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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. v.19 n.58 Bogotá nov. 2006

 

Reseña

Nuestra guerra sin nombre. Transformaciones del conflicto en Colombia

Our nameless war. Transformations of the conflict in Colombia

César A. Rodríguez Garavito

Director del Centro de Investigaciones Sociojurídicas (CIJUS) de la Universidad de Los Andes e investigador afiliado de la Universidad de Wisconsin-Madison.


Nuestra guerra sin nombre es el balance más completo de la evolución reciente del conflicto armado colombiano. Por su elaboración colectiva y su ambición descriptiva y explicativa, pertenece a un distinguido linaje de estudios sobre la violencia en Colombia, entre los cuales destacan los conocidos informes Colombia, violencia y democracia, aparecido hace ya casi dos décadas, y el más reciente El conflicto: callejón con salida , impulsado por el PNUD . En este sentido, continúa y actualiza los aportes fundamentales del IEPRI a la tarea de explicar las causas y la persistencia de uno de los conflictos armados más longevos del mundo, así como a la labor de señalar posibles vías de salida.

Aunque los temas y las aproximaciones de los capítulos del libro son heterogéneos, es posible discernir tres preguntas que los atraviesan a todos. En primer lugar, ¿cómo ha evolucionado el conflicto desde mediados de los años noventa, cuando, de acuerdo con todas las mediciones, la actividad violenta de guerrillas y paramilitares se disparó a niveles sin precedentes? Para responder esta pregunta de tipo descriptivo, la mayor parte de los capítulos ofrece una rápida pero iluminadora historia de los actores ilegales que conforman lo que la introducción llama con acierto “la trinididad hobbesiana” de Colombia (insurgentes, paramilitares y narcotraficantes) y de las complejas relaciones de estos con el Estado.

En segundo lugar, la pregunta obligada: ¿qué variables dan cuenta de esa y otras transformaciones recientes del conflicto? Como se verá más adelante, los autores enfrentan este interrogante explicativo con baterías conceptuales y metodológicas diversas que, aunque resaltan múltiples factores del conflicto, tienden a girar alrededor de la dicotomía entre variables económicas y variables políticas, que operan en las escalas local, nacional y global.

Finalmente, en medio de la agudización de la guerra, ¿cómo ha sido posible que hayan continuado cohabitando la violencia y el caos de la guerra, de un lado, y la democracia y el orden jurídico, del otro? Para reexaminar la conocida paradoja colombiana, los autores desarrollan con provecho la tesis de Colombia como país de regiones. Con base en ella, indagan empíricamente la manera como violencia y democracia, caos y orden, son reproducidos mediante la imbricación entre el poder de los actores armados ilegales que campean en municipios y regiones, y el poder de un Estado fragmentado que fracasa en su tarea de monopolizar el uso de la fuerza.

El libro puede decepcionar a quienes buscan respuestas rápidas y unívocas a estos interrogantes. Como corresponde a lo complejo y reciente de las tendencias examinadas, el texto se propone –según lo aclaran Francisco Gutiérrez y Gonzalo Sánchez en el capítulo introductorio—“abrir espacios de debate más que llegar a conclusiones únicas”, mediante la confrontación de visiones que resaltan múltiples causas y adoptan diversos marcos teóricos. Lo que el libro abre, en realidad, es más que un debate. Se trata de una promisoria agenda de investigación que tiene el potencial de superar varias de las limitaciones de la violentología colombiana, como lo insinúa un rápido recuento de sus trece capítulos distribuidos en cinco partes.

La primera parte examina la internacionalización de la guerra en Colombia. Al hacerlo, contribuye a llenar el evidente vacío de la tradición criolla de estudios sobre la violencia, centrada en las escalas local y nacional y en las particularidades del conflicto colombiano. Diana Rojas inquiere la creciente participación de Estados Unidos en el conflicto colombiano y la forma como se ha desdibujado la frontera entre la “guerra contra las drogas” y la lucha antisubversiva, especialmente tras el 11 de septiembre de 2001. Socorro Ramírez completa la mirada internacional con el análisis, en sendos capítulos, de dos conjuntos de actores del panorama reciente del conflicto colombiano: los Estados y organizaciones civiles europeas, de un lado, y los países limítrofes con Colombia, del otro. En las contribuciones de Ramírez es importante destacar el uso de una nueva base de datos que demuestra el “calentamiento” de las fronteras colombianas (especialmente la venezolana), en las que los grupos armados ilegales han aumentado sus acciones violentas.

La segunda parte indaga la evolución de la “trinidad hobbesiana” y de la respuesta estatal a ella. Eduardo Pizarro revisa la trayectoria histórica de las FARC-EP y sostiene de manera polémica que, a partir de 1998, la organización guerrillera atraviesa un proceso de debilitamiento estratégico y aislamiento internacional que cierra el camino a la lucha armada y abre las puertas a una eventual solución negociada del conflicto. Mario Aguilera se centra en el ELN y muestra cómo los elementos que distinguen a esta organización de las FARC –su ideología marxista-cristiana, su apego a sus zonas de influencia tradicional, su arraigo social en éstas, y su ambigüedad entre la política y la guerra— explican tanto su debilitamiento como su supervivencia. Francisco Gutiérrez y Mauricio Barón cierran esta parte del texto con una fascinante incursión etnográfica en las entrañas del paramilitarismo de Puerto Boyacá, a partir de la cual documentan los complejos y cambiantes vínculos de los paramilitares con el Estado, los narcotraficantes y los ganaderos que conformaban su base social original.

La tercera sección incluye un conjunto muy heterogéneo de artículos que analizan la influencia mutua entre las transformaciones recientes del Estado –particularmente tras la expedición de la Constitución de 1991— y los cambios de los grupos armados al margen de la ley. Luis Alberto Restrepo hace un descarnado y provocador análisis de las limitaciones institucionales del Estado de derecho colombiano para enfrentar a una subversión que, a pesar de su desventaja militar, tiene una mayor coherencia organizativa y una mayor continuidad estratégica que las que permiten las reglas de juego democráticas a las que está sujeto el Estado. Basados en un juicioso análisis cuantitativo, Fabio Sánchez y Mario Chacón presentan un hallazgo igualmente perturbador y sorprendente: la descentralización impulsada por la Constitución de 1991, a la vez que ha mejorado la provisión de servicios esenciales y democratizado la política, ha fortalecido a los grupos guerrilleros y paramilitares al convertir a los gobiernos y presupuestos locales y regionales en presas fáciles del clientelismo armado. Andrés López, por su parte, indaga las raíces históricas y la evolución reciente del narcotráfico y su rol de combustible del crecimiento de grupos armados de izquierda y derecha por igual. La sección termina con un texto de Jonathan Di John que, aunque recoge el interesante debate en las ciencias sociales sobre los Estados rentistas y las nuevas guerras civiles como luchas por el control de recursos naturales, se queda corto al conectarlo con la discusión del caso colombiano que domina el resto del volumen.

La cuarta parte hace un aporte empírico importante a los estudios sobre los patrones históricos de la violencia, que promete darle un respaldo cuantitativo más firme a la violentología criolla que el predominante en agendas de investigación precedentes. En particular, la nueva Base de Datos de Violencia Política Letal del IEPRI (1975-2004), comentada por Francisco Gutiérrez en su capítulo sobre tendencias del homicidio político en Colombia, tiene un enorme potencial para darle, por fin, firme asidero numérico a los análisis sobre el tema. A pesar de las limitaciones impuestas por la naturaleza de la información que recoge, la base de datos permite, entre otras cosas, distinguir muertes políticas causadas dentro y fuera de combate, identificar el tipo de víctima involucrada, hacer descomposiciones regionales y saldar de una vez por todas el pseudo-debate sobre la existencia de una guerra en Colombia (la respuesta precedible es que sí estamos en guerra ininterrumpida por lo menos desde 1983, cuando el número de muertes políticas sobrepasó el umbral internacional del millar). Basados en una base de datos distinta (las de Cinep y Justicia y Paz), Jorge Restrepo, Michael Spagat y Juan F. Vargas se centran en la pregunta sobre los victimarios y las víctimas de la violencia reciente y confirman la hipótesis de la agudización de la guerra desde mediados de los noventa y la creciente victimización de los civiles en este período.

Finalmente, en el solitario capítulo de la quinta parte, Ricardo Peñaranda gira el lente analítico hacia el importante tema de las experiencias de resistencia civil frente a la guerra, que bien habrían merecido mayor atención en el libro. En su texto, Peñaranda se centra en el caso de la resistencia de los indígenas del suroccidente colombiano y documenta su tránsito de la movilización armada en la segunda mitad de los ochenta (a través del Quintín Lame) a la resistencia civil pacífica desde los noventa.

Como lo muestra esta apretada síntesis, la pluralidad de temas y aproximaciones del libro hace difícil la tarea de ofrecer comentarios generales. En lo que sigue, por lo tanto, prefiero la estrategia de iluminar tres aspectos del libro –esto es, las coincidencias, las divergencias y las limitaciones de los capítulos— que son especialmente llamativos para el lector y pueden ser particularmente provechosos para el debate que provocará la publicación.

Comencemos por las coincidencias entre los capítulos. A pesar de sus diferencias metodológicas y temáticas, los autores convergen en la descripción básica de la trayectoria reciente del conflicto. Analizando ora las acciones de los grupos guerrilleros, ora la evolución del paramilitarismo, sostienen la existencia de un recrudecimiento de la violencia política desde mitad de la década pasada. Causada por una multiplicidad de factores –entre los que destaca el debilitamiento nacional e internacional del Estado colombiano durante el gobierno Samper—, esta tendencia alcanzó su punto más alto con los triunfos militares sin precedentes de las FARC entre 1996 y 1997, como lo ilustra el interesante análisis de Pizarro sobre el avance estratégico de esta organización guerrillera. Las acciones de los grupos paramilitares experimentaron una explosión paralela, como lo muestran Gutiérrez y Barón en su capítulo. La expansión de unos y otros, según lo muestran Sánchez y Chacón en su artículo, fue alimentada con los cuantiosos recursos del narcotráfico y la explotación de otras economías legales e ilegales.

Los análisis también coinciden, sin embargo, en que la tendencia ha sido parcialmente revertida desde finales de los noventa, período en el que factores domésticos (la modernización del Ejército iniciada en el gobierno Pastrana y la política de seguridad democrática del gobierno Uribe) se alinearon con factores internacionales (la intolerancia hacia la violencia extraestatal tras el 11 de septiembre) para reducir el espacio político y militar de los grupos armados ilegales. Unido a ello, como lo sugiere el estudio de caso de Gutiérrez y Barón, el avance paramilitar en zonas que antes estaban en disputa ha garantizado la paz pública (entendida como ausencia de combates y reducción de homicidios) a cambio de la consolidación de los gobiernos de facto paramilitares. Aunque el libro fue escrito cuando apenas promediaba el gobierno de Álvaro Uribe, los acontecimientos de los dos últimos años ofrecen respaldo empírico adicional a la trayectoria descrita en él.

Los capítulos también coinciden en resaltar las raíces locales y regionales de la evolución reciente del conflicto, tanto en su fase ascendente como en su período descendente. En la primera –según lo señalan, entre otros, los artículos de Aguilera, Restrepo, y Sánchez y Chacón—la descentralización política, administrativa y fiscal iniciada en 1988 y profundizada por la Constitución de 1991 convirtió a los departamentos y, especialmente, a los municipios, en el blanco predilecto del clientelismo armado de paramilitares y guerrilleros. La disputa por las nuevas rentas y nichos de poder locales, por tanto, se convirtió en eficaz combustible de la violencia irregular. En la fase descendente del conflicto, los ganadores de dicha disputa han consolidado su poder local y, de esta forma, reforzado la fragmentación del Estado colombiano.

Este acuerdo general en el diagnóstico contrasta con las divergencias entre los autores sobre la explicación de la evolución del conflicto y el pronóstico que de ella se desprende. En cuanto a lo primero, a pesar de la defensa de la multicausalidad hecha en la mayoría de los capítulos, el debate explicativo gira alrededor de los dos tipos de variables que dominan la discusión de la bibliografía internacional sobre las guerras civiles contemporáneas (compárese, entre muchos otros, Collier y Hoeffler 2001 y Cramer 2002). En contraste con la tradición de los estudios sobre violencia en Colombia, que encontraban las raíces de este fenómeno en factores políticos (p.ej., el carácter excluyente del sistema electoral), los capítulos del libro añaden a estos variables de tipo económico (p.ej., la disputa armada por el control de las rentas del narcotráfico y otras economías legales e ilegales). Factores políticos y económicos, por tanto, se mezclan en amalgamas diversas en los capítulos para ofrecer una nueva explicación de la violencia que incorpora los cambios del conflicto en la última década. El libro presenta, en suma, el germen de una agenda de investigación fructífera sobre la economía política de la guerra colombiana.

No sorprende, por tanto, que entre los autores existan las mismas líneas de fractura teóricas y metodológicas que caracterizan la bibliografía internacional sobre el tema. Algunos capítulos se inspiran en la tradición teórica de la sociología política y la ciencia política (Tilly 1985 y Giddens 1987) para hacer hincapié en el arraigo político de la disputa armada por recursos económicos y abogar por estudios de caso detallados que muestren la imbricación de lo político y lo económico en el espacio y en el tiempo. La defensa más explícita de esta posición se encuentra en el capítulo de Di John, pero la muestra más acabada y fructífera de su alcance empírico y teórico es el trabajo de Gutiérrez y Barón sobre el paramilitarismo del Magdalena Medio.

Otros capítulos, en cambio, acuden a las herramientas conceptuales y metodológicas de la economía para ofrecer análisis cuantitativos del predominio de determinantes económicos en las fases recientes de la guerra colombiana. El exponente más sólido de esta aproximación es el trabajo de Sánchez y Chacón sobre el efecto de la descentralización sobre el conflicto, que ilustra con rigor cuantitativo el peso causal que tiene sobre el recrudecimiento de la guerra la lucha de los grupos armados por las rentas de las transferencias a los municipios. Como lo muestra este rápido contraste, se trata de un debate genuino y provechoso en el que los autores inscritos en una y otra línea parecen abiertos a examinar la interacción entre variables políticas y económicas y, al hacerlo, a contribuir al avance del conocimiento sobre las causas, evolución y posibles salidas de la guerra.

Las diferencias son igualmente patentes en relación con el pronóstico sobre el conflicto. Aunque, como lo resaltan los capítulos de Rojas, Ramírez y Pizarro, es claro que una eventual finalización del conflicto depende cada vez más de actores y tendencias geopolíticas internacionales, los autores tienen posiciones contrastantes sobre la cercanía de ese final. Mientras que para Pizarro nos encontramos en un “punto de inflexión” del conflicto en el que Estado y subversión se desgastan en un empate mutuamente perjudicial que los llevará a la mesa de negociación más pronto que tarde, otros parecen ser menos optimistas y verían el conflicto o bien en un punto ciego (Restrepo) o en un equilibrio inestable que podría perdurar (Sánchez y Chacón, López, y Gutiérrez y Barón). Infortunadamente, en relación con este punto crucial el libro no ofrece evidencia empírica contundente. A falta de datos sistemáticos, el debate sobre si las FARC se encuentran en un declive terminal o en un repliegue estratégico, o sobre si la paz paramilitar está aquí para quedarse o es apenas una pausa en la guerra, continúa irresuelto.

Finalmente, dado que nos encontramos ante una agenda de investigación abierta y germinal, hay que señalar una limitación del libro que podría ser superada en encarnaciones ulteriores del proyecto. Siguiendo con una tradición arraigada en las ciencias sociales colombianas, buena parte de los capítulos tiene un fuerte énfasis descriptivo, anclado principalmente en fuentes secundarias como archivos de prensa. Tienden a quedar de lado, entonces, las tareas igualmente importantes de construcción teórica y de recolección de información primaria a través de trabajo de campo.

Si bien el comentario descriptivo tiene importancia y utilidad –al fin y al cabo, es más provechosa una buena descripción densa que una mala teoría—, los estudios sobre la violencia en Colombia están en mora de generar marcos teóricos de rango intermedio cuyos conceptos e hipótesis causales puedan ser evaluados mediante investigación empírica rigurosa basada en todo tipo de metodologías. Sólo así la violentología criolla puede generar una agenda de estudio abierta a especialistas de diversas disciplinas y al intercambio académico internacional. El potencial de este tipo de trabajo es ilustrado por los notables capítulos de Gutiérrez y Barón y de Sánchez y Chacón. Desde ángulos temáticos y metodológicos muy diferentes –el primero es un análisis cualitativo del paramilitarismo y el segundo un estudio cuantitativo de los determinantes del recrudecimiento del conflicto—, los dos logran el equilibrio deseable entre teoría y evidencia que promete impulsar el debate y la agenda de investigación abiertos en buena hora por esta nueva publicación del IEPRI.

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