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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. v.18 n.53 Bogotá ene. 2005

 

Coyuntura

La Globalización de la Economía, el Crimen y la Seguridad

The Globalization Of Economy, Crime And Security

Luis Alberto Restrepo M.

Investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI, de la Universidad Nacional de Colombia


RESUMEN

Este escrito ofrece un marco general de lectura que proporciona algunos criterios sobre dos temas que ocupan hoy el centro de las preocupaciones regionales y generan tensiones geopolíticas en el hemisferio. De una parte, la globalización económica y su expresión hemisférica concreta, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), y, de otra, la estrategia global de Washington contra el terrorismo internacional y sus repercusiones en Colombia y el continente. Tanto en el tema comercial como, sobre todo en el de la seguridad, Colombia ocupa un lugar significativo en el marco hemisférico. En ese sentido, el artículo da cuenta de los contextos internacionales en los que el país se haya inmerso: la estrategia que adelanta Brasil con miras al ALCA, la Venezuela de Chávez, el Plan Colombia y la doctrina Bush de "guerra preventiva" contra el terrorismo internacional.

Palabras claves: globalización, economía, seguridad.


SUMMARY

This paper provides a general framework of lecture which furnishes some criteria on the two themes that are in the center of the regional worries and generate geopolitical tensions in the hemisphere. On one side, the economical globalization and its concrete hemispherical expression, the Americas Area of Free Trade and on the other hand the global strategy of Washington against international terrorism and its consequences for Colombia and for the continent. In the trade as well as the security themes, Colombia plays a significant role in the hemispheric frame. In this sense, the article provides information on the international contexts that the country is imbedded: the strategy that Brazil prepares for the AAFT, Chavez's Venezuela , the Colombia Plan and the Bush doctrine of "preventive war" against international terrorism.

Keywords: globalization, economy, security.


Dos temas ocupan hoy el centro de las preocupaciones regionales y generan tensiones geopolíticas en el hemisferio: la globalización económica y su expresión hemisférica concreta, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), y la estrategia global de Washington contra el terrorismo internacional y sus repercusiones en Colombia y el continente.

En torno al ALCA se enfrentan un par de proyectos. Estados Unidos aspira a negociar primero Tratados bilaterales de Libre Comercio con los países de la Comunidad Andina y sólo posteriormente con el Mercosur. Brasil, en cambio, habría deseado un previo acuerdo regional suramericano que les permitiera a sus miembros negociar conjuntamente con Washington y obtener condiciones más favorables para la región y ante todo para sí mismo. La Venezuela de Chávez, por su parte, parece cabalgar en solitario y se muestra renuente a establecer acuerdos con Estados Unidos.

En el terreno de la seguridad regional acontece algo similar. Mientras Washington trata de imponer la doctrina Bush, de "guerra preventiva" contra el terrorismo internacional, los países latinoamericanos, con excepciones como la de Colombia, miran con preocupación ese proceso y especulan sobre un proyecto propio de seguridad regional.

Tanto en el tema comercial como sobre todo en el de la seguridad, Colombia ocupa un lugar importante en el marco hemisférico. Al margen de la estrategia que adelanta Brasil con miras al ALCA, el gobierno colombiano ha tratado de llegar a un pronto tratado de libre comercio con Estados Unidos. En relación con la seguridad hemisférica, el Plan Colombia parece constituir la punta de lanza en el continente de la estrategia definida por la administración estadounidense, o al menos así es percibido por gobiernos y académicos de la región. De hecho, el de Colombia fue el único gobierno suramericano que apoyó la aplicación de la doctrina Bush en la guerra de Irak.

En este escrito no me propongo discutir tales alternativas concretas, sino ofrecer un marco general de lectura, que proporcione algunos criterios sobre ambos temas. En efecto, tras los ejes del debate ya mencionados subyacen otras cuestiones más generales e igualmente controvertidas, como la globalización económica, el llamado "neoliberalismo" que la acompaña y la relación de ambos temas con la seguridad.

A mi juicio, la mayor parte de la opinión pública colombiana y latinoamericana tiende a tomar partido en estos asuntos en función de enunciados simples, mientras los economistas y otros expertos se rehúsan a entrar en una discusión sobre conceptos que para ellos resultan escolares. Existe, pues, una incomunicación inconveniente entre los especialistas y el ciudadano común sobre los ejes de la evolución mundial y continental contemporánea. Por mi parte pretendo presentar aquí algunas reflexiones generales sobre estos aspectos que puedan servir para el debate público. No se trata de una sesuda investigación sino de lo que algún colega denominara "periodismo académico". De hecho, recapitulo muchas verdades ya sabidas. La novedad radica quizás en que trato de reunirlas en un solo argumento de indudables implicaciones políticas. Debo confesar que las conclusiones a las que he llegado en estos temas, algunas de las cuales expongo aquí de manera sucinta, no son de mi agrado, pero tampoco encuentro la manera de evadirlas.

Divido el texto en tres puntos: primero, presento algunas precisiones sobre lo que entiendo por globalización, sus alcances y su razón de ser; luego, me refiero a la globalización económica y a su actual modalidad liberal, y, finalmente, me aproximo a la globalización de la seguridad y su relación con la globalización de la economía.

Algunas precisiones sobre la globalización

El tema de la globalización origina hoy fuertes críticas y oposición en distintos sectores sociales y políticos y en muy diferentes zonas del mundo. Movimientos internacionales que podríamos calificar "de izquierda" han realizado ya veinticinco multitudinarias y ruidosas protestas, desde la de Seattle (Estados Unidos), en 1999, hasta la más reciente en Cancún (México), en 2003. Mientras algunos de ellos continúan oponiéndose de plano a la globalización, otros han comenzado a abogar por una globalización diferente, una alter- globalización. También desde la derecha la globalización tiene enemigos que aspiran a conservar la presunta autenticidad originaria de la cultura nacional.

Sin embargo, la globalización es un término ambiguo. Denota procesos muy diversos, así todos ellos tengan un denominador común, por cierto muy abstracto y general. Por tratarse de una expresión polivalente, será necesario precisar, en primer término, cómo la entendemos aquí y tratar de saber a cuál o cuáles de sus dimensiones se dirigen las críticas. En consonancia con lo que concebimos como globalización, es además indispensable preguntarnos si ésta es solamente el resultado de una decisión política que pueda ser revertida, como lo presuponen los movimientos opuestos a ella, o si se trata más bien de un proceso irreversible, en cuyo caso tales movimientos carecerían de sentido y de futuro. Finalmente, en este primer punto, diremos algunas palabras sobre la relación entre la globalización económica y el "modelo neoliberal" con el cual ésta se ha venido imponiendo. ¿Es separable la globalización económica de una liberalización de los mercados y los estados? ¿Es posible una "alterglobalización"? ¿Hasta qué punto?

Para comenzar, precisemos, pues, lo que entendemos por globalización. En su sentido más general y abstracto , compartimos la descripción que ofrece Eric Helleiner, para quien la globalización es "un proceso de ´compresión´ del espacio por el cual la importancia de la distancia se reduce progresivamente" (Helleiner, 1997), aunque – tampoco sobra advertirlo – ésta no desaparece por completo. La interconexión espacial permite también una interacción mucho más acelerada y, en muchos casos, inmediata1. Se produce entonces una compresión del tiempo. Se impone un presente mundial. Podríamos decir que el agitado tiempo mundial impone una noción fugaz de sí mismo, un tiempo ligero, light , cuyo presente resulta a cada instante absorbido por el remolino de su inmediato porvenir. Considerada en este nivel de abstracción, la globalización parece un proceso simple. Sin embargo, como lo hemos dicho, no se trata de un proceso único.

La compresión del espacio y del tiempo se realiza de manera específica y distinta en muy diversos procesos sociales. Cada uno de ellos posee su propia dinámica de expansión y articulación global, y todos se relacionan entre sí de manera desigual, dando por resultado un gran proceso genérico de globalización, muy complejo. Está en marcha una globalización económica, pero también una difusión global de los patrones políticos de legitimidad, una red global informativa, ciertos valores culturales de carácter global, preocupaciones ambientales de alcance planetario y, más recientemente, una globalización de las amenazas mundiales y de la seguridad, por solo mencionar algunos procesos más destacados.

La conciencia de la globalización política irrumpió en el mundo a comienzos de los años noventa del siglo pasado, tras el derrumbe de la Unión soviética y la consiguiente exaltación planetaria de los valores de la democracia y el mercado. La globalización de la economía, que acompañaba silenciosamente la transnacionalización de las grandes firmas occidentales desde los años setenta, fue recibida con particular euforia en la primera mitad de la mismos noventa, mientras la dinámica mundial de la información y las comunicaciones - que viene desde los años sesenta, cuando Mc Luhan se refería a la "aldea global" - ha cobrado un renovado vigor en torno a la televisión satelital. En los setenta se hizo consciente la globalización de los problemas ambientales gracias al informe del Club de Roma, mientras la globalización de la seguridad se disparó a partir de los atentados del 11 septiembre de 2001 y promete ocupar el proscenio mundial durante varias décadas del presente siglo. Así, pues, el mismo término alude a dinámicas sociales diversas. Podríamos decir que la desaparición de la Unión Soviética en los años noventa abrió las compuertas a diversos procesos de globalización que venían ya en marcha desde por lo menos veinte años atrás.

Conviene advertir que, para numerosos analistas, la globalización es un fenómeno mucho más antiguo que los procesos que acabamos de mencionar. Para quienes toman la economía como eje del análisis histórico, la globalización vino aparejada con el nacimiento y desarrollo del capitalismo, cuyos inicios suelen ubicarse en el siglo XV europeo o incluso más atrás. Por su propia naturaleza el capital tendría una vocación universal, como lo mostraba Marx, y su expansión más reciente no sería sino una nueva fase dentro del proceso de su universalización. Esta lectura es sin duda correcta. Más aún, si adoptáramos como eje de interpretación de la historia, ya no la economía, sino la cultura, podríamos afirmar incluso que la globalización comienza muchos siglos antes, con las grandes religiones universalistas. Hacia el siglo I antes de nuestra era, los profetas de Israel en el exilio afirman por primera vez que Yahvé no es meramente el Dios de su pueblo sino el de todos los pueblos. Otro tanto hace Pablo de Tarso con la figura de Jesús de Nazaret. Aquí tenemos, sin duda, unos primeros despuntes de conciencia global.

Pero, más en general, podemos decir que siempre es posible encontrar nuevos antecedentes de cualquier fenómeno. La historia es una sucesión de metáforas que se remiten unas a otras. En este sentido, no habría en realidad nada nuevo bajo el sol. Así, por ejemplo, la globalización de la política podría ser ubicada tras la segunda guerra mundial, en la creación de las Naciones Unidas, o incluso en el Imperio romano, con sus pretensiones de universalidad en el mundo conocido por la Europa de entonces; la globalización de la seguridad podría haberse iniciado, no con el 11-S, sino con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Y así sucesivamente. Estas versiones de la globalización son, desde luego, perfectamente legítimas, pero no corresponden al conjunto de fenómenos que la conciencia contemporánea pretendió designar con el término preciso de globalización hacia fines del siglo pasado. Creemos que esa conciencia pretende señalar hacia algo nuevo, que comienza en épocas muy recientes. A esa novedad pretendo referirme.

Volviendo, pues, a nuestro tema, la globalización se refiere a procesos de muy diversa naturaleza. Más aún, dentro de un solo proceso la globalización pueden existir niveles, formas de manifestación y dinámicas temporales muy variadas. En la economía, por ejemplo, la globalización de las finanzas ha sido vertiginosa; a ella le sigue la del comercio, mientras la articulación global de la producción marcha a pasos más lentos. Tras el colapso del mundo socialista, la democracia se ha convertido, en el campo de la política, en el único paradigma legítimo del poder, pero mientras en Europa y Estados Unidos distintos tipos de democracia constituyen sistemas consolidados, en América Latina, Asia y África se conjugan con los poderes locales establecidos para dar por resultado democracias apuntaladas en redes clientelares, en tanto que en países de tradición islámica sólo recogen rudimentos electorales. En cada caso se hace, pues, necesario hablar de la globalización de modo específico.

Sin embargo, también es cierto que todos estos procesos se relacionan entre sí e interactúan unos con otros produciendo efectos inesperados. Y también esa interacción recíproca hace parte de la globalización. Un atentado en Irak y su difusión global a través de la televisión afecta el debate político interno en Washington, puede entorpecer la ayuda norteamericana a Colombia e influir por esta vía en la suerte del conflicto interno, la estabilidad política y la economía nacional. La crisis argentina y el anuncio de una posible alianza entre Argentina y Brasil para enfrentar conjuntamente el problema de la deuda, genera desconfianza hacia la región y puede afectar la estabilidad de otras economías y gobiernos. El atentado del 11-M en España y su difusión televisiva empujaron enseguida a la baja las principales bolsas del mundo, contribuyeron al triunfo sorpresivo al Partido Socialista en ese país y podrían incidir incluso en la campaña electoral británica y norteamericana. Aunque cohesionarán a Europa en una actitud más firme ante el terrorismo, le han hecho perder al gobierno colombiano su más seguro aliado en ese continente en el combate contra las organizaciones armadas ilegales. En suma, el planeta se ha transformado cada vez más en una enorme caja de resonancias en donde cualquier ruido produce ecos imprevistos en todos los rincones del mundo.

No sobra añadir que, gracias a la globalización, la actual integración de muchas dimensiones de la actividad mundial viene aparejada con su fragmentación. Es lo que Rosenau denomina la "fragmegración"2. Frente a los flujos económicos y las demás tendencias globalizadoras tienden a reafirmarse las dinámicas nacionales y locales con todo el peso de sus propios paisajes, historias, costumbres e imaginarios. Con todo, debo advertir que, a diferencia de Rosenau, prefiero reservar el término globalización para lo que propiamente significa: integración planetaria de distintas realidades, sean económicas, políticas o culturales. Lo contrario sería introducir una anfibología del lenguaje que no ayuda a la claridad. La fragmentación es sin duda un efecto la globalización, pero, tomada en su sentido propio, va en su contra.

La fragmentación de lo global y la consiguiente reafirmación de lo particular tienen un doble carácter, tanto negativo como positivo. En el primer sentido, parece como si la fuerza centrípeta del mundo global suscitara la reacción contraria y defensiva de sus partes, que se resisten a ser engullidas en el hueco negro de una homogeneidad universal. Pero, a la vez, esta vigorosa reafirmación de las geografías, historias y culturas particulares llega a constituirse en la plataforma de lanzamiento de cada pueblo a la esfera global, hasta tal punto que esta última se nutre, en realidad, de la más íntima dinámica expansiva de los lugares, tiempos y acontecimientos locales. Así, por ejemplo, es la economía local y nacional la que se vincula a los mercados regionales y mundiales. La identidad, la cultura y los valores de provincia le dan su riqueza peculiar a la cultura universal. De la política local se nutre el mapa político del mundo. De tal manera que bien podemos decir que, por fuera de la dinámica expansiva de lo local, la globalización no existe.

En verdad, este doble movimiento simultáneo, de articulación y dislocación de la realidad mundial, no es ninguna misteriosa paradoja propia de la globalización. En toda realidad, - en la de la nación moderna, por ejemplo - también se da la misma tensión. La unidad de la nación ha estimulado siempre la diferenciación de las provincias que la componen, como si éstas quisieran escapar a una gris uniformidad nacional, pero la nación no existe sino en sus provincias y éstas en aquélla.

Debemos preguntarnos ahora si la globalización tiene un eje central en torno al cual giren los demás procesos. La pregunta es importante porque de su respuesta depende, entre otras cosas, si la globalización es reversible o no. Para numerosos y muy destacados analistas como Ferdinand Braudel, Inmanuel Wallerstein, Robert W. Cox, James N. Mittelman y otros, el proceso general de globalización gira en torno a la economía. Incluso en el sentir común, la globalización ha llegado a identificarse hasta cierto punto con la expansión global de los flujos económicos. Desde este punto de vista, suele ser considerada como un proceso reversible y derivado básicamente del interés, la voluntad y la decisión política de poderosos actores internacionales, sean elites, firmas transnacionales o gobiernos.

Por mi parte, comparto más bien el juicioso análisis de Manuel Castells3 para quien el núcleo y motor de la nueva época es tecnológico y se encuentra en el desarrollo de la informática. La convergencia de las tecnologías de la información con la electrónica y la telemática ha permitido poner en comunicación instantánea a dos o más agentes – seres humanos o máquinas – situados en cualquier lugar del mundo. La interconexión permite sincronizar (coordinar en un mismo tiempo) y "sintopizar" (compartir un mismo lugar virtual) agentes, actividades y procesos sociales. Desde luego, la producción y comercialización de aparatos y programas informáticos ha entrado a formar parte central de la economía contemporánea, pero la innovación tecnológica que les subyace no es un fenómeno económico. Es un acontecimiento científico-técnico no previsto, ni en sus orígenes ni en la mayor parte de sus consecuencias, por lo demás aún desconocidas.

Como lo señalan los historiadores, otras muchas innovaciones tecnológicas del pasado habían comenzado ya a desbrozar el camino de la interconexión global. El barco, el tren, el automóvil y el avión, el teléfono, el telégrafo, la radio y la televisión han acortado tiempos y distancias. Todos estos inventos, más o menos fortuitos, alteraron en su momento la actividad económica y el conjunto de la interacción humana. Y algunos de ellos – como el barco, el avión, el tren y los automotores - constituyen hoy la base material de la globalización. Pero ninguna de estas invenciones tenía los alcances casi inagotables que posee la informática. Ninguna permitía poner en comunicación y cooperación instantánea a dos o más agentes (humanos o máquinas) ubicados en cualquier lugar del mundo, y ninguna de ellas ofrecía la posibilidad de radical transformación de casi todas las dimensiones de la actividad humana, como sí lo hace la informática.

Del computador, el teléfono celular, la cámara y el reproductor de fotos y video, el equipo de radio y de música y el televisor vamos pasando a unidades electrónicas multifuncionales, que desempeñan algunas o todas estas funciones a la vez. Se transforma la vivienda y el entorno inmediato de la vida humana: aparecen neveras, cocinas, casas, edificios inteligentes. Se multiplican los robots. La comunicación se hace ubicua y permanente. Se informatiza progresiva e incesantemente todo el aparato productivo y de servicios. La informatización de la realidad y de las actividades humanas va en aumento y transformación incesante.

Ahora bien, el proceso de informatización de la actividad social y la globalización que trae consigo es, en su marcha general, irreversible. Una vez en camino, la información y comunicación siguen tejiendo sin descanso sus telarañas. Más aún, día a día crece la velocidad de procesamiento y transmisión de información y esta última penetra nuevas instancias de la actividad social. Ni siquiera eventuales retrocesos en la economía mundial podrían frenar la expansión e interconexión de las redes de información. Se trata de un proceso de innovación y transformación sin fin, que apunta hacia una meta asintótica: la interconexión global, total y permanente del sistema-mundo, en el cual hombres y máquinas se encuentran cada vez más integrados en una gran red de redes de interacción planetaria.

Esto no quiere decir, en modo alguno, que la globalización solo abarque a quienes están interconectados por medios electrónicos. Más bien, como lo hemos dicho, la interconexión informática está haciendo posible e impulsando una globalización de muchas otras dimensiones de la vida social - la economía, la política, la cultura - en las que todos estamos inmersos. Por esta vía todos estamos globalmente conectados, querámoslo o no. Es esta experiencia a la que alude la conciencia contemporánea con el término globalización. Talvez la única dimensión global que obedece a factores diferentes de la informática es la del medio ambiente, más ligada al modelo general de crecimiento y desarrollo modernos, todavía altamente depredadores.

Ante la velocidad y multidimensionalidad del proceso de informatización las sociedades experimentan una enorme dificultad para incorporar en sus formas de organización y acción las inagotables potencialidades de las nuevas tecnologías. Estas podrían transformar desde ya, radicalmente, los lugares y formas de organización del trabajo, los asentamientos humanos, las formas de organización y dirección política de las sociedades, pero todo ello supone cambios tan drásticos, tan costosos y de consecuencias tan impredecibles, que hasta ahora hemos preferido distraernos con la nueva juguetería sin que hayamos tenido aún el tiempo, la imaginación y el coraje suficientes para poner al día nuestras formas de existencia individual y colectiva. Se ha preferido impulsar las grandes industrias culturales y del entretenimiento, antes que emprender, por ejemplo, la azarosa tarea de transformar de raíz los procedimientos e instituciones de la democracia. Al contrario de lo que acontece en este campo, la informática ha tenido ya y continúa ejerciendo un impacto formidable sobre uno de los aspectos más visibles y sentidos del mundo moderno: la economía.

La globalización de la economía

La globalización de la economía es apenas un campo concreto de aplicación, entre otros, de la informatización global en marcha. Es, sin duda, la que afecta más dramática y visiblemente las condiciones materiales de vida de los individuos y la dinámica de las sociedades, hasta el punto que, como ya lo señalamos, numerosos y destacados autores han llegado a identificarla con el eje de la globalización.

A diferencia del proceso de informatización, la economía global sí puede sufrir estancamientos o retrocesos. De hecho, como lo destacan los historiadores, la economía ha tenido ya en el pasado periodos de expansión mundial, seguidos de nuevas épocas de contracción. Así, por ejemplo, a fines del siglo XIX, con la segunda revolución industrial iniciada en Gran Bretaña y la emergencia de Estados Unidos, el comercio articuló a las naciones y le dio forma a una economía mundial. Sin embargo, la gran depresión de los años treinta y las dos guerras mundiales produjeron un nuevo repliegue de las economías a sus espacios nacionales y regionales. Desde fines de los años sesenta del siglo pasado, la tercera revolución industrial está haciendo posible la universalización de la economía de mercado y la está convirtiendo en fundamento de las distintas sociedades en el mundo. Pero, desde el 11 de septiembre de 2001, este proceso estaría sufriendo, a juicio de algunos, un nuevo estancamiento. El mundo y en particular las potencias de occidente estarían ahora concentradas en los problemas de seguridad, mientras la globalización económica habría pasado a un segundo plano.

Pero el repliegue de la economía a los espacios nacionales, si es que realmente se estuviera produciendo, sería forzosamente transitorio. La globalización económica es la respuesta obligada a exigencias inapelables de supervivencia por parte de los dos prototipos básicos en los que podemos dividir las distintas economías nacionales.

Por una parte, están las economías más avanzadas para las cuales la expansión planetaria es una necesidad ya que sus nuevas tecnologías requieren de mercados globales. Como bien se sabe, en los años setenta, la tasa de ganancia de las economías centrales se había reducido debido a la sobreproducción, la saturación de sus mercados con los productos tradicionales y los costos de producción relativamente elevados (energía y salarios). La incorporación de los nuevos avances informáticos en la industria con la consiguiente producción de equipos y programas, la constante transformación de todo el aparato productivo y de servicios que ésta indujo y el impacto creciente de los nuevos equipos sobre la productividad general, les ha permitido reactivar su actividad económica. Pero, debido a sus muy elevados costos de investigación, desarrollo y aplicación, la informática requiere de mercados globales que la hagan sostenible y rentable4. La IBM, por ejemplo, dedica alrededor de seis mil millones de dólares al año a la investigación. Las economías más fuertes no pueden prescindir, pues, de tales mercados.

Con frecuencia se menciona este factor como la única razón por la cual se impone la globalización económica en el mundo. Más aún, se la atribuye exclusivamente al interés y la libre voluntad de los países centrales, sus elites, grandes firmas y gobernantes, con la colaboración de las elites y estados vasallos de las naciones emergentes. Se considera entonces la globalización económica como una arena de lucha política, que puede ser revertida mediante la movilización social. Este es el supuesto de los movimientos que aún la rechazan. Y, desde luego, las economías centrales y sus gobiernos adelantan poderosas estrategias que intentan imponerle ritmos, formas y dirección específica a la globalización de la economía de acuerdo con las posibilidades del proceso y con sus propios intereses. Organizaciones como el G-7, la OMC o las reuniones de Davos (Suiza), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otras entidades contribuyen a ese propósito. P ero, ya no las modalidades de la globalización, sino el hecho mismo de la expansión global de esas economías es antes que nada una exigencia ineludible de la misma actividad de producción y servicios, que escapa en buena medida a la voluntad de las elites. Sin mercados globales, las economías centrales estarían abocadas al debilitamiento y la extinción, y – lo que suele pasarse por alto - arrastrarían en su caída a las economías del resto del mundo. De tal manera que los dirigentes de los países más avanzados sólo pueden tratar de orientar el proceso, pero no de frenarlo.

Por otra parte, hay que enfatizar que la globalización económica no es únicamente una necesidad de las sociedades más prósperas. Es también, en igual medida, una exigencia para los países menos avanzados (ahora denominados "emergentes", en muchos casos con un indudable eufemismo). Sus economías necesitan hoy atraer la inversión extranjera y recibir nuevas tecnologías para volver a crecer. Y para ello requieren abrirse y articularse con otras economías más modernas. En efecto, como también se sabe, el modelo de crecimiento a crédito (por "sustitución de importaciones") de las economías débiles y protegidas comenzó a naufragar desde los años setenta del siglo veinte. Tanto el ahorro nacional como los mercados internos eran demasiado precarios para financiar un desarrollo autónomo. Y los costos de los artículos importados, crecientemente elaborados, eran cada día mayores al compararlos con el valor de los propios productos de exportación, de escasa tecnología. Se requería entonces de un permanente endeudamiento para financiar el crecimiento. Este proceso perverso fue relativamente exitoso en las épocas de crisis de las economías centrales, como la gran depresión o las dos grandes guerras, que redujeron su capacidad de exportación, pero comenzó a mostrar su debilidad a partir de los años setenta, aunque su desplome permaneció aún encubierto bajo el abundante flujo de los "petrodólares". Finalmente, la inviabilidad del modelo salió a la superficie en los ochenta, con la crisis de la deuda, primero en México y luego en casi todo el resto de América Latina y del mundo en desarrollo. De entonces a hoy, la brecha entre los costos crecientes de los productos importados, cada vez más elaborados, y los precios relativamente decrecientes de los artículos de exportación, muy pobres aún en trabajo, lejos de haber disminuido, ha aumentado vertiginosamente. La reciente revaluación coyuntural de las materias primas y los productos básicos en los mercados mundiales no contradice esta tendencia. Con el desarrollo de la informática y su penetración en todas las tecnologías la distancia se agiganta de día en día. De allí la necesidad impostergable para los países emergentes de buscar un nuevo esquema de crecimiento no basado ya en el crédito externo, sino en la inversión nacional y extranjera, la transferencia de tecnología y las exportaciones a mercados globales (1). Pero este nuevo modelo requiere movilidad de capitales y empresas, apertura y articulación de las economías. Y aquí no cabe la buena o mala voluntad de los países avanzados ni de las elites y los estados locales. Por ello podemos afirmar que no hay retorno posible a economías nacionales total o altamente protegidas. Casos como los de Cuba, Corea del Norte y Myanmar, privados ahora de ayuda y crédito externo, y cerrados a los mercados globales, dan buena muestra de lo que significaría el retorno a economías más o menos autárquicas y soberanas en un mundo global.

La globalización económica no es, pues, simplemente, el resultado de una imposición de las economías más desarrolladas. Es el producto de una doble exigencia convergente, tanto de las economías más fuertes como de las más débiles. Hay que señalar, además, que, en la medida en que las economías emergentes se abren y articulan a mercados más amplios, se apropian de la dinámica de expansión global inicialmente inducida por las economías más fuertes, de tal manera que el movimiento de globalización parece partir por igual de todos los puntos de planeta. Esta dinámica global de todas o casi todas las economías se ha hecho irreversible, así pueda tener retrocesos transitorios cada vez más breves.

Ahora debemos abordar la espinosa y debatida cuestión del llamado "modelo neoliberal" que acompaña a la globalización. En sus primeros años, los promotores del movimiento internacional anti-globalización rechazaban a una sola voz, como su nombre lo dice, la globalización misma. Sin embargo, en la reunión del movimiento realizada en 2002, en Porto Alegre (Brasil), apareció una fisura entre quienes impugnan la globalización como un todo y los que, aceptándola, atribuyen sus males actuales a la modalidad "neoliberal" de su implantación. De esta última corriente ha surgido la idea de una alter- globalización, una globalización diferente, de la cual, sin embargo, sólo se formulan preceptos morales y propuestas de políticas económicas puntuales, pero no propiamente un "modelo" alternativo. En América Latina, variados movimientos populares, corrientes políticas y hasta gobiernos neopopulistas (2) rechazan el "modelo neoliberal", cuyo fracaso proclaman, aunque algunos no dudan en declararse a la vez convencidos de la necesidad de la globalización.

Y, en verdad, si se miran los efectos de las políticas económicas de los últimos lustros, no les faltan poderosos motivos a sus críticos. En su Informe sobre el Desarrollo Humano de 1999, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), advierte que, mientras hace treinta años, la proporción de ingresos entre países ricos y pobres era de 30 a 1, en 1990, era de 60 a 1, y ahora está en el nivel de 74 a 1 5(CEPAL, 1998-1999).

En América Latina el aumento de la pobreza ha sido dramático. En términos absolutos, el número de pobres se ha incrementado a un ritmo constante subiendo desde la cifra de 135 millones en 1980 a 200 millones en 1990 y a 204 millones en 1997. En otras palabras, una o más de cada tres personas vivía en la pobreza. Aproximadamente 90 millones, es decir un 15%, eran indigentes - gente que no tiene cómo satisfacer sus necesidades básicas - una proporción que tampoco ha mejorado desde 1980. En las áreas rurales, la pobreza se había incrementado desde un 28% en 1980 a un 31% en 1997 6. En 2003, las cifras se habían hecho aún más preocupantes. El número de personas que vive en la pobreza en América Latina había alcanzado ya los 220 millones, 43,4% de la población, de los cuales 95 millones, 18,8%, son indigentes7.

Cifras como éstas, citadas con frecuencia por los críticos de la globalización y la apertura, los inducen a declarar con énfasis que la globalización y su modelo neoliberal han fracasado en América Latina. Y, sin duda, tales balances revelan un deterioro dramático de la situación social. Hay que anotar, sin embargo, que el detrimento más fuerte se produce en los años ochenta - la "década perdida" del continente cuyos efectos se prolongan en las economías latinoamericanas - y que la deuda no fue la consecuencia de la apertura de las economías sino la crisis final del modelo de sustitución de importaciones. Con todo, es claro que la globalización, apertura e integración de las economías no ha logrado hasta ahora poner freno a este catastrófico revés social de la región.

A pesar de todo ello, es necesario preguntarse: ¿Es posible la globalización económica sin "neoliberalismo"? ¿En qué medida? Hay que repetir, ante todo, algo ya sabido: que la liberalización de las economías no ha seguido el mismo camino en todos los países, y que en cada uno de ellos ha sido adoptada con distintos ritmos, intensidades y matices, por lo que no sería exacto hablar de "neoliberalismo" como un modelo único y acabado. Con todo, de las diversas políticas económicas utilizadas por muy distintos estados en la última década sí se pueden abstraer algunas tendencias fundamentales.

En esencia, los gobiernos han buscado estimular la iniciativa y el capital privados con el ánimo de que éstos puedan competir con éxito en mercados cada vez más abiertos y en disputa. La "competitividad" se ha convertido así en el santo y seña de todas las economías. Para estimular la inversión y producción privadas, los estados han reducido las regulaciones y las cargas tributarias y laborales al capital. Al mismo tiempo han procurado reducir su propia participación en la actividad económica, los costos del funcionamiento estatal y el gasto público, del que hacía parte importante el gasto social. En otras palabras, han recortado algunas de aquellas funciones y competencias mediante las cuales procuraban distribuir mejor la riqueza, integrar por esta vía la nación y proteger la economía nacional frente a la competencia extranjera. La reducción de este arbitraje social e internacional del estado ha traído consigo, al menos hasta ahora, una acelerada concentración de la riqueza en manos de los más hábiles y un empobrecimiento de sectores más débiles, tal como lo hemos señalado en relación con América Latina. Un proceso similar se ha desarrollado en otras partes del mundo.

Ante esta realidad incontrastable hay que señalar, ante todo, que el mayor crecimiento del desempleo, la pobreza e incluso la miseria en todo el mundo no proviene hoy del modelo económico que se adopte, llámese neoliberal o como se quiera, sino de la acelerada innovación tecnológica. En efecto, la creciente informatización de la producción y los servicios desplaza trabajo humano, al menos en una primera fase de duración incierta. Y la reconversión de la fuerza laboral a nuevas labores más intelectuales, allí donde se logre realizar, implica un esfuerzo que ocupará varias generaciones. Por ello, la gran brecha no se abre en el mundo de hoy, como lo estimaba Marx, entre el capital y el trabajo asalariado, sino entre quienes se encuentran articulados al capital, así sea en condición de asalariados, y los excluidos de él.

Por lo que toca a los efectos de la liberalización económica hay que reconocer que la apertura, integración y libre competencia de las economías emergentes en los mercados globales vulneran particularmente a las clases medias y los asalariados. Muchas de sus empresas resultan arrasadas por una competencia más poderosa y moderna. Por otra parte, en virtud de su rezago tecnológico y de la menor calidad de sus productos se ven obligadas a competir preferentemente mediante bajos precios. Eso significa que deben reducir sus costos de producción. Y entre éstos, los más flexibles son los del trabajo, ya que los precios de las materias primas así como los de los bienes de capital o la energía escapan en mayor medida a su control. Lo cual trae consigo un castigo aún mayor para los sectores asalariados que aún conservan alguna capacidad de movilización y de protesta. No sin motivo, pues, se critica y denuncia el neoliberalismo y sus efectos en América Latina.

Sin embargo, los justos críticos de las políticas liberales parecen cerrar los ojos a la otra cara del problema. En primer lugar, como ya lo dijimos, en el camino de globalización, apertura y articulación de las economías nacionales no hay marcha atrás. Para las economías emergentes no hay retorno al antiguo modelo más o menos protegido que trataba de avanzar a fuerza de ayuda y crédito externo. En la medida en que una economía se cierra, simplemente se condena al atraso tecnológico y el estancamiento, y a mediano plazo arrastra a su población a un desempleo y miseria aún peores que los que ya generan los procesos de apertura y libre comercio. Pero estas consideraciones no suelen aparecer.

Ahora bien, en los procesos de integración financiera, comercial y de inversiones es inevitable un cierto grado de liberalización de las economías nacionales. Ante todo, la integración de distintos mercados implica inevitablemente, en un primer momento, una fase negativa, de eliminación de las regulaciones nacionales al capital, tanto más amplia cuanto más profunda sea la unificación económica a la que se aspira. Las diferencias entre las regulaciones de unos y otros los obligan a prescindir de sus antiguas normas nacionales. Si se trata de acuerdos meramente bilaterales o entre un número limitado de países, se puede pensar con menos dificultad, no en una eliminación, sino en un proceso complejo de sustitución de normas y cargas nacionales al capital privado por controles y tributos regionales. En este sentido, el proceso de la Unión Europea constituye el mejor ejemplo.

Pero cuando se mira el proceso de integración de todas las economías en el nivel global la sustitución de unas normas por otras se hace enormemente complejo, por no decir inviable, al menos en una primera fase más o menos prolongada. ¿Qué normas podrían satisfacer a todos los países? La misma Unión Europea, paradigma de los procesos de integración regional y poderoso bastión económico altamente protegido, se ve cada día más presionada por la dinámica de los mercados globales a liberar de cargas y normas su propia economía. Como bien se recordará, fueron justamente los gobiernos socialistas de los años ochenta los que tuvieron a su cargo la liberalización inicial de las economías nacionales a favor de la Unión. Falta ver si no han de ser los próximos gobiernos socialistas los que de nuevo, como acontece ya en Alemania, deban encarar una más profunda liberalización con miras a los mercados mundiales. Sin duda, en el prolongado y complejo proceso de gestación de una economía global irán surgiendo nuevas normas que regulen al capital pero su elaboración más equilibrada tardará, y la definición y establecimiento de las instituciones políticas que puedan exigir su cumplimiento implicará una ardua tarea.

Una razón adicional sugiere también la necesidad de la liberalización de las economías nacionales. La informática dificulta cada día más, cuando no imposibilita, el control de los estados sobre los flujos económicos. Resulta casi imposible para el estado controlar los movimientos del capital financiero, la contabilidad de las firmas trasnacionales, la creación y desaparición de negocios compartidos ( joint ventures) , etc., y tampoco puede cerrarse por completo a ellas, porque en esa misma medida se estaría excluyendo de la inversión extranjera y la globalización.

A las naciones emergentes la globalización de la economía les exige realizar, durante un tiempo indeterminado, esfuerzos aún mayores y más costosos en términos sociales. No solo induce la desregulación de sus economías como una fase de homologación entre normas nacionales distintas, como ya lo señalamos, sino que, para atraer inversión nacional y extranjera, se ven obligadas a competir entre sí en la oferta de toda suerte de garantías y ventajas competitivas al capital.

La primera garantía para toda inversión es, desde luego, la seguridad. El capital demanda seguridad física, económica, política y jurídica. Rehuye, en general, una violencia y delito, al menos aquellos de los que pueda ser víctima, y evita sobre todo la inestabilidad económica y política o la incertidumbre jurídica. Entre esas condiciones se suele destacar, en primer lugar, la seguridad económica, puesto que la propia seguridad física y la estabilidad política, por una parte, son exigencias tácitas por demasiado obvias, y por otra, son a veces transformadas por el capital en oportunidades de mayor ganancia. La búsqueda de seguridad y estabilidad económica ha obligado a todos los países a adelantar las famosas políticas de estabilización y ajuste estructural, de efectos sociales tan funestos en América Latina y otras regiones del mundo. Pero es obvio que ningún capital privado, ni grande ni pequeño, quiera aventurarse en un país donde los factores fundamentales de la economía - como la situación fiscal, la inflación, las tasas de interés, la tasa de cambio etc. - no se encuentren en niveles aceptables y no prometan una cierta estabilidad. Lo contrario sería tanto como esperar que un buen marino se lance al mar en plena tempestad.

Fuera de estas garantías de seguridad, las ventajas que los estados emergentes pueden ofrecer al capital (además de aquellas que no dependen de las decisiones políticas como la existencia de recursos naturales, la ubicación geográfica y hasta la cultura de trabajo de su población) se derivan de una mayor liberalización de la economía: reducción de impuestos y exigencias laborales y ambientales. Tales ventajas perjudican seriamente a los asalariados de hoy, pero son, paradójicamente, la condición para que, en el mediano plazo, un país pueda quizás mantener los puestos de trabajo existentes y sobre todo generar otros nuevos. Una economía nacional que no acepte el reto y se niegue a entrar en esa competencia talvez pueda preservar por un cierto tiempo una parte del trabajo disponible, pero está en la imposibilidad de defenderlo a mediano plazo y de crear nuevos frentes de empleo.

Desde luego, se puede y debe pensar en procesos graduales y diferenciados de liberación de los mercados, de tal manera que algunos sectores más sensibles o vulnerables sean liberados más lentamente a la competencia o que otros permanezcan incluso enteramente protegidos por consideraciones sociales o de soberanía nacional. Esto lo pueden hacer sobre todo las economías más fuertes, que están en capacidad de subsidiar y remediar el relativo atraso o la sensibilidad política de uno u otro sector productivo, como acontece con el sector agrario de Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón. Pero hay que tener en cuenta que, al ritmo vertiginoso al que avanza la innovación tecnológica en estos países, la protección que recibe un sector en las economías emergentes tiende a convertirse en un retraso tecnológico cada día más difícilmente superable, y puede muy fácilmente traducirse en una crisis económica y social aún más profunda para el sector en cuestión, ya no en el largo plazo, sino inclusive en el mediano y aun en el corto. Y si se trata de sectores estratégicos para la soberanía nacional, hay que analizar si su protección no desemboca más pronto que tarde en un debilitamiento estratégico aún mayor de la nación. Los ritmos y grados pueden variar de una economía a otra, pero una progresiva liberalización parece inevitable. Es lo que ha venido aconteciendo con mayor o menor acierto en los distintos países. Si tenemos en cuenta estas consideraciones, se hace necesario recapacitar con cuidado sobre las críticas que habitualmente se formulan a la liberalización de las economías y que se esgrimen en contra del así llamado neoliberalismo.

En el largo y tortuoso proceso en curso, de integración regional y global de las economías antes nacionales, los únicos alivios radican talvez en las medidas temporales de compensación de las asimetrías que acompañen el proceso de liberalización económica entre países de distinto nivel de desarrollo y en los transitorios apoyos que cada gobierno preste a los sectores más débiles. Las economías más fuertes, los distintos estados y los sectores sociales más poderosos deben concederle ventajas a los más débiles para que puedan subsistir y progresar. Pero no por ello la integración de las economías dejará de ser un proceso muy arduo, que exige permanentes esfuerzos y progresos de los países y sectores más débiles para ponerse a tono con las duras exigencias de la época. Las medidas compensatorias son forzosamente transitorias y no podrían convertirse en una especie de "modelo" basado en la ayuda o subsidio permanente a las ineficiencias de una u otra economía, sin que tales apoyos terminen por volverse en contra de sus beneficiarios.

En realidad, la época actual plantea una paradoja dramática: una justa actitud moral que busque preservar a toda costa los derechos económicos de los países y sectores sociales menos avanzados, y que logre traducirse en políticas públicas, lleva con facilidad al resultado enteramente contrario, esto es, a la crisis económica y el empobrecimiento general, sobre todo de los más débiles. De esta manera, la moral social abstracta de aquellos que reclaman la aplicación de principios sin tener en cuenta sus contextos reales, se autodestruye. Con esta paradoja se estrellan hoy los movimientos políticos populistas o de izquierda que llegan al poder. Si ignoran las dinámicas de la época, embarcan a su país en una ciega aventura sin futuro, como es el caso de Chávez en Venezuela; y si, por realismo, se ven obligados a aceptarlas, erosionan su base social y provocan la división de los movimientos que los apoyan, como empieza a sucederle a Lula, en el Brasil.

Por otra parte, las inevitables políticas de estabilización y ajuste económico han venido colocando a la América Latina y a todos los países emergentes ante un grave dilema: si no ajustan sus economías no pueden esperar el ahorro y el flujo de inversiones que requieren para su desarrollo, pero los esfuerzos por apuntalarlas están contribuyendo a una desestabilización social y política mayor, que puede echar al traste con todo el ordenamiento colectivo, incluyendo, desde luego, a la misma economía. Esta observación nos remite al último punto de nuestra reflexión: la relación que existe entre la globalización económica y las nuevas amenazas a la seguridad mundial.

Globalización de la seguridad y su relación con la globalización económica

El 11 de septiembre de 2001 y la reacción antiterrorista de Washington han desplazado el protagonismo de la globalización económica y han puesto en primer plano las nuevas amenazas y la disputa por una nueva concepción de seguridad global. El reciente atentado del 11 de marzo de 2004 en España ha vuelto a poner sobre el tapete la tremenda y ubicua amenaza terrorista de la época contemporánea. A este respecto caben numerosas preguntas: ¿Cuáles son las nuevas amenazas a la seguridad? ¿Qué relación existe entre globalización económica y seguridad global? ¿Cuál es la respuesta más adecuada a las nuevas amenazas?

Las nuevas amenazas globales a la seguridad

La globalización le ha dado un vuelco al escenario estratégico mundial. Tanto la desaparición de las antiguas amenazas convencionales como la emergencia de otras nuevas están en estrecha relación con la globalización en general, y en particular con la globalización de la economía.

Como se sabe, las amenazas convencionales a la seguridad internacional - esto es, las guerras entre estados o entre bloques de estados en las que se enfrentan ejércitos regulares de un poder más o menos simétrico - han perdido fuerza. Las guerras entre las potencias, que arrastraron tantas veces a Europa y luego al mundo entero al borde de la catástrofe, se han vuelto improbables. Ante todo porque, con el desarrollo de las armas nucleares, toda guerra entre potencias nucleares conllevaría el riesgo inminente de la destrucción para las naciones enfrentadas e incluso para todo el planeta. En segundo lugar, por el forzoso entrelazamiento de las economías, a cuyas causas hemos aludido. En un tercer término, porque la disputa de poder mundial no gira ya en torno a la conquista y el control de nuevos territorios, sino en torno a la penetración en mercados independientes, pacíficos y prósperos. Y podríamos añadir otras muchas razones: los elevadísimos costos de las guerras convencionales de hoy, la difusión de la democracia y su histórica renuencia a entrar en guerras recíprocas, la multiplicación de instancias internacionales expertas en prevención y solución de conflictos, etc. En último lugar, pero no por ello menos importante, porque las potencias constituyen hoy sociedades "postheroicas"8, hedonistas, centradas en la búsqueda de la utilidad y el placer individuales más que en glorias colectivas que exijan sacrificio.

Incluso entre países subdesarrollados las guerras se han hecho menos probables. Hasta ahora no han faltado las excepciones, pero han sido breves. Las disputas han sido impedidas por las potencias como en el caso de la invasión de Irak a Kuwait en 1990, o han encontrado una rápida solución pacífica, como en la guerra entre Perú y Ecuador, que concluyó en 1998 gracias a un acuerdo logrado con el apoyo de la comunidad internacional. A pesar de sus enormes diferencias, India y Pakistán buscan un arreglo pacífico antes de llegar a un conflicto abierto. Todos ellos se encuentran hoy más urgidos por la cooperación internacional y la inserción de sus economías en los mercados globales que por las disputas territoriales.

Hacia el futuro son previsibles tres tipos de guerras entre naciones. En primer lugar, la guerra irregular, no convencional, del Oriente Medio, que talvez sólo concluya cuando se agoten, hacia los próximos años treinta, las reservas petroleras mundiales y toda la región se vea en la necesidad de buscar un desarrollo concertado, al margen ya de la presión y el apoyo de las potencias, y en particular de Estados Unidos. En segundo término, se anuncian ya las guerras por el agua. Y, finalmente, no se pueden descartar del todo las que, bajo el título de guerra contra el terrorismo internacional, Washington continúe emprendiendo contra países débiles con el fin de ampliar y consolidar su dominio estratégico mundial, aunque este riesgo parecería haber disminuido en virtud de los fracasos sufridos en Afganistán e Irak.

En lugar de las antiguas amenazas convencionales, las grandes potencias han definido otras nuevas como la expansión del SIDA, las migraciones masivas, las violaciones a los derechos humanos, etc. En realidad, algunos de estos fenómenos constituyen amenazas exclusiva o primordialmente para las potencias y en particular para Estados Unidos y Europa, quienes las definen sin embargo como peligros globales y quieren embarcar a todo el mundo en la lucha contra ellas. Pero, junto con la globalización, se ha venido desarrollando una verdadera amenaza realmente mundial y es el fortalecimiento del crimen organizado: la globalización de los contrabandos de armas, precursores químicos, drogas, seres humanos y activos ilegales. De la mano del crimen, prolifera necesariamente la corrupción oficial y privada y una violencia difusa, que puede adquirir forma orgánica en distintos lugares del mundo, alimentar interminables conflictos internos y dar pie al terrorismo local e internacional.

Globalización y crimen transnacional, insurgencia y terrorismo

¿Por qué se fortalecen el crimen organizado y el terrorismo transnacionales? El fenómeno depende de varios factores. En primer término, como ya lo dijimos antes, la informatización y globalización de la actividad económica ha estado acompañada por una acelerada concentración de la riqueza y un severo deterioro de las condiciones de vida de vastos sectores de la población mundial. No es extraño entonces que cada día más gente se rebusque la vida al margen o incluso en contra de las instituciones.

Pero a este proceso de pauperización vino a añadirse, en el campo político, la súbita desaparición de la ilusión revolucionaria que había permitido hasta entonces canalizar la pobreza, el resentimiento y la protesta social hacia la lucha política. El derrumbe de Moscú y de todo el "campo socialista" acabó con la esperanza de un sistema económico y social radicalmente diferente del capitalismo. Vale la pena destacar que a esta ausencia de alternativas creíbles se debe el que la vasta y profunda inconformidad social existente en el mundo no logre transformarse hoy en propuesta política y se estrelle, sin mediaciones, con el orden legal e institucional, bien sea en forma de crimen organizado, de protesta social, de lucha armada o incluso de terrorismo.

La catástrofe soviética no fue producto exclusivo de las decisiones equivocadas de la cúpula del partido - medidas que hubiesen podido ser evitadas, como aún lo piensan algunos. Fue la conclusión de un prolongado e inevitable deterioro estructural de un sistema insostenible. Desde los años setenta, la rigidez de economías centralizadas y burocratizadas impedía competir con unas potencias occidentales embarcadas en un proceso frenético de innovación tecnológica que supone una alta creatividad y competencia individuales. A esto se agregaba la pesadez, ineficiencia y corrupción de un sistema político no sujeto al escrutinio público. Al mismo tiempo, y a consecuencia de los dos factores anteriores, las condiciones de vida de la gente se deterioraban sin cesar y los dirigentes no encontraban otra manera de responder a su inconformidad sino mediante la represión, como aconteció en la República Democrática Alemana, Hungría, la antigua Checoslovaquia y Polonia. La reacción oficial no hacía sino incentivar el descontento. La izquierda de Europa occidental lo sabía pero buena parte de las izquierdas de América Latina lo ignoraban o pretendían desconocerlo. Y muchos siguen atribuyéndolo a un presunto estalinismo, desviación fortuita de un buen proyecto - desvío que, sin embargo, curiosamente, se reprodujo en los más distintos horizontes, desde los Urales hasta el Caribe. Se niegan a reconocer que una radical socialización de la propiedad anula forzosamente la creatividad individual en favor de un aparato político investido de poder total, y por ello inoperante y descompuesto. En cualquier caso, desaparecida la Unión soviética, la izquierda marxista se quedó sin discurso político, se desvaneció el espejismo revolucionario de las masas en el antiguo Tercer Mundo, y desapareció la amenaza de la cual se servían los países entonces "subdesarrollados" para presionar la ayuda de las potencias de occidente. Los pobres del mundo quedaron, pues, sin horizonte utópico, sin discurso político y sin respaldo internacional.

Como si fuera poco, la globalización ha disminuido la capacidad de los estados más débiles para responder a las demandas sociales de la población. Urgidos por la competencia global, han tenido que renunciar a funciones y recursos de los que antes disponían para equilibrar e integrar la sociedad, garantizar su propia reproducción y velar por su seguridad y la de toda la nación. Disminuyen sus ingresos en razón de la reducción de impuestos y aranceles; ante la limitación de sus recursos, se ven obligados a restringir el gasto público, del que hacen parte, entre otros, la inversión social y en la seguridad. Además , buena parte del control sobre las finanzas públicas pasa a manos del banco central, lo que, si bien puede prometer mayor estabilidad macroeconómica en el mediano y largo plazo, limita la capacidad de respuesta del ejecutivo a las continuas, urgentes y sorpresivas demandas de poblaciones pobres. En suma, a la vez que crecen la pobreza y la miseria, ha desaparecido la esperanza en una alternativa política y los estados son cada vez más impotentes para responder a las exigencias y la inconformidad de las mayorías. Cunde entonces la desesperación.

Pero si el estado se ha debilitado, no ha acontecido lo mismo con los actores privados, tanto legales como ilegales. A falta de posibles proyectos colectivos, prolifera la búsqueda de soluciones particulares, de individuo o de grupo, así sea al margen o en contra de la ley. Prosperan de una parte el trabajo informal, y, de otra, el delito individual, el crimen organizado, la corrupción y la violencia.

Los vacíos de estado son copados por capos del crimen, que encuentran en las masas sin empleo y en el sector informal una cantera de reclutamiento inagotable. Y las comunicaciones, ahora ubicuas, instantáneas y de alcance global, multiplican la capacidad de concertación entre agentes privados mientras debilitan la capacidad de los estados para controlarlos. Todo ello, sumado, crea un círculo vicioso: se desarrollan redes transnacionales del crimen que debilitan los estados, lo cual, a su vez, le abre mayores espacios a las redes criminales, que por esta vía han llegado a controlar y administrar una poderosa economía global de carácter ilegal.

De hecho, bajo el manto de la globalización económica legal prosperan hoy los dos negocios más poderosos de la economía mundial: el contrabando de armas y el tráfico de drogas y delitos conexos (como el comercio de precursores y el lavado de activos), ligados con frecuencia entre sí9. Unidos a las armas y las drogas, se desarrollan también otros tráficos como los de artículos electrónicos, partes de automotores, seres humanos, órganos y sangre. Es lo que muchos denominan la "globalización sombra". El petróleo solo ocupa hoy un tercer lugar en la economía mundial. La globalización en la sombra es, pues, la cara oculta de la "globalización a la luz", aunque el producido de los negocios de aquélla sea difícil de contabilizar. El FMI estima los montos de dinero ilegal que circulan en la economía mundial entre los 600 mil millones y 1 billón 500 mil millones de dólares año, lo que representa entre 1,5 y 3,75% del Producto Mundial Bruto (Willman, 2001). Los amplios márgenes que median entre los extremos de la estimación revelan la dificultad para precisar los montos de las economías ilegales. Talvez por esa razón la mayor parte de los economistas suelen abstenerse de ese tipo de cálculos, pero con ello, no sólo se condenan a cometer graves errores en sus propios cálculos y sino que contribuyen a encubrir la economía criminal.

No se trata aquí de dos mundos paralelos. Ambas dimensiones de la economía, la legal y la ilegal, están mutuamente relacionadas. La globalización en la sombra realiza sus ganancias en la economía legal, sobre todo a través del sistema financiero internacional y la economía informal. Negocios tan diversos como agencias de propiedad raíz, venta de programas o discos piratas, tarjetas madre o memorias para computadoras, celulares, equipos de música, televisores, etc. son utilizados para blanquear dinero. Por estas vías, la globalización legal recibe una parte significativa de sus propios recursos. Hay además entre ambas economías un pacto implícito, que se expresa en regulaciones como la reserva bancaria, los paraísos fiscales, la compartimentación soberana de inteligencia entre órganos judiciales y policivos, etc. A mi juicio no se debería hablar hoy de globalización económica sin una referencia explícita a la expansión global del delito, así como de la corrupción y el crimen que necesariamente lo acompañan.

La economía ilegal es desarrollada por numerosos y pequeños grupos independientes, altamente móviles y flexibles, que se vinculan ocasionalmente entre sí para la realización de operaciones específicas ( joint ventures criminales), y buscan no solo riqueza sino también prestigio y poder. Se trata, pues, de una economía ilegal en red. Por estar constituida por grupos insertos en actividades ilegales, se abre paso a través de la corrupción y la violencia. La economía ilegal se acompaña entonces del crimen también en red.

No sobra aquí una breve reflexión sobre la creciente vinculación entre crimen organizado trasnacional y organizaciones rebeldes. Tras el desmoronamiento de la Unión Soviética , la lucha armada revolucionaria perdió legitimación, simpatías y sentido político. Sin embargo, gracias a conexiones con redes criminales trasnacionales, algunos grupos insurgentes han podido incrementar notablemente sus recursos financieros y militares. Por consiguiente, se ha ido imponiendo un desequilibrio creciente entre sus propósitos políticos originarios y los abundantes medios financieros y bélicos de los que disponen. En esa medida se convierten en organizaciones depredadoras, cuya principal víctima es la población civil y la economía nacional. Este es el perfil general de lo que algunos autores han llamado las "nuevas guerras"10, para diferenciarlas de las guerras convencionales entre naciones y ejércitos regulares. En la guerra de Afganistán entre 1979 y 2002, por ejemplo, fue clara la progresiva autonomización de una economía informal y criminal de guerra frente a las causas políticas inicialmente esgrimidas11.

En las "nuevas guerras" la frontera entre organización criminal y organización política se torna porosa. Si se ven acorralados, estos grupos no tienen reparo en recurrir a formas terroristas de acción. En pequeños comandos compartimentados, atentan contra civiles inocentes con el fin de crear pánico, hacer sentir su poder y presionar por sus presuntos objetivos políticos. Tales formaciones y sus guerras tienden a prolongarse por tiempo ilimitado en razón del contraste entre la carencia de claros objetivos políticos, que permitan una negociación, y la permanente afluencia de recursos financieros y militares, que consienten la prolongación de la guerra e incitan a ella. Incluso si se logra ponerle fin al conflicto abierto, perdura una enorme violencia difusa, que no permite establecer una clara diferencia entre paz y guerra. Este es hoy el caso, por ejemplo, en El Salvador y Guatemala. Además, no es difícil que, en la medida que se sientan más aislados y cercados, tales grupos recurran a vínculos puntuales con organizaciones similares del ámbito internacional, que les permitan ampliar la magnitud y el radio de acción. Por esta vía, el terror tiene hoy la tendencia a su expansión global.

La globalización de la seguridad

Hasta septiembre de 2001, la seguridad de los estados y naciones, tanto externa como interna, era de competencia exclusiva del estado nacional y constituía el verdadero núcleo duro de la soberanía. Las tareas de defensa nacional frente a enemigos externos competían al ejército mientras la seguridad interna de los ciudadanos era competencia de la policía. Después del 11-S, tanto los atentados terroristas contra las torres gemelas como la respuesta no menos terrorista de Bush en Irak arrasaron la última trinchera nacional. El atentado en España ratificó esta tendencia.

Por principio, las amenazas del terrorismo internacional a la seguridad no provienen de un territorio ni de un estado determinado. Son desterritorializadas, ubicuas y multinacionales, y pueden provenir de redes enteramente privadas, aunque éstas puedan contar también con el respaldo directo o indirecto de algunos estados. Al Qaeda, por ejemplo, está conformado por grupos de afganos, sudaneses, saudíes, egipcios, argelinos, marroquíes, etc., y de la organización no están ausentes algunos estadounidenses o europeos. Estrictamente compartimentada, Al Qaeda tiene presencia en unos treinta estados diferentes, incluyendo los propios Estados Unidos y distintos países de Europa. Esto quiere decir que no puede ser el objetivo de una guerra convencional por parte de ejércitos regulares. Las instituciones militares se desarrollaron para el combate contra formaciones similares con el fin de salvaguardar o conquistar determinados territorios, y no para la defensa de territorios bien definidos frente a un enjambre de pequeños grupos móviles que revolotean por el mundo y que pueden hacer de cualquier elemento o circunstancia un arma inesperada.

Sin embargo, en contravía de estos nuevos hechos, la administración Bush estableció su nueva doctrina de seguridad basada en la "guerra preventiva" contra el terrorismo y los "estados cómplices", guerra en la cual, según el presidente, deben cooperar todos los demás estados. A ese título Washington ha lanzado ya dos guerras convencionales, altamente tecnificadas, contra dos estados: una contra Afganistán y otra contra Irak, contando para ello con el apoyo de numerosos gobiernos.

Como es conocido, Europa, con excepción de la Inglaterra de Blair, la España de Aznar y la Italia de Berlusconi, no ha ocultado sus reservas en relación con la doctrina Bush y aboga más bien por el fortalecimiento de los estados y las sociedades que sufren la presencia del terrorismo así como por el desarrollo conjunto de labores de inteligencia policial. La mayor parte de países de América Latina, comenzando por los más fuertes, como México y Brasil, van incluso más allá. En la conferencia de la OEA sobre seguridad, celebrada en México el 27 y 28 de octubre de 2003, se propuso una doctrina de seguridad regional basada en la concepción de seguridad humana, de origen canadie nse, que había sido planteada por primera vez en el informe sobre desarrollo humano del PNUD, en 1994 . Esta doctrina amplía la noción de seguridad a casi todas las dimensiones de la existencia social de los individuos, como el trabajo, la salud, la educación, etc. La lucha contra el terrorismo estaría centrada entonces, según esta visión, ya no tanto en el fortalecimiento de los estados sino en el mejoramiento de las condiciones generales de vida de la gente.

Seguridad global, globalización económica y globalización política

¿Ante la preocupación por la seguridad global se puede entonces temer (o esperar) un freno prolongado o incluso un retroceso de la globalización económica? Francamente, no. Como ya lo hemos señalado, la globalización es, por razones distintas, una exigencia de todas las economías. El proceso de globalización puede haberse tornado más lento tras el 11 de septiembre, pero esa lentitud es quizás más aparente que real. De hecho, la Unión Europea ha continuado ampliándose y contará, a partir de mayo de 2004, con 25 miembros. Con dificultades avanzan las negociaciones del ALCA, pero siguen su marcha. Los acuerdos entre una CAN casi inexistente y el Mercosur se anuncian para un plazo inmediato.

Por otra parte, el problema de fondo de la época no radica en definir si la globalización de la economía debe continuar avanzando o no, debate que además resulta inútil. Con parálisis o retrocesos temporales, la interconexión económica global es irreversible. El foco de los esfuerzos tampoco debe dirigirse en contra de algunas de las inevitables medidas de ajuste y liberalización de las economías, que resultan inherentes a su creciente integración, aunque en este campo cabe todo el empeño por lograr unos acuerdos que concedan condiciones favorables a los países y sectores más vulnerables. El problema de la época se basa más bien en el retraso de las instituciones políticas, confinadas aún a los espacios nacionales, con relación al resto de las dimensiones de la vida social, que tienen ya un carácter supranacional.

Faltan instituciones políticas y de seguridad con alcance regional y mundial, que estén a la altura de los enormes retos que plantea la información, la comunicación y la economía de hoy. El sistema de Naciones Unidas, ideado después de la segunda guerra para preservar la paz entre las naciones - y utilizado en realidad para desviar la guerra entre las potencias hacia países del Tercer Mundo o como foro de las denuncias formuladas por estos últimos en contra de las potencias occidentales - no responde, en su conformación actual, a las exigencias de hoy. La OTAN, diseñada para hacerle frente a la eventual expansión del bloque socialista en el espacio europeo y a sus amenazas de corte convencional, resulta inútil frente a las amenazas del crimen y el terrorismo globales.

Las nuevas instituciones políticas y de seguridad aún por diseñar deberán asumir, en el nivel regional y global, algunas de las funciones que antes competían exclusivamente a los estados nacionales. En particular, les incumbe la tarea de velar por la transferencia efectiva de capitales, tecnologías y ciencia, y de mitigar, a todo lo largo del lento proceso de creación de mercados regionales y globales, las enormes asimetrías que hoy existen entre las distintas economías nacionales, así como de imponer el cumplimiento de las normas colectivamente aceptadas. Así mismo, la seguridad no puede seguir siendo un cometido de organismos jurisdiccionales, policivos y militares meramente nacionales. La Corte Penal Internacional debe cobrar mayor vigencia y contar con el apoyo de policías e inteligencia de alcance transnacional. Mientras no se desarrollen instituciones políticas y de seguridad legítimas y de gran alcance, la economía del crimen seguirá convirtiéndose en la más formidable amenaza a la estabilidad mundial. Como los topos, minará las bases de la sociedad organizada mediante sus dos espadas: la corrupción y la violencia.

En este campo, Estados Unidos y una Europa cada vez más afirmativa compiten por la expansión de su propio modelo de autoridad política global. La administración Bush se ha esforzado por imponer una especie de monarquía universal respaldada por los argumentos realistas del poder y de la fuerza, incluso en contravía de las normas del derecho internacional, de Naciones Unidas y de la misma comunidad de naciones. No otra cosa es la doctrina de la "guerra preventiva" contra quien Washington considere como terrorista, así carezca de pruebas y argumentos, como sucedió en Irak. El terrorismo sirve en este caso de comodín para justificar cualquier guerra que contribuya a expandir la presencia y el poder norteamericanos.

La Unión Europea, en cambio, le apuesta a la construcción de una autoridad mundial por la vía propia del idealismo: la negociación política de los conflictos, y el fortalecimiento de los estados y las sociedades nacionales así como de los organismos y acuerdos multilaterales. Le brinda su apoyo, al menos retórico, al sistema de Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad y la Corte Penal Internacional. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que, a lo largo de su historia, los países europeos fueron los creadores y principales promotores del realismo en las relaciones internacionales. Su actual idealismo es bienvenido, aunque es posible que su celo humanista de hoy haya que atribuirlo más bien a que, al menos por ahora, no están en capacidad o no tienen interés de asumir responsabilidades centrales en la seguridad global, que prefieren delegar en manos de Washington como lo hicieron a todo lo largo de la guerra fría.

Es posible, sin embargo, que, tras el 11 de marzo, estemos ante un nuevo giro en la geoestrategia global. En un primer momento, el triunfo de los socialistas en España, las fuertes críticas del presidente electo a Blair, Bush y la guerra en Irak, así como su decisión de retirar las tropas españolas de esa nación a mediados de 2004 a no ser que la ONU asuma la dirección del proceso político, parecen ahondar aún más la ruptura entre el viejo continente y Washington. Sin embargo, a mediano plazo, las cosas podrían ser distintas. El rotundo fracaso de Estados Unidos en Afganistán e Irak, el reciente atentado en Madrid y la reacción electoral del pueblo español, las amenazas en Francia podrían más bien acercar las posiciones de ambos lados del Atlántico.

En efecto, no sería de extrañar que el castigo infligido por los electores españoles al gobierno de Aznar y a su Partido Popular, se extienda a un rechazo similar de Blair en Gran Bretaña y de Bush en Estados Unidos. Pero aun si no se produjera una derrota electoral semejante, la próxima administración estadounidense, cualquiera que sea, se verá en la necesidad de moderar el talante unilateral de su política exterior. Las falsas justificaciones, los deplorables resultados y las duras críticas suscitadas por la guerra contra Irak, así lo exigen. Washington tendrá que otorgarle mayor reconocimiento a organismos multilaterales como las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad y la nueva Corte Penal Internacional, mostrarse más dispuesto a firmar convenios internacionales como el acuerdo de Kyoto sobre la emisión de gases, buscar un mayor consenso internacional para la lucha contra el terrorismo, poner en salmuera su doctrina de "guerra preventiva" contra los estados cómplices e incorporar en alguna medida la preocupación por el fortalecimiento de los estados y naciones débiles como lo propone Europa. De este modo, encontraría probablemente un apoyo mucho más amplio a sus esfuerzos por la seguridad mundial y por la suya propia tanto en la Unión Europea como en el resto de la comunidad internacional. Europa, por su parte, tras el 11 de marzo, se verá en la necesidad de cerrar filas con Washington en la lucha contra un terrorismo que ha puesto a temblar sus cimientos.

Si América Latina no continúa refugiándose en la retórica de una Seguridad humana que está todavía muy lejos de su alcance, puede contribuir a la gestación de una visión más equilibrada de la seguridad global, que le de todo el peso a la creación de instituciones políticas transnacionales y al fortalecimiento de la legitimidad de los estados – tareas estrechamente relacionadas con los esfuerzos por crear sociedades más equitativas - sin descuidar por ello la necesidad del fortalecimiento jurisdiccional, policivo o militar de los estados y la región, según las circunstancias. El nuevo contexto internacional pos 11 de marzo abre un amplio espacio favorable para esa gran convergencia.

Como quiera que sea, teniendo en cuenta el extraordinario desarrollo de las redes globales del crimen organizado, sus crecientes vínculos con organizaciones insurgentes, contrainsurgentes y/o sobre todo con redes puramente terroristas, no cabe duda que ningún estado, ni siquiera el estadounidense, está en capacidad de garantizar por sí solo su propia tranquilidad. La seguridad en red garantizada por cuerpos civiles de inteligencia y organismos jurisdiccionales transnacionales se ha convertido en un reto global. Pero sin un gran esfuerzo mancomunado por un tránsito hacia mercados mundiales más equilibrados, no habrá fuerza policiva o militar que pueda frenar la expansión del terror.


COMENTARIOS

1. Este planteamiento habitual del problema es muy insuficiente. El reto es más profundo. Para suscitar procesos endógenos de desarrollo no basta transferir capital y tecnología. Es necesario desarrollar la capacidad científica e inventiva en la población de los países emergentes. La mera transferencia de capital, bien sea por la vía del crédito externo como en el modelo de sustitución de importaciones, o por la vía de la inversión como en actual modelo de apertura e integración, es claramente insuficiente. Mediante el crédito estas economías, progresivamente endeudadas, irán siempre a la zaga comprando bienes de capital cada día más costosos y pronto obsoletos, y vendiendo productos de menor calidad y altos precios. Mediante la inversión extranjera las naciones emergentes pueden convertirse en buenas plataformas exportadoras para firmas transnacionales - que incluso crean empleo local y mejoran las condiciones laborales - pero no se estimulará la productividad de la población. La transferencia de tecnología que podría acompañar la inversión extranjera es siempre limitada a muy pequeños círculos nacionales que aprenden a copiar y reproducir determinados procesos tecnológicos. Pero la fuente generadora del desarrollo es sujetiva: conocimiento e invención. Las culturas latinas tienen una herencia más afín a la retórica y en algunos casos a la lógica argumentativa. Y lo que conocemos como desarrollo en el mundo moderno se deriva más bien del empirismo y el pragmatismo anglosajones. Por esta razón el desarrollo es ante todo un gran desafío cultural y educativo. Mientras no se incentive la capacidad de producir ciencia y de inventarle nuevas aplicaciones, la distancia entre las economías centrales y las periféricas no cesará de incrementarse y el anhelado "desarrollo" no dejará de ser un sueño inalcanzable.

2. La primera ola del populismo latinoamericano se asentó sobre la edad de oro de la sustitución de importaciones, el crecimiento económico y el desarrollismo a la que dieron lugar las crisis de las grandes potencias. En ese entonces los gobiernos populistas pudieron disponer de algunas riquezas para repartir sin romper con el capitalismo. En cambio, el neopopulismo actual nace en una época en la que los recursos de casi todos los estados emergentes se han reducido, por lo cual los gobiernos se ven obligados a recurrir a una mera retórica contra las oligarquías, las potencias y sus instancias de poder, y a favor del pueblo y la nación. Los altos precios del petróleo y la abundancia del crudo en Venezuela le otorgan a Chávez recursos de excepcionales de poder. Pero, al barrer con buena parte de la empresa privada, su proyecto está liquidando las posibilidades futuras de una inserción internacional aceptable para Venezuela. Hay que recordar además que a las reservas mundiales de petróleo le quedan sólo tres o cuatro décadas de vida.


REFERENCIAS

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3. Manuel Castells, La era de la información , vols. I-III, Alianza editorial, Madrid, 1998-1999.         [ Links ]

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