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Análisis Político

versão impressa ISSN 0121-4705

anal.polit. v.19 n.57 Bogotá ago. 2006

 

Articulo/dossier

Estrenando sistema de partidos

Premiering Match System

 

Francisco Gutiérrez Sanín

Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia. El autor se a poya aquí en su investigación “Partidos políticos en Colombia”, cofinanciada por Colciencias.

 


RESUMEN

La primera parte de este artículo está dedicada a los dos grandes cambios institucionales en Colombia relacionados directamente con el sistema de partidos, que tuvieron lugar en el período –la reforma política y la reelección--, con una breve referencia a sus respectivas prehistorias. La segunda se concentra en lo que ha ocurrido dentro de los partidos tradicionales. La tercera parte trata sobre el uribismo y las mayorías de las que ha gozado en su primer cuatrienio.

Palabras clave: sistemas de partidos, reforma política, Colombia

 


SUMMARY

The first part of this article is dedicated to the two big institutional changes in Colombia related directly with the system of parties that is took place in the period-the political reformation and the reelection-, with a brief reference to its respective prehistories. The second concentrate on what has happened inside the traditional parties. The third part is on the uribismo and the majorities about those that it has enjoyed in its first cuatrienio.

Key Word: systems of parties, politics, Colombia reforms

 


Introducción

Con respecto de los partidos, el cuatrienio de Álvaro Uribe Vélez ha sido tan agitado, que es difícil resumir en un solo texto todos los eventos y procesos significativos que han tenido lugar. En realidad, el tema de “los partidos en el gobierno de Uribe” se podría enfocar desde dos ángulos claramente diferenciables. En primer lugar, preguntarse cuál ha sido la política del presidente y de su equipo frente a los partidos, cómo han intentado transformar (o preservar) el marco institucional y contextualizar su propia acción política. En segundo lugar, tratar de caracterizar los grandes cambios (si es que se han producido) que hacen que en algunos sentidos el sistema actual sea cualitativamente diferente al de antes de 2002. Una y otra dimensión están interrelacionadas, de suerte que parece necesario tratarlas ambas, aun a costa de perder, por restricciones de espacio, detalles importantes a lo largo de la exposición.

El plan de ataque es el siguiente. La primera parte está dedicada a los dos grandes cambios institucionales relacionados directamente con el sistema, que tuvieron lugar en el período –la reforma política y la reelección-, con una breve referencia a sus respectivas prehistorias. La segunda se concentra en lo que ha ocurrido dentro de los partidos tradicionales. Sigo la casi unánime convención de tratarlos en conjunto, aunque un lento proceso de digestión de una gran masa de material empírico me ha ido convenciendo de que ella (la convención) probablemente sea errada 1; aún más, mostraré que los azules y los rojos tienen trayectorias de evolución diferenciadas y se enfrentan a tensiones distintas. La tercera parte trata sobre el uribismo. Diversos sondeos de opinión han confirmado de manera un poco abrumadora las aplastantes mayorías de las que ha gozado Uribe en su primer cuatrienio. En política nada está escrito, pero su posición para las elecciones de 2006 es extremadamente favorable, sobre todo después de la contundente, y no tan obvia, victoria en las parlamentarias de marzo . Es inevitable -y a eso se dedica la sección cuarta -referirse a la izquierda. Esto ya es síntoma de que algo ha cambiado. Reducida durante muchos años a una fuerza puramente marginal –debido a su propia incapacidad, a cierres institucionales, a la represión, o a diversas combinaciones de los tres factores -ahora es una parte importante del panorama. Ha conquistado casi todos los premios gordos de los gobiernos subnacionales, con administraciones que van de lo decoroso a lo bueno, tiene una bancada parlamentaria de primer nivel, y juega en un contexto latinoamericano favorable. Más aún, la reforma política de 2003 la obligó a unirse , y pronto, haciendo honor a su nombre, se convirtió en otro polo de atracción. En las conclusiones sugiero que ha habido una interesante re-ideologización de la política colombiana.

El gran supuesto del que parto es que, en efecto, se produjo en 2002 el deshielo del sistema. Me refiero, claro, a la conocida tesis de Rokkan 2. Según ella, los sistemas europeos se constituyeron sobre grandes fracturas históricas ( cleavages ). Las sociedades europeas experimentaron profundas transformaciones sociales y tecnológicas después de consolidados sus sistemas, pero en cambio éstos permanecieron relativamente estables. Así, los partidos y los sistemas “son más viejos que los electores”. Rokkan argumentaba que ese “congelamiento” era característico de los sistemas consolidados, y que se podía medir a través por ejemplo de la fidelidad del voto de distintos sectores de la población con determinados partidos (es decir, de patrones de voto estables). Diversos trabajos empíricos confirmaron la validez del concepto, aunque posteriormente quedó en claro que muchos de los sistemas se descongelaron en las décadas del ochenta y del noventa del siglo pasado 3. En Colombia el proceso de deshielo ha tenido avances y retrocesos, pero creo que se puede sustentar que 2002 fue un salto cualitativo. Es algo que ya se ha anunciado antes, aunque creo que básicamente por las razones equivocadas. Explicar por qué en efecto 2002 es un punto de quiebre y otras fechas anteriores –digamos 1970-no lo son, no es tan sencillo, y requiere un tratamiento aparte. Las fuerzas tradicionales cayeron sistemáticamente en los 30 últimos años en términos de la porción de sillas que captan en el parlamento , y la principal fuerza del viejo sistema bipartidista –el liberalismo-fue perdiendo pie ante amplios sectores de la opinión. El socio menor dejó de ser un partido nacional, y los rojos pronto podrían dejar de serlo.

2. Los cambios institucionales

Para entender las dinámicas institucionales de este cuatrienio, vale la pena remontarse a un período que a muchos parece ya la prehistoria: la Constitución de 1991. Uno de los objetivos de las diversas fuerzas que confluyeron en ella fue jubilar a la clase política tradicional. Con ese fin, apoyándose en un diagnóstico a la sazón casi unánime, se caracterizó al sistema colombiano como cerrado y excluyente, y se le intentó abrir bajando las barreras a la entrada a nuevos competidores 4. Sin embargo, en las elecciones parlamentarias de 1992 y 1994 se vio que el “viejo país” era más persistente de lo que se creía. Los políticos tradicionales aún captaron la mayoría de los votos, así que por muchas razones los cambios constitucionales no produjeron la anhelada “renovación de las costumbres políticas”. Pero esa capacidad de supervivencia coexistía con un creciente malestar contra ellos. El gobierno Samper (1994-1998) presenció un enorme escándalo de narco-corrupción, que profundizó el foso entre amplios sectores de la opinión y los partidos. No es sorprendente, pues, que este período se viera caracterizado por: a) la aparición de muchas nuevas fuerzas (explosión); b) la desestructuración de las viejas, con una cantidad grande de políticos tradicionales buscando nuevos horizontes y nichos electorales (implosión). Es decir, compitiendo con los tradicionales no había una sino dos especies: políticos “nuevos” y “transicionales” (ex-tradicionales que buscaban reinventarse, Gutiérrez, 2001). Una vez uno se ha apercibido de esta re-categorización básica, se da cuenta de que el gran ganador desde el fin del gobierno de Samper hasta hoy fueron los transicionales. Fueron ellos quienes rompieron el monopolio bipartidista. Fue Noemí Sanín quien dio el primer campanazo de alerta con sus excelentes resultados en 1998; y fue Uribe quien finalmente saltó la barrera de la alternación presidencial en 2002. De pronto, se vio que se podía aspirar a ganar cualquier elección con un marbete diferente al del rojo o el azul.

En esta situación inédita, había dos grandes estrategias en competencia. Por una parte, estaban los líderes de todas las fuerzas representadas en el parlamento que, bajo el doble impacto de la explosión y la implosión, encontraban cada vez más difícil solucionar los problemas de acción colectiva que enfrenta cualquier asociación política. Aquellos políticos prácticos que por diversas motivaciones –las posibles combinaciones entre estrategia, convicción y tradición—querían actuar en el marco de un partido sentían que la hiper-fragmentación colombiana era el terreno más hostil para desarrollar sus actividades. Y entre diversos sectores políticos, sociales e intelectuales, se había llegado a la conclusión de que la hiper-fragmentación era nociva y muy peligrosa, y que la criminalización del sistema –que había llegado a niveles intolerables—era al menos en parte producto de la irresponsabilidad y vulnerabilidad a la penetración mafiosa de partidos altamente des-institucionalizados. En la medida en que esa gran reforma que fue la Constitución de 1991 no había obtenido sus objetivos –jubilar a la “mala política” y volver a meter al sistema dentro de la legalidad—, desde el gobierno de Samper, y sobre todo del de Pastrana, se hicieron varias propuestas de reforma que por diversas razones terminaron abortando . Así, sobre todo en el liberalismo y en la izquierda, las voces en pro de una reforma política que forzara un mínimo de cohesión se hicieron cada vez más fuertes. El proceso estuvo liderado por Rodrigo Rivera en el liberalismo y Antonio Navarro en la izquierda, entre otros, y fructificó en un acto legislativo de iniciativa parlamentaria que a la postre sería aprobado en 2003 y aplicado ya en las elecciones de ese año. El instrumento introdujo varios cambios importantes: una nueva fórmula electoral, voto preferente, umbral y listas únicas por circunscripción para cada agrupación. La reforma permitía garantizar a los políticos individuales un margen de maniobra –a través del voto preferente—pero a la vez ofrecía estímulos reales en favor de la cohesión.

Por otra parte, el presidente tenía frente a sí un panorama y un sistema de incentivos bastante diferentes. Primero, un aspecto central –posiblemente tan importante como la provisión de la seguridad—en el éxito de Uribe fue su capacidad de venderse como el candidato de la lucha contra la corrupción 5. En sus “Cien puntos”, el programa de campaña, se destaca permanentemente la lucha contra la politiquería (un lenguaje que el presidente ha mantenido, con decreciente verosimilitud, hasta hoy), y se propone la reducción del parlamento. Así, aunque la reforma tenía aspectos muy parecidos a los contenidos en el referendo, esto no puso de acuerdo a Uribe y al Congreso; se convirtió más bien en un nuevo motivo de tensión entre ellos. El referendo originalmente estaba redactado en un lenguaje que no dejaba lugar a dudas sobre quién era el culpable de los males nacionales (¡los políticos!), aunque la Corte Constitucional y otros mecanismos de control produjeron la versión más equilibrada que finalmente se sometió al escrutinio ciudadano . Uribe, en suma, estaba interesado en denunciar y golpear al congreso y a la clase política, no en que ella se reformara, y esto implicó roces serios incluso con su propia bancada 6. Entre la aprobación del referendo y la de la reforma hubo una carrera estilo Fórmula 1, y ni al presidente ni a sus amigos les produjo mucha gracia el que a la postre ganara esta última.

En segundo lugar, Uribe subió al poder con el voto de tres nichos electorales . Capturó casi la totalidad del electorado azul, más de la mitad del liberal, y la mayoría del independiente. Esto es notable, porque para las personas de origen liberal ha sido difícil acceder a la votación independiente o conservadora y viceversa. En particular, Uribe demostró que el gran problema que enfrenta en Colombia alguien que quiera mantener mayorías presidenciales sólidas -armar un discurso que apele simultáneamente al electorado tradicional y al independiente- era soluble . Pero precisamente por ello para él es estratégicamente indeseable dejarse capturar por alguno de sus múltiples auditorios, esto es, circunscribirse al ámbito de una sola sigla. Así que se ha esforzado por mantener sus opciones abiertas; por ejemplo, nunca ha negado ser liberal, y tuvo el apoyo de numerosos movimientos y personas disidentes de origen liberal. De esta manera, el uribismo quedó atrapado entre dos grandes impulsos: el ideológico-discursivo, que denunciaba la corrupción, la frivolidad y la volatilidad de la vieja política, y que por consiguiente debía adherirse así fuera verbalmente al modelo ideal de partido nacional cohesionado; y el estratégico, que exigía que el presidente se colocara por encima (y a la vez lejos) de cada sigla particular . Uno y otro se manifestaron persistentemente a lo largo del cuatrienio. El gobierno se distanció cuanto pudo de la reforma política parlamentaria, pero el ministro del Interior castigó severamente al partido conservador por haber impulsado, contra el querer de liberales e izquierdistas (más atraídos por el modelo socialdemócrata), el voto preferente 7. De hecho hubo debates públicos en el que varias de las figuras del entorno uribista discutieron si era conveniente o no crear un partido 8. Durante todo el proceso de reelección –el otro cambio vital en las reglas de juego electorales- el uribismo se dividió entre los pro y anti partido. Los primeros lograron la formación del Partido de la U , pero pronto se vio que no sólo sería imposible cohesionar la profusión de banderías uribistas bajo un marbete único, sino que el propio presidente preferiría mantenerse a distancia, dejando que todos los arroyos confluyeran en su nombre .

En tercer lugar, e íntimamente relacionado con lo anterior, el uribismo ha estado asociado con –y ha alimentado con entusiasmo a -una veta patriótica muy cercana al sector privado que espera un revival colombianista (“los buenos somos más”) del cual el presidente sería el emblema 9. Desde esta perspectiva, Uribe está más allá de la política, no tanto porque ésta sea mezquina y corrupta, sino porque “la nación está por encima de los partidos” . Partidizar a Uribe sería desnacionalizarlo. Por eso, la verdadera reforma política del uribismo es la reelección inmediata de presidente de la República.

No sobra insistir en la gran novedad de esta iniciativa en el contexto de nuestra tradición republicana. La Constitución de 1991 había dado un paso más allá de las prácticas dictadas por la tradición, y había prohibido por completo la reelección presidencial. Pero ya en el período de Pastrana había habido voces conservadoras a favor de ella, puestas en sordina por la precipitada caída del entonces presidente en los sondeos de opinión. Con la enorme popularidad de Uribe, es natural que la idea hubiera revivido. Uribe dejó taimadamente que sus amigos la impulsaran, ya que el caudillo era indispensable e irremplazable . Era obvio que las mayorías parlamentarias uribistas harían pasar la propuesta, y lo que debe asombrar más bien son los tropiezos iniciales con los que se encontró 10. Es que, en efecto, varios códigos fundamentales de la vida pública colombiana, sobre todo la no participación de funcionarios en política, quedaban en cuestión . Un sector importante de la oposición jugó sus restos a una eventual declaratoria de inconstitucionalidad por parte de la Corte. La reacción de varios escuderos uribistas, incluidos el ministro de la política y parlamentarios tanto conservadores (Ciro Ramírez) como de origen liberal (Mario Uribe), fue poner en tela de juicio el control constitucional y llamar a la población a tomar cartas en el asunto. El presidente tuvo que pedir excusas –no sería ni la primera vez ni la última-- ante la protesta airada de la Corte. Después de una interminable espera, esta declaró la constitucionalidad del acto legislativo que introducía la reelección inmediata .

Vale la pena detenerse un instante en los efectos institucionales tanto de la reforma política como de la reelección. La primera parece defenderse sola. El grado de descomposición y des-institucionalización de la política colombiana en 2002 era, en efecto intolerable. La lista única es un gran progreso. El voto preferente más bien va en la otra dirección –desvertebra a los partidos y quita poder a una maquinaria exasperantemente débil-, pero hay que tener en cuenta que los políticos prácticos que impulsaron el proceso se enfrentaban al doble problema de mantener la existencia de sus agrupaciones y solucionar sus problemas internos de acción colectiva. Es posible –por diferentes razones—que muy pocos candidatos estén dispuestos ya a aceptar el “bolígrafo”, esto es, la imposición desde Bogotá de las decisiones críticas, en particular el orden de los nombres en un sistema de listas bloqueadas y cerradas. Aunque fue el conservatismo el que con más ahínco defendió el voto preferencial –para los azules era literalmente un problema de vida o muerte, como se verá en la próxima sección—se puede constatar fácilmente que todas las agrupaciones han encontrado en él la manera de solucionar sus complejas negociaciones internas . Pero todo esto pone al analista frente a una posición difícil. La mayor expectativa con respecto de la reforma era lograr disminuir el número de listas, tanto por medios mecánicos (prohibiendo a cada partido presentar más de una) como por medio de incentivos poderosos y claros (el establecimiento de un umbral para llegar al parlamento y el cambio a una fórmula electoral menos proporcional que castigaría con mayor severidad a las agrupaciones pequeñas). La consecuencia también sería doble. Primero, disminuir el número de partidos. Algunos formadores de opinión y académicos habían entrado en una suerte de subasta para ver quién podía contar más partidos en Colombia, pero al margen de aquella competencia más bien bizarra era obvio que en el país había una proliferación barroca de siglas que, en lugar de ampliar el abanico de opciones, confundían al elector. Segundo, cortar de tajo el problema de muchas listas por partido; la implosión de las grandes fuerzas en Colombia había llegado a extremos inauditos. Al tratar de solucionar las fallas de acción colectiva entre los políticos, la reforma les estaba ayudando a los partidos a cumplir varias de sus funciones vitales, entre ellas quizás la central, agregar preferencias. Sobre esto no hay ninguna duda. Sin embargo, los avances reales obtenidos a través de la reforma en términos de su capacidad de domesticar la tendencia a la fragmentación no son tan fáciles de evaluar. Contrariamente a las expectativas de los más entusiastas, se presentaron al Senado 20 listas, lo que muestra una “fragmentación intrínseca” persistente . Hubo, es cierto, algunas agregaciones interesantes: la fusión de Alas y Equipo Colombia, por ejemplo, que sin embargo terminó saliendo costosa (con la salida de varios congresistas del conglomerado inicial porque la unión les obligaba a hacer sacrificios); la adhesión de un grupo cristiano a Cambio Radical y, bastante espectacularmente, la unidad de la izquierda, que se ha mantenido por encima de múltiples divergencias. A la vez, un fenómeno que no existía en Colombia –y que era endémico en Brasil y Ecuador—se ha manifestado con enorme virulencia: los cambios de camiseta. Hay políticos que han entrado y salido de un mismo partido dos, tres y más veces (Juan Manuel Santos y Enrique Peñalosa son los casos más espectaculares y, si se me permite decirlo, irritantes 11), o que han pasado por tres, cuatro o cinco banderías en un tiempo cortísimo. Armando Benedetti fue serpista, miembro de Cambio Radical, y ahora del Partido de la U. Zulema Jattin, liberal, se volvió uribista, después formó un grupo parlamentario que volvería al partido, finalmente se decantó por el uribismo. Rafael Pardo, liberal, uribista, liberal. María Emma Mejía, liberal serpista, independiente (como candidata a la alcaldía de Bogotá), liberal, aspirante al Polo, ahora en proceso de búsqueda. Estas sólo son muestras de una lista larga; si hace 20 años era raro que un político hubiera pasado por dos partidos en toda su trayectoria, y casi imposible por tres, hoy en día el promedio de partidos por trayectoria debe de estar por encima de tres . Quizás quien mejor ejemplifique el nuevo comportamiento es la parlamentaria Rocío Arias: primero liberal, si no estoy mal, se hizo elegir al congreso con su propia agrupación, pasó después al Partido de la U , fue expulsada por sus vínculos públicos con los paramilitares, y a partir de entonces golpeó a las puertas de Colombia Democrática, Colombia Viva (creo), Convergencia Ciudadana, Dejen Jugar al Moreno, y el Movimiento Comunitario, desembocando en Dejen Jugar al Moreno. En el camino ofreció sus servicios al Polo Democrático Alternativo . ¡Se mostró dispuesta a entrar a ocho partidos diferentes en menos de dos semanas! Sí, es un caso extremo. Pero buena parte de los políticos ha perdido toda noción de fidelidad con respecto de un partido, y al decidir en qué lista entran actúan como individuos que escogen cuidadosamente los mejores platos en un menú. Más aún, uno podría preguntarse si con el voto preferente la fragmentación de listas simplemente se maquilló. En realidad, en este terreno es difícil trazar la raya de un antes y un después. Un primer criterio es el índice de dispersión electoral que se utiliza de manera estándar. En el (cuadro 1)se muestra su evolución entre 1970 hasta 2002. En la década de los noventa fluctuamos entre tres y cuatro partidos efectivos; de alguna manera, esos eran los grandes “factores subyacentes” de nuestra competencia política (liberales, conservadores, independientes, fuerzas regionales) ¿Cómo será en 2006? Sospecho que el número efectivo de partidos aumentará, y que el desaforado carrusel de cambio de camisetas va a continuar . En síntesis, la reforma ha producido avances sustanciales –como la lista única- pero sus efectos en términos de fragmentaci&oacu te;n no son tan obvios como han creído algunos analistas que hacen gala de un optimismo panglossiano.

 

¿Qué decir de la reelección? Mientras que para la galería se ofrecía el argumento del carácter irremplazable del presidente-caudillo –o, en una versión carente de un mínimo de dignidad republicana, también del “padre” (que tanto hace falta a la nación al decir de Luis Carlos Restrepo) -un conjunto de funcionarios y académicos desarrolló un discurso más articulado, que podría resumirse en tres grandes argumentos. Primero, tanto Uribe como la reelección gozaban del apoyo ampliamente mayoritario de los colombianos; se trataba de apelar pues al pueblo, en el espíritu de la Constitución de 1991. Segundo, la reelección es un mecanismo para promover el buen gobierno, en la medida en que ofrece un premio a quienes hayan hecho buenas presidencias, y de hecho también puede actuar como cohesionador del sistema. Tercero, es práctica extendida en los países desarrollados. De los tres, de lejos es el primero el que me parece más fuerte. El segundo simplemente ignora tanto la existencia de los partidos como la cantidad de mecanismos que tienen las sociedades contemporáneas para recompensar o castigar a los gobernantes individuales. El tercero tampoco es muy impresionante (menos aún en boca de gentes que cada vez que les conviene sacan a relucir el aforismo “no gobernamos para Dinamarca sino para Cundinamarca”). Pero el primero sí. Esa invocación al pueblo puede ser oportunista, e implicar un sacrificio de liberalismo en aras de la democracia en el estilo típico de los hiper-presidencialismos del mundo andino. Pero un presidente que en el cuarto año de su mandato tiene alrededor del 70% de apoyo –este es un resultado que aparece en todos los sondeos que yo conozco—es una realidad política contra la que muchos razonamientos y finuras jurídicas pueden chocar y romperse en pedazos.

Como fuere, tanto la reforma como la reelección han cambiado tangiblemente la forma en que se hace política en Colombia. ¿Cómo han procesado los partidos las nuevas realidades?

3. Los partidos tradicionales

Los tradicionales han venido en un declive continuo. Por ello, y por las oleadas de abandono hacia las filas uribistas, fueron muchas las voces que, siguiendo una venerable tradición, se apresuraron a enterrarlos. Pero es un acto reflejo apresurado, y además unilateral. En varios sentidos, los tradicionales se han fortalecido “hacia adentro”, mientras seguían debilitándose “hacia afuera”.

Comencemos con la que -pese a la estrepitosa derrota de marzo- todavía puede considerarse la principal fuerza del sistema. El liberalismo llegó al gobierno de Uribe doblemente golpeado. Había perdido dos elecciones presidenciales seguidas, y en 2002 la mayoría de los electores del partido se habían ido con el disidente Uribe (sobre diversas causas y consecuencias de esto, cfr. infra). Aunque al principio el oficialismo logró reagruparse, varios expresidentes –notablemente López Michelsen- manifestaron que lo lógico es que se le dieran a Uribe “las llaves del partido”. Serpa se retiró de la escena dejando una dirección plural de diez miembros, a lo que sucedió un amargo pulso por quedarse con el liberalismo. Había tres posiciones: unificar al partido bajo la égida de Uribe, unificar al partido tolerando la coexistencia de posiciones anti y pro uribistas (creo que durante largo tiempo fue la mayoritaria y que la favorecían personas de vertiente samperista), y hacer la oposición a Uribe. Terminó imponiéndose la última –y arrastrando a buena parte de los que sostenían la segunda, entre otras cosas por la militante pugnacidad de Uribe contra sus excompañeros-, y los liberales uribistas que no se automarginaron fueron expulsados.

Cabe preguntarse cómo el 40% de un partido logra sacar al 60%. Parte de la explicación pasa por los cambios internos del liberalismo. Éste ha sufrido un complicado proceso de modernización, que según algunos comenzó en 1998, y que involucró la convocatoria de una constituyente durante el gobierno de Pastrana y la realización de sendas elecciones internas que, aparte de contarse entre las más concurridas del mundo , aprobaron unos nuevos estatutos y eligieron nuevas autoridades. Quizás lo más característico de este proceso fue el papel clave que desempeño en él el importante sector centroizquierdista liberal, que puso tanto el modelo mental de partido deseable –de masas, buscando acercarse al estilo socialdemócrata europeo -como una parte significativa de los cuadros dirigentes . No es casual por tanto que a lo largo de toda la campaña presidencial el liberalismo haya jugado con la idea de una alianza amplia anti-uribista con el Polo Democrático Alternativo. Por lo demás, la noción de fuerza social-demócrata casa bastante bien con una rica y larga tradición dentro del liberalismo, y proporcionaba las razones y los métodos para impulsar ese mínimo de cohesión que los rojos necesitaban desesperadamente. En este modelo mental el acatamiento a la disciplina y a las autoridades internas era un criterio importante –en contraste con el período de los baronatos de la década de los ochenta- y por eso las expulsiones por no votar como las directivas habían dispuesto eran algo que tenía sentido, aunque bastante nuevo en la historia liberal (un partido en el que “la libertad de disentir” fue durante décadas lo más parecido a una doctrina oficial).

Pero el liberalismo ha enfrentado en su proceso de transformación y reajuste dos problemas serios. El primero es que es un partido con centro-izquierda, no de centro izquierda . La mayoría del electorado liberal está con el uribismo; uno de los resultados aparentemente paradójicos de la Encuesta de Legitimidad Institucional del Iepri de octubre de 2005 es que ser liberal está –levemente—asociado con ser de derecha . Pero esto en realidad ya era claro en 2002. Entonces una porción mayoritaria del voto rojo se fue con Uribe 12 –algo que sería ratificado por nuestra Encuesta de Legitimidad-. Esas personas, por lo demás, no dejaron de sentirse liberales. Por eso –es fácil olvidarlo, porque en Colombia suceden tantas cosas que uno pierde el hilo—casi todos los dirigentes que pueblan hoy las fuerzas uribistas intentaron por diversos medios mantener algún vínculo con el liberalismo. Al fin y al cabo gentes como Germán Vargas y Luis Guillermo Vélez habían ocupado los cargos más altos dentro del partido. De hecho, bajo la égida inefable de Turbay los liberales uribistas hicieron una intentona seria por tomarse el partido (y en rigor, como se vio arriba, eran mayoría). Otros, como Zulema Jattin, llegaron a formar una asociación de parlamentarios flotantes que buscaban volver. Incluso descontando a los uribistas –pues finalmente buscaron nuevos horizontes, pero nadie que conozca un poco la historia política de Colombia podría descartar de plano un regreso—lo que queda del partido tiene un trozo importante en el centro, y otro en la derecha. Irónicamente, hasta ahora lo que más claramente ha logrado heredar el liberalismo de la social-democracia es la conocida tensión entre militantes y “orgánicos”, por un lado, y políticos profesionales y votantes, por el otro; los primeros se ponen sistemáticamente más a la izquierda que los segundos 13. Incluso sin tener en cuenta lo anterior, transformar al partido liberal en una fuerza más ideológica en la que el electorado siga a los dirigentes en el proceso de modernización puede ser difícil. Una forma de ver esto es a través de la composición del partido. Un estudio cuantitativo de los datos de los candidatos en las super-elecciones de 1997 revela resultados simples, pero interesantes . Clasificados por oficio, los candidatos liberales estaban distribuidos así: abogados, 10%; comerciantes, 20%; agricultores y ganaderos, 8.5%; administradores, 7%, y de ahí para abajo. No había prácticamente ningún líder social . Uno se imaginaría que esta fuerza de comerciantes, abogados, ganaderos y administradores no es necesariamente de derecha, pero sí eminentemente pragmática, orientada hacia los resultados electorales concretos, y más bien resistente, siquiera de manera pasiva, a un proceso que pretende ideologizar al partido .

El segundo problema es que el país se ha corrido a la derecha. Se trata una vez más de un fenómeno que han identificado varios sondeos de opinión y analistas. Más aún, la importante minoría de izquierda que hay en el país podría mantener sus convicciones y simultáneamente seguir siendo uribista. Por extraño que parezca a la delgadísima capa de letrados interesados en la política, éste podría ser un fenómeno más bien frecuente . Una de las razones para ello es que el centro-izquierda liberal no ha logrado presentarse ante amplios sectores de opinión como una opción modernizadora genuina; miles de votantes los consideran quizás cercanos de los sectores populares, pero atrasados.

Después de varios ires y venires, la respuesta roja a su relativo aislamiento fue elegir al expresidente César Gaviria como director único (pese a una reticencia inicial de Horacio Serpa y, sobre todo, de su base radicalizada, pues cuando Gaviria regresó al escenario político trató inicialmente de adoptar una posición equidistante tanto del uribismo como del centro-izquierda liberal). La escogencia de Gaviria fue afortunada en muchos sentidos. Se trata de un político de talla continental, con un fino y probado olfato y con una extraordinaria capacidad de supervivencia . Más aún, como muy pocos políticos Gaviria puede al mismo tiempo hablar al país neoliberal y a la oposición (como gestor de la Constitución de 1991, con su énfasis en la diversidad y la democracia) como uno de los suyos. Como director del partido –y convencido de la necesidad de partidos fuertes—Gaviria se orientó rápidamente hacia una oposición frontal que tal vez no estaba en sus cálculos iniciales y que es más bien producto de la filosofía gubernamental de “si no estás conmigo estás contra mi”. Entre varios logros está el haber obtenido el regreso de varios pesos pesados al liberalismo, sin haber antagonizado a los amigos de Serpa. Esto no es poco, si se recuerdan las agudas divergencias sobre la manera de escoger candidato a la presidencia que estuvieron a punto de hacer estallar en pedazos el congreso liberal del 2005. A la vez, Gaviria resulta inaceptable para varios sectores críticos de las políticas neoliberales que implementó en su gobierno. Como fuere, alrededor de Gaviria se reactivó en el liberalismo la política de los expresidentes. Ella se había venido a menos en la década de los ochenta debido al predominio de las barones electorales (somos “como muebles viejos”, declaró alguna vez con pathos atípico López Michelsen), y con la ulterior municipalización del liberalismo pareció haberse ido para siempre. Pero en política, más aún en la colombiana, es mejor no descartar los retornos. Gaviria encabeza ahora la dirección del partido; López ha vuelto a las plazas a agitar, al parecer con algún éxito, el trapo rojo; Samper intriga desde bambalinas, y pasa por ser una suerte de eminencia gris de esa franja, del mismo color, de políticos semi-uribistas. Todo esto parece estar asociado de manera más bien transparente tanto con la reforma política como con el esfuerzo modernizador-centralizador del partido. Cuando éste se desvertebró completamente, los expresidentes dejaron de ser un recurso significativo; ahora, cuando se recompone –cierto, con una base electoral sustancialmente menor—reaparecen, sobre todo en el tradicional papel de demiurgos capaces de enfrentar serios problemas de acción colectiva insolubles para los que están más metidos en la política del día a día. ¡Una vez más se necesita alguien en la cúpula para confeccionar las listas! . Si bien sería una simplificación grosera afirmar que la modernización liberal es sólo cosmética, no deja de ser una ironía que su resultado más visible sea hasta el momento no un nuevo diseño para la casa sino el retorno de los muebles viejos.

En síntesis, hay mucho más liberalismo que votos liberales (pues estos se han dispersado). Las elecciones de marzo mostraron que, en cambio, hay más votos conservadores que conservatismo. Y esto, sin que los ex-presidentes dieran una mano; pues los conservadores no cuentan con ese recurso. Como se verá en seguida, ninguno de sus dos expresidentes (Belisario Betancur y Andrés Pastrana) constituye un activo. Su capital identitario está más deteriorado que el del liberalismo, y sus esperanzas de reconquista de los políticos que se han ido son menores. Nótese que los emigrantes del liberalismo dejan las puertas abiertas a un retorno, y afirman de diversas maneras que son “en el fondo” o “filosóficamente” liberales, mientras que los más importantes del conservatismo (Noemí Sanín, un poco menos enfáticamente Luis Alfredo Ramos) quemaron puentes . Esto sugiere que la etiqueta conservadora ya no vende bien (i.e., cada vez es menos racional apegarse a ella). Más aún, el conservatismo dejó de ser un partido nacional. En esas condiciones, es difícil predicarle que abandone su “complejo de minoría” .

Nadie duda que el conservatismo obtuviera un notable éxito en las parlamentarias. La diferencia entre lo que se podía esperar de los sondeos y el resultado real. La diferencia entre lo que han dicho sistemáticamente los sondeos de opinión (un encogimiento fuerte de las identidades conservadoras), lo que se podía colegir de otras fuentes, y los resultados de marzo, es de unos 300.000 votos . Puede tener dos explicaciones complementarias. Primero, hay poderosos nichos conservadores, muy aglomerados territorialmente (“grumos azules”), que no quedan reflejados en las encuestas pero que se expresan electoralmente. Creo que esto es bastante verosímil. Segundo, el conservatismo se vio “arrastrado” hacia arriba por el nombre de Uribe, lo que lo reactivó –mostrando, de paso, el acierto de las estrategias de Holguín. Es decir, muchos uribistas a secas escogieron a los azules como lo hubieran hecho con cualquier otro partido que apoyara al presidente. Le atribuiría de manera impresionista un 50% de peso a cada explicación. Pero en todo caso el conservatismo arribó segundo, lejos de un partido con algunos pocos meses de existencia.

Vale la pena preguntarse por qué el corrimiento hacia la derecha del electorado colombiano sólo favoreció parcialmente al conservatismo. Creo que hay básicamente dos razones, aunque no puedo sustentar empíricamente sino una. La primera es que, por estrategia electoral 14; una argumentación más detallada se encuentra en preparación), los azules desarrollaron en los ochenta una propuesta de paz mucho más agresiva que la de los liberales. Y eso dio durante dos décadas réditos electorales reales, lo que demuestra que la estrategia era buena –el partido conservador obtuvo grandes éxitos con sus candidatos pacifistas, y en cambio tuvo mal desempeño con halcones o con personalidades que daban señales confusas como Lloreda. En la medida en que en 2002 el momento era de mano dura, los conservadores, que estaban muy identificados con la paz con la guerrilla, no estaban en buena posición para captar las nuevas tendencias. La segunda, creo, es que –más fortuitamente—el conservatismo en el gobierno es el partido de las crisis económicas; los dos grandes bajones en el ritmo de crecimiento colombiano en los últimos cincuenta años fueron durante Belisario y Pastrana. Este último resumió en grado eminente todo lo que ahora rechazan los electores: concesiones a la guerrilla, inseguridad, crisis económica. Con Belisario retirado de la política, y Pastrana pasando de una oposición sin electores a triples saltos mortales burocráticos , el conservatismo tuvo que hacer en este cuatrienio una política sin expresidentes.

No es la única diferencia con el partido liberal. Mientras que éste buscaba un difícil compromiso modernizador entre el centro-izquierda, los pragmáticos y los neoliberales, el conservatismo se orientó patentemente hacia la derecha pura y dura, bebiendo de largas tradiciones históricas pero también respondiendo a un obvio imperativo estratégico: ve allí donde están los electores. Más aún, los votos del conservatismo resultaron en el cuatrienio pasado muy importantes en el Congreso, lo que le da capacidad de presionar al presidente. Eso podría parecer una exageración, habida cuenta de la gran fuerza del uribismo, pero no lo es. Téngase en cuenta que el presidente afrontó varias rebeliones por parte de su bancada, y que por otra parte muchas de las propuestas clave para el gobierno requerían supermayorías, puesto que eran actos legislativos. Y además, en las comisiones importantes las cosas rara vez estuvieron decididas de antemano. Así, el conservatismo, junto con los puestos en el gabinete (comenzando por el ministerio del Interior), obtuvo acceso a la nómina por vías menos formales. Para recordar sólo el caso más conocido, la reelección pasó en la comisión respectiva gracias a que el gobierno logró cambiar en el último momento el voto de la representante Yidis Medina. Pero no se necesita acudir a las anécdotas rocambolescas para saber lo que pasó: los conservadores reclamaron sus puestos con desenvoltura, a la luz del día. Por lo demás, lo habían hecho también bajo Samper, quizás con más entusiasmo pero, sin duda, con menos éxito. Así, convirtiéndose en la vanguardia del uribismo, los conservadores creían obtener votos, puestos y espacios en un gobierno que caracterizaban como de corte conservador. La referencia histórica obvia, que salió a relucir varias veces, era Rafael Núñez. Por un momento, pues, coincidían el corazón y el interés. A la postre, se descubrió que no eran tan sencillo. Como expliqué arriba, los conservadores no estaban en posición de obtener todos los réditos del giro derechista del electorado colombiano. Más aún, el enorme poder electoral del uribismo ha dado origen a fuerzas que están en capacidad de competir con los conservadores en territorios donde jamás hubieran soñado con entrar los liberales (Equipo Colombia, para poner el ejemplo más obvio). Con toda importancia que tiene el resultado de marzo, no se puede olvidar que en muchas partes del país el partido ya no presenta candidato propio; con esta van dos elecciones presidenciales en las que tampoco lo hace , para no hablar ya de la alcaldía de Bogotá, en la que prácticamente desde 1994 quedó borrado del mapa (o no ha presentado candidatos, o ha participado con personajes dudosos y electoralmente debilísimos).

El partido no se ha mantenido inerte frente a esta tendencia preocupante que, de persistir un par de años, lo empujaría a los márgenes del sistema. Su gran carta es el presidente; ¿y quién podría dudar que sea por el momento el as de la baraja? Ahora bien: ¿quiénes son sus miembros? Es difícil saberlo . Pero por su última consulta interna sabemos al menos cuántos son. Vale la pena resaltar que también en este caso se movilizaron cientos de miles de electores. Por este resultado, un cálculo burdo pero no descabellado permitiría decir que en principio el piso de personas muy cercanas al conservatismo es 250.000, y el techo 950.000. Como se ve, la diferencia entre el techo y los votos no es muy grande, y podría deberse en buena medida a uribistas (no necesariamente azules).

También sabemos aproximadamente cómo se organizan. En este período los conservadores ha hecho varias convenciones, y se han mostrado muy activos en la labor de reagrupar sus fuerzas. Respondiendo de manera diferente a un desafío que comparten con los liberales, han desarrollado una división del trabajo entre notables y “emergentes”, “presentables” y “representables”. Si Carlos Holguín se lamentaba no hace mucho de que el partido de Caro y Ospina había degenerado en el de Ciro y Carlina , hoy han demostrado se capaces de llegar a un arreglo estable. Sin embargo, esa división del trabajo entre “presentables” en las cámaras y “representables” en las provincias podría llegar a ser costosa.

4. El nuevo campo uribista

Los conservadores apoyan al presidente, pero la mayoría de los votos uribistas están concentrados en partidos nuevos. El desafío que enfrentan es completamente distinto al de liberales y conservadores: a menos de que sean simples fachadas de proyectos personalistas, tendrán que esforzarse en construir organización política, formar cuadros y generar identidad entre sus bases. Tienen los votos, pero no las estructuras ni, en muchos casos, las propuestas. Es un privilegio poder observar con algún detenimiento este período “telúrico”, de construcción.

Lo primero que sorprende del uribismo es su enorme fragmentación. ¿A qué se debe? En parte, como dije antes, a la renuencia de Uribe a concentrar sus apuestas en uno solo de sus muchos caballos. ¿Hay más? Numerosos observadores han hecho énfasis en las pequeñas luchas personales, las mezquindades, la carencia de ideología, etc. Sin arriesgar opiniones sobre los métodos de lucha dentro del uribismo, cualquier observación sin prejuicios revela que las diferencias tienen mucho de fondo. Se pueden identificar al menos dos grandes fracturas. En la medida en que la abrumadora mayoría de uribistas proviene de los partidos tradicionales, es interesante notar que el origen sigue marcando bastante el comportamiento político: sólo muy ocasionalmente los ex-liberales y los ex-conservadores se mezclan . La segunda es la presencia de los paramilitares y el crimen organizado. Desde el comienzo, ha habido en el uribismo muchas personas con nexos sobre todo con los paramilitares pero también con otros criminales; las últimas denuncias y expulsiones lo demostraron más allá de toda duda razonable. Esto tiene que ver con el carácter “transicional” de los uribistas, con el cambio de preferencias de los criminales mismos, pero también con dimensiones ideológicas y estratégicas. Muchos de los llegados al uribismo –incluidos varios de los que más abiertamente han estado cerca de las autodefensas o del narcotráfico—provienen de los partidos tradicionales e hicieron una parte importante de su carrera ahí. Cambiaron la chapa, pero mantuvieron sus viejos nexos. Diversos trabajos 15 muestran elocuentemente que hasta bien entrada la década de los noventa los paramilitares con pretensiones políticas, salvo veleidades marginales –Morena -le apostaban a los tradicionales. Pero por muchas razones absorbieron –también ellos -el espíritu de la época, y empezaron a inclinarse crecientemente por las fuerzas alternativas. Buena parte del importante sector con nexos paramilitares del liberalismo se fue al campo uribista; pero también los propios paramilitares habían impulsado sus redes de carácter regional, que ahora le apostaron al proyecto de Uribe. El uribismo sólo se ha distanciado de esta influencia nefasta bajo enorme presión, a regañadientes y de manera parcial, como correctamente han señalado algunos comentaristas 16. Pero todo esto chocó con aquellos equipos y dirigentes políticos –tan importantes para el proyecto de Uribe-- que habían llegado a la conclusión de que la extradición y la defensa de la ley y el orden eran indispensables. En realidad, la Ley de Justicia y Paz y el dinámico ajuste de las relaciones entre autodefensas y sistema desorganizaron al campo uribista, y empujaron a algunos políticos de vuelta a sus partidos de origen, mientras que obligaban a otros a tomar distancia crítica con respecto de lo que estaba ocurriendo. En la medida en que, por ejemplo, Germán Vargas Lleras tiene sospechas fundadas de que los atentados contra su vida podrían provenir de las toldas de las autodefensas (por su apoyo a la extradición), esta fractura ya superó hace rato el nivel puramente verbal y de “conversaciones entre caballeros”; está marcada con sangre y fuego. Más aún, el hecho de que la fuerte presencia criminal enturbie las relaciones con los Estados Unidos tiene consecuencias prácticas pero también emocionales e identitarias .

¿Van a durar los marbetes uribistas? Es temprano para decirlo. Un proceso darwiniano producirá la muerte de algunos (como la del Nuevo Partido de Rafael Pardo), y quizás la consolidación de otros. Diversas evidencias sugieren que por mucho el proyecto que ha alcanzado más organicidad es Cambio Radical, aunque el Partido de la U podría obtener una votación más copiosa según los sondeos (esto se cumplió). Como fuere, la huella de Uribe en el sistema colombiano puede durar lustros, y no se necesita ser un lince para predecir que habrá empresarios políticos tratando de organizar y capitalizar aquella influencia.

5. La izquierda

Sobre la izquierda colombiana en el gobierno de Uribe se pueden hacer dos preguntas contrapuestas: ¿Por qué le ha comenzado a ir bien ahora, después de una larga historia de fracasos? Y: ¿por qué no le ha ido mejor? Pues en efecto este cuatrienio parece diseñado ex profeso para oxigenar a la izquierda, cosa que no han dejado de advertir diversos observadores. Como nunca antes, es un gobierno casi exclusivamente del sector privado; su política económica y su discurso también van en esa dirección. Al calor de su gran popularidad, Uribe ha abandonado los seguros de vida policlasistas que los partidos tradicionales mantuvieron con tanto cuidado. Es difícil imaginar un ambiente más propicio para la consolidación de la izquierda.

La izquierda actual es resultado de un proceso de maduración que, en retrospectiva, no parece tan lento. Después de los acuerdos de paz, el M-19 entendió que había que atenerse a la palabra empeñada y abandonó verticalmente el chantaje armado, incluso después del asesinato de su principal líder. Aunque electoralmente capaz, con un par de resultados espectaculares –las elecciones a Asamblea Constituyente, por ejemplo— la AD-M 19 tuvo un desempeño parlamentario muy pobre, y sus divisiones internas la desbarataron. En la presidencia de Samper la izquierda se dividió entre pro y anti-samperistas (Navarro adoptó la posición de que no se podía defender a una administración sospechosa), pero se fue consolidando un liderazgo que después se fortaleció y adquirió experiencia de gobierno en las elecciones subnacionales. Como en el caso del liberalismo, la izquierda se vio favorecida por la confluencia de su proceso de modernización y la reforma política, que generaron diversos mecanismos de cohesión. Desde 2002 hasta hoy, se establecieron varios hitos: la consolidación del Polo Democrático Independiente y de Alternativa Democrática después de que se escindieran, el gran trabajo parlamentario de ambas, el triunfo espectacular en las elecciones subnacionales de 2003, y el acuerdo que llevó a la candidatura única, y a la sigla común (Polo Democrático Alternativo) de la izquierda en 2006. Como mecanismo de gestión de los problemas entre los diversos componentes del PDA se formó la Mesa de Unidad.

Precisamente el mayor triunfo de la izquierda fue haber mantenido su unidad. ¿Pero cuánta gasolina tiene este inédito sentido de supervivencia de la izquierda colombiana? Escindida como está en dos alas –una más centrista, otra más afirmativa-, el espectro de la división siempre ha estado presente. Ya afrontó una (entre el Polo y Alternativa), pero se evitó el riesgo del canibalismo. Sólo perdió unos pocos dirigentes en el proceso de construcción de sus estructuras (Javier Cáceres ). En el momento en que escribo estas líneas atraviesa su peor crisis, con las relaciones entre el Polo y Lucho Garzón completamente deterioradas, y con la posibilidad real de que el mayor logro obtenido (una unidad básica) se desbarate . Nótese que sin el voto preferente el PDA hubiera sido inviable. Aun así la izquierda estuvo dispuesta a ir hasta el borde la ruptura para dirimir quién quedaría en el primer renglón de la lista al Senado lo que, en una lista abierta, no tenía ninguna significación práctica.

El precedente es malo, pero no necesariamente insuperable. Toda fuerza nueva afronta crisis y debe pasar por procesos de aprendizaje. Para poder afrontar aquellas, la izquierda tendrá que aprender a manejar al menos dos tensiones cruciales. Por un lado, entre la construcción de su propia identidad y el desarrollo de la amplia política de alianzas que todos los sectores de la oposición (al menos los que tienen de dos dedos de frente para arriba) saben es indispensable para enfrentar a un fenómeno de la talla de Uribe. Típicamente, la izquierda ha dado bandazos entre la pérdida de la iniciativa política en aras de tranquilizar a los posibles adversarios y un sectarismo primitivo. Por otro lado, entre la tarea de largo plazo (construir un partido moderno) y las exigencias inmediatas (levantar votos). Paradójicamente, el gran activo de la izquierda –su equipo “galáctico” de congresistas -es su gran debilidad. Porque el PDA es básicamente una red parlamentaria y de opinión, que además territorialmente está muy basada en Bogotá. En 2002 la izquierda había colonizado algunos de los temas que acaparan la atención de los medios, pero casi no había logrado mover gente alrededor de las consignas sociales que le han dado éxitos en el resto de América Latina 17. No creo que la situación haya cambiado mucho. Así, se ha dado un salto cualitativo y construido un valioso capital; pero las raíces son poco profundas, y los discursos no casan muy bien con los auditorios que se conquistan. Nueva paradoja: para administrar esta tensión el PDA podría servirse de un cambio muy profundo –y quizás no tan obvio—que está teniendo lugar en el sistema y que tiene su máxima expresión en Uribe: en la medida en que la gran política se concentra en el Ejecutivo, la vida pública colombiana se ha desparlamentarizado un poco. Varios de los pesos pesados del liberalismo no volverán al congreso en el próximo período; están en la consulta interna. Luis Alfredo Ramos salió de la lista de Equipo Colombia; Claudia Blum de la de Cambio Radical. No hablemos ya de independientes que son figuras nacionales como Antanas Mockus y Noemí Sanín. Los dirigentes de la política están saliendo del congreso, y si los astros están en buena posición, eso podría significar más división de trabajo entre los equipos dirigentes, por tanto más aparato y más organización, esto es, una cierta recomposición de la vida partidista.

Habría que terminar diciendo que la izquierda es más que el PDA. Uno de los esfuerzos conscientes de la Constitución de 1991 fue politizar la diversidad. Los indígenas (por ejemplo ASI) han jugado un papel mucho más importante que su peso demográfico, y han confluido en varios temas importantes con las fuerzas de izquierda. Pero sólo “en general”. Cambio Radical metió en su lista a un indígena. Otras formas de diversidad han tenido comportamientos diferentes. Por ejemplo, Uribe supo captar la simpatía de la mayoría de los partidos cristianos, con una retórica que favorecía políticas no seculares en punto a la sexualidad y la educación –aparte de los consabidos gajes para materializar las simpatías, como la embajada de Brasil para Claudia Rodríguez de Castellanos (60). Como dije arriba, algunos cristianos se incorporaron al uribismo; otros dirigentes también fueron cooptados. Sin embargo, tampoco aquí todo es color de rosa. No sólo un partido religioso se mantuvo refractario durante todo el período (el MIRA). A finales del año pasado y comienzos de éste el cabildeo católico empujó al gobierno a sacar una disposición que cambiaba la regulación de los contenidos de las materias de educación religiosa, aparentemente en favor de las mayorías. Esto produjo una fuerte reacción por parte de los cristianos no católicos, y una negociación que el ministerio de educación manejó con pinzas.

Conclusiones

La experiencia sugiere tres conclusiones. Primero, pese a su enorme peso, el uribismo no es todopoderoso. Precisamente porque tiene un apoyo tan amplio debe hacer un delicado equilibrio entre partidarios suyos que a menudo tienen intereses contrapuestos. Segundo, tal vez estamos presenciando el regreso de la ideología. Todas las fuerzas importantes que están en la liza están ideológicamente fraccionadas. Los liberales entre centro-izquierda, centro y derecha (sin contar la importante porción de rojos uribistas). Los conservadores entre la tradición pro-paz y moderada (Juan Camilo Restrepo, José Gregorio Hernández) y la mayoritaria, que redescubrió el conservatismo puro y duro. La izquierda, pero también los cristianos, entre moderados y militantes. Más aún, muchos de los grandes debates públicos del período han tenido un fuerte contenido ideológico. Los que hizo la izquierda, ciertamente. Los que protagonizó el partido liberal -recogiendo una parte de su historia -a favor de un Estado laico, en defensa de los derechos de los homosexuales y de la flexibilización de la legislación sobre el aborto (61). Los que propició Uribe sobre el cambio de modelo de Estado, sobre todo con ocasión del referendo. Esta ideologización del debate, empero, ha estado acompañada –y esta es la tercera conclusión -por niveles enormes de confusión y fluidez. Las reformas institucionales ofrecieron incentivos para la cohesión y centraron un poco la competencia, pero los saltos mortales, la debilidad de las identidades, los cambios de camiseta y la confusión están a la orden del día. Incluso entre los que permanecen dentro de un mismo partido las volteretas pueden ser muy abruptas. López Michelsen comenzó pidiéndole al liberalismo que le diera las llaves del partido a Uribe y ahora hace campaña contra él. Gaviria llegó al país tratando de impulsar una política de apoyo crítico al presidente, y ahora es uno de sus más fuertes contradictores. En cambio Turbay Ayala y Juan Manuel Santos comenzaron atacando a la reelección y terminaron formando movimientos que la apoyaban (Patria Nueva y el Partido de la U , respectivamente) con el apasionamiento del converso. ¿Será exagerado decir que Uribe resume muy bien todas estas tensiones y bandazos? Porque él, como nadie, ha logrado encarnar las aspiraciones e identidades más disímiles, cambiando de opinión y adaptándose a las circunstancias más rápido que sus amigos y adversarios. De esta permanente huída hacia adelante del sistema y su protagonista no se podrá decir, al menos, que es aburrida.

REFERENCIAS

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8. “Si a la reelección, pero sin un partido uribista”, en El País, 4 de febrero de 2004, p. A5.         [ Links ]

9. La palabra “Colombia” por lo demás se encuentra en la mayoría de los marbetes que apoyan a Uribe.         [ Links ]

10.“Se hundió la reelección”, en El Tiempo, 29 de octubre de 2003, p. 1-3.         [ Links ]

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12.Gutiérrez , 2003, Ob. Cit.         [ Links ]

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15. Medina Gallego Carlos, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia, origen, desarrollo y consolidación: el caso Puerto Boyacá , Bogotá, Documentos Periodísticos, 1990.         [ Links ]

16. Daniel Coronell, “Los traslados”, en Revista Semana, 6 de febrero de 2006, p. 11.         [ Links ]

17.Gutiérrez , 2003, ob. Cit.         [ Links ]

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