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Suma Psicológica

versión impresa ISSN 0121-4381

Suma Psicol. v.18 n.1 Bogotá ene./jun. 2011

 

El supuesto de la continuidad conductual entre especies y la comprensión de la conducta Humana

The assumption of behavioral continuity between Species and the understanding of Human behavior

Ricardo Pérez-Almonacid1, Telmo Eduardo Peña-correal2


1Instituto de Psicología y Educación, Universidad Veracruzana, Veracruz, México.
2Departamento de Psicología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia.

La correspondencia relacionada con este artículo debe ser dirigida a Ricardo Pérez-Almonacid.
Dirección: Agustín Melgar y Juan Escutia s/n, Col. Revolución, C.P. 91100
Instituto de Psicología y Educación, Xalapa, Veracruz, México.
Correo electrónico: riperez@uv.mx

Recibido: Noviembre 19 2010 Aceptado: Marzo 12 2011


Resumen

El supuesto de continuidad en la tradición operante, es decir, considerar la conducta de todas las especies en términos de los mismos procesos, ha inducido una confusión de categorías que impide el estudio y la comprensión de la conducta propiamente humana. Se revisan los argumentos continuistas, especialmente basados en la simplicidad científica y la continuidad filogenética. Sin respaldar la postura anticontinuista, se desarrollan tres contraargumentos mostrando cómo es defendible la posibilidad de diferentes procesos conductuales entre especies, incluyendo la humana, sin desconocer que el origen de las diferentes especies y de la conducta de los organismos responde a los mismos principios. Al final, se esboza una propuesta frente al debate que abre la posibilidad de identificar diferentes procesos conductuales, en lo que sería un análisis de organizaciones conductuales, que permitiría un acercamiento más provechoso al estudio de la conducta propiamente humana desde una perspectiva conductual.

Palabras clave: conducta humana; supuesto de continuidad; simplicidad científica; procesos conductuales; complejidad conductual.


Abstract

The continuity assumption in the operant tradition, that is, to consider the behavior of all species in terms of the same processes, has induced a confusion of categories that prevents the study and understanding of proper human behavior. Continuity arguments are reviewed, especially those based on scientific simplicity and phylogenetic continuity. Three counterarguments are developed, showing how the possibility of different behavioral processes among species, including the human one, is defensible, without denying that the origins of different species and of the behavior of organisms respond to the same principles. In the end, a proposal is outlined about the possibility of identifying different behavioral processes, as an analysis of behavioral organization, which would allow a more fruitful study of properly human behavior from a behavioral perspective.

Keywords: human behavior; continuity assumption; scientific simplicity; behavioral processes; behavioral complexity.


El propósito de este escrito es revisar críticamente el debate sobre la continuidad entre la conducta humana y no humana (en adelante, animal, a pesar de que se reconoce la imprecisión del término) en la tradición operante. La tesis principal es que en el debate se han confundido categorías y, como resultado, entre otras cosas, se ha truncado el desarrollo de un estudio fructífero sobre la conducta propiamente humana. Culminamos esbozando una posición frente al debate que representa una alternativa no operante pero al mismo tiempo conductual y no mentalista sobre el asunto.

El Debate

La discusión sobre la continuidad entre la conducta humana y animal trasciende a la tradición conductual y se instala en la psicología experimental. En lo fundamental, trata sobre la posibilidad de concebir la conducta humana y animal en términos de los mismos procesos. Dependiendo del tipo de procesos que se consideren legítimos, el debate asume una u otra forma, como lo atestigua la presentación que hacen del mismo Penn, Holyoak y Povinelli (2008) desde una postura cognoscitiva, y Dymond, Roche y Barnes-Holmes (2003) desde una postura conductual. Los supuestos de ambas frente al debate, sin embargo, son muy semejantes, de modo que nos centraremos en la discusión operante por razones de espacio, acotación de dominio y porque en esta tradición es donde vemos particularmente incipientes los desarrollos experimentales y teóricos para dar cuenta de la conducta propiamente humana.

Según Dymond et al. (2003) cuando se habla de continuidad se hace referencia al "supuesto de una semejanza de los principios psicológicos entre humanos y no humanos" (p.333). Este supuesto se plantea como una estrategia y no como un principio, pues no es un postulado prefijado que impida asumir lo contrario sino una decisión conveniente que apela principalmente a la parsimonia. Dymond et al. (2003) afirman que en la comunidad conductual se reconocen tres posturas diferentes respecto a tal supuesto: (a) procontinuidad, en donde se defiende la interpretación de la conducta humana apelando a los mismos principios o procesos que explican la conducta animal. Entre los autores asociados con esta posición se encuentra a Skinner (1953), Sidman (2004) y Baron, Peron y Galizio (1991b), entre otros; (b) anticontinuidad, según la cual se requieren principios o procesos propiamente humanos, de tipo verbal, para explicar la conducta humana, asociada con autores como Lowe (1979) y Horne y Lowe (1993); y (c) agnosticismo, en el que pueden plantearse nuevos principios o procesos para dar cuenta de la conducta humana pero no se consideran necesariamente propios de la especie, y por tanto, el debate resulta indiferente. En esta postura se ubican Dymond et al. (2003).

La posición de partida que generó el debate dentro de la tradición conductual puede rastrearse sin lugar a dudas hasta Watson (1913, 1924). Sin embargo, su versión más madura se encuentra en la obra de Skinner (1953, 1957, 1974) y se puede sintetizar fácilmente como la convicción de que los principios y procesos encontrados en el laboratorio animal son en principio, suficientes y adecuados para aproximarse a la comprensión de la conducta de todas las especies, incluyendo a la conducta verbal, intelectual y social de los humanos. Este supuesto ha inspirado el trabajo conductista posterior en tres modalidades: (a) identificando tales principios y procesos en el laboratorio humano; (b) interpretando casos de conducta humana como ejemplares de tales procesos; y (c) verificando la aplicabilidad de los principios en escenarios sociales por medio de programas de modificación de conducta y terapia del comportamiento.

Sin embargo, el surgimiento de posturas anticontinuistas ha sido el resultado de dudar de que este supuesto de continuidad permita comprender la conducta humana ya sea porque: (a) no se han encontrado siempre en el laboratorio operante humano los mismos procesos y las mismas regularidades que en el animal (e.g., Brewer, 1974; Horne & Lowe, 1993; Lowe, 1979), y la explicación parece consistente con la influencia de procesos verbales; (b) las interpretaciones de la conducta humana en términos de los procesos y categorías derivados del laboratorio animal han sido considerados por algunos como insuficientes o inadecuados (e.g., Hayes & Hayes, 1989; Horne & Lowe, 1996); y (c) porque las intervenciones en escenarios sociales incluyeron progresivamente desde la década de los setenta, técnicas diferentes a las derivadas de los principios de condicionamiento y que estuvieron asociadas con procesos verbales (e.g., Mahoney, 1974) que al parecer, exigían nuevos principios. De esta manera, el llamado anticontinuismo consiste en plantear, bajo las mismas categorías operantes, que la explicación del desempeño humano bajo contingencias de reforzamiento requiere apelar a procesos verbales que no se encuentran presentes en los demás animales.

Bajo este escenario, entonces, se procederá a revisar los supuestos de partida de la estrategia continuista, con el propósito de argumentar que resultan de una mixtura categorial que ha confundido las coordenadas del asunto. Del mismo modo, lo que se ha conocido como la postura anticontinuista, al enmarcarse dentro de las mismas coordenadas, no ha resultado en una alternativa contundente a los problemas de la primera y ha incursionado en otros traslapes categoriales, a veces incluso más interferentes que los primeros de cara a la comprensión de lo propio de la conducta humana. En particular, nos centraremos en los argumentos de la estrategia continuista por considerarlos fundamentos del debate y porque por implicación se aplican también a la postura anticontinuista.

El argumento continuista

Skinner (1953) plantea claramente cuáles son las razones de la postura continuista. Él afirma:

El uso de este material [estudios de laboratorio sobre conducta animal] a menudo se encuentra con la objeción de que hay un abismo esencial entre el hombre y los demás animales, y que los resultados de uno no pueden extrapolarse a los otros. Insistir en esta discontinuidad al comienzo de una investigación científica es asumir que el asunto está resuelto. La conducta humana se distingue por su complejidad, su variedad y sus mayores logros, pero los procesos básicos no tienen por qué ser necesariamente diferentes. La ciencia avanza de lo simple a lo complejo; le concierne constantemente si los procesos y leyes descubiertos en una etapa son adecuados para la siguiente. Sería precipitado asegurar en este punto que no hay una diferencia esencial entre la conducta humana y la de especies menores; pero hasta que no se haga un intento de tratar ambas con los mismos términos, sería igualmente precipitado asegurar que sí la hay (p. 38).

De este modo, entonces, la tesis continuista asume como estrategia preliminar que los procesos básicos de la conducta humana son los mismos de la conducta animal. Las razones son dos: (a) continuidad filogenética: existe continuidad evolutiva entre humanos y no humanos; (b) simplicidad: la ciencia avanza de lo simple a lo complejo y lo más simple es asumir que los procesos son los mismos.

Siguiendo la propuesta de Toulmin (2007) respecto al análisis de argumentos, el de Skinner asume la forma que presenta en la Figura 1:

El supuesto inicial que se presenta como condición es aquel que constituye un punto de partida necesario para un análisis experimental naturalista de cualquier aspecto de la conducta humana. La conclusión que se extrae, la principal tesis de Skinner, se presenta con un modalizador: probablemente, dado que se plantea como una estrategia inicial no como un principio inamovible (cf. cita Skinner, 1953, p. 38; Dymond, et al., 2003). La consecuencia más directa de asumir tal igualdad de procesos básicos es el ejercicio de la extrapolación; ésta se da como la aplicación de una conclusión extraída en el estudio de la conducta animal, al campo del estudio de la conducta humana.

El carácter estratégico y por tanto tentativo de asumir este principio y la consecuente práctica de la extrapolación, fue reconocido por Skinner en los siguientes términos: "No puede decidirse en el presente si se justifica o no la extrapolación (de la conducta de la rata). Es posible que haya propiedades de la conducta humana que requieran un tipo diferente de tratamiento." (Skinner, 1938, p. 442). Ante la crítica de que no podía hacer tal extrapolación, aplicando un sistema desarrollado en la investigación no humana a la comprensión de lo humano, respondió: "(…) uno aplica el sistema removiendo los límites tan rápido como sea posible y trabajando directamente con la conducta humana." (Skinner, 1974, p. 227).

En el esquema de la Figura 1, la simplicidad aparece como la garantía de mayor nivel de abstracción que justifica la conclusión y que se presenta como principio de las prácticas científicas operantes. Skinner escribió:

En un análisis científico rara vez es posible proceder directamente a los casos complejos. Comenzamos con lo simple y vamos creciendo hacia lo complejo, paso a paso (…). En una ciencia de la conducta comenzamos en la forma más simple. Estudiamos organismos relativamente simples con historias relativamente simples y bajo condiciones ambientales relativamente simples. De esta forma obtenemos el grado de rigor necesario para un análisis científico (Skinner, 1953, p. 204).

Según la cita anterior, la meta de la ciencia de la conducta es dar cuenta de todos los fenómenos conductuales, desde los más simples hasta los más complejos; por el contexto de la publicación y las siguientes citas, no es difícil concluir que los complejos incluyen a la conducta humana. Ya desde La conducta de los organismos, el autor escribió: "La importancia de una ciencia de la conducta, deriva ampliamente de la posibilidad de una eventual extensión a los asuntos humanos." (Skinner, 1938, p. 441). Además:

En el más amplio sentido una ciencia de la conducta debería estar interesada en todos los tipos de organismos, pero es razonable limitarse uno mismo, por lo menos al comienzo, a un solo ejemplo representativo. Gracias a cierto antropocentrismo de intereses, es probable que escojamos un organismo que sea tan semejante al hombre como consistente con la conveniencia y el control experimental (Skinner, 1938, p. 47) [Subrayado añadido].

Sobre la representatividad el autor añade en otros lugares: "…el énfasis se hace sin duda sobre aquellas características que los animales y las personas tienen en común... Algo se gana, sin embargo, dado que sólo de esta forma podemos estar seguros de lo que es únicamente humano." (Skinner, 1974, p. 227). Y: "Es sólo estudiando la conducta de animales inferiores que podemos decir lo que es distintivamente humano" (Skinner, 1969, p. 101).

En la Figura 1 se incluyeron, además de la condición de partida, la conclusión y la justificación, dos cuadros más que Toulmin (2007) incluye como necesarios en un argumento. El primero se desprende tanto de la conclusión como de la justificación y es una frase abierta: "a no ser que", representando una excepción. El otro, también abierto, se desprende de la justificación y corresponde al respaldo de ésta. Estos dos elementos se implican del análisis que se ha hecho. Con respecto al primero, la excepción podría plantearse como "a no ser que no exista representatividad completa en la simplificación y por tanto la igualdad de procesos o principios sólo se predique de aquello que es representativo".

Para una comprensión cabal del argumento, se requiere hacer una distinción precisa entre dos términos que han aparecido como constitutivos del mismo: principios y procesos. En la literatura de interés se encuentra un uso relativamente indiscriminado de estos dos conceptos. En el caso de Skinner se encuentra un uso del término "proceso" fundamentalmente para hacer referencia al condicionamiento y a los asociados, extinción y discriminación (cf. Skinner, 1938, p. 61; 1953, p. 53, p. 198; 1957, p. 29; 1974, p. 46, p. 74). Sin embargo, también lo usa para referirse a la saciedad y privación (Skinner, 1953, p.150); a procesos de autocontrol (p. 231); de abstracción (p. 277), entre otros. También afirmó: "Un proceso, que necesariamente implica tiempo, puede estar disponible para el análisis sólo a través del uso de observaciones y registros cuantitativos" (Skinner, 1938, p. 434). En el caso del artículo de Dymond et al. (2003), se hace referencia a procesos verbales (p. 341); enmarcamiento relacional como proceso operante (p. 342) y otros usos referidos a "procesos conductuales básicos", sin especificación.

Con respecto al término "principio", igualmente se encuentra un uso variado. Skinner habla del principio de condicionamiento (Skinner, 1953, p. 111); de saciedad (p. 206); de prepotencia (p. 220); de la navaja de Occam (p. 280); de máximos y mínimos (p. 329); de causa y efecto (p. 229), entre otros. En el artículo de Dymond et al. (2003) lo usan para referirse al reforzamiento, castigo, generalización, discriminación, extinción, recuperación, habituación, etcétera, (p. 336). En algunos casos se usa para apelar a él como explicación (p. 334).

La variedad de usos dificulta un análisis preciso sobre la consideración que nos ocupa. Podría inferirse que se trata de un uso sinonímico de ambos términos para hacer referencia de forma genérica al condicionamiento y fenómenos asociados. Resulta útil revisar el tratamiento más sistemático que hacen Donahoe y Palmer (1994) de estos dos términos, quienes a su vez son defensores de la misma idea skinneriana. Afirman: "Una vez se hayan descrito las relaciones funcionales -o procesos conductuales- entre estas variables y la conducta, se formulan los principios que resumen esos procesos. Estos principios se usan luego para interpretar la conducta humana compleja." (p. vii). De este modo, lo que los autores denominan proceso, se equipara a relaciones entre la actividad del organismo y condiciones o características de eventos ambientales. Si los principios son síntesis de los procesos, que además se usan para interpretar la conducta, incluyendo la humana compleja, es conveniente detallar a qué se refieren estos autores con este concepto. Señalan: "La primera respuesta que la biología evolutiva da a la pregunta por la complejidad organizada, la provee el principio de selección natural." (p. 14). Y añaden:

Los mismos procesos que dieron forma a las amebas estuvieron evidentemente entre aquellos que dieron forma a los humanos. En lugar de resultar de procesos de orden superior específicos para cada organismo, la complejidad parece ser el resultado de procesos de menor nivel como los que sintetiza la selección natural (…) Si los procesos de menor nivel que actuaron sobre las condiciones que pudieron haber existido razonablemente en el pasado, son suficientes para producir los fenómenos actuales, entonces esos procesos se aceptan tentativamente como interpretaciones (explicaciones) de los fenómenos actuales (p. 17) [Subrayado añadido].

La cita anterior es un excelente resumen de la tesis de continuidad entre especies. Según ésta, entonces, el principio de selección explica la aparición de toda la variedad de procesos conductuales que se encuentran en los seres vivos. La continuidad se vería en el hecho de que no se apela a un epifenómeno o un epiprincipio para dar cuenta de procesos conductuales más o menos diferentes en especies distantes filogenéticamente. A este enfoque los autores lo han llamado seleccionismo y lo han opuesto al esencialismo, según el cual, los fenómenos son reflejos de cualidades universales e intrínsecas de cada clase o unidad. Se critica que esta posición no explica el origen de tales cualidades ni la variabilidad respecto a tal propiedad; invita a un razonamiento circular; restringe la exploración; y ofrece explicaciones poco parsimoniosas, principalmente (cf. Palmer & Donahoe, 1991). El principio fundamental sería la selección por consecuencias y éste explicaría cualquier proceso o relación funcional identificable en cualquier ser vivo. En esta medida, sea cual sea el proceso, único o no en una especie, se explica de la misma forma, o lo que es lo mismo, su origen se explica por medio de la selección por consecuencias.

En síntesis, la meta de una ciencia de la conducta es comprender todas las modalidades de conducta incluyendo la de mayor complejidad, la cual tiene como paradigma la conducta humana. En aras de garantizar el mayor rigor y control experimental propios de la ciencia natural, la estrategia continuista acepta un criterio metodológico de simplicidad (como simplificación): comenzando con un ejemplar que se considera representativo del proceso conductual de interés, se obtienen regularidades o principios que se extrapolan para dar cuenta del proceso más complejo que no se aborda directamente porque no permite el rigor experimental deseable. Pero además, asume un criterio interpretativo de simplicidad según el cual se plantea que tales principios son los mismos tanto para el ejemplar representativo como para el proceso representado, y el principal fundamento para asumir la igualdad de principios o procesos es la continuidad entre especies. Si se acoge la distinción entre principios y procesos de Donahoe y Palmer (1994), entonces pueden reconocerse procesos (relaciones funcionales) de diferente complejidad entre especies pero están en plena continuidad unos con otros porque su origen se explica por el mismo principio de selección.

Contra argumento

En principio, es importante declarar que nuestra propuesta no está en discusión con los supuestos de la estrategia continuista. En primer lugar, no está en discusión la continuidad filogenética entre taxones, ya sea entre géneros, familias o especies, incluyendo al género homo. En segundo lugar, esta continuidad implica que el origen de todos los procesos conductuales está cubierto por un mismo tipo de principios. Y en tercer lugar, que la simplicidad es un valor, un principio y una estrategia científica.

Sin embargo, el contraargumento que desarrollaremos está constituido por tres componentes: (a) aceptar el origen común de animales y humanos no implica aceptar que no hay diferencia entre los procesos conductuales humanos y no humanos; (b) la indagación sobre el origen de los procesos conductuales es legítima pero no agota el campo de interés de una ciencia del comportamiento; (c) la simplicidad científica puede ser una falacia si riñe con la representatividad del fenómeno.

El origen común de los Seres Vivos no excluye diferencias entre los procesos conductuales de ellos

El telón de fondo del surgimiento de la psicología experimental fue la controversia decimonónica entre ciencias naturales y ciencias del espíritu (Kantor, 1969; Leahey, 2005). La clásica afirmación de Darwin: "No hay una diferencia fundamental entre el hombre y los mamíferos superiores en sus facultades mentales" (Darwin, 1871/2004, p. 446), es un ejemplo de esto. Su trabajo representó el remezón que impulsó un proyecto de ciencia natural de lo humano, junto con el desarrollo de la genética mendeliana y los avances en el estudio del sistema nervioso (Boring, 1950/1990). Sin embargo, la tensión académica al respecto fue intensa. Testimonio de esto fue el trabajo de Wallace representado en su libro El lugar del hombre en el universo (1903), quien fuera reconocido por Darwin como el codescubridor del principio de selección natural, pero quien al final de su carrera estuvo seducido por interpretaciones espiritualistas debido a su duda del origen de las funciones mentales humanas a partir de los principios seleccionistas1.

La confianza en la continuidad evolutiva entre especies impulsó el desarrollo de un naturalismo comprensivo, de la integración de lo que se había separado históricamente y por tanto, de la inclusión del estudio del hombre y su adaptación dentro de los proyectos científicos naturalistas. Es en este clima de finales del siglo XIX y principios del XX que de la mano de filósofos y psicólogos ingleses como H. Spencer, G. Romanes, J. Ward, W. McDougall, L. Morgan, entre otros, y de W. James en Norteamérica, surge el intento de ciencia psicológica más impactante en su corta historia, como es la psicología funcional. Aunque así como lo presentó Angell (1907) se trataba del estudio de las funciones mentales en su operación en condiciones naturales (un ejemplo de la naturalización del dualismo y por tanto del tránsito de un dualismo ontológico a otro de corte epistemológico), representa un proyecto claro de estudiar un aspecto común a las especies y es su funcionamiento mental en términos de adaptación.

James (1890) atestigua una defensa acérrima del supuesto de continuidad evolutiva al asegurar que la conciencia era tan natural como cualquier otro fenómeno de la vida. En sus términos:

¡Qué postulado tan fuerte es el de la continuidad! Ahora este libro tenderá a mostrar que los postulados mentales serán respetados en su conjunto. La exigencia de continuidad ha probado por sí misma, durante largos trayectos de ciencia, poseer un verdadero poder profético. Nosotros mismos debemos, por tanto, tratar sinceramente por todos los medios posibles de concebir la aparición de la conciencia de modo tal que no parezca equivalente a la irrupción en el universo de una nueva naturaleza, no existente hasta entonces (p.73).

Este fue el ambiente intelectual que abrió paso al surgimiento del conductismo como proyecto científico. El contexto de surgimiento de una psicología experimental humana fue la cuestión sobre la igualdad de género entre humanos y no humanos, esto es, si lo propiamente humano era tan natural como el resto de cualidades animales de modo que pudiera abordarse bajo los cánones de las ciencias experimentales. Pero no hay razón para pasar de la respuesta afirmativa a esa cuestión hacia la negación de diferencias en los procesos básicos entre humanos y animales.

Al parecer, Skinner no dudó de la diferencia entre la conducta humana y animal. En sus términos: "La conducta humana se distingue por su complejidad, su variedad y sus mayores logros, pero los procesos básicos no tienen por qué ser necesariamente diferentes" (Skinner, 1953, p. 38). Esto entonces nos exige diferenciar tres supuestos de su postura:

Entre el hombre y el resto de animales hay continuidad evolutiva.
Hay diferencias entre la conducta de hombres y animales en términos de complejidad, variedad y logros.
No hay diferencias entre los procesos básicos de tales conductas que se distinguen por su complejidad, variedad y logros.

Pero si, como habíamos señalado, los procesos conductuales son relaciones funcionales entre la actividad de los organismos y los eventos ambientales, ¿cuál sería la distinción entre tales procesos y la conducta misma? No pensamos que haya una distinción ni tampoco encontramos una respuesta en Skinner, a no ser que se interprete que la conducta es el movimiento mismo de los organismos, lo cual contradice a buena parte de la obra del mismo autor (cf. Kitchener, 1977; Skinner, 1938, p. 6, para una revisión). Así las cosas, la mejor interpretación de la postura de Skinner al respecto es que las diferencias reconocidas y aceptadas entre la conducta del hombre y del resto de animales, no implican que los principios sobre su origen sean así mismo diferentes. Es decir, que ya sea que se trate del establecimiento del palanqueo como parte de la conducta de comer en ratas, o de la solución de un problema teórico en humanos, ambos se originan (y por tanto explican) bajo los mismos principios de selección.

Lo anterior deja intacta la posibilidad de concebir, al margen de la pregunta por su origen, diferentes procesos conductuales en diferentes taxones evolutivos, más o menos complejos y variados, para usar las palabras del mismo Skinner, y sin negar la igualdad natural fundamental de todos los seres vivos. Esto nos lleva al segundo componente del contraargumento.

La identidad de los principios genéticos de los procesos conductuales no excluye que puedan identificarse diferencias en éstos entre Humanos y no Humanos

El proyecto conductista, especialmente el operante, se ha construido sobre la pregunta por la adquisición y mantenimiento de funciones de respuesta y de estímulo, lo cual por conveniencia denominamos como el asunto genético o del origen de los procesos conductuales2. De ahí que el culmen de sus metas científicas sea la predicción y control del comportamiento, entendiendo esto como el diseño de situaciones que permitan que una relación funcional se establezca, se mantenga o desaparezca. La tarea es legítima y loable. Sin embargo, de esto no se desprende que una ciencia del comportamiento con vocación no mediacional ciña todo su horizonte de indagación a este asunto. Si hiciéramos una analogía con la biología, ésta no se reduce a la pregunta por el origen de las morfologías y funciones (en donde encajan suficientemente bien las ideas seleccionistas) sino que además distingue entre niveles de análisis más o menos molares y moleculares, que atraviesan preguntas sobre la interrelación entre sistemas, componentes y propiedades. Podría denominarse a este otro tipo de preguntas en ciencia del comportamiento, el asunto estructural: se abstrae el establecimiento de la relación funcional y ahora se caracterizan sus propiedades y relaciones en diversos niveles de análisis.

El grueso de la investigación operante sobre conducta humana, aunque minoritaria, se ha hecho sobre la verificación de los principios de condicionamiento extraídos del laboratorio animal. Ha tomado dos formas: (a) el análisis del desempeño humano en los programas de reforzamiento (cf. Shull & Lawrence, 1998, para una revisión), y (b) el análisis del aprendizaje verbal (e.g., Hayes, Barnes-Holmes & Roche, 2001; Sidman, 1994) y en esa medida, el programa de investigación ha sido sobre el establecimiento de relaciones funcionales.

Las discusiones más consistentes en ambas áreas de investigación han sido sobre el éxito en la replicación de los principios de condicionamiento en el estudio de la conducta humana (e.g., Baron, Perone & Galizio, 1991a; Baron, et al., 1991b) o bien, si los desarrollos experimentales y teóricos planteados por los estudiosos de los procesos verbales corresponden con tales principios (e.g., Healy, Barnes-Holmes & Smeets, 2000; Palmer, 2004). Es decir, la pregunta por el reforzamiento de respuestas ha sido la directriz para estudiar cualquier asunto de interés conductual hasta el punto de considerar que es el principal, si no el único problema del que debería dar cuenta la ciencia del comportamiento.

La pregunta por el desempeño humano en programas de reforzamiento o cómo éste se encuentra presente en las interacciones verbales, tiene su lugar y puede ser interesante pero no encontramos argumento para definirla como la médula espinal de un proyecto de comprensión de la conducta humana, ni menos para suponer que la conducta humana no representa procesos diferentes a los encontrados en animales. La discusión alrededor del artículo objetivo de Baron, et al (1991a) en The Behavior Analyst, que trató sobre este asunto, revela por lo menos que la comunidad de analistas de la conducta ha considerado prioritario responder a aquella pregunta con el fin de establecer principios fundamentales que cubran cualquier especie. Aún aceptando que esa pregunta fuera prioritaria, tal empresa no niega que puedan haber diferencias en los procesos conductuales animales y humanos, e incluso, diferencias en procesos conductuales en los mismos humanos.

El argumento de usar las mismas categorías para describir la conducta humana y no humana es válido de cara a la búsqueda de principios y procesos comunes, lo cual en sentido estricto correspondería parcialmente con los objetivos de una psicología comparada. Así, estudiar si el desempeño humano en programas de reforzamiento se asemeja al de los animales puede informar algo al respecto de aquello. No tenemos espacio para detallar qué es lo que ha ocurrido en esta empresa pero baste con caracterizar algunos asuntos generales. Los hallazgos se dividen en dos tipos: los que replican con humanos los patrones encontrados con animales en programas de reforzamiento (e.g., Bradshaw, Szabadi & Bevan, 1976) y los que no (e.g., Horne & Lowe, 1993). A su vez, cuando los desempeños no resultan semejantes, las interpretaciones de estos resultados se dividen en dos grupos que conforman extremos de un continuo: los que defenden que se trata de problemas de control experimental (e.g., Madden & Perone, 1999) y los que consideran que se debe a procesos verbales (e.g., Lowe, 1979) y es esta interpretación la que ha definido lo que se llama anticontinuismo. En medio de ellos se encuentran quienes consideran que se debe a un asunto de variabilidad no controlada por la historia de los sujetos humanos y por la naturaleza de su ambiente (Branch, 1991; Dinsmoor, 1991; Wanchisen & Tatham, 1991) de insuficiencia de las situaciones experimentales dado que no son sensibles a contingencias sociales o a particularidades de las unidades de respuesta humanas (Buskist & Sherburne, 1991; Shull & Lawrence, 1991); los que aceptan la posibilidad de que las diferencias se deban a que se responden a aspectos diferentes de las mismas contingencias, después de comparar ambos desempeños en procedimientos muy semejantes (Pierce & Epling, 1991); e incluso, quienes consideran que no es viable un análisis experimental de la conducta humana porque en cualquier caso no permitiría extraer conclusiones sólidas debido al escaso control de variables (Palmer & Donahoe, 1991).

Una forma de lograr semejanza en los desempeños humanos y animales en programas de reforzamiento es eliminando el componente verbal en los primeros (Shull & Lawrence, 1998). Esto sugiere que puede haber procesos similares pero que la semejanza es mayor cuando el ser humano no despliega lo que le es característico. Si este es el propósito de la investigación operante sobre conducta humana, mostrar esta semejanza sin importar el grado de artificialidad de la tarea, entonces la tarea está hecha. Pero al mismo tiempo permite concluir que por esa vía no se puede acceder a la comprensión de la conducta propiamente humana, o a lo sumo, que por compleja que ésta sea, las preguntas que podrían hacerse todavía están limitadas a lo que los principios de reforzamiento permiten preguntar.

Esto último está de acuerdo con lo que afirman Baron et al. (1991a, 1991b).

Ciertamente, algunos nos aconsejan dedicar mayores esfuerzos en este aspecto (o quizás, darles un mejor uso), en la dirección de los estudios sobre formas complejas de conducta humana, como la escritura a mano, la conducta social, el procesamiento de información, y de hecho, la conducta verbal en general. Estas son vías valiosas de investigación futura. Nuestro interés en el presente, sin embargo, son los principios fundamentales de reforzamiento (p. 154).

Como hemos mencionado, la pregunta genética es interesante y necesaria pero no son suficientes sus categorías cuando el proceso conductual de interés rebasa el problema genético. Una cosa, por ejemplo, es preguntarse por el sentido de la vida como un ejemplo de conducta humana en la que se implican relaciones con eventos definidos socialmente y otra cosa es preguntarse por las variables de las que depende que aumente la probabilidad de que una persona se pregunte por el sentido de la vida. La confusión categorial puede darse de tres formas: (a) considerar al principio de reforzamiento como el proceso conductual; (b) considerar que la ciencia del comportamiento es ciencia sólo si se pregunta por lo genético; (c) utilizar categorías genéticas para abordar procesos no genéticos.

Es importante mencionar un ejemplo reciente de lo anterior. Strand (2009) pretende abordar la conducta religiosa desde una perspectiva conductual; su propuesta es concebirla como una clase de respuesta compuesta por actividades como "cuestionar el significado de la existencia, contemplar nuestros orígenes y destino últimos, y organizar la conducta para asegurar una post-vida deseable" (p. 195). ¿No es en sí mismo el cuestionar el significado de la existencia un asunto que debe ser primero comprendido por una ciencia de la conducta humana? ¿En qué medida eso es comparable con una respuesta de presión de palanca o picoteo de tecla, respuestas discretas y por tanto de las que tiene sentido decir que constituyen una clase operante? El autor continúa proponiendo que la conducta religiosa se caracteriza por ser inducida por programas de reforzamiento, sensible a los antecedentes e insensible a los consecuentes, lo cual confunde dado que se está hablando de conducta operante. Además de estos problemas, lo que pretende señalarse es que el tipo de preguntas sobre este fenómeno conductual humano no trasciende la pregunta por su origen y mantenimiento.

Si de lo que se trata es de verificar el alcance de principios, el del reforzamiento sería sólo un tipo. Como lo señalan Shull y Lawrence (1991), podemos preguntarnos por principios diferentes a aquellos que describen de qué manera ciertas variables afectan la probabilidad de las respuestas. Seguramente, al ampliar el rango concebible de procesos conductuales, encontremos lugar para principios no genéticos. La pregunta razonable ahora, es ¿de qué hablamos cuando proponemos otros procesos conductuales y análisis estructurales más que genéticos?

Si, como coinciden incluso los autores operantes de mayor tradición "continuista", es plausible concebir diferencias en complejidad en la conducta humana y entre las conductas de los animales, al margen de la pregunta genética, entonces también es posible encontrar otro tipo de principios que no solamente cubran otros aspectos de estos procesos en los humanos sino también en animales. Así mismo, es plausible y conveniente caracterizar la diferencia en complejidad sin que nada de esto implique trascender el naturalismo, ni integrar categorías no conductuales en el sentido más estricto del término (es decir, no todo lo conductual es operante). Incluso, Palmer y Donahoe (1991), continuistas radicales acuerdan en esto: "El estudio de las diferencias entre especies será siempre una meta importante. Los humanos obviamente son únicos - como todas las especies- y cualquier clarificación de nuestra unicidad sería una contribución importante y bienvenida" (p. 124).

Conductistas clásicos como E. Holt y P. Weiss son un ejemplo del reconocimiento de procesos conductuales de diversa complejidad entre especies y de un tratamiento coherente de todos ellos en términos naturalistas. Por ejemplo, Holt (1915a, 1915b) propone concebir la conducta como integraciones incluyentes de relaciones entre organismos y objetos que cada vez dependen menos de la presencia inmediata del objeto. Weiss (1924a, 1924b), por su parte, hace la distinción entre respuestas biofísicas y biosociales, incluyendo aquéllas en éstas pero precisando que las biosociales se definen por ser funcionales en una organización social. El análisis de las relaciones funcionales que incluyen las respuestas biosociales de Weiss o las integraciones conductuales de Holt con menor dependencia de la presencia inmediata del objeto, son un ejemplo del tipo de asuntos disponibles para un análisis de propiedades y relaciones estructurales, una vez aislada la pregunta por su origen. Kantor (1982) y Ribes y López (1985) son ejemplos contemporáneos de un análisis que trasciende la pregunta genética y que abre paso al reconocimiento de procesos conductuales humanos. Dado que son el fundamento de nuestro punto de vista, serán retomados en el último apartado.

En suma, este componente del contraargumento se resume así:

El grueso de la investigación operante sobre conducta humana se ha hecho basada en el principio del reforzamiento como selección por consecuencias. Éste ha dictado el tipo de preguntas y categorías posibles sobre cualquier fenómeno conductual.

De la mano de lo anterior, se ha supuesto que las preguntas por el origen y mantenimiento conductual son las que fortalecerían el proyecto de la ciencia conductual, de modo que el aspecto que se ha privilegiado en el estudio de procesos conductuales humanos, es su semejanza con el patrón de origen y el mantenimiento que se observa en el laboratorio animal.

Lo anterior ha provocado: (a) que los procesos conductuales humanos no hayan sido de interés en sí mismos, controlándolos procedimentalmente; y (b) que cualquier abordaje de los procesos humanos complejos se ha hecho con categorías de génesis y además, con categorías originadas para describir la adquisición de funciones por medio de respuestas discretas y repetitivas, llevando a confusiones categoriales evidentes.

Se ha concluido, sin fundamento y de forma confusa, que el principio genético equivale a todos los procesos conductuales concebibles en la conducta tanto animal como humana, sin considerar que se trata de categorías de distinto orden.

Por tanto, consideramos que el hecho de que el principio de reforzamiento sea aplicable a instancias de conducta humana, no es condición necesaria para suponer que es el único tipo de principios distinguible ni que los procesos conductuales se reducen a su aspecto genético.

La Simplicidad Científica puede ser una Falacia si riñe con la representatividad del Fenómeno

Como habíamos mencionado, la simplicidad es el respaldo último del argumento continuista. Acudir a ella parece justificar ipso facto una estrategia o una decisión en este modo de conocimiento que llamamos ciencia. Sin embargo, la forma en que se ha introducido como respaldo de la estrategia continuista puede ser equívoca por las razones que detallaremos a continuación.

Son dos los usos más comunes del criterio de simplicidad: uno metodológico y otro interpretativo. Con respecto al primero, puede usarse para hacer referencia a una estrategia de simplificación del fenómeno de estudio con fines de facilitar su exploración por medio de un mayor control de variables. La simplificación puede hacerse por medio de un modelo o de un caso del fenómeno pero se justifica en la medida en que el modelo contiene las propiedades relevantes del fenómeno que interesa; a esto se le conoce como representatividad. Es decir, las cualidades del fenómeno de interés "vuelven a estar presentes" en el modelo en tanto abstracción de aquéllas, excluyendo las que son accidentales o no definitorias. En tanto criterio metodológico, también se usa como estrategia analítica que implica el proceso de descomponer un fenómeno complejo para abordarlo gradualmente hasta llegar a agotarlo.

Respecto a su uso como criterio interpretativo, se tiene como un canon de decisión frente a la posibilidad de dos o más hipótesis (cf. Sober, 2000): sería más plausible y conveniente la que apele a la menor cantidad de entidades, causas o procesos. Se presenta con frecuencia como la Navaja de Occam y como el principio de parsimonia. Según el análisis de Thomas (2001), existe una diferencia entre una y otra. El principio de Occam, Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, (las entidades no deben ser multiplicadas sin necesidad) se formuló en el contexto de la discusión sobre los universales. Al contrario, la ley de parsimonia se asocia por vez primera a Sir William Hamilton, quien aplicó la Navaja de Occam al terreno de las explicaciones en ciencias naturales, de modo que se plantea como el principio que apela a que se asuma el menor número posible de causas para explicar un fenómeno natural. Por tanto, ni uno ni otro tienen que ver con dejar de estudiar lo propio de la conducta de una especie para estudiar la de especies de mayor ascendencia filogenética por considerarse más simples.

En la literatura operante se ha apelado a la simplicidad de ambas formas, lo cual ciertamente es una virtud científica. Sin embargo, la simplicidad no es un argumento para dejar de estudiar procesos conductuales que explícitamente se han reconocido como más complejos por autores de esta misma tradición. La decisión de comenzar a explorar las regularidades conductuales en el laboratorio animal está plenamente justificada: en aras de ganar mayor control experimental, se tomaron decisiones metodológicas en términos de especie, aparatos y categorías de medida. Esto mismo ocurre cuando empieza la exploración de cualquier nuevo campo, más o menos complejo, porque resulta estratégico comenzar con las condiciones más simples. Pero disponer de las condiciones experimentales más simples para lograr mayor control experimental no equivale a agotar primero los procesos conductuales más simples antes de comenzar con los complejos, y ahí yace otro cruce categorial. Es en esto último en lo que ha devenido la modalidad de simplicidad que la tradición operante acogió, y que puede describirse como la estrategia de "ir de abajo hacia arriba (bottom-up, c.f. Schusterman & Gisiner, 1997).

Pierce y Epling (1991) hacen el siguiente comentario crítico al respecto, el cual acogemos plenamente. La reproducción es extensa pero consideramos que se justifica:

Se presume que en la medida en que crezca el montón de registros acumulativos, emergerá el orden subyacente de los datos. Una vez que se descubre este orden, entonces deberían abordarse organismos y contingencias ambientales más complejos. Hoy, los registros acumulativos pueden medirse en megatones pero una ciencia viable de la conducta humana aún es elusiva… Después de casi 30 años de investigación sobre elección y preferencia con pájaros (y un manojo con ratas), es claro que los pichones igualan, frecuentemente subigualan, ocasionalmente sobreigualan, y quizás maximicen. Aparentemente, no ha emergido aún orden en el caso del pichón y es demasiado pronto para extrapolarlo a los humanos. Con la estrategia de ir de lo simple a lo complejo, como la única base de conocimiento que podemos tener, tendremos que esperar hasta la siguiente era glacial para una ciencia de la conducta humana (p. 130).

Como se introdujo previamente, Skinner comenzó su trabajo con animales asumiendo estratégicamente que sus procesos conductuales eran semejantes a los de los humanos, pues no había razón de asumir lo contrario en principio. Hemos señalado cómo esta semejanza se refrió básicamente a su aspecto genético pues el mismo autor reconoció que eran diferentes en otros aspectos: su complejidad, variedad y logros. De este modo, si se esperaba que los modelos animales fueran representativos de los procesos conductuales humanos, lo serían sólo en su aspecto genético pero no en estos otros. Por consiguiente, si el objetivo fuera comprender cómo los organismos, humanos y no humanos, adquieren funciones de respuesta, cómo se mantienen y cambian, entonces es perfectamente legítimo utilizar modelos animales para comenzar la indagación e ir extendiéndola en varios géneros y especies, incluyendo a los humanos. Pero si el objetivo es comprender la naturaleza de las relaciones que comprenden eventos sociales y lingüísticos, como ocurre en la gran mayoría de los casos humanos, entonces no se puede apelar a la estrategia bottom-up, pues no puede predicarse representatividad: lo que es relevante del fenómeno de interés, no está presente en el modelo simplificado. La siguiente cita de Baron et al. (1991b) deja relativamente claro el tipo de procesos humanos de los que podemos extraer alguna conclusión a partir del estudio con modelos animales, en tanto representativos:

…la presión de un botón en el caso humano, la presión de una palanca en la rata y el picoteo de la tecla por parte de un pichón, ofrecen un medio legítimo para estudiar un rango de procesos conductuales. Después de todo, presionamos botones para una variedad de razones: para sintonizar el radio, para retirar dinero del cajero electrónico y para llamar a nuestros amigos por teléfono (p. 150).

Entre las consecuencias de confundir la simplificación metodológica deseable en cualquier estudio, con la estrategia bottom-up de indagación sucesiva de especies según un criterio de distancia filogenética (de las más antiguas a las más recientes), se encuentra, entre otras, el traslado de las categorías conceptuales y de medida. Esto quiere decir que lo que se busca a medida que se avanza en la indagación de fenómenos más complejos, se hace con los mismos lentes que se usaron en la indagación inicial, descuidando el hecho de que aquellas diferencias de complejidad, variedad y logros pueden requerir nuevas categorías.

Lo anterior es claro en la tradición operante, la que ha estado fuertemente influida por la búsqueda de logros o efectos en la conducta, precisamente por el hecho de que el principal objetivo científico sea la predicción de particulares y el control de las contingencias que los produce; es decir, el objetivo ha sido encontrar las contingencias y parámetros para que los organismos hagan o dejen de hacer. Es a esto a lo que Cabrer, Daza y Ribes (1975) han llamado investigación tecnológica. Como consecuencia de este acento, las categorías operacionales, ejemplificadas en métodos y procedimientos, han sido el lente para preguntar sobre los fenómenos del comportamiento no sólo animal sino también humano.

Shull y Lawrence (1991), conductistas operantes, coinciden con esta idea y señalan:

Nuestro temor, muy francamente, era que una parte de la investigación del Análisis de la Conducta con sujetos humanos, parecía estar orientada por el método en lugar de estarlo por el problema (Platt, 1964), a menos que aquellos que conducen tal investigación hicieran visible la naturaleza y significancia de las preguntas (p. 133).

Los procedimientos operantes están especialmente diseñados para el estudio de patrones de respuestas discretas y repetitivas relacionadas con la entrega contingente o no contingente de alimento, y emprender una ciencia de la conducta humana teniendo como referente estos procedimientos, justifica plenamente el temor de Shull y Lawrence (1991) y la pregunta por la significancia de las preguntas derivadas.

En suma, consideramos que la simplicidad como principio, objetivo y herramienta científica no riñe con el estudio directo de los procesos conductuales propiamente humanos. Metodológicamente, implica el diseño de situaciones experimentales y medidas que representen las propiedades relevantes del fenómeno, aislándolas de otras que no son definitorias. Si lo que interesa es el estudio de las relaciones conductuales propiamente humanas, la representatividad no se predicaría entre especies sino entre situación experimental y situación ordinaria; es decir, que en el laboratorio se reproduzcan propiedades de la conducta que, aunque enmarcadas bajo la lente teórica, sean congruentes con lo que las personas hacen día a día. Interpretativamente, implica que no se incorporen más categorías de las que sean necesarias, en un marco estrictamente naturalista, sin perder la capacidad heurística, la congruencia con los hechos conductuales fenomenológicamente relevantes y la coherencia con las demás categorías. Si esto no se cumple, apelar a la simplicidad como argumento puede ser falaz.

Elementos de una Propuesta alternativa a manera de conclusión

Según todo lo anterior, nuestra postura en el debate sobre la continuidad psicológica entre humanos y no humanos, supone lo siguiente:

El debate está construido sobre lo que consideramos son confusiones categoriales y por tanto no le encontramos sentido como ha estado planteado. Esto implica que no podemos situarnos en una de sus coordenadas, como anticontinuistas, por ejemplo. Pero tampoco consideramos que la alternativa de Dymond et al. (2003) de declararse agnósticos frente al problema, sea la mejor estrategia. Pensamos que hacer explícitas lo que a nuestro juicio son las confusiones de su fundamento, es el mejor proceder.

Existe plena continuidad filogenética entre humanos y animales y eso faculta que se esperen semejanzas en sus procesos conductuales, especialmente en lo relativo a su origen. Pero esto no contradice que también se esperen diferencias en lo relativo a su complejidad. Dicho de otro modo, existe continuidad genética y discontinuidad en la complejidad. Esto implica que debe precisarse qué se entiende por diferencias de complejidad que no riñan con las semejanzas en el origen de los procesos. Más adelante esbozaremos una respuesta.

Pueden identificarse principios de diversa índole en una ciencia del comportamiento, de modo que no se entiende una sola cosa por ellos. Estos pueden ser de dos tipos: (a) fundamentos de sistemas teóricos (e.g., los principios de Spence, 1855, de James, 1890, o de Kantor, 1924/1985); y (b) abstracción de regularidades (e.g., el principio de selección por consecuencias). A su vez, no deben confundirse los principios con los procesos conductuales, si entendemos por éstos relaciones funcionales entre la actividad de los organismos y los objetos. Los principios del primer tipo pueden definir el tipo de categorías y de procesos conductuales que podemos encontrar en el laboratorio; así mismo, diversos procesos conductuales pueden permitir identificar principios en el segundo sentido del término. Esto implica por lo menos dos cosas: (a) que no hay razón para suponer que los únicos principios posibles son sobre asuntos genéticos; y (b) que la cobertura de un mismo principio entre especies no dice nada sobre la posible diferencia entre los procesos conductuales de estas especies.

La simplicidad es una estrategia que debe implementarse en el estudio experimental y la interpretación tanto de la conducta humana como no humana. Pero no implica esperar hasta agotar el conocimiento de los procesos conductuales animales para comenzar a comprender los que presentan los humanos solamente. Éstos se pueden abordar en situaciones experimentales simplificadas y la representatividad se predicaría de éstas respecto a situaciones ordinarias. Así mismo, la simplicidad es una herramienta cuando se hacen explicaciones parsimoniosas. Esto implica que suponemos que los humanos presentan procesos conductuales propios, lo cual parece ir en contravía de lo supuesto por la tradición operante. La naturaleza de estos procesos es algo que desarrollaremos más adelante bajo la premisa de que es posible caracterizarlos conductualmente, aunque esto no signifique hacerlo con las categorías operantes.

Resta entonces justificar la idea de procesos conductuales de diversa complejidad, así como la caracterización de los procesos humanos que consideramos propios. La noción de complejidad conductual no es nueva ni nuestra. Entre los teóricos vinculados con la tradición conductual, encontramos a Holt (1915a, 1915b); Kantor (1982); Ribes & López (1985); Roca (2001) y Weiss (1924a, 1924b). Lo común a estos autores es que representan una vertiente científica que no ha resultado dominante en la historia pero que se compromete con la idea del estudio de la conducta en sí misma. Entre ellos hay semejanzas y seguramente en cada uno de ellos encontraríamos vías sugerentes para desarrollar nuestro punto de vista pero la obra de Ribes y López (1985) es la que principalmente ha orientado nuestros esfuerzos y por eso es aquí desde donde principalmente retomamos los conceptos.

Una noción de complejidad conductual que consideramos útil por su énfasis en la continuidad natural, su coherencia y su congruencia con lo que resulta evidente fenoménicamente, nos la ofreció Aristóteles en su obra Acerca del alma. Asimismo, esta noción permite delinear aspectos de los procesos conductuales humanos que le son únicos sin irrumpir lógicamente con otros procesos conductuales.

En los escritos aristotélicos podemos reconocer algunos aspectos de su antropología, que a su vez nos dará elementos para pensar en el asunto de la complejidad y la particularidad conductual. Así lo escribe:

…la situación es prácticamente la misma en cuanto se refiere al alma y a las figuras: y es que siempre en el término siguiente de la serie se encuentra potencialmente el anterior, tanto en el caso de las figuras como en el caso de los seres animados, por ejemplo, el triángulo está contenido en el cuadrilátero y la facultad vegetativa está contenida en la sensitiva. Luego en relación con cada uno de los vivientes deberá investigarse cuál es el alma propia de cada uno de ellos, por ejemplo, cuál es la de la planta y cuál es la del hombre o la de la fera (Aristóteles, II, 3, 25, 414b, 25-30, 1978).

Todos los seres vivientes comparten algunas facultades del alma pero algunas son propias a sólo unos. El hombre, quien posee la facultad intelectiva, no deja de poseer las demás facultades, pues de lo contrario no sobreviviría (cf. Aristóteles, Acerca del alma, III, 12, 1978). De este modo, hay una doble caracterización: por un lado, el hombre es natural porque posee el principio de movimiento y reposo, tiene una tendencia natural al cambio, como cualquier otro ser viviente (cf. Aristóteles, Física, II, 1, 1995). Pero al mismo tiempo, se diferencia de los otros porque posee una facultad del alma propia, la intelectiva. Sólo en este sentido podría predicarse una diferencia de naturaleza en tanto forma:

…la naturaleza como proceso no está referida a la naturaleza (como forma) de la misma manera, pues lo que está creciendo, en tanto que está creciendo, va de algo hacia algo. ¿Hacia qué está creciendo? No hacia aquello de donde proviene, sino hacia aquello a lo cual va. Luego la forma es naturaleza (Aristóteles, Física, II, 1, 193b, 15, 1995).

Así, del hombre y el resto de animales se puede predicar la generación, el crecimiento, y la corrupción (en fin , el movimiento que les es natural), pero sólo del hombre se puede predicar el intelegir (discernir la forma sin la materia, como en el caso de su definición), y por tanto ésta es su naturaleza como forma. Esto apunta al reconocimiento explícito de una distinción entre el hombre y los demás vivientes, pero es una distinción de especie y no de género:

Que son distintas desde el punto de vista de la definición es, no obstante, evidente: la esencia de la facultad de sentir difiere de la esencia de la facultad de opinar de igual manera que difiere el sentir y el opinar; y lo mismo cada una de las demás facultades mencionadas. Más aún, en ciertos animales se dan todas estas facultades mientras en otros se dan algunas y en algunos una sola. Esto es lo que marca la diferencia entre los animales (Aristóteles, Acerca del alma, II, 2, 25, 1978).

La evidente diferencia requiere caracterización. Sería una diferencia en cualidad: "Cualidad es en primer lugar la diferencia que distingue la esencia; y así el hombre es un animal que tiene tal cualidad, porque es bípedo; el caballo porque es cuadrúpedo" (Aristóteles, Metafísica, V, 14). Y la esencia es la forma (cf. Aristóteles, Metafísica, VII, 1, 1997). Así, la cualidad es aquel atributo que hace una forma diferente de otra. Y si el hombre es diferente en forma a los demás seres vivos en tanto razona, entonces la diferencia es cualitativa dentro del género viviente.

Como se ha mencionado, la diferencia se da en términos de la facultad de intelegir pero también respecto a la sociabilidad mediada por la palabra:

Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado. (…) La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia (Aristóteles, Política, I, 1, 1999).

Desde Aristóteles, entonces, es clara la consideración de las diferencias formales entre hombres y demás animales pero lo son en tanto aquello que se les atribuye como cualidad. Y tal atribución es diferente según si se hace en el nivel de género o de especie. No habría diferencias si se les considera en el género viviente pero sí si se les considera en la especie racional.

La facultad de sentir está incluida en la facultad de intelegir, en la forma de relaciones potencia-acto. Pero intelegir es de naturaleza diferente en tanto forma, lo cual quiere decir que lo propio de intelegir no es lo mismo que lo propio de sentir. A esto se refrió Aristóteles como una diferencia de cualidad y en últimas se trata de una diferencia en las relaciones que constituyen el intelegir y el sentir, respectivamente. Si concebimos los procesos conductuales como relaciones funcionales, parece legítimo considerar, junto con Ribes y López (1985) que la complejidad de un proceso conductual puede considerarse en términos de los que contiene en potencia, y de los que él mismo es potencia. De esta forma, un proceso es menos complejo que otro si está contenido en él y es más complejo que otro si lo contiene.

Debido a que la complejidad conductual se define por la inclusión progresiva de relaciones funcionales, la continuidad está garantizada y no tiene que apelarse a epiprincipios que expliquen el origen de las relaciones más complejas. Aceptamos el hecho de que éstas se originan de los procesos de menor nivel (cf. Donahoe & Palmer, 1994) y hasta que la evidencia muestre lo contrario, los procesos tipo pavloviano y operante son las mejores respuestas a la mano. Pero insistimos, el asunto del origen no es nuestra contienda en este documento sino la reivindicación del reconocimiento de procesos conductuales cualitativamente diferentes aun aceptando la continuidad genética.

Por su parte, cada nivel de inclusión funcional, que podría denominarse igualmente cada nivel de complejidad funcional, no es describible en términos del agregado de constituyentes sino que conforma un nuevo tipo de organización funcional. Esto lleva al imperativo de concebir las relaciones funcionales no como pares ordenados sino como auténticas estructuras funcionales que no dejan de ser relaciones entre organismos y objetos. Aceptar estas estructuras funcionales como objeto de estudio (cf. Ribes & López, 1985 para ver una propuesta de tipificación de estructuras funcionales), plantea la posibilidad de preguntarse por la naturaleza de las relaciones y propiedades de cada estructura, al margen de la pregunta por el origen de una función de respuesta. A diferencia del estructuralismo de Titchener (1898) que se interesaba por describir la estructura de la conciencia en contra del funcionalismo, la distinción desde esta perspectiva pierde sentido porque se trata del estudio de estructuras funcionales como interacciones entre organismos y objetos.

Por ejemplo, una interacción en la que una persona miente a otra, puede ejemplificar una organización conductual en la que entran en juego propiedades de objetos y eventos que no están presentes, o que estando presentes se responde a ellos en términos de lo que se dice de ellos. Al incluir propiedades estimulativas que no están presentes en la situación, la interacción, por medio de palabras, trasciende los límites de lo aparente, y por tanto, incluye relaciones conductuales ante los objetos presentes pero no se reduce a ellas. Se trata de un tipo de interacción en el que pueden reconocerse segmentos de interacción clásica e instrumental pero que no es un agregado de ellos ni puede caracterizarse suficientemente en sus términos pues aquéllos no se definen por la inclusión lingüística de propiedades estimulativas de objetos no presentes en una situación conductual.

Vale la pena mencionar que la complejidad conductual a la que hacemos referencia no tiene que ver con el debate entre evolución filogenética y complejidad de los organismos (e.g., Adami, Ofria & Collier, 2000) sino con una clasificación transversal de diferentes procesos conductuales desarrollados en la vida de un organismo. De esta manera, entonces, un organismo considerado muy complejo puede desplegar procesos conductuales clasificados como de menor complejidad. No obstante, puede implicarse que si un organismo se considerara más complejo que otro biológicamente, es plausible asumir que puede desplegar procesos conductuales clasificados como de mayor complejidad, sin que eso implique que siempre se está comportando de esta forma. De hecho, puede resultar que el proceso conductual clasificado como más complejo sea el menos frecuente, lo cual sugiere que organismos que en potencia pueden desplegarlo, sin embargo no lo hacen y por tanto no se trata de una progresión necesaria. Por qué no lo hacen y qué debe hacerse para que lo hagan no es un tema que ocupa al análisis estructural de las organizaciones conductuales, pues éste asume que de hecho la organización se ha establecido.

Finalmente, consideramos junto con Weiss (1924a, 1924b); Kantor (1924/1985); Kantor (1982) y Ribes y López (1985) especialmente, que la participación humana en prácticas sociales debe incluirse de forma radical en la interpretación de su conducta. Esto quiere decir que no basta con afirmar que la conducta humana se desenvuelve en un ambiente social en la medida en que su reforzamiento está mediado por otros (Skinner, 1953), sino que su participación en estas prácticas definen la naturaleza de su conducta. En particular, la consecuencia de que la conducta humana se desarrolle en medio de prácticas sociales es que se estructura no sólo en términos de funciones de estímulos fisicoquímicas (o "perceptuales", e.g., color, movimiento, intensidad, ocurrencia, etc.), ni funciones de estímulo organísmicas (las que resultan de otro organismo en tanto conducta, como por ejemplo un golpe, una mordida, su presencia, etc.) sino además de funciones de estímulo que resultan de tales prácticas en forma de convenciones (e.g., lo sagrado, lo bueno, lo injusto, lo deseable, etc.) (cf. Kantor, 1982; sobre la tipificación de las funciones de estímulo como propiedades funcionales, véase Ribes & López, 1985). Como es evidente, el grueso de la investigación operante humana ha sido sobre conducta basada en funciones de estímulo fisicoquímicas pero no sobre estas últimas.

Si integramos la lógica de la inclusión de relaciones funcionales como criterio de complejidad con la tipificación anterior de las funciones de estímulo, entonces podemos pensar en que un mismo proceso conductual puede ser comparado entre especies o en una misma especie, de acuerdo a si se estructura de acuerdo con funciones de estímulo fisicoquímicas, organísmicas y/o convencionales. Por ejemplo, interacciones tipo discriminación condicional basadas en funciones estimulativas fisicoquímicas, como las clásicas de igualación de la muestra (Skinner, 1950); las basadas en funciones de estímulo organísmicas, como algunos casos de búsqueda de alimento en grupo (e.g., Nakashika, 2005); y las basadas en funciones convencionales, como casos diversos de control instruccional (e.g., Ortíz-Rueda & Cruz-Alaniz, 2011). Pero a su vez, se deriva la posibilidad de que algunos procesos conductuales sólo pueden estructurarse con base en funciones de estímulo convencionales (cf. Ribes, 1990), por ejemplo, cuando un curso de acción depende de atribuciones sobre un objeto o cuando se está demostrando un teorema. En ninguno de estos dos ejemplos el interés reside en entender de qué depende que aumente la probabilidad de que una persona haga atribuciones o demuestre efectivamente un teorema, sino de caracterizarlos como un sistema de relaciones funcionales que involucran objetos y eventos socialmente definidos, con funciones de respuesta que se establecen respecto a lo convenido socialmente y no sólo respecto a sus características aparentes. Estos serían, por ejemplo, procesos conductuales exclusivamente humanos, que incluyen en potencia otros tipos de procesos conductuales que eventualmente compartimos con animales, aunque no estructurados con base en funciones convencionales.

En suma, confiamos en que es posible lograr una comprensión de la conducta humana bajo una epistemología conductual, no mentalista, que recupere las virtudes de la tradición operante pero también que supere sus limitaciones. Entre éstas, sin duda, se encuentra la barrera innecesaria que se interpuso para su propio avance, basada en un supuesto de continuidad confuso que cegó la posibilidad de pensar las cosas bajo otro punto de vista.


Pie de página

1 La actitud de Wallace se emparenta con dos asuntos de interés en este documento: lo que se ha llamado el "principio antrópico", según el cual lo que existe en el universo es de la forma como es para hacer posible la vida humana. Por otro lado, esta posición es limítrofe con discursos pseudocientíficos como el mesmerismo y la frenología (cf. Boring, 1950/1990).
2 Como nos lo ha hecho notar un revisor, el asunto genético incluye no sólo la selección sino la variabilidad inicial sobre la cual actúa el reforzamiento. Limitamos, entonces, nuestro análisis al aspecto selectivo del origen conductual implicando la variabilidad original, dado que ambos aspectos constituyen el asunto genético que en conjunto estamos señalando. Sin embargo, si tuviéramos que hacer una revisión detallada de ambos, seguramente nos encontraríamos que la variabilidad potencial tanto en el ambiente como en las posibilidades reactivas, aceptada por la comunidad académica como verdad de Perogrullo sin extraer de ella implicaciones fuertes, ofrecería las condiciones para justificar por lo menos parcialmente diferencias conductuales entre especies. Es decir, el mismo principio de selección actúa sobre condiciones iniciales cualitativamente diferentes, abriendo la posibilidad de estructurar, así mismo, procesos conductuales cualitativamente diferentes.


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