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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. v.24 n.71 Bogotá ene./abr. 2011

 

Decisiones y narcos. Discusiones recientes en torno a los hechos del palacio de justicia .(1)

Decisions and narcos. Recent arguments in connection with the events of the colombian courthouse.

Adolfo León Atehortúa Cruz

Historiador, Doctor en Sociología Profesor Titular Departamento de Ciencias Sociales Universidad Pedagógica Nacional


RESUMEN

El presente artículo trata sobre las producciones bibliográficas recientes sobre los hechos del Palacio de Justicia de noviembre de 1985 en Colombia. El texto debate los aspectos sobre los cuales se ha centrado el tema: el origen de las decisiones y la participación presunta de los narcos. La trascendencia, el significado, la magnitud de su ocurrencia, su impacto en la memoria.

Palabras clave: Justicia, violencia, Colombia, narcotráfico.


SUMMARY

The present article verses on the recent bibliographic productions about the events that took place at the Colombian Courthouse, in November 1985. The text debates aspects on which the topic has been centered: the origin of decisions and the presumed participation of narcos, the transcendence, significance, magnitude, and impact in collective memory.

Key words: Justice, violence, Colombia, drug trafficking.


INTRODUCCIÓN

No todos los datos acerca del pasado son hechos históricos, ni son tratados como tales por el historiador, advierte E. H. Carr (1978: 13). Pero hay sucesos, como aquellos del Palacio de Justicia en los aciagos días del 6 y 7 de noviembre de 1985, que el historiador o el sociólogo no pueden eludir como objeto de su ámbito disciplinario. Las "dos tomas", según algunos autores (Peña, 1987), "los asaltos", según otros (Vález, 1986 y Atehortúa y Vález, 2005), entran por la puerta grande de la historia contemporánea de Colombia como logró hacerlo en igual forma el asesinato de Jorge Eliácer Gaitán en aquel 9 de abril de 1948. Fue tal su trascendencia, su significado, la magnitud de su ocurrencia, su impacto en la memoria, que ganaron uno y otro la categoría de "históricos" y se dispusieron de inmediato a la "refracción" del analista, del historiador, del estudioso de las ciencias sociales.

Si bien la discusión sobre lo acaecido fue opacada por la dramática explosión del Volcán Nevado del Ruíz, la producción bibliográfica se ocupó con bastante premura de los hechos y sus revelaciones. Las interpretaciones, las elaboraciones, como diría Schaff (1974: 273), entraron a la escena para convertir el acontecimiento en "cosa para todos".

Casi instantáneas, las primeras producciones bibliográficas incurrieron en superficiales construcciones factuales, apresuradas deducciones e improvisadas hipótesis. En algunas primó la necesidad exclusiva de reconstruir los hechos, de contribuir con las denuncias, de endilgar responsabilidades y de presentar testimonios que se consideraban claves para esclarecer y descifrar lo sucedido. Se intentaron primitivas organizaciones del amplio espectro informativo que circuló desde un principio en torno a los hechos, y se resaltó la personalidad de los inmolados. A pesar de sus limitaciones, abrieron el panorama y aportaron sus primeras luces en la búsqueda de la verdad. Estas creaciones fueron inicialmente albergadas por los medios de prensa (Forero, Correa, 1985), pero pasaron rápidamente a la categoría de libros independientes. Entre ellos sobresalen La justicia en llamas (Hernández, 1985), Treinta horas de horror (Marín, 1985) y, poco despuás, ¡Que cese el fuego! El testimonio (Salgado y Rojas, 1986).

Otras publicaciones empezaron a formar parte del juicio político que nunca prosperó (Uribe, 1985; Caballero, 1986), de los argumentos de los militares para explicar o justificar su acción (Vega, 1985; Samudio, 1986), o surgieron como análisis, disertación o respuesta frente a las indagaciones retomadas con motivo del primer aniversario o gracias a la aparición de los primeros documentos oficiales del Tribunal Especial y la Procuraduría General de la Nación (Hernández, Laverde, Rey, 1986). A decir verdad, gruesa parte de dicha literatura fue olvidada en la frondosa selva de papel que empezó a cubrir los hechos del Palacio de Justicia y aquella que se desplegó poco más tarde con la acción de los grupos paramilitares. Algunas, incluso, fueron escritas para un debate concreto o quedaron como constancia histórica.

El Informe sobre el Holocausto del Palacio de Justicia, rendido por los Magistrados Jaime Serrano Rueda y Carlos Upegui Zapata, integrantes del Tribunal Especial de Instrucción (1986), así como la denuncia del Procurador Carlos Jimánez Gómez ante la Cámara de Representantes titulada El Palacio de Justicia y el Derecho de Gentes (1986), removieron el debate y abrieron paso a las primeras deducciones y conclusiones argumentadas sobre los hechos y la violación de derechos. Uno y otro informe se convirtieron en referencia de primera mano para el conocimiento interno y hasta entonces más o menos secreto de las investigaciones. El documento de los Magistrados, sin embargo, enumeró más dudas de las que aclaró; no estableció responsabilidades de ningún tipo y no se atrevió a decidir con respecto a las desapariciones ocurridas. El informe del Procurador, por su parte, dejó en claro la existencia de excesos por parte de la Fuerza Pública en su intento por recuperar la instalación asaltada: el Derecho de Gentes había sido masacrado en el Palacio de Justicia.

A continuación, no faltaron las obras de denuncia. Manuel Vicente Peña publicó, por primera vez, el contenido exacto de diversos casetes que no pocos periodistas tuvieron en sus manos pero que no osaron divulgar (Peña, 1987). Con ellos se dieron a conocer las grabaciones de las comunicaciones que los militares se cruzaron para la recuperación o "retoma" del Palacio y se concluyó en torno a la negligencia e irrespeto demostrados para salvaguardar la vida de los rehenes. Una sola de las grabaciones es bastante indicativa:

Envío dos cargas más de 15 libras (...) para que amplíe el roto por encima del objetivo (...) La idea es localizar a los chusmeros y en la oficina inmediatamente de encima, si es posible, colocar la carga para abrir un roto y por ese roto aventarles granadas y fumíguelos y lo que sea...

No nos pongamos a reparar en gastos de municiones ni en los destrozos que haya que ocasionar. Se quiere que haya acción (...)

El primer escrito desde la academia, con amplia difusión gracias a El Espectador, fue aportado por Humberto Vález (1986) con una tesis sugestiva: a falta de uno, se presentaron tres asaltos al Palacio de Justicia; el de los guerrilleros, la respuesta de los militares, y el consentimiento y aplauso de un sector dirigente del establecimiento, que respaldó sin discusión el tipo de respuesta. Pocos meses despuás, un cúmulo de trabajos iniciales se presentó en el II Simposio sobre la Violencia, realizado en Chiquinquirá en 1986. Entre las exposiciones sobresalió aquella de Juan Manuel López Caballero, publicada en 1987, quien creó una fundación para el esclarecimiento de los hechos del Palacio de Justicia. La serie se remató en el VI Congreso Colombiano de Historia, reunido en Ibaguá, Universidad del Tolima, con una conferencia central de Humberto Vález y Adolfo Atehortúa, con la cual se entregó el primer avance de una investigación que los autores pretendían realizar con el apoyo de Colciencias (Vález y Atehortúa, 1987). Los resultados finales se condensaron en el libro Militares, guerrilleros y autoridad civil. El caso del Palacio de Justicia (1993) que no logró, por su reducido tiraje y el estrecho ámbito acadámico en que circuló, una difusión nacional. El texto planteó como hipótesis el enfrentamiento de dos militarismos en el Palacio de Justicia: el de los militares y el de los guerrilleros; dos militarismos incubados en la historia de la sociedad civil y en la historia de las relaciones entre civiles y militares en materias asociadas con el manejo del orden público:

El Palacio de Justicia fue una historia al desnudo, una representación teatral en espacio público en la que los actores se sobreactuaron natural y espontáneamente como si nadie los estuviese mirando (...) Que todo se hacía para "defender la democracia, maestro", dijo uno; que "todavía hay hombres dispuestos a morir por una causa" coreó el otro. Y el país, atónito, los escuchó (Vález y Atehortúa, 1993: 291).

En medio del fuego, los civiles, inocentes y atrapados, pagaron la factura.

Dentro de temas más generales, otros autores acadámicos incluyeron lo sucedido en el Palacio de Justicia dentro de sus obras más amplias. Alfredo Vásquez Carrizosa le abrió un capítulo al tema en su libro Betancur y la crisis nacional (1986); Rocío Vález lo refirió en El diálogo y la paz (1988), en tanto Socorro Ramírez y Luis A. Restrepo trataron el asunto en Actores en conflicto por la paz (1988). Otras investigaciones se ocuparon del comportamiento de los medios de comunicación frente a la "toma" (Pinzón, 1986) y algunos más criticaron el vago contenido del informe suscrito por el Tribunal de Instrucción (Valencia, 1989).

Para entonces, la verdad ya se abría paso. Algunos negociantes vendían a bajo costo las copias del reservado expediente judicial u ofrecían contactos con "pruebas definitivas"; se brindaron grabaciones de actores y testigos que habían callado ante los jueces con el compromiso de publicarlas bajo ciertas condiciones; se abrió una especie de "mercado de la verdad" con precios de feria. Eduardo Umaña Mendoza, apoderado civil de algunos familiares de las víctimas, le cerró el paso al negocio y a la hipocresía, y ofreció sin interás toda su inteligencia, participación y colaboración a los investigadores judiciales y acadámicos.

A partir de 1988, el periodismo de investigación jugó un papel trascendental para presentar a la opinión las más completas versiones sobre el desenlace oculto de la trama. Se abordó con seriedad el estudio de las fuentes, se escuchó a los actores y sobrevivientes y se acudió a los datos que arrojaban los procesos jurídicos. Noches de humo (Behar, 1988) y Noche de Lobos (Jimeno, 1989) mostraron, con dolor, dantescas escenas construidas con base en el testimonio de la única sobreviviente del M-19, la primera, y de las mil voces que hablaron ante los jueces sobre su experiencia como rehenes, el segundo. Las obras de Olga Behar y Ramón Jimeno, nutridas con una narrativa dialáctica y amena, lograron convertirse en textos de obligada lectura para todo aquel interesado en descifrar los episodios desde cualquier ángulo y en cualquier tiempo. Se obtuvo, gracias a ellos, una visión de conjunto, descarnada y crítica, sobre los hechos del Palacio de Justicia.

Los años noventa no vieron muchas publicaciones en torno a lo sucedido el 6 y 7 de noviembre de 1985. Una referencia particular en la historia del M-19 (Villamizar, 1995) y, tal vez la más significativa, la de Ana Carrigan (1997), quien volvió sobre lo acaecido para arrojar luz en algunas de las dudas. Con una mirada desde afuera, vinculó el hecho a la flamante historia latinoamericana:

La tragedia del Palacio de Justicia provee un microcosmos en el cual las tres figuras míticas que aparecen en cada conflicto latinoamericano de los últimos cincuenta años -el rebelde, el general y el presidente, ejecutan sus roles sin sacar provecho de lo usual, sino es la de protegerse y camuflarse.

Las producciones bibliográficas recientes acerca de lo sucedido en el Palacio de Justicia cambiaron el panorama de la discusión. De hecho, los juicios de responsabilidad, así como las investigaciones disciplinarias y judiciales, giraron tambián sobre la cabeza de los uniformados. Al empezar los noventa, la Corte Suprema de Justicia decidió cursar investigación penal contra el General Víctor Delgado Mallarino, mientras la Procuraduría Delegada para las Fuerzas Militares ordenó la destitución del General Arias Cabrales y abrió indagación contra otros mandos. Al explicar la decisión, Alfonso Gómez Mández (1990) esgrimió la posición que, en adelante, asumió el poder judicial:

Se rompería el Estado de Derecho si se impusiera la tesis que ahora parece esgrimirse de que toda acción enmarcada en el cumplimiento del deber, por este solo hecho, estaría exenta de cualquier examen judicial o disciplinario (...) Ni la tortura, ni la privación ilegal de la libertad, ni la desaparición de personas pueden aceptarse sobre las bases de una ‘razón de estado’. Tampoco se puede justificar, por la misma razón, que no se tomen, en situaciones de conflicto e incluso de guerra, todas las medidas para salvar la vida de los rehenes no comprometidos en la contienda.

Entre vaivenes, contradicciones, recursos y retrocesos, los procesos judiciales empezaron a desgranarse tardía y paulatinamente. Durante los años 2007 y 2008, la Fiscalía General de la Nación ordenó la detención de los coroneles retirados Sánchez Rubiano y Plazas Vega, del Capitán Oscar William Vásquez y de otros militares; se ordenó investigar al General Rafael Samudio y vincular al General Iván Ramírez, Comandante del Batallón Charry Solano, junto a varios de sus entonces subalternos.

El tema del Palacio volvió a estar sobre la mesa. La nueva bibliografía no se propuso, entonces, esclarecer lo sucedido, palmo a palmo, ni hurgar en responsabilidades directas por acción u omisión. Los autores fueron actores en su propia defensa (Plazas Vega, 2000); las producciones, breves referencias en un relato más universal (Grabe, 2000), o justificaciones de otras conductas delictivas (Aranguren/Castaño, 2001). Con dichas publicaciones se retornó a la discusión de dos elementos fundamentales: la toma de las decisiones, en cuanto ello exoneraba o remitía a la responsabilidad de los protagonistas estatales, y la participación o influencia de los narcotraficantes en el asalto perpetrado por el M-19.

La bibliografía se convirtió, entonces, en un escenario para disputar lo mismo sobre lo cual se litigaba en las investigaciones judiciales y se debatía en la política nacional. Colocar toda la decisión de lo actuado en cabeza del Presidente de la República, eximía de responsabilidad a los militares; vincular a los narcos y, más concretamente, a Pablo Escobar en los asaltos contra el Palacio de Justicia, equivalía a desvirtuar cualquier sentido revolucionario del M-19 y, por esa vía, a procurar la deslegitimación de los acuerdos de paz alcanzados con el grupo en su momento, desprestigiar a sus militantes ahora en la legalidad y promover su condena judicial o su derrota electoral.

En este orden se ubicaron los textos de Astrid Legarda (2005), basado en el relato de John Jairo Velásquez Vásquez, alias "Popeye", Virginia Vallejo (2007), contando las experiencias de su propia vida al lado de Pablo Escobar, y de Catalina Guzmán (2010), transcribiendo las narraciones de la hermana del mismo capo, Alba Marina Escobar. La explicación crítica y autocrítica desde lo que quedaba del M-19 la rindió Gustavo Petro (Petro y Maya, 2006), la defensa del gobierno en los infaustos días de la toma la asumió Jaime Castro (2009), mientras las víctimas y el proceso judicial mismo hablaron con la pluma ilustre de Germán Castro Caicedo (2008). En el interregno, un libro de dos periodistas sensibles e informadas (Echeverry y Hanssen, 2005), un nuevo texto de Atehortúa y Vález (2005) para "resolver las preguntas que una nueva generación de jóvenes estudiantes formulaba ante los hechos" y, por supuesto, los informes preliminares y el final de la Comisión de la Verdad (2009), con más posiciones que nuevas revelaciones pero, sin duda, un paso adelante para obtener claridad sobre lo sucedido.

El presente artículo vuelve a continuación sobre los hechos del Palacio de Justicia, para entablar un debate frente a las producciones recientes en los aspectos sobre los cuales se ha centrado el tema: el origen de las decisiones y la participación presunta de los narcos.

1. PODER CIVIL Y PODER MILITAR

Pocos días despuás de los hechos, el autor del presente ensayo dialogó ampliamente con Estanislao Zuleta -quien se desempeñaba a la sazón como asesor cercano al Presidente- y le indagó, junto con Humberto Vález, las razones por las cuales Betancur no había detenido la marcha del operativo militar para salvar la vida de los rehenes. -"Cuando se enteró de la magnitud del hecho ya no podía hacerlo, respondió Zuleta, a los militares no los paraba nadie. Y si lo hubiera intentado, los tanques se habrían volteado para apuntar al Palacio de Nariño. Belisario tuvo que decidir, probablemente, entre salvar a unos magistrados o salvar la democracia".

En parte, la explicación de Estanislao fue seguida por el expresidente Lleras Restrepo. Su experiencia como gobernante, escribió, le indicaba que, una vez iniciada, Belisario ya no podía detener la operación militar. Es más: no tuvo tiempo para tomar decisión alguna (Lleras, 1986). Lo propio resaltó el procurador Jimánez Gómez: "iniciado el proceso militar de restablecimiento institucional, no sería posible detenerlo" (Jimánez, 1986). La acepción del segundo inciso fue compartida tambián por Enrique Caballero pero con otra variante: ante la imposibilidad real de salvar a un grupo eminentísimo de ciudadanos, el Presidente se había visto en la necesidad de salvar al conjunto de la sociedad (Caballero, 1986). Para Zuleta, Betancur prefirió evitar un golpe de Estado; para Caballero, Betancur evitó que el M-19 se tomara el poder.

Jaime Castro ha vuelto sobre el tema de las decisiones con un título sugestivo: no hubo "ni golpe de Estado, ni vacío de poder" (Castro J., 2009). De acuerdo en lo fundamental con los tárminos de su afirmación, este ensayo matiza y precisa, sin embargo, algunas realidades factuales:

La noche del 7 de noviembre, Belisario le dijo al país que colocaba sobre sus hombros toda la responsabilidad por las decisiones tomadas, por las políticas y las tácnicas, por las generales y las específicas. Con esa conducta buscó, ante todo, producir un efecto de verdad al proyectar sobre la opinión pública una sólida imagen de solidaria cohesión en las relaciones entre la autoridad civil y los mandos militares. No obstante, en los meses subsiguientes Betancur empezó a distanciarse de sus declaraciones iniciales. En un principio lo hizo con prudencia. Dijo que ál había cumplido cabalmente con sus deberes constitucionales como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, pero que quedaban responsabilidades concretas ubicadas en los mandos operativos. En un segundo momento puntualizó que todas las decisiones concretas las habían tomado los militares. Aún más: aunque reconoció la oportunidad de los informes suministrados por el Ministro de Defensa, los calificó despuás como insuficientes, sobre todo cuando los había confrontado con la información obtenida posteriormente.

La Constitución anterior a 1991, como ocurre con la actual, asignaba al presidente de la República el manejo del orden público y a la fuerza pública la aplicación de sus orientaciones. En este sentido, tanto antes como ahora, los militares pueden tomar decisiones tácnicas de táctica militar, pero no pueden ni deben extralimitar o enajenar sus acciones de las directrices y parámetros definidos por el presidente de la República en consonancia con la Carta Magna. Si esto sucede, redefinen las determinaciones gubernamentales mediante una nueva decisión política y se ubican fuera de la ley. Por lo tanto, según la lógica del texto constitucional, el Presidente debe tomar las decisiones políticas en los distintos niveles del orden público y le corresponde a los militares aplicarlas con decisiones tácnicas que las posibiliten. En el caso del Palacio de Justicia, Betancur pudo haber tomado la decisión general de solución militar, pero se desprendió de la decisión política asociada a la forma de conducción del operativo militar. Esta decisión fue arrogada por los mandos militares, incluso antes de que el propio Betancur tomara, en forma expresa, la decisión general.

No se trata, simplemente, del "reproche histórico" que la Comisión de la verdad le plantea a Betancur por no haber asumido el mando del operativo militar. En realidad, ello era potestativo. Nuestra afirmación es más concreta: visible y audible para los colombianos la forma absurda como se adelantaba el operativo de rescate, el presidente no se inmutó ante las circunstancias, aunque ellas trastornaran la orden general impartida. Impasible, Betancur debió ver, por lo menos, el Palacio en llamas. Fue esta la forma como las armas reemplazaron al Estado de Derecho.

He aquí nuestra hipótesis; los hechos del Palacio de Justicia revelaron la condición de los militares como actor político con suficiente capacidad para influir y hasta para definir, según las coyunturas de los distintos gobiernos, las políticas de orden público y sus aplicaciones concretas. No hubo "amenazas" ni "vacíos de poder", no hubo "golpes de estado" (Ramírez, 1997: 321); simplemente, los militares reivindicaron el carácter de actor político que en diversas coyunturas históricas habían ostentado.

¿Por quá no pudo Betancur ordenar la suspensión del operativo militar como, con insistencia, lo demandaba el Presidente de la Corte e incluso un grupo minoritario del gabinete ministerial?(2) En realidad, no quiso intentarlo siquiera. Rechazó las demandas del grupo insurgente y se acogió exclusivamente a los análisis tácticos de los militares, según los cuales serían graves las consecuencias si se adoptaba esa medida permitiendo el respiro y fortalecimiento de los asaltantes en sus posiciones. Por eso el presidente decidió que sólo ordenaría la suspensión del operativo militar si los guerrilleros se rendían incondicionalmente. Con una subordinación tan estrecha al «criterio tácnico» de los militares, poco o nada podía esperar el sector minoritario de ministros que demandaba cierto tipo de contactos con los guerrilleros. Lo único que lograron fue una pequeña apertura en la cerrada decisión del presidente de no negociar: se enviarían, cuando menos, algunos mensajes solicitando a los guerrilleros la libertad de los rehenes y su rendición. Sin embargo, de acuerdo con la versión del Coronel Plazas Vega, "quienes tenían la responsabilidad de la operación militar, sólo el día 8 de noviembre, al leer las noticias de prensa, se enteraron de que había existido la posibilidad de diálogo con la subversión" (Plazas Vega, 2000: 196).

En sus declaraciones ante los jueces, los militares han proyectado una imagen de elevada coherencia con las decisiones del presidente, y de decidida subordinación a la autoridad civil. Para el General Rafael Samudio, el presidente Betancur no sólo aprobó la necesidad del operativo sino tambián sus formas particulares de conducción. Los militares han enfatizado, además, que durante el desarrollo de las acciones se ciñeron tan estrictamente a las instrucciones del Presidente que habían llegado a decidir pausas prolongadas, sin la presión de las tropas, con la esperanza de que los guerrilleros permitiesen la salida de los rehenes. Es más: que de no haber sido por su estricta sujeción al poder civil, tácnicamente habrían podido recuperar el Palacio en cuestión de pocas horas.

El General Arias Cabrales llegó a declarar, en contra de todas las evidencias empíricas, que había ordenado la suspensión temporal del fuego para facilitarle al delegado de la Cruz Roja el cumplimiento de la misión encomendada por el Presidente y que, en varias oportunidades, había buscado el diálogo con los asaltantes a travás de los llamados a viva voz, sin obtener respuesta positiva. El Ministro de Defensa Vega Uribe señaló, a su vez, que personalmente le había manifestado al Presidente Betancur que, aunque se tomasen todo tipo de precauciones, continuaban vigentes los riesgos inherentes a todo operativo militar, razón por la cual no podía asegurar que, en esta ocasión, no se registrasen muertos.

En concepto de los altos mandos, frente a la agresión de que fue objeto la rama jurisdiccional del poder público se hizo necesaria la intervención automática de las Fuerzas Armadas. Pero, aunque los altos Generales tomaron decisiones concretas de táctica militar, todo se hizo de acuerdo con las órdenes e instrucciones recibidas del señor Presidente. Las acciones militares se desarrollaron, según los uniformados, en forma metódica y progresiva, consumiendo plazos muy superiores al tiempo tácnicamente necesario para recuperar el edificio.

Desafortunadamente, en el caso de los militares sus comportamientos discursivos se quedaron a la zaga de sus conductas efectivas. De nuevo se evidenció que los celos constitucionalistas de los Generales servían más para velar y justificar conductas efectivas que para hacer cumplir la Constitución.

En primer lugar, se hizo un despliegue desproporcionado e inaudito de fuerza en una acción en la que se emplearon más de mil hombres para someter a tres decenas y media de guerrilleros. En segundo lugar, más se demoraron los tanques de guerra en irrumpir a la Plaza de Bolívar que en marchar escaleras arriba para derribar con espectacularidad la puerta metálica de la entrada principal. Pero, en tercer lugar, no hubo planificación alguna. Por el contrario, aspectos concretos de la operación militar, en sus inicios, se confiaron a un aparecido civil sin el nexo, la disciplina, ni la rigurosa organización castrense que han debido presumirse como indispensables. Recuárdese al "rambo criollo" Jorge Arturo Sarria (Cf. Jimeno, 1989 y Atehortúa y Vález, 2005)(3) . El desembarco aáreo, por otro lado, fue improvisado y fatal, como desarticulado y trágico fue el rescate de rehenes. Y cuarto, no sólo se masacró al Derecho de Gentes, se incurrió en delitos de lesa humanidad contra civiles inocentes.

De acuerdo con el derrotero factual y cronológico de los acontecimientos, las decisiones abordaron el siguiente periplo:

Primero. Inmediatamente despuás de iniciado el asalto al Palacio de Justicia por parte del M-19, los mandos militares, movidos por automatismos inherentes a su configuración histórico-institucional y sin que le pidiesen autorización a poder civil alguno, decidieron y pusieron en marcha los operativos militares de ráplica. Se ordenó así la respuesta armada con el personal de seguridad más próximo al Palacio, se ordenó la inmediata presencia de los tanques y de la artillería y se dispuso la acción helicotransportada. Por supuesto, la posibilidad de enfrentar y derrotar en la Plaza Mayor de Bogotá a su principal ámulo y enemigo del momento, así como las sospechas e informaciones previas sobre la preparación del asalto, debieron jugar cierto papel en la decisión.

Segundo. En un primer instante, estupefacto ante la magnitud y peligros que vislumbraba el hecho, el Presidente Betancur emitió una orden general y ambigua: "restablecer el orden" y movilizar al batallón Guardia Presidencial "para apoyar a las autoridades de Policía". No se refirió en particular al Palacio de Justicia y no trazó orientaciones tácnicas específicas. Con su silencio u omisión, aprobó la confrontación militar del asalto. Más adelante, con el paso del tiempo y en menos de dos horas, ratificó en forma tácita y expresa la decisión de solución armada del conflicto. Tácita, cuando se negó a pasarle al teláfono al presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, y expresa, cuando lo afirmó en pleno gabinete ministerial tras conocer las exigencias básicas del M-19, sobre todo aquella relacionada con su presentación ante la Corte Suprema de Justicia para ser juzgado por presunta traición a la causa de la paz, la cual escuchó y leyó "varias veces". Para entonces, los tanques "ya habían ingresado al Palacio" (Castro J., 2009: 166 y 183), un hecho que, según dijo Betancur a la "Comisión de la verdad", no le fue consultado. La decisión de no negociar y de no cancelar el operativo militar se hizo irreversible.

Tercero. En las horas siguientes, Betancur se negó a modificar su decisión ignorando incluso las intervenciones que ministros como Enrique Parejo sustentaron. Por el contrario, obedeciendo el mandato del presidente, la Ministra de Comunicaciones, Noemí Sanín, ordenó interrumpir las transmisiones radiales con la amenaza de recurrir al Ejárcito para tomar las emisoras; curiosamente, el medio más importante por el que se informaban Betancur y sus ministros. En efecto, el primer mandatario no fue informado por los militares sobre los distintos aspectos de la dinámica global del operativo en el Palacio de Justicia ni sobre sus más trascendentales desarrollos concretos; todo indica que tampoco hizo exigencias específicas a ese respecto. Sin duda, la más clara de las decisiones políticas de los militares ocurrió con ocasión del mensaje enviado a travás del Consejero Arciniegas, casi al final del asalto, del cual ni el presidente ni los ministros recibieron noticia alguna.

Así las cosas y aún bajo el supuesto de que el presidente Betancur hubiese definido autónomamente la solución militar, ásta fue una determinación a posteriori que, no obstante, resultó congruente con las decisiones optadas por los mandos militares. Uno y otros, en niveles distintos, tomaron decisiones políticas. El presidente, por su parte, no se involucró, tampoco, en las decisiones específicas del operativo ni preguntó por su desarrollo. No inquirió, finalmente, sobre el ingreso del Delegado de la Cruz Roja que en Consejo de Ministros se dispuso, ni averiguó la suerte de los magistrados ni de las personas que se conducían a la Casa del Florero; no se le participó en forma debida sobre lo que sucedía pero tampoco exigió informaciones. En muchos aspectos, gruesos y sencillos, se limitó a esperar el desenlace del operativo como si se tratase de un espectador más.

Al segundo día del asalto, en sus postrimerías, los militares esperaban con temor y desespero una orden contraria a su acción desde la presidencia. Obstaculizaron al extremo el ingreso al Palacio del Delegado de la Cruz Roja pero hicieron, al menos, la pantomima de obedecer el mandato emitido en este sentido por el Presidente. Sus preocupaciones quedaron registradas en las grabaciones:

Sigue siendo crítico el tiempo para dar por cumplida la misión y tomado totalmente el objetivo (...) les pido, les exijo máximo esfuerzo, estamos contra el tiempo (...) Entiendo que no han llegado los de la Cruz Roja, por consiguiente estamos en toda libertad de operación y jugando contra el tiempo. Por favor, apure a consolidar y acabar con todo y consolidar el objetivo (...) Dilate un poquito el acceso de Martínez (Delegado de la Cruz Roja) (Citado por Atehortúa y Vález, 2005: 108-109).

En conclusión, cualquiera que haya sido el nivel de definición de la solución militar, ya sea que los militares la hubiesen decidido antes del medio día y el presidente dos horas más tarde, algo queda claro: las decisiones concretas que tomaron los mandos militares no fueron meras definiciones tácnicas, de táctica castrense. Por el contrario, la forma particular de conducción brindada a la solución militar, tuvo en el fondo una manifiesta decisión política tomada por los altos mandos, con la cual fue complaciente y coherente el jefe del gobierno.

Aunque los militares obraron como actor político -a lo cual estaban históricamente acostumbrados-, fueron secundados por el Presidente, quien compartió y legitimó la ciega orden de recuperar el Palacio de Justicia. No hubo, entonces, "ni golpe de Estado", "ni vacío de poder". Los militares obraron como lo habían hecho durante el gobierno de Turbay bajo la sombra del llamado "Estatuto de Seguridad"; como lo hicieron, tambián, en el ataque al campamento del M-19 en Yarumales que, en vigencia de la tregua y en pleno "proceso de paz" el Presidente sólo vino a detener días despuás.

Desde el 9 de abril de 1948, o quizás desde la facultad que López Pumarejo les otorgó en 1944 para juzgar civiles, los militares se habían atribuido espacios para la intervención en política, sin perder su investidura castrense y sin recibir la oposición de los civiles. El cálebre discurso de Alberto Lleras en la apertura del Frente Nacional les confirmó, incluso, cierto grado de autonomía (Cf. Atehortúa, 2010).

2. ¿NARCOS EN EL PALACIO DE JUSTICIA?

John Jairo Velásquez, el conocido «Popeye», uno de los pistoleros de Pablo Escobar, relata que Iván Marino Ospina y Álvaro Fayad llegaron a la hacienda Nápoles para contarle a Escobar un ambicioso proyecto que tenían en mente. Consistía en un espectacular operativo en plena plaza de Bolívar para denunciar a Belisario. Escobar solicitó detalles y Fayad habló en concreto del Palacio de Justicia. A Pablo Escobar se le pidió «un millón de dólares» argumentando la necesidad de «traer fusiles de Nicaragua y explosivos C-4». Pablo Escobar ofreció entonces un avión para trasladar las armas y los explosivos, y les propuso «aprovechar esa entrada al palacio para darle un golpe fuerte a la extradición» (Legarda, 2005: 65 a 70).

El narcotraficante ofreció, entonces, dos millones de dólares y cinco más al tármino del operativo, si dos de sus hombres acompañaban al M-19 para quemar los expedientes de todos aquellos que podrían ser extraditados y asesinar a varios magistrados por traidores a la patria. Ospina objetó la idea de vincular a sus hombres, pero Escobar les pidió cumplir el objetivo. El capo decidió financiar la operación con dinero y armas de la mafia y prometió al M-19 una cantidad inimaginable si lograba poner fin a la extradición. Los guerrilleros recibieron dinero para la toma, el envío de veinte fusiles y gran cantidad de munición financiada por Escobar.

<<A través de la cafetería -acusa Popeye- gran cantidad de alimentos se venían almacenando>>. Remata que Ospina y Bateman se refugiaron en la infraestructura del capo luego de la toma, y que Escobar pagó los dos millones de dólares prometidos, adicionales a los <<Acuarenta millones recibidos anteriormente>>. Los entregó a Iván Marino Ospina <<Aen un carro que tenía una caleta donde se encontraba escondido el dinero>>.

Las inconsistencias en el relato de <<APopeye>> son fáciles de detectar:

- Iván Marino Ospina había muerto cuando se inició la planeación de la toma del Palacio de Justicia. No tuvo conocimiento de los hechos. Por consiguiente, le era imposible asistir a una reunión en la hacienda Nápoles para solicitar apoyo y mucho menos recibir dinero de la mafia. En ello, peca también la versión de Alba Marina Escobar (op. cit: 224)

- Jaime Bateman murió en un accidente aéreo en 1.983. Ni siquiera alcanzó a firmar los acuerdos de Corinto y El Hobo con el gobierno de Betancur. ¿Cómo podía refugiarse con Ospina <<en la infraestructura de Escobar>>, luego del asalto al Palacio de Justicia, si ambos estaban muertos?

- Las armas utilizadas en el operativo del Palacio fueron traídas, en gran parte, de los frentes rurales del sur. Las piezas procesales de la investigación judicial así lo señalan y fue reafirmado, además, por la única sobreviviente del M-19 inmediatamente después de los hechos (Behar, 1988). Las armas de procedencia nicaragüense son sólo seis y perfectamente podrían estar desde hace muchos años en Colombia, en las montañas del Cauca. Los explosivos fueron hurtados por el M-19 en canteras de Cundinamarca, hecho procesalmente probado y constatable, incluso, con una revisión de prensa. No hubo explosivos traídos del exterior.

- La existencia de alimento almacenado en la cafetería no es más que la reproducción del triste rumor que cobró la vida a sus empleados. Al realizar la inspección a sus congeladores, una vez culminada la operación en el Palacio, las autoridades comprobaron la falsedad de la acusación: no existía tal almacenamiento y sus refrigeradores sólo daban cabida, cuando más, a 100 unidades de reservas de leche. El Tribunal Especial de Instrucción dijo al respecto:

Todas estas informaciones resultaron falsas, producto alegre de la imaginación. Nos detenemos en el examen del tema porque interesa restablecer la buena opinión que merecen gentes honorables y correctas que se encontraban al servicio del restaurante, quienes no tuvieron vinculación alguna con los guerrilleros del M-19 y en nada pueden verse comprometidos en los acontecimientos criminales que horrorizaron al país.

- Con respecto al operativo, la austeridad económica del M-19 es bastante deducible. No pudieron obtener cohetes antitanque ni morteros, no prepararon distractores ni contención alguna contra el desplazamiento militar desde sus instalaciones regulares hasta el Palacio de Justicia y tuvieron que correr el riesgo de hurtar automotores y explosivos para ejecutar la acción. La casa económica tomada en renta como sede del operativo, no resultó la más adecuada ni la más segura; el destacamento tuvo que abordar los vehículos de transporte a la vista del vecindario. Las bombas fueron todas de fabricación casera, "sombreros vietnamitas", klaymore y similares, algunos de los cuales tampoco detonaron. Los radios fueron adquiridos entre los más baratos del mercado de «San Andresito» pocos días antes del operativo y finalmente no sirvieron. Acudieron al apoyo financiero del grupo armado «Ricardo Franco», y pusieron en peligro la acción cuando los planos confiados a ellos cayeron en poder de las autoridades. Algunos dirigentes, según afirmaron sus familiares tiempo después, habían vendido bienes personales para financiar la operación.

Contraria a la versión de «Popeye», Carlos Castaño ofrece otra en su libro «Mi confesión». Quien se presentó a la hacienda Nápoles fue Pizarro. Quien financió y aportó la dinamita fue Escobar y quien concedió el armamento fue su hermano Fidel Castaño. Pizarro pidió «un millón de dólares por asesinar a los magistrados» y «un millón de dólares por quemar los expedientes». Agrega Castaño que fue Guido Parra, el abogado de Escobar, quien le explicó a Pizarro la ubicación de los expedientes en contra del capo y qué debían quemar. Otro narco replicó, entonces, que incluyeran los propios y pagó trescientos mil dólares más (Aranguren, 2001: 40 a 43).

Desde luego, algunas de las objeciones al testimonio de «Popeye» pueden aplicarse a la versión de Castaño. Los planos del Palacio de Justicia, además, fueron adquiridos desde un principio por Luis Otero, el comandante general del operativo. Carlos Pizarro no participó en la planeación directa de la acción y no era, para la fecha, el comandante máximo del M-19. Su labor estaba concentrada en las montañas del Cauca con la creación del «Batallón América» y la preparación de un asalto a la ciudad de Cali.

El señalamiento de Virginia Vallejo, coincidente con las versiones de "Popeye" y Alba Marina, la hermana de Escobar (2010: 223), apunta al voluminoso pago del capo para que el M-19 quemara sus expedientes con la toma (2007: 94 a 96). El argumento se cae por sustracción de materia: en la Corte no había un solo expediente contra Pablo Escobar. Tan solo cursaba allí la demanda contra la ley aprobatoria del Tratado de Extradición, sobre lo cual existían copias en el Ministerio de Justicia y en la Cancillería (Castro G., 2008: 291).

Aún así, es preciso aclarar, también, que no hubo uno sino varios incendios en el Palacio de Justicia:

La más certera deducción indica que las primeras llamas se gestaron en el sótano, debido a las cargas colocadas por el M-19 para prevenir el ingreso de los tanques. Estas explosiones, unidas a los disparos del primer «Urutú» que logró acceso e hizo blanco sobre varios vehículos estacionados en el parqueadero, dieron lugar a las primeras llamaradas. No obstante, no fue ésta la chispa de donde brotó el incendio general del Palacio. Sin ligazón con ella, grandes bocanadas de fuego y humaredas negras fueron percibidas en puntos muy diversos y distantes, como la secretaría de la Corte o el auditorio contiguo a la biblioteca, cuando los militares dominaban ya el sector. Para la Comisión de la verdad, el incendio que destruyó casi totalmente el edificio, pudo tener su origen en las numerosas y poderosas cargas explosivas, los disparos de rockets al interior y desde la parte externa del Palacio de Justicia o, incluso, granadas de fusil que fueron disparadas contra una barricada compuesta por escritorios, sillas y enseres de oficina en el cuarto piso (Comisión de la verdad, 2009: 96 - 98).

Independientemente de cualquier polémica, algunas situaciones dejan mucho qué pensar:

- En primer lugar, el Palacio de Justicia era la fortificación cuya dominación absoluta pretendía conseguir el M-19, su propia "madriguera". En consecuencia, resulta ilógico que premeditada o conscientemente intentaran prenderle fuego. Por el contrario, los doctores Hernando Tapias Rocha y Samuel Buitrago Arango, entre otros, pudieron apreciar que "algunos guerrilleros" pretendían <<aplacar el fuego>> <<con las mangueras que se encontraban en las paredes de las escaleras>>.

- Si seguimos la sencilla y desprevenida declaración del bombero Manuel Beltrán García, es inquietante encontrar un gran contraste de conductas:

Nos retiramos porque el tiroteo del Ejército era indescriptible (...) Nos retiramos sin que la labor se hubiera concluido, se oían voces de oficiales del ejército que decían que para qué apagábamos eso, que el objeto de ellos era quemar eso para que la gente que estaba adentro saliera. Si no hubiéramos sido interrumpidos por la balacera, pues hubiéramos apagado completamente el incendio.

- El cohete AT-M72AZ o «rocket», utilizado indiscriminadamente por las Fuerzas Militares dentro del Palacio, es un arma antitanque de alto poder explosivo, con una temperatura de detonación que oscila -según criterio del Departamento de Criminalística- entre los 1.5 y los 4.0 grados centígrados. Su disparo genera además un fogonazo de retroceso que puede alcanzar 15 metros de largo y 8 de ancho, con un ángulo de abertura cercano a los 3 grados.

- En un momento determinado del operativo, fueron captadas las siguientes palabras en la comunicación interna de los militares:

ARCANO 5: ¿Dispone de granadas incendiarias? Cambio. RPT (Repita) ARCANO 5: Granadas incendiarias. Cambio. Le respondo en tres minutos. ARCANO 5: QAP. (Quedo Pendiente).

La conclusión final de la Comisión de la verdad, luego de un medular análisis técnico, es tajante:

Las declaraciones, peritajes y documentos militares de planeación estratégica y táctica, sugieren que el Ejército pudo tener responsabilidad en el tercer incendio del Palacio de Justicia, el devastador, por la falta de previsión durante la operación militar sobre los efectos del armamento utilizado, así como por la persistencia en el uso de ciertas armas, a pesar de la evidencia del efecto nefasto que produjo la conflagración en la edificación. (Comisión de la verdad, op. Cit: 168)

Plegándose en parte a la versión de Popeye, Jaime Castro (2009: 43 a 46) retoma argumentos que igual pueden diluirse:

El hecho de que el M-19 incluyera en su «Demanda Armada» alguna referencia al Tratado de Extradición, no puede asumirse como plena prueba de su alianza con narcotraficantes. El rechazo al tratado fue asumido por la izquierda, en general, al considerarlo lesivo para la soberanía nacional.

Declaraciones de Ivan Marino Ospina en apoyo a ciertas amenazas de "los extraditables" deben interpretarse en el marco de un tirante encuentro sostenido con el Presidente Betancur en México, el 5 de diciembre de 1984. Sus palabras, por cierto, le ocasionaron su destitución como jefe máximo del M-19.

Las intimidaciones que los magistrados recibieron por cuenta de «los extraditables» o el hecho de que el asalto hubiese ocurrido contra la Corte un día antes de que ésta estudiase la ponencia referente a la exequibilidad del Tratado de Extradición, y de que decidiera sobre ocho resoluciones pendientes de tal aplicación, son desvirtuables. Por un lado, se sabe que el operativo estuvo planeado desde octubre y que fueron circunstancias ajenas a la decisión del M-19 las que llevaron a su aplazamiento. La citación a la plenaria que habría de discutir la exequibilidad del Tratado de Extradición no se había efectuado, según lo constató el Tribunal Especial de Instrucción, y el magistrado Patiño Roselli se había reservado exclusivamente la atribución de elaborar el orden del día de las sesiones, sin dar cuenta de ello a sus colegas ni al personal de secretaría para evitar filtraciones que llegaran a quienes los amenazaban. Ni siquiera los propios magistrados conocían, entonces, cuándo habría de llevarse a cabo la sesión que abordaría el tema de la extradición.

De igual forma, si los guerrilleros tomaron como objetivo central el cuarto piso y como "rehenes fundamentales" a los magistrados de la Sala Constitucional, no es por sí mismo una "evidencia" de la presencia del narcotráfico (Plazas Vega, 2000: 113). La razón se encuentra en su "demanda armada" y en el propósito de juzgar allí al presidente Betancur.

Las "pruebas contundentes" de Jaime Castro (2009: 43) son los discursos de Álvaro Uribe Vélez que presume basados "seguramente en indicios y documentos que conoció como jefe de Gobierno" y un testimonio de Yesid Reyes que presupone conocimiento "de algo grave que va a pasar" por parte de elementos de la mafia, pero no necesariamente su compromiso, colaboración o financiación en el operativo concreto. Como se sabe, el mismo M-19 anunció públicamente la realización de una operación "espectacular" que "asombraría al mundo" (Grabe, 2000: 253 y Plazas Vega, 2000: 79).

El argumento del exministro Castro se contradice en su propio texto. Si el propósito del M-19 con la toma del Palacio era conquistar el poder, "convertir el asalto en el detonante de la insurrección popular" , promover un "nuevo Bogotazo" que pondría fin a la guerra y llevaría al pueblo al poder" (Castro, 2009: 69, 76); si en el Manifiesto que divulgaron el día de la toma está claro que "iban por el poder" y que la demanda armada era un "acto del nuevo gobierno", ¿qué sentido tenía entonces quemar unos expedientes para evitar extradiciones que el nuevo poder no concedería? ¿Qué sentido asesinar unos magistrados que el nuevo gobierno revolucionario podría remover? Es la misma contradicción en que incurre el Coronel Plazas Vegas (2000: 108 y 291): ¿para qué dar la vida por unos expedientes si el objetivo era la muerte de Betancur y la toma del poder con un golpe de Estado que se iniciaba ya en el Palacio de Justicia?

Con respecto a los demás eventos, las propias instancias oficiales empezaron a viciarlos. En sustentados informes, tanto el Tribunal Especial de Instrucción, como la Procuraduría General de la Nación, absolvieron al M-19 de toda conexión o apoyo con los narcotraficantes colombianos. Según el Tribunal, no existieron evidencias de participación de movimientos distintos al M-19 en el planeamiento y ejecución de la toma del Palacio de Justicia y tampoco hubo prueba alguna que los vinculara con las amenazas inferidas a los magistrados por los narcotraficantes o extraditables. El procurador Carlos Jiménez Gómez, a su turno, esgrimió una tesis similar al señalar la carencia absoluta de pruebas que permitiesen pensar en una <<relación o nexo causal entre la ocupación del Palacio y las amenazas recibidas por Magistrados y Consejeros>>.

¿Qué sentido tenía para la mafia ejecutar a unos magistrados que no habían fallado todavía los procesos sobre los cuales guardaban interés? ¿Qué sentido tenía quemar los expedientes si de ellos existe copia en los juzgados de instrucción en el país, o en Estados Unidos si se trata de la extradición? Retrasar las decisiones unos cuantos días, sería un absurdo para semejante operativo, máxime cuando en ese momento los grandes capos ni siquiera estaban detenidos y sus procesos no se hallaban en la Corte. En realidad, solo habían trece detenidos con extradición pendiente y sobre ello respondió el Ministro de Justicia a El Tiempo el 10 de enero de 1986: "Ninguno de los trece extraditables detenidos va a ser dejado en libertad por la destrucción de procesos en el Palacio de Justicia". Por el contrario, el gobierno procedió conforme era previsible y los restableció con reglamentaciones jurídicas excepcionales.

He allí la pregunta más contundente para verificar lo insulso que resulta colocar como enorme ganancia para los narcos la quema de sus procesos de extradición: ¿Cuántos y cuáles capos del narcotráfico en Colombia se beneficiaron con la justicia o dejaron de ser extraditados a Estados Unidos, gracias al asalto del Palacio de justicia y a la quema de sus expedientes?

Con todo, ello no excluye la posibilidad de que existiera una relación entre Escobar y el M-19, que es aquello sobre lo cual recaba la Comisión de la verdad:

- Escobar estableció relaciones con el M-19 a partir de las acciones y negociaciones que condujeron a la liberación de Martha Nieves Ochoa, secuestrada por la organización guerrillera.

- A raíz de estas negociaciones, Iván Marino Ospina sí permaneció algunos días en la hacienda Nápoles. El propio Escobar lo reconoció al periodista Germán Castro Caicedo y agregó, además, que en señal de buena voluntad el guerrillero le obsequió una subametralladora de fabricación soviética, a la cual nunca pudo conseguirle munición la mafia (Cf. G. Caicedo, 1996).

- El M-19, ha dicho Gustavo Petro (2006: 69), cayó en la espiral del narcotráfico y no pudo ser ajeno a su influencia, pero, en el caso concreto del Palacio de Justicia, no es verificable hasta el momento una influencia radical y menos aún la compra burda del operativo.

En conclusión, es cierto que el M-19 tenía vínculos con Pablo Escobar y con algunos grandes capos del narcotráfico en Colombia; es cierto que en diversos momentos Pablo Escobar le prestó apoyo decisivo al M-19, incluida la búsqueda del accidentado avión en que viajaba Jaime Bateman a Panamá; es cierto que la relación se dio en diferentes términos que abarcaron la colaboración financiera o en infraestructura. Pero todo ello, que censura de hecho al M-19, no significa que para el operativo concreto del Palacio de Justicia, hasta donde el proceso judicial por los hechos permite rastrearlo, los capos del narcotráfico en Colombia hubieran prestado sus aporte ideológico, financiero o militar para lograr la quema de sus expedientes. Tal como piensa Alfonso Gómez Méndez, "de ahí a decir que el operativo era para sacar unos expedientes es una peripecia" (Castro G., 1996: 290).


COMENTARIOS

1. Una vez más, a la memoria de Cristina del Pilar Guarín Cortás, detenida, torturada y desaparecida, víctima inocente en los hechos del Palacio de Justicia. Licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional

2.La hipótesis aquí expuesta se ha planteado, grosso modo, en Vélez y Atehortúa (1993 y 2005). Corresponde, por tanto, a los dos autores.

3.Hecho cierto y procesalmente probado, la presencia de Sarria es, sin embargo, expresamente omitida en su libro por el Coronel Plazas Vega (2000: 170).


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