. Los cuatro cumplen, como veremos, un rol fundamental en diferentes autores decoloniales tales como Walter Mignolo o Nelson Maldonado-Torres, pero también en Enrique Dussel o Franz Fanon. Esta manera de proceder nos parece capital, también de manera preliminar, para llevarnos a un diálogo filosófico con Glissant acerca de las rutinas de nuestra racionalidad crítica o poscrítica, moderna o spätmodern… Entrar en el horizonte de una creación poética es antes que nada, para una reflexión crítica, una manera de interrumpir dicha rutina, que la conduce al final a elaboraciones metanormativas cada vez más sofisticadas para justificar la autoconciencia de sus carencias y la pretensión de poder atravesar sus fantasmas.

2. Sobre los límites del formalismo y del hipercriticismo contemporáneo

De hecho, el gesto que prevalece en esta clase de procesos sofisticados, que quisiera por demás aparecer como una suerte de aprendizaje continuo y, por lo mismo, como una pragmática de la autocorrección (ensayo-error-eliminación), no es en realidad más que un gesto “recursivo” de metaestabilización (lo que significa utilizar el resultado de un conjunto de operaciones como base de un nuevo cálculo: n!= n . [n-1], como en la función factorial).2 Creando un régimen de comportamiento correspondiente a cierto nivel de acción como tipos de racionalidad en Apel (1988), o aun como el reparto entre razón instrumental y razón comunicacional en Habermas (1987), es posible concebir un nuevo punto de vista que se sustraiga a la competición entre ellos, para interrogarlos como formas equivalentes o simétricas, como opciones dotadas cada una de su estilo y de su forma poética.3 Poniendo dicho punto de vista exterior que somete a los competidores a nuevas operaciones de justificaciones propias de un orden superior, un nuevo arbitraje se vuelve posible. Dicho arbitraje verifica, por ejemplo, las consecuencias de tales o cuales opciones discursivas sobre la fundación consensuada de un mundo común.4 En virtud de este mecanismo racional de meta estabilización, criterios comunes o transversales podrían ser compartidos y agenciados por racionalidades opuestas creando así una relación mutua con el límite de tal manera que, por ejemplo, una política de salud pública pueda gobernarse a la vez en función de las obligaciones de rentabilidad y de las obligaciones de interés público.

Dejamos de reelaborar dicho politeísmo de valores para establecer un punto de vista soberano capaz de producir un arbitraje aceptable, adaptado al pluralismo de visiones posibles acerca de la optimización social. En esta lógica “recursiva”, fue posible de nuevo establecer un ámbito “metanormativo” cuando funciones nuevas se estabilizaron y terminaron por diluir los límites de su propio punto de vista. Así pues, aun cuando la proceduralización de las normas en derecho se ha convertido en una evidencia en el plano de las opciones sociales; aun cuando el experimentalismo democrático se impuso como una necesidad frente a la incertidumbre; aun cuando la teoría de los contratos incompletos reemplazó la teoría estándar clásica de los contratos y modificó la relación de las partes con la temporalidad de sus compromisos; aun cuando la autoridad acerca del bien común se ha vuelto una asociación entre los intereses privados y un estado regulador de modos de autocontrol de dichos actores privados, etc. (¡todo esto poco importa!), la teoría crítica se ajusta y desplaza el cursor de la recursividad hacia un nuevo metacuadro. Puede tratarse, por ejemplo, en diálogo con las críticas decoloniales (Allen, 2016), de tomar distancia “humildemente” de modelos que han anclado las representaciones culturales y las formaciones subjetivas a juicios normativos acerca de las instituciones liberales occidentales y los modos de vida consumistas como tantas otras cumbres de la racionalización social. Puede tratarse también, en diálogo con la crítica ecológica, de poner criterios exteriores que remitan a las exigencias de un nuevo orden ecosocial capaz de decrecimiento, a través de la puesta en evidencia principalmente de la relación con la vida de las generaciones futuras, la sobrevivencia de especies en su diversidad, o incluso más radicalmente, la necesidad de tener en cuenta la indisponibilidad de un mundo (Rosa, 2020), siempre supuestamente dado en sus potencialidades y sus recursos, allí donde el hecho del agotamiento de dicho mundo debería imponerse como una nueva “metanorma”, capaz de atravesar todos los ámbitos actuales y no simplemente de aparecer como una norma que compite con otras.

Según ese proceso recursivo (Lenoble & Maesschalck, 2003) que caracteriza, a partir del giro de racionalidades limitada a la escuela de Carnegie, las tesis de Herbert Simon (1958), las teorías de Tverski y Kahnmeman (1979) o las de North (2005) y Williamson (1996) en economía, incluso las de Ostrom y muchos otros en Ciencia Política como Scharpf (1997) y Maintz, ese proceso recursivo no se deja de aprender esforzándose por controlar lo que nos ocurre -learning by monitoring, para parafrasear un título de Sabel (1993) - y sacar provecho de la desestabilización de nuestros ámbitos normativos para poner espirales de reflexión -como el practicante reflexivo de Schön (1996) - y de esta manera “subir a la generalidad” (como lo entendió bien la escuela francesa de las convenciones: Salais y Orléan (Aglietta & Orléan, 1982), lo mismo que Thévenot (2006), Boltanski (1991) y Favereau (2002).

En esta perspectiva, los conceptos de opcionalidad inherente a los tipos de racionalidad, lo mismo que los regímenes de lo poético (ética discursiva, comunicacional, reflexiva, reconstructiva, etc.) que caracterizan a dichas opciones y, finalmente, la exterioridad preconizada por el gesto recursivo de meta estabilización se hallan sometidos a la función genérica del aprendizaje. Bifurcaciones son posibles en función de reorganizaciones reflexivas (si se permanece en un modelo desarrollista de tipo piagetiano o vygotskiano) o de manera difusiva, por anticipación retrospectiva (backward looking) o por estrategias llamadas de “coordinación abierta” en las que intervienen efectos de “desrutinización” gracias al benchmarking, al diseño conjunto y a la autocorrección (Dorf & Sabel, 1998).

En un tal cuadro de aprendizaje, otros elementos “meta” pueden garantizar los efectos de recursividad: puede tratarse de límites internos a un modelo epistémico producido por la cultura cientificista dominante incapaz de dialogar con otras visiones de la medicina o del ecosistema (natural knowledge); puede tratarse también de efectos hegemónicos inducidos por el centralismo político-económico de la globalización y su presentismo, incluso sesgos producidos por la autoridad asociada a un género, el patriarcado, el supremacismo, el racismo sistemático, etc. Estos elementos múltiples pueden ser percibidos como desbrozadores de territorios siempre más vastos para empresas “meta”5 que refuercen las exigencias de aprendizaje, relanzando recursivamente hacia los regímenes dominantes de racionalidad preguntas occidentocentristas, decoloniales, interculturales, sociología de la ausencia, machismo, etc.

O bien se sigue con el gesto recursivo de una teoría crítica que aprende continuamente de sus desestabilizaciones y de sus metasestabilizaciones,6 o bien se les otorga otro alcance a los conceptos fundamentales que nos relacionan con esos terrenos existenciales en los que el pensamiento se juega su utilidad social: la opcionalidad supuesta de regímenes de racionalidad, la exterioridad ganada por la recursividad y el aporte de poéticas disidentes para desenmascarar los sesgos de aprendizaje. Es esta cultura posmoderna de la razón crítica la que un autor como Glissant parece invitarnos a cuestionar y, quizá incluso, a superar. De hecho, nuestra hipótesis consiste en afirmar que para el autor caribeño las nociones de poética, de opcionalidad y de exterioridad, tan fundamentales también hoy en el pensamiento decolonial, redundan en una cultura del pensamiento muy diferente del hipercriticismo: el asunto principal no es aprender sino en realidad desaprender y, por lo mismo, buscar otro pasaje fuera del cuadro de dicho voluntarismo cognitivo que persigue nuestra necesidad de control de la modernidad fallida. ¿No estaremos nosotros en conflicto, desde Giddens, con la última ilusión de una modernidad reflexionada, atemperada, asediada por su apocalipsis?

3. Poética

Comencemos por el concepto central de Glissant que organiza sus principales obras, a saber, el de poética. Glissant impone, de cierta manera, la atención a dicho concepto (Fonkoua, 2014). Por una parte, porque su obra consiste esencialmente en un trabajo sobre el lenguaje que se sustrae a los análisis exclusivamente conceptuales y por otra, porque en su itinerario, la poética, consiste también en seis volúmenes7 de reflexiones múltiples denominados precisamente con ese nombre, Poética. Allí, Glissant construye una forma de metadiscurso que se entrelaza con la producción literaria y la teoría de la cultura contemporánea. El asunto principal no es tanto que en Glissant, en su registro literario, la forma participaría del contenido y le concedería una verdad específica hasta el exceso de una palabra compulsiva y obsesionada (Glissant, 2005a). En los años 50, se complacieron algunos progresistas con la valorización de los “Orfeos negros” (Sartre, 1949),8 con el reconocimiento de la poesía negra, poesía negrera que de alguna manera daba voz a los condenados y dirigía hacia los verdugos la violencia callada por la historia (Sartre, 1964). Lo que interesa a Glissant en la creación de una poética inédita impuesta a una lengua hegemónica -el francés en este caso- no es el efecto estético que ella instituye en el imaginario colectivo como para interpelar su mala conciencia y poner en obra los efectos dialécticos de la conciencia infeliz de la esclavitud. Glissant se interesa en la creación lingüística misma, en la astucia de los pueblos que se han apropiado y han deformado las lenguas hegemónicas al punto de subvertirlas creolizándolas. Este proceso poético desemboca en un doble efecto. El primero es de orden sintomático: la creación poética modifica la lengua y abre un espacio a la inquietud. Palabras extranjeras penetran en ella y dicen en ella un mundo secreto que la remite allende sí misma, hacia lenguas perdidas, místicas o cifradas, por medio de las cuales la magia del mundo recubre con esas almas el orden preestablecido de la lengua hegemónica. Todo eso habla de algún modo, el yo es destronado, todo eso habla a través de él, más aún eso “déparle9 como se dice en creole haitiano… El segundo efecto supera ese proceso poético de forzamiento y de desublimación del orden establecido con el fin de ofrecer una forma alternativa, una lengua matriz que contiene emociones propias, que ofrece un refugio, que garantiza un poder de deshacerse de códigos convencionales y de su influencia (Glissant, 2017). Glissant (1997) habla, en este caso, de contrapoética. Esta es el grito proveniente del caos de la existencia reprimida, “el grito del esclavo negro” que encarna en sí el “grito del mundo” (Glissant, 1997, pp. 48-49), que se entrelaza con él y, por lo mismo, lo vuelve problemático. Este grito es una negación del Uno en el terreno de lo Diverso, “un pan del Todo que desciende” y “se niega allí donde pretendía afirmarse”, como dice Glissant, inspirándose en el poema “Calendario lagunar” de Aimé Césaire (1982).

Como el uso del creole es raro en la lengua cincelada y controlada de Fanon, en él los momentos de alejamiento se vuelven más significativos. Es así que, relacionando la historia de una joven que entra en trance mientras escucha un discurso de Césaire, Fanon reescribe sus palabras en creole en Piel negra, máscaras blancas.10 Justamente esas palabras importadas en la textura poética del francés en que está escrito el libro, tiene que ver con el francés de Césaire: su francés es demasiado fuerte, es tan excesivo en sus giros que su antillanidad inhabita a la chica y le dice secretamente, interiormente, emocionalmente mucho más de lo que dicen las aserciones lógicas y sintácticamente perfectas qué va desgranando mientras habla. Esta “lengua anormal” abre el espacio de una contrapoética (Glissant, 2005a), especie de palabra “expropiada” que se desprende de su régimen de verdad y de poder dado de antemano para abrir un pasaje hacia fórmulas capaces de calmar y de sanar… Se pasa pues en la palabra contrapoética de una dimensión sintomatológica a una dimensión terapéutica por el solo efecto de la creolización y de la creación poética que la dirige.

4. Opcionalidad

Se trata pues simplemente de una opción entre dos formas poéticas: una natural que caracteriza la evidencia de una colectividad cuya expresión puede brotar espontáneamente para afirmarse, incluso en la contestación más violenta; la otra, forzada, ¿dependiente, desde el principio, del encuentro imposible entre la tensión hoy desplegada y la expresión legítima de esta? ¿La opcionalidad de las poéticas sería acaso la clave del “monolingüismo del otro”?

El concepto de opcionalidad es fundamental en las teorías decoloniales de Mignolo (2010) y de Maldonado-Torres (2017). Permite relacionar la opción decolonial con una dimensión primera y generalmente oculta de la racionalidad, a saber, que toda racionalidad adhiere fundamentalmente a un ideal de sí que la dirige y que ella busca reproducir o realizar. Esta aspiración de racionalidad (perfecta o imperfecta, poco importa) que puede traducirse, en este sentido, en un primado de lo razonable sobre lo racional, de la idealización de una balanza beneficio-riesgo contra las sugerencias angustiantes de la conciencia individual, de la sobrevaloración de la ciencia calculadora sobre las reflexiones inciertas inspiradas por los sentimientos holísticos; tal aspiración a un ideal de sí expresa también por todos lados una forma de adhesión a la proyección de un orden correspondiente a la realización de este ideal. Ahora es posible, al menos de manera heurística, cuestionar esas elecciones primordiales, introducir una distancia e interrogar las ocultaciones que estas producen sistemáticamente. No es posible emprender de otro modo una reflexión decolonial. Esta supone partir de dicha opcionalidad de la razón y de comprometerse en un horizonte que se aleje de la opción colonial hacia un orden ideal de sí civilizador universalista y humanista que ha prevalecido en las construcciones dominantes.

Pero para Glissant, el concepto de opcionalidad posee una dimensión diferente, quizá a su manera, más radical todavía. No se trata simplemente de una elección metodológica como si se reivindicara la pertinencia de una nueva hipótesis de trabajo. Lo que está en juego de manera más radical es el vínculo con una representación aseguradora de sí, es el sentimiento estético que conduce a defender el ser que resulta del vínculo vuelto posible por una imagen de sí, esta unidad imaginaria que termina constituyendo un individuo como representante de un continente de una especie, de una raza o de una cultura. Esta ontología de la ejemplaridad es llamada por Glissant atavismo (2006).11 La opcionalidad no pertenece para Glissant al orden de lo puramente epistemológico, sino que es también ontológica. Ella remite a la elección de un vínculo atávico a una manera de ser, de pensar, de vivir, que parece decirnos quiénes somos y qué nos constituye, de forma ejemplar, como miembros de esta existencia en tanto que ens de una essentia. El atavismo es el vínculo a eso que nosotros proyectamos imaginariamente como condición de nuestra subsistencia. Pero la cultura atávica no es la única opción. Es posible preguntar por ella a la opcionalidad hoy en tanto que la primera no representa más que un vínculo en virtud del cual el sí-mismo se asegura imaginariamente. Otras culturas existen marcadas por el exilio, por la migración y por la insularidad.12 Para el exiliado, el deportado, el migrante no se está más en casa y por lo mismo no hay ya ser sí-mismo en sí mismo, es decir no es posible definirse como parte de un todo por medio del vínculo. Lo que no se es más, no se es pura y simplemente. Sin embargo, este no ser de los entrambos (l’entre-deux), entre dos cosas, ese “ni ni”, como la figura literaria que analiza Fanon en Piel negra máscaras blancas -o aun Nini, la mulata de Senegal de Abdoulaye Sadji (1954) - no se limita a la ausencia. Es una situación que conocen bien los insulares deportados por los esclavistas. La isla no es y no puede ser en ningún caso un minicontinente. Se halla más bien cercada por un en-otra-parte que la define, solo que ella contiene otra forma de pertenencia puesto que su lugar no es nunca uno solo, aislado, sino que se constituye gracias a los entrambos archipélicos. El no ser es la condición de su relacionalidad (Glissant, 2006).

5. Exterioridad

Elegir entre uno u otro, es decir, entre la cultura atávica de la razón y la cultura archipélica de la razón es todavía una manera atávica de ver la opcionalidad de la razón. Lo que importa, al contrario, una vez que se ha desplazado así la cuestión de la opcionalidad, es la opción que esta esconde tras sus espaldas, la opción archipelista precisamente (Glissant, 2006), la del “ni ni”, la del no ser sí mismo únicamente, el paso por la exterioridad.

De nuevo, el concepto de exterioridad cumple un papel importante en autores decoloniales tales como S. Castro-Gómez (1996) y E. Dussel (1998). Tiene que ver en primer lugar, de modo fáctico, con el poner fuera de juego a todas las sociedades dominadas por el sistema mundo del colonialismo moderno (Castro-Gómez, 2020). Pero también hace indirectamente la pregunta crucial acerca de la postura del intelectual consciente de esta exclusión cuando este busca restaurar un discurso decolonial en el horizonte del saber dominado (Camelo-Perdomo, 2020). ¿Cómo puede ser que esta exterioridad sea tomada en cuenta en la producción de un saber “insurreccional”, cuando el intelectual aborda temas tan delicados como la comunidad de las víctimas, las masas empobrecidas o explotadas, los condenados de la tierra, incluso los invisibles? Es cierto que una función de portavoz puede justificarse para transformar percepciones e iniciar nuevas gestiones que tienen que ver principalmente con nuevas formas de violencia contra las mujeres, el reconocimiento de lenguas y culturas indígenas, las perspectivas abiertas por los asuntos de interseccionalidad, etc. Al mismo tiempo ciertas formas de identificación vueltas posibles por la proximidad han inducido también a percepciones sesgadas de los asuntos nucleares propios del mismo itinerario intelectual. Pensemos, por ejemplo, en ciertas formas de obrerismo de los años 50 o 60, o en las relaciones de Sartre (1960) y Castoriadis (2012) con la lucha obrera.13 El intelectual se transforma en compañero de lucha, adopta el lenguaje y las perspectivas estratégicas de sus interlocutores, milita a veces inclusive, pertenece a células, llega hasta encarnar el partido, como en Althusser.14 Los discursos se mezclan y las diferencias parecen diluirse en el momento mismo en que, en el rodeo de un análisis, el concepto prima sobre lo práctico inerte y sobre el magma social para luchar contra esos condicionamientos invisibles que se imponen como dominantes en la acción de masas. Para Dussel, la pregunta por la exterioridad era esencial cuando alguien, como él mismo, pretendía hablar a partir de una realidad: la de la América Latina de los años 70 o 90, la de las masas empobrecidas por los índices de crecimiento de los mecanismos de acumulación del capital transnacional, la de la gran comunidad de víctimas de desastres extractivistas y medioambientales o, incluso más específicamente, la del conjunto de comunidades indígenas de Chiapas en México. Era esencial pues para Dussel saber lo que significa “hablar desde”. Es esta la razón de ser de su concepto de “perifericidad”. A partir del esquema centro-periferia desarrollado por Prebisch y Bettelheim,15 Dussel (2013) busca decir que habla desde de la perifericidad y no simplemente desde de la periferia. Se muestra sensible con ello a los sufrimientos y pruebas de las existencias periferizadas, sin que llegue a sentir directamente en su vida cotidiana esta situación. Intelectualmente busca tener en cuenta esta perifericidad objetiva de poblaciones enteras en su especificidad (y no en su generalidad bajo la forma de un ser otro) y la condición para elaborar tal trabajo sobre un itinerario de pensamiento es a partir de una exterioridad de sí a esos sufrimientos, que deja siempre incompleto el deseo de justicia por la impotencia primera de conocer realmente la negación de donde procede y no poder actuar directamente contra ella. La injusticia, que parece que no debería ser, se halla fuera-de-sentido antes de estar fuera-de-norma.

Esta inteligencia de la exterioridad como postura intelectual tiene un papel esencial en Glissant que vuelve constantemente a ella en su obra. Pero adquiere cada vez un cariz sensiblemente distinto. Se presenta antes que nada en forma de luchas y de compromisos: Glissant no deja de recordar que, si él sigue siendo ciertamente, por respeto y admiración, un heredero de Fanon, lo es también desde la exterioridad,16 esto es, no siendo, como Fanon, un intelectual total comprometido en el proceso de luchas del cual se ha vuelto actor y portavoz. Exterior a la herencia decolonial que recibe, Glissant es también exterior respecto a aquello que quizá constituye la llave más esencial, el creole. A pesar de su intimidad como hablante antillano con las luchas, principalmente de autores haitianos como Frank Fouché, Jacques Stefen Alexis o René Depestre (Glissant, 2005a), escoge hablar de ellos a partir del exterior con el fin de considerarlos en su fenómeno social y en su psicodrama respecto a la lengua dominante que usa para hablar del tema. Glissant habla desde la creolidad17 en tanto discurso y forma de exilio, en las paradojas identitarias engendradas por la violencia colonial y su negación. Por medio de esto logra desmarcarse de un rol de promotor de usos del creole y de la cultura creole. Gracias a esto entiende asimismo la creolidad como un poder en el todo Todo-mundo y no únicamente en el espejo microscópico de una lengua dominante. La exterioridad no es, pues, únicamente cuestión de desidentificación y de incompletitud desde el punto de vista ético. No se trata de escoger o lo uno o lo otro, es decir, o el punto de vista dominado o el punto de vista dominante. La exterioridad crea una relación específica con lo real de la que el intelectual intenta hablar, aunque recomponiéndola de modo distinto: no como un acontecimiento que debe ser conocido y modificado en el ámbito de las relaciones de poder, sino como una manera de habitar un Todo y de dirigirlo a otros. Es necesaria esta relación de exterioridad a la creolidad como experiencia del Todo-mundo para extraer de allí la idea de que un futuro común podría dibujarse a través de la creación de las culturas. Si no fuera este el caso, ¿a qué nuevo etnocentrismo estaríamos confrontados? La relación de exterioridad de la palabra “desde” en Glissant funciona pues a la manera de un proceso que abre la posibilidad de un tercer espacio, ni-ni, ni el suyo propio ni por lo mismo tampoco el de un Otro absoluto, sino más bien un punto de contacto que forma un mundo dedicado a todo aquel que se deja invitar por esta operación de “tercerización”. Esta operación consiste en la puesta en perspectiva de sí y del otro en la posibilidad de un tercer lugar que no es lugar ni de sí ni del otro, sino que abre el espacio a una experiencia desconocida todavía.

6. Desaprendizaje

Este desplazamiento progresivo de los conceptos de poética, opcionalidad y exterioridad con relación a sus usos tanto hipercríticos como decoloniales permite abordar, a mi juicio, desde una perspectiva distinta, la cuestión de una salida de los esquemas de la razón que aprende jugando recursivamente la carta de la simetría de la desestabilización y la metaestabilización a partir del exterior.

En el movimiento decolonial, la “desobediencia epistémica” con relación a los esquemas de la razón ha sido antes que nada el ámbito propio de las mujeres, el de la contrapedagogía y el de feministas decoloniales como Rita Segato (2018) o Raquel Gutiérrez, o el de pedagogas decoloniales como Catherine Walsh (2013). Estas autoras se han confrontado, en primer lugar, a la transmisión en el espacio público colonial de estructuras patriarcales entre hombres dominantes y hombres dominados, pero también a la repetición de dichas estructuras en esquemas de dominación de esos mismos espacios cuando se trata de afirmar un poder, de asustar, de castigar incluso. Rita Segato (2013) afirma, en este sentido, tras haberse entrevistado con violadores en serie o miembros de bandas criminales que recurren sistemáticamente a prácticas feminicidas que los asuntos prioritarios frente a estos nuevos genocidios de género tienen que ver con desaprender los arquetipos incorporados tales como el poder desensibilizado y el gozo depredador. Una forma de ideal-tipo del poder de dominación sigue inculcándose18 inclusive en la manera en que los órdenes establecidos reaccionan frente a estas prácticas, tanto a través de su despliegue mediático, como a través de su politización y su reducción jurídica a la esfera familiar privada y doméstica (Segato, 2016). Desaprender esos metadiscursos legitimadores es el verdadero desafío. Catherine Walsh (2014) precisa, por su parte, refiriéndose a Glissant, que tales procesos colectivos no pueden ser concebidos simplemente como nuevos aprendizajes correctivos que siguen los canales ya establecidos. Se trata más bien de la elaboración de otra forma de relacionalidad, allende la fragmentación psíquica producida por el trauma colonial; una forma de relacionalidad en que la palabra acerca de los cuerpos no es prerrogativa de las víctimas y de sus defensores sino que reposa también antropológicamente en la exposición de las estructuras de la violencia que aparece a través de la palabra de los victimarios en tanto que esta ofrece un espejo más nítido acerca del estado de las representaciones sociales.

Resulta pues así que el asunto nuclear del desaprendizaje o de la contrapedagogía halla su punto de anclaje en la producción de otra filosofía de la relación (Poética III). Y dicho vínculo entre desaprendizaje y relacionalidad es esencial para comprender la vía trazada por Glissant. No obstante, para él, esto no es únicamente un asunto de conflicto de discursividades, ni de articulación entre regímenes de verdad y poder, ni de sociogénesis del espacio público ni de relaciones hegemónicas. En ello también se mezclan el espacio y el tiempo, la cosmogénesis de dominaciones que se inscriben para durar en los linajes y en sus destinos temporales.

Ciertamente como hemos tratado de indicar, la contrapoética está ligada en parte a una contrapedagogía. Glissant invita a salir del atavismo cultural, moviliza una contrapoética para lograr por medio de ella el agenciamiento del paso a un mundo en que todas las negaciones, tanto de sí como de los otros, capturadas en el juego de distancias que nos convierten en archipiélagos, puedan convertirse en ocasión de nuevas relaciones. Sin embargo, no es menos cierto que dicha forma inédita de relacionalidad, basada en el desmarcamiento de sí y en la valorización del no-ser que señala nuestros entrambos múltiples, no es el modo relacional que dirige habitualmente nuestros aprendizajes y que, por ello, interrumpe la repetición de condicionamientos hegemónicos. Estos últimos, al contrario, están dominados por la linealidad y la filiación: la unidad de un continuum entre autoridad y saber, como el hecho de saber desestabilizar y recuperar dicho choque por medio de una operación de metaestabilización.

Precisamente es sobre la cuestión de la interrupción de la repetición donde la vía bosquejada por Glissant nos parece llegar más lejos. El desaprendizaje y la contrapedagogía ponen en evidencia en él otra dimensión más radical y más directamente relacionada con la linealidad del tiempo, con la unidad imaginaria de la transmisión. Se trata de la dimensión de desafiliación (Glissant, 2006), es decir que desaprender es antes que nada tomar el riesgo de “desactivar la filiación” (Glissant, 2006, p. 209) de desandar esta medida que garantiza en un solo trazo la legitimidad a través del recurso a una especie de provisión de largo plazo: las generaciones futuras, la herencia, la transmisión. Este desgajamiento de la mente por “desafiliación” es la condición de una relación distinta con el mundo, puesto que es la filiación la que funda la conquista, la que permite la extensión de la raíz-tiempo para devorar otros espacios, para reducirlos a territorios ultramarinos, territorios conquistados, alineados de una especie del linaje natural que borra los espacios distintos, para forjarlos como “concreción universal” de un territorio absoluto (la Francia de ultramar). Desaprender este almanaque del tiempo es, en palabras de Glissant, desenraizar esta linealidad imaginaria, interrumpir la raíz que reduce los espacios, para dejar lugar al caos de singularidades contra la identidad pretendida de un tiempo universal sin diferencia de espacios.

Con este propósito, Glissant (2006) cuenta una pequeña historia que permite unir ese proceso de desaprendizaje con su poética de la relación intercultural: está en Suiza o en los Pirineos en invierno. El hombre de Martinica avanza difícilmente en el frío y la nieve, sus pasos se aplastan sobre el pavimento de pequeñas calles medievales en un burgo de montaña. La evidencia que se le impone es el no-ser que establece su mal- ser en este ser-compacto de una sociedad de hielo que se mantiene sobre sí misma como ser-todo, excluyéndolo a él que no pertenece a ese mundo, lanzándolo a una posición insostenible. ¿Va a caer? ¿Se va a congelar? ¿Va a aniquilarse? Y, sin embargo, echándose a andar de un lado a otro, su no-ser-de-allí hizo de la nieve fresca, la que todavía no es hielo, una aliada que permitió a sus pasos aferrarse o desaferrarse a ella voluntariamente. Así pues, en la nieve, encuentra de nuevo calor y ligereza, se convierte de nuevo en el antillano archipélico “errabundo, de tierra a mar” (Glissant, 2006, p. 222).

Así pues, desaprendiendo la linealidad de su relación con la tierra en ese espacio en el que no es (filialmente), y sin embargo en el cual, desde su exterioridad se pone como si no estuviera, Glissant halla el ritmo que crea el contratiempo de la relación, poniéndose en los entrambos de sus espacios, creolizando a Suiza, para denunciar a través de ello algo distinto, venido de esa madrugada de un antillano taciturno que actúa en lo desconocido del estuario marino. “La criollización [sic] es el no ser por fin en hecho” (Glissant, 2006, p. 222): cambiar e intercambiar ¡sin perderse! Y por eso mismo Glissant exclama: “puedes escapar de esa calle de adoquines helados en donde habías extraviado el esqueleto, escapar para admirar por fin lo que te rodea y respirar el aire frío” (Glissant, 2006, p. 222).

El desaprendizaje es el único que permite esta “dilatación” que deshace “los pasados padecimientos fruto de la diferencia” (Glissant, 2006, p. 222). Sin esta dilación no hay sanación. En su poema “Infinitivo del tiempo” Glissant (2006) traducirá perfectamente dicho gesto inherente a la contrapedagogía del compromiso decolonial: llamará a “desactivar la filiación” (Glissant, 2006, p. 209) una filiación imaginaria que se apodera de la razón y de la historia para fijarlas en un “territorio absoluto”, a saber, el de la legitimidad. Esta interpelación es la única que permite abrir el imaginario a una filosofía de la relación liberada de la influencia colonial. Suspendiendo la poética del dominador esta filosofía confía el tiempo común al infinitivo y da con ello la oportunidad de poder conjugarlo de nuevo de diferentes maneras. Sin embargo, un tal gesto realizado contra la memoria traumática del ideal inaccesible no ejerce su poder para poner de nuevo en marcha existencias subalternas sino a condición de lograr escoger la causa del lenguaje forzado al que ha sido entregada su “memoria desalineada” del pasado confiscado: opcionalidad, contrapoética y exterioridad. Es en función de estas tres condiciones como la llamada a la “desafiliación” de lo imaginario adquiere pleno sentido: de lo que se trata es de resistir a la pasiva acción del tiempo fijado por el trauma.

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1Para recordar el contexto y los desafíos particulares de dicho proceso, véase Fornet-Betancourt, R. (2004).

2Seguimos en este punto el uso de la noción de función factorial propuesto por Sabel: “the output from one application of a procedure or sequence of operations becomes the input for the next, so that iteration of the same process produces changing results” (Sabel, C. F. & Zeitlin J., 2012, p. 4). El argumento sobre los razonamientos recursivos fue aplicado ya al idealismo alemán por Pierre Livet (1987) y también es crucial en el análisis de formalismos que propone Jean Ladrière (1977).

3Esta es precisamente la brillante tesis de Pierre Livet (1989), de la que nos ocupamos ya largamente en otro lugar (Maesschalck, 2001).

4Pierre Livet precisa en este sentido: “el cuadro del reconocimiento mutuo de los intereses de las personas por parte del Estado y del Estado por parte de las personas es una especie de punto de fijación de la operación recursiva que toma por variables, por un lado, los intereses de las personas y, por otro, las atribuciones del Estado, y por función el reconocimiento así mutualizado. Es interesante notar que ni las personas ni el estado se limitan ‘en sí mismos’ en esta operación, puesto que no se hallan todavía sino parcialmente definidos, en tanto en cuanto no se haya llegado al punto fijo del reconocimiento mutuo” (Livet, 2012, p. 62), que funciona, por cierto, como un elemento de metaestabilización de puntos de vista parcialmente en competencia y relativamente incompletos.

5Esto permite repensar principalmente, de modo más radical que los teóricos de la Lebenswelt, una crítica de las formas de vida y de las condiciones efectivas de una identificación de un problema de forma de vida en sí y no únicamente algunos elementos internos de una forma de vida (Jaeggi, 2014).

6“(…) stop asking ‘what is to be done?’ and ask instead, of myself, ‘What more am I to do?’ and ‘How does what I am doing work?’” (Harcourt, B. E., 2020, p. 445).

7Sol de la conciencia, Poética I (Glissant, 2004); L’intention poétique, Poétique II (Glissant, 1997); III. Poética de la relación (Glissant, 2017); IV: Tratado del Todo-Mundo (Glissant, 2006); La cohée du Lamentin, Poétique V; lo mismo que el libro Introducción a una poética de lo diverso (Glissant, 2016).

8Fanon (2009) levantó, por cierto, la voz contra esta ilusión que consistía en “orfeizarlo (...) a ese negro que buscaba lo universal” (p. 160).

9Este punto particular ha sido profundizado por Chancé (2002).

10“A mitad de la conferencia una mujer se desmayó. Al día siguiente, un compañero, contando el incidente, comentaba de esta manera: ‘FranŲais a té tellement chaud que la femme là tombé malcadi’ ¡Potencia del lenguaje!” (Fanon, 2009, p. 63).

11Glissant agrega en Introducción a una poética de lo diverso: “Me parece que hemos recordado esta cuestión la última vez, y que habíamos distinguido entre las comunidades atávicas basadas en la idea de una Génesis, de un acto de creación del mundo […] y las culturas de composición surgidas de la criollización en las que cualquier idea de Génesis no es más que producto del préstamo, la adopción o la imposición.” (p. 37).

12En Poética de la relación (Glissant, 2017), aparece la triple distinción: pensamiento del territorio y de sí, pensamiento del viaje y del otro, pensamiento de la errancia y de la totalidad.

13Sirvan de ejemplo aquí las consideraciones de Sartre (1963) acerca de los obreros cualificados en la Crítica de la razón dialéctica; o las de Castoriadis (1979) acerca del frente común de la base de los trabajadores a pesar de la posición de las dirigencias sindicales.

14El estudio de esta acción ha dejado una huella importante en su interpelante opúsculo de 1978 y, en especial, en la parte que trata del giro disimulado de la estrategia llevada a cabo por la dirección del Partido (Althusser, 2018).

15También otros autores bastante conocidos, como Wallerstein, Emmanuel o Amin, han consolidado y precisado las ideas defendidas en el célebre informe que Raúl Prebisch (Naciones Unidas, 1964) presentó a la primera CNUCED.

16“Para un antillano es difícil ser el hermano, el amigo, o simplemente el compatriota de Fanon.” (Glissant, 2005a, p. 56)

17Se trata aquí, en el sentido genérico del término, de la comunidad de pertenencia lingüística constituida por la lengua y la cultura creoles, que incluye asimismo a los autores haitianos de que hablamos más arriba. No utilizamos ese término en el sentido más específico del término en el movimiento martiniqués de Chamoiseau, Confiant y Bernabé (1989). En un buen artículo, Adelaide Fins (2018) habla también de manera genérica de “pasantes de creolidad”.

18A modo de un mandato de poder en la estructura del género.

* Artículo de investigación publicado exclusivamente en Estudios de Filosofía. Traducción del francés de Lenin Aníbal Pineda Canabal.

**Cómo citar este artículo: Maesschalck, M. (2023). Archipelismo y decolonialidad. Pensar con Edouard Glissant. Estudios de Filosofia, 68, 63-86. https://doi.org/10.17533/udea.ef.351748

Recibido: 03 de Noviembre de 2022; Aprobado: 15 de Marzo de 2023

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